El ruido despertó a Erlendur en plena mañana. Le costaba despertarse después de una noche casi sin dormir, y al principio no entendía el terrible estruendo que resonaba en la pequeña habitación. Se había pasado casi toda la noche despierto, mirando los vídeos uno tras otro, pero no encontró a la hermana de Gudlaugur más que aquel único día. No podía ni imaginarse que su presencia en el hotel fuese fruto de la casualidad, y que estuviera allí por otro motivo que no fuera ir a ver a su hermano, a quien dijo no haber visto durante muchos años.
Erlendur había descubierto una mentira y sabía que en una investigación policial no hay nada más valioso que descubrir una mentira.
El ruido no cesaba, y poco a poco Erlendur se fue dando cuenta de que procedía del teléfono. Descolgó y oyó la voz del director del hotel.
– Tienes que bajar a la cocina -dijo el director del hotel-. Aquí hay un hombre con el que deberías hablar.
– ¿De quién se trata? -preguntó.
– De un chico que se marchó a su casa enfermo el día en que encontramos a Gudlaugur -dijo el director-. Deberías bajar.
Erlendur se levantó de la cama. Aún estaba vestido. Fue al baño, se miró en el espejo y vio que tenía una barba de varios días; se pasó la mano por la cara y sonó como si pasara un papel de lija por un trozo de madera. La barba era espesa y enmarañada, como la de su padre.
Antes de bajar llamó a Sigurdur Óli y le pidió que fuera con Elínborg a Hafnarfjórdur y condujeran a la hermana de Gudlaugur a la comisaría de Hverfisgata para interrogarla. Él se reuniría con ellos más tarde. No explicó por qué quería hablar con ella. No quería que se les escapara decirle algo. Quería ver la expresión de su cara cuando descubriera que sabía que le había mentido.
Cuando Erlendur llegó a la cocina, vio al director del hotel junto a un individuo muy flaco, de unos treinta años. Erlendur se preguntó si su delgado aspecto sería un efecto causado por el contraste: todos los que estaban al lado del director parecían tener un aspecto famélico.
– Aquí estás -dijo el director-. Parece como si me hubiera puesto yo a dirigir esa investigación tuya, a buscar testigos y demás.
Miró a su empleado.
– Dile lo que sabes.
El hombre empezó a hablar. Se mostró bastante preciso en su relato y explicó que había empezado a sentir malestar hacia el mediodía del día en que encontraron a Gudlaugur. Acabó vomitando y apenas le dio tiempo de llegar al cubo de basura de la cocina.
El hombre miró avergonzado al director del hotel.
Le autorizaron a marcharse a casa, y se metió en la cama con una gripe horrible, fiebre y dolor de huesos. Vivía solo y no se enteró de las noticias, y por eso no había hablado con nadie sobre lo que sabía hasta esa mañana, cuando volvió al trabajo y se enteró de la muerte de Gudlaugur. Se llevó una fuerte impresión al oír lo que había sucedido, aunque no conocía mucho al difunto, «solo llevo como un año trabajando aquí», aunque había hablado con él alguna vez e incluso había bajado a su cuartucho y…
– Venga, venga -dijo el director, impaciente-. Eso no nos interesa, Denni. Continúa.
– Antes de irme a casa esa mañana, Gulli vino a la cocina y me pidió que le prestara un cuchillo.
– ¿Te pidió prestado un cuchillo de la cocina? -dijo Erlendur.
– Sí. Al principio quería unas tijeras, pero como no las encontré le di un cuchillo.
– ¿Para qué necesitaba unas tijeras o un cuchillo? ¿Te lo dijo?
– Era algo relacionado con el traje de Papá Noel.
– ¿Con el traje de Papá Noel?
– No me lo explicó, unas costuras que tenía que abrir.
– ¿Devolvió el cuchillo?
– No mientras yo estaba aquí, pero a mediodía me marché a casa y no sé nada más.
– ¿Qué clase de cuchillo era?
– Dijo que tenía que ser afilado -respondió Denni.
– Era del mismo tipo que éste -dijo el director. Metió la mano en un cajón y sacó un pequeño cuchillo de carne con mango de madera y hoja finamente dentada-. Estos son los cuchillos que ponemos en las mesas para los clientes que piden nuestros grandes solomillos. ¿Los has probado? Son exquisitos. Estos cuchillos los cortan como si fueran mantequilla.
Erlendur cogió el cuchillo y lo examinó por si acaso el mismo Gudlaugur había proporcionado al asesino el arma que causó su muerte. Consideró el pretexto de las costuras del traje de Papá Noel. Si Gudlaugur esperaba a alguien en su habitación y quería tener el cuchillo a mano; ¿o estaría el cuchillo en la mesa del cuarto porque tenía que usarlo para algo del traje y el ataque fue repentino, sin premeditación y llevado a cabo por alguien que estuviera en la habitación?
En ese caso, el agresor habría llegado desarmado a ver a Gudlaugur; no habría ido con la intención de matarlo.
– Necesito el cuchillo -dijo-. Tenemos que comprobar si el tamaño y el tipo de la hoja corresponden a las heridas. ¿Algún problema?
El director del hotel asintió.
– ¿Entonces no es el inglés? -dijo-. ¿Hay algún otro sospechoso?
– Quisiera hablar un momento con Denni -dijo Erlendur, sin responder a sus preguntas.
El director del hotel volvió a asentir con la cabeza y se quedó inmóvil, pero enseguida se dio cuenta de la situación y miró molesto a Erlendur. Estaba acostumbrado a que todo girase en torno a él, y al principio no comprendió las intenciones de Erlendur. Cuando por fin se le encendió la bombilla, dijo que tenía un asunto urgente que resolver en el despacho y desapareció. Denni pareció respirar aliviado una vez que su superior dejó de estar presente, pero el alivio no duró mucho.
– ¿Bajaste al sótano y lo apuñalaste hasta matarlo? -preguntó Erlendur.
Denni lo miró como si estuviera ya condenado.
– No -dijo vacilante, como si no estuviese del todo seguro de su inocencia.
La siguiente pregunta hizo aumentar aún más su inseguridad.
– ¿Mascas tabaco? -preguntó Erlendur.
– No -dijo-. ¿Tabaco de mascar? ¿Qué…?
– ¿Ya te han tomado la muestra de saliva?
– ¿Qué?
– ¿Usas preservativo?
– ¿Preservativo? -dijo Denni sin entender nada de todo aquello.
– ¿No tienes novia?
– ¿Novia?
– ¿Y tienes que evitar que se quede embarazada?
– No tengo novia -dijo, y Erlendur tuvo la sensación de que lo lamentaba-. ¿Por qué me preguntas todas esas cosas?
– No te preocupes -dijo Erlendur-. Conocías a Gudlaugur. ¿Qué clase de persona era?
– Era un buen tipo.
Denni le dijo a Erlendur que Gudlaugur se encontraba a gusto en el hotel y no se quería marchar, y que le había fastidiado mucho que le dijeran que tenía que irse. Disfrutaba de todos los servicios del hotel y era el único empleado que trabajaba allí desde hacía tantos años. Comía en el hotel por muy poco dinero, su ropa se lavaba con la del hotel y no pagaba ni una corona por vivir en la habitación. El despido había sido un golpe para él, pero dijo que podría arreglárselas económicamente y que ni siquiera necesitaría seguir trabajando.
– ¿A qué se refería? -preguntó Erlendur.
Denni se encogió de hombros.
– No lo sé. A veces era muy misterioso. Decía cosas incomprensibles.
– ¿Como qué?
– No sé, algo sobre música. A veces, cuando bebía. Pero generalmente era de lo más normal.
– ¿Bebía mucho?
– No, qué va. A veces, los fines de semana. Nunca faltaba al trabajo. Nunca. Estaba orgulloso de ello, aunque quizás este no sea un trabajo demasiado importante. Portero y demás.
– ¿Qué te dijo de la música?
– Le encantaba la buena música. No recuerdo exactamente lo que dijo.
– ¿Por qué crees que te dijo que no necesitaría seguir trabajando?
– Era como si tuviera dinero. No tenía gastos y podía ahorrarlo todo. Creo que se refería a eso. A que había ahorrado suficiente dinero.
Erlendur recordó haberle pedido a Sigurdur Óli que comprobara las cuentas corrientes de Gudlaugur, y decidió que insistiría en ello. Se despidió de Denni, dejándolo en la cocina atónito, pensando en tabaco de mascar, preservativos y novias, y pasó por el vestíbulo, donde vio a una mujer joven que mantenía una ruidosa discusión con el jefe de recepción. Parecía que el recepcionista quería echarla del hotel, y ella se negaba a irse. Pensó que podía tratarse de la mujer que pescó al jefe de recepción aquella inolvidable noche, y ya se alejaba cuando la joven se quedó mirándolo fijamente.
•-¿Eres tú el madero? -preguntó en voz bien alta.
– ¡Lárgate de una vez! -exclamó el recepcionista jefe, mucho más furioso de lo normal.
– Eva Lind te había descrito exactamente así -dijo la joven, mirando a Erlendur de arriba abajo-. Me llamo Stína. Me dijo que viniera a hablar contigo.
Se sentaron en el bar. Erlendur pidió café para los dos. Intentó no fijarse mucho en sus pechos pero no había forma. Nunca había visto unos pechos tan grandes en un cuerpo tan delgado y delicado. Iba vestida con un abrigo beis hasta los pies, con cuello de piel, y cuando lo dejó sobre una silla al lado de la mesa apareció un jersey rojo ceñidísimo que apenas llegaba a cubrirle el estómago y unos pantalones negros, de perneras anchas, que dejaban al aire la raja del trasero. Iba muy maquillada, con una espesa capa de pintura de labios oscura, y al sonreír dejaba ver unos dientes preciosos.
– Trescientas mil -dijo, pasándose la mano con cuidado bajo el pecho derecho, como si le picara-. ¿Estabas admirando mis pechos?
– ¿Tienes algún problema?
– Son los puntos -dijo con una mueca-. No puedo rascarme mucho. Tengo que aguantarme.
– ¿Qué…?
– Silicona nueva -le interrumpió Stína-. Me sometí a la operación hace tres días.
Erlendur hacía lo posible por no quedarse mirando sus pechos nuevos.
– ¿De qué conoces a Eva Lind? -preguntó.
– Me avisó de que me lo preguntarías, y me encargó decirte que preferirías no saberlo. Tiene razón. Trust me. También me dijo que me ayudarías en un asuntillo y que yo podría ayudarte a ti, ¿entiendes?
– No -dijo Erlendur-. No sé a qué te refieres.
– Eva dijo que lo entenderías.
– Eva te mintió. ¿De qué me estás hablando? Un asuntillo, ¿qué asuntillo?
Stína suspiró.
– Pillaron a un amigo mío en Keflavík con marihuana. No mucha, pero suficiente para que lo metan tres años en la cárcel de Litla-Hraun. Las condenas son como si se tratara de un asesinato. Por una pizca de maría. ¡Y unas pastillas, vale! Dice que le van a caer tres años. ¡Tres años! A los violadores de niños les echan tres meses, con libertad condicional. Walkers de mierda!
Erlendur no comprendió esa palabra, ni tampoco cómo podría ayudarla. Era como una niña que no se diera cuenta de lo grande y complicado y difícil de comprender que es el mundo.
– ¿Lo detuvieron en el aeropuerto Leifur Eiríksson?
– Sí.
– No puedo hacer nada -dijo Erlendur-. Y tampoco lo haría aunque pudiera. No andas en buenas compañías. Tráfico de drogas y prostitución. ¿Por qué no un simple trabajito en alguna oficina?
– Inténtalo, por favor -dijo Stína-. Intenta hablar con alguien. ¡No le pueden caer tres años!
– Para dejar las cosas bien claras -dijo Erlendur-. ¿Eres prostituta?
– Hay prostitutas y prostitutas -dijo Stína sacando un cigarrillo de un bolsito negro que llevaba colgado al hombro-. Bailo en el Club Greifmn. -Se inclinó hacia adelante y le susurró a Erlendur, como si estuvieran compartiendo un secreto-: Pero lo otro da mucho más dinero.
– ¿Y has estado con clientes aquí, en el hotel?
– Sí, con la tira de ellos -respondió Stína.
– ¿Así que has trabajado en este hotel?
– Yo nunca he trabajado aquí.
– Me refiero a si has pillado a los clientes aquí, o si te los traías desde el centro de la ciudad.
– Bueno, hacía lo que me parecía mejor. Me dejaban estar aquí, pero luego el Gordo me echó.
– ¿Por qué?
Stína volvió a sentir picor debajo del pecho y se rascó con cuidado. Hizo una mueca e intentó sonreír a Erlendur, pero saltaba a la vista que no se encontraba muy a gusto.
– Una chica que conozco se hizo esta operación y le salió mal -dijo-. Sus pechos parecen bolsas de plástico vacías.
– ¿Realmente necesitas tanto pecho? -Erlendur no pudo reprimir la pregunta.
– ¿No te parece bonito? -dijo, echándolos hacia adelante, aunque a la vez hizo una mueca-. Los puntos me están matando -dijo en un gemido.
– Sí, sí, son… enormes -dijo Erlendur.
– Y completamente nuevecitos -dijo Stína orgullosa.
Erlendur vio al director del hotel entrar en el bar acompañado por el jefe de recepción. Se acercaba trotando hacia ellos con toda su autoridad. Miró a su alrededor, vio que no había nadie en el bar, y le gritó a Stína cuando llegó a pocos metros de distancia.
– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí, muchacha! ¡Ahora mismo! ¡Largo de aquí!
Stína miró a su espalda y luego a Erlendur, y puso cara de fastidio.
– Christ -exclamó.
– ¡No queremos putas como tú en el hotel! -vociferó el director. La agarró como si pretendiera echarla a empujones.
– Déjame en paz -dijo Stína, levantándose-. Estoy hablando con este señor.
– ¡Cuidado con los pechos! -gritó Erlendur, que no supo qué otra cosa decir. El director del hotel lo miró extrañado-. Son nuevos -añadió como aclaración.
Se interpuso entre ellos intentando apartar al director, pero sin mucho éxito. Stína intentaba proteger sus pechos lo mejor posible mientras el jefe de recepción contemplaba el espectáculo a cierta distancia. Finalmente acudió en ayuda de Erlendur y entre los dos lograron apartar al director de Stína, furioso a más no poder.
– ¡Todo lo que… esa mujer… diga sobre… mí es… mentira absoluta! -jadeó el director. El esfuerzo le había dejado casi exhausto. Tenía el rostro bañado en sudor y estaba totalmente agotado por la pelea.
– No me ha dicho nada sobre ti -dijo Erlendur para tranquilizarlo.
– Exijo… que… se vaya de… aquí. -El director se derrumbó sobre una silla, sacó un pañuelo y empezó a secarse el rostro.
– Tranquilo, Gordo -dijo Stína-. Es el pimp, ¿lo sabías?
– ¿El pimp?. -Erlendur no captó el significado de inmediato.
– Se saca una buena tajada de las chicas que trabajan en el hotel -dijo Stína.
– ¿Tajada? -dijo Erlendur.
– ¡Una buena tajada! ¡Un tanto por ciento! Se saca una pasta.
– ¡Eso es mentira! -aulló el director-. ¡Fuera de aquí, puta del demonio!
– Él y el maître querían quedarse más del cincuenta por ciento -dijo Stína, rascándose con cuidado los pechos-, y cuando me negué me dijo que me largara y no volviera nunca más por aquí.
