Le informaron de que Ösp estaba trabajando en la planta de encima de su habitación y subió por la escalera después de tomar café y pan con mantequilla en el bufé del desayuno.
Se puso en contacto con Sigurdur Óli para que averiguara cierta información que necesitaba y llamó a Elínborg para saber si se había acordado de hablar con la mujer con la que Stefanía dijo haber tenido una cita en el hotel el día que la grabaron con las cámaras de vigilancia. Elínborg no estaba en su casa y no contestó al móvil.
Erlendur se había pasado la noche despierto, metido en la cama, en total oscuridad. Cuando por fin se levantó, miró por la ventana del hotel. Este año sí que habría navidades blancas. Se había puesto a nevar en serio. Lo vio a la luz del alumbrado de la calle. La nieve, al caer, entraba en los conos de luz de las farolas y formaba una especie de telón muy apropiado para la víspera de Navidad.
Eva Lind se despidió en el pasillo del sótano. Iría a verlo a su casa esa misma noche, Nochebuena. Pensaban cocinar tasajo ahumado, y al despertar, Erlendur se puso a pensar en qué podría ofrecerle como regalo de Navidad. Siempre le había regalado chucherías sin importancia cuando iba a pasar las navidades a su casa, y ella le regalaba calcetines, que confesaba haber robado, y en una ocasión unos guantes, que dijo haber comprado, y que él no tardó mucho tiempo en perder. Ella nunca le preguntó por ellos. Quizá lo que más le gustaba de su hija era que nunca preguntaba nada que no fuera realmente importante.
Sigurdur Óli le devolvió la llamada con las informaciones solicitadas. No eran gran cosa, pero sí suficiente. Erlendur no sabía exactamente lo que estaba buscando, pero le pareció conveniente verificar su hipótesis.
Miró cómo trabajaba, igual que hizo la otra vez, hasta que ella se percató de su presencia. No le dio la impresión de que se sobresaltara lo más mínimo al verlo.
– ¿Ya estás levantado? -dijo la muchacha, como si fuera el huésped más dormilón de todo el hotel.
– No podía dormir -dijo Erlendur-. En realidad me pasé toda la noche pensando en ti.
– ¿En mí? -dijo Ösp, metiendo un montón de toallas en el cesto de ropa sucia-. Espero que no fueran guarrerías. Ya he cubierto mi cupo de guarrerías en este hotel.
– No -dijo Erlendur-. Nada de guarrerías.
– El Gordo me preguntó si te había estado metiendo gilipolleces en la cabeza. Y el cocinero me gritó como si estuviera robando de su bufé. Saben que hemos hablado tú y yo.
– De una forma u otra, en este hotel todo el mundo lo sabe todo sobre todo el mundo -dijo Erlendur-. Pero luego, en realidad, nadie dice nada sobre nadie. Es muy difícil tratar con gente así. Como tú, por ejemplo.
– ¿Como yo? -Ösp entró en la habitación que estaba arreglando y Erlendur la acompañó como la vez anterior.
– Tú le dices a uno todo lo que sabes y uno se cree hasta la última palabra porque pareces sincera y parece que dices la verdad, pero luego resulta que solo has contado una pequeña parte de lo que sabes, lo que también es una forma de mentira. Muy seria, sobre todo para nosotros. Para los maderos. Ese tipo de mentira. ¿Sabes de lo que te estoy hablando?
Ösp no respondió. Estaba concentrada en cambiar las sábanas. Erlendur la observó. No era capaz de saber en qué estaba pensando. Hacía como si él no estuviera en la habitación. Como si se lo pudiera quitar de encima simplemente haciendo como si no existiera.
– Por ejemplo, no me dijiste que tenías un hermano -dijo Erlendur.
– ¿Por qué iba a decírtelo?
– Porque tiene un problema.
– No tiene ningún problema.
– No conmigo -dijo Erlendur-. Yo no le he causado ningún problema. Pero tiene un problema y a veces acude a su hermana, cuando necesita ayuda.
– No tengo ni idea de adonde quieres ir a parar -dijo Ösp.
– Te lo voy a decir. Ha estado en prisión dos veces, no mucho tiempo, por asalto y robo. Algunas cosas se saben, otras no, naturalmente, como siempre. Es un caso típico de pequeño delincuente que actúa cuando necesita dinero. Un caso típico de drogadicto que roba cuando se le acumulan las deudas. Consume las drogas más caras y nunca tiene suficiente dinero. Pero los traficantes no se andan con chiquitas. Le han pegado más de una paliza. Una vez le amenazaron con romperle la rodilla a mazazos. Así que tiene que hacer otras cosillas, además de robar para conseguir la droga. Para pagar sus deudas.
Ösp dejó la ropa de cama.
– Utiliza diversos métodos para cubrir sus necesidades -dijo Erlendur-. Probablemente ya lo sabes. Como hacen todos esos chicos. Los chicos que son yonquis sin remedio.
Ösp no respondió.
– ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
– ¿Fue Stína quien te contó todo eso? -dijo Ösp-. La vi ayer en el hotel. La he visto muchas veces por aquí, y si aquí hay una puta, es ella.
– Ella no me contó nada de esto -dijo Erlendur, que no estaba dispuesto a permitir que Ösp cambiara de tema-. No hace mucho tiempo que tu hermano estuvo en el pasillo del sótano donde vivía Gudlaugur. Incluso es posible que haya estado allí después del crimen. En lo más profundo del pasillo reina la oscuridad y allí no va nadie. Es posible que haya estado allí hace poquísimo tiempo. Aún queda el olor que dejó, un olor que reconocen los que entienden de eso. Los que entienden de fumar hachís, tomar speed y pincharse heroína.
Ösp se quedó mirándolo. Erlendur no tenía muchos elementos cuando fue a verla. Solo que aquel rincón del pasillo había sido fregado con mucho esmero, pero en el rostro de la joven vio que lo que le había dicho no andaba muy desencaminado. Se preguntaba si debería arriesgarse un poco más. Estuvo un momento sin saber qué hacer hasta que se decidió a intentarlo.
– También encontramos tabaco de mascar del suyo -dijo Erlendur-. ¿Hace mucho que lo toma?
Ösp volvió a clavar los ojos en él sin decir ni una palabra. Finalmente bajó la vista hacia la cama y la sábana que tenía en las manos. Miró un largo rato la sábana, luego pareció rendirse y la dejó caer sobre la cama.
– Desde los quince años -dijo en voz tan baja que Erlendur apenas la oyó.
Erlendur esperó a que continuara, pero la joven no dijo nada más y los dos se quedaron uno frente al otro en la habitación del hotel, y Erlendur dejó que el silencio viviera un rato. Finalmente, Ösp dejó escapar un profundo suspiro y se sentó en la cama.
– Siempre está sin blanca -dijo en voz baja-. Debe dinero a todo el mundo. Siempre. Y lo amenazan y le pegan, pero él sigue y sigue acumulando más deudas. A veces consigue algo de dinero y puede pagar una parte. Mis padres están ya hartos de él. Le echaron de casa cuando tenía diecisiete años. Le enviaban a hacer curas de desintoxicación pero él se fugaba. Se pasaba quizá una semana sin venir por casa y ellos ponían anuncios en los periódicos para encontrarlo. A él le importaba todo una mierda. Desde entonces anda perdido por ahí. Yo soy la única de la familia que mantiene algún contacto con él. A veces lo dejo entrar en el sótano en invierno. Duerme allí, en ese rincón, cuando tiene que esconderse. Le he prohibido tener drogas allí, pero no me hace ningún caso. No le hace caso a nadie.
– ¿Le das dinero para pagar a esos hombres?
– A veces, pero nunca es suficiente. Han ido a casa de mis padres y los han amenazado, y han roto el coche de mi padre. Mis padres intentan pagar para librarse de ellos, pero la cantidad es enorme. Además hacen aumentar esas sumas con unos intereses desorbitados, y cuando mis padres acuden a la policía, a tipos como tú, se limitan a decirles que no pueden hacer nada porque se trata de simples amenazas, y al parecer no hay nada malo en amenazar a la gente.
Miró a Erlendur.
– Si matan a papá, quizás os pongáis a investigar el caso.
– ¿Tu hermano conocía a Gudlaugur? Deben de haberse enterado de la presencia del otro ahí en el pasillo.
– Se conocían -dijo Ösp en un hondo suspiro.
– ¿Cómo?
– Gulli le pagaba por… -Ösp calló.
– ¿Por qué?
– Por servicios que le hacía.
– ¿Servicios sexuales?
– Sí, servicios sexuales.
– ¿Cómo lo sabes?
– Mi hermano me lo dijo.
– ¿Estuvo con Gudlaugur esa tarde?
– No lo sé. Hace muchos días que no lo veo, y desde luego no desde… -calló-. No lo he visto desde que apuñalaron a Gudlaugur -prosiguió-. No hemos tenido ningún contacto.
– Creo que es posible que estuviera en el pasillo no hace mucho. Después del asesinato de Gudlaugur.
– Yo no lo he visto.
– ¿Crees que pudo ser él quien agredió a Gudlaugur?
– No lo sé -dijo Ösp-. Lo único que sé es que nunca ha agredido a nadie. Está siempre huyendo, y ahora estará huyendo también, seguro, aunque no haya hecho nada. Nunca le ha hecho nada a nadie.
