Lord Cambridge había olvidado cuan largo y tedioso era el viaje a Londres. Pero la emoción que los nuevos paisajes provocaban en Elizabeth despertó su entusiasmo, y recordó la primera vez que había recorrido el trayecto con Rosamund y más tarde con sus hijas mayores. Los días pasaron velozmente y, de pronto, se encontraron cabalgando por el camino que conducía a la casa de Thomas Bolton en Londres. En la puerta, una elegante mujer los esperaba para darles la bienvenida.
– Bien -dijo Philippa, la condesa de Witton, al ver a su hermana menor-, se te ve bastante presentable, Bessie.
– No olvides, Philippa, que ahora soy Elizabeth, no Bessie. Ni siquiera nuestra madre me sigue llamando así. -Se sacudió el polvo de la falda de terciopelo bordó-. ¿Podemos pasar? ¿O prefieres que nos quedemos afuera y compartir con todos nuestra tierna reunión? ¿Hace cuánto que no nos vemos?
– Ocho años -respondió irritada Philippa.
– Y sigues tan bella como siempre, querida -dijo lord Cambridge, intentando aliviar la tensión que ya se había instalado entre las hermanas-. ¿Cómo lo logras? Pues para colmo tienes que hacerte cargo de tus niños. -Thomas Bolton la besó en ambas mejillas.
– Y tú sigues siendo el mismo pícaro de siempre, tío -respondió con una sonrisa. Thomas Bolton era responsable de su felicidad y la joven le estaba eternamente agradecida. Philippa lo adoraba. Podría ayudar también a su hermana menor, pero era obvio que Bessie o Elizabeth, como prefería que la llamaran- seguía siendo una criatura difícil.
– Gracias por venir a visitarnos a Londres, querida mía. Sé que deseabas que nos detuviéramos primero en Brierewode, pero temía no llegar a Greenwich para las celebraciones de mayo. ¿Has traído a tu hija menor contigo? Me encanta saber que tengo una nueva niñita para mimar.
– No, tío, si quieres conocer a tu sobrina tendrás que venir a Brierewode. No quise viajar con una niña tan pequeña y su nodriza. Hay tanto que organizar cuando se viaja con niños. Por ese motivo, dejé también a Hugh Edmund en casa. El año próximo irá a la corte para servir como paje de la princesa María -dijo con orgullo-. Este año iré con ustedes a Greenwich a disfrutar de las festividades de mayo.
– ¿Y veremos a tus otros hijos? -preguntó Thomas Bolton.
– Sí, tío. Logramos ubicar en la corte tanto a Henry como a Owein. Hemos sido muy afortunados. Tú bien sabes qué importante son estas cosas cuando a uno le interesa progresar en la corte. Y, además, hay que arreglar el tema de los matrimonios. Henry, por supuesto, algún día será el sucesor de su padre, pero nunca viene mal forjarse una buena reputación en los círculos aristocráticos. Te asombrarás al verlos, querido tío. Mis hijos mayores ya son dos pequeños cortesanos.
Elizabeth reprimió todo tipo de comentario sobre las ambiciones de su hermana. En su opinión, los hijos debían vivir en casa con sus padres. Miró a su alrededor a fin de distraerse. Se hallaba en un largo vestíbulo con ventanas que daban al Támesis. Era muy hermoso. Aunque se había resistido a dejar Friarsgate, debía admitir que, hasta ahora, disfrutaba muchísimo del viaje. La campiña y las aldeas que atravesaron fueron una revelación para ella. Ahora estaba en Londres, y ya había decidido que no le gustaba.
– Mi hermana está muy callada-notó Philippa-. Espero que no sea siempre así, pues en palacio prefieren las mujeres vivaces.
– Creo que vas a pensar que soy vivaz, hermana, tal vez demasiado para tu gusto, pero ahora estoy cansada y desearía reposar. Aprendí que siempre es conveniente estudiar los nuevos escenarios para orientarse antes de subir a la palestra. Soy una persona muy cuidadosa y práctica. ¿Te parece que encontraré un hombre con esas cualidades en la corte? -Elizabeth estaba provocando a Philippa y ella lo sabía.
– No será nada fácil encontrarte un buen candidato, Elizabeth, pero haremos lo imposible para lograrlo. Te lo prometo -le respondió la condesa de Witton-. Cuando yo era la heredera de Friarsgate nadie quería desposarme. Pero, ¿cómo es posible que no encuentres un joven aceptable en Cumbria?
– Como sabes, hermana, la vida social en Cumbria es casi inexistente respondió Elizabeth-. Y, además, cuando se tienen tantas responsabilidades, no hay tiempo para la diversión.
– ¿No hay ningún Neville con quien te gustaría casarte? Seguramente Robert tiene muchos primos -acotó Philippa. La condesa de Witton no había cambiado mucho en los últimos años. Acaso su cintura estaba un poco más ancha debido a los cuatro partos, pero su cabello caoba seguía siendo tan espeso y brillante como siempre.
También sus ojos de miel brillaban con la misma intensidad de antes.
– Rob me presentó a varios de sus primos pero no me gustó ninguno. Todos pretendían apoderarse de Friarsgate. Sin embargo, eran incapaces de manejar la propiedad ni el negocio de la lana. Y casi todos estaban endeudados. ¡Lo único que falta es que tenga que pagar para conseguir un marido! Uno de ellos trató de seducirme para quedarse con Friarsgate, pero, como ves, no lo ha logrado.