– ¡Eso es mentira! -exclamó el director, que se había tranquilizado un poco-. Siempre he echado de aquí a esta clase de mujeres, y también a ella. No queremos putas en este hotel.
– ¿El maître?. -dijo Erlendur, y evocó su figura escuálida y su bigotito. Recordó que se llamaba Rósant.
– ¡Que nos echa, dice! -gruñó Stína, que se volvió hacia Erlendur-. Si es él quien nos avisa. Cuando sabe si hay clientes disponibles o con dinero, nos llama y nos instala en el bar. Dice que eso aumenta la fama del hotel. Son congresistas y tipos así. Extranjeros. Tíos solos. Cuando hay congresos grandes, nos llama.
– ¿Sois muchas? -preguntó Erlendur.
– Somos unas cuantas las que estamos en el servicio de señoritas de compañía -dijo Stína-. De alto standing.
Parecía que Stína estaba más orgullosa de su oficio de puta que de cualquier otra cosa, excepto quizá de sus nuevos pechos.
– No están en ningún servicio de señoritas de compañía de mierda -dijo el director del hotel, que ya había vuelto a respirar con normalidad-. Rondan por el hotel, intentan cazar clientes y subir con ellos a las habitaciones, y es mentira eso de que soy yo quien las llama. ¡Maldita puta de los cojones!
Erlendur pensó que no era aconsejable continuar aquella conversación con Stína en el bar, y dijo que necesitaba utilizar el despacho del jefe de recepción un momento, o tendrían que ir todos a comisaría y continuar allí. El director suspiró pesadamente y dirigió una mirada de furia a Stína. Erlendur salió con ella del bar y entró en el despacho. El director del hotel se quedó solo. Parecía como si hubiese perdido todo el aire, y cuando el recepcionista acudió en su auxilio, lo apartó de un manotazo.
– ¡Está mintiendo, Erlendur! -les gritó-. ¡Todo lo que dice es mentira!
Erlendur se sentó a la mesa del jefe de recepción y Stína se quedó en pie encendiéndose un cigarrillo. Le daba igual que fumar estuviera prohibido en todo el hotel, excepto, quizá, en el bar.
– ¿Conocías al portero del hotel? -preguntó Erlendur-. Gudlaugur.
– Era un tío de lo más nice. Era él quien cobraba las tajadas del Gordo. Y luego lo mataron.
– Era…
– ¿Crees que el Gordo fue quien lo mató? -lo interrumpió Stína-. Es el tío más creepy que conozco. ¿Sabes por qué no me gusta seguir viniendo a este asqueroso hotel suyo?
– No.
– Porque no solo quería cobrarnos la tajada a las chicas, sino también, ya sabes…
– ¿Qué?
– Que le hiciéramos ciertos servicios. Servicios personales. Ya sabes…
– ¿Y qué?
– Yo me negué. Me negué de plano. Los churretones de sudor de esa bestia. Es asqueroso. Pudo ser él quien matara a Gudlaugur. Le creo capaz de hacerlo. Seguramente se sentó encima de él.
– ¿Pero cómo era tu relación con Gudlaugur? ¿Le hiciste algún servicio?
– Qué va. No le interesaba lo más mínimo.
– Yo creo que te equivocas -dijo Erlendur, recordando el cadáver de Gudlaugur en su cuchitril con los pantalones bajados-. Me temo que no carecía totalmente de interés por esas cosas.
– Pues por mí no demostró nunca ningún interés -dijo Stína, rascándose con cuidado debajo del pecho-. Ni por las demás chicas.
– ¿El jefe de camareros está metido en esto?
– ¿Rósant? Sí.
– ¿Y qué hay del jefe de recepción?
– Él no quiere que estemos por aquí. Él no quiere prostitución, pero son los otros dos los que mandan. El jefe de recepción quería echar a Rósant, pero el Gordo gana demasiado con él.
– Dime otra cosa. ¿Masticas tabaco? Ese que viene en unas bolsitas parecidas a las de té. La gente se lo pone debajo de los labios. Junto a la encía.
– Ay, no, ¿estás loco? No quiero estropearme los dientes.
– ¿Y conoces a alguien que lo consuma?
– No.
Callaron hasta que Erlendur no pudo refrenar su lado moralista. Tenía a Eva Lind en la cabeza. Cómo había acabado metida en la droga y en la prostitución, para pagársela, aunque seguramente no lo habría hecho en los hoteles caros de la ciudad. Pensó en el terrible destino de las mujeres que venden su alegría a cualquier tipejo, en cualquier sitio, en cualquier momento.
– ¿Por qué te dedicas a esto? -preguntó, intentando que su voz no sonora a acusación-. ¿Silicona en los pechos? ¿Acostarte con congresistas en habitaciones de hotel? ¿Por qué?
– Eva Lind también me avisó de que me lo preguntarías. No intentes comprenderlo -dijo Stína, apagando el cigarrillo en el suelo-. Ni lo intentes.
La joven miró casualmente por la puerta abierta del despacho, hacia el vestíbulo. En ese instante pasó Ösp.
– ¿Ösp sigue trabajando aquí?
– ¿Ösp? ¿La conoces? -El móvil de Erlendur empezó a sonar en el bolsillo.
– Creía que lo había dejado. Hablé con ella algunas veces cuando andaba por aquí.
– ¿De qué la conoces?
– Bueno, estábamos juntas en…
– ¿Andaba ella también metida en la prostitución? -Erlendur cogió el teléfono y se dispuso a contestar.
– No -dijo Stína-. Ella no es como su hermanito.
– ¿Su hermanito? -dijo Erlendur-. ¿Tiene un hermano?
– Él es más puta que yo.
Erlendur se quedó mirando a Stína mientras intentaba comprender lo que acababa de decir sobre el hermano de Ösp. Stína se movía inquieta delante de él.
– Venga -dijo-. ¿Pasa algo? ¿No piensas contestar al teléfono?
– ¿Por qué creías que Ösp lo había dejado?
– Jo, es un curro horrible.
Erlendur respondió al móvil pensando en otra cosa.
– Ya era hora -dijo Elínborg al teléfono.
Ella y Sigurdur Óli habían ido a Hafharfjordur con intención de llevarse a la hermana de Gudlaugur, para interrogarla, a la comisaría de Reikiavik, pero se negó a acompañarles. Pidió explicaciones y no quisieron dárselas, y al final dijo que no podía dejar solo a su padre, que estaba en silla de ruedas. Se ofrecieron a buscar a una persona para que se quedara con él, y le dijeron que podía llamar a un abogado para que asistiera al interrogatorio, pero daba la impresión de que no se daba cuenta de la seriedad del caso. Se negó rotundamente a ir a la comisaría, y Elínborg le propuso un arreglo, muy en contra de los deseos de Sigurdur Óli. La llevarían al hotel a ver a Erlendur y una vez él hablara con ella, decidirían qué hacer a continuación. Se lo tuvo que pensar. Sigurdur Óli estaba a punto de perder la paciencia y estaba a punto de llevársela por la fuerza, cuando ella dijo que aceptaba la proposición. Llamó a una vecina, que acudió al instante, evidentemente acostumbrada ya a ocuparse del anciano cuando era necesario. Pero a continuación, la mujer volvió a negarse a ir, y Sigurdur Óli se puso de muy mal humor.
– Ahora la lleva camino del hotel -dijo Elínborg en el teléfono-. Por él, la habría metido directamente en el calabozo. La mujer nos preguntó no sé cuántas veces por qué queríamos hablar con ella, y no nos creyó cuando le dijimos que lo ignorábamos. ¿Y por qué quieres hablar con ella, en realidad?
– Vino al hotel unos días antes del asesinato de su hermano, pero nos había dicho que no se habían visto desde hacía decenios. Quiero saber por qué no nos lo contó, por qué nos está mintiendo. Ver la expresión de su cara.
– Seguramente estará cabreada -dijo Elínborg-. Sigurdur Óli no estaba demasiado contento con su forma de comportarse.
– ¿Qué pasó?
– Él te lo contará.
Erlendur apagó el móvil.
– ¿Qué quieres decir con lo de que el hermano de Ösp es más puta que tú? -le preguntó a Stína, que miraba su bolsito dudando si encender o no otro cigarrillo-. ¿Qué quisiste decir?
– ¿Cómo?
– El hermano de Ösp. Dijiste que él era más puta que tú.
– Pregúntaselo a ella -dijo Stína.
– Lo haré, pero lo que quiero decir es, que… ¿es su hermano pequeño, me dijiste?
– Sí, y es bi.
– ¿Bi? ¿Quieres decir…?
– Bisexual.
– ¿Y también se vende, como tú?
– Más bien sí. Es yonqui. Siempre tienen detrás a alguien que les quiere pegar porque le deben dinero.
– ¿Y qué hay de Ösp? ¿De qué la conoces?
– Fuimos juntas al colegio. Y él también. Es solo un año menor que ella. Nosotras dos tenemos la misma edad. íbamos a la misma clase. Ella no anda demasiado bien de la cabeza -Stína se tocó la cabeza con un dedo-. No tiene nada aquí dentro -añadió-. Lo dejó después de los exámenes comunes. Cateó en lodos. Yo los saqué todos. Acabé el bachillerato.
Stína sonrió de oreja a oreja.
Erlendur la observó.
– Sé que eres amiga de mi hija y me has ayudado bastante -dijo-, pero no deberías compararte con Ösp. Para empezar, a ella no le pican los puntos.
Stína lo miró y sonrió con media sonrisa, salió en silencio del despacho y cruzó el vestíbulo. En el camino se echó por encima el abrigo con cuello de piel, pero en sus movimientos no había ya la seguridad de antes. Se cruzó con Sigurdur Óli y la hermana de Gudlaugur, que entraban en ese momento por la puerta, y Erlendur vio que los ojos de Sigurdur Óli se quedaron clavados en los pechos de Stína. Pensó que probablemente la chica había empleado bien su dinero, a fin de cuentas.
El director del hotel estaba allí delante, como si se hubiera quedado a esperar el fin de la conversación de Stína con Erlendur. Ösp estaba al lado del ascensor, mirando a Stína salir del hotel. Su expresión delataba que la conocía. Cuando Stína pasó por delante del jefe de recepción, que estaba tras el mostrador, éste levantó la vista y la vio desaparecer por la puerta. Miró al director, que se puso en marcha con dificultad en dirección a la cocina, mientras Ösp desaparecía en el ascensor, que se cerró tras ella.
– ¿A qué viene esta estupidez, me lo dices de una vez? -oyó Erlendur que decía la hermana de Gudlaugur al acercarse hacia él-. ¿Qué significa eso de tratarme con semejante rudeza y falta de respeto?
– ¿Rudeza y falta de respeto? -dijo Erlendur con voz de asombro-. No hay nada de eso, que yo sepa.
– Este hombre -dijo la hermana, que obviamente ignoraba el nombre de Sigurdur Óli-, este hombre se ha comportado conmigo con extremada rudeza, y exijo que me pida disculpas.
– Ni lo pienses -dijo Sigurdur Óli.
– Me empujó y me sacó de mi casa como si fuera una delincuente cualquiera.
– Le puse las esposas -dijo Sigurdur Óli-. Y no pienso pedirle disculpas. Que se vaya olvidando. Me llamó de todo, y también a Elínborg, y opuso resistencia. Yo quería meterla en el calabozo. Ha obstaculizado la labor de la policía.
La hermana miró a Erlendur y calló. Él sabía que la mujer se llamaba Stefanía e intentó imaginar cómo la llamarían de pequeña.
– No estoy acostumbrada a que se me trate de semejante modo -dijo al fin.
– Llévala a comisaría -dijo Erlendur a Sigurdur Óli-. Métela en la celda, al lado de la de Henry Wapshott. La interrogaremos mañana -miró a la hermana-. O pasado.
– No puedes hacer eso -dijo Stefanía, y Erlendur vio que estaba tremendamente trastornada-. No tienes ningún motivo para tratarme de este modo. ¿Por qué crees que me puedes meter en la cárcel? ¿Qué he hecho yo?
– Has mentido -dijo Erlendur-. Adiós. Luego hablamos -le dijo a Sigurdur Óli.
Se dio la vuelta y se dirigió en la misma dirección que había seguido el director del hotel. Sigurdur Óli cogió del brazo a Stefanía para llevársela, pero la mujer se mantuvo quieta y en silencio, viendo alejarse a Erlendur.
– ¡Está bien, de acuerdo! -le gritó. Intentó soltarse de Sigurdur Óli-. ¡Esto no es necesario! -continuó-. ¡Podemos sentarnos y hablar como personas civilizadas!
Erlendur se detuvo y se volvió hacia ella.
– ¿Hablar de qué?
– De mi hermano -dijo-. Hablaremos de mi hermano, si eso es lo que quieres. Pero no sé qué vas a ganar con eso.
Se sentaron en el cuartucho de Gudlaugur. Ella dijo que prefería ir allí. Cuando Erlendur le preguntó si había estado antes en aquel lugar, respondió que no. Cuando le preguntó si había visto a su hermano alguna vez en todos aquellos años, repitió lo que había dicho la vez anterior, que no había tenido relación alguna con su hermano. Erlendur estaba convencido de que estaba mintiendo. Que el asunto que la llevó al hotel cinco días antes del asesinato de Gudlaugur tenía que algo que ver con él de un modo u otro, y que se trataba de una mera casualidad.
Ella miró el póster de Shirley Temple en el papel de La pequeña princesa, sin hacer gesto alguno y sin decir ni una palabra. Abrió el armario y contempló el uniforme de portero. Finalmente se sentó en la única silla del cuarto y Erlendur se quedó en pie junto al armario. Sigurdur Óli tenía citas en Hafnarfjórdur con otros compañeros de escuela de Gudlaugur y se marchó en cuanto bajaron al sótano.
– Aquí murió -dijo la hermana. En su voz no había ni un asomo de dolor, y Erlendur trató de comprender, igual que la primera vez, por qué aquella mujer parecía no albergar sentimiento alguno hacia su hermano.
– Apuñalado en el corazón -dijo Erlendur-. Probablemente con un cuchillo de la cocina -añadió. Aún había sangre en la cama.
– Qué sitio tan miserable -dijo ella mirando a su alrededor-. Y que viviera aquí todos estos años. ¿En qué estaría pensando?
– Yo esperaba que tú pudieras ayudarme a entenderlo.
Ella lo miró en silencio.
– Yo no lo sé -prosiguió Erlendur-. Parece que se contentaba con esto. Otros son incapaces de vivir si no disponen de quinientos metros cuadrados. Tengo entendido que aprovechaba el hecho de vivir en el hotel. Disponía de toda una serie de ventajas.
– ¿Ya habéis encontrado el arma del crimen? -preguntó.
– No, pero quizás algo que se le parece -dijo Erlendur. Calló entonces para esperar a que ella dijera alguna cosa, pero no lo hizo, y transcurrió un buen rato hasta que rompió el silencio.
– ¿Por qué dices que te estoy mintiendo?
– No sé cuánto hay de mentira, pero sé que no me estás diciendo todo lo que sabes. No me estás diciendo la verdad. Y sobre todo, desde luego, es que no me estás diciendo nada. Además, me asombra tu reacción y la de tu padre ante la muerte de Gudlaugur. Es como si no os afectara ni lo más mínimo.
Ella se quedó un buen rato mirando a Erlendur, y luego pareció que tomaba una decisión.