– ¿Y no sabes dónde puede estar ahora?
– No. No he tenido noticias suyas.
– ¿Sabes si conocía al inglés ese del que te hablé, Henry Wapshott? El de la pornografía infantil.
– No, no le conocía. Creo que no. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Tu hermano es homosexual?
Ösp lo miró.
– Sé que hace de todo por dinero -respondió-. Pero no creo que sea gay.
– ¿Querrías decirle que quiero hablar con él? Si notó algo raro en el sótano, tengo que interrogarlo. También tengo que preguntarle sobre su relación con Gudlaugur. Necesito saber si estuvo con él el día que le mataron. ¿Me harás ese favor? Dile que tengo que hablar con él.
– ¿Crees que fue él quien lo hizo? ¿Que fue él quien mató a Gudlaugur?
– No lo sé -dijo Erlendur-. Si no tengo noticias de él enseguida, tendré que ordenar su busca y captura.
Ösp no mostró reacción alguna.
– ¿Sabías que Gudlaugur era gay? -preguntó Erlendur.
Ösp levantó los ojos.
– A juzgar por lo que decía mi hermano, parece que lo era. Y a juzgar por lo que le pagaba a mi hermano por estar con él…
Ösp calló.
– ¿Sabías que Gudlaugur estaba muerto cuando te pidieron que fueras a buscarlo? -preguntó Erlendur.
La muchacha lo miró.
– No, no lo sabía. No intentes cargarme eso. ¿Es Jo que intentas hacer? ¿Crees que fui yo quien lo mató?
– No me hablaste de la presencia de tu hermano en el sótano.
– Él está siempre metido en problemas, pero sé que él no lo hizo. Sé que no podría hacer una cosa así. Jamás.
– Supongo que tenéis una buena relación, ya que te preocupas tanto por él.
– Siempre nos hemos llevado bien -dijo Ösp, poniéndose en pie-. Hablaré con él si se pone en contacto conmigo. Le diré que tienes que verlo por si sabe algo sobre lo que sucedió.
Erlendur asintió con la cabeza y le dijo que seguiría en el hotel hasta esa tarde, y que estaría localizable en cualquier momento.
– Tiene que ser enseguida, Ösp -dijo finalmente.
Cuando Erlendur bajó al vestíbulo vio a Elínborg ante el mostrador de recepción. El recepcionista jefe señaló en su dirección, y ella se dio la vuelta. Estaba buscándolo y se dirigió hacia él con pasos rápidos y un gesto de preocupación que Erlendur casi nunca veía en ella.
– ¿Pasa algo? -le preguntó cuando se acercó.
– ¿Podemos sentarnos en algún sitio? -dijo ella-. ¿Ya está abierto el bar? ¡Dios mío, qué trabajo más horrible! No sé para qué se dedica una a esto.
– ¿Qué pasa? -preguntó Erlendur. La tomó del brazo y la acompañó al bar. La puerta estaba cerrada pero no con llave, y entraron. Aunque se pudiera acceder, el bar en sí estaba cerrado. Erlendur vio en un cartel que no abría hasta una hora más tarde. Se sentaron en un reservado.
– Además, la Navidad va a ser una catástrofe en mi casa -dijo Elínborg-. Nunca había hecho tan pocos pasteles. Y esta noche viene mi familia política y…
– Dime lo que ha pasado -dijo Erlendur.
– ¡Menudo caos! -dijo ella-. No le comprendo. No consigo comprenderle.
– ¿A quién?
– ¡Al niño! -dijo Elínborg-. No comprendo qué pretende.
Le contó a Erlendur que la noche anterior, en vez de marcharse a su casa a cocinar, se había ido a Kleppur. No sabía bien por qué, pero el caso del padre y su hijo no se le iba de la mente. Cuando Erlendur le indicó que a lo mejor ya estaba harta de preparar galletitas para su familia política, no le dedicó ni una sonrisa.
Ya había estado antes en el psiquiátrico para intentar hablar con la madre del muchacho, pero la mujer estaba tan enferma que no consiguió obtener ninguna información útil. Y lo mismo pasó cuando fue a verla esa tarde. La madre estaba sentada, balanceándose hacia delante y atrás sin saber en qué mundo vivía. Elínborg no sabía muy bien lo que pretendía sacar de ella, pero pensaba que podría saber algo sobre la relación entre padre e hijo que no hubiera salido antes a relucir.
Sabía que la madre solo permanecía ingresada en el psiquiátrico durante periodos cortos. La internaban cuando empezaba a tirar los medicamentos por el retrete de su casa. Cuando tomaba la medicación, solía estar perfectamente. Se ocupaba bien del hogar. Cuando Elínborg la mencionó en su charla con los maestros del niño, resultó que al parecer también se ocupaba bastante bien de él.
Elínborg estaba sentada en la sala de estar del servicio de psiquiatría, y una enfermera acompañó a la madre hasta allí. La veía rizándose el pelo con el dedo índice una y otra vez, mientras parecía recitar algo en voz tan baja que Elínborg no oía nada. Intentó hablar con ella pero era como si no estuviese allí. La mujer no mostró ninguna reacción ante sus preguntas. Parecía una sonámbula.
Elínborg pasó un buen rato sentada con ella, hasta que empezó a pensar en todos los tipos de galletitas que aún le quedaban por preparar. Se levantó para buscar a alguien que acompañara a la mujer a su habitación y encontró a un celador en el pasillo. Tendría unos treinta años y parecía practicar la halterofilia. Llevaba pantalones blancos y camiseta de manga corta, también blanca, y los poderosos músculos de sus brazos se hinchaban con cada movimiento. Iba rapado, y su rostro era redondeado y regordete, con unos ojos pequeños y hundidos. Elínborg no le preguntó su nombre.
La acompañó al salón.
– Vaya, si es la buena de Dora -dijo el celador. Se acercó a la mujer y la levantó, tomándola por un brazo-. Estás muy tranquila esta tarde.
La mujer se levantó, igual de abstraída que antes.
– Mira cómo te han drogado, pobrecilla -dijo el celador, y a Elínborg no le gustó el tono que empleó. Era como si estuviera hablándole a una niña de cinco años. ¿Y qué significaba eso de estar tranquila esta tarde? No pudo contenerse.
– Haz el favor de no hablarle como si fuera una niña pequeña -dijo más secamente de lo que pretendía.
El celador la miró.
– ¿Es que es asunto tuyo? -dijo.
– Tiene derecho a que se la trate con el mismo respeto que a cualquier otra persona -dijo Elínborg, reprimiéndose para no decir que era policía.
– Es posible -dijo el celador-. Y no creo que yo le esté faltando al respeto. Venga, Dora -dijo luego, llevando a la mujer por el corredor.
Elínborg caminaba justo detrás de ellos.
– ¿A qué te referías al decir que esta tarde está tranquila?
– ¿Tranquila esta tarde? -la imitó el celador, volviendo la cabeza hacia Elínborg.
– Dijiste que estaba tranquila esta tarde -dijo Elínborg-. ¿Tendría que estar de alguna otra forma?
– A veces llamo a Dora la Fugitiva -dijo el celador-. Está siempre escapándose.
Elínborg no le comprendió.
– ¿De qué me hablas?
– ¿No has visto la película? -dijo el celador.
– ¿Se escapa? -preguntó Elínborg-. ¿Del hospital?
– O cuando vamos de excursión a la ciudad -dijo el celador-. La última vez se escapó durante una excursión. Nos volvimos locos hasta que la encontrasteis en Hlemmur, en la estación de autobuses, y la trajisteis al hospital. Vosotros no fuisteis tan respetuosos con ella.
– ¿Nosotros?
– Sé que eres de la policía. Vosotros nos la entregasteis.
– ¿Qué día fue eso?
El hombre reflexionó un momento. Él estaba con ella y otros dos pacientes cuando se les perdió. En ese momento estaban en Laekjartorg. Recordaba perfectamente cuándo fue. Fue el mismo día en que superó su récord levantando pesas de banca.
La fecha coincidía con la agresión al niño.
– ¿No informasteis a su marido cuando se os escapó? -preguntó Elínborg.
– íbamos a llamarlo cuando la encontrasteis. Siempre les dejamos un margen de tiempo para que vuelvan. Si no, nos pasaríamos el tiempo en el teléfono.
– ¿Sabe su marido que la llamáis La Fugitiva?
– No la llamamos así. Es solo cosa mía. Él no lo sabe.
– ¿Sabe que se escapa?
– Yo no le he dicho nada. Siempre regresa.
– No puedo creerlo -suspiró Elínborg.
– Hay que sedarla un montón para que no eche a correr -dijo el celador.
– ¡Eso lo cambia todo!
– Ven, Dora -dijo el celador, y la puerta del servicio de psiquiatría se cerró tras él.
Elínborg miró fijamente a Erlendur.
– Estaba tan segura de que había sido él. De que era cosa del padre. Y ahora es posible que ella se escapara a casa, agrediera al niño y volviera a desaparecer. ¡Si la pobre criatura se decidiese a abrir la boca!
– ¿Por qué iba a agredir ella a su hijo?
– No tengo ni idea -dijo Elínborg-. A lo mejor oye voces.
– ¿Y los dedos rotos y los moretones a lo largo de años? ¿Siempre habría sido ella?