– Nunca me habías contado esas historias, querida -exclamó Thomas Bolton-. ¿Y qué fue de ese joven?
Elizabeth sonrió con malicia.
– Digamos que fue necesario obligarlo a que se retirara de mi presencia. Según dicen, luego permaneció varios días en cama y dijo cosas horribles sobre mí. Después de ese episodio, ningún Neville volvió a molestarme.
Philippa no pudo dejar de sonreír.
– Me alegro de que seas capaz de controlar a un seductor, hermana. En la corte encontrarás muchos hombres interesados en tu riqueza, pero no en cuidar de Friarsgate.
De pronto, William Smythe entró al salón acompañado de un hombre y un niño.
– Ha llegado el maestro Althorp y ha traído consigo tu nuevo guardarropa, milord -Smythe permaneció inmóvil esperando las instrucciones de lord Cambridge.
– Acompaña al sastre y a su ayudante a mis apartamentos, querido Will. En unos instantes estaré por allí. Y dile a Nancy, mientras tanto, que desempaque los vestidos de su ama. Althorp debe inspeccionarlos y corregirles todos los defectos para que Elizabeth luzca bien. Nos iremos de Greenwich en pocos días.
– Veo, querido tío, que aún no puedes resistirte a renovar el guardarropa -bromeó Philippa.
– Tesoro, ¿me imaginas yendo al palacio con prendas que no estén a la última moda? Para mí es absolutamente inconcebible. -Lord Cambridge rió y miró a Elizabeth, que contemplaba el río con la cabeza reclinada en el hombro, y parecía adormilada-. Sé buena con tu hermana, Philippa -susurró-. Todo esto es demasiado nuevo para ella. Piensa que es la primera vez que viene al sur del país. En cambio, tú eras una niñita cuando viniste por primera vez a Londres. Tu hermana cumplirá veintidós años el mes próximo. Ya no es una adolescente y, sin embargo, tampoco es una mujer.
– Pero es hermosa. Debo admitir que Elizabeth es la más bella de nosotras tres. Y, además, le queda muy bien la ropa. Pese a todo, tengo la sensación de que ni siquiera le gusta estar aquí. Y no quiero imaginar cómo se comportará en la corte, Bessie era una niña impetuosa y capaz de decir lo primero que le pasara por la cabeza. Las cosas en el palacio no son como antes.
– Dime, ¿qué sucede entre el rey y la reina? Quiero conocer tu versión antes de que el maestro Althorp comience con su catarata de rumores.
– ¡Mi pobre señora! Siempre se supo que el rey tenía amiguitas, pero hasta hace poco tiempo se comportaba con discreción. Ahora pretende anular su matrimonio para casarse con una mujer más joven que le pueda dar un heredero. Por otra parte, el cardenal Wolsey fue destituido por no cumplir su misión. Y todos sabían que caería tarde o temprano.
– ¡Pobre princesa María! Si la declaran bastarda, arruinarán sus posibilidades de contraer un buen matrimonio. Al fin y al cabo, no es sino una víctima inocente -opinó lord Cambridge-. ¿Y qué dice Roma al respecto?
– El Papa está dispuesto a afirmar que su antecesor cometió un error cuando permitió el casamiento del rey Enrique y la princesa de Aragón, la viuda de su hermano. También está dispuesto a concederles el divorcio, lo que preservaría el lugar de la princesa María como hija legítima del rey y también su estatus de heredera real hasta tanto nazca el hijo varón de Enrique VIII.
– Esa parece una solución más razonable. ¿Y qué será de la reina?
– La reina entrará en un convento y pasará allí el resto de sus días _explicó Philippa-. Y vivirá rodeada de comodidades, pues el rey está dispuesto a solventar todos sus gastos. Además, Catalina podrá escoger dónde vivir: aquí o en España.
Lord Cambridge asintió.
– Existen precedentes de un arreglo similar, así que no debería haber problemas para firmar el acuerdo.
– Pero el asunto es que la reina Catalina no lo aprueba, aunque el rey insiste en que no quiere seguir viviendo con ella.
– Tal vez se la podría convencer si su reemplazante fuera Renée, la princesa de Francia. La francesita era la candidata preferida del cardenal -acotó Tom Bolton.
– Pero el rey está enamorado de la joven Bolena. Nunca antes lo vi comportarse como lo hace en estos días -se lamentó Philippa- Tío, como podrás entender, tanto yo como mi familia nos vemos en una situación difícil. Conoces bien mi devoción y lealtad hacia la reina. Pero mis dos hijos ocupan puestos codiciados en la corte: Henry como paje en la casa del rey y Owein en la casa del duque de Norfolk. Si caemos en desgracia con el rey, se arruinarán las carreras de mis hijos. ¿Pero cómo puedo abandonar a la reina Catalina en un momento tan penoso, cuando ella fue siempre tan buena conmigo?
– Esta situación es mucho más complicada de lo que había imaginado -dijo Thomas Bolton con seriedad. Luego suspiró-. Lo correcto es continuar sirviendo con cariño y lealtad a la reina mientras evitas despertar la ira del rey y de la señorita Ana. Eso significa que debes permanecer callada, pasare lo que pasase. ¿Te sientes capaz de hacerlo, Philippa?
