Para mi hermano, muerto en verano frente al Guadarrama.
Tu voz, de valle en valle y peña en peña, de tu cólera espejo contrahecho,
incita a tus iguales a verdugo,
para sacar de todo -¿qué provecho?-
más trabajo, más bueyes y más yugos.
Miguel Hernández
Tosió por dos veces, débilmente, con una tosecilla seca. Luego, escupió. El salivazo cruzó él caballo de frisa y fue a estrellarse sobre el montón de arena que impide el tránsito rodado por la calzada en obra. Para desenganchar el farolillo rojo tuvo que empinarse. Lo alcanzó difícilmente, de puntillas sobre las alpargatas de suela de cáñamo. No le fue necesario apagarlo. La llama se había consumido ya sola por falta de aceite. Sin embargo, levantó el cerrojo, hurgó en el pabilo y volcó la cazoletilla de latón. Hizo con la cintura un quiebro inútil para aminorar el dolor desgarrado de los bronquios. Por el vértice de los hombros le corría la cosquilla suave del amanecer, la agridulce cosquilla tísica.
El silbo del tren mensajero, que serpentea a primera hora la servidumbre de los Alcores, llegó resoplando la cuesta arriba jadeante, con el mismo ritmo cansino de su corazón. Respiró hondo con miedo, como si el aire al entrar en sus pulmones le fuera a quebrar una vértebra. Se sentó después al borde de la cuneta de la carretera y colocó una mano sobre la mejilla; se limpió los dedos de la otra en los perniles de los pantalones, cortó luego un tallo fresco de hierba y lo mordió, castañeteando los dientes. El silbo del tren llaneaba ya la planicie entre los olivares. Su corazón y el corazón de la locomotora bombeaban la sangre y el agua a un ritmo más suave y preciso. Cuando la máquina dejó de silbar llegó el traqueteo de los vagones sobre la vía férrea. Los penachos de humo subían lentos por detrás de las casas encaladas de las afueras del pueblo. Contempló un instante las nubéculas blancas, que se desparramaban deshechas por la labrantía, e hizo palanca con las manos sobre los muslos para incorporarse.
Todos los días, después de descolgar el último farol, el de Valdehigueras, espera a los braceros que cruzan el pueblo, para, por la Barranca del Maestro-escuela, que les acorta en un cuarto de legua la andadura, bajar a las cortijadas. Y, casi todos, pegado a la jamba de la taberna de Florencio, encuentra a alguien que le invita a una caña de aguardiente y le alivia el repeluco con un golpe animoso sobre el costillar.
Vuelve a toser y la tos se le encabrita en la garganta y se le quiebra en galladas sanguinolentas. Blandamente, las suelas de sus alpargatas apagan el inverosímil murmullo de las pisadas borrachas de su cansancio, mientras camina lentamente hacia el pueblo.
Hasta que no llega a la taberna de Florencio no advierte su retraso de casi media hora. Los braceros han cumplido ya su rito mañanero. Florencio, en mangas de camisa, aprieta sobre los platillos de hojalata el café recién molido y la zurrapa de la víspera, seca al sol y aliviada de achicoria. Las maquinillas, alineadas sobre el mostrador, cabrillean bajo la luz amarilla y sucia de las bombillas empolvadas. Florencio levanta las manos interrogantes y limpia luego la barra con un paño húmedo. Tamborilea después con los dedos sobre la madera y, resignado, llena de aguardiente una copa de cristal.
De nuevo tose. Le llega a la boca el regusto agridulce y sanguinolento del esputo. Con mal pulso echa al coleto el copetín que Florencio le ha puesto delante. Luego pasa la lengua por el perfil descolorido de los labios, y, convulso, se apoya en la barra.
– ¿Qué…? -pregunta Florencio.
No contesta. Saca un billete mugriento y hace ademán de pagar. Florencio rechaza:
– Da igual, hombre, déjalo. Por un día quien lo va a saber. Hoy soy yo el que te invita.
– Tú tienes en esto tu comer - dice sin convicción. Y enseguida, con reticencia-: Ya me has invitado muchas veces…
– Es lo mismo, te digo. No vamos a salir de pobres ni por una ni por mil copas que no pagues.
La peseta vuelve a ocupar su sitio en el bolsillo de la pretina del pantalón,
– Lo que es hoy se te fue el santo al cielo – prosigue Florencio-. Se te quedaron dormidas las cabras en el corral.
– Como tengo cogida la hora y me fío de la luz…
– Si tuvieras que levantarte como yo todo el año a las cinco ya verías lo que es bueno.
– Señal que tendría también una tasca. Que lo que es cuando terminen con el pavimento y con la conducción de agua y quiten los frisones y no haya que alimentar ya más farolillos… el pico al viento. Eso es lo que tendré que poner. O darme un chocazo contra cualquier esquina y acabar cuanto antes.
– A ti lo que te convenía es un sanatorio. Ver la forma de que te buscaras un sanatorio y terminaras de curarte de una vez. Vas a estar dando tumbo para arriba y para abajo toda la vida. Cuando no tengas remedio es cuando vendrán los ayes.
– A mí lo que me conviene es morir, Flore. Morirme de una vez.
– No tengas pena, que no te vas a quedar aquí. No tengas pena, que tarde o temprano has de mascar tierra como cada quisque. Pero que no tienes tú edad todavía para irte tan pronto para el otro barrio y estar pudriéndote bajo las malvas. Se patea lo que haya que patear. Se busca una influencia; alguien que pueda hacer algo. Pasa también que tú eres un orgulloso. A la gente lo que hay que darle es una de cal y otra de arena. Hacer el quite ¿comprendes?. Una cara aquí y otra allí y a vivir, que son dos días. Nada de remilgos cuando se lleva como tú plomo en las alas. Nada de hacer feos ni de sentirse melindroso. Sabes que si le fueras al alcalde con la pena y te trabajaras la lástima, otro gallo te cantaría. Pasa que en este mundo hay que saber estar bien con la gente. Y tú, perdona, eres un poquito esquinao, en el buen sentido de la palabra se entiende, y no sabes darle a cada toro la lidia que necesita – se empina por encima del mostrador y le da una topada cariñosa sobre la espalda-. ¡Que hay que saber vivir!. ¡Que es menester que vayas aprendiendo a conducirte por este valle de lágrimas!. ¡Que ya es hora!.
La luz nueva lancea las pequeñas bombillas, las desdibuja sobre el techo. Florencio se desprende del mandil, da la vuelta al mostrador y se asoma a la puerta de la taberna para echar un vistazo a uno y otro lado de la calle. – Y oye otra cosa que te voy a decir – continúa ya de vuelta hablando como a escondidas, vagamente, como queriéndole quitar importancia a la confidencia que no puede reprimir más tiempo-: Que no te fíes de Antonio el de Cristóbal, que ayer hablando con el contratista, aquí mismo donde tú estás ahora – señala el trozo de mostrador donde Carlos está apoyado-se dejó caer con que te pasas las horas durmiendo y dejas los faroles sin cuidar, sin alimentarlos de aceite. Que si se entera quien dijimos te la buscas y te pone de patitas en la calle; te da el boleto rápido. Ahí como lo ves, Antonio el de Cristóbal, tiene siete gatos en la barriga.
– Se te agradece, Flore – le sube de nuevo un repeluco por la espalda que le estremece los hombros -. Se te agradece – repite lentamente-. Ahora que yo te digo que Antonio el de Cristóbal no ha tenido lo que tienen que tener los hombres para decir eso. No ha tenido lo que hay que tener para decir una cosa así. Eso por un lado, que por otro, Antonio el de Cristóbal, se ha criado conmigo y hemos jugado juntos de chicos. Lo que pasa es que no oíste bien. No debo creer que oíste bien, Flore.
Florencio levanta los hombros y deja en suspenso en el aire la mano izquierda. - Tú sabrás – dice -. Tú sabrás a quién es preferible creer. Con el corazón sano he querido decirte las cosas como son para prevenirte y ponerte en aviso. Te aprecio y me da grima verte como te veo vendido por unos y por otros.
– Eso es cosa mía, Flore. Cada cual vive la vida como le viene en ganas.
– Tú sabes que soy el primero en admirarte. Que lo cortés no quita lo valiente. Dichoso tú que tienes esa manera de pensar y que, rabiando, mordiendo, todavía puedes permitírtela, porque hoy por hoy, después de todo, lo que tienes que dar todos los días es gracias a Dios. Mientras tu madre siga echando medios días de lavado no hay novedad. Hasta que se acaben los calores y haya veraneantes no os faltará a ninguno de los dos un pedazo de pan que llevaros a la boca, aunque a ti te pongan en la calle. Mucho trabajo es para ella, la pobre; no te creas que no me da pena verla todo el día para arriba y para abajo de la Colonia a tu casa y de tu casa a la Colonia con la canasta de ropa hasta los bordes -limpia bajo el grifo los vasos de cristal y los va luego colocando junto a los platillos de hojalata rebosantes de café molido -. Sabes que si me permito darte un consejo es porque siempre aprecié a tu familia y serví al rey en la Cartuja con tu tío Julián.
Deja a Florencio con la palabra en la boca, porque cuando Florencio levanta los ojos de la pileta de cinc lo ve ya cruzar la calle y agitar una mano para despedirse al llegar a la esquina.
– Estos chavales – dice Florencio -. Estos chavales de ahora que parece que se van a comer el mundo. Por mi ya puedes reventar cualquier día. Ya podéis reventar todos juntos.
Al llegar al Cerrete de la Cruz engurruña los ojos frente al brochazo insultante del caserío encalado. La calle se le resbala ahora mientras camina cuesta abajo. La dinamita del granel de "Machaco" aprieta sobre la vejiga y le produce ganas de orinar. La niebla blanquecina del amanecer se deshace lentamente dejando al descubierto los barracones del tiro al blanco, los tiovivos, las voladoras, las casetas listadas de almagra y añil de los titiriteros acampados sobre el prado común, a la izquierda; y a la derecha la larga calle bien pavimentada de la Colonia veraniega- que es una prolongación de la carretera general o la carretera misma -sombreada de acacias, con sus automóviles multicolores, aparcados entre la arboleda y la cuneta, y sus altos setos de pitósporos.
Queda parado un momento y parece orientarse. Mira a un lado y otro y, por fin, continúa en línea recta hacia la camioneta roja que Chico Mingo calza con un tarugo de madera al fondo de la calle.
Chico Mingo le ve llegar y se queda inmóvil, en mitad de la calzada, después de echarle un vistazo a las ruedas traseras, con las dos manos apoyadas sobre el mango de la pala que acaba de sacar de bajo el asiento de la cabina.
Los faroles tintinean sobre el aro de metal que los sujeta. Cuando llega a la altura de Chico Mingo deja el aro en el suelo. Chico Mingo pregunta:
– ¿Qué, ya estamos de vuelta?.
Carlos hace un ademán torpe y levanta los hombros.
– También que la vida que tú te pegas es para no vivir mucho -dice Chico Mingo-. Es malo eso de no pegar un ojo en toda la noche.
– Siempre será mejor que estar en la zanja.
Chico Mingo saca un paquete de picadura y un librillo de papel de fumar del bolsillo de su mono de peto. En el momento en que va a ofrecérselo se arrepiente:
– Ya no me acordaba de que ni fumas ni bebes.
– No, no fumo. A veces, un pitillo liado.
– Ni eso siquiera deberías fumar. No es nada lo del ojo. Dinero que te ahorras; que de algo te tenías que beneficiar con la enfermedad. Ya quisiera yo, ya, tener un pretexto como el tuyo; que ganas no me faltan de dejar él tabaco.
– Un poco de voluntad es lo que tienes que echarle.
– Para otras cosas la quisiera yo y no la tengo, cuanto más para echar humo. Para no quedarme dormido como me quedo en el volante. Otra cosa de las que te envidio. ¿Ves el camión como lo tengo hasta los topes de arena?. Pues debía haberlo descargado anoche. Volví con él de la ribera no sería la una; aún no había terminado siquiera la segunda sesión de cine. ¿Sabes lo que hice?. Que en vez de haberlo descargado como me correspondía y haberme quedado libre hoy por la mañana para otro porte, me eché a dormir. Una hora larga voy a tardar en descargarlo y un acarreo que me pierdo; pero no me importa. No hay nada como el sueño. Cuando me compre el basculante será otro cantar y no me veré obligado a estar dale que te dale con la pala; pero mientras, ¡que remedio!-. Baja el tono de la voz y enciende el cigarro -. Claro que tú, aquí entre nosotros, eso de que estás toda la noche en vela vamos a dejarlo.
– Doy las tres vueltas que tengo que dar: una a las doce, otra a las tres, y la última para recogerlos en cuanto amanece. Pon hora y media para cada ronda y ya tienes la noche completa sin pegar un ojo.
– Un procedimiento muy antiguo y muy pasado de moda ése de poner en los frisones un farolete de aceite, habiendo como hay electricidad y linternas de pila, porque ¿quién quita que de noche venga una bocanada de aire y entre por una rendija y apague el farol y el que llegue por la carretera y no vea la luz se estrelle?. Poco me faltó a mi para que otro tanto me sucediera volviendo la otra noche de la ribera; que si no me tragué la valla fue de puro milagro, porque más o menos se donde está. Si es un forastero que no conoce el terreno se espachurra como las mariposas en el radiador. Claro que nadie puede evitar que una racha de viento puñetero apague la alcuza. ¿Verdad, Carlitos?.
– Tampoco puedo estar yo en todas partes y a todas horas. No es mía la culpa. Si un farol se apaga, al llegar la próxima ronda se vuelve a encender.
– ¿Y mientras?. Si alguien se estrella, que se estrelle contra un frisan-sube a la batea de la camioneta después de abrir los portalones y comienza a empujar la arena por los bordes de la caja para dejarla caer sobre la calzada -. ¡Carlitos, que nos conocemos!. ¡Que no han sido una sola noche ni dos, ni siquiera cinco…!. Que desde que se inauguraron las obras estoy volviendo de madrugada de la ribera y ni una sola noche estaban los faroles encendidos. Que ni les das una vuelta, ni les echa aceite. Que el día menos pensado vas a tener un disgusto gordo. Te lo digo porque, al fin y al cabo, ni me va ni me viene, ni me voy a ir con el cuento. Sabes bien que no soy de los que me voy con el cuento. Ahora que de eso a decirte que soy el único que de noche echa de menos la luz, tampoco. Ahora no es ya como hace unos años; que, aunque los frisones no estén en la general, hasta las de tercer orden tienen tráfico. Todo eso sin dejar yo de comprender que tú no estás para resistir en vela toda la noche, ni mucho menos. Estás para sopita y buen vino y para cuidarte. Pero ¡imagínate que un loco americano de esos vuelve de noche borracho, cosa que no tendría nada de particular porque lo raro es que estén alguna vez serenos, y se te pega el tortazo!. No iba a ser a mi al que metieran en la cárcel.
– No tengo yo la culpa que el viento apague los faroles – sonríe-. Al viento no creo que puedan meterlo a la sombra.
La arena que va arrojando Chico Mingo forma ya un montón sobre la calzada, junto a las zanjas abiertas donde antes de una hora empezarán a trabajar los hombres. El acero de la pala brilla húmedo y terso como un espejo. En una ventana una mujer riega los tiestos de flores. El agua y el barro salpican el blanco lechoso del muro.
– Tú juega, juega y verás -dice Chico Mingo-.
Una cosa si que podías hacer, si es que a ti ya no se te ha ocurrido, y que te salvaría de complicaciones caso de que hubiera novedad, que Dios no lo quiera.
Carlos permanece junto al camión, con el aro de los faroles que ha vuelto a tomar del suelo, y con una media sonrisa que le asoma tímida por la lividez de los labios y se le abre en ángulos bajo las orejas y le llega al extremo mismo de los ojos.
– Que no sé si ya lo harás – prosigue Chico Mingo – porque tú no tienes ni un pelo de tonto, y ése si que sería un buen procedimiento para que nadie pudiera nunca decir que has abandonado la guardería. Y bien fácil que es; todo consiste en que dejes las alcucillas siempre llenos de aceite y prendas la mecha y la vuelvas tú mismo a apagar. Siempre se le podría echar así la culpa al viento. Así si que no te cogías los dedos, no faltando el combustible en el mariposero. Nadie podía decir que no la habías vuelto a llenar a su hora. ¿Qué te parece la idea?.
Carlos no contesta. Continúa sonriendo con los ojos puestos en las hilas de agua que resbalan hasta el muro desde la ventana.
– Buen lagarto estás hecho – prosigue Chico Mingo -. Qué pocas cosas habrá que se te hayan pasado a ti por alto y que tú no sepas. Si desconfías te diré que eso que te fue dicho del aceite es lo que hacía mi padre antes de la guerra, cuando estaba trabajando en Obras Públicas. Era también guarda nocturno. Pregúntale sino lo crees al padre de tu primo Toto que estaba con él de ayudante. Pregúntale y verás cómo la que te digo es la fija. Claro que entonces eran otros tiempos.
Carlos echa a andar sin contestarle y sin dejar de sonreír mientras baja la calle. Chico Mingo se encoge de hombros y se pone a silbar mientras va rebañando de arena la batea de la camioneta.
Con un carnero abierto en canal, terciado sobre el serón de un burrillo enano, el carnicero suba también en la cuesta arriba. Cuando se cruza con Carlos hace un gesto con la cabeza que Carlos no contesta. Una mujer barre con una escoba de palma la delantera del portal al final de la calle. Carlos pasa a su lado y le da una palmada sobre el trasero. La mujer sonríe sin dejar de barrer. Más adelante se cruza con tres hombres que vuelven de haber pasado la noche guardando una viña o un melonar. Uno de ellos lleva terciada la escopeta sobre la espalda. Los otros caminan arrastrando por el suelo un largo chuzo con una punta de hierro.
La campana de la iglesia da el último toque de la misa de alba, y la brisa despeina en la campiña, al fondo de la calle, la roja panocha de los maíces híbridos en medio de las hazas cenicientas de los olivares.
Al dejar resbalar las manos por la baranda de la galería, las manos se le mojan. Se da cuenta que sobre ellas ha quedado polvillo húmedo y pastoso de orín; igual que si fuera invierno y estuviera asomada al balcón de su casa en la ciudad un día de lluvia.
Se ha levantado temprano porque es un día señalado. No hubiera podido permanecer más tiempo acostada. Todo a su alrededor es, sin embargo, como otro día cualquiera. Su marido ha salido para la ciudad a la hora de siempre. Como un leve susurro presintió su adiós en la duermevela de su amanecida, cuando parecía que, por fin, tras su noche insomne, iba a rendir al sueño.
La camioneta de Chico Mingo enfila la carretera y entra renqueando en la zona arbolada de la Colonia, pero ella no la ve siquiera pasar. Sigue apoyada sobre la baranda. La camioneta cruza por delante de la verja de la casa, carretera adelante, camino del transformador eléctrico.
La niebla sigue todavía pegada a los parterres, a la grama. Frente a ella, al otro lado de la calle, mistress Humprey cuida su jardín. Con el rastrillo asienta los montoncitos de arena que se levantan al borde de los arriates. No puede remediar sentir una solapada antipatía por Mrs. Humprey. No sabe decirse por qué. A veces, piensa que quizá por el equilibrio de su vientre y de sus caderas bajo el pantalón de sarga azul, por la flexibilidad de sus movimientos, por la forma leve y pequeña de su busto, por su andar elástico, por el timbre pastoso de su voz. También para Mrs. Humprey es un día como otro cualquiera; lo mismo que para Mrs. Linda Cheehw, su vecina más próxima, y para todos los otros habitantes de la Colonia, a muchos de los cuales no conoce ni siquiera de vista. Para todos los hombres y todas las mujeres del pueblo: para los peones agrícolas, para las muchachas que escardan la cizaña en el olivar, para los obreros que parten bajo el sol, con el mazo de hierro, la dura piedra gris en las regolas de las calles, es un día más solamente.
No hace el calor asfixiante de otros años. Por la tarde se levanta enseguida la brisa. Le resulta agradable pensar que, a la falta de distracciones de un veraneo lejos del mar, no se une la mandanga caliginosa de otros años. Y todo por culpa de Andrés, de su hijo. Sin embargo, da gracias al cielo, a todas horas y en voz alta, de que no se trate de nada realmente serio, de que haya sido sólo el estirón de los diecisiete, de que la destemplanza y el mal color hayan casi desaparecido antes de finalizar la tercera quincena de reposo. No puede quejarse de la casa -con las manos sobre la baranda contempla ahora los metros cuadrados de su extensión, en los que parecía no haber caído -. Ha sido arrendada para la temporada y ocupa el centro mismo de la calle, el epicentro de la barriada residencial.
Desde la galería ve a su hija Lisi sobre la bicicleta, al aire los muslos prietos, tostados por el sol, cruzar el sendero enarenado, abrir la verja de hierro y salir luego a la carretera casi azulada, húmeda aún de rocío nocturno.
Es temprano; pero Lisi cree que llegará tarde. A derecha e izquierda de la carretera, los pájaros revolotean sobre los jardines, patinan sobre las acacias, sobre los plátanos de India.
Andrés no se ha levantado todavía. Para él no hay excursión. Su hermana y los amigos de su hermana le son indiferentes. Si no estuviera obligado a reposar, saldría a pasear solo. Solo deambularía por los secos barbechos blancos, por la tierra árida, quemada por el sol. El timbre de la bicicleta de Lisi, al pasar bajo su ventana, le ha despertado definitivamente. Se sienta en la cama y se distrae viendo cruzar los pájaros, mientras Lisi se pierde en la cinta brillante del asfalto, calle arriba.
Muy temprano oyó a su padre. Escuchó la bocina del automóvil bajo la arcada del garaje. A la misma hora lo oye cada día y continúa durmiendo. Poco antes de las siete lo despiertan para la primera toma de alimento, para el primer vaso de leche. Se lo sirve Mari, la doméstica, tan joven como él; pero maciza, fuerte, rubicunda. No tiene apetito, pero desea que Mari entre ya en su cuarto con la bandeja del desayuno. Se impacienta y mira su reloj de pulsera colocado sobre el cristal de la mesilla de noche.