– No lo sé.
– ¿Has hablado con el padre?
– Vengo de verlo.
– ¿Y?
– Naturalmente, no me tiene especial aprecio. No ha podido ver al niño desde que entramos en su casa y lo dejamos todo patas arriba. Ni te cuento todo lo que me ha llamado…
– ¿Qué dijo de su mujer, de la madre? -la interrumpió Erlendur, impaciente-. Tiene que haber sospechado de ella.
– El niño no ha dicho nada.
– Excepto que echa de menos a su padre -dijo Erlendur.
– Sí, excepto eso. Su padre se lo encontró arriba, en su habitación, y creyó que había vuelto del colegio en ese estado.
– Tú fuiste al hospital a ver al niño y le preguntaste si fue su padre quien le pegó, y su reacción te convenció de que había sido el padre.
– Debo de malinterpretar al niño -dijo Elínborg, abatida-. Leí algo en su forma de reaccionar…
– Pero no disponemos de nada que demuestre que haya sido la madre. Ni tenemos nada que demuestre que no fue el padre.
– Le dije al padre que había ido al hospital a hablar con su mujer y que no se sabe adonde fue el día en que se produjo la agresión a su hijo. Se quedó muy sorprendido. Como si nunca se le hubiera ocurrido pensar que su mujer podía escaparse del hospital. Sigue pensando que fueron los otros chicos en el patio del colegio. Dijo que el niño nos lo diría si hubiera sido su madre quien le agredió. Está convencido.
– ¿Por qué no la denuncia el niño?
– El pobrecillo está en estado de shock. No sé.
– ¿Tal vez por amor? -dijo Erlendur-. Pese a todo lo que le ha hecho.
– O por miedo -dijo Elínborg-. Quizá por un miedo espantoso a que vuelva a hacerlo. O quizás esté protegiendo a su madre con su silencio. Es imposible decirlo.
– ¿Qué quieres que hagamos? ¿Retiramos la acusación contra el padre?
– Iré a hablar con la oficina del fiscal a ver qué dicen.
– Empieza por ahí. Dime otra cosa, ¿llamaste a la mujer que estuvo en el hotel con Stefanía unos días antes de que apuñalaran a Gudlaugur?
– Sí -dijo Elínborg distraída-. Le había pedido que mintiera por ella, pero cuando llegó el momento no pudo hacerlo.
– ¿Tenía que mentir por Stefanía?
– Empezó contándome que estuvieron aquí en el bar, pero parecía muy nerviosa, no sabía mentir y se echó a llorar por el teléfono cuando le dije que necesitaba citarla en comisaría para que prestara declaración. Me dijo que Stefanía la había llamado, que las dos eran viejas amigas de una sociedad musical, y le había pedido que dijera que estuvo con ella en este hotel si se lo preguntaban. Me dijo que se negó, pero Stefanía sabía ciertas cosas sobre ella, aunque no quiso decirme de qué se trataba.
– Todo esto ha sido una endeble mentira desde el principio -dijo Erlendur-. Los dos lo sabemos desde que empezó a contármelo. No sé por qué intenta alargar las cosas de esta forma, a menos que sepa que es culpable.
– ¿Quieres decir que ella mató a su hermano?
– O que sabe quién lo hizo.
Siguieron sentados durante un rato y tomaron café, hablaron del niño, de sus padres y de las difíciles circunstancias familiares, lo que llevó a Elínborg a preguntarle a Erlendur una vez más qué pensaba hacer en Nochebuena. Él dijo que la pasaría con Eva Lind.
Le contó a Elínborg su hallazgo en el pasillo del sótano y las sospechas de que el hermano de Ösp tenía algo que ver con el caso. Era un desarrapado en continuos problemas económicos, con deudas que era incapaz de saldar. Le dio las gracias a Elínborg por su invitación para Nochebuena y le dijo que se tomara libre el tiempo que quedaba hasta Navidad.
– No queda ya nada para Navidad -dijo Elínborg, sonrió y se encogió de hombros como si la Navidad ya no importara, ni la limpieza ni las galletitas ni los parientes políticos.
– ¿Te regalarán algo en Navidad? -preguntó.
– Quizás unos calcetines -respondió Erlendur-. Eso espero.
Vaciló.
– No te tomes demasiado a pecho lo del padre -dijo luego-. Son cosas que pueden pasar. Nos convencemos de nuestras hipótesis y luego llegan las dudas cuando surge algún elemento nuevo.
Elínborg asintió con la cabeza.
Erlendur la acompañó al vestíbulo y se despidieron. Él iba a subir a su habitación para recoger sus cosas. Ya estaba harto de vivir fuera de casa. Había empezado a añorar aquel triste agujero, a añorar sus libros, el sillón e incluso a Eva Lind en el sofá.
Estaba esperando el ascensor cuando Ösp apareció de pronto, sin que él se diera cuenta de que se acercaba.
– Lo he encontrado -dijo.
– ¿A quién? -dijo Erlendur-. ¿A tu hermano?
– Ven -dijo Osp, y fue hacia la escalera que llevaba al sótano. Erlendur vaciló. La puerta del ascensor se abrió y miró el interior de la cabina. Estaba sobre la pista del asesino. A lo mejor, el hermano había venido a entregarse, aconsejado por su hermana; el chico del tabaco de mascar. Por eso, Erlendur ya no sentía tensión. No sentía la expectación ni la sensación de triunfo que suelen acompañar al momento en que se empieza a solucionar un caso. Solo sentía cansancio y hastío, porque aquel caso había despertado muchas conexiones en su mente con su propia infancia, y sabía que le quedaban aún tantas cosas por solucionar en su propia vida que no tenía ni idea de por dónde empezar. Lo que más deseaba era poder olvidarse del trabajo y marcharse a casa. Estar con Eva Lind. Ayudarla a superar las dificultades a las que se estaba enfrentando su hija. Quería dejar de pensar en los demás y empezar a ocuparse de sí mismo y de su propia gente.
– ¿Vienes? -dijo Ösp en voz baja desde la escalera, donde le esperaba.
– Ya voy -dijo Erlendur.
La acompañó escaleras abajo a la cantina de personal, donde había hablado con ella por primera vez. Todo seguía estando igual de sucio. Cerró la puerta con llave al entrar. Su hermano estaba sentado junto a una de las mesas y se puso en pie de un salto cuando vio entrar a Erlendur.
– Yo no le hice nada -dijo con voz quejumbrosa-. Ösp dice que crees que lo hice yo, pero yo no hice nada. ¡No le hice nada!
Llevaba un anorak sucio. Una raja en uno de los hombros dejaba ver el relleno blanco. Los pantalones vaqueros estaban negros de suciedad y calzaba unas enormes botas negras de esas en las que los cordones se atan hasta el tobillo, pero Erlendur no vio cordones. Sus dedos, largos y ennegrecidos, sostenían un cigarrillo. Aspiró el humo y lo exhaló al momento. La voz delataba nerviosismo, y no hacía más que ir arriba y abajo por la cantina como un animal enjaulado, encerrado con un policía dispuesto a detenerlo.
Erlendur miró a Osp, que permanecía al lado de la puerta, y de nuevo a su hermano.
– Debes de confiar mucho en tu hermana, ya que has venido aquí.
– No he hecho nada -dijo-. Mi hermana me dijo que eras un buen tipo y que solo querías información.
– Necesito saber qué relación mantenías con Gudlaugur -dijo Erlendur-. No tengo ni idea de si fuiste tú quien lo apuñaló.
– Yo no lo apuñalé -dijo él.
Erlendur lo examinó. Estaba en el límite entre adolescente y adulto, con un rostro curiosamente infantil, pero con una expresión de dureza, rencor e ira contra algo que Erlendur no tenía ni la menor idea de qué podría ser.
– Nadie ha dicho que lo hayas hecho tú -dijo Erlendur para tranquilizarlo, intentando rebajar su excitación-. ¿Cómo conociste a Gudlaugur? ¿Qué tipo de relación era la vuestra?
El chico miró a su hermana, pero Ösp no dijo nada, se mantuvo en silencio junto a la puerta. El joven volvió a mirar a Erlendur.
– A veces le hacía favores, y él me los pagaba -dijo.
– ¿Y cómo os conocisteis? ¿Desde cuándo lo conocías?
– Él sabía que yo era hermano de Osp. Le parecía divertido que fuéramos hermanos, como le pasa a todo el mundo.
– ¿Por qué?
– Yo me llamo Reynir, que significa serbal.
– ¿Y? ¿Qué tiene eso de divertido?
– Ösp y Reynir, un álamo temblón y un serbal de cazadores. Una broma de nuestros padres. Como si se dedicaran a la arboricultura.
– ¿Y qué hay de Gudlaugur?
– Lo conocí aquí en el hotel, cuando vine a ver a Osp. Hará unos seis meses.
– ¿Y?
– Sabía quién era yo. Ösp le había contado algo sobre mí. A veces me dejaba dormir en el hotel. En el pasillo de su habitación.
Erlendur se volvió hacia Osp.
– Te esmeraste limpiando el rincón aquel -dijo.
Ösp lo miró como si no comprendiera lo que quería decir, y no respondió. Erlendur se volvió otra vez hacia Reynir.
– Él sabía quién eras. Tú dormías en el pasillo, al lado de su habitación. ¿Y qué más?