– No tengo otra opción. Es por el bienestar de mis hijos. Ahora empiezo a entender mejor a mamá.
– ¿Y cuál es la posición de Crispin en este asunto? Philippa rió.
– Brierewode es su territorio. La corte, el mío. Él me dijo que en tanto y en cuanto no ponga en peligro a la familia, confía en mi buen juicio. Es el marido ideal, ¿no estás de acuerdo?
– Sí, los dos son muy afortunados, querida. Me has dejado preocupado. Pasando a los aspectos prácticos de nuestra visita, ¿sabe el rey que iremos a Greenwich? ¿Seguimos siendo bien vistos en la corte?
– Sí. Henry le avisó a Su Majestad de tu llegada inminente y además le dijo que venías a presentarle a la hija menor de Rosamund. El rey se mostró encantado con la noticia, dijo que siempre serás bienvenido en la corte y que le agradaría conocer a Elizabeth.
– ¡Bien! Entonces todo está organizado. La única tarea pendiente es que el maestro Althorp pruebe y apruebe nuestro guardarropa antes de partir a Greenwich. Obviamente, iremos en barco. ¿Cuándo parte la corte? ¿El 30, como siempre?
– Sí, tío.
– Ahora iré a saludar a mi sastre. Lo he dejado esperando demasiado tiempo. Por favor, Philippa, encárgate de tu hermana. Deberías llevarla a su dormitorio. Si no logras despertarla, pídele a algún criado que la cargue y la lleve a la cama.
– Tío, ¿es cierto que no hay ningún hombre en el norte para Elizabeth? -volvió a preguntar la condesa.
Thomas Bolton sacudió la cabeza.
– Ninguno. Y Friarsgate necesita un heredero. Tu madre está sumamente preocupada. -Luego se retiró del salón y se dirigió a sus aposentos donde William Smythe, el maestro Althorp y su asistente lo estaban esperando-. ¡Althorp! -lo saludó efusivamente y le dio un apretón de manos-. ¿Qué maravillas ha confeccionado esta vez, mi viejo amigo?
– Hemos dispuesto todo en la sala y en el dormitorio para poder estudiar las prendas con detenimiento. Este año, la nueva tendencia son las mangas largas y abiertas, los hombros redondeados y los cuellos altos. Tanto el jubón como las casacas se abrochan adelante. Los colores de esta temporada, para los caballeros, son el borravino y el blanco. Y, por supuesto, ribetes de seda y terciopelo en los calzones -concluyó el maestro Althorp.
– ¡Gracias a Dios que cuento con usted, Althorp! No había oído hablar de nada de esto en el norte. Mi sastre de Cumbria es bueno, pero no se compara con usted, que es un genio de la moda.
– Noto que milord ha subido un poco de peso desde nuestro último encuentro, hace tres años.
– ¿Le parece? -lord Cambridge estaba genuinamente sorprendido.
– Sí, milord, y ambos sabemos que el secreto de la apariencia perfecta es una vestimenta bien confeccionada y que calce a la perfección -le respondió el sastre-. Con su permiso, mi asistente lo ayudará a desvestirse para que le hagamos las pruebas. Estos pequeños ajustes no llevarán mucho tiempo. Supongo que partirá de Londres junto con la corte.
– Así es -contestó Thomas Bolton. Y luego le dijo a Will-: Asegúrate de que Nancy exhiba como es debido los vestidos de Elizabeth, así el maestro Althorp podrá verlos en cuanto terminemos. -Entonces pidió al sastre-: Ahora, cuénteme todas las novedades del palacio.
– Según tengo entendido, Su Majestad quiere deshacerse de la reina para desposar a una mujer más joven. Le ruego, querido Althorp, que no ahorre ningún detalle íntimo.
– Bien, milord, todo eso es cierto. El cardenal quería que el rey se casara con la princesa de Francia, pero eso no estaba en los planes de Su Majestad. El corazón de Enrique VIII pertenece a la señorita Bolena. Para colmo, el cardenal cayó en desgracia y, según escuché, se está muriendo. El rey es un hombre incontrolable y los Howard son una familia ambiciosa, y por favor recuerde también que esta frase jamás salió de mi boca.
– ¿Y cómo es la señorita Ana? -quiso saber lord Cambridge-. ¿Es tan redonda, suave y bella como su hermana María?
– No, milord. No se parece en nada a ella. Es alta, esbelta y muy elegante, al estilo francés. Nunca antes vi una mujer que vistiera tan a la moda en la corte. Todas las jóvenes están imitando su estilo. Tiene una cabellera hermosa: larga, espesa y oscura. Sus ojos almendrados también son oscuros. La favorecen los colores brillantes y claros. No diría que es bella sino más bien interesante y exótica. Y el rey está enamoradísimo de la joven, de eso no hay duda. Se dice que la Bolena no irá a la cama del rey antes de casarse. Al parecer, no quiere ser comparada con su hermana. Los Howard esperan mucho más de la señorita Ana y estoy seguro de que esta vez quedarán satisfechos. Se dice que el viejo duque aconseja personalmente a la muchacha respecto de la conducta a seguir.
– Interesante -acotó Thomas Bolton. Miró las mangas del jubón que ahora llevaba puesto-. Mi querido Althorp, ¿le parece que a mi edad puedo lucir estos tajos?
– Es lo que se usa, milord.