– Nos llevábamos tres años -dijo de repente-, y aunque yo era muy pequeña, recuerdo cuando lo trajeron a casa. Uno de mis primeros recuerdos en la vida, supongo. Fue la niña de los ojos de mi padre desde el primer día. Siempre jugaba mucho con él, y creo que ya desde el principio tenía puestas en él grandes esperanzas. No fue algo que se produjera más tarde y por casualidad, como tal vez hubiera debido ser, sino que nuestro padre siempre tuvo grandes proyectos para cuando Gudlaugur creciera.
– ¿Y tú? -preguntó Erlendur-. ¿No veía en ti ningún talento?
– Siempre fue bueno conmigo, pero adoraba a Gudlaugur.
– Y lo presionó hasta que acabó rompiéndose.
– Simplificas demasiado las cosas -repuso ella-. Y las cosas no son casi nunca tan simples, y yo pensaba que una persona como tú, un policía, sería capaz de entenderlo.
– Me parece que no estamos hablando de mí -dijo Erlendur.
– No -dijo ella-. Claro que no.
– ¿Cómo acabó Gudlaugur en este cuchitril, como un desarraigado? ¿Por qué mostráis tanto odio hacia él? Puedo llegar a comprender la postura de tu padre, si perdió la salud por su culpa, pero no comprendo por qué mantienes tú una actitud tan dura hacia él.
– ¿Qué perdió la salud? -dijo ella, mirando atónita a Erlendur.
– Cuando le empujó escaleras abajo -dijo Erlendur-. He oído contar esa historia.
– ¿A quién?
– Eso no importa. ¿Es cierta la historia? ¿Dejó inválido a tu padre?
– Creo que eso no es asunto tuyo.
– Desde luego que no -dijo Erlendur-. A menos que tenga relación con la investigación. Entonces me temo que será cosa de otras personas, además de vosotros.
Stefanía calló y miró la sangre de la cama, y Erlendur se quedó pensando por qué habría querido hablar con él en el cuartucho donde fue asesinado su hermano. Consideró la posibilidad de preguntárselo, pero no lo hizo.
– No puede haber sido siempre así -dijo, en vez de hacerle la pregunta-. Subiste al escenario a ayudar a tu hermano en el Cine Municipal cuando perdió la voz. Hubo un tiempo en que erais amigos. Hubo un tiempo en que él era tu hermano.
– ¿Cómo sabes lo que sucedió en el Cine Municipal? ¿Cómo has averiguado todo eso? ¿Con quién has hablado?
– Estamos recopilando información. En Hafnarfjórdur hay personas que se acuerdan perfectamente. En aquellos tiempos, tu hermano no te era totalmente indiferente. Cuando erais niños.
Stefanía calló.
– Aquello fue un suplicio -dijo-. Un suplicio espantoso.
El día en que iba a cantar en el Cine Municipal se respiraban en su casa de Hafnarfjórdur, desde primera hora, la expectación y la tensión. Ella se despertó temprano y preparó el desayuno pensando en su madre, y se dio cuenta de que había pasado a desempeñar su papel en el hogar y que se sentía orgullosa de ello. Su padre se hacía lenguas de lo trabajadora que era, al cuidar de ellos dos después de la muerte de su madre. Lo adulta y responsable que era en todo lo que hacía. Pero, aparte de eso, nunca le hablaba. No se preocupaba por ella. Nunca lo había hecho.
Echaba de menos a su madre. Una de las últimas cosas que le dijo cuando estaba ingresada en el hospital fue que ahora le correspondía a ella ocuparse de su padre y su hermano. No podía decepcionarlos. Prométemelo -dijo su madre-. No siempre será fácil. Tu padre es muy cabezota y muy estricto, y no sé si Gudlaugur podrá soportar su forma de ser. Si llegara el momento, tú tienes que ponerte del lado de Gudlaugur, prométeme eso también, dijo su madre, y ella le dijo que sí con la cabeza y se lo prometió. Y se cogieron las manos hasta que su madre se quedó dormida, y ella le acarició el cabello y la besó en la frente.
Dos días más tarde estaba muerta.
«Dejemos a Gudlaugur dormir un poco más», dijo su padre cuando bajó a la cocina. Es un día muy importante para él.
Un día muy importante para él.
Ella no recordaba que hubiera habido nunca un día muy importante para ella. Todo giraba en torno a él. Su canto. Sus grabaciones. Los dos discos que se habían editado. El anunciado viaje a los países nórdicos. Los conciertos en Hafnarfjordur. El recital de esa tarde en el Cine Municipal. Su voz. Sus ejercicios de canto, durante los cuales ella tenía que marcharse de casa para no molestar en el salón, donde estaba el piano que tocaba su padre mientras le prodigaba consejos al niño, le daba ánimos y le ofrecía muestras de afecto y comprensión cuando éste se comportaba como debía, pero se mostraba firme y estricto si pensaba que no se concentraba lo suficiente en su tarea. A veces perdía los nervios y lo reprendía con violencia. En otras ocasiones lo abrazaba y le decía que era maravilloso.
Si ella hubiera recibido tan solo una pequeña parte de la atención que le dedicaba a él y de la motivación que le proporcionaba día a día por tener aquella hermosa voz. Ella se sentía insignificante, pues no poseía talento alguno que despertara la atención de su padre. A veces le decía que era una pena que no tuviese voz. El padre consideraba inútil intentar enseñarla a cantar, aunque ella sabía que no era ese el motivo. Sabía que su padre no estaba dispuesto a gastar energía en enseñarle a ella, porque su voz no era nada especial. Ella carecía del talento de su hermano para el canto. Ella podía cantar en un coro y aporrear un piano, pero tanto su padre como el profesor de piano que le proporcionó, porque él no tenía tiempo para dedicárselo a ella, aseguraban que carecía de sentimiento para la música.
En cambio, su hermano tenía una voz preciosa y un profundo sentimiento para la música, aunque no fuera más que un chico normal y corriente, del mismo modo que ella era solo una chica como las demás. Ella no sabía en qué radicaba la diferencia entre ambos. Él no era tan distinto a ella. Ella se ocupaba en cierto modo de su educación, sobre todo desde que su madre cayó enferma. Él la obedecía y hacía lo que le ordenaba, y se mostraba respetuoso con ella. Y ella le tenía un gran afecto, aunque también sentía celos cuando él era objeto de aquella atención tan exclusiva. Tenía miedo de aquel sentimiento, y jamás se lo mencionó a nadie.
Oyó a Gudlaugur bajar por la escalera y luego lo vio aparecer en la cocina y sentarse al lado de su padre.
«Igual que mamá», dijo al ver a su hermana servir café a su padre.
Hablaba mucho de su madre, y ella sabía que la echaba terriblemente de menos. Acudía a ella siempre que tenía un problema, cuando se burlaban de él o cuando su padre perdía la paciencia, o sencillamente cuando necesitaba que alguien lo abrazara sin que fuera una recompensa por sus buenos resultados.
La expectación y la impaciencia reinaron en la casa durante todo el día, y la atmósfera se volvió casi insoportable por la tarde, cuando se vistieron con sus mejores ropas y se dirigieron al Cine Municipal. Acompañaron a Gudlaugur tras las bambalinas y su padre saludó al maestro de coro, y luego se dirigieron a la sala, que ya estaba llenándose de público. La sala se oscureció. Se abrió el telón. Gudlaugur, bastante alto para su edad, bellísimo y asombrosamente seguro sobre el escenario, comenzó por fin a cantar con su voz llena de emoción.
Ella contuvo la respiración y cerró los ojos.
No se dio cuenta de nada más hasta que su padre la agarró del brazo tan fuerte que le hizo daño, y lo oyó gemir: «¡Dios mío!».
Abrió los ojos y vio la cara de su padre, pálida, y cuando miró al escenario vio a Gudlaugur intentando cantar, pero algo le había sucedido a su voz. Era como si cantara en falsete. Se puso en pie y miró hacia atrás, a la sala, y vio que la gente había empezado a sonreír y que algunos reían abiertamente. Subió corriendo al escenario e intentó sacar a su hermano de allí. El director del coro acudió en su ayuda y finalmente consiguieron llevárselo entre bastidores. Vio a su padre de pie sin moverse, en la primera fila, con los ojos clavados en ella, como un dios del trueno.
Mientras se quedaba dormida, esa noche, pensó en aquellos horribles instantes y el corazón le dio un vuelco, no de miedo o de terror por lo que había sucedido, ni por el sufrimiento de su hermano, sino por una misteriosa alegría que se sentía incapaz de explicar y que intentaba reprimir en lo más profundo de sí misma, como si fuera un crimen horrible.
– ¿Tuviste remordimientos por ese pensamiento? -preguntó Erlendur.
– Me pareció tremendamente extraño -respondió Stefanía-. Nunca jamás había pensado nada parecido.
– Imagino que no debe de ser demasiado raro alegrarse por las desgracias de los demás -dijo Erlendur-, aunque sean personas muy cercanas a nosotros. Puede tratarse de una reacción involuntaria, una especie de reacción defensiva cuando sufrimos un shock.
– Quizá no debería contarte estas cosas con tanto detalle -dijo Stefanía-. No te formarás una imagen muy positiva de mí. Y quizá tengas razón. Todos sufrimos un shock. Un shock espantoso, como podrás imaginar.
– ¿Cómo fue tu relación con Gudlaugur y con tu padre después de aquello? -preguntó Erlendur.
Stefanía no contestó.
– ¿Sabes lo que es no sentirte la preferida en nada? -preguntó, en vez de responder-. ¿Cómo es ser solo una persona vulgar, sin recibir jamás la menor atención? Es como si no existieras. Y todo el tiempo hay alguien, a quien consideras tu igual, al que miman como si fuera el elegido, alguien que ha venido a este mundo para alegría de sus padres y de todo el resto de la humanidad. Lo ves suceder día tras día, semana tras semana y año tras año, y nunca cesa ni un momento, sino que la admiración por esa persona crece con los años y se convierte casi… casi en adoración.
Miró a Erlendur.
– Los celos empiezan a despertar -prosiguió-. Otra cosa sería impensable en un ser humano. Y en vez de ahogar ese sentimiento, llegas a alimentarlo porque, de alguna forma absurda, te hace sentir mejor.
– ¿Es esa la explicación de que sintieras alegría por la desgracia de tu hermano?
– No lo sé -dijo Stefanía-. Yo no era dueña de ese sentimiento. Cayó sobre mí como un chorro de agua fría, y temblé, me estremecí e intenté alejarlo de mí, pero se negó a desaparecer. Nunca pensé que pudiera suceder.
Los dos callaron.
– Envidiabas a tu hermano -dijo Erlendur.
– A lo mejor, de vez en cuando. Luego empecé a sentir pena por él.
– Y finalmente, a odiarlo.
Ella miró a Erlendur.
– ¿Qué sabes tú del odio? -dijo.
– No mucho -dijo Erlendur-. Pero sé que puede ser peligroso. ¿Por qué nos dijiste que no habías estado en contacto con tu hermano en casi treinta años?
– Porque es cierto -respondió Stefanía.
– Eso no es verdad -repuso Erlendur-. Estás mintiendo. ¿Por qué mientes?
– ¿Es por esa mentira por la que quieres meterme en la cárcel?
– Si es necesario, lo haré -dijo Erlendur-. Sabemos que viniste al hotel cinco días antes de que lo mataran. Nos dijiste que no habías visto a tu hermano, ni habías estado en contacto con él, durante muchos años. Luego descubrimos que viniste al hotel unos días antes de su muerte. ¿Qué querías de él? ¿Y por qué nos mentiste?
– Habría podido venir al hotel sin tener que venir a verle a él. Este es un hotel muy grande. ¿No se te ha ocurrido esa posibilidad?
– Lo dudo. Creo que no es casualidad que vinieras al hotel poco antes de su muerte.
La vio vacilar. Vio que estaba haciendo un terrible esfuerzo para decidirse a dar o no el siguiente paso. Evidentemente podría darle muchos más detalles, pero no lo hizo en su primer encuentro, y ahora había llegado el momento de retroceder o de dar un paso adelante.
– Tenía una llave -dijo, pero en voz tan baja que Erlendur apenas la oyó-. La que le enseñaste a nuestro padre.
Erlendur recordó el llavero que encontraron en la habitación de Gudlaugur y la navajita rosa con la imagen de un pirata que colgaba de él. Había dos llaves, una que pensó sería la de una casa y otra que podía corresponder a un armario, una caja de seguridad o un almacén.
– ¿Qué pasa con la llave? -preguntó Erlendur-. ¿La conoces? ¿Sabes de qué es?
Stefanía sonrío con frialdad.
– Yo tengo una exactamente igual -dijo.
– ¿A qué corresponde esa llave?
– Es de nuestra casa en Hafharfjórdur.
– ¿De tu casa, quieres decir?
– Sí -respondió Stefanía-. De la casa donde vivimos mi padre y yo. Él entraba por la puerta del sótano, en la parte de atrás. Del sótano sale una escalera estrecha que lleva al primer piso, y desde allí se puede acceder al salón y a la cocina.
– ¿Quieres decir…? -Erlendur intentaba comprender lo que le estaba diciendo-. ¿Quieres decir que podía ir a la casa?
– Sí.
– ¿Y entrar en ella?
– Sí.
– Pero yo creía que no mantenías ninguna relación con él. Tú me dijiste que tu padre y tú no os habíais preocupado por él durante decenios. Que no estuvisteis en contacto. ¿Por qué me mentiste?
– Porque mi padre no lo sabía.
– ¿No sabía qué?
– Que venía. Debía de echarnos de menos. No se lo pregunté, pero debía de ser así. Y seguramente, por eso lo hacía.
– ¿Qué es, exactamente, lo que tu padre ignoraba?
– Que Gudlaugur venía a veces a nuestra casa por la noche sin que nos diéramos cuenta de su presencia, se sentaba en el salón sin hacer ruido y luego desaparecía antes de que nos despertáramos. Lo estuvo haciendo durante años, y nosotros nunca nos enteramos.
Miró la mancha de sangre de la cama.
– Hasta que una noche me desperté y lo vi.
Erlendur miraba a Stefanía mientras sus palabras atravesaban su mente. No se mostraba tan arrogante como en su primer encuentro, cuando Erlendur le recriminó su falta de sentimientos hacia su hermano, y pensó que quizá se había precipitado al juzgarla. No la conocía, ni su historia, lo suficiente como para adoptar una posición de superioridad, y de pronto lamentó las palabras que le había dirigido, reprochándole su insensibilidad. No era asunto suyo juzgar a los demás, aunque acababa cayendo una y otra vez en la trampa. En realidad no sabía nada en absoluto de aquella mujer, a la que de pronto veía tan desdichada y tan espantosamente sola. Se dio cuenta de que la vida de aquella mujer no debía de haber sido un camino de rosas: primero creció a la sombra de su hermano, después fue una joven sin madre y por último una mujer que no podía alejarse del lado de su padre y que, probablemente, había sacrificado su vida entera por él. Así pasó un buen rato, mientras cada uno permanecía enfrascado en sus propios pensamientos. La puerta del cuartucho estaba abierta y Erlendur salió al pasillo. De pronto había sentido la necesidad de asegurarse de que no hubiera nadie allí, de que nadie hubiera escuchado la conversación. Inspeccionó el corredor pobremente iluminado, pero no vio a nadie. Dio media vuelta y observó el final del pasillo; la oscuridad era total. Pensó que para llegar hasta allí habría sido necesario pasar por delante de la puerta de la habitación, y entonces él se habría dado cuenta. En el pasillo no había nadie. Sin embargo, cuando regresó al cuarto tenía la clara sensación de que no estaban solos allí abajo. Había en el pasillo el mismo olor que sintió al bajar la primera vez allí, un olor a quemado que era incapaz de reconocer. No se encontraba a gusto en aquel lugar. El hallazgo del cuerpo estaba incrustado en su mente. La imagen era cada vez más dolorosa, y sabía que jamás podría librarse de ella.