– Me debía dinero. Dijo que iba a pagarme.
– ¿Por qué te debía dinero?
– Porque yo se la chupaba a veces y…
– ¿Y?
– A veces le dejaba que me la metiera.
– ¿Sabías que era gay?
– ¿No era evidente?
– ¿Y el preservativo?
– Siempre utilizábamos condón. Una paranoia que tenía. Decía que no quería correr ningún riesgo. Decía que no sabía si yo tenía el sida o no. Pero yo no estoy infectado, dijo con énfasis, mirando a su hermana.
– Y consumes tabaco de mascar.
Miró a Erlendur con curiosidad.
– ¿Qué tiene eso que ver? -dijo.
– No importa. ¿Consumes tabaco de mascar?
– Sí.
– ¿Estuviste con él el día que lo apuñalaron?
– Sí. Me pidió que fuera a verle porque pensaba pagarme.
– ¿Cómo te localizó?
Reynir sacó su móvil del bolsillo y se lo enseñó a Erlendur.
– Cuando llegué estaba poniéndose el disfraz ese de Papá Noel -prosiguió-. Dijo que tenía que darse prisa en subir para la fiesta, me pagó lo que me debía, miró el reloj y vio que aún tenía media hora para divertirse un poco.
– ¿Tenía mucho dinero en su cuarto?
– No, que yo supiera. Solo vi el dinero que me pagó. Pero dijo que esperaba un mogollón de dinero.
– ¿De dónde?
– Eso no lo sé. Dijo que estaba sentado sobre una mina de oro.
– ¿A qué se refería?
– Era algo que pensaba vender. No sé lo que era. No me lo dijo. Solo me dijo que esperaba un mogollón de dinero, o mucho dinero, lo de mogollón no lo dijo. Él no usaba esas palabras. Siempre hablaba de una forma muy culta, utilizaba palabras finas. Era tremendamente educado. Un tío estupendo. Nunca me hizo nada. Siempre pagaba. Conozco a muchos que son peores que él. A veces solo quería charlar conmigo. Se sentía solo, o por lo menos eso decía. Decía que no tenía a nadie más que a mí.
– ¿Te contó algo sobre su pasado?
– No.
– ¿Nada de que en otros tiempos fue un niño prodigio?
– No. ¿Un niño prodigio? ¿En qué?
– ¿Viste por ahí algún cuchillo que pudiera proceder de la cocina del hotel?
– Sí, vi que tenía un cuchillo, pero no sé de dónde lo había sacado. Cuando llegué a su cuarto estaba cortando algo del disfraz de Papá Noel. Dijo que para las próximas navidades tendría que conseguir uno nuevo.
– ¿Y no llevaba encima nada más que el dinero que te pagó?
– No, creo que no.
– ¿Le robaste?
– No.
– ¿Le robaste el medio millón que había en su habitación?
– ¿Medio millón? ¿Tenía medio millón?
– Tengo entendido que andas siempre falto de dinero. Es evidente la forma en que lo consigues. Te persiguen unos a los que debes dinero. Han amenazado a tu familia…
Reynir miró de soslayo, con ojos de reproche, a su hermana.
– No la mires a ella, mírame a mí. Gudlaugur tenía cunero en su cuchitril. Más del que te debía a ti. Quizás había vendido ya algo de su mina de oro. Viste el dinero. Le pediste más. Le haces (¿osas por las que crees que debería pagarte mucho mejor. Él se negó, discutisteis, tú agarraste el cuchillo e intentaste clavárselo, pero él se defendió hasta que conseguiste meterle el cuchillo en el pecho hasta la empuñadura, y lo mataste. Después cogiste el dinero…
– ¡Cabrón de mierda! -gritó Reynir-. ¡Eso es una puta mentira!
– … y luego has estado fumando hachís y pinchándote, o cualquier otra cosa que…
– ¡Hijoputa, cabrón! -aulló Reynir.
– Continúa con la historia -le gritó Osp-. Cuéntale lo que me contaste a mí. ¡Díselo todo!
– ¿Todo qué? -dijo Erlendur.
– Me preguntó si quería hacerle un favor antes de subir a la fiesta -dijo Reynir-. Dijo que tenía poco tiempo, pero que tenía dinero y me pagaría bien. Y cuando no habíamos hecho más que empezar llegó la tía esa y se nos echó encima.
– ¿La tía esa?
– Sí.
– ¿Quién era esa tía?
– La que nos interrumpió.
– Díselo -se oyó decir a Ösp detrás de Erlendur-. ¡Dile quién era!
– ¿De qué tía me estás hablando?
– Nos habíamos olvidado de echar la llave porque teníamos que darnos prisa, y de repente se abrió la puerta y se nos echó encima.
– ¿Quién?
– No tengo ni idea de quién era. Una tía vieja.
– ¿Y qué sucedió?
– No lo sé. Yo salí pitando. Ella le gritó algo a Gulli y yo me largué.
– ¿Por qué no viniste enseguida a contarnos todo esto?
– Procuro evitar a la policía. Hay toda clase de gentuza detrás de mí, y si se enteran de que hablo con la poli pensarán que estoy delatando a alguien y me lo harán pagar.
– ¿Quién era esa mujer que os interrumpió? ¿Qué aspecto tenía?
– No me fije mucho en cómo era. Salí por pies. Él se quedó hecho polvo. Me apartó de un empujón y gritó, muy asustado. Parecía aterrorizado de verla. Aterrorizado.
– ¿Qué gritó? -preguntó Erlendur.
– Steffi.
– ¿Qué?
– Steffi. Fue lo único que oí. Steffi. La llamó Steffi, y le tenía verdadero pánico.
La mujer estaba junto a la puerta de la habitación, dándole la espalda. Erlendur se detuvo, la miró un instante y vio cuánto había cambiado desde la primera vez, cuando entró en el hotel como una tromba, acompañada de su padre. Ahora no era más que una mujer de mediana edad, cansada, que seguía viviendo con su padre inválido en la misma casa que había sido su hogar durante toda su vida. Por motivos que él desconocía, aquella mujer había venido al hotel y había asesinado a su hermano.
Fue como si ella hubiera percibido su presencia en el pasillo, porque de repente se volvió y lo miró. Él fue incapaz de leer en su rostro lo que estaba pensando. Solo sabía que era la mujer a la que había estado buscando desde que entró por primera vez en el hotel y vio a Papá Noel sentado en su propia sangre.
Ella estaba inmóvil junto a la puerta y no dijo nada hasta que él llegó a su lado.
– Aún tengo algo que contarte -dijo ella-. Si es que aún tiene importancia.
Erlendur supuso que había ido a verlo por la mentira de su amiga, y que ahora habría decidido que ya había llegado la hora de contarle la verdad. Él abrió la puerta, ella entró, se acercó hasta la ventana y miró la nevada.
– Habían pronosticado una Navidad sin nieve -dijo ella.
– ¿Alguna vez te han llamado Steffí? -preguntó él.
– Me llamaban así cuando era pequeña -dijo ella sin dejar de mirar por la ventana.
– ¿Tu hermano te llamaba Steffí?
– Sí -dijo ella-. Siempre. Y yo siempre le llamaba Gulli. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Por qué viniste al hotel cinco días antes de la muerte de tu hermano?
Stefanía dejó escapar un profundo suspiro.
– Sé que no habría debido contarte una mentira.
– ¿Por qué viniste?
– Fue por sus discos. Considerábamos que teníamos derecho a tener unos cuantos. Sabíamos que él tenía muchos, probablemente todos los que quedaban de la edición en su época, y yo quería un porcentaje si decidía venderlos.
– ¿Cómo adquirió el sobrante de edición?
– Mi padre lo compró y lo guardó en casa, en Hafnarfjordur, y cuando Gudlaugur se marchó, se llevó las cajas. Dijo que los discos eran suyos. Suyos y de nadie más.
– ¿Cómo sabíais que pensaba venderlos?
Stefanía vaciló.
– También mentí sobre Henry Wapshott -dijo-. Lo conozco, aunque no mucho. Muy poco, si te digo la verdad. ¿No te mencionó él que había ido a vernos?
– No -dijo Erlendur-. Tiene unos cuantos problemas con los que lidiar. ¿Hay algo de cierto en lo que me has contado hasta ahora?
La mujer no respondió.
– ¿Por qué iba a creer lo que me estás diciendo ahora?
Stefanía calló y miró caer la nieve. Estaba ausente, como si se hubiera sumergido en una vida que tuvo mucho tiempo atrás, cuando desconocía la mentira y todo era verdadero, nuevo y limpio.
– ¿Stefanía? -dijo Erlendur.
– No se pelearon a causa de su voz o de su carrera de cantante -dijo de repente-. Cuando mi padre cayó por las escaleras. No fue por el canto. Esa es la última mentira, y la mayor de todas.
– ¿Te refieres a cuando se pegaron en las escaleras?
– ¿Sabes cómo le llamaban los chicos de la escuela? ¿El mote que le pusieron?
– Creo que sí -dijo Erlendur.
– Le llamaban La Pequeña Princesa.
– ¿Porque cantaba en el coro, y parecía afeminado y…?
– Porque lo vieron con un vestido de mamá -lo interrumpió Stefanía.
Se apartó de la ventana.