– Parece un poco excesivo incluso para mí -opinó lord Cambridge-, pero me gusta la idea de la seda debajo del terciopelo. ¡Y el azul brillante con el negro! ¡Es la creación de un genio!
– Gracias, milord.
– ¿Y qué se dice de la señorita Bolena? ¿Es encantadora o callada como la última amante del rey de la que tuve noticias? ¿Cuál era su nombre? Fue un hecho bastante escandaloso, si mal no recuerdo.
– Era la condesa de Langford, Blaze Wyndham -respondió el sastre-. Una mujer adorable y muy discreta. Pese a que todo el mundo sabía que el rey la cortejaba, nunca dejó de ser respetuosa y educada con la reina. Además, jamás usó esa relación para su propio beneficio. Tenía una conducta poco habitual para una amante del rey. No, definitivamente, la señorita Bolena no es como Blaze Wyndham. Ana es sumamente vivaz, inteligente y muy suelta de lengua. Se dice que es bastante nerviosa y que tiene mal carácter. Pero siempre hay gente dispuesta a hablar mal de todo el mundo, especialmente de mujeres como la señorita Bolena. El cardenal nunca la aceptó. Y se sabe que la Bolena había decidido vengarse de Wolsey por haberla apartado del heredero de Northumberland. Ellos habían planeado casarse, pero el rey la deseaba y Wolsey, como siempre, se comportó como su leal servidor. Le pidió al duque que dijera que su hijo ya estaba prometido con otra muchacha y logró separarlos. Y así fue como le dejó el camino libre al rey para conquistar a la señorita Bolena. Es una pena que los buenos servicios del cardenal hayan recibido tan triste recompensa. Ana Bolena logró su anhelada venganza.
– Parece que es una mujer muy complicada -notó lord Cambridge.
– Así es, milord, su apreciación es muy justa -dijo el sastre-. Hemos terminado por hoy. Si aprueba los diseños de su vestuario, los llevaré conmigo de vuelta a la tienda para hacer las modificaciones necesarias. Le traeremos todo de vuelta en dos días, para que su lacayo tenga tiempo de empacar, milord. Espero que esté satisfecho.
– Lo estoy y mucho, Althorp. Ahora, le pido que vaya con Will a los aposentos de mi querida Elizabeth para que mire su guardarropa y juzgue si es adecuado para ir a la corte. Hemos elegido los colores que le sientan bien, dado que es rubia y de piel clara.
– Por supuesto, milord.
Cuando Will regresó, le dijo a lord Cambridge que los vestidos de Elizabeth habían sido aprobados por el sastre, salvo algunos detalles.
– La moda de las damas indica que hay que llevar escotes cerrados, milord. El resto está todo en orden gracias a lady Philippa. Su sentido de la moda ha sido siempre perfecto.
– ¡Excelente! Si echas un vistazo a tu habitación, querido, encontrarás varios trajes que Althorp ha confeccionado especialmente para ti. En tu caso no hace falta hacer ajustes porque siempre estás igual. Y, además, encontrarás una cadena de oro que me gustaría verte usar en la corte y un hermoso aro de perla. No puedo darme todos los lujos que me doy si no hago lo mismo contigo, querido Will. No sé qué haría sin ti. Ahora ve y dile a Garr que me vista para la cena.
Thomas Bolton sonrió y le dio una palmadita en la mano. Estaba ansioso por unirse a la corte. Tal vez al día siguiente se dirigiera a Richmond, pero no pensaba presentar a su encantadora sobrina hasta que la corte estuviera en Greenwich. Quería que la demora abriera el apetito del rey por conocer a la señorita Meredith, la menor de las hijas de Rosamund.
En cuanto a la reina, lord Cambridge no sabía bien cómo proceder. No podía ignorar a Catalina, pero, dadas las circunstancias, no le parecía inteligente poner bajo su protección a Elizabeth. Debía presentársela, de eso no tenía duda. Rosamund se ofendería si no lo hacía, porque ignoraba el conflicto entre Enrique y Catalina. Pero, para conseguir el marido adecuado para su sobrina, necesitaba contar con el favor del rey. Sí, era una situación muy delicada debido a la larga amistad que unía a Rosamund con Catalina. Pero también sabía que cuando le escribiera esa misma noche, su prima comprendería de inmediato su manera de actuar.
El viaje al sur había sido placentero, salvo por las lluvias de abril que habían comenzado tres días después de la partida. Estaba sorprendido por el cansancio que sintió Elizabeth al llegar, dado que era una joven muy activa. Acaso tanta excitación la había abrumado. Esa noche, cenó con Philippa e hizo llevar una bandeja con comida a la alcoba de Elizabeth. Su sobrina envió a Nancy para agradecerle la gentileza.
Al día siguiente, ya muy avanzada la mañana, lord Cambridge hizo su aparición con un traje verde Tudor, un sombrero chato con plumas de avestruz, una coquilla con piedras preciosas y una faltriquera haciendo juego que colgaba de la faja. Luego, partió de la mansión Bolton en la más pequeña de sus dos barcas hacia el palacio de Richmond. Al descender de la embarcación, se presentó y se asombró de que el joven Henry St. Claire lo estuviera esperando.
– Bienvenido, milord -dijo el paje real-. El rey supuso que usted vendría hoy mismo, dado que mi madre le había informado de su arribo a Londres. Me enviaron a esperarlo para que lo acompañe a ver a Su Majestad. -Y le hizo una reverencia.