– ¿Algo va mal? -preguntó Stefanía, que se mantuvo inmóvil en su silla.
– No, todo va bien -dijo Erlendur-. Tonterías mías. Me pareció que había alguien en el pasillo. ¿No sería mejor irnos a otro sitio? ¿A tomar un café, quizá?
Ella pasó los ojos por el cuchitril, asintió con la cabeza y se puso en pie. Los dos recorrieron en silencio el pasillo y subieron la escalera, atravesaron el vestíbulo y entraron en el comedor, donde Erlendur pidió dos cafés. Se sentaron en una mesa apartada, intentando no dejarse distraer por los extranjeros.
– Mi padre se enfadaría mucho conmigo -dijo Stefanía-. Me tiene prohibido hablar de la familia. No tolera intromisiones en su vida privada.
– ¿Goza de buena salud?
– Está fuerte para su edad. Pero no sé si…
Sus palabras se apagaron.
– No hay vida privada que valga en el contexto de una investigación policial -dijo Erlendur-. Y menos aún cuando se trata de un asesinato.
– Ya me voy dando cuenta de ello. Queríamos quitarnos este asunto de encima como si no tuviera nada que ver con nosotros, pero me temo que no hay forma de quedarse al margen en estas horribles circunstancias. Imagino que no es posible librarse.
– Si te he comprendido bien -dijo Erlendur-, tu padre y tú habíais roto toda relación con Gudlaugur pero él entraba a escondidas en la casa sin que os dierais cuenta. ¿Qué pretendía? ¿Qué hacía? ¿Por qué lo hacía?
– Nunca me dio una explicación clara. Se limitaba a sentarse en el salón durante una o dos horas sin moverse. De otro modo, me habría dado cuenta de su presencia mucho antes. No es que viniera todas las noches. Luego hubo una noche, hace unos dos años, que yo estaba despierta por algún motivo, y hacia las cuatro de la madrugada creí oír un crujido abajo, en el salón. Me llevé un buen susto, como es lógico. La habitación de mi padre está en el piso de abajo y siempre tiene la puerta abierta por la noche, y supuse que quizás estaba intentando llamar mi atención por algún motivo. Volví a oír un crujido y pensé si habría entrado algún ladrón, así que bajé la escalera con mucho cuidado. Vi que la puerta del cuarto de mi padre estaba igual que la había dejado, pero cuando llegué abajo vi a una persona que echaba a correr por la escalera del sótano y le grité. Para gran espanto mío, se detuvo, se dio la vuelta y empezó a subir por la escalera.
Stefanía calló y miró al infinito, como se hubiera desplazado a otro lugar y a otro tiempo.
– Pensé que iba a atacarme -dijo al fin-. Yo estaba en la puerta de la cocina y encendí la luz, y entonces lo vi con claridad. No lo había visto cara a cara en muchos años, desde que era joven, y necesité cierto tiempo para darme cuenta cabal de que se trataba de mi hermano.
– ¿Cómo reaccionaste? -preguntó Erlendur.
– Me quedé completamente estupefacta al reconocerlo. También estaba muy asustada, porque de haberse tratado de un ladrón, no debería haber hecho lo que hice, sino llamar inmediatamente a la policía. Estaba temblando de miedo, y se me escapó un grito al encender la luz y verlo. Debió de ser divertido verme tan asustada y tan nerviosa, porque se echó a reír.
– No despiertes a papá -dijo, poniendo un dedo en sus labios y nublándole en un susurro.
Ella no podía creer a sus propios ojos.
Estaba muy cambiado con respecto a la imagen que había conservado de él en su juventud, y vio que había envejecido mal. Tenía bolsas debajo de los ojos y los finos labios parecían descoloridos, los mechones de su cabello estaban despeinados y la miraba con ojos de infinita tristeza. Parecía mucho mayor de lo que era.
– ¿Qué haces aquí? -le dijo en un susurro.
– Nada -respondió él-. No hago nada. Pero a veces echo de menos la casa.
– Aquella fue la única explicación que me dio de sus visitas nocturnas a escondidas -dijo Stefanía-. Que a veces echaba de menos su hogar. No sé lo que quería decir. Si tenía algo que ver con su infancia, antes de morir mamá, o si se refería a los años antes de que empujase a papá por la escalera. No lo sé. Quizá la casa tenía para él un significado especial, porque nunca llegó a tener ninguna otra casa. No tenía más que un sucio cuchitril en este hotel.
– Deberías marcharte -le dijo ella-. Puede despertarse.
– Sí, lo sé -respondió él-. ¿Cómo está? ¿Está bien?
– Se conserva estupendamente. Pero necesita atención constante. Hay que darle de comer, lavarlo, vestirlo, sacarlo de casa, y ponerlo delante de la televisión. Le gustan mucho las películas de dibujos.
– No sabes hasta qué punto aquello me ha hecho sentir mal -dijo él-. Durante todos estos años. No quería que las cosas fueran así. Todo fue un terrible error.
– Sí, claro -dijo ella.
– Nunca quise ser famoso. Ese era su sueño. Lo único que yo tenía que hacer era cumplirlo.
Callaron.
– ¿Pregunta por mí alguna vez?
– No -dijo ella-. Nunca. He intentado hacer que hable de ti, pero no quiere ni oírme.
– Sigue odiándome.
– Creo que nunca se le pasará.
– Porque yo soy como soy. No me aguanta por ser como soy.
– Eso es algo entre vosotros, que…
– Yo quise hacerlo todo por él, tú lo sabes.
– Sí.
– Siempre.
– Sí.
– Las exigencias que me imponía. Ejercicios sin pausa. Conciertos. Grabaciones. Todo eso era para conseguir lo que él soñaba, no yo. Si él estaba contento, entonces todo iba bien.
– Lo sé.
– ¿Por qué no puede perdonarme? ¿Por qué no puede reconciliarse conmigo? Le echo de menos. ¿Se lo dirás? Echo de menos el tiempo en que estábamos juntos. Cuando yo cantaba para él. Vosotros sois mi familia.
– Intentaré hablar con él.
– ¿Lo harás? ¿Le dirás que le echo de menos?
– Lo haré.
– No me aguanta por ser como soy.
Stefanía calló.
– A lo mejor fue una forma de rebelarme contra él. No lo sé. Intenté ocultarlo, pero no puedo ser lo que no soy.
– Deberías irte ya -dijo ella.
– Sí.
Él vaciló.
– ¿Y tú? -dijo él.
– ¿Yo?
– ¿Tú también me odias?
– Deberías irte. Podría despertarse.
– Porque todo ha sido culpa mía. El estado en que se encuentra, tener que ocuparte constantemente de él. Tú tienes que…
– Vete -dijo ella.
– Perdona.
– ¿Qué sucedió cuando se marchó de casa, después del accidente? -preguntó Erlendur-. ¿Sencillamente lo borrasteis de la memoria, como si nunca hubiera existido?
– Más o menos. Sé que mi padre escuchaba a veces sus discos. No quería que yo me enterara, pero lo vi algunas veces al volver a casa del trabajo. Había olvidado esconder la funda o quitar el disco del tocadiscos. A veces oíamos algo sobre él y, en una ocasión, hace muchos años, leímos una entrevista con él en una revista. Hablaba de antiguos niños prodigio. «¿Dónde están ahora?» era el titular, o algo más o menos igual de horrible. La revista había logrado localizarlo y él parecía dispuesto a hablar de su antigua fama. No sé por qué se prestó a hacerlo. Lo único que decía en la entrevista era que había sido una época estupenda, cuando todos se fijaban en él.
– Alguien lo recordaba, entonces. No fue olvidado por completo.
– Siempre hay alguien que recuerda.
– ¿En esa revista no hablaba de las burlas en el colegio, de las exigencias de vuestro padre, de la muerte de vuestra madre, ni de cómo las esperanzas que había albergado su padre se quedaron en nada, ni del hecho de que tuviera que abandonar su hogar?
– ¿Qué sabes tú de las burlas en el colegio?
– Sabemos que se metían con él porque le consideraban diferente. ¿No es cierto?
– Yo creo que mi padre no tenía unas expectativas irrazonables. Es un hombre con los pies en el suelo, muy realista. No sé por qué utilizas esos términos. En aquella época, parecía que mi hermano llegaría muy lejos con su voz, iba a cantar en el extranjero y despertaba un interés poco habitual en esta sociedad nuestra tan pequeña. Mi padre se lo hizo ver con claridad. Creo que le dijo también que para conseguirlo era imprescindible trabajar muy duro y con mucha dedicación y aplicación, y que no tenía que hacerse demasiadas ilusiones. Mi padre no es idiota. No se te ocurra pensar semejante cosa.
– No pienso semejante cosa -dijo Erlendur.
– Bien.
– ¿Gudlaugur no intentó nunca ponerse en contacto con vosotros? ¿O vosotros con él? ¿En tanto tiempo?
– No. Creo que he respondido ya a esa pregunta. Lo único que pasó fue que de vez en cuando venía a nuestra casa sin que nosotros nos diéramos cuenta. Me dijo que llevaba años haciéndolo.
– ¿Tu padre y tú no lo buscasteis?
– No, nunca.
– ¿Quería mucho a vuestra madre? -preguntó Erlendur.
– La idolatraba -dijo Stefanía.
– Su muerte debió de causarle un enorme dolor.
– A todos nos causó un enorme dolor.
Stefanía dejó escapar un profundo suspiro.
– Imagino que algo debió de morir dentro de todos nosotros cuando falleció. Algo que nos convertía en una familia. Creo que no me di verdadera cuenta hasta mucho después, de que era ella la que nos mantenía unidos, la que garantizaba el equilibrio. Ella y mi padre no estaban de acuerdo sobre Gudlaugur, y discutían sobre su educación, si se puede llamar discusión a eso. Ella quería dejarle ser como él quisiera, y aunque cantara tan bien, aquello no tenía por qué convertirse en algo tan importante.
Miró a Erlendur.
– Creo que nuestro padre nunca lo vio como un niño, sino más bien como un proyecto. Algo a lo que él y solo él tenía que dar forma.
– ¿Y tú? ¿Cuál era tu posición?
– ¿Mi postura? Nunca me la preguntó nadie.
Callaron, escucharon el murmullo de la sala y miraron a los extranjeros charlar y reír. Erlendur miró a Stefanía, que parecía haber desaparecido en su propio interior y en los recuerdos de su familia rota.
– ¿Tuviste algo que ver con la muerte de tu hermano? -preguntó Erlendur con precaución.
Fue como si ella no oyese lo que le decía, así que repitió la pregunta. Ella levantó la vista.
– Nada en absoluto -dijo-. Ojalá siguiera con vida y pudiera…
Stefanía calló.
– ¿Que pudiera qué?
– No lo sé, quizá reparar…
Volvió a callar.
– Fue todo tan horrible. Todo. Empieza con insignificancias y luego va aumentando y empeorando hasta que se vuelve insoportable. No quiero minimizar el hecho de que tirase a nuestro padre por la escalera. Pero uno adopta una posición y no hace nada para modificarla. Porque no deseamos hacerlo, supongo. Y va pasando el tiempo, y con los años uno acaba por olvidar los sentimientos, la razón por la que lo comenzó todo. De manera voluntaria o involuntaria, vamos dejando pasar las oportunidades de reparar lo que se torció, y de repente es ya demasiado tarde para intentar arreglar las cosas. Han transcurrido todos estos años y…
Exhaló un profundo suspiro.
– ¿Qué sucedió después de que te lo encontraras en la cocina?
– Hablé con papá. No quería saber nada de Gudlaugur y ahí se acabó todo. No le mencioné las visitas nocturnas. Intenté hablar con él de reconciliación. Le conté que me había encontrado casualmente a Gulli en la calle, y que quería ver a su padre, pero papá se mostró absolutamente inflexible.
– ¿Tu hermano no volvió más a casa?
– No que yo sepa.
Miró a Erlendur.
– Aquello fue hace dos años, y esa fue la última vez que le vi.
Stefanía se puso en pie y se dispuso a marcharse. Como si ya hubiese dicho todo lo que tenía que decir. Erlendur tuvo la sensación de que había optado por explicarle solamente lo que quería que él supiese, y que se había guardado lo demás. Él se puso también en pie y estuvo pensando si darse por satisfecho con eso por el momento o continuar el interrogatorio. Decidió dejar que se marchara si quería. Estaba mucho más dispuesta a colaborar que antes, y eso le resultaba suficiente por el momento. Pero no pudo dejar de preguntarle por un misterio que no conseguía solucionar y que ella no le había aclarado.
– Puedo comprender que tu padre estuviera furioso toda la vida aunque fuera un accidente -dijo Erlendur-. Porque se quedó inválido, atado para siempre a una silla de ruedas. Pero no acabo de comprender tu postura. Por qué reaccionaste del mismo modo. Por qué te pusiste del lado de tu padre. Por qué te revolviste contra tu hermano y pasaste tantos años sin tratar de ponerte en contacto con él.
– Creo que ya he colaborado suficientemente -dijo Stefanía-. Su muerte no es asunto de mi padre ni mío. Está relacionada con la otra vida que llevaba mi hermano, y que ni mi padre ni yo conocemos. Espero que sabrás apreciar mi sinceridad y mi espíritu de colaboración, y que no volverás a molestarnos más, ni a aparecer por mi casa para ponerme las esposas.
Extendió la mano como si quisiera sellar así una especie de pacto entre los dos, de que a partir de entonces los dejarían en paz a ella y a su padre. Erlendur le tomó la mano e intentó sonreír. Sabía que aquel pacto tendría que romperse más tarde o más temprano. Demasiadas preguntas, pensó, y muy pocas respuestas creíbles. No estaba dispuesto a soltarla tan pronto. Creía que seguía mintiéndole o que, por lo menos, estaba dando rodeos en torno a la verdad.
– ¿Así que no viniste al hotel a ver a tu hermano unos días antes de su muerte? -preguntó.
– No, tenía una cita con una amiga en este mismo salón. Tomamos un café. Puedes ponerte en contacto con ella y preguntarle si es mentira. Ya había olvidado incluso que él trabajaba aquí, y mientras estuve en el hotel ni siquiera lo vi.
– Quizá lo compruebe -dijo Erlendur, tomando nota del nombre de la mujer-. Otra cosa: ¿conoces a un hombre llamado Henry Wapshott? Es inglés y estaba en contacto con tu hermano.
– ¿Wapshott?
– Es un coleccionista de discos. Está interesado en los discos de tu hermano. Resulta que colecciona discos de coros y está especializado en niños de coro.
– Nunca había oído ese nombre -dijo Stefanía-. ¿Especialista en niños de coro?
– Ciertamente existen coleccionistas más raros que él -dijo Erlendur, aunque prefirió no contarle lo de las bolsas de vomitar de las líneas aéreas-. Cree que los discos de tu hermano son auténticos tesoros hoy día, ¿sabes algo sobre eso?
– No, ni idea -dijo Stefanía-. ¿A qué se refería? ¿Qué significa eso?
– No sabría decir cuánto -dijo Erlendur-. Pero son lo suficientemente valiosos como para que Wapshott viniera a Islandia a ver a tu hermano. ¿Conservaba Gudlaugur sus discos?
– No creo.
– ¿Sabes qué fue de las copias de sus discos que no se vendieron?
– Supongo que se venderían -dijo Stefanía-. ¿Tendrían algún valor si aún existieran?