– Fue después de su muerte. Gulli la echaba horriblemente de menos, sobre todo cuando dejó de ser niño de coro y ya no era más que un chico corriente con una voz corriente. Papá no se enteró, pero yo sí. Cuando papá no estaba en casa, a veces se ponía las joyas de mamá y sus vestidos, y se miraba en el espejo, e incluso se maqueaba. Y en una ocasión, en verano, unos chicos que pasaban por delante de casa lo vieron. Estaban espiando por la ventana del salón. Lo hacían de vez en cuando, porque nos consideraban un poco extraños. Se echaron a reír y a burlarse de él sin la menor compasión. Desde entonces, en el colegio lo trataron como a un bicho raro. Los chicos empezaron a llamarlo La Pequeña Princesa.
Stefanía calló.
– Yo creía que simplemente echaba de menos a mamá -prosiguió-. Que aquello era una manera de acercarse a ella, poniéndose su ropa y sus joyas. Nunca creí que tuviera tendencias perversas. Luego salió a relucir lo otro.
– ¿Tendencias perversas?-dijo Erlendur-. ¿Es así como lo ves? Tu hermano era gay. ¿No se lo has podido perdonar? ¿Es ese el motivo por el que cortaste la relación con él durante tantos años?
– Era muy joven cuando nuestro padre lo sorprendió con otro chico de su edad, haciendo cosas indescriptibles. Yo sabía que estaba con su amigo en la habitación, pero pensaba que estaban estudiando juntos. Papá llegó a casa inesperadamente, iba buscar algo, y cuando abrió la puerta del dormitorio de mi hermano se encontró con aquel horror. No quiso decirme lo que era. Cuando salí, el otro chico estaba bajando las escaleras a todo correr con los pantalones por los tobillos, y papá y Gulli habían salido al pasillo y se estaban gritando el uno al otro, vi a Gulli empujarlo con fuerza. Papá perdió el equilibrio y cayó por la escalera, y nunca pudo volver a ponerse de pie.
Stefanía se volvió de nuevo hacia la ventana y miró la nieve navideña deslizándose suavemente hacia la tierra. Erlendur calló e intentó imaginar qué estaría pensando aquella mujer, que había vuelto a encerrarse en sí misma, pero no llegó a conclusión alguna. Le pareció recibir una especie de respuesta cuando ella rompió el silencio.
– Yo nunca importé nada -dijo-. Todo lo que yo hacía estaba mal hecho. No lo digo porque sienta pena por mí misma, creo estar muy lejos de la autocompasión. Lo hago para intentar comprender y explicar por qué nunca volví a relacionarme con él desde ese día. A veces creo que deseaba que sucedieran las cosas como sucedieron. ¿Puedes imaginártelo?
Erlendur sacudió la cabeza.
– Cuando se fue, fui yo la que importaba. No él. Nunca más él. Y de alguna extraña manera, yo estaba contenta, contenta de que Gulli nunca hubiera llegado a ser la gran estrella infantil que tenía que ser. Supongo que siempre le envidié, y mucho más de lo que yo podía comprender, por toda la atención que recibía y por la voz que tenía cuando era niño. Era una voz divina. Era como si hubiese sido bendecido con aquel don del que yo carecía; yo aporreaba el piano como un caballo. Eso era lo que decía papá cuando intentaba enseñarme. Decía que yo carecía absolutamente de talento. Y sin embargo, yo lo adoraba, porque estaba convencida de que siempre tenía razón. Muchas veces se portaba bien conmigo, y después de quedarse incapaz de valerse por sí mismo, yo pasé a serlo todo para él. Y así fueron pasando los años, uno tras otro, sin que nada cambiase. Gulli se fue de casa, papá estaba inválido y yo me ocupaba de él. Nunca pensaba en mí misma, ni me preguntaba qué quería en la vida. Así pueden pasar los años, sin hacer otra cosa que seguir la rutina que nos hemos marcado. Un año tras otro, y otro, y otro…
Calló y miró la nieve.
– Cuando empiezas a darte cuenta de que eso es todo lo que tienes, empiezas a odiarlo e intentas encontrar un culpable, y para mí, mi hermano se convirtió en el culpable de todo. Con el tiempo llegué a odiarlo, a él y a la perversión que había destruido nuestras vidas.
Erlendur iba a decir algo, pero ella continuó.
– No sé si podré explicarlo mejor. Cómo te encierras en tu propia vida monótona por algo que decenas de años más tarde resulta carecer de toda importancia.
– Tenemos entendido que él estaba convencido de que le robaron la infancia -dijo Erlendur-. Que no le habían dejado ser lo que quería ser, sino que le obligaron a ser algo completamente distinto, un cantante, un niño prodigio, y sufría cuando se burlaban de él en la escuela. Luego todo acabó y encima llegaron esas «tendencias perversas», como tú las llamas. Creo que no podía sentirse demasiado bien. Quizá no deseaba ser objeto de toda esa atención que, obviamente, ansiabas tú.
– Le robaron la infancia -dijo Stefanía-. Es muy posible.
– ¿Tu hermano intentó en algún momento hablar de su homosexualidad con tu padre o contigo?
– No, pero quizá deberíamos haber sospechado lo que pasaba. Tampoco sé si él mismo se daba cuenta de lo que le estaba pasando. No sé nada al respecto. Creo que ni él mismo sabía por qué motivos se ponía los vestidos de mamá. No sé cuándo ni cómo esas personas se dan cuenta de que son distintos.
– En cierto modo, su apodo le gustaba -dijo Erlendur-. Tenía ese póster y sabemos que… -Erlendur calló a mitad de la frase. No sabía si hablarle de aquel amante al que Gudlaugur pedía que le llamase «mi pequeña princesa».
– No tengo ni idea -dijo Stefanía-, es verdad que tenía ese cartel en la pared. A lo mejor se torturaba a sí mismo con los recuerdos de lo que sucedió. A lo mejor hay algo en ellos que no podemos comprender.
– ¿Cómo conociste a Henry Wapshott?
– Vino a casa un día porque quería hablar con papá de los discos de Gudlaugur. Quería saber si teníamos alguno. Fue en las navidades del año pasado. Había obtenido información sobre Gudlaugur y su familia a través de unos coleccionistas, y nos dijo que esos discos tenían un inmenso valor en todo el mundo. Había hablado con mi hermano, que le dijo que no quería venderlos, pero luego cambió de opinión y se mostró dispuesto a darle al inglés lo que quería.
– Y vosotros queríais una parte de las ganancias, ¿no?
– Nos pareció completamente normal. En realidad no era más dueño de ellos que mi padre, al menos eso es lo que pensábamos nosotros. Nuestro padre había pagado la edición con su propio dinero.
– ¿Las cantidades que ofrecía Wapshott eran muy elevadas?
Stefanía asintió, con la mente en algún otro lugar.
– Millones.
– Concuerda con la información de que disponemos.
– Ese hombre, Wapshott, tiene dinero de sobra. Tengo entendido que quería evitar que los discos salieran al mercado del coleccionismo. Si lo entendí bien, quería hacerse con todas las copias de los discos, para impedir que hubiera demasiadas en el mercado. Tenía las cosas clarísimas, y estaba dispuesto a pagar una suma desorbitada por la totalidad de los discos. Creo que había conseguido poner a Gudlaugur de su parte antes de Navidad. Probablemente algo debió de cambiar, para que le agrediera de esa forma.
– ¿Que le agrediera de esa forma? ¿Qué quieres decir?
– Pero bueno, ¿no le habéis detenido?
– Sí -dijo Erlendur-, pero no tenemos nada que demuestre que fue él quien agredió a tu hermano. ¿Qué quieres decir con eso de que algo debió de cambiar?
– Wapshott vino a Hafnarfjórdur y nos dijo que había convencido a Gudlaugur de que le vendiera todos los discos, y quería asegurarse de que, efectivamente, no existían más copias. Le confirmamos que efectivamente, Gudlaugur se había llevado todo lo que quedaba de la edición cuando se marchó de casa.
– Por eso viniste al hotel a verlo -dijo Erlendur-. Para conseguir vuestra parte en la venta.
– Llevaba puesto el uniforme de portero -dijo Stefanía-. Estaba delante de la puerta sacando las maletas de unos turistas. Lo estuve observando un buen rato y entonces me vio. Le dije que tenía que hablar con él de los discos. Me preguntó por papá…
– ¿Fue tu padre quien te envió a ver a Gudlaugur?
– No, él nunca habría hecho eso. Desde el accidente no quería ni oír pronunciar su nombre.
– Pero fue la primera persona por la que preguntó Gudlaugur al verte en el hotel.
– Sí. Bajamos a su cuarto y le pregunté dónde estaban los discos.
– Están a buen recaudo -dijo Gudlaugur, sonriendo a su hermana. Henry me dijo que había hablado contigo.
– Nos dijo que pensabas venderle los discos. Papá dice que la mitad son suyos, y queremos la mitad del dinero que te pague por ellos.
– He cambiado de opinión -dijo Gudlaugur-. No pienso venderlos.
– ¿Y qué dice Wapshott a eso?
– No le ha gustado demasiado.
– Ofrece muchísimo dinero por ellos.