Mari entra por fin con la bandeja del desayuno y se sienta a los pies de la cama:
– ¿Te lo comerás todo, no?.
– Te lo tienes que comer todo. -Si.
– Estás débil. Estás flacucbo. Estás hecho un pajarito.
– No te metas. Te tiene sin cuidado que coma o deje de comer.
– Anda -dice Mari -haz un esfuerzo. Si fuera tu hermana había acabado ya con todo.
Cuando Mari sale del cuarto toma la bandeja y la coloca sobre la mesilla de noche. Vuelve a tenderse sobre la cama y entorna los ojos.
Lisi pedalea ya rítmicamente. A Lisi le hace ilusión la jira campestre. En ella tendrá ocasión de conocer a Momi, de la que tanto ha oído hablar.
Los guijarros minúsculos de la orilla del asfalto se disparan oblicuos bajo las llantas de aluminio. Comienza a silbar débilmente. Le cuesta hacerlo mientras pedalea a prisa, con el desayuno aún casi en la boca, con el regusto en el paladar de las galletas, la mermelada y la mantequilla. Intenta imaginarse a Momi y va uniendo perfiles conocidos con peinados conocidos y con naricillas conocidas y con labios carnosos y con pestañas, y va formando una imagen que no llega a cuajar porque se desvanece con cada nuevo pedalazo.
Sin desmontar de la bicicleta, tira del cordón de la campanilla de la casa de Araceli. La casa de Araceli es el punto de reunión de los excursionistas. Nadie contesta a su llamada. La repite una y otra vez hasta que, por fin, Araceli en pijama se asoma al balcón:
– Pero ¿qué hora es?. ¿Te has vuelto loca? – le grita.
No sabe qué contestar. Hace bocina con las manos tras la verja. Grita también:
– Pensé que era tarde, ya ves…
– Espera un momentín que ya le doy al pestillo y bajo.
– ¿De verdad que no ha venido nadie?.
– ¿Quién va a venir, mujer, con la hora que es? – se regincha de la baranda de la balconada con medio cuerpo fuera y da un corto silbido, luego chasca la lengua y hace palillos con los dedos -. Creí que no iba a resultar. Te cae muy bien la marsellesa, Lis. Si llego a saber que entona con la falda me compro también una.
Hace arabescos con el manillar y termina sosteniéndose con una mano sobre un árbol del acerado:
– Hay que arriesgarse -dice-. ¿Te gusta en serio?. Con las combinaciones de color hay siempre que arriesgarse. Y con la falda de tergal blanco va aún mejor.
En la verja salta el pestillo automático.
– Pasa – dice Araceli -. Sube y no hagas ruido que está todo el mundo en la cama.
Lisi deja la bicicleta sobre la valla y atraviesa el jardín. Sube de puntillas la escalera. Araceli la espera en el descansillo del primer piso. Se abrazan, se manosean, se pellizcan como si hubieran pasado muchos años sin verse:
– ¡Qué barbaridad, qué madrugadora!.
– No tenía ni chispa de sueño – miente -. Me levanté porque no tenía ni chispa de sueño.
– Vamos a mi cuarto – dice Araceli -. No hagas ruido.
Camina tras ella por el pasillo encerado. Al llegar al cuarto de Araceli se deja caer sobre la cama deshecha. Le gusta el cuarto de Araceli; el dibujo del papel de las paredes, el tocador forrado de cretona. La casa de Araceli no es una casa arrendada como la de ella. Si no fuera porque a su hermano le dio por toser, hubieran veraneado en la playa, como todos los años, y no se vería obligada a dormir en un cuarto extraño, sin intimidad, alejada de todos sus recuerdos infantiles, de sus muñecos de trapo, de sus gacelas de porcelana de todos los tamaños y sin una ventana frente al mar.
La cama guarda el aroma tibio del cuerpo de Araceli. Restriega la cara por la almohada. Araceli se lava los dientes en el cuarto de baño. Le llega el olor fuerte y penetrante del dentífrico, el murmullo del agua que cae sobre el lavabo. Se incorpora y se deja caer sobre uno de los guarderones. Araceli sale del cuarto de baño con un cepillo de cabeza en la mano. En el espejo de luna ovalada del tocador, mientras mueve las piernas como si aún continuara pedaleando, contempla el jardín invertido, invertida la imagen de Araceli que se cepilla el pelo ante el espejo.
– ¿Por fin, cuántos somos? – pregunta.
– Vete a saber. A última hora, por lo menos la mitad cambia de idea.
En la verja suena el campanil. Invertidas, cinco bicicletas aguardan tras el cancel. Salta de la cama, se asoma al balcón y agita las manos.
– Baja un momentín – dice Araceli – y les adviertes que no se me pongan a enredar. En cuanto despertáramos a mi padre aguábamos la función. Ya sabes que con eso del sueño es peor que una marmota. Araceli se asoma al balcón para verla cruzar el jardín; luego regresa al tocador y se pone a hacer visajes con la cara, mientras va ordenándose descuidadamente los cabellos sobre la frente.
El cielo es de un azul leve. Hay unas nubes espectrales, delgadas como filamentos de algodón, que pasean muy despacio por el azul. Sigue recostada sobre la baranda de la galería y sus ojos no están fijos en ningún objeto sino perdidos, ausentes, en la lejanía cenicienta del olivar, que se bifurca al fondo en dos ramales, tras el alternador y las tapias encaladas del cementerio.
De un momento a otro llegará a la Colonia veraniega el ómnibus azul con rayas verticales amarillas que recoge a todos los niños americanos en edad escolar, para llevarlos, como todos los días, al "scholl-children" de la Base.
Para todo el mundo – hasta para los niños – el largo día de la segunda quincena de julio, es un día más solamente. Lisi volverá de su excursión con la piel más tostada si eso fuera posible y Andrés habrá languidecido unas horas más, cuando anochezca, bajo las moreras y los plátanos de India sobre la chaise-longue, en el jardín. O todo habrá entonces terminado para ella, o, por el contrario, se verá obligada a inaugurar una nueva vida.
Sonríe con amargura, con resignación. Es preferible que de una vez suceda lo que tiene que suceder. La esperanza del imponderable se agarra, no obstante, cabalística, preñada de interrogantes, al hilo desmayado de su carraspera cuando abandona la galería, en el momento mismo que un reactor traza con su estela de keroseno una línea platina sobre el cielo.
El sol sube despacio por las laderas de los Alcores. La tierra negra y esponjada de las huertas rebrilla con la luz nueva; con la luz nueva reverbera la tierra calma, que se tornasola de ocres y de azules en los surcos donde la flor blanca del algodón, húmeda de blancura, se despereza.
Al fondo el pueblo asoma a la vertiente sur. Del pueblo, a un tiro de pistola, llega el tintinear de las esquilas de las cabras que salen a pastar a los secos barbechos.
A la puerta de la taberna de Florencio, silenciosos, con los brazos cruzados o dejados caer a lo largo del cuerpo, una hilera de hombres tristes y serios, esperan el chalaneo de lo que caiga, el medio jornal por cuidar un jardín, por descargar una "frigidaire" o unos muebles de improbables rezagados veraneantes, mientras envidian la suerte de los que lograron ser admitidos como peones en las obras de pavimentación y acometida de agua de la calle Real.
El reactor da una vuelta sobre si mismo y enfila una toma de altura en el imaginario gráfico del azul. En la puerta de la taberna, los hombres siguen sus piruetas con los ojos entreabiertos. Un carro cargado hasta los bordes de cañas de maíz temprano, tirado por dos bueyes parsimoniosos, busca la curva de la calle para tomar la carretera sorteando las regolas abiertas.
Florencio sale a la calle con un gancho de hierro para correr el toldo listado que encapota la terraza de la taberna. Los hombres se apartan para dejarle paso y lo miran dar vueltas y más vueltas al torniquete mientras el toldo va desplegándose. Luego vuelven a mirar hacia el cielo donde el reactor y su estela de keroseno se han ya disipado como un mal sueño. El boyero pica con la punta de su aguijón el lomo de los bueyes que caminan despacio con su carga cimbreante.
Cuando de nuevo regresa a la galería y vuelve a apoyar las manos sobre la baranda, la baranda está ya seca y los dedos resbalan en el polvo dorado de la herrumbe. La carreta cargada de maíz cruza por delante de la verja verde. Una lista de sol se quiebra sobre el rojo de las panochas en lo alto del carro, donde se anudan las cordadas de cáñamo que sujetan la carga.
Está familiarizado con la carretera que, desde la Colonia veraniega serrana, le lleva cada mañana a la ciudad. Conoce cada peralte, cada ensanche, cada una de sus curvas y de sus repechos.
Con la mano derecha sobre el volante, baja despacio, suavemente, la última pendiente de los Alcores, de los collados rojos sembrados de olivos, donde en menos de cinco kilómetros es inútil buscar una linde de separación, ni siquiera una servidumbre de paso; con la mano derecha sobre el volante reluciente, suave al tacto que nada le recuerda a aquellos otros de ebonita de los "Ford", ni los de madera nudosa de los "tres hermanos comunistas" tomados al enemigo, con los que tantas veces cruzó las cotas buscando las vaguadas desenfiladas, con su carga de vida o de muerte: muertos en la cuesta arriba, muertos de los que cercaban la ciudad -otra ciudad con muchos más miles de almas que la que ahora tiene a sus pies – cuya caída pronosticaba para el día siguiente cada nuevo boletín de guerra y que tardó en rendirse dos años; y vivos, vivos cuesta abajo que reemplazarían a aquellos muertos y morirían también posiblemente.
Se ahorró el sudor, el frío, la fiebre, la trinchera enfangada y abrió los ojos a las posibilidades del transporte por carretera que le convertirían de un "sin oficio ni beneficio" en un "carnet de primera especial". Las ventajas del retorno las aprendió allí, vivaqueando, echando un tercio de baraja a la muerte. En vez de granadas, víveres; en vez de hombres vivos o muertos, víveres. Víveres de la clase que fueran. Víveres que habrían de engullir juntos los vencedores y los vencidos de una ciudad que tarde o temprano tendría el pulso de la paz, los horrores primeros de la paz; sin obuses, sin alarmas, sólo con descargas sobre el paredón, al alba, y apenas que llevarse a la boca.
Aprendió la lección sobre los desmontes, sobre la cochambre de un ejército a punto de licencia, al compás de la armónica de los desocupados, de las canciones tristes del atardecer.
Cambia de velocidad. El paso a nivel está cerrado. Todos los días reniega de él, como renegaba de aquel otro cuando lo cruzaba con su carga de muchachos cantando. La barrera es blanca y roja y separa la campiña, que se apernaca en los alcores, de los suburbios de la ciudad. Una hilera de automóviles espera que la barrera se eleve sobre el balancín y quede suspendida de su tramoya después que el expreso haya cruzado la curva de nivel que limita los olivares.
Enciende el quinto cigarrillo de la jornada. Buen reflejo para desvirgar un paquete de "Chesterfield" – comprado a precio razonable, mensualmente y por cartones, a hurtadillas de la inspección de economato militar americano -. Aprieta el claxony aspira el humo de la primera bocanada, como si con ello fuera a acelerar la llegada del ferrocarril. Es necesario esperar, y es difícil porque para nada tiene ya paciencia. La tuvo cuando era necesario de verdad tenerla, cuando su vida era como un montón de ropa que era preciso mantener seca en mitad de una corriente. La tuvo una vez, hace ya muchos años, mientras la carretera volvía a ser zona de bombardeo artillero, agazapado en la cabina del camión militar. Gabriel, con el que se turnaba en el volante, no la tenía ni en la medida mínima indispensable, y por no tenerla fue por los aires una mañana de marzo, una mañana fría, lluviosa, amanecida a propósito para la muerte. Sintió a Gabriel entre tanto muerto como lo rodeaba. Lo lloró por la noche, en la casamata, bien protegido de todos los fuegos artilleros nacidos y por nacer. Lo lloró como hubiera llorado al hermano que no tenía: "Cuando esté puesta la señal, no pases, un pepinazo te hará cisco", le aconsejó una vez más entonces; pero Gabriel no era como él, Gabriel pasaba. Y si en vez de haberse quedado hecho trizas continuara viviendo, no tendría automóvil, ni sería propietario como él de una casa junto al mar y de un negocio de transportes. Gabriel cargaría fardos en el puerto, o haría la ruta del pescado en un "diez mil kilos". Gabriel era pintiparado para un "diez mil kilos". Lo mismo que manejaba aquellas camionetillas rusas o americanas, cogidas al enemigo, manejaría un "diez mil kilos" como si fuera una pluma.
El expreso cruza ya el paso a nivel sin disminuir la marcha. Junto a la barrera levanta un mundo de pedazos de papel, de hojas secas, de arena y de polvo. Rostros apenas presentidos de primera, segunda y tercera clase; rostros que escapan sin haber sido vistos, que huyen como fantasmas tras el espejo sucio de las ventanillas.
La barrera oscila dulcemente y se pone vertical sincronizada a la música de fondo de un timbre eléctrico. Arroja el cigarrillo que se estrella como un proyectil contra la rastrojera de la cuneta y la chamusca. Pulsa el encendido. Con un traquetear de andamiaje, cruza el entablado que pone sordina a los raíles y enfila la calzada. Hace calor. Es verano y huele a verano en el suburbio que se acerca. Huele a agua estancada, a cáscara de melón. Huele a mañana sobresaltada de julio, húmeda de sudor ciudadano, en el arrabal de la ciudad con sus mujeres de greñas sueltas y sus niños desnudos oxeando como cerdos en el arroyo de las aguas residuales, con sus hombres en huelga involuntaria pegados a los muros de yeso y de lata de las chabolas, con los brazos – siempre los brazos – dejados caer a lo largo del cuerpo y la mirada ausente ya a toda palpitación vital.
Conduce ahora más a prisa. Es el primer año que siente preocupación por el peso, una preocupación más que sumar a la de la enfermedad de su hijo; un salto inexplicable desde febrero: de ochenta y cinco a noventa y cuatro; nueve kilos en cinco meses a los cuarenta y seis años con sólo un metro sesenta y siete de estatura.
Prende otro cigarrillo y rectifica la dirección. Es agradable vivir. Es mucho mejor que haber quedado como Gabriel, partido en mil pedazos, al borde de los alcores solitarios – aquellos alcores solitarios, tan idénticos a éstos, del frente de guerra-, cara a un paso a nivel, una mañana de primavera.
Cruza la ciudad a prisa. A una velocidad que no se ha permitido siquiera en la carretera. Cada día es igual su prisa por aparcar en la acera frente a su oficina y ver una vez mássus iniciales entrelazadas al cromo sobre el rectángulo de mármol del dintel, y luego caminar por el "hall" haciendo crujir los zapatos, flexionando los pies hasta darse de cara con el cristal esmerilado de la puerta de su despacho, y llegar hasta la mesa, a espaldas del ventanal que encuadra la perspectiva urbana.
La mesa del despacho con todos sus atributos es una pantomima. Él lo sabe. Es su cabeza la que trabaja; sin embargo, en ocasiones, toma notas sobre un "block" o hace dibujos caprichosos, al azar, en cuanto llega.
En la temporada de verano, durante la que todos sus camiones trabajan en contratas fijas de expediciones agrícolas y abandonan la ruta del pescado, juega a negociante. Apenas riesgos, apenas complicaciones con el personal de ruta. Ninguna determinación mercantil de importancia antes de octubre.
Después de sentarse en el sillón giratorio, tras haberse despojado de su liviana chaqueta de fresco, una absurda cosquilla bajo la tetilla izquierda y una extraña y desconcertante sensación de asfixia que parece no pertenecer siquiera al orden físico – aunque en nada pueda él creer que esté fuera de su biología – y después una aspereza en el paladar, un amargo sabor de boca que le recuerda su primer cigarrillo, que no tuvo que fumar a escondidas, que no significó nunca un misterio porque ninguna prohibición puso jamás barrera a su albedrío. A pesar de lo cual el pitillo le supo mal, quizá por eso precisamente. Le llega ahora aquel mismo regusto agrio que no identifica ni asocia a aquellos días de su niñez. Se desconcierta porque lo cree inaugurado. Le asustan las sensaciones nuevas. A propósito de ellas – en mitad de las conversaciones descarnadas, llenas de lugares comunes, de procacidades, con los amigos, dando golpes bajos sobre las tripas colgonas, temblando bajo la risa alguna papada satisfecha, con los dientes clavados en los cigarros con vitola de colección, con las entradas de fútbol o de toros en la mano -sonríe irónicamente, de regreso ya de todos los caminos del sexo.
No se atreve a jugar siquiera con la lapicera. La lapicera descansa paralela a los casilleros verticales de la agencia bancada y se eterniza sobre la raya de puntitos rojos. Cuando intenta cogerla, el leve movimiento atornilla un punto más la espita de los pulmones. Advierte entonces su absoluta desgana por todo movimiento, por toda acción. Es como si se hubiera detenido el tiempo en la punta de su nariz, y estuviera viendo el tiempo allí agazapado, como si se le hubiera escapado por los ojos el humo del cigarrillo y se diera cuenta de que estaba quebrando una ley física.
Pero hace un último esfuerzo y logra dejar caer la mano sobre el timbre de llamada, y el timbre de llamada comienza a sonar al otro lado del tabique.
La secretaria abre la puerta del despacho y bate al aire el abanico de facturas que trae en la mano aprovechando la llamada para pasar a la firma.
En el reloj fosforescente del plinto, muy cerca del techo, son las ocho y media en punto de la mañana. El horario señala el mural abstracto – fusilado de un "Cahiers d'Art" – el minutero clava su aguja en la moldura de escayola que simula un friso etrusco.
El sol inunda ya el jardín. Al otro lado de la calle Mrs. Humprey, descalza, da una última chupada a un cigarrillo y abre la llave de paso. Luego toma la manga de riego y va dejando caer una lluvia de agua sobre los parterres.
Sigue con la mirada los movimientos de Mrs. Humprey mientras tamborilea con los dedos enjoyados sobre la baranda.
Un perro vagabundo cruza la calle y levanta con el hocico la tapa del cubo de basura colocado junto a la cancela por fuera de la casa.
Sobre la cristalera de la galería, sobre los baldosines rojos, sobre las pérgolas que sujetan el florido ramaje de los jazmines, reverbera, pálidamente rubio, el disco dorado del sol que se eleva lentamente desde el Oriente.
– Aquel lobito bajó otra vez este año. El del año pasado, el de siempre. No hay más lobo que él. El único que queda en los contornos a cinco leguas a la redonda, don Roque. Una escopeta como la suya y rondarle despacio los caminos y chamuscarle el hocico deuna buena perdigonada – dice el secretario del Ayuntamiento.
El Teniente asiente con la cabeza y fuma despacio.
– Llega septiembre – tercia otro de los hombres – y olvida usted que está invitado a echar un buen día de campo con nosotros. Para el mes de difuntos, ya menos hay que contar con usted, y ése si que sería el buen tiempo: el lobito baja hasta las mismas casas, y no es que haga daño, no; que no habiendo ganado suelto en el pueblo poco puede mercar. Por distracción más bien, don Roque, por darle gusto al dedo. Tomando el apostadero de la garganta, usted sería el que le volara las orejas.
Por el terraplén, frente a la vía férrea, a la derecha de la choza de Rosante – adonde llegan a veces los mozos del lugar para echar un cigarro despacio y quemar el avenate del sexo -bajó el somatén, precedido del Teniente de la Guardia Civil jefe de línea, a la práctica anual de tiro.
Nadie nuevo en el somatén. El Teniente es el mismo de siempre, don Roque Prado, para cinco años – con las más diversas graduaciones – soportando el día de San Alejo o de Santa Adela, sentado sobre el borde de la terronera polvorienta de la vaguada, el tiroteo a discreción de los afiliados del somatén: ocho máusers checos y doce espingardas italianas; dos calibres distintos y ni un cerrojo limpio ni una sola ánima libre de polvo.
Como todos los años, antes de empezar, el calibreo y el cigarro gibraltareño, en corro, alrededor de la terronera donde el Teniente asienta el trasero verdipardo de su uniforme de campaña mientras escucha y promete la asistencia a la caldereta que nunca tiene lugar, a la cacería otoñal que nunca llega a celebrarse.
– Sin tener hembra -dice otro de los hombres – por la querencia de una perra no deja de llegar el lobito, don Roque, por la querencia. Toscas y hurañas son las alimañas; pero para eso -la mirada del hombre queda fija un instante en la cabana de chamiza y caña de maíz de Rosarito – ya vale no tener entendimiento. Si aún teniendo mujer, a veces, no puede uno sufrirlo y busca aunque sea una escoba para variar… Que siendo alimañas y no teniendo ni el temor de Dios, ni una hembra siquiera para cumplir… figúrese.
El teniente prosigue fumando despacio sin contestar.
– ¿Qué, don Roque? – pregunta ahora Cristino el bodeguero-. ¿Cuándo le vendrá otro ascenso?. Aquí sabe que nos alegramos de sus cosas, siempre que el ascenso no sea para un traslado… que ya su miaja de cariño le debe haber cogido a la tierra y a la zona de su demarcación; que no habrá tropezado usted con gente, mejorando a sus familiares, como los medios serranos y los serranos de este lado de la provincia; que sabe que se le aprecia.
Don Roque se incorpora del terrón, tira el cigarrillo de "Jorge Russo", inicia un bostezo y toca las palmas para llamar a todos los hombres.
– Al lobito, al lobo – dice uno de los recién llegados acercándosele y dándole un golpe sobre la espalda-. Al lobito este año por el mes de difuntos; que ese puñetero no ha muerto y nadie mejor para dejarle seco que usted. Una buena batida y después una buena caldereta para celebrar el cobro de la pieza.