Erlendur percibió cierta excitación en su voz y pensó si no estaría jugando con él, si sabía todo eso mucho mejor que él y estaba intentando averiguar hasta dónde sabía él.
– Es bastante posible -dijo Erlendur.
– ¿Ese inglés sigue en el país ahora? -preguntó ella.
– Lo tenemos bajo custodia, en prisión -dijo Erlendur-. Es posible que sepa más sobre la muerte de tu hermano de lo que nos ha contado.
– ¿Creéis que fue él quien lo mató?
– ¿No has oído las noticias?
– No.
– Es un sospechoso, eso es todo.
– ¿Qué clase de persona es?
Erlendur estuvo a punto de hablarle de los informes de la policía británica, así como de la pornografía infantil encontrada en la habitación de Wapshott, pero se contuvo. Repitió sus palabras de que era un coleccionista de discos interesado en los niños de coro, que se alojaba en el hotel y tenía relación con Gudlaugur, y que era lo bastante sospechoso como para que lo hubieran detenido.
Se despidieron como buenos amigos y Erlendur la miró mientras recorría el comedor y el vestíbulo. En ese momento empezó a sonar su móvil en el bolsillo. Lo cogió y respondió. Para su gran sorpresa, quien llamaba era Valgerdur.
– ¿Podría verte esta tarde? -preguntó sin más preámbulo-. ¿Estarás en el hotel?
– Es posible -dijo Erlendur, sin poder ocultar el asombro en su voz-. Creo que…
– ¿Digamos que a las ocho? ¿En el bar?
– Perfecto -dijo Erlendur-. Digamos que sí. ¿Qué…?
Se disponía a preguntarle qué era lo que la preocupaba cuando ella colgó y lo único que pudo oír fue el silencio en su oído. Apagó el móvil y se preguntó por qué querría verlo. Había descartado ya la posibilidad de conocer mejor a aquella mujer, y había llegado a la conclusión de que seguramente no tenía ninguna posibilidad de ligar con alguna mujer. Pero entonces llegó aquella llamada telefónica, y no acababa de saber cómo debía tomarla.
Era ya por la tarde y Erlendur estaba muerto de hambre, pero en lugar de comer en el restaurante del hotel, subió a su cuarto e hizo que le subieran un almuerzo decente. Todavía tenía que ver algunas cintas, de modo que puso una en el vídeo y la hizo avanzar mientras esperaba su comida.
Perdió la concentración enseguida, su mente se apartaba constantemente de la pantalla y empezó a darle vueltas a las palabras de Stefanía. ¿Por qué iba Gudlaugur a su casa por las noches? A su hermana le había dicho que echaba de menos su casa. «A veces echo de menos mi casa.» ¿Qué había detrás de aquellas palabras? ¿Lo sabía su hermana? ¿Qué significaba la casa en la mente de Gudlaugur? ¿Qué echaba de menos? Él ya no era parte de la familia y quien más cerca había estado de él, su madre, había muerto muchos años atrás. No molestaba a su padre o a su hermana cuando los visitaba. No iba durante el día, como haría cualquier persona normal, si es que existen las personas normales, ni iba para arreglar las cosas entre ellos, para apaciguar la enemistad, la furia e incluso el odio que se había creado entre él y su familia. Iba al amparo de la oscuridad de la noche y tenía la máxima precaución en no despertar a nadie, y luego se marchaba sin que se percataran de su presencia. No parecía buscar h reconciliación ni el perdón, sino algo más importante, algo que solo él sabía y que nunca sería desvelado, algo que estaba oculto en esa palabra.
Su casa.
¿Qué era?
Quizá sensaciones de la infancia en la casa de sus padres, antes de que la vida arrojara contra él la desgracia y un destino incomprensible que solo acarrearon desastres y sufrimientos. Tal vez recuerdos de cuando correteaba por aquella casa, consciente de la presencia de su padre, su madre y su hermana, que entonces aún eran sus compañeros y sus amigos. Probablemente fuera a la casa en busca de recuerdos que no quería perder y que lo mantenían en pie cuando más desdichado se sentía.
Tal vez iba a la casa para enfrentarse al destino que le había tocado vivir. Las exigencias intransigentes de su padre, las burlas de quienes lo consideraban diferente, el amor de su madre, que para él era la persona más querida, y su hermana mayor, que también se ocupaba de él; la decepción, cuando regresaron después del concierto en el Cine Municipal, y su mundo se derrumbó sobre él y las esperanzas de su padre se convirtieron en nada. ¿Qué podía ser peor para un niño como él que no haber podido estar a la altura de las expectativas de su padre? Después de los esfuerzos que había hecho él mismo, de todo lo que había hecho su padre y de todo lo que había hecho su familia. Había sacrificado su infancia para llegar a ser algo que no acababa de entender y sobre lo que no tenía poder alguno… y no sucedió nada. Su padre había jugado con su infancia, en realidad se la había robado.
Erlendur suspiró.
– ¿Quién no echa de menos su casa de vez en cuando?
Estaba tumbado en la cama cuando de pronto oyó ruido en la habitación. Al principio no supo de dónde procedía. Pensó que el tocadiscos se había puesto en marcha y la aguja había entrado en un surco del disco.
Se levantó, miró el tocadiscos y comprobó que estaba apagado. Volvió a oír el mismo sonido y miró a su alrededor. La habitación estaba a oscuras y no veía bien. Algo de claridad llegaba de la farola del otro lado de la calle. Iba a encender la luz de la mesilla de noche cuando volvió a oír el sonido, más fuerte que antes. No se atrevía a moverse. De pronto recordó dónde lo había oído antes.
Se sentó en la cama y miró la puerta. En la débil claridad vio una pequeña figura humana acurrucada en un rincón junto a la puerta; lo miraba, con el rostro morado de frío y temblando como la hoja de un árbol, y sorbía por la nariz.
Aquel era el sonido que Erlendur había reconocido.
Se quedó mirando a aquella figura, que también lo miraba e intentaba sonreír, pero sin conseguirlo por culpa del frío.
– ¿Eres tú? -preguntó Erlendur.
En ese mismo instante, la figura desapareció del rincón y Erlendur se despertó sobresaltado, casi cayéndose de la cama, y miró fijamente la puerta.
– ¿Eras tú? -suspiró, y vio ante sí jirones de su sueño, los guantecillos de lana, el gorro, el anorak y la bufanda. La ropa que llevaban al salir de casa.
La ropa de su hermano.
Que temblaba de frío en aquella habitación tan fría.
Estuvo un largo rato en silencio junto a la ventana, mirando la nieve caer sobre la tierra.
Finalmente se puso de nuevo a mirar las cintas. La hermana de Gudlaugur no volvió a aparecer en la pantalla, ni nadie más que conociera, con la excepción de algunos empleados que había conocido en el hotel y que caminaban apresurados para entrar o salir del trabajo.
Sonó el teléfono del hotel, y Erlendur respondió.
– Me parece que Wapshott dice la verdad -comenzó Elínborg-. Le conocen bien en las tiendas de coleccionistas y en el rastro.
– ¿Estuvo por allí a la hora que afirmaba?
– Les enseñé fotos suyas y pregunté sobre las horas, y lo recordaban con bastante precisión. Lo suficiente para que podamos descartar su presencia en el hotel cuando se produjo la agresión a Gudlaugur.
– Tampoco es que tenga pinta de asesino, me parece.
– Es un pedófilo pero quizá no un asesino. ¿Qué piensas hacer con él?
– Supongo que lo enviaremos al Reino Unido.
Terminaron la conversación y Erlendur estuvo dándole vueltas al asesinato de Gudlaugur sin llegar a ninguna conclusión. Pensó en Elínborg y su mente se desplazó de nuevo al caso del niño maltratado por su padre, a quien Elínborg odiaba.
– Tú no eres el único que hace estas cosas -le había dicho Elínborg al padre. No intentaba darle ánimos. El tono era acusador, como si quisiera que supiera que no era más que uno de los muchos sádicos que arremetían contra sus hijos. Quería hacerle conocer el mundo del que formaba parte. Y las cifras de ese mundo.
Había estudiado a fondo las estadísticas. Entre los años 1980 y 1999 unos cuatrocientos niños habían sido puestos en observación en los hospitales pediátricos por sospecha de maltrato. De ellos, hubo 232 casos por sospecha de abuso sexual y 43 por sospecha de daños físicos o de violencia. Intoxicación por medicamentos, Elínborg repitió la expresión, intoxicación por medicamentos, así como negligencia culpable, se incluían en esas cifras. Leyó las palabras escritas en una hoja de papel con fría imperturbabilidad: traumatismos craneales, fracturas óseas, quemaduras, heridas en la piel, mordiscos. Repitió los términos mientras miraba fijamente al padre a los ojos.
– Se sospecha que dos niños murieron por violencia física en ese periodo de veinte años -dijo-. Ninguno de los dos casos llegó a juzgarse en los tribunales.
Le dijo que los especialistas consideraban que se trataba de casos que procuraban ocultarse, lo cual significaba, en definitiva, que probablemente hubo bastantes más.
– En el Reino Unido -prosiguió- mueren cuatro niños por semana a causa de malos tratos. Cuatro niños -repitió-. Cada semana.
– ¿Quieres saber las circunstancias que se alegan? -Erlendur estaba sentado en la sala de interrogatorios, sin moverse. Solo estaba allí para apoyar a Elínborg, por si acaso lo necesitaba, aunque su impresión era que no precisaba de ninguna ayuda.
El padre bajó los ojos. Miró la grabadora. No la habían puesto en marcha. En realidad no se trataba de un interrogatorio formal. No habían avisado a su abogado, pero el padre no había presentado objeciones y aún no había protestado por su detención. No había pedido que lo pusieran en libertad.
– Te daré algunos ejemplos -continuó Elínborg, y empezó a enumerar las causas por las que los padres agredían violentamente a sus hijos-. Estrés -comenzó-, dificultades económicas, enfermedad y paro, aislamiento y falta de apoyo de la pareja, accesos de locura.
Elínborg miró al padre.
– ¿Crees que alguna de esas circunstancias se aplica a ti? ¿Un acceso de locura?
No respondió ni una palabra.
– Algunos son incapaces de controlarse, y se han registrado casos en que los padres se ven tan acosados por el sentimiento de culpa por lo que han hecho, que hacen lo posible por delatarse. ¿Te suena?
Calló.
– Llevan al niño al médico, quizás al médico de familia, porque el niño tiene, por ejemplo, un resfriado persistente. Pero en realidad no van a causa del resfriado, sino porque quieren que el médico note las heridas del niño, los moretones. Quieren que les descubran. ¿Sabes por qué?
El padre se mantuvo en silencio.
– Porque quieren que eso acabe. Que alguien tome las riendas. Que intervenga en algo que ellos son incapaces de controlar. Son incapaces de hacerlo solos y confían en que el médico se ocupará de arreglar las cosas.
Miró al padre. Erlendur observaba en silencio. Estaba preocupado de que Elínborg fuera demasiado lejos. Parecía intentar con todas sus fuerzas mostrarse como una profesional, aparentar que el caso no la afectaba personalmente. Pero era una batalla perdida, y parecía que ella misma se daba cuenta de ello. Sus emociones estaban demasiado a flor de piel.
– Hablé con tu médico de familia -dijo Elínborg-. Dijo que en dos ocasiones había enviado notas de advertencia al servicio de protección de la infancia, por heridas que observó en el niño. El servicio investigó el caso las dos veces pero no llegó a ninguna conclusión. No fue de mucha ayuda que el niño no dijera nada y que tú lo negaras todo. No es lo mismo querer hablar de violencia que asumir la responsabilidad cuando llega el momento. Leí los informes. En el último, le preguntaron a tu hijo qué tal era vuestra relación, pero fue como si no comprendiera la pregunta. Le volvieron a preguntar: ¿En quién tienes más confianza? Y respondió: En mi papá. Tengo más confianza en mi papá que en nadie.
Elínborg hizo una pausa.
– ¿No te parece tremendo? -dijo.
Miró a Erlendur y luego al padre.
– ¿No te parece tremendo?
Erlendur pensó que hubo un tiempo en que él habría contestado lo mismo que aquel niño. Habría mencionado a su padre.
Cuando llegó la primavera y la nieve se fundió, subió a los páramos en busca de su hijo e intentó adivinar el camino que habría seguido en medio de la tormenta, tomando como referencia el punto donde encontraron a Erlendur. Parecía haberse recuperado un poco, pero estaba agobiado por el sentimiento de culpa. Recorrió el páramo y subió a la ladera de la montaña hasta más lejos de lo que habrían podido llegar sus hijos, pero no encontró nada. Acampó allí arriba. Le acompañaban Erlendur y su madre, que participaba en la búsqueda, y a veces venía gente de los alrededores a ayudarles, pero nunca encontraron al niño. Era fundamental hallar el cuerpo. Hasta entonces no habría muerto de verdad; solo lo habrían perdido. La herida permanecería abierta y de ella seguiría brotando un dolor infinito.
Erlendur luchaba contra él en su soledad. Se sentía mal, y no solo por la pérdida de su hermano. Consideraba una suerte que lo hubieran encontrado a él, pero aquello le producía también una extraña sensación de culpa por haber sido él y no su hermano pequeño quien se salvó. No bastaba con haber soltado la mano de su hermano en medio de la tormenta de nieve, sino que le agobiaba también la idea de que habría debido ser él quien muriera. Él era el mayor, y era responsable de su hermano. Así había sido siempre. Lo había cuidado. En todos sus juegos. Cuando estaban solos en casa. Cuando los mandaban a hacer algún recado. Había sido responsable de él y había hecho honor a la confianza que le habían otorgado. Pero esta vez le había fallado, y quizá no merecía haberse salvado, porque su hermano murió. No sabía por qué estaba él vivo. Pero a veces pensaba que tal vez habría sido mejor que se hubiera perdido él en el páramo.
Nunca verbalizó estos pensamientos antes sus padres, y en su soledad a veces tenía la impresión de que ellos pensaban lo mismo que él. Su padre se había recluido en su propio sentimiento de culpa y no quería que nada lo distrajera. Su madre estaba abrumada por el dolor. Los dos se sentían culpables de alguna forma por lo sucedido. Entre ellos reinaba un extraño silencio, más fuerte que cualquier grito, y Erlendur libraba su propia batalla solitaria reflexionando sobre la responsabilidad, la culpa y la buena suerte.
Si no lo hubieran encontrado a él, ¿habrían encontrado a su hermano?
De pie, junto a la ventana, reflexionaba sobre las consecuencias que la pérdida de su hermano había tenido sobre su vida, y si no serían más serias de lo que creía. Volvió a pensar en aquellos acontecimientos cuando Eva Lind comenzó a hacerle preguntas. No tenía respuestas fáciles para ellas, pero en lo más profundo sabía dónde había que buscarlas. Muchas veces se había preguntado por qué le acuciaba tanto a Eva Lind hacerle afrontar sus propias circunstancias.
Erlendur oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta.
– ¡Entra! -dijo en voz alta-. No está cerrado con llave.
Sigurdur Óli abrió y entró en la habitación.
Había pasado el día entero en Hafnarfjórdur, hablando con personas que conocían a Gudlaugur.
– ¿Tienes alguna novedad?
– Averigüé el mote que le habían puesto. ¿Recuerdas? El nuevo mote que le pusieron cuando todo se vino abajo.
– Sí, ¿quién te lo dijo?