– Puedo conseguir mucho más si los vendo yo mismo, uno a uno. Los coleccionistas están muy interesados. Creo que Wapshott pretende hacer lo mismo, aunque me haya dicho que su intención es comprarlos para que no entren en el mercado. Creo que está mintiendo. Lo que pretende es venderlos y ganar dinero a costa mía. Todos querían sacar dinero a mi costa en los viejos tiempos, papá igual que los demás, y eso no ha cambiado. En absoluto.
Se miraron a los ojos un largo rato.
– Ven a casa y habla con papá -dijo ella-. No le queda mucho tiempo.
– ¿Wapshott habló con él?
– No, no estaba en casa cuando vino Wapshott. Yo le hablé de él.
– ¿Y qué dijo?
– Nada. Solo que quería su parte.
– ¿Y tú?
– ¿Y yo?
– ¿Por qué nunca te fuiste de casa? ¿Por qué no te casaste y tuviste tu propia familia? Lo que vives no es tu propia vida, es la de papá. ¿Dónde está tu vida?
– Supongo que estará en la silla de ruedas a la que tú le condenaste -exclamó Stefanía-, y no te atrevas a preguntarme por mi vida.
– Ha conseguido tener sobre ti el mismo poder que tenía sobre mí en los viejos tiempos.
Stefanía montó en cólera.
– Alguien tenía que ocuparse de él. Su favorito, su estrella, no era más que un maricón sin voz que lo tiró por las escaleras y que desde entonces nunca se ha atrevido a hablar con él. Y que en vez de hablar con él se mete en su casa a escondidas, se sienta a pasar el rato y se larga antes de que despierte. ¿Qué poder es el que tiene sobre ti? Tú te crees que te has librado de él para siempre jamás, ¡pero mírate! ¿Qué eres tú? ¡Dímelo! ¡No eres nada! Eres basura.
Stefanía calló.
– Perdona -dijo él-. No debí hablar de eso.
Ella no le respondió.
– ¿Pregunta por mí?
– No.
– ¿Nunca habla de mí?
– No, nunca.
– No tolera mi forma de vivir. No tolera mi forma de ser. No me tolera a mí. Después de tantos años.
– ¿Por qué no me contaste eso la primera vez? -dijo Erlendur-. ¿Por qué tantas ocultaciones?
– ¿Ocultaciones? Supongo que puedes imaginártelo perfectamente. No quería hablar sobre asuntos de familia. Pensaba que podría proteger nuestra vida privada.
– ¿Fue esa la última vez que viste a tu hermano?
– Sí.
– ¿Estás completamente segura?
– Sí. -Stefanía lo miró-. ¿Qué estás insinuando?
– ¿No lo sorprendiste con un joven haciendo lo mismo que cuando lo sorprendió tu padre hace tiempo, y perdiste el control? Fue el momento en que la desgracia entró en tu vida y ahora querías acabar con ello.
– No, ¿qué…?
– Tenemos un testigo.
– ¿Un testigo?
– El chico que estaba con él. Un joven que le hacía determinados servicios a tu hermano a cambio de dinero. Los sorprendiste en el sótano, el chico salió corriendo y tú atacaste a tu hermano. Viste un cuchillo en la mesa de su cuarto y se lo clavaste.
– ¡Eso no es cierto! -dijo Stefanía. Tuvo la sensación de que Erlendur estaba convencido de lo que decía, y sintió que las esposas empezaban a cerrarse sobre ella. Se quedó mirando a Erlendur como si no pudiera creer lo que acababa de oír.
– Hay un testigo… -comenzó Erlendur, pero no logró terminar la frase.
– ¿Qué testigo? ¿De qué testigo me estás hablando?
– ¿Niegas haber causado la muerte de tu hermano?
El teléfono del hotel empezó a sonar, y antes de que Erlendur pudiera responder sonó también su móvil en el bolsillo de la chaqueta. Miró con expresión de disculpa a Stefanía, que seguía con los ojos clavados en él.
– Tengo que responder -dijo Erlendur.
Stefanía se apartó y Erlendur vio que sacaba de la funda uno de los discos de Gudlaugur que había sobre la mesa. Cuando Erlendur respondió al teléfono del hotel, ella estaba contemplando el disco. Era Sigurdur Óli. Erlendur cogió el móvil y le pidió a la persona que llamaba que esperara un instante.
– Un hombre se ha puesto en contacto conmigo hace un rato en relación con el crimen del hotel, y le di tu número de móvil -dijo Sigurdur Óli-. ¿Te ha llamado ya?
– En este momento tengo una llamada en el móvil -dijo Erlendur.
– Me parece que el caso está resuelto. Habla con él y luego llámame. Envío tres coches para allá. Elínborg va con ellos.
Erlendur colgó y volvió a coger el móvil. No reconoció la voz pero el hombre se presentó y empezó a contarle; no había hecho más que empezar cuando Erlendur obtuvo la confirmación de sus sospechas y vio cómo encajaba todo. Hablaron durante un largo rato, y Erlendur le pidió que pasara por comisaría a hacer una declaración ante Sigurdur Óli. Llamó a Elínborg y le dio instrucciones. Luego apagó el móvil y se volvió hacia Stefanía, que había puesto el disco de Gudlaugur en el tocadiscos y lo había encendido.
– A veces, en los viejos tiempos -dijo-, al grabar estos discos se grababan también ruidos no deseados, porque la gente no trabajaba con la suficiente concentración o porque la técnica y las condiciones de grabación no era tan buenas. Incluso se puede oír el ruido del tráfico. ¿Lo sabías?
– No -dijo Erlendur, que no acababa de entender adonde pretendía llegar.
– Se puede oír en esta canción, por ejemplo, si se escucha con suficiente atención. Supongo que nadie se da cuenta, a menos que sepa que está ahí.
Aumentó el volumen de la música. Erlendur prestó atención y notó un ruido extraño, lejano, que se oía en mitad de la pieza.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– Es papá -dijo Stefanía.
Volvió a poner el trozo y Erlendur oyó el ruido más claramente, aunque no distinguió lo que decía.
– ¿Es vuestro padre? -preguntó Erlendur.
– Está diciéndole que es maravilloso -dijo Stefanía como pensando en otra cosa-. Estaba cerca del micrófono y no pudo controlarse.
Miró a Erlendur.
– Mi padre falleció ayer tarde -dijo-. Se tumbó en el sofá después de comer, se quedó dormido, como hacía de vez en cuando, y no volvió a despertar. En cuanto entré en el salón me di cuenta de que estaba muerto. Me di cuenta antes de tocarlo. El médico dijo que había sufrido un infarto. Por eso vine al hotel a verte, para ponerlo todo en claro. Ya no tiene importancia. Ni para él ni tampoco para mí. Nada de todo esto tiene ya la menor importancia.
Puso por tercera vez el fragmento, y en esta ocasión Erlendur creyó distinguir lo que se decía. Solo una palabra colgada de la canción, como una nota a pie de página.
«Maravilloso.»
– Bajé al cuarto de Gudlaugur el día que le mataron, para decirle que papá quería verlo y reconciliarse con él. Acababa de decirle que Gudlaugur se había quedado una llave de la casa y que entraba a escondidas, se sentaba en el salón y se marchaba sin que nos diéramos cuenta. Yo no tenía ni idea de cuál sería la reacción de Gudlaugur, si querría ver a papá otra vez o si sería inútil tratar de reconciliarlos, pero quise intentarlo. La puerta de su habitación estaba abierta…
Le tembló la voz.
– … y le vi allí, bañado en su propia sangre…
Calló.
– … con aquel disfraz… con el pantalón bajado… cubierto de sangre…
Erlendur se acercó a ella.
– Dios mío -suspiró Stefanía-. Nunca en mi vida… Aquello era tan horrible que no puede describirse con palabras. No sé lo que pensé. Estaba tan asustada. Creo que lo único en lo que pensé fue en echar a correr y tratar de olvidar aquello. Igual que todo lo demás. Pensé que aquello no me concernía a mí. Que carecía de toda importancia que yo hubiera estado allí o no. Aquello había terminado, era demasiado tarde, y no tenía nada que ver conmigo. Me quité todo aquello de la cabeza, como si fuera una niña. No quería saber nada y no le conté a mi padre lo que había visto. No se lo conté a nadie.
Miró a Erlendur.
– Tendría que haber pedido ayuda. Naturalmente, tendría que haber llamado a la policía… pero… aquello… aquello era tan repugnante, tan antinatural… que eché a correr. Fue lo único en que pensé. En escapar. En huir de aquel lugar espantoso sin que nadie me viera.
Calló.
– Creo que siempre he estado huyendo de él. De una u otra forma, siempre he estado escapando de él. Siempre. Y allí…
Lloró en silencio.
– Habríamos podido intentar arreglar las cosas mucho antes. Yo debería haberlo hecho desde hace mucho tiempo. Ese es mi delito. Papá también lo quería, al final. Antes de morir.
Callaron. Erlendur miró por la ventana y comprobó que la nevada era menos intensa.
– Lo más espantoso fue…
Calló, como si la idea fuera insoportable.
– No estaba muerto, ¿es eso?
Stefanía sacudió la cabeza.
– Solo dijo una palabra, y murió. Me vio en la puerta y pronunció mi nombre. El nombre con que me llamaba cuando éramos pequeños. Siempre me llamaba Steffí.
– Y esos dos le oyeron decir tu nombre antes de morir. Steffí.
Miró extrañada a Erlendur.
– ¿Esos dos? ¿Quiénes?