– Vamos a empezar ya – dice el Teniente sin hacerle caso, mientras prepara la aspiración para pronunciar el discurso de todos los años -. Comprueben una vez más – prosigue – la absoluta limpieza del arma que manejan, que prevendrá en caso necesario cualquier contingencia y defenderá – deja resbalar las palabras sílaba tras sílaba -la in-te-gri-dad, en un momento dado, de los hombres de orden de este pueblo español…
La arenga quiebra el silencio de la mañana limpia. El somatén forma en línea de fuego. El eco de los disparos hace evocar militares hazañas de guerrilla en los somatenes. El Teniente vuelve a sentarse de nuevo al borde de la terronera. Un bostezo se le engancha en la ramita de rastrojera con la que juega el amarillo de los dientes y el rojo sangriento de la lengua. Don Roque escupe luego y confronta su reloj con las campanadas de la torre del pueblo. Se incorpora y sacude con una varilla de fresno sus botos nuevos manchados de polvo, que no se debiera haber calzado – piensa – y que le estropearán el almuerzo en casa de doña Rosa Alcaide, viuda del Cuerpo. Se seca el sudor con el pañuelo. Los somatenes fusilan una y otra vez la barranca. Imagina el patio umbrío y lleno de frescura de la casa de doña Rosa, la palmera alta en mitad del cenador, el loro que lo recibirá olvidando su ascenso con un "Buenos días, señor brigada" que se le clavará en el alma y obligará a rectificar la graduación, entre risas, a doña Rosa o a su hermana: "Buenos días, señor Teniente, se dice, lorito ¿No ves las estrellas?". Pero el loro se obstinará, incapaz de creer en sus méritos para el empleo inmediato superior: "Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil ".
Botas altas y lorito le fastidiarán la sobremesa, recostado sobre la hamaca de rejilla, hasta que pase a recogerle, al sol puesto, en la motocicleta con sidecar, el cabo de Parque Móvil. Botas altas que le cortarán la digestión; lorito que le sumergirá en sus recuerdos de suboficial, de sargento, de simple guardia con el mosquetón al costado y el caminar tendido a uñas de grillo o de chicharra en la carretera inacabable.
Algunos hombres han dejado de disparar, después de haber quemado los cartuchos reglamentarios, y se acercan otra vez al Teniente:
– Unos copetines de cerveza si que nos vamos a tomar en cuanto lleguemos al pueblo – dice uno -. De un buen copetín o de los que se tercien no hay quien le libre, don Roque. Es día señalado para que lo tapemos con una buena loncha de jamón curado que jqo se la salte un galgo. Si para el verdeo se dejara usted caer por el pueblo, si que lo íbamos a pasar en grande… Un dinero muy curioso se le va a sacar este año a la aceituna. Lo peor son los puñeteros jornales que vamos a tener que pagar, cosa a la que no hay derecho y a la que habría que poner coto como fuera: diez duros por hombre. Menos mal, Teniente, que uno tiene su mijita de picardía y no contrata más que mujeres y zagalones que con medio jornal se avian. ¡Ya ve usted, Teniente, que no son sino treinta aranzadas de olivar!. Sólo para el chaval que tengo y que me está estudiando en Madrid necesito de orden de los setenta y cinco billetes verdes cada año. Y es que uno también ha sido joven y se comprende que alguna vez el chicuelo quiera echar una cana al aire, que para eso tiene un padre que está de sol a sol cavilando con las cuentas y viéndole la forma de sacarle el máximo provecho a la hacienda…
Asomada a la puerta de su choza, Rosarito tiende la ropa sobre un ramal de olivo. Luego entra en la choza, acuna a su hijo y le habla con palabras tiernas, pequeñas, diciéndole que no se asuste de los disparos que le han despertado. Le canta:
Ferrocarril, camino llano.
En el vapor se va mi hermano.
Se va mi hermano, se va mi amor,
se va la prenda que adoro yo.
Rosario sale luego de haber dejado dormido al pequeño y sigue lavando la ropa sobre un barreño. Los hombres del somatén miran de tarde en tarde para arriba y contemplan la mancha nacarada de su pierna. Casi todos han pasado con ella una noche antes de que le naciera el hijo; casi todos han cruzado el cañizal y la barbechera – que lleva a la choza desde la curva donde el ferrocarril toma la cuesta abajo de los Alcores – ocultándose entre las sombras como ladrón que va a robar, arrastrándose casi entre la corta retama, después de haber dicho a su mujer que va al casino y en el casino que va a la iglesia y al cura que no puede salir de su casa por sus muchas ocupaciones, para besar los rojos labios de Rosario.
También ella, después de secarse las manos en el delantal, mira hacia la hilera de hombres que dispara sobre la barranca, hacia el tricornio de hule del Teniente que brilla bajo el sol tibio, sueltas las greñas de sus cabellos, con la delantera alta del vestido de percal manchado de leche materna, y canta de nuevo, inconsciente, ingenuamente feliz por ser madre y tener un hijo sea de quien fuere:
…
…
Se va mi hermano, se va mi amor
se va la prenda que adoro yo.
– Sino para el verdeo ni para la caldereta ni para la batida -dice Cristino el bodeguero al Teniente-, para las fiestas si que podía echar usted este año unos días con nosotros. Se trae a su mujer y a su hija y se viene a pasar una semana a mi casa, que sabe que siempre está abierta para lo que se le ofrezca. Se trae usted el traje de paisano, nada de uniforme ni de sombrero, y la noche que nos coja de hoja alquilamos un coche y nos vamos por ahí de folklore. Es cosa que me gustaría correr con usted, Teniente, una fiestecita a modo al estilo de la tierra, con un par de buenos cantaores, un guitarrero y alguna damisela de las cuatro letras.
– Entonces, ¿cuántos cacharros crees tú que fabrican de sol a sol? – pregunta Antonio el de Cristóbal.
– Puede que quinientos o seiscientos, puede que mil. Yo, como saberlo de fijo… Sólo sé decirte que los coches que salen de la factoría en una jornada no cabrían en cien plazas como las del pueblo una detrás de otra; que no cabrían siquiera en todas las plazas de toros juntas que hay en España, ni en todos los estadios.
– Que si no sabes tú el número diario de coches que salen habiendo estado trabajando allí…-contesta Antonio el de Cristóbal -no sé quién lo va a saber. Es lo mismo, verdad, Toto, que si no supiéramos nosotros los metros de regola que abrimos todos los días. O, como si, cuando tomamos el capachín para el verdeo, no supiéramos el número de fanegas más o menos que se ordeñan un día con otro.
Toto, con la cabeza baja, deja que Antonio y Eugenio discutan la producción diaria de la "Citroen"; pero cansado acaba por terciar dirigiéndose al hijo de Cristóbal el tuerto:
– ¿Y qué más le da a él que fabriquen diez coches o que fabriquen mil?. A él le ponen la "tela marinera”en las manos todas las semanas y ahorró tres mil pelotes en once meses después de venir maqueado como un señorito, que es lo que interesa.
– Si pregunto es porque me da la gana – dice Antonio-. Y tú no te metas.
– Pasa que eres un curioso que en todo quieres andar huroneando. Eso es lo que pasa.
Eugenio, camisolín rojo de nylon, pantalón vaquero, mocasines de becerro con lazos de seda, forro de pasaporte asomando por el bolsillo de pecho, cruzadas las piernas, sentado a la puerta de la taberna de Florencio, de vuelta de París con vacaciones pagadas, tras un año de ausencia, no entiende de estadísticas:
– Lo que yo sé – dice – es el cante mismo que Toto te ha apuntado; que he estado masticando carnecita once meses, un día con otro, y que vengo con quince verdes en la faltriquera.
– Que si tú pudieras echarme una mano para salir de aquí, para irme contigo, para huir de esto, siendo sólo verdad la mitad de lo que dices…
Eugenio fanfarronea sin hacer caso de las palabras de Antonio el de Cristóbal.
– Yo lo que puedo hacer – dice – es invitaros a otra caña de aguardiente. Allá perdí la costumbre de desayunar veneno. Ahora que si vosotros queréis…
– Si pudieras echarme una mano para salir… Nada más una mano…- insiste Antonio.
Toto toca las palmas para que Florencio se acerque a la mesa y vuelva a llenar las copas de aguardiente. Cuando Florencio llega y seca con una rodilla deshilachada la tapa de mármol del velador, le dice:
– Pon dos más que paga el franchute.
Eugenio descruza las piernas y sacude una imaginaría mota de polvo de su pantalón:
– Yo no te prometo nada – dice-. Tú te largas. Lo importante es estar allí. Luego ya veríamos. En la "Citroen", teniendo buenas espaldas y un poco de suerte, caso de que tengas en buen estado la caja de cambio… Todo lo más que te puede pasar es que acabes por aterrizar en Bélgica, en las minas. Y en las minas también se ganan billetes. Es lo que yo pensaba cuando me fui. Porque entré en Francia con el pie derecho, que sino… Billetes, más billetes ganaría en Bélgica, para que veas.
– ¡Pero minero!. Para minero siempre hay tiempo. Para minero me quedo en mi tierra y me muero de hambre poco a poco y no de un golpe.
– De picapedrero a minero, ya ves. Aquí, de picar piedras es difícil que salgas. Allí, al menos, con lo que ahorras en dos o tres años, tenías para venir y establecerte y poner aunque fuera un puesto de pipas de girasol. Teniendo aquí algo que vender y no pagando contribución no hay quien se muera de hambre. Sería distinto. Estarías por lo menos garantió.
Toto chasca el pulgar y el índice:
– Te imaginas a éste en Bélgica y luego de vuelta poniendo un puesto de pipas en la plaza y es que te mueres de risa. Mira cómo me carcajeo.
La brisa trae el eco de los disparos del somatén.
– ¿Es la guerra? – pregunta Eugenio.
– Son los del somatén, ¿es que no te acuerdas?.
– Me acuerdo, claro, no me había de acordar. Lo que pasa que creí que eso ya se había acabado. En serio-deja la mirada ausente, como perdida en los tejados de las casas -. Ahora me parece todo nuevo. No puedo creer que haya vivido aquí toda mi vida. Y eso que hace ahora un año que tomé el petate.
El eco de los disparos asusta a las golondrinas posadas sobre el poste de telégrafo que cruza la calle y se pierde campiña arriba. Los alambres se estremecen como las cuerdas de una guitarra. Las golondrinas revuelan la línea de la calle, suben hasta los aleros de los tejados y vuelven a posarse de nuevo en los alambres de cobre.
– ¿Qué fue de la Mari, Toto? – pregunta Eugenio,
– ¿De qué Mari?.
– De qué Mari va a ser, hombre…, de la Mariquita.
– ¿De Mariquita la Larga?.
– La Larga.
– Sirviendo. ¿Qué quieres que haga?.
Las golondrinas vuelven a escapar de los alambres y a sobrevolar la calle. Luego se alejan remontando el vuelo hacia el azul.
Los disparos sacuden las sienes y las espaldas de Eugenio. Sienes de veinticinco años cansadas de novelas del oeste, de tebeos; espaldas uncidas al yugo de la cadena automovilista un sólo año de trabajo, el único, el primero en su vida, tras veinticuatro viviendo de lo que su madre mal podía arrimar y con la queja siempre en los labios: "Que para lo que se gana, macho, doblarla no merece la pena. Prefiero quedarme sin fumar, pero doblarla por una miseria…". Todo hasta que encontró la ocasión de evadirse. Voluntad de no quemar tres mil pesetas que le tocaron en suerte en los cupones iguales que compró de corazonada con la ganancia de media peonada en el molino harinero cargando sacos de cien kilos, y tomar un día el "catalán" camino del norte.
– Suerte que tuvo uno – dice de pronto -. Veinticinco francos al día. Comida y "chambre" en la residencia. Los domingos, un garbeo por París.
– Que si tú pudieras echarme una mano – dice Antonio -. Que si tú pudieras ayudarme a salir también de aquí, a huir de esto.
– Pero, si está sirviendo, se podrá saber al menos dónde está ¿no, Toto? -¿Quién? – La Mariquita. -Voy ahora al cúrrelo – dice Toto-. Ya te diré.
Cuando de manos hablaremos. Y que se pongáis de acuerdo. A ver si te lo llevas y deja de llorar.
– También yo me tengo que ir ya – dice Antonio -. También yo. Me has de perdonar, Eugenin, pero no hay más remedio.
Eugenio queda solo, con los codos apoyados en el velador, con la mirada perdida en la línea de la calle Real, hasta donde han regresado las golondrinas que vuelven a sobrevolar el asfalto a dos palmos del suele.
En la botella de Coca-Cola vacía cae una lista eje sol. La pone boca abajo y le acaricia el gollete. Luego apura el poso de color marrón que ha quedado en el fondo del vaso y escupe.
Toto y Antonio el de Cristóbal, cada cual por su lado, caminan lentos y cansinos hacia el tajo de las regolas. A Toto le ha tocado en suerte el tajo de la calle Real, porque Eugenio le ve volver sobre sus pasos y empezar a picar sobre el asfalto gris al fondo de la calle.
Toto clava la piocha en la zanja. De la piocha saltan chispas azules y rojas. A veces, en vez de hundirse blandamente, se engancha en la zahorra del firme. Es difícil mantener la regularidad de las cavadas porque el firme se resquebraja con los golpes y la línea ideal tirada a cordel, bajo la que ha de enterrarse la conducción, de agua, se vertebra en secciones como una cinta métrica plegable mal estirada.
El maestro de obra, con la gorra albañilera sobre la nuca, da instrucciones a los hombres de su cuadrilla para evitar el estropicio; ambiguas recomendaciones técnicas que de nada sirven.
La luz reverbera sobre los paredones encalados a uno y otro lado de la calle. En la zanja huele fuerte a orín y a sudor. Con la mirada en la punta de su herramienta sueña Toto la francesa lejanía de Eugenio que ha regresado con la querencia de la Mariquita en la bragueta y en los ojos. Los lazos que a él le unen con Mariquita no acaban de estrecharse lo que quisiera. Ella no se anda con remilgos cada vez que se le presenta ocasión: "Pero, ¿cómo quieres que nos pongamos a festejar mientras estás ahí en las calles, dale que te dale con el piochín?. Si siquiera te colocaras en la CAMPSA, como dices que te vas a colocar… Si salieras del pueblo para ir a trabajar a otro lado y tuvieras un jornal fijo… Si no hubieras todavía entrado en quinta pero, con la licencia en el bolsillo ya para dos años y en el mismo plan…". No sabe que contestarle. Levanta los hombros y sigue paseando a su lado por la carretera en las largas tardes de los domingos iguales, aburridos, idénticos: de la iglesia al transformador o al cementerio, para volver despacio y llegar hasta la fonda de doña Mercedes y dar otra vez la vuelta a la plaza para empezar de nuevo. "Tú, que eres un hombre, es el que debías de hacerte cargo. Si nos ponemos a festejar, algún día se nos iría la mano y tendríamos que acabar casándonos a prisa y corriendo. Las mujeres somos tan tontas como para eso y como para más. Nos pasaría, tarde o temprano, lo que pasó a mi hermana, lo que les pasa a todos. A vosotros, los hombres, se os da una mano y acabáis por tomaros el pie. Nos cogéis el pan debajo del sobaco. No quiero ser una esclava todavía. Al menos, mientras esté sirviendo, tendré un pedazo de pan que llevarme a la boca, y un vestido y unas medias que ponerme. Si siquiera tuvieras una cosa fija me conformaría, aunque fueran ocho duros, aunque fueran menos los que ganaras, pero ¿tener que vivir como hemos vivido en mi casa toda la vida?. ¿Con mi madre trayendo hijos al mundo y mi padre saliendo por las mañanas para ponerse en la puerta de la taberna a esperar un chapuz?”.
A veces, a Mariquita se le saltan las lágrimas en el paseo y se las seca disimuladamente en la oscuridad de la carretera. A veces, él se acerca y la toma del brazo, y ella se deja coger un instante las manos, pero enseguida se suelta bruscamente: "Déjame. Vete. No puede ser. No debemos vernos más. Ganas de perder el tiempo y hacérmelo perder a mi cuando estoy en edad de merecer. Ganas de martirizamos. ¿Si siquiera hubieras entrado en la CAMPSA como decías?".
Piensa confusamente en Mariquita. La imagina limpiando el suelo, baldeando con agua, jabón y un cepillo de esparto el porche de ladrillo de la casa de la colonia donde ha entrado a servir. Se avergüenza de no haberle dado razón de ella a Eugenio. "¿Quién, la Larga? Sirviendo. ¿Dónde quieres que esté?".
El maestro de obras llama ya su atención: "¡Toto, que te la buscas; que hay que estar en lo que se está haciendo; que, para soñar, te quedas en tu casa. Que aquí se viene a doblarla!".
Vuelve en si. Despierta. Procura remediar el estropicio de las falsas cavadas machacando los quebrados trozos de alquitrán.
– Si, arregla, arregla. No sé lo que quieres arreglar – dice el maestro de obras -. Vuelve a lo tuyo y pon la cabeza en lo que haces.
Eugenio -rojo y azul como una banderola de señales – apura una segunda Coca-Cola en el extremo de la calle, sentado aún a la puerta de la taberna de Florencio.
El sol pega duro. Alto y vertical deja caer a plomo sus rayos sobre el blanco del caserío. Toto saca del bolsillo un pañuelo de hierbas, le hace cuatro nudos, y se lo coloca sobre el pelo encrespado. Luego, ajusta sobre él el sombrero de palma y aprieta el cáñamo del barbuquejo. Los pensamientos le van y le vienen como las golondrinas que bajan a ras de tierra buscando las larvas en la tierra removida.
El maestro de obras se encamina murmurando entre dientes hacia donde Toto trabaja:
– No es mal enemigo el que avisa, Toto. En este plan otro día y te doy el boleto rápido. No eres ningún señorito para ganar el jornal por las buenas. Mucha fantasía le echas tú al trabajo para ser tan pobre como eres.
Toto sigue trabajando sin levantar la cabeza. Dentro de la boca, los dientes le han abierto una pequeña herida en la punta de la lengua, de tan fuerte como sobre ella los tiene apretados.
– ¡Hombría!. ¡Cualquier cosa es hombría! – dice el capataz -. ¡Pulmón y corazón es lo que hay que echarle al trabajo!.
Mariquita le ayuda a bajar las escaleras y camina luego tras él con la "chaise-longue" plegada. La extiende bajo el árbol de sombra en el jardín y entra de nuevo en la casa para salir con dos almohadas y una silla. Andrés lee ya un libro tendido en la hamaca.
– Quita – le dice Mariquita -. Levanta. Estarás más cómodo. Espera que te ponga las almohadas.
– Ya está bien así.
– Levántate y déjame hacer. Dentro de diez minutos llamarías para pedírmelas.
Andrés acaba levantándose y se apoya en el tronco del árbol mientras Mari mulle las almohadas y las coloca sobre la cabecera de la "chaise-longue".
– ¡Qué vida que te pegas!. ¡Ya quisiera yo, ya, estar todo el santo día tendido como estás tú sin dar golpe! – dice Mari-. ¡Te puedes quejar!. Y, al fin y al cabo, para nada, porque lo que tú tienes es nada: cuentos de Calleja. Más vale que comieras, que es lo que tienes que hacer. Ya verías entonces el tiempo que te iba a durar la fiebre.
– Déjame, que estoy leyendo.
– Lee, lee mucho y quiébrate la cabeza con tantos disparates. Después dices que no duermes de noche. ¿Cómo vas a dormir con tantos embustes como te metes entre pecho y espalda?. Si yo fuera tu madre ya verías cómo te quitaba el cuento.
Sobre el couché de las pastas del libro de Salgan cae una hebra de sol. Andrés procura mantener el hilo del relato lleno de arboladuras y bergantines, de mascarones de proa y de océanos como espejos; pero los ojos se le cierran en una morriña destemplada.
Mariquita atraviesa el jardín y sube la escalinata de ladrillos del porche camino del trajín doméstico.
Un gato maúlla sobre el templete de uralita del garaje. Luego da un salto y clava sus uñas en las alas azules de un grillo que bebe una molécula de agua del envés de una hoja del jazmín trepador. Es el murmullo de la última palpitación vital que percibe Andrés antes de quedarse dormido.
Todos los días, de vuelta de misa, al pasar ante la verja, doña Eduvigis saluda con la mano enjoyada y confusa la languidez de Andrés, somnoliento y paciente en su "chaise-longue" bajo el árbol de sombra.
A Andrés se le alegra el semblante. Si no tiene los ojos abiertos los abre al percibir el débil taconeo y contesta al saludo. Si la verja está encajada, doña Eduvigis se atreve a pisar el umbral. Empieza entonces un diálogo que Andrés contesta casi siempre con monosílabos:
– Tienes buenita cara; pronto te pondrás bueno.
– Si, señora.
– Te encomendaré a mi devoción, verás…
…
– Siempre solito. ¿Cómo estás?
– Bien…, mejor, señora. Muchas gracias.
– Cuando te pongas bueno vienes una tarde a merendar conmigo.
– Si, si, señora.
– ¿Me lo prometes?
– Claro.
…
Doña Eduvigis cruza ahora la calle camino de su casa. La blonda, dejada caer hacia atrás, le abufanda el cuello que se marchita con inútiles arrepentimientos carnales por la caridad ejercida va ya para seis años tras la liquidación – por balance espiritual – de media docena de prostíbulos. El traspaso le valió un par de millones y la retirada – bien asegurado porvenir terrenal y salvación eterna – a su casa de campo enclavada en la mejor parcela de la colonia veraniega, muy cerca de la Santa Eulalia de cerámica que preside la barriada, a la que no deja de rezar cada mañana, sin olvidar dejar caer sobre el cepillo un crujiente billete de menor cuantía.
No hay saludos. Al llegar a la verja lo encuentra dormido, vuelto de cara al tronco de la morera, el libro abandonado sobre el brazo de la tumbona, y continúa sin detenerse por la acera camino de su casa.
La casa de doña Eduvigis huele a terciopelo chamuscado y a almoneda, a orín de gatos y a bolitas de alcanfor. La balconada de piedra recamada de columnitas de mármol, arcos de medio punto y vidrieras emplomadas – bambalina añil, pintado telón de Romeo y Julieta – se asoma a un jardín descuidado donde sólo el romero mantiene su compostura.