– ¿Cuántos años tienes, pequeño?
– Cumpliré nueve el 10 de mayo, milord.
– ¡Es increíble! ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Y cuánto hace que estás al servicio del rey?
– Como mi abuelo materno, milord, estoy al servicio de los Tudor desde que cumplí seis -respondió con orgullo-. Es un honor continuar con la tradición familiar. Y espero algún día tener un hijo que siga nuestros pasos.
– ¡Por Dios! -murmuró Thomas Bolton-. Veo que eres un niño muy serio.
– Me siento muy afortunado por haber conseguido un lugar de honor en la casa de Su Majestad, milord.
– Estoy seguro de que tu madre te ha repetido esas palabras una y otra vez.
– Sí, milord -contestó el niño con humor.
– Y gracias a Dios te pareces a tu padre, muchacho. Temía que fueras idéntico a tu madre -le dijo el viejo Bolton a Henry Thomas St. Claire, y el niño le regaló una amplia sonrisa.
Para gran placer de lord Cambridge, el rey se encontraba en su cuarto privado.
– Milord -dijo Thomas Bolton e hizo una amplia reverencia.
– ¡Thomas! ¡Qué alegría volver a verte! ¿Qué te ha traído a la corte?
– ¿La condesa de Witton no se lo ha dicho, Su Majestad? El motivo de mi viaje es presentarle a la hija menor de Rosamund. Quisiéramos pasar las festividades de mayo con ustedes, Su Alteza. Es la primera vez que Elizabeth Meredith sale del norte del país. Me han encargado la tediosa tarea de encontrarle un marido.
– ¿Y cuántos años tiene?
– Casi veintidós, señor.
– ¿Y todavía sin casar? -El rey estaba sorprendido-. ¿Qué sucede con esa muchacha?
– Nada, milord, salvo su pasión por Friarsgate, que es mucho mayor que la que sentía su madre. Estoy seguro de que Elizabeth daría su vida antes que entregar Friarsgate a la persona equivocada. No hay nadie en el norte que le interese o que sea apropiado para ella. Entonces, a pedido de Rosamund, la he traído a la corte para ver si encontramos un joven digno de ella.
– Nos pondremos a trabajar de inmediato en este asunto -prometió el rey-. ¿Y dónde está la muchacha ahora?
– Recuperándose del largo viaje, mi señor. Pensé que lo mejor era no traerla a la corte hasta que Su Alteza se mudara a Greenwich.
El rey asintió.
– Ella será bienvenida y estoy ansioso por conocerla. ¿Se parece a su madre y a sus hermanas, Thomas?
– No, milord. Es la viva imagen de su padre, sir Owein Meredith, que Dios lo tenga en la gloria -contestó lord Cambridge mientras se persignaba-. Es de piel clara y cabello rubio.
– En los últimos tiempos me gusta el cabello oscuro, Thomas -bromeó el rey.
– Así dicen por allí, milord.
El soberano lanzó una carcajada.
– Ahora no me quedan dudas de que has estado hablando con Althorp. Si no fuera el mejor sastre de Inglaterra, ya le hubiera cortado la cabeza, pero nadie puede hacer un jubón como él. ¿No es así Thomas? -el rey Enrique VIII se rió con ganas-. Acaso deba cortar su lengua, dado que no la necesita para coser, pero entonces me quedaría sin saber la mitad de las cosas de las que me entero sobre los miembros de la corte. Debo admitir que Althorp es muy valioso para mí en varios sentidos.
– Él siempre habla bien de usted, mi señor.
– Y quién se atrevería a hacer lo contrario -dijo con una sonrisa el rey-. ¿No es cierto, Will Somers? -miró al bufón sentado a sus pies.
– Le preguntaré a Margot -dijo el bufón del rey, mirando a la mona que llevaba en el hombro-. Ella sabe mucho más que yo, Enrique.
– ¿Todavía muerde? -le preguntó lord Cambridge al bufón.
– Sí, milord. Pero sabe qué dedos debe morder. -El bufón rió y le hizo cosquillas a la mona.
El rey dio por terminada la entrevista. Lord Cambridge se despidió con una reverencia y le dijo:
– Espero volver a verlo pronto en Greenwich.
Todo había salido bien. Parecía como si no hubiesen pasado los años desde su visita anterior. Pero muchas cosas habían cambiado en la corte desde la partida de Wolsey. Se preguntaba si debía presentarse ante la reina y, finalmente, decidió no hacerlo. Necesitaba conocer bien el terreno antes de tomar una decisión. No podía comprometer el futuro de Elizabeth mezclándola con los conflictos entre el rey, la reina y Ana Bolena.
Decidió quedarse en Richmond unas horas más. Saludó a viejos amigos, escuchó más habladurías y antes de partir logró ver a la dama que era el centro del escándalo. Era una muchacha alta, esbelta y de facciones afiladas. Y era, como le habían dicho, la criatura más elegante que había visto en su vida. ¿Era tan bella como Elizabeth? No. Ana Bolena no era hermosa pero irradiaba un aura que hipnotizaba.
Al percibir su admiración, la señorita Bolena le devolvió una seductora mirada con sus ojos oscuros y almendrados. Luego, se inclinó hacia sus compañeros para hablarles.