La puerta de la habitación se abrió de repente con un portazo y Eva apareció en el umbral. Miró fijamente a Stefanía, luego a Erlendur y otra vez a Stefanía, y sacudió la cabeza.
– Pero ¿con cuántas te lo montas? -dijo, mirando a su padre con ojos acusadores.
No detectó ningún cambio en el comportamiento de Osp. Erlendur miraba como trabajaba, preguntándose si nunca daría señales de arrepentimiento o de sentir algún remordimiento por lo que había hecho.
– ¿Ya has encontrado a la Steffí esa? -dijo al verlo en el pasillo. Puso un montón de toallas en el cesto de ropa sucia y cogió otras limpias para la habitación. Erlendur se acercó y se detuvo junto a la puerta de la habitación, con la cabeza en otra parte.
Estaba pensando en su hija. Consiguió hacerle entender quién era Stefanía, y cuando esta se marchó, le pidió a Eva Lind que le esperara. No tardaría mucho, y luego se irían juntos a casa. Eva se sentó en la cama y él se dio cuenta de que había cambiado, que había vuelto a las andadas. Estaba alterada y empezó a acusarlo del caos en que se había convertido su vida, y él se quedó escuchando sin decir nada, sin contradecirla, ni aumentar más su enfado. Sabía por qué estaba enojada. No estaba arremetiendo contra él, sino contra ella misma, porque había recaído en la droga. No había sido capaz de controlarse por más tiempo.
Erlendur no sabía qué era lo que consumía. Miró su reloj.
– ¿Tienes prisa por algo? -dijo ella-. ¡Tienes prisa por salvar el mundo!
– ¿Puedes esperarme aquí? -dijo él.
– Vete a la mierda -dijo ella con voz dura y desagradable.
– ¿Por qué haces esto?
– Cállate.
– ¿Me esperarás? No tardaré y nos iremos a casa. ¿De acuerdo?
No le contestó. Se sentó con la cabeza inclinada y la vista vuelta hacia la ventana con la mirada perdida.
– Estaré de vuelta en un momento -dijo él.
– No te vayas -le rogó ella, su voz no era ya tan dura-. ¿Dónde te estás marchando siempre?
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– ¡¿Qué pasa?! -exclamó ella-. Pasa todo. ¡Todo! Maldita vida de mierda. Eso es lo que pasa, la vida. ¡Todo va mal en esta vida! No sé para qué sirve. No sé para qué se vive. ¡Para qué! ¿Para qué?
– Eva, será solo…
– ¡Dios mío, cómo la echo de menos! -suspiró.
Erlendur la abrazó.
– Todos los días. Al despertar por la mañana y al dormirme por la noche. Pienso en ella cada maldito día, en ella y en lo que le hice.
– Eso es bueno -dijo Erlendur-. Tienes que pensar en ella todos los días.
– Pero es tan difícil, y nunca consigo quitármelo de encima. Nunca. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué se puede hacer?
– No olvidarla. Piensa en ella. Siempre. Así, ella te ayudará a ti.
– Dios mío, cómo lamento lo que le hice. ¿Qué clase de persona soy? ¿Qué clase de persona puede llegar a hacer algo así? A su propia hija.
– Eva. -La abrazó y apoyó la cabeza en su hombro, y los dos se quedaron sentados en el borde de la cama mientras la nieve caía silenciosa sobre la ciudad.
Al cabo de un buen rato, Erlendur le susurró que lo esperara en la habitación. Se la llevaría a casa y festejaría la Navidad con ella. Se miraron a los ojos. Eva se había tranquilizado y le dijo que sí con la cabeza.
Ahora Erlendur estaba junto a la puerta de un dormitorio del piso inferior, mirando a Ösp trabajar, pero sin poder dejar de pensar en Eva. Sabía que tendría que darse prisa en volver a su lado, llevarla a casa y pasar la Navidad con ella.
– Hemos hablado con Steffí -dijo Erlendur, ya dentro de la habitación-. Se llama Stefanía y es la hermana de Gudlaugur.
Ösp salió del baño.
– ¿Y qué, lo niega todo, o…?
– No, no niega nada -dijo Erlendur-. Reconoce su culpa y está intentando comprender qué fue lo que se torció, cuándo sucedió, y por qué. No se siente nada bien, pero está intentando recomponer las cosas consigo misma. Es difícil para ella, porque ya es demasiado tarde para remediar lo que pasó.
– ¿Ha confesado?
– Sí -dijo Erlendur-. Casi todo. De verdad. No lo ha expresado con palabras, pero es consciente de su culpa en todo este asunto.
– ¿Casi todo? ¿Qué quiere decir eso?
Ösp pasó por delante de él para coger el detergente y una bayeta y volvió a entrar en el baño. Erlendur entró en la habitación y la vio trabajar como otras veces, cuando el caso era todavía un misterio y ella era casi amiga suya.
– En realidad, todo -dijo Erlendur-. Excepto el crimen. Es lo único con lo que no está dispuesta a cargar.
Ösp echó detergente en el espejo del baño sin hacer gesto alguno.
– Pero mi hermano la vio -dijo-. La vio apuñalar a Gudlaugur. No puede negarlo. No puede negar que estuvo allí.
– No -dijo Erlendur-. Estaba en el sótano cuando Gudlaugur murió. Pero no fue ella quien le apuñaló.
– Claro que fue ella, Reynir la vio -dijo Osp-. Esa mujer no puede negarlo.
– ¿Cuánto les debes tú?
– ¿Que cuánto les debo?
– Sí, ¿cuánto es?
– ¿Que debo a quiénes? ¿De qué me estás hablando?
Ösp frotaba el espejo como si fuera cuestión de vida o muerte, como si parar significara reconocer que todo había acabado: la máscara caería y tendría que rendirse. De modo que siguió echando detergente y frotando, y evitando mirarse a sí misma a los ojos.
Erlendur la miró, y a su mente acudió una frase de un libro que leyó en cierta ocasión sobre una pobre pordiosera de tiempos remotos: «Era una hija ilegítima del mundo».
– Una colaboradora mía, que se llama Elínborg, acaba de comprobar un informe con tu nombre en el servicio de Urgencias -dijo-. En Urgencias para víctimas de violación. Fue hace aproximadamente seis meses. Eran tres hombres. Sucedió en un bungalow, cerca de Raudavatn. No dijiste nada más. Dijiste que ignorabas quiénes eran. Te secuestraron un viernes por la noche cuando paseabas por el centro y te llevaron al bungalow, y allí te violaron, uno tras otro.
Ösp siguió limpiando el espejo, y Erlendur no pudo ver si lo que acababa de decirle le había causado algún efecto.
– Al final te negaste a decir quiénes eran, y tampoco quisiste presentar una denuncia.
Ösp no dijo ni una palabra.
– Trabajas aquí en el hotel, pero el sueldo no es suficiente para pagar la deuda, ni para pagar tu consumo. Has podido mantenerlos a raya a base de pequeños pagos, y entonces te venden más, pero ya te han amenazado, y sabes que cumplen sus amenazas.
Ösp no le miró.
– No hay nadie que esté robando en el hotel, ¿verdad? -continuó Erlendur-. Lo dijiste para despistarnos, para hacernos buscar por otro lado.
Erlendur oyó pasos en el corredor y vio a Elínborg, acompañada por cuatro policías, llegar a la puerta de la habitación. Le hizo una señal para que esperase.
– Tu hermano está en la misma situación que tú. Quizá los dos tenéis cuentas pendientes con ellos, no lo sé. A él le han dado una tremenda paliza. Le han amenazado. Han amenazado también a vuestros padres. No os atrevéis a denunciar a esa gente. La policía no puede hacer nada, porque son solo amenazas, y después, cuando te atacaron en el centro y te violaron en un bungalow de Raudavatn, seguiste sin denunciarlos. Y tu hermano tampoco.
Erlendur calló y la observó.
– Hace un rato me llamó un hombre. Trabaja en la policía, en la brigada de estupefacientes. A veces recibe llamadas de confidentes, personas que le cuentan lo que oyen por las calles y en el mundo de la droga. Ayer noche muy tarde, en realidad ya hoy, recibió una llamada de un hombre que le dijo que había oído hablar de una chica que violaron hace seis meses y que tenía serias dificultades para pagar sus compras de droga, hasta que pagó la deuda entera hace dos días o así. Las suyas y las de su hermano. ¿Te suena algo de eso?
Ösp sacudió la cabeza.
– ¿No te suena nada? -preguntó Erlendur otra vez-. El que llamó a la brigada de estupefacientes sabía el nombre de la chica y que trabajaba en el mismo hotel en el que mataron a Papá Noel.
Ösp volvió a sacudir la cabeza.
– Sabemos que en el cuchitril de Gudlaugur había medio millón -continuó Erlendur.
La muchacha dejó de frotar el espejo, dejó caer los brazos lentamente y fijó la mirada en su reflejo.
– Intenté dejarlo.
– ¿Dejar la droga?
– No sirve de nada. Y esas personas son absolutamente inhumanas cuando se les debe dinero.
– ¿Querrás decirme quiénes son?
– Yo no quería matarlo. Él siempre se había portado bien conmigo. Pero luego…
– ¿Viste el dinero?
– Yo necesitaba ese dinero.
– ¿Fue por el dinero por lo que lo mataste?