Fuera del mobiliario, de los mantones de Manila, de los biombos chinescos, la casa deja transcurrir sus horas con recogimiento monjil. Y hay en el gesto de la servidumbre – una encargada de burdel y dos domésticas pueblerinas que desconocen el santo y seña, tronándole la retina relámpagos misteriosos de pasado formal y tristísimo al lado de marido calavera – un complemento a la seriedad puritana de Eduvigis Solís Cruz, divorciada hacia el treinta y tres de Germán García Reina y viuda espiritual de una porción de hombres ilustres por los que no deja de rezar cada día en sus intenciones particulares.
A veces, sin embargo, en la casa de doña Eduvigis salta una chispa de vida que quiebra su letargo endémico: una sola palabra aviva el recuerdo de tiempos floridos; una frase sin intención de las domésticas, cualquier equívoco. Y entonces, rueda por las alfombras, repiquetea en las vitrinas repletas de abanicos y se estrella en el ventanal, la risa, lúbrica aún, acompañada de dorados postizos vocales de la señora y de la Solé, la última y más fiel encargada al servicio del amor de treinta años de tapado, entretenimiento, prostíbulo, cita veloz y alcahuetería arrabalera.
Ya en el poyo, ante la cancela de su casa, doña Eduvigis sonríe dulcemente. Y luego, dentro del jardín, su sonrisa se transforma en sonora carcajada que hace temblar las cuentas de su rosario de azabache enroscado con maestría en la mano que tanto supo de caricias.
Solé sale a recibirla con la bata larga de casa, y las dos juntas, riendo sin saber por qué, pasan al "hall" para comentar las incidencias del día recién inaugurado: los veraneantes que han dejado de asistir a misa, la plática del párroco, el gesto adusto y "peligroso" de los hombres en paro en la puerta de la taberna, el polvo seco, amarillo y espeso que cubre las calles del pueblo por mora del arreglo del alcantarillado y la conducción de agua, el calor, los grados centígrados que marca a la sombra el termómetro en la fachada de la botica.
– Vas a sacarme la butaca de rejilla a la galería y me vas a hacer una palomita de anís – dice la dueña -. Este calor me pone los nervios de punta. El día menos pensado vendemos la casa y nos vamos a vivir al Norte. Es algo que no acabaré resistiendo mucho tiempo.
Solé entra en el cuarto de estar, saca un abanico rojo y azul con periquitos y guacamayos, y abanica a doña Eduvigis que suspira mientras se despincha los alfileres de la blonda y se desabrocha la negra botonadura de su escote.
La carretera, serpentea en la cuesta arriba y corta el reprise del taxi que corona en segunda uno y otro alcor. A derecha e izquierda, los olivos sobre los bancales rojos de la servidumbre serrana. De tarde en tarde, una casa encalada; la casilla de un peón caminero con su parra trepadora en el porche, un zócalo de añil y unos niños que juegan desnudos junto al portal al lado de una mujer que zurce unos calcetines, junto a una bicicleta apoyada en el quicio, y un hombre encorvado sobre la pequeña parcela de su huertín sembrado entre la linde del latifundio y la carretera: en la estrecha zona de los caminos pecuarios.
– Debiera ser al contrario – dice el taxista-, pero mientras más subimos más calor hace. Puede que por estos predios refresque de noche, pero yo, qué quiere que le diga, si tuviera cuartos para veranear, me iba a una playa. No hay cosa como la mar. No sé si es porque serví en la Armada y me ha quedado la querencia. Que sea muy cómodo esto de tener una casa cerca de la ciudad no se lo discuto, y puede que ir y venir todos los días tenga sus ventajas si se posee un vehículo propio. Usted con seguridad que tendrá aquí en la sierra a la familia.
Viaja con el taxista en el asiento delantero del coche, pero no contesta. Ofrece al chofer un cigarrillo, -Me va a perdonar, pero no fumo tabaco rubio – dice el taxista -. Se lo agradezco igual.
– No conocía yo esta parte -dice de pronto-. Vengo -aclara después de dudarlo unos instantes- a visitar a unos amigos, a echar el día fuera.
– Para un día si que se puede resistir, y si los amigos tienen piscina y se puede dar usted un baño, encantado. Ahora que, por lo que dicen, todo el que tenía por aquí una casa con una buena piscina se la ha alquilado a los americanos. Lo sé porque a veces subo a alguno que se le ha averiado el coche. Calculo que por lo menos hay un centenar de ellos. Para esos si que ya vale el veraneo aquí. No pudiendo abandonar la Base y teniendo la facultad de poder ir y venir todos los días… y es que, aunque haga calor por el día, aquí arriba de noche refresca, ya le digo. No es lo mismo dormir abajo encajonado en una habitación que oír el canto de los grillos. Nada más se quita el sol comienza a correr la brisa. De noche ya podrá uno aquí al menos echar las patas por el aire y sentarse en el jardín a tomar el fresco. Ya quisiera yo, a pesar de lo que le he dicho antes, y por mucho que me guste el mar, tener uno de estos chalecitos de marra que, como todo en esta vida tiene su historia, porque resulta que, ahí como usted los ve, la mayoría fueron hechos para la gente del pueblo. Pasa que luego hubo sus más y sus menos, porque los pobres pelentrines no tenían con qué comprarlo, aunque les dieron cincuenta años para pagarlos y se vendieron a cualquiera que los solicitara a pesar de pertenecer a "Viviendas Protegidas". Hubo gente que compró hasta cuatro en hilera, y nada más que con la renta de los veranos vive todo el año como un pachá. Una buena inversión. Cosas que pasan. Abogados, médicos y comerciantes los tiene usted a docenas. Menos pelentrines hay de todo en la Colonia. Viviendas Protegidas. Un decir como otro cualquiera. Cosas que pasarán mientras el mundo sea mundo.
La masa verdinegra de los olivos queda atrás. La campiña se abre a uno y otro lado de la tierra calma, de las cuadriculadas hazas donde junto al algodón crecen las plantas de verano.
Huele a flor de romero y a jazmín cuando el taxi enfila el último kilómetro. Quedan atrás el transformador eléctrico y el cementerio. La carretera se ensancha y a uno y otro lado de la calzada se levantan ya los chalets de la Colonia.
– Si se queda aquí esta noche, verá cómo me dará la razón – dice el chofer.
La palabra noche se le clava electrizante, aterida de incertidumbres, terrible de gritos. Noche de la que quisiera estar ya de vuelta, de la que no quisiera oír hablar siquiera.
– ¿Nos quedamos en la Colonia, o vamos directamente al pueblo? -pregunta ahora el taxista.
– Será mejor que lleguemos hasta el pueblo – contesta.
Deslizándose por el asfalto, perfecta la compresión, el taxi atraviesa la Colonia y se detiene en la puerta de la taberna de Florencio, junto al bordillo del acerado donde los hombres esperan inútilmente el jornal que no llega.
Da al chofer cinco duros de propina, aunque sabe que no le quedan sino otros cinco después de haber pagado el viaje. Luego se pone derecho el nudo de la corbata, se estira los puños de la camisa, mira de refilón la puntera brillante de sus zapatos y entra en la taberna de Florencio. Con un gesto preciso levanta dos dedos de la mano izquierda para llamar al tabernero y, cuando Florencio se acerca pide un doble de ginebra. Más tarde, enciende un cigarrillo y rechaza el vaso de agua de seltz que Florencio pone junto a la copa, sobre el mostrador.
El taxista da la vuelta en la calle para salir por el mismo camino por donde ha entrado. Al llegar a la altura de la taberna de Florencio levanta la mano para saludar al viajero que, con la copa de ginebra en alto, contempla distraídamente los azulejos de la paredilla del mostrador, los grandes carteles de toros, las cazoletillas de latón llenas de café dispuestas ordenadamente sobre la barra.
– ¿Aquí habrá algún sitio donde almorzar, alguna fonda? – pregunta el viajero a Florencio,
– Otra cosa no, pero un par de huevos fritos y unas patatas y luego unas frutas del tiempo para postre puedo yo prepararle. Ahora que si lo que el señor quiere es un almuerzo en regla tendrá que ir a la fonda de doña Mercedes. Mejor sería, porque si va a pasar el día completo y quiere echarse un rato a descansar a la hora de la siesta, la fonda tiene buenas habitaciones. Si usted quiere, el chico le acompaña.
El viajero hace un gesto para que Florencio vuelva a llenar la copa. Luego pregunta:
– ¿Tiene teléfono la fonda de doña Mercedes?.
Florencio duda unos instantes.
– Pues, si quiere usted que le diga, no lo sé. Ahora que por eso no tiene que apurarse, el de mi casa está a su disposición, si es que quiere poner una conferencia y no quiere molestarse en esperar en el locutorio de Teléfonos.
En la acera de la taberna, bajo el toldo rayado, los hombres discuten las ventajas de hacer juntos una visita al alcalde. Florencio pulsa el contacto de la "radio" que ofrece la síntesis de la prensa de la mañana sobre la situación internacional. La locutora corta cada dos minutos las noticias para intercalar la "gentileza" de la casa comercial que ha patrocinado el programa.
Apura la segunda copa de ginebra y da una chupada a su cigarrillo.
(Sobre la "guía Michelin", única reliquia de su automóvil, después de haber escrito la carta anunciando su viaje -la inaplazable determinación de su viaje – estudió el itinerario. Rechazó la combinación del autobús de línea. No podía, sin embargo, permitirse el lujo de un taxi, al menos que aquella noche Mila, en un gesto de generosidad, le prestara cincuenta duros, y dudaba un tanto de la generosidad de Mila. Se los prestó, no obstante. Fue a buscarla al club nocturno. La encontró de buena uva, con las piernas cruzadas sobre el taburete del bar americano. Mila sacó los billetes cuidadosamente doblados del sostén de ballenas que le apuntalaba el pecho fláccido.
– De pura chamba me coges puesta – le dijo -. Me los devuelves. Estoy mal de cuartos; muy mal, Santiaguín. La cosa está muy achuchada. Se acabaron los buenos tiempos.
– No. Si sólo es por un día, mujer. Si mañana estoy en dólar, si mañana te los devuelvo.
– Lo mismo dices siempre.
– Palabra.
– No des palabra. Es peor. Me los devuelves y en paz. Ya quisiera yo saber qué te solucionan a ti cincuenta duros.
– Pues me solucionan, ya ves.
– Ni para tabaco.
– En serio, un viaje que me dejará unas miles. Si sale bien, que saldrá, nos bebemos juntos una botella del francés.
– Sueñas, chatín.
– Ya lo verás.
– Asienta la chorla, que ya es hora; que luego viene el tío Paco con la rebaja; que ya no te quedan herencias, majo.
Mila saltó del taburete y se arregló el pelo. Con las uñas untadas de saliva se peinó las cejas. Puso luego derecho el sesgo de su falda. Santiago se acercó a ella, la tomó por el cuello y la besó en la nuca.
– Déjate de comedias.
– ¡Que te los devuelvo, muñeca!. Nos vamos a dar el verde como en nuestros buenos tiempos.
– Anda, loco. ¡Que sea verdad es lo que quiero!. A ver si una vez en la vida tienes palabra.
Florencio lo contempla desde el otro lado del mostrador, silencioso, como escudriñándole el pensamiento,
– Pues lo que usted quiera es lo que se hace – dice al fin-. El chico no espera sino que usted diga en marcha.
Las espirales de humo azul del cigarrillo quedan flotando, subiendo todavía lentas hasta el techo de la taberna, cuando el forastero sale siguiendo los pasos del más pequeño de los sobrinos de Florencio, el que ayuda al tabernero a fregar los vasos y el que, según el rumor, cuando el tío muera, habiendo como ha cruzado ya la barrera del medio siglo y permaneciendo soltero, pasará a ser el propietario del más importante establecimiento de bebidas del lugar.
Su bicicleta marcha encajonada entre la de Clementina y Felipe. Felipe tartamudea tras ella. De vez en cuando, se adelanta e intenta pedalear a su lado. La saca de sus casillas el tono humilde de Felipe.
– Aquel libro que dices que te gustaba, ahora que ya lo terminó de leer mi madre, si quieres, te lo dejo. -No tengo interés.
– Lo dijiste.
– He cambiado de idea.
– No se debe cambiar de idea con esa facilidad.
– Pues yo, ya ves, cambio.
– Dije a mi madre que lo terminara de leer para dejártelo.
– Entonces, me lo dejas en casa cuando te haga clase y en paz. Es bien fácil.
Felipe sonríe feliz:
– Mañana. Mañana sin falta.
– El otro día si que me hacía ilusión, pero ya… lo mismo me da que me lo dejes o no.
– Hoy mismo si quieres, al volver. ¿Estás enfadada conmigo, Lis?.
– No. ¿Por qué?. ¿Por qué iba a estarlo?. Lo que quiero es que me dejes tranquila.
Corta en seco el diálogo y sale de la fila para llevar la bicicleta hasta Araceli. Felipe queda atrás con la palabra en la boca, sin atreverse a salir también de la hilera.
Fuera del caserío, la carretera se estrecha, se abre camino entre vaguadas resecas. La tierra calma ha perdido la frescura del rocío nocturno, y un vaho caliente sube desde el asfalto y da al paisaje una sensación engañosa de postal invernal.
Hasta la vacuna del Sarmiento cinco kilómetros mal contados, y en la vadina frescor de pinares, agua limpia para el chapuzón, delicias de la tierra esponjosa para pasar a la sombra del pinar la jornada entera. A la vadina se va porque a todos ha arrastrado Quinito, a todos ha logrado convencer que de los alrededores la vadina es el sitio mejor para echar un día fuera, para escapar de la monotonía de los días remoloneando la calle, yendo a cortar varetones al olivar, disparando con las escopetas de aire comprimido sobre los pájaros de las acacias, bañándose en el agua de las minúsculas piscinas, jugando a las prendas bajo la sombra de las pérgolas.
Momi pedalea en la cabeza del pelotón. Lisi la ve cada vez que se levanta del sillín para dar impulso a las piernas. No puede evitar sentirse atraída por Momi. No ha cruzado con ella ni media docena de palabras mientras junto a la verja de la casa de Araceli se discutía el sitio más apropiado para echar fuera el día. Se consuela pensando, mientras aprieta también los pies sobre los pedales, que la jornada es larga y que para que el sol caiga detrás de los olivos y se inicie el regreso faltan casi diez horas.
De pronto los jugos gástricos se le revuelven. Siente tremendas ganas de comer. E1 pensamiento se le agarra a la cestilla de mimbre que reposa sobre el transportín. En la boca se le deshace el recuerdo del sabor agridulce de las empanadas de salmón, de las latas de foie-gras, de los crujientes panecillos que Mariquita le ha preparado para el almuerzo. La vitalidad borra el morbo adolescente y Momi pasa a ocupar un segundo término. Por sus muslos tostados resbala salada y lúbrica una gota de sudor que, desde el vientre, atravesando el sexo, busca la curva de las rodillas y se desvanece sobre ella en corpúsculos invisibles.
En la tierra calma un arado romano desgarra un barbecho. Al fondo de la carretera el agua jaspea el sol sobre la orilla de la vadina. La serpiente multicolor de las dos docenas de bicicletas se vertebra y la pandilla se desborda por los brezales.
Huele a tierra mojada y a praderío, y las chicharras asierran la mañana a horcajadas de las pinas resinosas que crecen a uno y otro lado de la ribera donde, por un calvero pelón, los camiones suben llenos de arena.
Niña-Linda – ojos oblicuos de “far west”, ojos de "Caballo Loco", lacia la cabellera negra, cautelosa como un furtivo cazador – logra escapar por el encerado. Se escurre luego por la reja entreabierta. El chillido de su voz vibra en el jardín:
– Andéggg, Andéggg.
Andrés despierta de su modorra, se le ilumina la cara, salta de la chaise-longue y corre a su encuentro.
Mari oye también el grito y baja la balaustrada de ladrillos. Se adelanta a Andrés, la toma en brazos y la hace subir por los aires: "¿Te has venido solita sin esperar que vaya por ti?", le dice.
Prietas las caderas bajo el rayadillo del uniforme, Mariquita regresa al porche llevando a Niña-Linda de la mano mientras hace a Andrés un gesto de burla, de complicidad, donde quizá brille un soplo de deseo.
Andrés acepta resignado que Mariquita se la lleve y regresa a la tumbona. Se extraña de no oír la cantinela de la voz de su madre que todos los días obliga a Mari a llevar a Niña-Linda a su alcoba: "Mari, sube a la niña; que no se quede en el jardín. Lo que no está bien no está bien. Sería un cargo de conciencia dejarla jugar con mi hijo". No hay voz. Mariquita sube a Niña-Linda por propia iniciativa, pero él no se atreve a decir nada. Continúa inmóvil con la mirada fija en el cielo. La adolescencia se le quiebra en guiños somnolientos, en parpadeos que le traen remembranzas de último curso de bachillerato, de novillos, de tardes de exámenes. Melancolía por la caída, desde su dorado pedestal, de la amistad sublimada: promesas de visitas de amigos que no han llegado a realizarse; si acaso una tarjeta postal desde lejanas y luminosas playas, y en el reverso, el compromiso de unas letras escritas a prisa contestando sus apretadas cuartillas epistolares. Cambia de postura. Queda recostado sobre el lado derecho – el izquierdo le produce esguinces; el izquierdo, cuyo interior se casifica, le da pequeñas topaditas, leves palpitaciones como si una pluma le rozara por dentro -. Y la nueva postura le acerca a la tierra, al pequeño mundo que se mueve bajo el árbol. Deja volar su fantasía. La grama abre pequeños senderos por donde las hormigas se desparraman, y donde los macizos de flores son collados y los parterres cordilleras y los minúsculos cipreses colosos "everest" inaccesibles. Luego, mira otra vez al cielo. Arriba, con el garabato de su cola oscilante, una cometa da brincos sobre el campanario de la torre del pueblo y describe, mecida por la débil brisa de la media mañana, un arco de verdes, azules y violetas.
Deja caer los brazos a lo largo del cuerpo para hacer más fructífero su reposo. Una ranchera con fondo de guitarras y "jipidos" entrecortados inunda el jardín, primero suavemente, luego a todo el volumen posible del tocadiscos del padre de Linda, su vecino el sargento mayor San Cheehw.
Niña-Linda chilla correteada por Mari en la galería. Siente la necesidad de llorar, la necesidad de incorporarse y de correr también – ante el recuerdo de la excursión de su hermana – tras el bullicio de la algarabía adolescente.
En los párpados se le forma una película de agua y de sal, pero no se le llegan a saltar las lágrimas. Mira a su alrededor. Fuera de la música que inunda el jardín frontero, un silencio tibio, casi de siesta, aprisiona la Colonia. Toma otra vez el libro, lo abre por una página cualquiera, y comienza a leer mecánicamente sin darse cuenta siquiera de lo que está leyendo, mientras la imaginación le cabalga por los vericuetos lejanos y difíciles del deseo insatisfecho de la pubertad, espoleado por la febrícula tísica de su infiltrado sobre el vértice clavicular izquierdo.
Hay que jalar para entre los dos, viejo y muchacho, subir el retablo musical hasta la cumbre. Quedan muchos repechos todavía para que el organillo se deslice suavemente, casi sin empujarle, por la media meseta llana que se abre en la cima de los alcores rojos; pero Garabito sabe bien del andar. Es Pilete el que se cansa de la prisa del maestro. Con sesenta y cinco años a las espaldas, Garabito sabe bien de caminos. Pilete, apenas veinte, en primera salida le acompaña. La cenefa de florecillas despintadas de la tela que encubre el misterio de la música, blanquea en la cuesta arriba la panorámica de los olivos.
Los tiempos gloriosos del manubrio han pasado; pero aún se le puede sacar algún provecho siendo verano y pegándose la caminata a los pueblos de cercanías. En la ciudad no hay apenas nada que hacer. Saliendo a los pueblos es distinto. Se saca en una "turné" para la cama y para el tabaco, para el vinazo, para las ganas de comer que abre la andadura, para el alquiler del instrumento. El permiso de músico ambulante faculta además para caminar sin que la Civil obstaculice la bohemia que se lleva dentro de la sangre, sin miedo a la brigada carcelera, sin que el oficio que no se tiene y el caminar pueda ser un pretexto para la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes.
– Anda, vamos a descansar un rato -dice al muchacho -. Si hubieras hecho lo que yo cuando estuviste dentro no andarías desentrenao. El primer año que estuve yo de rastrillo para dentro se me quitaron hasta las varices. Dale que te dale patio arriba, dale que te dale patio abajo. ¿Sabes cuánto calculo que anduve en año y medio?. Pues ponte a echar cuentas: ¿Habrá doscientos metros de un lado a otro del patio? -Más de doscientos metros – dice Pilete. -Pon trescientos.
– Trescientos. Eso puede que haya. -Calculas entonces trescientos y los multiplicas por diez y ya tienes la cuenta: tres kilómetros. Todos los días tres kilómetros desde el cuarto donde aplican el garrotín hasta la barbería. Haz la cuenta por treinta y después por dieciocho.
– También, porque fueron muchos días los que estuviste a "régimen" – contesta Pilete -. Cuando se le coge la costumbre ya es igual. Te aficionas y luego casi te cuesta trabajo salir. Para la próxima, ya tendré experiencia para no acoquinarme como ahora y hacerme un ovillo como un payo.
– Es lo primero que se te atrofian, las piernas. Y eso que te lo decía: dales castigo y no te achantes que cuando salgas vas a estar como si hubieras tenido la parálisis. – Saca un paquete de tabaco de picadura para hacer un cigarrillo y lo deja sobre el mojón de señalamiento donde se ha sentado a descansar. Escupe sobre las palmas de las manos, se las restriega, da juego a los dedos frotándose las yemas y despega luego una hojilla del librito de papel de fumar. Después, entrega el "block" a Pilete -. De los malos trances más vale ya no hablar – continúa -. Alegra la cara y olvida los malos detalles de la vida. A tu edad no hay nada que preocupe. A tu edad, poco más o menos, estaba yo recién licenciado, tenía mi pañuelín de seda, mis botines de charol y mi gorrilla londinense como entonces se llevaba. A tu edad castigaba yo por lo bajini, y a embarcar para América estuve a punto, de no ser por lo de la guerra del moro, que me volvieron a llamar y me tuvieron como un puto castigando cábilas. Si no llega a ser por el paludismo que se me pegó a los riñones, hubiera tenido todavía tiempo para salir para Buenos Aires. Después, la vida que empieza a darte tumbos y guantazos a derecha e izquierda. Ahora que a tu edad, estando como estás tú más sano que una pera…
– Si no fuera por los antecedentes, habría sentado al salir plaza de paracaidista. Es lo que pensaba – dice Pilete-. Con tres veces que uno se reenganche se puede llegar a cabo primero. Y, si no hubiera querido reengancharme más, por lo menos hubiera salido hecho un hombre.