Sigurdur Óli suspiró y se sentó en la cama. Su mujer, Bergthóra, se había quejado de que no estaba lo suficiente en casa, precisamente ahora que se acercaban las fiestas, y ella tenía que encargarse de todos los preparativos navideños. Él debería estar ya en casa para acompañarla a comprar el árbol de Navidad, pero primero había tenido que ir a ver a Erlendur. Se lo dijo a su mujer por teléfono mientras iba camino del hotel, y también le dijo que procuraría darse prisa, pero ella ya había oído lo mismo demasiadas veces como para creerle, y al concluir la conversación se quedó con un sabor amargo.
– ¿Piensas quedarte todas las navidades en esta habitación? -preguntó Sigurdur Óli.
– No -respondió Erlendur-. ¿Qué descubriste en Hafnarfjórdur?
– ¿Por qué hace tanto frío aquí?
– El radiador -dijo Erlendur-. No calienta. ¿Quieres ir al grano?
Sigurdur Óli sonrió.
– ¿Comprarás un árbol de Navidad para estas fiestas?
– Si comprara un árbol de Navidad lo haría para estas fiestas.
– Localicé a un hombre después de muchos prolegómenos dijo que había conocido bien a Gudlaugur en los viejos tiempos -dijo Sigurdur Óli. Sabía que tenía información que podría alterar la marcha de la investigación, y disfrutaba haciéndoles esperar un poco.
Sigurdur Óli y Elínborg se habían propuesto interrogar a todos los que fueron a la escuela con Gudlaugur o lo conocieron en aquellos tiempos. La mayoría de ellos tenían algún recuerdo de él, de su carrera de cantante y de las burlas que la acompañaron. Algunos se acordaban perfectamente de él y de lo que había sucedido el día que dejó inválido a su padre. Uno de ellos lo conocía hasta un punto que Sigurdur Óli no habría podido imaginar.
Una compañera de colegio de Gudlaugur le remitió a él. La mujer vivía en una casa unifamiliar en la zona más nueva de Hafnarfjordur. La había llamado por la mañana, de modo que cuando llegó, lo estaba esperando. Se dieron la mano y lo invitó a pasar al salón. Estaba casada con un piloto de aviación y trabajaba media jornada en una librería, los niños ya eran mayores.
Le contó con mucho detalle todo lo que sabía de Gudlaugur, que no era mucho, recordaba también vagamente a su hermana, que sabía era algo mayor que él. Recordaba también que había perdido la voz cuando las perspectivas parecían más favorables, pero ignoraba qué había sido de él cuando acabaron el colegio, y se llevó una impresión tremenda al ver en la prensa que era él el hombre que habían encontrado asesinado en un trastero del sótano del hotel.
Sigurdur Óli escuchaba todo aquello con la mente en otro sitio. La mayor parte de aquellas cosas ya las había oído de labios de otros compañeros de colegio de Gudlaugur. Cuando la mujer terminó de hablar, le preguntó si conocía el mote que le pusieron a Gudlaugur de niño para burlarse de él. Ella no lo recordaba en absoluto, pero añadió, al ver que Sigurdur Óli se disponía a marcharse, que mucho tiempo atrás había oído algo sobre Gudlaugur que podía interesar a la policía, si es que no lo sabía ya.
– ¿De qué se trata? -preguntó Sigurdur Óli, que ya se había puesto en pie.
Se lo contó, y se alegró al comprobar que había despertado el interés del policía.
– ¿Y ese hombre sigue vivo? -preguntó Sigurdur Óli a la mujer, que aseguró no saberlo a ciencia cierta, aunque le dio el nombre. Se levantó, hojeó el listín telefónico y en él pudo encontrar el nombre y la dirección. Vivía en Reikiavik. Se llamaba Baldur.
– ¿Seguro que es ese hombre? -preguntó Sigurdur Óli.
– No lo sé exactamente -dijo la mujer, y sonrió como si esperara haber sido una gran ayuda-. Todo el mundo hablaba de ello -añadió.
Sigurdur Óli decidió ir rápidamente a la capital con la esperanza de que el hombre estuviera en casa. Ya era algo tarde. El tráfico de entrada en Reikiavik era muy denso, y en el camino, Sigurdur Óli llamó a Bergthóra, que…
– ¿Quieres ir al grano? -dijo Erlendur, impaciente, interrumpiendo el relato de Sigurdur Óli.
– No, esto te afecta -dijo Sigurdur Óli, y una sonrisita burlona se dibujó en sus labios-. Bergthóra quería saber si ya te había invitado a pasar la Nochebuena con nosotros, en casa. Le dije que sí, pero que aún no me habías dado una respuesta.
– Pasaré la Nochebuena en mi casa con Eva Lind -dijo Erlendur-. Esa es la respuesta. ¿Quieres ir ya al grano?
– OK -dijo Sigurdur Óli.
– Y deja de decir OK.
– OK.
Baldur vivía en una elegante casa de madera del barrio de Thingholt y acababa de llegar a casa del trabajo: era arquitecto. Sigurdur Óli tocó el timbre y se presentó como policía de la brigada de homicidios, y le informó de que estaba allí en relación con el asesinato de Gudlaugur Egilsson. El hombre no mostró asombro ninguno. Miró a Sigurdur Óli de arriba abajo, sonrió y lo invitó a entrar.
– A decir verdad, te estaba esperando -dijo-, o a alguno de vosotros. Estaba pensando en ponerme en contacto con vosotros, pero lo he ido retrasando. Nunca es divertido hablar con la policía. -Sonrió de nuevo, esperó a que Sigurdur Óli se quitara el abrigo, y él mismo lo colgó.
Allí dentro todo estaba en perfecto orden. Había velas encendidas en el salón, y el árbol de Navidad parecía recién decorado. El hombre le ofreció un licor a Sigurdur Óli, pero éste no lo aceptó. Era un hombre delgado, de talla mediana y rostro jovial. El cabello había empezado a clarear pero se lo había teñido de rojo en un intento de sacarle el máximo partido. Sigurdur Óli creyó reconocer la voz de Frank Sinatra procedente de los pequeños altavoces del salón.
– ¿Y por qué nos esperabas, a mí o a otros policías? -preguntó Sigurdur Óli, sentándose en un gran sofá rojo.
– Por Gulli -dijo el hombre, que se sentó frente a él-. Sabía que lo descubriríais.
– ¿El qué? -preguntó Sigurdur Óli.
– Que yo estaba con Gulli en los viejos tiempos -dijo el hombre.
– ¿Qué quiere decir que estaba con Gudlaugur en los viejos tiempos? -preguntó Erlendur, volviendo a interrumpir el relato-. ¿A qué se refería?
– Lo expresó con esas palabras -dijo Sigurdur Óli.
– ¿Que estaba con Gudlaugur?
– Sí.
– ¿Y eso qué significa?
– Que estaban juntos.
– ¿Quieres decir que Gudlaugur era…? -Una plétora de pensamientos atravesó la mente de Gudlaugur como si se tratara de rayos, y se detuvieron en el duro gesto de la hermana de Gudlaugur y de su padre, en la silla de ruedas.
– Eso dice el tal Baldur -repitió Sigurdur Óli-. Pero Gudlaugur no quería que nadie lo supiese.
– ¿No quería que nadie supiese la existencia de esa relación?
– Quería mantener en secreto su homosexualidad.
El hombre de Thingholt le explicó a Sigurdur Óli que su relación con Gudlaugur había empezado cuando tenían veinticinco años de edad. Eran los años de las discotecas y el hombre tenía alquilado un apartamento en un sótano en el barrio de Vogar. Ninguno de los dos había salido del armario. En aquel entonces, se veía la homosexualidad de un modo muy diferente a como se ve ahora, dijo con una sonrisa. Pero las cosas estaban empezando a cambiar.
– Y no es que viviéramos juntos -añadió Baldur-. En esa época, los hombres no podían vivir juntos como hoy, sin que aquello se convirtiese en la comidilla de todos. En aquellos años, la vida era imposible para los homosexuales en Islandia. La mayoría se marchaban del país, como quizá sepas. Digamos que venía de visita muchas veces a mi casa. Se quedaba a dormir aquí. Tenía una habitación en Vesturbaer y yo fui allí un par de veces, pero no era lo suficientemente ordenado para mi gusto y dejé de ir. Casi siempre estábamos en mi casa.
– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Sigurdur Óli.
– En aquellos días había lugares donde nos reuníamos los gays. Uno estaba justo al lado del centro, no muy lejos de aquí, de Thingholt. No era un local de esparcimiento, sino un centro de reunión que teníamos en un domicilio particular. En las discotecas te podías esperar cualquier cosa, y había veces que te echaban por bailar con otros hombres. El domicilio en cuestión servía un poco de todo, de café, de albergue, de club nocturno, de centro de información, de oasis. Él fue por allí una tarde con un conocido suyo. Fue la primera vez que lo vi. Perdona, qué mal anfitrión soy, ¿te apetece un café?
Sigurdur Óli miró el[reloj.
– A lo mejor tienes mucha prisa -dijo el hombre reeducándose con mucho cuidado una mecha de cabello teñido.
– No, no es eso, aceptaría un té si tienes -dijo Sigurdur Óli pensando en Bergthóra. Se pondría de mal humor si llegaba tarde a casa. Era muy detallista en lo concerniente a los horarios, y si se retrasaba demasiado se lo haría pagar con un largo enfado.
El hombre fue a la cocina a prepararle un té.
– Era terriblemente reprimido -dijo desde la cocina, alzando la voz para que Sigurdur Óli le oyera mejor-. A veces me daba la sensación de que se odiaba por su homosexualidad. Como si aún no la hubiera aceptado plenamente. Creo que incluso utilizó su relación conmigo para dar un paso adelante. Aún estaba buscando su identidad, pese a la edad que tenía. Claro que eso no es nada nuevo. Hay gente que sale del armario después de cumplir los cincuenta, y algunos hasta han estado casados y han tenido cuatro hijos.
– Sí, es una cosa muy complicada -dijo Sigurdur Óli, que no tenía ni idea del asunto.
– Así es, cariño. Lo querrás fuerte, ¿no?
– ¿Estuvisteis mucho tiempo juntos? -preguntó Sigurdur Óli, y añadió que prefería el té bien fuerte.
– Pues unos tres años, pero en los últimos tiempos nos veíamos muy de vez en cuando.
– ¿Y no has estado en contacto con él desde entonces?
– No. Sabía algo de él, más o menos -dijo el hombre, que volvió a entrar en el salón-. El mundo de los gays no es tan grande en este país.
– ¿Hasta qué punto era reprimido? -preguntó Sigurdur Óli mientras el hombre ponía las tazas sobre la mesa. Había traído un cuenco con un tipo de galletitas que Sigurdur Óli conocía bien, porque Bergthóra también las preparaba todas las navidades. Intentó recordar el nombre pero no lo consiguió.
– Era muy misterioso y rara vez se abría, solo cuando nos emborrachábamos, pero había algo que tenía que ver con su padre. No se veían nunca, pero lo echaba terriblemente de menos, y también a su hermana mayor, que se había puesto en su contra. Su madre había muerto muchos años antes de que nos conociéramos, pero hablaba muchísimo de ella. Podía hablar durante horas de su madre, lo que me resultaba un tanto cansino, si quieres que te diga la verdad.
– ¿Cómo es que su hermana se puso en su contra?
– Hace ya mucho tiempo, y nunca me lo explicó con detalle. Lo único que sé es que él luchaba contra lo que él mismo era. ¿Sabes a lo que me refiero? Cómo si hubiera tenido que ser otra persona, en vez de ser como era.
Sigurdur Óli sacudió la cabeza.
– Le parecía algo sucio. Algo antinatural, eso de ser homosexual.
– ¿Y luchaba contra ello?
– Sí, y a la vez no. Tenía sentimientos contradictorios. Creo que no sabía realmente de qué pie cojeaba. El pobre. Tenía una baja autoestima. A veces creo que incluso se odiaba a sí mismo.
– ¿Conocías su pasado de niño prodigio?
– Sí -dijo el hombre, poniéndose en pie. Fue a la cocina, regresó con una humeante tetera y llenó las tazas. Volvió a llevar la tetera a la cocina, y se pusieron a beber el té.
– ¿Crees que podrías desembuchar más deprisa? -le dijo Erlendur a Sigurdur Óli sin ocultar su impaciencia; estaba sentado a la mesa de la habitación escuchando el relato.
– Estoy intentando ser lo más preciso posible -dijo Sigurdur Óli, mirando otra vez su reloj. Ya llevaba un retraso de cuarenta y cinco minutos sobre la hora a la que habría tenido que estar en casa con Bergthóra.
– Venga, venga, continúa…
– ¿Hablaba alguna vez de cuando era niño prodigio? -preguntó Sigurdur Óli, dejando la taza y alargando la mano para coger una galletita.
– Decía que había perdido la voz -respondió Baldur.
– ¿Y lo lamentaba mucho?
– Terriblemente. Sucedió en el peor momento, pero no quiso contármelo. Decía que en el colegio se burlaban de él porque era famoso, y que eso le hacía sentirse muy mal. Pero él nunca usaba la palabra «famoso». Él no pensaba en ser famoso. Pero su padre sí quería que lo fuese, y desde luego estuvo a punto de conseguirlo. Pero se sentía incómodo, y encima empezó a percibir ese rasgo suyo: el homosexual que había en él empezó a aflorar. Pero no tenía muchas ganas de hablar de ello. Y no quería hablar de su familia de ningún modo. Toma otra galleta.
– No, gracias -dijo Sigurdur Óli-. ¿Sabes de alguien que hubiera querido matarlo? ¿De alguien que le quisiera mal?
– ¡No, por Dios! Era terriblemente comedido y nunca le hizo daño ni a una mosca. No sé quién puede haberlo hecho. El buen hombre, acabar así. ¿Habéis avanzado en la investigación?
– No -dijo Sigurdur Óli-. ¿"Has escuchado sus discos, o los tienes?
– Eso sí -respondió el hombre-. Es maravilloso. Canta de una forma divina. Creo que no he oído nunca a un niño cantar mejor.
– Y de mayor, cuando lo conociste, ¿estaba orgulloso de su voz?
– Nunca se escuchaba. No quería oír los discos. Jamás. No lo conseguí, por mucho que lo intenté.
– ¿Por qué no?
– Fue absolutamente imposible. Nunca me dio una explicación, solo que no quería escuchar sus discos.
Baldur se levantó y se dirigió a un armario del salón, sacó dos discos de Gudlaugur y los puso en la mesa, delante de Sigurdur Óli.
– Me los dio cuando lo ayudé a mudarse.
– ¿A mudarse?
– Perdió la habitación que tenía en Vesturbaer y me pidió que le ayudara con la mudanza. Había conseguido otra habitación y se llevó todos sus trastos. En realidad no tenía más que los discos.
– ¿Tenía muchos?
– Sí, un buen montón.
– ¿Escuchaba algún tipo de música en particular? -preguntó Sigurdur Óli, por preguntar algo.
– No, entiéndeme -dijo Baldur-. Todos los discos eran los mismos. Estos -señaló los dos discos de Gudlaugur-. Tenía un buen montón de estos discos. Dijo que había comprado todas las copias sobrantes de los dos.
– ¿Tenía cajas enteras de esos discos? -dijo Sigurdur Óli sin ocultar su excitación.
– Sí, al menos dos.
– ¿Sabes dónde pueden haber ido a parar?
– ¿Yo? No, no tengo ni idea. ¿Tienen algún interés esos discos hoy en día?