Ella no le contestó.
– ¿No sabías nada de la relación de Gudlaugur con tu hermano?
Ösp se mantuvo en silencio.
– ¿Fue por el dinero? ¿O fue por tu hermano?
– Quizá por los dos -dijo Ösp en voz baja.
– Querías el dinero.
– Y él se estaba aprovechando de tu hermano.
– Sí.
Vio a su hermano de rodillas, un fajo de billetes sobre la cama y el cuchillo delante de ella, y sin pensarlo ni un segundo agarró el cuchillo e intentó clavárselo. Él trató de cubrirse con las manos, pero ella ni se dio cuenta, volvió a apuñalarlo una y otra vez hasta que dejó de defenderse y se quedó apoyado contra la pared. La sangre brotaba de una herida en el pecho, en el lugar del corazón.
El cuchillo estaba ensangrentado, y ella tenía las manos y la bata cubiertas de sangre. Su hermano se había levantado como una flecha y salió corriendo por el pasillo hacia las escaleras.
Gudlaugur dejó escapar un profundo suspiro.
Un silencio sepulcral reinaba en el cuchitril. Ösp miraba fijamente a Gudlaugur y al cuchillo que tenía aún en sus manos. De pronto reapareció Reynir.
– Alguien está bajando por las escaleras -dijo en un susurro.
Él cogió el dinero, agarró del brazo a su hermana, que estaba rígida, inmóvil, y la arrastró con él, salieron del cuchitril y se metieron en el rincón del final del pasillo. Apenas se atrevían ni a respirar cuando la mujer se acercó. Miró hacia la oscuridad pero no los vio.
Cuando llegó a la puerta de la habitación soltó un débil grito y oyeron a Gudlaugur.
– ¿Stejfí? -dijo en un suspiro.
Y no oyeron nada más.
La mujer entró en la habitación, pero la vieron salir enseguida. Retrocedió hasta llegar a la pared del pasillo y se marchó a toda prisa, sin mirar atrás ni una sola vez.
– Tiré la bata y cogí otra. Reynir desapareció. Yo no podía hacer otra cosa que seguir trabajando. Si no, lo descubrirías todo enseguida, o al menos eso pensé. Luego me ordenaron que fuera a buscarlo para la fiesta de Navidad. No podía negarme. No podía hacer nada que pudiera llamar la atención sobre mí. Bajé y esperé en el pasillo. La puerta de su habitación estaba aún abierta, pero no entré. Subí, dije que lo había encontrado en su habitación y que creía que estaba muerto.
Ösp miró al suelo.
– Lo peor es que él nunca me hizo nada malo, siempre se portó bien conmigo. Quizá por eso me enfurecí tanto. Porque él era uno de los pocos que eran amables conmigo en el hotel, y resulta que estaba utilizando de puta a mi hermano. Me puse como loca. Después de todo lo que…
– ¿Después de todo lo que te hicieron? -dijo Erlendur.
– No sirve de nada denunciar a esos cerdos. Los que cometen las violaciones más sangrientas, más abominables, se pasan en la cárcel, quizá, un año, o año y medio. Luego están otra vez en la calle. Vosotros no podéis hacer nada. No hay ningún sitio donde acudir en busca de ayuda. No hay más remedio que pagar. Da igual cómo lo hagas. Yo cogí el dinero y pagué. Quizá lo maté por el dinero. Quizá por Reynir. No lo sé. No sé…
Calló.
– Me puse como loca -continuó-. Jamás me había sentido así. Nunca me había ofuscado tanto la furia. En un instante reviví todo lo que sucedió en aquella cabaña. Los vi. Lo vi otra vez todo, como si volviera a comenzar de nuevo. Cogí el cuchillo e intenté clavárselo en donde pudiera. Intenté rajarlo y él intentó defenderse, pero yo se lo clavé una vez y otra, y otra, hasta que dejó de moverse.
Miró a Erlendur.
– Nunca pensé que fuera tan difícil. Que fuera tan difícil matar a una persona.
Elínborg se asomó a la puerta e hizo una señal a Erlendur indicándole que no comprendía lo que pasaba, por qué no habían detenido ya a la muchacha.
– ¿Dónde está el cuchillo? -preguntó Erlendur.
– ¿El cuchillo? -dijo Osp, y se acercó a él.
– El que utilizaste.
La muchacha vaciló un instante.
– Lo dejé en su sitio -dijo-. Lo limpié lo mejor que pude en la cantina y me libré de él antes de que llegarais vosotros.
– ¿Y dónde está?
– Lo dejé en su sitio.
– ¿En la cocina, donde se guardan?
– Sí.
– El hotel tendrá seguramente quinientos cuchillos como ese -dijo Erlendur, con desesperación-. ¿Cómo vamos a encontrarlo?
– Podéis empezar por el bufé -dijo ella.
– ¿En el bufé?
– Seguramente, alguien lo estará usando.
Erlendur dejó a Ösp en manos de Elínborg y los policías, y se dirigió a toda prisa a su habitación, donde Eva Lind lo estaba esperando. Introdujo la tarjeta de plástico en la ranura de la cerradura, abrió la puerta y vio a Eva Lind sentada en el alféizar de la gran ventana, abierta de par en par, mirando caer la nieve sobre el pavimento, varias plantas más abajo.
– Eva -dijo Erlendur en un tono tranquilo.
Eva dijo algo que él no oyó.
– Venga, cariño -dijo él, acercándose a ella con mucho cuidado.
– Parece tan sencillo -dijo Eva Lind.
– Ven, Eva -dijo Erlendur en voz baja-. Vámonos a casa.
Ella se dio la vuelta. Lo miró un largo instante y luego asintió con la cabeza.
– Vamos -dijo en voz muy baja, bajó al suelo y cerró la ventana.
Erlendur se acercó a ella y la besó en la frente.
– ¿Te robé yo tu infancia, Eva? -dijo él en voz baja.
– ¿Cómo? -preguntó ella.
– Nada -dijo él.
Erlendur la miró largamente a los ojos. A veces veía en ellos un cisne blanco. Ahora eran negros.
El móvil de Erlendur sonó en el ascensor, cuando estaban bajando al vestíbulo. Enseguida reconoció la voz.
– Solo quería desearte una feliz Navidad -dijo Valgerdur. Parecía como si susurrase al teléfono.
– Igualmente -dijo Erlendur-. Feliz Navidad.
Cuando llegaron al vestíbulo, Erlendur entró en el comedor, que estaba atiborrado de extranjeros regalándose con las exquisiteces navideñas del bufé y parloteando en todos los idiomas posibles, de forma que un alegre murmullo se extendía por toda la planta baja. No pudo evitar pensar que alguno de ellos tenía en las manos el arma del crimen.
Le contó al jefe de recepción que era bastante posible que fuera Rósant quien le envió a aquella mujer que se acostó con él para exigirle luego que le pagara. El recepcionista dijo que ya sospechaba algo por el estilo. Ya había dado cuenta a los propietarios del hotel del tráfico que se llevaba a cabo en el establecimiento con la complicidad del director y el maître, pero no sabía qué decisión tomarían.
Erlendur vio de lejos al director del hotel que miraba con expresión de asombro a Eva Lind. Erlendur intentó fingir que no lo veía, pero el director tenía rápidos reflejos y le cortó el paso.
– Tan solo quería darte las gracias, ¡naturalmente, no tienes que pagar por tu estancia!
– Ya he pagado mi cuenta -dijo Erlendur-. Adiós.
– ¿Qué hay de Henry Wapshott? -preguntó el director, ya casi pegado a Erlendur-. ¿Qué pensáis hacer con él?
Erlendur se detuvo. Cogió de la mano a Eva Lind, que dirigió la vista al director del hotel con la mirada perdida.
– Lo enviaremos a Inglaterra. ¿Algo más?
El director estaba inquieto.
– ¿Piensas hacer algo sobre las mentiras que te contó la chica aquella sobre los congresistas?
Erlendur sonrió para sí.
– ¿Te preocupa el asunto? -dijo.
– Es una sarta de mentiras.
Erlendur tomó del brazo a Eva Lind y se dirigieron hacia la puerta de salida.
– Ya veremos -dijo.
Cuando cruzaron la puerta, Erlendur se percató de que la gente se detenía donde estaba y miraba a su alrededor. Las empalagosas canciones navideñas americanas habían callado y Erlendur sonrió para sí al comprobar que el jefe de recepción había cumplido sus deseos acerca de cambiar la música de los altavoces. Pensó en los discos no vendidos. Le había preguntado a Stefanía dónde creía que podrían estar, pero ella no lo sabía. No tenía ni idea de dónde los tenía guardados su hermano, y consideraba bastante improbable que pudieran encontrarlos algún día.
Poco a poco se fue acallando el bullicio del comedor. Los huéspedes del hotel se miraban unos a otros con gesto de asombro y miraban al techo en busca del origen de aquella voz extraña y bellísima que llegaba a sus oídos. Los empleados escuchaban en silencio, inmóviles. Era como si el tiempo se hubiera detenido por un instante.
Salieron del hotel y Erlendur cantó el bello salmo en voz baja, acompañando a Gudlaugur niño, y percibió de nuevo la profunda añoranza en la voz del muchacho.
Oh, Padre, haz de mí una débil llama en mi breve existencia…