– Eso de que el ejército hace hombres vamos a dejarlo. Cada uno es lo que es, y uno no puede cambiar porque se ponga o se deje de poner un uniforme, ni porque le hagan marcar el caqui un año ni cinco. Es como la cabra que tira al monte porque lleva de nativitate la montanera.
Un camión sube la cuesta fatigosamente. Es un punto rojo que avanza lento por el zigzag de la carretera. El escape de gasoil llega monorrítmico, con la sordina que le pone la distancia. Las amapolas crecen sangrientas entre la barbechera que separa uno y otro olivo. En la linde, delante de una encina solitaria, junto a la casilla de los peones camineros, grita el gualda rabioso de unas florecillas campestres.
– ¡Paracaidista!. ¡Cualquier cosa debe ser eso de paracaidista!. ¿Qué sabes tú si los antecedentes son los que te van a librar de una muerte cierta?. Ni por todo el oro del mundo era yo capaz de tirarme de un cacharro volando. Vaya, es que ni siquiera soy capaz de montarme para volar. Paracaidista…
– Se cobran dietas y primas y te dan un buen uniforme, y el rancho, según dicen, es tan bueno como el que tapiñan los oficiales. Si no hubiera sido por la puta condena…
– Cuando el camión llegue a la casilla de los peones camineros – dice Garabito señalando el vehículo que sube -ya estamos tomando carretera y manta.
– ¡Con lo bien que se está ahora aquí! -dice Pilete echándose hacia atrás y dejándose caer sobre la hierba -. Si la vida fuera siempre este cancaneo, si que merecería la pena vivir.
– Nada más llegar tomamos un tintorro y nos alegramos la vista. No me seas penco que así es como no se llega a ningún lado.
Al llegar el camión a la casilla encalada de los camineros, Garabito se levanta y se sacude los pantalones, se acerca al manubrio, da un tirón de la vara y marca un trotecillo en la cuesta arriba. En el bolsillo trasero le pesa el plato de aluminio que, mientras Pilete trabaja el manubrio, él pasará digno y solemne entre el público.
– Vamos ya y anda – dice a Pilete que bosteza todavía tendido sobre la hierba-. No me sueñes, que como dice en la lápida que hay a la entrada del cementerio protestante, los sueños sueños son…
Pilete camina despacio hacia el organillo. De pronto, da una carrera y se acomoda en su puesto en la vara de tiro.
Garabito se siente feliz con la mañana iniciada con un madrugón. Feliz, lejos del olor penetrante del "patio" de su última quincena carcelera que lleva aún pegado a la ropa, que aún le escuece el ánima trotamundos. Le huele a primavera la mañana. Hay que apretar. Pilete remolonea en la vara izquierda. El camión pasa ya junto a ellos y hace sonar la bocina para que se aparten a un lado y se peguen a la derecha. Pilete da un corte de mangas al camionero que se asoma a la ventanilla vociferando.
– Pilin – chilla Garabito – que no vales una mierda; que no parece sino que tienes un cristalino y estás changao por los cuatro costaos; que sino aprovechamos la frescura que nos queda se nos pegarán las alpargatas.
Alpargatas compradas a propósito para la andadura. Alpargatas diestras y cabrías que se agarran al borde polvoriento del camino.
El camión es de nuevo un punto rojo que en lo alto brilla bajo el sol.
Garabito quisiera detenerse otra vez al amparo de cualquier sombra, porque los años no pasan en balde, y dar con el brazo, con el codo castizo, una vuelta al manubrio por gusto de darla, sin venir a qué, sólo por el placer de contagiar su alegría de vivir a los cuatro vientos; pero, en vez de hacerlo, jerárquico y chulón, grita de nuevo:
– Jala, chaval, que nos coge el torete; que dentro de media hora no hay Dios que de un paso cuesta arriba.
Los hombres han ido en grupo, poco a poco, desapareciendo de la puerta de la taberna de Florencio para dirigirse, por la calle del General Sanjurjo, a la plaza. Al descuido de un piochazo que se agarra a la ubre de la piedra gris ha huido también Eugenio de la escena. Sobre el velador, en la terraza, bajo el toldo rayado, espejea vacía una botella de Coca-Cola.
En jarro el brazo izquierdo, bien sujeto con las manos el piochín, Toto suelta un salivazo de rabia por la ausencia. Imagina a Eugenio rondando las celosías, olisqueando como un perro el olor de Mariquita por los canceles entreabiertos. Cualquiera – piensa – le habrá dado ya el santo y la seña: "¿ La Larga?. Sirviendo. ¿Dónde quieres que esté?. En la segunda manzana, en la casa del jardín grande. ¡Cuando la veas ni la conoces de cómo se ha puesto!".
Se muerde los labios. El sol reverbera en la calina añil de los paredones, duro, alto y atroz. El sudor le resbala por la espalda y le empapa la pretina del pantalón remangado a media pierna. El sombrero de palma, sobre los ojos entristecidos, pierde su horizontalidad de pronto y sale despedido por un manotazo de furia, girando sobre si mismo como un canto rodado. Lo recoge en mitad de la calzada donde ha ido a parar y escucha avergonzado las chanzas de toda la cuadrilla: "Toto, loco, ¿te picó el alacrán?. Avenates, eso es lo que a ti te dan. Pero a todos los locos les da por lo mismo: por no doblarla. Mientras estés de aquí para allá con el sombrerito, cancaneo…".
El maestro de obras ordena silencio. Los mazos, los picos y las palas prosiguen cavando las regolas. Luego el maestro de obras se levanta de los tubos de gres en donde está sentado a horcajadas fumando un cigarrillo y se dirige a Toto:
– Toto, chalao, que te la buscas; que, si eres tan señorito, con pedir la boleta estás cumplido; que por la mitad de lo que tú ganas hay muchos que se partirían los cuernos dando piochazos.
Le entra en cajas el corazón, cuando levanta la vista para mirar al maestro, y ve de nuevo a Eugenio en la terraza, bajo la marquesina, ahora ante una jarra de cerveza.
– Mira, mira a tu amigo – dice el maestro -. Mira a tu amigo que por mucho que lo mires no te va a regalar el dinero que dicen que trae ahorrado. A los que son como tú y como él es lo que les conviene, poner tierra por medio.
– Sin faltar, eh – contesta al maestro -. Sin faltar que yo a usted no le estoy faltando, ni el Eugenio tiene nada que ver en esto. Sin faltar, que lo mismo pido el boleto ahora mismo, pero se acuerda usted de Toto y de todos sus muertos, que yo no tengo mujer que mantener ni chavales para que nadie me falte; que le estoy a usted aguantando carros y carretas y me estoy cansando ya de tanto cachondeo.
– Aquí nadie te ha faltado ni te ha dejado de faltar, que eres tú muy jovencito para ser tan chulo y para atemorizarme con tus bravatas, que lo que sobran en la obra precisamente son brazos.
Tanto cavilar para nada. No echa cuenta de las palabras del maestro, que vuelve ya a sentarse sobre el anillo de los tubos de gres. Como si la tierra fuera la culpable de sus celos, la machaca con furia con la piocha.
En grupo, torpes los mosquetones sobre los hombros, por la calle de Queipo de Llano, regresan del tiro los milicianos del somatén.
Los hombres en paro forzoso llegaron a la plaza y se sentaron en los bancos de azulejos, frente al Ayuntamiento. Los hombres discuten ahora la posibilidad de formar una comisión que vaya a hacer una visita al alcalde. Los guardias urbanos, con sus guerreras blancas de verano, su pantalón azul y su porra colgada del cinturón, pasean su ronda entre la Casa de Teléfono, el Ayuntamiento y la iglesia, esperando oír algo que digan los hombres para comunicárselo al alcalde.
Los hombres no forman grupos de más de tres personas, por lo que, ante la imposibilidad de discutir todos juntos el problema, no hay manera de ponerse de acuerdo. Algunos van de un banco a otro preguntando a los demás. Alguien insinúa ir a hacer una visita al cura, y uno de los hombres se encarga de ir pidiendo la opinión al resto, que deniegan con la cabeza.
El alcalde, de vuelta del tiro, cruza la plaza con el mosquetón – un máuser modelo 1893, sin baqueta – terciado y se lo entrega a uno de los guardias urbanos que, echándoselo al hombro, se pierde en una calleja. Luego, el alcalde entra en el Ayuntamiento, sube al piso alto, y se asoma tras la celosía de una de las ventanas de la Casa Consistorial.
En la plaza, los hombres no parecen acabar de ponerse de acuerdo. Las ideas de ninguno les parece viable a los otros. Por otra parte, ninguno se atreve a formar parte de la comisión que irá a hacer la visita al Ayuntamiento. El alcalde deja de mirar por la ventana y se dirige al oficial que escribe a máquina:
– Va usted a redactar un oficio – dice – solicitando un crédito extraordinario para una guardería. Para el veranillo del membrillo es menester tener dispuesta una guardia especial para los olivos. El presidente de la Hermandad de Labradores también va a escribir otro al sindicato en el mismo sentido. Como están este año las cosas, y con la sobra de brazos que vamos a tener para el verdeo, sino nos atamos las taleguillas y se vigilan los árboles, no va a quedar una sola aceituna el ramón.
El oficial del Ayuntamiento toma un oficio con el membrete del escudo de la villa a medio relieve, le coloca los papeles de copia y los calcos y lo mete en la máquina.
De la plaza llega un revuelo de voces. El alcalde levanta la persiana y se asoma al balcón. Los hombres forman ya una unidad compacta delante del monumento del Corazón de Jesús que se levanta en el centro. Un guardia urbano sube las escaleras del Ayuntamiento y, jadeante, habla al alcalde con la gorra de plato en la mano.
– Es una comisión. Quiere hablar con usted personalmente. Son sólo tres hombres: el de María la Bujarra, el mayor de los hijos, José, Antonito Prieto y Manolo, el mayor de la Molina.
– Los que menos debieran meterse en estas cosas – dice el alcalde-. Los que más motivos tienen para callar. Los de siempre. Los que, precisamente sabiendo cómo están las cosas, por el canto de un duro los pongo a disposición gubernativa. – Y dirigiéndose al oficial -: tenga usted listo el oficio para la firma y que salga hoy mismo.
Cuando los hombres suben la escalera del Ayuntamiento, el alcalde los recibe con una sonrisa y los hace pasar a su despacho.
– Hay que ver que nunca vais a aprender a hacer las cosas en derechura – les dice mientras se sienta en la mesa y saca un paquete de "caldo de gallina" que ofrece a los hombres y que los hombres rechazan -. No es que me parezca mal lo de la comisión, no; que eso es un buen síntoma del orden y de respeto, pero ya sabéis que no me gusta que andéis reunidos en la plaza para arriba y para abajo y menos en la puerta de la taberna como moscones. Perder cuidado que precisamente ahora mismo estaba dictando un oficio sobre la situación de paro en el pueblo. Por más que tarden en contestar, que no tardarán, antes de una semana os prometo que tenéis resuelto el problema. A vosotros tres, mientras tanto, para que veáis que el hecho de haber venido no significa que os vaya a guardar rencor, sino al contrario, que hablando es como se entiende la gente, os voy a mandar a lo mío unos días para que desvaretéis los gordales. Para quince días por lo menos tendréis de trabajo y os podéis aliviar. ¡Y que tengáis fe en mi y confianza es lo que quiero!. Y que digáis a vuestros compañeros que estoy aquí para obrar. ¿De verdad que no queréis un cigarro? – Vuelve a ofrecerles a los hombres tabaco -. Ahora vais a marchar y les vais a decir a todos palabra por palabra lo que os he dicho. Y vosotros, ya sabéis, ¡alegrar la cara!. Mañana por la mañana, en cuanto salga el sol, a desvaretar los gordales. Y tú, Pepe- señala a Josele el hijo de María la Bujarra -, me vas a hacer un favor, hombre, ya que no tienes nada que hacer. Como tengo que trasvasar el vino, te pasas por la bodega y echas allí la tarde. Unos duretes muy apañados vas a ganar por la faena, que no son de perder…
En la plaza no se oye un alma. Los hombres esperan en silencio que regrese la comisión; un silencio que se quiebra de pronto por el gol que, con una pelota de trapo, un chico marca en la portería formada por la esquina de la iglesia y la calle del General Sanjurjo. La pelota atraviesa la plaza y viene a caer a los pies de uno de los hombres que espera y que la devuelve de un manotazo a donde juegan los chicos. Una cigüeña con un haz de gavillas cruza el azul a la querencia del campanario de la iglesia, donde los polluelos hacen tabletear el pico de gozo.
No son sólo las botas altas, es también el pantalón de monta que se clava en la cruz, bajo la portañuela; son los calzoncillos blancos y las cintas que lo sujetan; son los calcetines que resbalan bajo el talón y se dirigen inexorables a las punteras; es todo de medio cuerpo de cintura para abajo.
La mano izquierda del Teniente, al sentir la frescura umbría del patio, abandona con pena el bolsillo que sirve de alcahuete a sus inútiles esfuerzos por aliviarse las entrepiernas, y agita el campanil, mientras la derecha aplasta contra el zócalo de azulejo el purillo breva recién encendido que el alcalde le ha regalado al despedirse.
Aguarda impaciente tras la cancela, en el zaguán. Espera oír el grito gangoso del loro; pero no llega hasta él sino el cuchicheo de doña Rosa y de su hermana y los pasos de la criada que cruza el patio para abrir la cancela. Se destoca del tricornio. El tejadillo de hule le deja al descubierto la frente grasienta que se abre paso libre hasta la diadema de sutiles pelusas que enlazan las orejas. El tricornio oscila como un gorrillo cuartelero en manos de un recluta.
Las dos hermanas bajan ya la escalera de mármol, Don Roque saluda levemente a la doméstica y apresura el encuentro atravesando rápidamente el patio.
En el cenador, tras los cristales de la galería, insobornable y patriótico, el loro Juanito quiebra la claridad azulada con su agridulce chauvinismo nasal: "Lorito real. Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil. Viva España".
– ¡Despierta, Carlos, abre al menos los ojos!. ¡Mirame!.
La voz le llega lejana, como si atravesara un muro, pero no se siente siquiera con fuerzas para contestar, para moverse, para levantar los párpados y abrir los ojos y mirar a su madre sentada a los pies de su camastro.
– Has dormido bastante. No puede hacerte bien tanto sueño. Es pan tostado con aceite y con una cabeza de ajo restregada lo que te traigo – señala -. Es pan con aceite. Te bebes un poco de leche y sigues durmiendo, aunque ya sabes lo que dice el médico de que no es bueno tanto dormir, de que lo que te hace falta es sólo reposar y dormir sólo las horas que duerme todo el mundo.
– Déjame. Estoy cansado – contesta al fin -. No tengo ganas de comer. Déjame. Estoy que no puedo tirar de mi alma.
– Hijo – dice ahora la madre -. Hazlo por mi. Bebete siquiera la leche.
– No tengo ganas, madre. No tengo ganas.
La madre, con el trozo de pan sobre el plato de aluminio y la leche dentro de una lata de leche condensada con los bordes remachados, tercamente, lo hace incorporarse a fuerza de ruegos:
– Es de la que a ti te gusta – suplica -, de la americana, la última que nos queda. El cura a lo peor ya no quiere dar más. Tomatela. Tengo que irme. No me hagas perder más tiempo.
Toma la lata de leche y se la lleva a los labios. Hace un gesto de repulsa al ver el pan empapado en aceite. Bebe la leche despacio. Sus ojos negros y brillantes miran los ojos de su madre, los tristes ojos de su madre que, mientras con las uñas hurga el dobladillo mugriento del delantal, recorren las gotitas de sudor que le brotan a su hijo de la frente.
– Cuando se termine lo de las calles, no sé que vamos a hacer. No sé que vamos a hacer cuando se termine lo de las calles y no haya más faroles.
La madre no contesta de momento con la mirada fija en la frente del hijo. Luego dice:
– Aún falta un mes por lo menos para que se terminen las obras, y, al fin y al cabo, mientras Dios quiera que haya días de lavado por echar en la Colonia no nos faltará que comer. Hazlo por mi, Carlos – insiste -, tómate siquiera la mitad del pan y no pienses. No vas a adelantar nada con pensar. Si quieres uvas también te he traído.
– Sabes que no podría, madre, sabes que no podría.
La madre deja el plato de aluminio sobre la silla y se limpia las manos en el filo del vestido.
– Que no te vaya a dar el sol es lo que quiero. Ya sabes la de veces que te lo ha advertido el médico. No creo que vaya a venir nadie mientras te quedas solo; pero venga o no venga tú no bajes. Déjales que aporreen la puerta. Si gritan desde el corral, no hagas caso. En cuanto termine la colada estoy aquí. Si viene alguien te asomas por el ventanillo, pero no creo que nadie se lleve la ropa que he dejado puesta a secar.
– ¡Quién va a venir!. Anda y marcha tranquila.
La madre besa al hijo en la frente y baja luego loa desconchados escalones del sobradillo. Al llegar al corral extiende algunas sábanas sobre el tendedero y sale luego a la calle.
Con el pañuelo negro dejado caer hasta la altura de los ojos, toma el camino de la "calle Abajo", sorteando los montones de zahorra que se amontonan a uno y otro lado de las regolas que abren los hombres, y la sigue a buen paso para torcer luego a la derecha camino de la Colonia.
El niño vuelve a llorar, y Rosario entra en la choza, lo saca del serón de esparto y se pone a mecerlo. Luego sale con él en brazos y se sienta en un banquillo de madera de olivo delante del rectángulo de sombra. Un tren descendente silba en la cuesta abajo de los alcores. La mujer del guardagujas vuelve a desenganchar la cadena del paso a nivel del camino de ganado, y se queda luego inmóvil sobre uno de los postes de señalamiento con la banderola arrollada. El viento mueve la falda de percal de la mujer del guardagujas. En los barbechos amarillos el sol reverbera, y en la panorámica, ante los ojos de Rosario, se mueven estrellitas fugaces que suben y bajan y se desvanecen entre los almiares de las cortijadas y el terraplén férreo donde un hombre encorvado rebusca carboncilla que va echando en un saco.
El niño vuelve a llorar y Rosarito le canta muy bajo, convirtiendo la banqueta de madera de olivo en un balancín, la vieja canción de "Jazz" que tantas veces escuchara de labios de su madre, antes de que su madre tomara un día la carretera para no volver nunca:
Con mi perro Boby y
con mi maleta,
cogida del brazo
de un novio poeta.
Y a Jaguay divino
en buque llegamos
Y el romanticismo
a mi me ha inundado.
La máquina férrea suelta en los bordes de las vaguadas chorros de vapor blanquecino que llaman la atención del hijo de Rosarito, la hija de Rosario la Mocha, y, milagrosamente, lo hace dejar de llorar.
Hasta la penumbra de la alcoba llega el clamor del trajín doméstico que sube de la cocina por el hueco del patinejo. Con el cigarrillo entre los labios fuma despacio. Lanza al aire rosquillas de humo. Las moscas patinan sobre el hule deshilachado de la mesa dispuesta a unos palmos de la cama. De poco sirve con ellas el "papel real" que cuelga de las vigas como una tripa seca, ni el azúcar rosada disuelta en agua dentro de un plato desconchado sobre la cómoda atiborrada de porcelanas, de estampas devotas, de iluminados retratos familiares; pero doña Mercedes, al mostrarle el cuarto, el más decente de la casa, hizo valer sus precauciones higiénicas:…"no hay una sola mosca porque, ya ve usted, les tengo puesta trampas por todas partes".
Se echó nada más llegar sobre la cama y entornó los ojos. Su camino hasta el final ha sido largo; pero ahora, mientras fuma, no piensa en nada. Se limita a arrojar, poniendo en ello sus cinco sentidos, rosquillas azules de humo. Hasta la muerte de su tía Natividad, que le mantuvo en usufructo el tercio de la herencia materna, no recibió en alud el dinero. Cuando la tía Natividad murió una tarde, inclinada sobre un reclinatorio de la iglesia de los dominicos, lo primero que hizo fue comprarse un automóvil, con el que había soñado toda la vida. Justificaba su adquisición en el "Círculo", delante del tapete verde de la mesa de juego: "Es lo primero que hubiera hecho cualquiera ¡qué carajo!. Un "Cadillac" debía haber sido y no un bote de nada… Os invito a todos a coñac".
Se incorpora de la cama nervioso para sentarse ante la mesa con los codos sobre el hule, suelta la corbata, remangadas las mangas de la camisa.
Al volante del automóvil rubricó mil veces la ciudad. Se asomó a París aquel verano, tímido, inseguro. Regresó antes de la tercera semana, y en el "Círculo" se pavoneó de haber dejado en buen lugar la tradición hispana de riña o amor según el sexo. Se aburrió. Le desilusionaron las nubes altas de septiembre sobre el Sena. Se maravilló de que ninguna mujer tuviera para nada en cuenta su aire de señorito. Volvió con veinte mil duros menos y se recortó el bigote a la inglesa. Juró haber cruzado el Canal y haberse hecho un par de trajes en Savile Street. "Cosas de Santiaguín", dijeron los amigos. Nadie le creyó, pero le admitieron otra ronda de whisky.
La inquietud le hace levantarse y dar un paseo a lo largo del cuarto para llegar luego al ventanal y acodarse sobre el alféizar, después de levantar la cortina grasienta que protege la alcoba de la calina del mediodía. De la calle llega el runrún del motor de gasoil del autobús de línea recién llegado, aparcado en la acera de enfrente de la fonda, de donde se apean ya los viajeros. Maldice su impaciencia que no supo esperar unas horas- durante las que no ha logrado nada – y piensa que pudo haber realizado el viaje sin prisa en el autobús, ahorrando el importe del taxi. Hasta que el último viajero no baja del ómnibus no abandona el ventanillo.