– Conozco a un inglés que habría podido matar por ellos -dijo Sigurdur Óli, y el rostro de Baldur dibujó una señal de interrogación.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada -dijo Sigurdur Óli mirando su reloj-. Tengo que marcharme -dijo-. Quizá necesite volver a ponerme en contacto contigo más adelante si necesito algún detalle más. Y no estaría mal que me llamaras si recuerdas algo, por insignificante que sea.
– A decir verdad, en aquellos tiempos no había mucho donde elegir -dijo el hombre-. Todo lo contrario que hoy, cuando uno de cada dos hombres es gay o siente deseos de serlo. -Sonrió a Sigurdur Óli, y a éste se le atragantó el té.
– Perdón -dijo Sigurdur Óli.
– Es un poco fuerte.
Sigurdur Óli se puso en pie, Baldur lo imitó y lo acompañó a la puerta.
– Sabemos que se burlaban de Gudlaugur en el colegio -dijo Sigurdur Óli cuando se estaban despidiendo-, y que le pusieron un mote. ¿Recuerdas si alguna vez te habló de ello?
– Era muy evidente que lo acosaban porque estaba en un coro, cantaba muy bien y no jugaba al fútbol, y porque en muchas cosas era como una niña, claro. Por lo que me decía, colegí que quizá nunca se había sentido muy seguro en sus relaciones con los demás. Me hablaba de eso como si le pareciesen comprensibles los motivos por los que se burlaban de él. Pero no recuerdo que mencionara ningún mote especial… -Baldur vaciló.
– ¿Sí? -dijo Sigurdur Óli.
– Cuando estábamos juntos, ya sabes…
Sigurdur Óli sacudió la cabeza sin comprender.
– En la cama…
– ¿Sí?
– A veces quería que lo llamase «mi pequeña princesa» -dijo Baldur, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
Erlendur clavó la mirada en Sigurdur Óli.
– ¿Mi pequeña princesa?
– Eso dijo -Sigurdur Óli se levantó de la cama de Erlendur-. Y ahora tengo que marcharme. Bergthóra estará furiosa. ¿Así que pasarás las navidades en tu casa?
– ¿Y qué fue de los discos de las cajas? -dijo Erlendur-. ¿Dónde podrían haber ido a parar?
– Ese hombre no tenía ni idea al respecto.
– ¿La pequeña princesa? ¿Cómo la película de Shirley Temple? ¿Qué tiene que ver? ¿Te lo explicó el individuo ese?
– No, él tampoco sabía lo que significaba.
– No tiene por qué significar nada especial -dijo Erlendur, como hablando consigo mismo-. Jerga de gays que nadie entiende. A lo mejor nada especialmente extraño. Así que, bueno, ¿resulta que se odiaba a sí mismo?
– Baja autoestima -dijo su amigo-. Contradictorio.
– ¿Por sus inclinaciones homosexuales o por alguna otra cosa?
– No lo sé.
– ¿No se lo preguntaste?
– Siempre podemos hablar otra vez, pero no parece saber demasiado de Gudlaugur.
– Y nosotros tampoco -dijo Erlendur con voz apagada-. Si hace veinte o treinta años quería ocultar que era homosexual, ¿habrá seguido ocultándolo después?
– Buena pregunta.
– Aún no he hablado con nadie que dijera que él fuera gay.
– Sí, bueno, tengo que decirte adiós -dijo Sigurdur Óli poniéndose en pie-. ¿Algo más por hoy?
– No -dijo Erlendur-. Perfecto. Gracias por la invitación, dale recuerdos a Bergthóra y trata de portarte bien con ella.
– Siempre lo hago -dijo Sigurdur Óli, marchándose a toda prisa. Erlendur miró su reloj y vio que ya era hora de la cita con Valgerdur. Sacó del aparato la última cinta de vídeo y la puso en lo alto del montón. En ese momento empezó a sonar el móvil.
Era Elínborg. Dijo que había hablado con el fiscal del caso del padre que agredió a su hijo.
– ¿Cuántos años creen que le caerán? -preguntó Erlendur.
– Creen que hasta pueden absolverlo -dijo Elínborg-. No lo condenarán si mantiene su historia. Basta con que lo niegue todo. No tendrá que pasar ni un minuto encerrado.
– ¿Y las pruebas? ¿Las huellas de la escalera? ¿La botella de Drambuie? Todas apuntan a…
– No sé para qué nos dedicamos a esto. Ayer juzgaron un caso de agresión con violencia. Un hombre fue apuñalado varias veces con un cuchillo. Al agresor le cayeron ocho meses de prisión, cuatro de ellos en libertad bajo palabra, lo que quiere decir que pasará dos meses en la cárcel. ¿Quién puede entender algo así?
– ¿Y le devolverán la custodia del niño?
– Seguramente. Lo único positivo, si se puede llamar positivo, es que el chico parece echar realmente de menos a su padre. Es lo que no consigo entender. ¿Cómo puede estar tan colgado de su padre si le golpea de ese modo? No lo entiendo. Tiene que faltar algo. Algo que hayamos pasado por alto. Esto carece de sentido.
– Hablaré contigo más tarde -dijo Erlendur mirando el reloj. Ya había pasado la hora de su cita con Valgerdur-. ¿Podrías hacerme un favor? Stefanía dijo que había estado en el hotel con una amiga, el otro día. ¿Quieres hablar con esa mujer y confirmarlo? -Erlendur le dio el nombre de la mujer.
– ¿No piensas dejar el hotel e irte a casa? -preguntó Elínborg.
– Deja ya de darme la tabarra -exclamó Erlendur, y colgó.
Cuando Erlendur bajó al vestíbulo vio a Rósant, el maître. Vaciló, sin saber si debería dar el siguiente paso. Probablemente, Valgerdur ya habría llegado al hotel. Erlendur miró el reloj, hizo una mueca y se dirigió hacia el maître. No le llevaría mucho tiempo.
– Háblame de las putas -le dijo sin previas formalidades, mientras Rósant hablaba con voz servicial con dos huéspedes del hotel. Saltaba a la vista que eran islandeses, porque lo miraron atónitos y luego a Rósant, con cierta expectación.
Rósant sonrió y su bigotito se alzó. Pidió cortésmente excusas a los huéspedes y acompañó a Erlendur a un lugar más apartado.
– Lo que hace a un hotel son las personas, y hemos de conseguir que se encuentren a gusto, ¿no se trataba de una imbecilidad por el estilo? -dijo Erlendur.
– No es ninguna imbecilidad. Es lo que nos enseñaban en la escuela de hostelería.
– ¿También os enseñaban que los maitres tienen que ser proxenetas?
– No sé de qué me estás hablando.
– No, claro, pero te lo diré. Tú diriges un pequeño prostíbulo en este hotel.
Rósant sonrió.
– ¿Un prostíbulo? -dijo.
– ¿Vuestro prostíbulo tiene alguna relación con la muerte de Gudlaugur?
Rósant sacudió la cabeza.
– ¿Quién estaba con Gudlaugur cuando lo mataron?
Se miraron a los ojos, hasta que Rósant apartó la mirada.
– Nadie que yo conozca -dijo al fin.
– ¿No serías tú mismo?
– Uno de vosotros me tomó declaración. Tengo una coartada.
– ¿Gudlaugur andaba con putas?
– No. Y yo no tengo putas a mi cargo. No sé de dónde has sacado esa información sobre putas y robos en la cocina. No son más que mentiras. Yo no soy un chulo.
– Pero…
– Tenemos ciertas informaciones a disposición de nuestros clientes masculinos. Para extranjeros que asisten a congresos. También para islandeses. Ellos desean compañía y nosotros intentamos ayudarlos. Si conocen a alguna bella mujer en el bar del hotel y les va bien…
– Entonces todos contentos. ¿Los clientes se muestran agradecidos?
– Mucho.
– De modo que, a fin de cuentas, sí que eres un proxeneta, en cierto modo -dijo Erlendur.
– Yo…
– Es increíble cómo consigues que parezca romántico todo esto. El director del hotel está contigo en el asunto. ¿Y el jefe de recepción?
Rósant vaciló.
– ¿Qué hay del jefe de recepción? -preguntó Erlendur.
– Él no comparte nuestros deseos de satisfacer las diversas necesidades de los clientes.
– Las diversas necesidades de los clientes -lo imitó Erlendur-. ¿Dónde se aprende a hablar así?
– En la escuela de hostelería.
Erlendur miró su reloj.
– ¿Y no chocan las ideas del jefe de recepción con las tuyas?
– En ocasiones se producen confrontaciones de pareceres.
Erlendur recordó que el recepcionista había negado que hubiera putas en el hotel, y pensó que probablemente él sería el único de los cargos superiores que intentaba defender la buena imagen del hotel.
– Pero tú intentas solucionar los problemas, ¿no?
– No sé de qué me estás hablando.
– ¿Os resulta una gran molestia ese hombre?
Rósant no respondió.
– Tú fuiste el que le mandaste aquella puta, ¿verdad? Algo así como una pequeña advertencia por si se le ocurría andar contándolo por ahí. Tú habías salido de fiesta, lo viste y le enviaste a una de tus putas.
Rósant vaciló.
– No tengo ni idea de lo que me estás hablando -repitió.
– No, claro que no.
– Es que es tan terriblemente honrado -dijo Rósant, su bigotito se levantó en una sonrisa burlona casi imperceptible-. No es capaz de entender que es mejor que este asunto lo llevemos nosotros mismos.
Valgerdur estaba esperando a Erlendur en el bar. Estaba igual que en su último encuentro, cuidadosamente maquillada para destacar los rasgos del rostro, vestida con una camisa de seda blanca debajo de una chaqueta de cuero negro. Se dieron la mano y ella sonrió vacilante. Erlendur pensó que a lo mejor aquel encuentro sería como un nuevo comienzo en su relación. No era capaz de adivinar qué querría de él, era como si hubiera dicho la palabra final sobre la relación cuando se despidieron en el vestíbulo del hotel. La mujer sonrió y preguntó si podía invitarle a algo del bar, o si estaba de servicio.
– En las películas, los polis nunca pueden beber cuando están de servicio -dijo.
– Yo no voy al cine -dijo Erlendur, sonriente.
– No -dijo ella-. Lees libros sobre accidentes y muertes.
Se sentaron en un rincón del bar y miraron en silencio el movimiento de los clientes. A medida que se iba aproximando la Navidad, Erlendur tenía la sensación de que aumentaba el ruido que producían los huéspedes, las canciones navideñas sonaban sin pausa en la red de altavoces, y los extranjeros acarreaban paquetes muy adornados y bebían cerveza como si no supieran que era más cara que en cualquier otro sitio de Europa, si no del mundo entero.
– Al fin conseguisteis tomar las muestras a Wapshott -dijo.
– ¿Pero qué clase de tío es ese? Tuvieron que tirarlo al suelo y abrirle la boca a la fuerza. Era penoso ver cómo se movía, cómo peleaba contra todos los que había en la celda.
– No me aclaro muy bien con él -dijo Erlendur-. No sé que está haciendo exactamente aquí y no tengo ni idea de lo que oculta.
No quería entrar en más detalles sobre Wapshott, ni referirse a la pornografía infantil ni a los juicios por delitos sexuales en el Reino Unido. No le parecía apropiado hablar de ello con Valgerdur, aparte de que Wapshott, pese a todo, tenía pleno derecho a que no le contasen su vida privada al primero que apareciera por allí.
– Supongo que tú estarás mucho más acostumbrado que yo a esas cosas -dijo Valgerdur.
– Yo nunca le he tomado una muestra de saliva a alguien tirado en el suelo mientras se retuerce y vocifera.
Valgerdur rió.
– No era de eso de lo que quería hablar -dijo-. No había salido así con nadie que no fuera mi marido durante… creo que treinta años. Así que tendrás que perdonarme si parezco… patosa.
– Pues entonces somos igual de patosos -dijo Erlendur-. Yo tampoco tengo mucha experiencia. Pronto hará un cuarto de siglo que me divorcié de mi mujer. Las mujeres de mi vida se pueden contar con tres dedos de la mano.
– Creo que me voy a divorciar de él -dijo Valgerdur con tristeza, y Erlendur la miró.
– ¿Qué quieres decir? -dijo-. ¿Te vas a divorciar de tu marido?
– Creo que todo ha acabado ya entre nosotros, y quería pedirte perdón.
– ¿A mí?
– Sí, a ti -dijo Valgerdur-. Soy idiota -suspiró-. Pensaba utilizarte para vengarme de él.
– No comprendo adonde quieres llegar -dijo Erlendur.
– Yo tampoco lo sé demasiado bien. Ha sido horrible desde que me enteré.
– ¿De qué?
– De que me engaña.
Lo dijo como si estuviera hablando de una realidad con la que no tenía más remedio que vivir, y Erlendur no comprendía cuáles eran sus sentimientos en aquel momento. En sus palabras solo halló el vacío.
– No sé ni cuándo ni por qué empezó -dijo ella.
Calló y Erlendur no supo qué decir, así que guardó silencio él también.
– ¿Tú engañabas a tu mujer? -preguntó ella de repente.
– No -dijo Erlendur-. No tuvo nada que ver con algo por el estilo. Éramos jóvenes y no teníamos nada en común.
– Nada en común -repitió Valgerdur, con la mente en algún otro sitio-. ¿Qué es tener algo en común?
– ¿Y tienes intención de separarte de él?
– Estoy intentando poner en orden las cosas -dijo-. Quizá dependerá también de lo que haga él.
– ¿Qué clase de infidelidad es la suya?
– ¿Qué clase? ¿Es que hay diferencia entre una infidelidad y otra?
– ¿Ha sido cosa de muchos años seguidos, o es algo reciente? ¿O quizás ha estado con más de una?
– Dice que lleva dos años con la misma mujer. No he sido capaz de preguntarle por el pasado, ni si ha habido otras mujeres, de las que yo no sepa nada. Nunca se sabe. Una confía en su gente, en su marido, hasta que un día él se pone a hablar del matrimonio y dice que conoce a esa mujer y que lleva dos años con ella, y una se siente como una idiota. No tienes ni idea de lo que te está diciendo. Y luego resulta que han estado viéndose en hoteles como este…
Valgerdur calló.
– ¿Está casada esa mujer? -preguntó Erlendur.
– Divorciada. Es cinco años más joven que él.
– ¿Te ha dado alguna explicación por su infidelidad? ¿Por qué…?
– ¿Quieres decir que si es culpa mía? -le interrumpió Valgerdur.
– No, yo preten…
– A lo mejor es culpa mía -dijo ella-. No lo sé. No ha aparecido ninguna explicación. Solo enfado e incomprensión, creo.
– ¿Y vuestros dos hijos?
– No les hemos dicho nada. Ninguno de los dos vive ya en casa. Quizá sea esa la explicación. Muy poco tiempo para nosotros mientras estaban en casa, demasiado tiempo desde que se marcharon. Tal vez acabamos convirtiéndonos en unos desconocidos el uno para el otro, después de tantos años.
Callaron.
– No necesitas pedirme disculpas, en absoluto -dijo Erlendur finalmente, mirándola-. De ninguna manera. Soy yo quien tendría que pedirte excusas por no haber sido sincero contigo. Por mentirte.
– ¿Por mentirme? ¿A mí?
– Preguntaste por qué tenía tanto interés por las muertes en las montañas, por los que se extravían en páramos y barrancos, y no te dije la verdad. Es porque casi nunca he hablado de ello y me cuesta mucho hacerlo, supongo. Tengo la sensación de que es algo que no le importa a nadie. Ni siquiera a mis hijos. Mi hija corrió peligro de muerte y pensé que se iba a morir; solo entonces sentí la necesidad de hablarle de ello. De contárselo todo.