– Usted es el famoso lord Cambridge, según me han dicho -le dijo a Thomas Bolton.
– Así es.
– Se dice que no hay nadie que vista más a la moda que usted en la corte milord. ¿Cómo es posible, viviendo en Cumbria?
– Me parecería inaceptable venir a palacio vestido de otra manera -le respondió con una sonrisa-. Además, le debo aclarar que la ropa que luzco hoy es de mi viejo ajuar. El maestro Althorp está haciendo los últimos ajustes a mis nuevas vestimentas. No pensaba venir a la corte hasta que los reyes estuvieran instalados en Greenwich. Sin embargo, hoy no pude resistir la tentación de saludar al rey después de tantos años de ausencia. Esta vez, he venido con la misión de presentar en sociedad a la heredera e hija menor de mi prima Rosamund. Será su primera visita al palacio.
– Y usted viene a cazar un marido para la muchacha -dijo con audacia Ana-. Bueno, hay muchos por aquí que estarían felices de conseguir una esposa rica.
– Pero Elizabeth no admitiría un esposo así. Mi sobrina busca un hombre que no solo quiera casarse con ella sino también con sus propiedades de Friarsgate. El caballero que desee desposarla deberá vivir en el norte.
– Bueno, eso limita mucho el coto de caza -dijo sir Thomas Wyatt, un pariente de Ana-. ¿No te parece, querida prima? ¿Conocemos a alguien con esas características?
Ana ignoró el comentario.
– Espero que la señorita Elizabeth disfrute de su estadía en Greenwich, milord -dijo Ana Bolena-. A mi modo de ver, no hay un lugar más fascinante que la corte.
– Sobre todo por su presencia -dijo Thomas Bolton y se retiró tras hacer una reverencia.
¿Cómo demonios se le había ocurrido decir semejante cosa? ¿Acaso intuía que la muchacha llegaría a ser una persona muy poderosa? Sacudió la cabeza y se dirigió deprisa a su barcaza. Necesitaba volver cuanto antes a su hogar para evaluar todo lo que había visto y oído durante su visita.
Cuando llegó a la mansión Bolton se encontró con Elizabeth, que se Paseaba por los jardines al borde del río, y corrió a saludarla.
– Querida, ¿has logrado reponerte del viaje? ¿Dónde está tu hermana? Acabo de llegar de Richmond, donde presenté mis respetos a Su Majestad y hasta hablé con la famosa señorita Bolena. Debo decirte que se trata de una mujer de lo más interesante. Pero todavía no visité a la reina Catalina. No alcanzo a comprender la envergadura de lo que está sucediendo en la corte, pero por lo que pude escuchar la pobre reina cayó en desgracia y, salvo unos pocos y leales amigos, todos la ignoran.
– Entonces tu día fue muy productivo, tío. ¡Qué suerte! Ojalá que resolvamos todo este asunto lo antes posible para que pueda volver a casa. Si me quieres ver feliz, ya sabes cuál es mi deseo.
– ¿Se han estado peleando tú y Philippa?
Elizabeth suspiró profundamente.
– Me mordí la lengua durante toda la tarde, tío, aunque ella hizo lo imposible por desquiciarme. Comprendo perfectamente que mi hermana adore la corte y que estar aquí la haga feliz. Pero yo amo Friarsgate y solo allí me siento bien. ¿Por qué no puede entenderlo? Tuve que aguantarla todo el día proclamando las glorias de la sociedad en la que habita mientras criticaba lo anticuada que había sido nuestra educación en el gélido norte, como insiste en llamarlo.
– Fue muy inteligente que permanecieras callada. Lo único que hubieras logrado discutiendo es que Philippa defendiera con más tenacidad su posición. Yo, por mi parte, entiendo perfectamente que ames tu casa y estamos aquí solo para tratar de encontrar un compañero de tu agrado. Si luego de un tiempo prudencial no lo logramos, retornaremos a Cumbria. Entonces, tesoro, tendremos que buscar un marido en esa región, tarea que deberíamos haber emprendido hace bastante tiempo. Pero dejemos eso para más adelante. Ahora estamos en Londres y tú disfrutarás de las fiestas a las que asistiremos. Para visitar la corte, mayo es el mejor mes, y también diciembre.
– No tengo más alternativa que creerte, tío -dijo Elizabeth, desanimada.
– Como te dije, encontré a la joven Bolena muy interesante -repitió Thomas Bolton procurando atraer la atención de su sobrina.
– ¿Por qué? Philippa dice que no es mejor que la prostituta de su hermana, María Bolena, que tuvo un hijo con el rey.
– Creo que las palabras de Philippa obedecen a su profunda lealtad a la rema Catalina.
– A Philippa le gustaría que todo fuera como antes Pero el pasado no vuelve para ninguno de nosotros, Elizabeth. Tu hermana deberá adaptarse a la nueva situación y mantenerse leal a Su Majestad Enrique VIII. Además, su hijo está al servicio del tío de la dama. Ahora, volviendo a la señorita Ana, es una muchacha de lo más inteligente y de una singular elegancia. Es imposible confundirla con una mujerzuela.
– Pero el rey tiene una esposa.
– Y ningún heredero varón -le recordó Thomas Bolton-. Y la reina Catalina está vieja y ya no puede concebir, querida.