Si viviera su tía Natividad le hubiera conminado una vez más a cambiar de vida y recordado que era congregante de la Inmaculada, y enseñado, junto al cordón azul y blanco de la congregación, el retrato de primera comunión, vestido de marinero, cándidos los Ojos del madrugón y con la banda de moaré con las espigas cruzadas de la Eucaristía sobre el brazo izquierdo.
Se arrepiente de no haber sabido explotar con mejores resultados la generosidad de Mila. Siente miedo ante su aislamiento y abandona la silla donde ha vuelto a sentarse para dejarse caer otra vez sobre la cama. Dos chispas de candela abrasan la colcha desvaída de azul añil -que doña Mercedes estirara cuidadosamente al enseñarle el cuarto – y dibujan sobre ella dos grandes monedas vacías.
Infancia con regusto doliente de cobardía mimada de largos paseos al sol de mano de chacha almidonada. De los padres, ni el recuerdo. Adolescencia de billares y de novillos y, a fuerza de años, haber alcanzado la Universidad, para no sacar de ella sino dos campamentos de Milicia Universitaria – con rebaje de rancho y rosbif en la cantina -y las riendas ya sueltas de hombrecito, y el uniforme de oficial que a la tía Natividad le devolviera el recuerdo del novio subteniente que marchara a la guerra de África para no volver nunca.
Las moscas, sin hacer caso del "papel real", prosiguen sus pruebas de aterrizaje sobre el hule. De la cocina llega el olor penetrante del aceite hirviendo y la voz de un buhonero empeñado en hacerle a doña Mercedes el artículo ante un par de combinaciones de nylon. Doña Mercedes suelta la carcajada y corta el chalaneo: "¡Pero, hombre de Dios!, ¿por dónde quiere usted que yo me meta esto?. ¡Cuando no me sirva de tapaculo!”.
El quincallero se agarra a la posibilidad de cambiar las prendas por una noche de posada.
– Pero no se entera que no puede ser -prosigue doña Mercedes – que la única habitación que tenía libre me la ha ocupado un fulano que ha llegado esta mañana y que por la pinta es de los que, como los gitanos, sino la dan a la entrada la dan a la salida… porque se ha dejado caer sin equipaje, ni muestrario ni nada que se le parezca…
La sangre se le agolpa sobre los ribazos de los labios, bajo el reflejo azulado de la barba. Se levanta de la cama, abre la puerta del cuarto y sale al corredor. Con la mayoría de edad solicitó la herencia paterna: dos paquetes de acciones y una casa de vecindad. Alquiló un apartamento de soltero en el extrarradio. Más tarde, con el abandono de la carrera se vio obligado a hacer las prácticas reglamentarias de suboficial. La tía lloró como si hubiera sido degradado por alta traición en el Barranco del Lobo.
Doña Mercedes discute ahora la calidad de las prendas interiores entre risas. En el patio de la fonda el sol dibuja planos fotográficos sobre el haz de las hojas de aspidistras, sobre el vidriado de las macetas de geranios.
Al fondo del corredor, junto al retrete, bajo un almanaque con viñeta de caza, la caja barnizada del teléfono se eterniza sobre el testero encalado. Es más penetrante el olor de la cocina. El buhonero arruga la combinación de nylon y la aprieta en el hueco de la mano. Luego la estira y la hace un nudo y pide a doña Mercedes que tire con fuerza de uno de los extremos, a lo que doña Merceditas se niega entre risas: "No se trata de que yo quiera comprarla, buen hombre, ni dejarla de comprar, que si fuera mi talla ya le pagaría yo de buen grado lo que pidiera por ella. Tan bien sabe usted como yo, que para eso tiene ojos en la cara, que no me entra el juego ni por la cabeza. Ya querría yo, ya, poder quedarme con ella, que sería señal que tendría una cinturita y una pechera como ésa. No digo yo una noche de posada… la fonda entera era para usted, que ya ganaba yo con el cambio si por arte de bilibirloque y de golpe y porrazo perdiera cuarenta kilos que son los que me sobran."
Camina hasta el teléfono. Descuelga el auricular y hace girar la manivela de llamada. Doña Mercedes regresa ya al patio, después de haber acompañado al buhonero hasta la puerta, y mira hacia arriba, hacia la cristalera de la galería del primer piso, y, en viéndole llamar por teléfono se desprende de los zapatos y sube de puntillas las escaleras; pero baja de nuevo en oyéndole colgar el aparato sin haber hablado y caminar de nuevo por el corredor para volver a encerrarse en su cuarto.
No había logrado aún llegar a su apartamento la conquista prohibida, la aventura galante con una mujer casada como había imaginado en los sueños de su adolescencia. Tuvo como un acceso de romanticismo colegial cuando la conoció. Ella supo enseguida rodearse de misterio para espolear aún más su deseo. Le propuso el abandono del marido, el abandono de los hijos. Ella le hizo desistir argumentando poderosas razones de orden moral y accedió solamente a las entrevistas de los jueves y los sábados, al caer la tarde, entre dos luces, con zaguán húmedo y escalera crujiente, con prólogos de sofá y vermut con ginebra.
En la galería. Mariquita da gritos histéricos a Niña-Linda: primores maternales inocentemente cachondos de su adolescencia pueblerina. En el jardín, entornados los ojos, Andrés no advierte el tránsito verdiazul de una lagartija por el brazo de la "chaise-longue".
Desde la balconada de su cuarto contempla el jardín. La baranda de hierro está completamente seca y, cuando deja resbalar sobre ella la palma de las manos, el polvillo de orín no se pega ya siquiera a los dedos. Mira ahora a su hijo tendido sobre la "chaise-longue". En la terraza de la casa de enfrente Mrs. Humprey toma el sol con un "dos piezas" recostada sobre un "monis" listado y apura con una pajita de plástico una botella de "Cola mejorada". Niña-Linda y Mariquita se persiguen jugando al escondite. Regresa a la alcoba y cierra el pestillo de la puerta de entrada. Luego saca del misal la carta recibida la víspera y vuelve a leerla sentada sobre la calzadora. El timbre del teléfono, desde el que él comunicaría desde el pueblo haber llegado, no ha sonado aún a pesar de haber transcurrido toda la mañana. Se siente desosegada. Deja la carta en el misal, pero al instante vuelve a sacarla y tomando del cajón de la mesilla de noche un encendedor le prende fuego y contempla la llama que se apodera de las letras de trazos desiguales. Vuelve a abrir el balcón para dejar caer la ceniza sobre el jardín y de nuevo a quedar apoyada en la baranda de hierro con la mirada perdida en la línea de la carretera.
…
La calle era como un espejo negro. El viento se agarraba a las esquinas. El zaguán se hacía interminable los jueves y los sábados cuando, sin respiración, llegaba a él en un final de primera etapa difícil después de atravesar la calle solitaria. El impermeable le venía estrecho. La tela engomada se le pegaba a los muslos al andar a un compás de lejana travesura infantil: los mismos golpes en la rodilla que, cuando de vuelta del colegio, enredaba con las katiuskas de goma dentro de los charcos de agua, las tardes que caían rápidamente, que se poblaban de fantasmas. El viento hinchaba el vuelo de su bocamanga como treinta años atrás hinchara también su capita de hule y la tornasolara de gotas de agua y manchas de barro.
La escalera se hacía interminable. Las gotas de agua saltaban desde el dobladillo a los escalones. Nunca se creía segura antes de percibir el vaho tibio, luego de estrangular la cerradura con el llavín. La penumbra de cada descansillo se le encabritaba en los ojos. Enfundada en el impermeable estaba convencida de estilizar su línea, de agudizarla hasta lo inverosímil, hasta la medida exacta de las siluetas de "Vogue". Se aferraba a la manga rangla, al medio tacón, al recurso último por escamotearse los años y las arrugas que empezaban a surcarle la cara.
Fue su último intento de reconciliación. Cada escalón abría una ventana de posibilidades. Por fin, la doble vuelta de la llave saltó dócil y la puerta perfiló el rectángulo de luz.
– Todo lo que puede pasar es que tenga que cambiar de cerradura – dijo él -. Ganas de complicar las cosas. Sabes, tan bien como yo, que es imposible seguir.-Se recortaba en el contraluz de la puerta cerrándole el paso.
– He venido sólo a devolverte la llave.
– Perdona, pero es mejor así. Es siempre mejor cortar a tiempo.
– No hay nada que perdonar.
Salió sin estridencias. La tarde se abría en abanico de nubes. Se descubrió fantoche embutida en el impermeable juvenil, con los tacones bajos, oscilantes las caderas, sin forma casi bajo el cinturón.
Regreso de día de aguacero y presión atmosférica al borde de la locura. Regreso con rabia de burdel y arrepentimiento. Regreso para la sonrisa al marido y a los hijos con caricias al atardecer, cara a los cristales del balcón del cuarto de estar estallados de malva, con el deseo insatisfecho sobre los párpados y los ojos brillantes y angustiados.
…
La ceniza está ya pulverizada abajo, en el jardín; es apenas un revuelo como de negras moscardas que la débil brisa pone en pie; pero a ella le parece que todos los trozos de la carta siguen unidos, o que, cada uno de los trozos ha tomado vida y siguen suplicando todavía después de quemados, o que ni siquiera están quemados sino que han vuelto a reproducirse y seguirán reproduciéndose mientras sigan allí sobre el seto de pitósporos o sobre la grama, antes de que el viento fresco de la noche consiga arrastrarlos y llevárselos volando hasta el olivar.
Cada uno de los trozos – como pedía la carta antes de ser quemada, destruida por el fuego, si es que verdaderamente hubiera sido destruida y no estuviera allí todavía chillando más fuerte que el recuerdo casi olvidado ya – sigue pidiendo un puñado de billetes para completar el pasaje para Venezuela; cada uno de los trozos continúa allí insultante, como un grito, lleno de veladas amenazas disfrazadas de cortesía; cada uno de los trozos se obstina fiera, urgentemente, en conseguirlo a cambio de la devolución de un puñado de otras cartas – que ella ahora después de tres años no recuerda siquiera haberle escrito – que él jura tener sujetas con un cordón rosa y que todavía conservan su perfume. Cada uno de los trozos anuncia el viaje y anuncia la llamada telefónica y anuncia la entrevista y anuncia el momento solemne del trueque, del rescate, y como éste ha de ser llevado a cabo lo más discretamente posible, como si se tratara del rescate de un niño, o el rescate de un prisionero de guerra, o se tratara del rescate de una mujer y no del rescate de un trozo de vida simplemente orlado ahora por el prurito del falso honor en el que no creen ni una ni otro.
El teléfono no ha sonado aún. Niña-Linda se orina sobre el delantal de Mariquita. Mariquita riñe a Niña-Linda; pero los ojos lejanos, ultramarinos de Niña-Linda no comprenden nada. El sol cruza las lanzas verdes de la cancela y dibuja cebras sobre la grama, Mrs. Humprey da la vuelta sobre el "morris" para tostarse la espalda. La pluma más erguida y más azul de la cola de un gallo cosquillea el vértice clavicular de Andrés.
Todavía continúa unos segundos en la baranda, con los ojos perdidos en la lejanía cenicienta del olivar, indecisa, sin saber si todo ha pasado y no ha sido todo sino un sueño, a pesar de las negras motas que cuelgan del seto de pitósporos y que no acaba de arrastrar el viento, o si el timbre del teléfono acabará tocando finalmente.
– Vale sin pensarlo – dice Toto -. Ahora que no disponemos éste y yo – señala a Antonio el de Cristóbal-, sino de una hora para almorzar, y, con el bocado en la boca, por lo menos yo, tengo que agarrarme al piochín.
Eugenio, sin moverse de la silla, deja resbalar las manos por el cuello, subiendo la barbilla y bajándola, pasando luego las palmas a las rodillas y sobándose el pantalón:
– Lo dicho. Un par de cervezas os doy. Ahora que de vino cagalón, nada.
Toto lo agarra por un hombro y lo levanta de un tirón:
– Al toro, chacho, que es una mona.
Entran los tres en la taberna y se colocan delante del mostrador. Se fríen patatas en la cocina y el humo pegajoso se agarra a las gargantas. Del salón contiguo llegan los tacazos sobre las bolas de billar y el chirriar de las rodajas de bakelita movidas horizontalmente por los jugadores en el alambre donde se anotan las carambolas. Toto tiene ganas de gresca amistosa, de banderillazos bajo cuerda, de solapada garata:
– ¿No te da vergüenza beber con dos mataos como yo y como el Antonio, señorito?. ¿No te da vergüenza?. Habla al menos un poco el francés, que se vea que aprendiste algo. Que sino de poco te ha servido haber vivido un año en Francia.
Antonio tercia mientras da a Eugenio un golpe de chacota bajo el vientre:
– ¿Qué tiene que ver, verdad tú, qué tiene que ver que sepas o no sepas hablar francés? – y dirigiéndose a Toto -. Lo que interesa es la "tela" y "tela" se trajo de sobra.
Eugenio sonríe, pide a Florencio tres "bodes" de cerveza y se apoya en la barra:
– Hablar, lo que se llama hablar, lo que se llama hablar bien, no. Ahora que para salir de un aprieto…,
– Te imaginas que estas en un aprieto y ya está – dice Toto -. Como si tuvieras que preguntarle por una calle a un guardia. Igual que cuando tuviste que ir a pedir trabajo.
– No es lo mismo. No se va a poner a hablar sin venir a cuento – vuelve a mediar Antonio -. ¿Verdad, Eugenio?.
– Siendo yo él, por hablar no iba a quedar mal. ¡Ya ves quién te iba a entender!. Sino, lo dejas para el domingo a la hora del paseo por la carretera. Allí te podías lucir. Allí puedes hacer las diez últimas con la guayabería y darte pisto.
Eugenio apura su cerveza de un golpe y cambia de conversación:
– A ti no te he visto en toda la mañana. A éste – señala a Toto – toda dale que te dale con la piocha en la regola; pero tú…
– Ni lo has mordido ni lo muerdes, que es una misma cosa – dice Toto -. Éste está con los encofradores a la sombra abajo de la calle, en el depósito de agua. ¿De piochín éste? – gesticula -, ni el mango. ¡Pero si no tienes más que mirarle a la cara!. Una semana estuvo en las zanjas y lloraba como un niño.
Antonio se encoge de hombros:
– ¡Todo lo que sea quitarse un mal golpe de encima!. ¿Tú que dices, Eugenio?. Cuando haya que dar la cara porque merezca la pena, se da como cualquiera. Ahora que mientras uno pueda aliviarse…
– Cuando vayas a Bélgica, le dices eso al listero o al capataz – dice Eugenio -. Le dices que quieres aliviarte.
– Tú sabes bien, Eugenio, que cuando hay que doblarla y tomarse interés, la doblo como el primero – le soba la camisa -. Con un sueldo de hambre poco se le puede exigir a un hombre. Que si me recomendaras quedabas a la altura que mereces; que sabes que soy hombre para todo y que, cuando quiero ser largo de faena, soy largo. Que si tú quisieras no cogía yo más el piochín ni el encofrado ni la biblia. Que si tú quisieras me sacabas de esto y me llevabas contigo.
A Eugenio le tiembla por un momento la lejanía de las tristezas pasadas, de las soledades aprendidas de la morriña enganchada a cada tarde sin sol de once meses:
– Si estuviera en mis manos… sabes que lo haría con mil amores. ¿Quiénes mejores que tú o que éste para estar conmigo?. ¿Quiénes mejor?. Pasa que yo no tengo influencia ni tengo nada de nada para sacaros. Que si estuviera en mis manos… -En tus manos está. -¿Qué sabes tú?.
– Que te lleva. ¿Sabré yo que te lleva? – dice Toto -. Aunque no sea más que por no oírte, te lleva, o acaba cogiendo el camino y yéndose solo antes de tiempo por quitarse de encima un tío tan pesado como tú. ¡Ni que éste fuera obispo para tener la mano que tú te figuras!. Bastante tiene cada uno con sus cosas, que hay que ver que te pones pesado.
– No te fíes de éste – dice Antonio – y no te figures que en el depósito no se trabaja. A lo mejor más, ya ves. ¡Vaya un enchufe el encofrado!. ¡Con la leche que tiene el depósito desde arriba!. Más alto que la torre, fíjate. Esta tarde te pegas un garbeo y lo ves. Lo mismo está uno expuesto a perder pie y estrellarse y partirse el alma – mete la mano por debajo del peto del mono, en el bolsillo de la camisa del ejército y saca un cigarrillo arrugado y lo enciende-Enchufe el de tu primo con los farolitos – dice luego dirigiéndose a Toto -. Eso es un enchufe…
Toto lo mira despacio. Luego chasca el pulgar y el índice sobre los ojos de Antonio el de Cristóbal:
– ¡Que yo faltarte no te he faltado para que saques a relucir las desgracias familiares, que nadie ha sacado aquí a mi primo a relucir para que te tengas que meter con él!, ¿estamos?.
– Eso no es faltar. Que si te picas… -Nadie ha dicho hasta ahora esta boca es mía con lo de Carlos. Tenías tú que ser el primero. Hasta a los correturnos, que eran los únicos que podían salir perdiendo y que les hubiera tocado de fijo la guardería, les pareció bien cuando el maestro le llamó, en vista de cómo estaba, y le encargó de las señales. Ni un solo fulano de su cuadrilla se quejó tampoco cuando lo escogieron, al revés; que si no llega a soltar la piocha a tiempo se queda tieso en la regola como un pajarito. -Cuando yo me fui había dejado de toser y parecía otro hombre – dice Eugenio -. No te he preguntado por él porque no sabía. Me figuré que lo mismo estaba otra vez trabajando en su oficio, de peón, e iba y venía todos los días en bicicleta.
– En cuanto le dieron de baja, como es natural, lo despidieron. Le quedó el seguro, pero a los seis meses le cumplió. Luego, ya sabes: que si tenía que solicitar una prórroga, que si la solicitaba y no la solicitaba… total que, con una cosa y otra, pasó el tiempo; que si tenía que escribirla a máquina y ¿de dónde iba a sacar él una máquina?. Para las malvas está, que para mi que ya lo suyo no tiene arreglo. Ahora, con el buen tiempo, menos mal, va tirando. Lo malo será cuando llegue el invierno; que no hace falta ni el invierno, ése se va con el veranillo del membrillo. Y eso que dice éste – señala con el índice a Antonio – que los faroles no tienen trabajo, vamos a dejarlo. Que toda la noche no está en vela, conforme. Que le echa a los faroles la mitad del aceite que le tiene que echar, conforme también. Que se queda con él cuando se le presenta ocasión, ídem de lo mismo. Que trinca todas las semanas doce pesos más; pero que, muñéndose como está, demasiado hace. Y otra cosa: que si ocurriera una desgracia por su culpa, por mor de los faroles, se buscaba la cárcel pa los restos. Mientras dure la obra que se aproveche. Cuando acabe, que siga otra vez echando los pulmones por la boca.
Eugenio le da unos golpes cariñosos:
– ¡Anda, no te pongas así, no hables de mal fario!. El Carlos tuvo siempre buena naturaleza. El Carlos fue siempre como un roble. ¿Os acordáis cómo se echaba a la espalda los sacos de cien kilos?. El Carlos se cura, que hoy lo de la caja de cambio es una cosa que tiene arreglo. Un argelino que trabajaba conmigo en la fábrica se le clavó una vigueta y le hizo un boquete de costilla a costilla; pues se curó. Estuvo siete meses en un hospital y se curó.
– ¿En un hospital?. No sé a qué hospital quieres que vaya Carlos a que le curen… No sé a qué sitio ni quién le iba a dar las medicinas.
– Yo no quise ofenderlo – dice Antonio -. Se me fue la lengua porque empezaste con la leche de la carga; que tú eres de los que crees que no ofendes y ofendes; que desde esta mañana estás dale que te dale, y yo no soy de piedra y algo tenía que decirte. ¡Que tú sabes que yo aprecio al Carlos, que para eso me he criado con él como quién dice!. ¡También sabes que no soy de los que se alegran de las desgracias de los amigos!.
– Lo que hayas querido decir tú sabrás -dice Toto -, pero la razón no tiene más que un camino, y tú eres de los que le buscas tres pies al gato cuando te conviene, y tiras la piedra y escondes la mano. Nos conocemos ya muy bien todos, y cada uno sabe del pie que el otro cojea.
Silencio. Pensamientos que vuelan de una cabeza a otra sin salir de los labios. Las bocas están ya templadas con las jarras de tres cuartos de cerveza. Neblinazo turbio de prólogo de humera. Ante ellos las jarras ya vacías, el mostrador solitario.
– A ti también te pasa – dice Eugenio de pronto dirigiéndose a Toto -que hablas más de la cuenta. Eres un fuguilla y todo se te va por la boca; quemas en salva todos los cartuchos. Que no es que yo quiera, mucho cuidado, echaros a reñir; que si os busco es porque con nadie mejor que vosotros me gusta gastarme los cuatro cuartos cochinos que se ahorraron y que nadie me regaló, sino que muchas horas me costaron ganarlos trabajando también, sino de sol a sol, porque el sol pocas veces me lo eché en cara, desde la mañana a la noche. Ahora que aguantaros una discusión no estoy dispuesto…
Se hace el vacío después de sus palabras. Un silencio tenso, vibrante, donde los ojos de Antonio buscan a los de Toto y los de Toto los de Antonio.
En la puerta de la taberna el sol abre un rectángulo de sombra bajo el toldo. Dentro de la taberna, una codorniz prisionera restrega su pico rojizo por los barrotes de su jaula colgada de una viga. Algunos viajeros que se dirigen a la ciudad y que esperan la salida del autobús de línea, toman café al otro extremo del mostrador. Bajo la cabeza disecada de un toro de lidia, alineadas sobre un papel de estraza pegado a la pared, cuelgan las orejas de una veintena de liebres sobre una ristra anaranjada de pimientos secos.