– ¿Hablar de qué? -preguntó Valgerdur con gran tacto-. ¿De algo que sucedió?
– Mi hermano se perdió en la montaña -dijo Erlendur-. Cuando tenía ocho años. Jamás lo encontraron.
Le había dicho en voz alta a una mujer completamente desconocida en el bar de un hotel lo que había guardado oculto en su corazón desde que podía recordar. Quizá se trataba de un sueño largamente ansiado. Quizá ya no quería continuar sintiéndose solo en medio de la ventisca.
– Hay un relato que habla de nuestro caso en uno de esos libros sobre personas desaparecidas que estoy siempre leyendo -continuó-. Un relato de lo que sucedió cuando mi hermano se extravió, de la búsqueda y del profundo dolor que se abatió sobre toda la familia. Una descripción curiosamente exacta, tomada de labios de una de las personas más importantes de la comarca, y escrita por un amigo de mi padre. Aparecen nuestros nombres y todos los detalles sobre nuestra forma de vivir y la reacción de mi padre, que parecía extraña, porque quedó hundido en la más absoluta desesperación y atenazado por un terrible sentimiento de culpa; se recluyó en su habitación, sentado, con la mirada perdida, y no se movió mientras los demás hacían todo lo posible por encontrar al niño. No nos pidieron permiso para editar el relato, y mis padres se sintieron profundamente heridos. Te lo puedo enseñar, si quieres.
Valgerdur asintió.
Erlendur empezó a contárselo. Ella le escuchaba en silencio, y cuando acabó su relato, se echó hacia atrás en su silla y suspiró.
– Entonces, ¿nunca lo encontrasteis? -dijo.
Erlendur sacudió la cabeza.
– Mucho tiempo después de que sucediera eso, e incluso a veces hoy día, me imagino que no está muerto. Que pudo bajar del páramo, perdido y amnésico, y que un día me encontraré con él por casualidad. A veces lo busco entre la gente e intento imaginar qué aspecto tendría ahora. No es una reacción excepcional, cuando no se han hallado los restos mortales. Lo sé por la policía. La gente se aferra a la esperanza cuando ya no queda nada más.
– Os queríais mucho tu hermano y tú -dijo Valgerdur.
– Nos llevábamos muy bien -dijo Erlendur.
Estaban sentados en silencio viendo el ajetreo del hotel, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Los vasos estaban vacíos y a ninguno de los dos se le ocurrió pedir más bebidas. Transcurrió así un tiempo considerable, hasta que Erlendur carraspeó, se inclinó hacia ella y con un tono vacilante le hizo la pregunta que le rondaba desde que ella empezó a hablar de la infidelidad de su esposo.
– ¿Sigues queriendo vengarte de él?
Valgerdur lo miró y asintió con la cabeza.
– Pero no todavía -dijo-. No puedo…
– No -dijo Erlendur-. Tienes razón. Claro.
– Cuéntame alguna de esas desapariciones que te interesan. De las que estás siempre leyendo.
Erlendur sonrió, pensó durante unos instantes y empezó a contarle una desaparición que se produjo a la vista de todos; la historia de la desaparición de Jón Bergthórsson, un ladrón de Skagafjórdur.
Había ido a la banquisa del fiordo a coger un tiburón que habían sacado por un agujero en el hielo el día anterior. De pronto empezó a soplar un fuerte viento del sur, se puso a llover, y el hielo se rajó y empezó a desplazarse mar adentro. Era imposible acudir a rescatar a Jón en una barca a causa del empeoramiento del tiempo, y el hielo se alejó hacia la salida del fiordo, empujado por el viento del sur.
La última vez que vieron a Jón fue a través de un catalejo: corría de acá para allá sobre un témpano de hielo que se perdía en el horizonte, hacia el norte.
La tranquila música del bar ejercía un efecto relajante sobre ellos, y permanecieron sentados en silencio hasta que Valgerdur se inclinó hacia él y le tomó la mano.
– Es mejor que me marche ya -dijo.
Erlendur asintió con la cabeza y los dos se pusieron en pie. Ella le besó en la mejilla y durante un instante se arrimó a él.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que Eva Lind había entrado en el bar y los miraba desde lejos. Los vio levantarse, vio que ella le besaba y parecía arrimarse a él. Eva Lind dio un respingo y se acercó a ellos con rapidez.
– ¿Quién cono eres tú, tía? -dijo Eva, mirándolos a los dos fijamente.
– Eva -dijo Erlendur secamente, sorprendido de ver a su hija en el bar así, de repente-. Sé amable.
Valgerdur alargó la mano. Eva Lind recorrió a la mujer con la mirada y luego la dirigió a la mano extendida. Erlendur miró a una y a la otra, y finalmente clavó los ojos en Eva.
– Se llama Valgerdur y es una buena amiga -dijo.
Eva Lind miró a su padre y luego otra vez a Valgerdur, pero no aceptó su mano. Valgerdur sonrió incómoda y dio medio vuelta. Erlendur la vio salir del bar y siguió mirándola mientras cruzaba el vestíbulo. Eva Lind se acercó a él.
– ¿Esto qué es? -dijo-. ¿Andas comprando tías en el bar?
– ¡Qué descarada eres! -exclamó Erlendur-. ¿Cómo se te ocurre comportarte de esta forma? Esto no es asunto tuyo. ¡Déjame en paz, cono!
– ¡Vaya! ¡Tú puedes andar metiendo las narices en mis asuntos todo el puto día y yo no puedo saber con quién follas tú en el hotel!
– ¡Deja de decir barbaridades! ¿Por qué te crees que puedes hablarme así?
Eva Lind calló, pero miró furiosa a su padre. Él clavó los ojos en ella con idéntico enfado.
– ¡¿Qué cono quieres de mí, niña?! -le gritó, y luego echó a correr detrás de Valgerdur. Ya había salido del hotel, y a través de la puerta giratoria la vio entrar en un taxi. Cuando llegó a la acera, delante del hotel, vio los rojos pilotos traseros del taxi alejarse y desaparecer por la esquina.
Erlendur se quedó mirando el taxi y maldijo en silencio. No le apetecía nada volver al bar, donde le esperaba Eva Lind, y con la mente en otro sitio entró y bajó por la escalera hacia el sótano, sin darse cuenta de lo que hacía hasta que se encontró en el pasillo del cuchitril de Gudlaugur. Encontró un interruptor, lo pulsó y las escasas bombillas que aún funcionaban arrojaron sobre el pasillo una fúnebre claridad. Fue hasta el cuartucho, abrió la puerta y encendió la luz. El póster de Shirley Temple apareció ante sus ojos.
La pequeña princesa.
Oyó pasos ligeros en el pasillo y supo quién era antes de que Eva Lind apareciese por la puerta.
– La de arriba me dijo que te había visto bajar al sótano -dijo Eva mirando la habitación. Sus ojos se detuvieron en la mancha de sangre de la cama-. ¿Fue aquí donde sucedió? -preguntó.
– Sí -dijo Erlendur.
– ¿Qué póster es ese?
– No lo sé -dijo Erlendur-. No comprendo cómo puedes comportarte así. No debiste llamarla «tía» y negarte a darle la mano. Ella no te ha hecho nada.
Eva Lind calló.
– Debería darte vergüenza -dijo Erlendur.
– Perdona -dijo Eva.
Erlendur no respondió. Estaba allí, en pie, contemplando el póster. Shirley Temple con un precioso vestido de verano y un lazo en el pelo, sonriendo en colores. The Little Princess. Filmada en 1939, sobre una historia de Francés Hodgson Burnett. Temple hacía el papel de una niña muy despierta a la que mandaban a un internado de Londres porque su padre tenía que viajar al extranjero; y la abandonaba en manos del severo director del centro.
Sigurdur Óli había buscado datos sobre la película en internet. La información disponible no les desveló el motivo por el que Gudlaugur guardaba aquel póster colgado en su cuarto.
La pequeña princesa, pensó Erlendur.
– De pronto me puse a pensar en mamá -dijo Eva Lind detrás de él-. Cuando vi a esa mujer contigo en el bar. Y en Sindri y en mí, por quienes no has mostrado nunca el más mínimo interés. Me puse a pensar en todos nosotros. En nosotros como familia, porque se mire como se mire seguimos siendo una familia. Al menos, así es como yo lo veo.
Erlendur se volvió hacia ella.
– No comprendo por qué nos abandonaste -continuó Eva-. Sobre todo a mí y a Sindri. No consigo entenderlo. Y tú no ayudas mucho, precisamente. Nunca quieres hablar de nada que tenga que ver contigo. Nunca dices nada. Es como hablar con una pared.
– ¿Por qué necesitas explicaciones para todo? -dijo Erlendur-. Hay cosas que no tienen explicación. Y cosas que no necesitan explicarse.
– ¡Ya habló el madero!
– La gente habla demasiado -dijo Erlendur-. Deberían callar más. Sería mejor para ellos.
– Estás hablando de criminales. Siempre estás pensando en crímenes. ¡Nosotros somos tu familia!
Callaron.
– Probablemente cometí un error -dijo luego Erlendur-. No con vuestra madre, creo. Aunque tal vez sí. No lo sé. La gente se divorcia, y a mí me resultaba insoportable la vida con ella. Pero seguramente hice mal con Sindri y contigo. Y quizá no me di cuenta hasta que tú me encontraste y luego empezaste a visitarme, y algunas veces traías a tu hermano. No me había dado cuenta cabal de que tenía dos hijos con los que no había estado en contacto en toda su infancia y que, siendo tan jóvenes aún, estaban llevando ya una vida caótica, y empecé a darle vueltas a la idea de si mi indiferencia habría podido ser la causa de aquello. He pensado mucho en por qué fueron así las cosas. Igual que tú, exactamente igual. Por qué no acudí a los tribunales para conseguir un régimen de visitas y por qué no peleé como una fiera para teneros conmigo. O por qué no intenté hablar con vuestra madre para llegar a un acuerdo. O simplemente, presentarme en la puerta de vuestro colegio y raptaros.
– Simplemente, porque no sentías el más mínimo interés por nosotros -dijo Eva Lind-. ¿No es esa la realidad?
Erlendur calló.
– ¿No es esa la realidad? -repitió Eva.
Erlendur sacudió la cabeza.
– No -dijo-. Me gustaría que todo fuera más sencillo.
– ¿Sencillo? ¿Qué quieres decir?
– Creo…
– ¿Qué?
– No sé cómo expresarlo. Creo…
– Sí.
– Creo que yo también me morí en el páramo.
– ¿Cuándo murió tu hermano?
– Es difícil explicarlo, y puede que hasta imposible. Tal vez sea imposible explicar todas las cosas, y quizá haya algunas cosas que es mejor dejarlas sin explicar.
– ¿Qué quiere decir eso de que te moriste en el páramo?
– Yo no soy… había algo en mí que murió.
– Quieres…
– Me encontraron y me salvé, pero también estaba muerto. Murió algo dentro de mí. Algo que tenía antes. No sé exactamente lo que era. Mi hermano murió y creo que algo murió también en mí. Siempre pensé que era responsabilidad mía cuidarlo, y que le fallé. Así me he sentido siempre, desde entonces. He tenido sentimiento de culpa porque fui yo, y no él, quien sobrevivió. Desde entonces evité responsabilizarme de nadie. Y aunque no puedo afirmar que a mí me abandonaran, como hice yo con Sindri y contigo, era como si yo ya no tuviera ninguna importancia. No sé si es cierto, y nunca podré saberlo, pero es lo que empecé a sentir cuando me bajaron del páramo, y es lo que he sentido desde entonces.
– ¿Durante todos estos años?
– El tiempo no cuenta para los sentimientos.
– ¿Porque fuiste tú y no él quien sobrevivió?
– En lugar de intentar construir algo a partir de esa destrucción, como creo que intenté al conocer a vuestra madre, me enterré más y más profundamente en ella, porque es más cómodo, y porque uno se siente como protegido ahí dentro. Como cuando tú te drogas. Es más cómodo. Es tu refugio. Y como sabes, aunque uno se dé cuenta de que está dañando a otros, uno mismo es lo más importante. Por eso sigues drogándote. Por eso me entierro una y otra vez en la nieve del páramo.
Eva Lind miró fijamente a su padre, y aunque no comprendía plenamente lo que le decía, sí pudo entender que estaba intentando explicarle, con el corazón en la mano, algo que había sido siempre un misterio para ella y que un día la impulsó a buscarlo. Comprendía que había llegado a un lugar que nadie había alcanzado nunca, ni siquiera él mismo, salvo para asegurarse de que todo siguiera oculto.
– ¿Y esa mujer? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Erlendur se encogió de hombros, como si volviera a cerrar la puerta que se había abierto en él.
– No lo sé -dijo.
Los dos callaron un buen rato hasta que Eva Lind dijo que tenía que marcharse y salió al pasillo. No parecía muy segura de qué dirección debía seguir y escrutó la oscuridad del extremo del pasillo; de pronto Erlendur se dio cuenta de que se había puesto a olisquear como un perro.
– ¿Notas el olor? -dijo ella, levantando la nariz al aire.
– ¿Qué olor? -dijo sin comprender nada.
– Un olor como a hachís -dijo Eva.
– ¿Olor a hachís? -dijo Erlendur-. ¿De qué estás hablando?
– Hachís -dijo Eva Lind-. Estoy hablando de hachís. ¿Me estás diciendo que nunca has olido el hachís?
– ¿El hachís?
– ¿No notas el olor?
Erlendur avanzó por el pasillo y empezó también a olisquear el aire.
– ¿Eso es hachís? -dijo.
– Yo debería saberlo, creo -dijo Eva Lind mientras seguía olisqueando.
– Alguien ha estado fumando hachís aquí, y no hace mucho tiempo -añadió.
Erlendur sabía que habían iluminado el final del pasillo cuando estuvieron investigando el escenario del crimen, pero no estaba seguro de que lo hubiera registrado a fondo.
Miró a Eva Lind.
– ¿Hachís?
– El mismo olor -dijo ella.
Volvió a entrar en la habitación, cogió una silla y la puso debajo de una de las bombillas del pasillo que funcionaban, y la desenroscó. La bombilla quemaba, así que tuvo que usar la manga de la chaqueta para sacarla. Encontró una bombilla estropeada en la zona oscura del final del pasillo y la cambió. De pronto, la oscuridad se iluminó y Erlendur saltó de la silla.
Al principio no vieron nada que les llamara la atención, pero luego Eva Lind señaló a su padre lo cuidadosamente limpio que parecía aquel rincón en comparación con el resto del pasillo. Erlendur asintió. Era como si alguien se hubiera dedicado a limpiar hasta la más mínima mancha del suelo, e incluso hubiera fregado las paredes.
Erlendur se puso en cuclillas y examinó el suelo con detenimiento. Los tubos del agua caliente pasaban junto a la pared cerca del suelo, y se puso a cuatro patas para mirar bajo los tubos y entre ellos.
Eva Lind lo vio detenerse y pasar la mano bajo los tubos para coger algo que le había llamado la atención. Se puso en pie, se acercó a ella y le enseñó lo que había encontrado.
– Al principio creí que era una gran caca de rata -dijo sosteniendo un pequeño objeto marrón entre los dedos.
– ¿Qué es? -preguntó Eva Lind.
– Es una bolsita -dijo Erlendur.
– ¿Una bolsita?
– Sí, con tabaco de mascar, del que se pone por debajo del labio. Alguien ha tirado o escupido su tabaco en el pasillo.
– ¿Quién? ¿Quién ha estado en el pasillo?
Erlendur miró a Eva Lind.
– Alguien que es más puta que yo -dijo.