– ¿Y qué tiene de malo que una mujer reine en Inglaterra, tío? ¿Acaso no es Inglaterra una versión ampliada de mis propiedades del norte? Y yo administro Friarsgate bastante bien, ¿no es cierto?
– La última mujer que gobernó Inglaterra desató en el país una guerra civil que duró años. Una reina debe tener un rey. El marido de la princesa María será francés o español. Esto último es lo más probable, si es que la reina Catalina tiene algún poder de decisión. Incluso si una mujer hereda, querida, su marido tendrá prioridad sobre la tierra. ¿Te gustaría tener un rey extranjero en Inglaterra? Lo mejor sería que la princesa fuera la reina de Francia o de España, y que su hermano gobernara Inglaterra. Pero la reina Catalina no le puede dar un hijo varón a Enrique VIII. No sé si escuchaste lo que decía ayer tu hermana al respecto. Me parece que te estabas quedando dormida, pero, según Philippa, existe una solución para ese problema. Desafortunadamente, la reina no la va a aceptar. Y yo pienso, sin embargo, que debería hacerlo.
– Lo escuché. Catalina ama a su marido y reza por él todos los días.
– No hay duda de que es una mujer muy devota. Pero, si de verdad lo ama, debe desear lo mejor para él. Lo que Su Majestad quiere es un y ella no se lo puede dar. Así que, en mi opinión, debería hacerse a un lado. Pero no lo hará, porque es muy orgullosa. Y pese a toda su piedad cristiana, no puede evitar estar furiosa con su esposo y desea castigarlo por haberla abandonado. Su venganza consiste en no darle el divorcio para que sea su hija la que algún día herede el reino y no el hijo de otra mujer.
– Nunca imaginé que el amor pudiera ser tan cruel -dijo Elizabeth y, cambiando drásticamente de tema, acotó-: Tu jardín ya está lleno de flores; en cambio, en casa las plantas apenas han comenzado a dar señales de vida. ¡Y qué extraña es esta estatua!
– Puro mármol italiano -respondió lord Cambridge-. Lo importé hace muchos años. En los jardines de Greenwich encontrarás estatuas no solo de hombres sino también de mujeres.
– ¿Y cuándo iremos a Greenwich?
– En un par de días, querida. Iremos en barco, navegando por el río, junto con el resto de la corte. Mañana enviaré a Will para que abra la casa. Debe viajar con algunos de los sirvientes para que se ocupen de limpiarla y ventilarla. Estoy seguro de que te encantará Greenwich. Mi casa está junto al palacio. No puedes imaginar cuántas ofertas tuve durante todos estos años, pero no acepté ninguna. No me molesta alquilarla cuando no la necesito, pero quiero seguir siendo su dueño porque algún día pienso regalársela a Philippa. Y lo mismo haré con esta casa. Banon y yo ya hemos discutido este asunto. Ella no las quiere. En cambio, tener una casa en Londres y en Greenwich significa mucho para la condesa de Witton.
Caminaron juntos bajo el sol primaveral hasta llegar a la casa. La brisa del río era tibia y húmeda.
– ¡Eres tan generoso con nosotras, tío!
– Me gustaría ser más generoso contigo, pero no sé cómo hacerlo. Parece que no necesitaras nada más que tu finca de Friarsgate. Apenas me di el gusto de regalarte unas pocas baratijas. El hecho de acompañarte a la corte no cuenta, ya que también lo hice con tus dos hermanas mayores. Además, algún día heredarán mis propiedades, porque constituyen un bien preciado para ellas. Y me siento afligido por no legarte nada.
– Entonces, dame algo que quiera, tío.
– ¿Qué sería eso? -le preguntó con suma curiosidad, ya que de las tres hijas de Rosamund, Elizabeth era la menos codiciosa.
– Sólo quiero que me hagas un favor. En un momento dado, tal vez desee algo que les parezca mal a todos los que me rodean. En ese caso, quisiera contar con tu apoyo desinteresado e incondicional. Por favor, no me preguntes de qué se trata porque todavía no lo sé, tío. Pero cuando llegue el momento, ¿me darás tu apoyo?
Thomas Bolton pensó que era un pedido extraño. ¿Qué podría desear la sensata Elizabeth que suscitara la desaprobación de todos?
– Te doy mi palabra de honor, Elizabeth. Cuando llegue el momento estaré allí para sostenerte.
– Gracias, tío.
Como estaba previsto, dos días más tarde, el 30 de abril, la corte partió de Richmond en dirección a Greenwich. La barcaza de lord Cambridge abandonó la mansión Bolton para unirse a la comitiva real, Philippa se sentía en su elemento, saludando a todos sus amigos. Si su embarcación se acercaba a la de alguien conocido, señalaba a Elizabeth y decía: "Es mi hermana menor. Ha venido de visita a la corte". Las cabezas saludaban y Elizabeth hacía lo propio.
El rey llevaba en la barca real a la señorita Bolena, mientras que a la reina se le había prohibido asistir a Greenwich durante el mes de mayo. La enviaron a su casa favorita en Woodstock con unas pocas fieles damas de honor. En su fuero íntimo, la condesa de Witton estaba de acuerdo con su tío. A la reina le habían ofrecido una solución razonable que en nada perjudicaba a su hija. Philippa no entendía por qué ella no la aceptaba.