El pulso vuelve por fin lentamente. Para Eugenio es como si el tiempo se hubiera detenido un año, como si no hubiera cruzado el último olivar. Sueño su viaje. Mentira su viaje. Mentira su ausencia; su faena en la cadena de los "dos caballos" de la factoría parisién. Mentira su cacheo y su detención en la Plaza de Italia por la sospecha de sus rizos negros, del tinte aceitunado de su piel. Mentira. Como si nada hubiera sucedido realmente. Mentira su llanto los primeros meses, sin una mujer, sin un rayo de sol, sin una sonrisa, sin el consuelo de la voz materna. Mentira la morriña espesa de sus once meses, sus paseos solitarios de los domingos por la orilla del Sena, sus sábados de cinematógrafo para no entender sino la imagen…
Una de sus manos se agarra al hombro de Antonio y prende el tirante de su mono azul salpicado de goterones de cemento; la otra aprieta también la camisa de Toto. Y las dos manos quedan sobre los hombros amigos quietas, inmóviles, Nada ha pasado. Mentira los ferrocarriles a ciento treinta por hora. Mentira sus dos noches de amor con una estudiante polaca.
– Pon tres vasos limpios, Flore, y una botella de vino blanco – dice -. ¿Sabéis cómo se dice en francés vino? – pregunta a Toto y a Antonio -. "Vin" se dice, "vin", casi igual, casi lo mismo.
Florencio coloca la botella de vino sobre el mostrador y seca luego el borde de los vasos con el delantal. Va llenando después los vasos mientras sonríe. Enseguida saca tabaco y lo ofrece al grupo:
– Cuando hay una reunión así como esta vuestra da gusto. Da mucho gusto ver a los amigos juntarse otra vez. Ya echarás tú de menos estas cosas por allí, ¿verdad, Eugenio?.
– No sé que quieres que eche de menos, Flore; porque en mi puñetera vida me he podido permitir invitar a tres cuartos de litro de cerveza por barba como hoy; que muchos vasos de vino te he tenido que dejar a deber en mi vida, y no porque te faltaran a ti ganas de pedirme el dinero, que algunas veces hasta me daba vergüenza pasar por la calle, no fuera a ser que me hicieras pasar el bochorno que una tarde me hiciste pasar por cuatro cuartos de nada.
Florencio no sabe qué contestar; pero acaba por salir enseguida al paso:
– Cosas de chavales. Cosas de juventud en la que todo está disculpado. Que eres un hombre de bien a la vista está; que tu madre dice por ahí con la boca llena, para que se entere todo el que la quiera oír, que no ha pasado un mes sin que hayas dejado de mandarle dinero. Desde luego se lo tiene merecido la pobre que tanto hizo por ti cuando no tenías de donde y no ganabas un cuarto; que nunca te faltaron las dos o tres pesetas para tomar un "medio" por la tarde, que a ella le salían de los riñones, de lavar un día y otro del año, de llevar huevos a la capital para venderlos, teniéndose que levantar al alba – dice con reticencia.
– Anda, Flore, qué más da ya, perdona. AI fin y al cabo ahora comprende uno que no hacías sino mirar por tu negocio y por una peseta, que es por lo que se debe mirar. Tómate tú también un vasito con nosotros para que veas que no te guardo rencor, que no es sino una broma que he querido gastarte.
– Sabes que te lo agradezco igual, como si lo tomara – dice Florencio -; pero que va ya para tres meses que no lo pruebo. Como si lo tomara brindo por vosotros a la salud de los tres.
Florencio camina ya hacia la cocina. Toto vuelve a llenar los vasos:
– Has hecho bien con soltarle la pulla. El muy marrano… Ahora mucha risita y mucha coba. Ya no se acuerda cuando no te dejaba entrar siquiera en la taberna.
– También es que el Flore tiene el negocio, y un negocio hay que atenderlo, y siempre que pudimos hacerle una jangada se la hicimos – defiende Antonio -, las cosas como son.
Los ojos brillan turbios. Toto da un papirotazo a una mosca posada sobre el mostrador. De pronto, sin haberse puesto previamente de acuerdo, sin ninguna señal convenida, las manos se buscan las unas a las otras para iniciar el palmoteo. Al principio por lo "bajini", luego a prisa, nerviosas, epilépticas. Son que pide acompañamiento. Invitación para dejarse caer por "fiesta". Silencio. Sólo el vuelo de las moscas y el vuelo de las palmas.
El vino blanco, dorado, rubrica el horizonte de los vasos limpios. El reloj de la torre da un tijeretazo al tiempo. La campanada única, redonda, quiebra la geometría encalada. Los mocasines de Eugenio inician el pespunte, mientras por su garganta ronca se desbordan los primeros "jipidos" de la tristeza. Las palmas se adelgazan, se apagan suavemente, cuando Eugenio canta:
Esquilones de plata llevan los bueyes.
¿Qué llevas en la boca
que se te enciende?.
Esquilones de plata
llevan los bueyes.
Doña Mercedes, bajo la campana de la cocina, espuma la olla. Luego se desboca el escote hasta que asoma a su hombro izquierdo la tiranta rosada y mugrienta de su combinación. Flojo el nudo que la acorta y que ahora deshace, la combinación asoma unos centímetros bajo el vestido y le abanica las corvas. Tira hacia arriba de la tiranta y vuelve a apretar el nudo con destreza malabar. Repite la operación sobre el hombro derecho y espuma otra vez el guiso.
La manivela del teléfono gira de nuevo arriba, en el doblado. Descorre la cortina que separa la cocina del patio y escucha con atención poniendo sus cinco sentidos.
El teléfono de doña Mercedes ha conocido tiempos mejores. Treinta años atrás, cuando el pueblo era parada y fonda de la línea de los andaluces, la casa de comida – posada, fonda y casinillo-, " La Consolación ", propiedad de don Ruperto Arias, albergaba hasta dieciséis camas de hierro dulce con floridas perinolas de latón y colchones de lana merina. El teléfono es una de las pocas cosas que han sobrevivido a la muerte del patrón. La casa fue dividida entre sus hijos. En la parte que a doña Mercedes le correspondió-por no tachar la tradición fondil por seguir el juego del pupilaje con las aves de paso que tantas veces habían consolado el calor y el frío y la soledad de su alcoba de soltera – continuó el negocio rebajando a la mínima expresión la posada y dándole una orientación culinaria, espejuelo de viajantes de comercio y buhoneros ambulantes. En la guía de teléfonos sigue apareciendo la sonora denominación: "casa de comida, fonda, cocina familiar".
La manivela ha dejado de girar. Doña Mercedes cuelga la espumadera en el bordillo de la campana y se arriesga a espiar desde el primer tramo de escalera. Vuelve a desprenderse de los zapatos y a subir de puntillas hasta el primer descansillo.
Santiago musita sobre el auricular mientras sonríe. Doña Mercedes espía la voz y el gesto, y un remilgo de desdén le sube por el camino seboso de la garganta hasta los labios. Ansia coger alguna frase que justifique la sonrisa del pupilo, pero la conversación se lleva a cabo tan en voz baja que le es imposible atar un solo cabo. Sin embargo, la sonrisa parece ser suficiente para desvanecer sus dudas sobre la capacidad financiera del huésped. Baja despacio, apoyándose en la baranda, latiéndole en el pulso una desazón de arrebato juvenil.
De nuevo vuelve a su quehacer. Un instante después la sobresalta un grito que en un principio cree llegado de la calle, porque sale de la cocina, cruza el patio y se asoma al portal. Al cruzar, ya de vuelta el zaguán, los gritos llenan toda la casa. Desde el centro del patio contempla al huésped colgado del teléfono gritando como un desesperado. No sabe si seguir en el patio o regresar a la cocina. Todo transcurre luego en un instante, inexplicablemente. Al mirar de reojo encuentra al pupilo bajo el arco de medio punto que separa el patio de las habitaciones bajas, de las alcobas que asoman el filo flecado de las colchas. No puede evitar dar un chillido histérico.
– Quería sólo decirle que me quedaré a almorzar – dice Santiago sonriente.
– Pues me ha dado usted un susto de primera. Estaba hablando arriba y de pronto se presenta usted abajo como un fantasma.
La sonrisa se acentúa alrededor del brillo de los dientes:
– Debe perdonar. No ha sido mi intención asustarla.
– No, claro, si ya me figuro; pero que me ha dado un susto que para mi se queda. Si es por la comida no se preocupe…
– Lo bueno es que a lo mejor me tengo que quedar en el pueblo un par de días.
– Es lo que les pasa a todos. Creen sacar el primer día un buen número de notas y se encuentran con que en unas horas no tienen tiempo para nada. Ya sabe: No se ganó Zamora… Y usted que no ha salido siquiera a visitar…
– Yo prefiero siempre ver la forma de arreglar las cosas por teléfono, si es posible. En estos asuntos, ya sabe usted, es preferible saber a qué carta quedarse. Lo que yo vengo es a cobrar, ¿comprende?.
– Huy, ¿entonces que me va usted a decir?. Aquí, como en todos lados, mientras venga a repartir dinero… ya le recibirán con buenos modales, ya, y le harán a usted estar perdiendo toda la mañana en copas en un lado y en otro. Ahora que para cobrar pare usted de contar, que uno le pondrá la pega que no está en su casa, y la mujer de otro le dirá que ha salido al campo, y el tercero le saldrá con lo de una transferencia de aquí a dos días. ¿Qué me va usted a mi a decir?. También pasa que este año ha caído más agua que la que debiera y se encharcaron las hazas y alguno no ha cogido ni la simiente. Mientras la aceituna no empiece a verdear, todos andamos mal de cuartos. Ahora que, eso si, formales somos en el pueblo. Si le deben dinero se lo pagarán tarde o temprano. Usted, por supuesto, ha hecho bien en venir y en cerciorarse antes por teléfono si el fulano está en el pueblo. Bueno es pegarle un palito a la burra de vez en cuando.
– Pues nada, agradecido.
– Sabe que tiene la posada a su disposición para lo que se le ofrezca. Y si lo que quiere ya es almorzar, la comida está a punto.
Un erice de miradas, un calibrar de incertidumbres mientras le conduce al comedor. En el rabillo de los ojos centelleantes de doña Mercedes se enciende una lucecita lúbrica.
– Vaya tomando asiento que enseguida le saco el mantel y le pongo el cubierto. El vino que tengo no es del otro jueves, pero para la comida ya le servirá, ya. También que coincide usted con que la doméstica se ha tenido que llegar al apeadero del ferrocarril a recogerme unos paquetes y tengo atrasado todo esta mañana. Si quiere usted mejor una botella de cerveza, tengo una docena de ellas en la fresquera, de modo que no hay novedad y no hay que apurarse.
– A mi me es igual. Soy poco exigente con la bebida. Ahora que me apunto a la cerveza sino es mucha molestia.
– Ande, ande, que ya le abro a usted una botella fresquita para que vaya haciendo boca -dice doña Mercedes cuando abandona el comedor.
Al llegar a la cocina le palpita a prisa el corazón.
Antes de abrir las alacenas para sacar la botella de cerveza, sin fijarse siquiera en lo que hace, arroja un puñado de sal sobre la olla humeante, y, sin acordarse siquiera que envió a Seráfica, la doméstica, a media mañana al apeadero ferroviario, la llama a voces.
Apoyado sobre el brazo derecho de la "chaise-longue", Andrés, deja resbalar el cuerpo por la lona listada; luego se incorpora lentamente y, escurriéndose de la zona de sombra, engurruña los ojos y enfila el seto de la izquierda del jardín. Aunque el seto es alto, el trampolín de la piscina vecina se percibe con toda claridad, a contraluz del sol, desde su nueva posición.
Ningún golpe seco de portezuela de automóvil, ningún chirrido de neumáticos sobre el bordillo del acerado. Como todos los días, a la misma hora, las notas cortadas del "pick-up" a dos bandas cambian de ritmo. Los "blues" lentos sustituyen a las rancheras. La melodía rueda lenta, lánguida y pegadiza, sobre el seto de pitósporos: evocaciones y recuerdos; breves evocaciones y recuerdos de sus cortos años. Preferiría el chasquido enervante de un "carnavalito", la música de la mañana llena de gritos entrecortados, las dolientes voces de la música negra…
San Cheehw ha vuelto, a pesar de que él no ha sentido el inconfundible runrún del motor de su automóvil al llegar, ni las voces de su mujer dándole instrucciones para entrar por derecho el coche en el garaje, ni el golpe seco y cortante de las portezuelas.
Sobre el trampolín, bronceado natural, torso de luchador, “slip” celeste donde se despereza la silueta escarlata de un águila regia, el mayor San. Después, el mayor San en el aire. Enseguida los brazos y la cabeza del mayor San en el rectángulo verde de la piscina.
Haciendo bocina de las manos, al borde mismo del trampolín, solicita Linda, que ha subido tras su marido por la escalerilla de hierro, que Mariquita devuelva a Niña-Linda a su casa.
La carne que modela el "dos piezas" de la mujer del mayor es carne joven, carne doliente de muchacha. Andrés, como todos los días, sirve de enlace entre la mujer del sargento y la Mariquita. Grita remedando el deje somnoliento:
– Mari haz el favor de llevar a Linda que ha llegado su padre. No me macanees y no te vayas a dilatar.
Tras el seto, asomada al borde de la piscina, agradece cantarina y acuosa Linda Cheehw.
Rectificación de todo el maquillaje, alargamiento del rabillo del ojo, faja tubular; repaso de esmalte a las uñas de los pies asomadas por la zapatilla de rafia descubierta. Setenta pulsaciones. Respiración normal. La llamada telefónica ha acariciado la herida que ya no tenía abierta, la herida bien calcificada del recuerdo, bien cicatrizada de egoísmo, sólida y bien templada.
Cuando se asoma a la baranda descubre la presencia de su hijo al sol, fuera de la "chaise-longue", llamando a Mari en mitad del jardín. Agita una mano sin hablar y Andrés hace un gesto de fastidio y deja caer los brazos y encoge los hombros y regresa a la sombra de la morera.
Mariquita baja ya los escalones del porche con Niña-Linda en brazos; atraviesa el jardín y saca la lengua al llegar a la altura de Andrés. Luego empuja la verja y sale a la calle con Niña-Linda de la mano. Ahora no pasa siquiera la mano por la baranda antes de entrar. La mano perfilada y sedosa, suavizada con la "crema de día" queda flotando en el aire sin llegar a caer sobre el listón de hierro del balcón. Se siente más tranquila sabiéndose segura de si misma, con los nervios templados, sin emoción, convencida de que en la cita que acaba de concertar por teléfono para media tarde, antes de que el sol caiga del todo, antes del regreso de su marido, será ella la que fije las condiciones.
Cuando Mariquita regresa se sienta a los pies de la "chaise-longue":
– Cuando quieras puedes almorzar.
– No tengo ganas.
– Vaya verano que te estás tirando. Ya te quisiera yo a ti ver desvaretando olivos en lo alto de una escalera. Ya veríamos si te entraban o no ganas de comer.
– Ya quisiera yo poder desvaretar olivos.
– A los cinco minutos estarías que no te cabría el alma en el cuerpo. Ya quisiera saber yo para que valéis vosotros. Cualquier pelentrín escuchumizado de nada es capaz de desvaretar treinta olivos en medio día. Ya te quisiera ver yo, ya.
– Como de todas formas las mismas ganas de comer voy a tener ahora que luego, me puedes traer la comida.
De la piscina llega el rumor del agua, la algarabía de los gritos en inglés y en mejicano del mayor San y los suyos.
– Tampoco se pega el pollo – dice Mariquita señalando el seto -buena vida. Cuando no en el agua en el cochazo; cuando no dándole al vaso o leyendo tebeos. Así si que se puede vivir.
El agua se remansa en el cuadrilátero añil. Linda Cheehw sube con Niña-Linda en brazos por la escalera del trampolín y agita una mano al ver a Mariquita y Andrés. Luego se tiende sobre la tablazón de madera a tomar el sol sujetando a su hija contra el pecho.
El mayor silba y canta luego a media voz, tendido también al sol, sobre la grama, una pegadiza melodía que sumerge a Andrés en una larga cabalgada por el lejano Oeste con un fondo piramidal de tiendas indias levantadas sobre las verdes praderas del cinemascope.
– Tampoco se pega el pollo buena vida -repite Mariquita mientras se amarra las cintas de sus alpargatas antes de subir de nuevo la escalera de ladrillo del porche.
La encina se tuerce hacia la izquierda del vallado tras el que se revuelcan los cerdos somnolientos en el lodazal. El manubrio ha quedado más arriba, defendido del sol, sobre el cuadrilátero de penumbra formado por la esquina de la iglesia y el almacén de aceitunas, lejos de los chicos que todavía juegan sin cansarse, sin notar la modorra de la siesta, alrededor de los olivos que circundan la aldea.
Están los dos recostados sobre el pasto que, bajo el encinar, dejaran los hombres encargados de la empacadora desparramado por el suelo cuando abandonaron el trabajo para asistir a la boda.
– Para mi – dice Pilete -, que casi hubiera sido mejor no haberles hecho caso y haber seguido. El vino así, a lo loco, deja los pies fríos y la cabeza caliente, y en verano la cabeza y los pies. ¿Estás dormido?.
– ¿Cómo quieres que esté dormido? – contesta Garabito -. Con los ojos cerrados y gracias. Mientras no dejen de enredar esos crios.
– Pues tú siquiera tienes ganas de dormir, yo ni eso. Dale que te dale me tienes reinando. Si hubiéramos seguido nuestro camino sin entretenernos estaríamos ahora echando una buena siesta en la posada, y puede que no hubiéramos almorzado cordero como hemos hecho, pero nos hallaríamos en forma.
– Tú eres de los que todo os parece mal. Mal sabes tú cómo se ventilan hoy los cuartos… Pagarnos lo que nos ha pagado esta mañana el padrino por un capricho no se cobra todos los días, y a una buena caldereta tampoco se le echa el ojo así como así.
Se habían detenido un instante en el penúltimo alcor, a la entrada de la pequeña aldea atravesada por la carretera. Pasaban ya de largo, cuando el padrino de la boda, con su traje azul cruzado y su corbata gris, les llamó para tocar en la corraleda del almacén de aceitunas, bajo el toldo donde había de celebrarse el convite. El padrino había sacado veinte duros de la cartera y se los había puesto en la mano a Garabito: "Ni radio, ni gramófono, ni nada – había dicho el padrino -. No hay como un pianillo para alegrar la fiesta. Donde se ponga ya se pueden ir quitando los violines y el órgano y hasta el mismo acordeón. Saliendo bien la fiesta y llevando unas piezas que sean del agrado del público, antes de que termine la comida, echamos un pañuelo y lo mismo os encontráis con otros veinte duros más. Aparte que el almuerzo os sale del barato porque estáis invitados."
Empujaron el manubrio dentro del almacén y lo situaron en una de las esquinas del corralón protegido del sol por una gran vela de lona blanca. Se turnaban. Mientras uno daba vuelta al manubrio el otro, sobre el suelo, apuraba la caldereta de cordero al estilo de la tierra. Dejaron a su alcance una garrafa de vino tinto mezclado con gaseosa donde flotaban pequeños terrones de hielo que cuando la fiesta concluyó difícilmente medianeaba.
En el corralón las mozas bailaban "el agarrado" las unas con las otras, no atreviéndose a hacerlo con ningún mozo por mor del cura que presidía la mesa nupcial.
Cuando los novios entraron en el almacén, el padrino arrojó un puñado de calderilla a los chicos e intentó luego convencer al cura para que dejara bailar juntos mozos y mozas, pero el cura se levantó, brindó por los novios, y aprovechó el brindis para denunciar una vez más las funestas consecuencias del baile. Los mozos terminaron por bailar también los unos con los otros. Alguno se ponía un pañuelo sobre la cabeza e imitaba gestos y andares femeninos. El cura terminó por enfadarse y mozos y mozas escaparon juntos para bailar al sol, fuera del toldo, en mitad de la calle. El padrino decía: "Ya se le pasará a don Miguel el avenate, ya, en cuanto empiece a entrarle bien el vino"; pero el cura seguía comiendo sin tocar una sola copa, y los mozos y las mozas tuvieron que seguir bailando en mitad de la calle, al lejano compás de los pasadobles del organillo, resbalándole el sudor a ellos por las blancas camisas y a ellas por las sisas de los vestidos de crespón azules o rojos.
Cuando terminó la caldereta, el padrino pasó el pañuelo entre los invitados y dejó caer sobre el platillo de aluminio de Garabito muy cerca de otros veinte duros. "Ya han tenido suerte, ya – decía el padrino a Garabito -, al coincidir pasar por la carretera con la celebración y que yo haya sido el padrino, que para eso la novia es mi sobrina carnal, y no el padre del novio, que es un matao que no tiene nunca encima dos pesetas, como toda la familia quería. Y, por si fuera poca vuestra suerte, que haya coincidido también con el arqueo que se hace en el almacén cada semestre y con que se le hayan pagado ayer los puntos al personal, que si no, ya, ya. Estando como están las cosas y habiendo resultado tan penco el embarque de la aceituna el pasado año, no hubieran hallado en el pueblo ni un botón para muestra."
Luego que salieran el cura y los familiares de los novios, mozos y mozas desarticularon la larga mesa formada por los bancos y las crucetas del almacén, apilaron a un lado las aspas y los tableros del escogido y empezaron a bailar libremente, arrastrando los pies sobre el albero amarillo bien apisonado del corral.