– ¿Ese es el palacio? -preguntó Elizabeth sacando a su hermana de su ensimismamiento. La joven miraba impresionada el maravilloso conjunto de edificios de ladrillo que se extendía a lo largo del río.
– Sí. ¿No es precioso? Y allí está la casa del tío Thomas. Una puerta comunica su jardín con los jardines reales. Te resultará de lo más práctico. Mañana es el Día de Mayo, la fiesta favorita del rey. La celebraron durará toda la jornada y es apenas el comienzo de las festividades.
La barca se acercó a la costa y se deslizó en dirección al muelle de piedra de la casa de lord Cambridge. Los sirvientes los ayudaron a descender de la embarcación y se dirigieron hacia la residencia. Elizabeth se detuvo para observar una estatua del jardín que representaba a una joven y a una criatura mitad hombre, mitad cabra. La criatura sujetaba a la joven contra su cuerpo, como si la hubiera tomado al vuelo. Con una mano tomaba uno de sus redondos pechos de piedra y el miembro del fauno se abría paso por entre los drapeados del vestido de la doncella. El rostro de la criatura tenía la marca de la lujuria. La boca de la joven estaba muy abierta, como si gritara.
Elizabeth enarcó una ceja y, volviéndose hacia su tío, le dijo:
– Estas estatuas son muy distintas de las del jardín de Londres.
– Las estatuas de nuestro querido tío son una vergüenza -dijo Philippa frunciendo los labios.
– ¿En qué sentido son distintas, querida? -le preguntó Thomas Bolton, sabiendo que Elizabeth encontraría una respuesta inteligente y disfrutando de la pacatería de Philippa.
– Las estatuas del jardín de la ciudad son pasivas, mientras que éstas parecen mucho más activas -respondió con una sonrisa. Luego se volvió hacia su hermana-: Yo no estoy sorprendida, Philippa, porque aunque todavía soy virgen, antes que nada soy una granjera. Ya he visto ese tipo de actividades en el reino animal.
– ¡Elizabeth, no vuelvas a decir que eres una granjera! Tú eres la heredera de Friarsgate, una vasta propiedad del norte del país, no una humilde lechera -la reprendió Philippa.
Thomas Bolton se tragó la risa y apenas sonrió.
– Te ruego me perdones, hermana, por decir la verdad. Trataré de ser más circunspecta en el futuro. Pero espero que mi eventual marido no crea que pasaré el resto de mis días frente al telar con los críos colgando de mis faldas.
– ¡Tío, hazla razonar! -gritó Philippa angustiada.
– Querida, ¿Crispin se reunirá con nosotros en algún momento? -dijo Thomas Bolton, cambiando de tema.
– No lo sé. Todas las responsabilidades de Brierewode recaen sobre su persona. Si logra hacer lo planeado, vendrá a visitarnos hacia mediados de mayo. El matrimonio es una sociedad, Elizabeth. Crispin cumple su parte, y yo la mía. Mi trabajo consiste en venir a la corte para asegurar el futuro bienestar de nuestros hijos utilizando mis buenos contactos. Como bien sabes, tío, ser la condesa de Witton no significa frivolidad y fiestas. Elizabeth debería entender que Dios creó al marido y a la mujer para servir a un destino común -concluyó Philippa.
– Gracias por tus sabios consejos, hermana mía -dijo Elizabeth con dulzura.
"¡Es increíble! -pensó lord Cambridge-. Esta muchacha puede ser a la vez taimada y absolutamente directa. Parece que es una joven mucho más complicada de lo que creía".
– Solo quiero tu felicidad. Y que seas tan dichosa en tu matrimonio como lo somos Banon y yo.
– Has sido muy generosa en venir a la corte a ayudarme, pero si Friarsgate no necesitara un heredero, sería completamente feliz sin un marido.
– Solo una mujer anormal puede decir tal cosa -dijo Philippa indignada-. Es el miedo a perder el poder sobre Friarsgate lo que te impide casarte.
– No, no es eso. Jamás perderé mi autonomía -respondió con calma Elizabeth-. El hombre que me despose deberá reconocer que soy la heredera de Friarsgate y que su ayuda será bienvenida, pero nunca me someteré a los arbitrios de mi esposo.
– ¡Nunca le conseguiremos un marido! ¿Qué hombre honorable y de buena cuna va a soportar una mujer semejante, tío?
– No lo sé -dijo lord Cambridge, mientras le hacía un guiño a Elizabeth para que no se desanimara-. Mañana partiremos a la corte y comenzaremos a averiguarlo. A veces ocurren acontecimientos mágicos en el día de la primavera, queridas sobrinas.
– Acaso yo sea como tú, tío. Quizás esté destinada a la soledad, a vivir sin ningún compañero.
Philippa parecía al borde del desmayo.
– No, primor -respondió Thomas Bolton-. No creo que tu caso se parezca en nada al mío. En algún lugar del mundo hay un hombre dispuesto a amarte, a tomarte como esposa y a sentirse satisfecho de ser el compañero de tu pequeño reino. SÍ no lo encontramos aquí, lo hallaremos en otro lugar. Philippa, corazón, no desesperes. Todo saldrá bien. ¿Acaso no soy el tío que ha hecho magia para casar a Rosamund y a sus hijas? -Se acercó a sus sobrinas y les dio un cariñoso abrazo-. Vamos, mis tesoros, debemos decidir qué prendas luciremos mañana. Es preciso deslumbrar a todos.