Los dos siguieron bebiendo el vino dulzón, ya caliente y turnándose en la manivela hasta que el padrino regresó al corral con los ojos brillantes, sin chaqueta ya ni cuello de brillo, y les dijo que era el primero que lo sentía, que si hubiera sido de noche, por muy tantas de la madrugada que hubiera marcado el reloj, los hubiera dejado seguir alegrando la fiesta, pero que estando ya próxima la hora de la siesta sería tontería desaprovecharla, y que cada cual debía de volver a su casa y a su quehacer, y a su sueño si el cuerpo le pedía dormir, y que la música no podía gustarle a nadie más que a él le gustaba, siendo, sin embargo, el primero en comprender que también era justo que ellos, los murguistas, descansaran, que bastante le habían dado ya a la manivela, y que aunque esto no fuera motivo suficiente para levantar el campo, aunque los jóvenes quisieran seguir todavía bailando, los mayores sentían ya las ganas de irse un rato a descansar, su mujer la primera, y que con la algarabía de las voces y la música, dado que no corría la brisa y que no había manera de que el aire se llevara las notas, sino que quedaban como flotando sobre la aldea, daría al traste con el meño de las mujeres y de los hombres que por una sola vez, sin ser domingo ni festivo, podían permitirse el lujo de echarse un rato sobre el camastro con el estómago lleno de carne y la cabeza cargada de vino.
– Ya me dio a mi pena la novia con su ramillito de flores blancas – dice Garabito -. Lo que dura un pitillo le durará al galán la querencia de las entrepiernas. Luego, jDios que lo crió!, verano e invierno, noche y día, en la parva o en el desvarete de la oliva, en no faltándole el trabajo, y por la noche arriñonado al volver, los niños que chillan y la panza de los por venir, mirando caer la lluvia tomándose un vaso de vino en la taberna por olvidar lo que le cayó encima con el casamiento. Eso trabajando, que sin trabajar. De todo eso me ahorré yo, Pilete, cuando la mía antes del tercer mes me salió por peteneras, me puso los cuernos y se me fue con viento fresco.
Los niños juegan a la rueda alrededor de un olivo. Sobre las garras de metal de la máquina de hacer pacas cae un hilo de sol filtrado por el ramaje de la encina solitaria. Los cerdos gruñen en el lodazal, tras el vallado. De tarde en tarde, se levanta un leve soplo de brisa ardiente que levanta remolinos de polvo en la era.
– Pues en un pueblín de éstos me quedaba yo, para que veas. Ganas me dan a veces de salir un día de la ciudad y tomar carretera adelante y llegar a un sitio que me guste y quedarme en él y llegar a encontrar a una mujer como ésa, como la novia, y emparejarme con ella para siempre.
– Anda la osa que ibas apañado. Más te recomiendo para eso el paracaidismo, que con el fusil al hombro no te faltaría que chascar, que los tiros es lo que más caro se paga. Hace treinta o cuarenta años, en mis tiempos, si que se podía hacer eso, si que se podía llegar a un sitio y pegar. Faltaban brazos en todas partes, y desde la raya de Portugal hasta aquí llegaban los hombres y el trabajo no les faltaba. Más de un mazuriño de ésos casó con una buena moza, y eso que llegó andando por esos caminos de Dios sin más compañía que su hatillo, trabajando una jornada en las obras de las carreteras y la siguiente en los tapiales de las dehesas. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. Ya puedes, ya, corretear por esos campos y verás lo que recibes. Dinero, lo que se llama dinero, con las participaciones de lotería, sino le hubiera dado al gobierno por prohibirlas. Te comprabas un decimito y te hacías del mismo número una serie completa. Te mercabas una cartera donde guardar los papeles y una bicicleta, y dale que te dale por los pueblos a engañar. En veinte años tuve la suerte de no dar siquiera un premio. Buenos dineros les gané a la rifa. Reintegros y pedreas si que salieron algunos: gajes del oficio. No dejé de pagar uno solo a tocateja. Un sello de caucho y una imprenta de confianza es todo lo que te hacía falta. De no pasar lo de Escámez, que siempre se tiene que romper la cuerda por lo más delgado, que quiso hacer en grande lo que nosotros todos hicimos toda la vida por lo chico, tenía yo un puñado de duros ahorrados – levanta la cabeza apoyándose en el tronco de la encina y deja de hablar en viendo a Pilete dormido -. Duerme, duerme – continúa -. Tú eres el que no tenía sueño. Duerme, que por dormir no quede; que no te hace falta a ti una cama para dejar de sufrir un rato – entorna losaos, se rasca la pelambrera blanquecina de los vellos del pecho y se deja caer de nuevo sobre el montón de paja.
Los niños han dejado ya de cantar, han abandonado la explanada terrosa y ha vuelto cada uno a su casa, a las encaladas casitas de un solo piso que orillan la carretera y que se apiñan entre la iglesia, el almacén de aceitunas y los restos del castillo con su haz de flechas rojas cruzadas por el yugo, erguidas sobre la ruina de la torre de homenaje.
Cuando se levantan del heno el sol ha rodado apenas unos centímetros en su trayectoria por el azul. Los despiertan las campanitas de la iglesia tocando la hora de la catequesis para los niños. Garabito contempla el manubrio, las flores rojas y celestes desvaídas de la cretona, el brillo metálico de la manivela de latón. Luego busca a un lado y otro, inútilmente, un brocal de pozo, una pileta de cemento, un abrevadero donde corra el agua para refrescarse la cara. Pilete se despereza mustiamente:
– Ya debe de tener pocas ganas de dormir el cura tocando a la hora que es las campanas – dice mientras se incorpora.
Garabito contempla el caserío de la pequeña aldea, los tejados encalados de las casas, el techo de uralita del almacén de aceitunas.
– También a mi me dan ganas a veces de retirarme a la vejez a un sitio como éste, un lugarejo así, ni cerca ni lejos de la capital, donde cuando se tercie pueda uno coger el coche de línea y darse un garbeo. Un poco mayor y sería el mejor sitio que conozco si
tuviera su casino y sus mesas de juego para echar alguna vez un dominó o una partida de tute.
Pilete, de pie, flexiona las rodillas y baja los brazos hasta tocar el suelo con las manos. Luego se da golpes muy a prisa, con los puños cerrados, sobre el pecho.
– Tú no hagas muchas demostraciones de fuerza – dice Garabito – que la gimnasia donde la tuviste que haber hecho fue en la bartolina. No me figuro yo que estés ahora para mucho trote.
– Si me hubieras visto con diecisiete años…
– ¿Te has creído que eres un viejo?
– Pues no es lo mismo, para que veas; uno está ya más gastado y más corrido que una mona. Entonces es que me dio por ser boxeador -da saltitos de un lado a otro y se pone a martillar con los puños sobre un imaginario balón de entrenamiento -. Entonces me preservaba de todo, y no hubiera tocado a una dama ni por una apuesta. Facultades, ¿comprendes?. Eso es lo que te quita las facultades. En cuanto te merques una damisela estás perdido y no tienes nada que hacer. Ya puedes hacer un día y otro entrenamiento y comer como un toro. El tabaco y las damas, prohibidos.
– Leche migada -dice Garabito-. Yo, cuando estuve hace dos años de limpia y trataba a los fulanos de los puños, ya te quisiera decir yo, ya, si tomaban sus copas y fumaban habanos y tenían sus trajines. Eso es todo un cuento para mamoncitos, un revienta pañales de coña. Lo que vale en el boxeo, que te lo digo yo que he visto pelear a Primo Camera y a Max Baer y al Paulino, y a todas las figuras que cuando la Exposición de Barcelona llegaron a España, es la presencia. Lo mismo es ver tú a un chiquimiqui en el cuadrilátero que a un tiarrón…
– Eso es cuestión de peso, maestro. Se puede ser un buen boxeador y pesar una mierda.
– Eso es cosa que a mi, como comprenderás, me la trae floja y no pienso discutirte porque ni me va ni me viene. Vamos a dejarnos de chuminadas y a buscar un pozo para sacar un poco de agua y para aliviarnos el sueño. Luego, fumamos un cigarrito, tomamos una gaseosa fresquita en la tabernucha que hay junto al estanco y carretera y manta. Llegando dentro de un par de horas, aún tenemos tiempo sobrado para que el trabajo de la tarde nos pague la cama y la cena de esta noche.
Se desprenden de las briznas de paja que se les han pegado a la espalda y al trasero. Se ayudan el uno al otro: "es como si nos estuviésemos despiojando", dice Garabito. Luego toman la carretera en dirección al lugar. Sobre el paredón encalado del almacén de aceitunas, un reloj de sol dibuja un ángulo amarillo en mitad de la sombra añil.
– Lo primero que hago en cuanto gane unas perras – dice Pilete -es comprarme un peluco: un buen peluco con su correa flexible, un peluco dorado que parezca de oro.
El asfalto de la carretera que ahora atraviesan casi arde, y el calor traspasa las suelas de las alpargatas y les sube por los talones. Caminan a prisa hasta la bandera bicolor que distingue la puerta del estanco de las demás casas, después de dejar atrás el almacén de aceitunas y la iglesia.
– ¿Qué sabrás tú siquiera lo que es un peluco?. Los he tenido de todos los tamaños y de todos los estilos – dice Garabito-: desde un paterfili hasta un relojito de brillantes que me encontré en una feria al salir de los toros. Ninguno me ha calentado el chaleco ni la muñeca. Todos los he pulido rápido. ¿Para qué queremos tú ni yo un reloj?. Ganas de complicarte la vida. Primero porque aunque lo jures y lo vuelvas a jurar y a retejurar, si un día se te dan mal las cosas y te trincan por un quítame allá esa paja, te dicen con todas las letras que no es tuyo. Y no creerán que lo sea aunque les enseñes la factura. De cosas de valor, nada. Los billetitos bien cosidos a la camisa que llevas puesta, si es que los tienes. Mientras haya por el mundo fulanos que carguen con un reloj y te puedan decir la hora y torres y campanarios que te la anuncien, que ni puñetera falta por otro lado te hace saberla, es peso que te ahorras de llevar encima y energías que no malgastas en darle cuerda.
Una mujer cose a la puerta del estanco. Cuando se acercan a ella para preguntarle dónde hay un pozo, la mujer señala un brocal y un abrevadero a unos metros a la derecha, junto al verde brillante de un emparrado. -Qué, ¿de descanso? – pregunta la mujer-. Buena mañana que os habéis dado girándole al manubrio. Y, a lo mejor, otra vez de camino, ¿no? -Qué remedio – contesta Garabito. -Pues ya podían ustedes esperar que se pusiera un poco el sol, que también es ganas de coger un sofoco…
Se despiden de la mujer y atraviesan la explanada reseca para llegar al pozo. Pilete mete la cubeta de cinc y tira de ella con fuerza para sacar el agua. Beben uno a uno en el mismo cubo, y abriéndose luego la blusilla dejan caer el agua fría sobre el pecho y los sobacos. Después restriegan el agua sobre la cara y sobre el pelo.
– Ya nos podíamos ahora encontrar al padrino para que nos invitara a un cafetito – dice Garabito.
– Éste te está durmiendo la mona. Ése la ha cogido a cuadritos. ¿Crees que ha dejado de beber?. Nada; ése te está bebiendo todavía. Habrá formado luego una reunión en familia y está todavía dale que te dale al vaso. Lo mismo nos lo volvemos a encontrar y continuamos la fiesta.
– Lo mismo.
– Lo mismo es el tío castizo y nos da otros veinte machos.
– Lo mismo te lo piensas.
Sobre su nidal de heno, en la espadaña de la torre de la iglesia, las cigüeñas tabletean su pico amaranto. En el olivar han empezado de nuevo a jugar los niños. En la carretera corona el último repecho una motocicleta con sidecar.
Cuando toman de nuevo el camino del vallado para recoger el manubrio, un perro de color cobrizo escapa agazapado a la cuneta huyendo de los chicos que le tiran piedras. Un gavilán inmóvil como una cometa planea lentamente sobre el cielo a la querencia de una conejera de tela metálica situada en el corral de una de las casas. De un horno de ladrillo sube lento y rojizo un humo de paja de garbanzos que se va extendiendo poco a poco sobre el caserío.
Con cuidado, tomando uno las varas y el otro la correa trasera que ayuda a la faena del arrastre, el manubrio se desliza por la suave pendiente que desde el vallado lleva a la carretera.
– Para librarse de las bombas atómicas si que es buena la zona – dice Garabito -. Aquí en una aldeita de estas y ya pueden caer bombas en las ciudades.
– ¡Vaya, que aquí te ibas a quedar de rosita!.
– ¡Quién sabe!. Además a mi en particular ni me va ni me viene. Ya pueden caer todas las bombas que tengan que caer, por lo menos siempre tendría el consuelo que sería un mal general del que no se libraría nadie. No estaría del todo mal que muriéramos juntos los ricos y los pobres; que por una vez siquiera no se libraran los señoritos de la escabechina.
El sudor empieza a empapar las blusillas. Dejan atrás el pequeño cementerio de la aldea, con su tapia encalada y su verja de hierro oxidado, y la mancha amarilla de la era comunal.
– El tenernos que enterrar al menos se lo ahorrarían. No iba a quedar un bicho viviente. No iba a quedar ningún Juan Simón para echar la paletada de tierra y taparnos el bigote. No iban a quedar vivas ni las moscas.
– A lo mejor es una cosa que le conviene a la humanidad, para que veas. Puede que después de la explosión a los hombres se les abran los ojos y se acabe para siempre el egoísmo y el afán de reunir dinero y de amontonar más dinero y de tener al prójimo fastidiado.
– Hablando de estas cosas, lagarto, lagarto. Siempre creo que no hablando de las cosas las cosas no pasan. Vivir, que son dos días, y no pensar en nada. No hacerle mal a ningún desgraciado que no tenga qué llevarse a la boca, e ir tirando con los chapuces. Hoy es de los días que me encuentro tan feliz y tan contento que ni me ha sentado mal el vino, ni me encuentro cansado, ni noto la calor. Hoy ya me pueden decir que lo negro es blanco y lo blanco negro que no sería capaz de llevar a nadie la contraria. Hoy me ha cogido el cuerpo que parece que la cara de la gente es más de color de carne que otros días.
– En cuanto lleguemos, lo primero que hacemos es darnos un garbeo para ver cómo está la plaza – dice Pilete-. Luego apalabramos la posada. Habiendo, como tú dices que hay, una colonia de veraneantes, a la Colonia nos vamos de cabeza. A sol puesto y todo se le pueden sacar unos cuartos a la manivela.
– Como si no los sacamos. Con ganar cada día lo que vayamos a comer ya nos podemos dar por satisfechos.
Aprietan el paso. Jalan a un trote regular. Las alpargatas se acompasan a las ruedas de goma del organillo verbenero que se deslizan suavemente por el asfalto
Caminan silenciosos, sin cruzar palabra. El sol cae de plano, vertical, terrible, dorado como las gavillas amontonadas para su recogida en el borde de las cercas de los latifundios. El escape de una cosechadora se deja sentir lejano, como una queja, en la vertiente roja donde la tierra calma sustituye al olivar, donde antaño los hombres cantaran con la hoz en la mano, la sal en una bolsita de estameña, junto al pecho, y el vinagre y el aceite de los cuencos de madera bajo la manta caminera y las botas de cuero sin curtir dejadas a la sombra de un árbol solitario mientras arañaban con los bruñidos dientes de sus hoces el cañizo crujiente de las espigas ya maduras, mientras miraban el cielo y, aún a pesar de sentirse todavía esclavos de la tierra, sus ojos tenían siquiera un destello de esperanza.
Hasta la explanada amarilla, sin un árbol, sin una sombra, rala y pelona como un baldío, suben los burrillos enanos desde la linde del pinar. Los hombres de la contrata arenera, bajo el sol, con los sombreros de paja encasquetados hasta la frente, el pantalón con las perneras cortadas y desnudos de cintura para arriba, calculan a ojo de buen cubero los metros de arena que los camiones van cargando de la pirámide dorada, que los burritos han formado en sus cientos de viajes desde la ribera de la vadina en el transcurso del día.
Sentado bajo un cobertizo de uralita, el capataz, inclinado sobre unos cajones, toma nota de las salidas. Los conductores o los ayudantes de los camiones que ya han cargado pasan, antes de poner de nuevo el camión en marcha, e inician el regreso, para abonar al capataz el importe de los decámetros cúbicos de arena que se llevan.
Es tanta la luz que reverbera sobre los cristales de las cabinas, sobre las curvas de los guardabarros, sobre los sombreros de paja de los hombres, sobre el hierro plateado de las palas, que el capataz, a pesar de sus gafas de sol, no mira siquiera la explanada sino que va tomando nota fiado de la palabra que le dan los conductores sobre la totalidad de la arena que han cargado, mientras recoge con indiferencia dinero, muchas veces sin contarlo siquiera antes de guardarlo en una carpeta azul sujeta con una tira roja de neumático.
– Chico, ¿cuánto has cargado tú? – pregunta cuando Chico Mingo se acerca.
Chico Mingo se toca las orejas y se echa hacia atrás el sombrero de fieltro. Luego, Chico Mingo, se rasca la pelambrera sudorosa del pecho:
– Puede que doce metros como dicen ellos; pero para mi que no me llevo más de diez.
– Vamos a poner once -dice el capataz-. Vamos a partir la diferencia.
– Bueno.
– ¿Cuántos portes llevas hoy dados?.
– Cuatro con este: un total de cuarenta metros.
– Si hubieras llegado a los cincuenta, te hubiera hecho una rebaja del diez por ciento – dice el capataz.
– Eran más de las doce cuando ayer cargué el último porte. Ése no lo meto en cuenta. Ése ni para ayer ni para hoy. Ya vale meterlo hoy, capataz, y tiene usted los cincuenta justos.
El capataz juega con la caperuza de aluminio de su bolígrafo hasta donde llega un rayo de sol que se quiebra alrededor de la mano y se refleja luego en el papel cuadriculado del estadillo:
– Sean los cincuenta – dice -. Un porte que te hallas. Como sigas así, Chico, y duren mucho las obras, vas a ganar un buen dinero. Te vas a poner rico.
– El que trabaja no gana dinero, capataz. Ni los que están ahí abajo cargando – señala a los hombres arrojando paletadas de arena sobre los camiones – ni yo nos pondremos nunca ricos. Usted si que acabará rico. Usted ahí sentado.
– Si fuera el propietario de la contrata… Por los gajes, que si no. ¿Sabes cuál es mi sueldo base?.
– Eso no cuenta para usted – dice Chico Mingo -. Con eso no tiene usted ni para tabaco. Con un puesto como el que usted tiene me reía yo del mundo. Una contrata como ésta es la que me hacia a mi falta para en tres meses comprarme un "Leyland" y tirar los pies por lo alto.
Otro chofer cruza la explanada amarilla. Chico Mingo guarda en el bolsillo de su camisa de cuadros verdes y rojos el trozo de cartón doblado que le sirve de cartera y que sacó para pagar. Luego recruza la explanada y entra en la cabina para sacar la manivela y poner su camioneta roja en marcha.
Cuando llega al camino vecinal que desemboca en la carretera, Chico Mingo mira hacia la zona de la contrata arenera, hacia el pinar que nace en la linde, hacia el agua de la vadina que espejea verdiazul más abajo. Por un momento Chico Mingo siente ganas de darse un chapuzón, pero enseguida se pone a silbar, pulsa sin querer el "claxon" y tuerce el volante hacia la izquierda, camino del pueblo.
Las ramas bajas filtran débilmente los rayos que logran atravesar el boscaje alto. Una araña teje su senda de plata en la corona verde y gris de una pina. La orilla se ensancha unos metros más abajo, abre un calvero en los árboles formando la media luna de una playa y se estrecha luego al llegar al caminito ciego que llega a la falda del monte.
La pandilla ha tomado posiciones después del baño. Hay en toda ella cansancio muscular y modorra de siesta. Vadina abajo el ferrocarril rugiente cruza el puente de hierro sobre la laguna y se pierde traqueteando en la explanada amarilla que se levanta al fondo del pinar. Vadina abajo una piara de cerdos chapotea tercamente sin hacer caso de las voces del pastor que intenta sacarlos del agua.
Felipe, con un látigo improvisado, fustiga la corteza resinosa de los árboles. Su torso desnudo provoca la callada admiración de las chicas de la panda que lo contemplan distraídamente detrás de las gafas de sol.
El guijarro que arroja Lisi sobre el espejo terso del agua no logra hacer la ranita. Traza sobre la superficie círculos concéntricos y luego se hunde tras asustar a un pez rondador de los juncos en el fondo de lama gris. Ha habido impericia. La mano queda en balancín y se desmaya luego sobre el muslo. Intenta hacer de nuevo la prueba sin conseguirlo y se deja luego caer hacia atrás. Su cabeza queda situada entre un haz de luz y una sombra fría. Por tercera vez se incorpora y vuelve a tomar un canto rodado estudiando antes la forma que ha de poner la mano – emulando la hazaña de los muchachos – para que el guijarro salte una y otra vez en la superficie sin hundirse.
Felipe, cansado de correr a un lado y otro con el látigo en la mano, se deja caer sobre la hierba junto a Quinito que lee un trozo de periódico manchado de grasa mientras fuma un cigarrillo:
– ¿Has visto a Nico?.
– Qué voy a ver. No he visto a nadie. Andará por ahí.
– Estaba contigo hace un momento.
– Hace un momento, pero ahora no está. ¿Qué quieres?.
– Lo que quiero es saber dónde está cada cual- dice Quinito -. Hemos venido juntos y no debemos separarnos. Ése por una gracia se nos baña haciendo la digestión y nos da el disgusto.- Se incorpora de un salto y grita-: Nico. Nicooo. Niccooo. ¿Dónde estás?.
La pandilla le hace coro entre risas: "Nico. Nico. Nicoo".
Por la vertiente, corriendo descalzo, dando saltos para no pisar la arena caliente, aparece Nicolás poniéndose derecho el sesgo de los pemiles del "meyba". El calvero se desborda de risas. Quinito se siente defraudado, levanta las manos, limpia sobre el pantalón las gafas de sol y vuelve a sentarse tranquilo, casi feliz de su misión fiscalizadora.
En la orilla de enfrente la piara de cerdos chapotea sin que las voces y las amenazas del pequeño pastor dándoles trallazos para que salgan del agua surtan el menor efecto. El chasquido de su látigo quiebra el silencio. La pandilla contempla el trajín del zagal y oye su voz de hombre – a pesar de no haber cumplido todavía la primera docena de años – gritándole al hato desbandado. Felipe contempla con envidia la maestría del pastor en el manejo de la vara de abedul con la correa de piel de cabra atada a uno de sus extremos.
Una nube solitaria, delgada como una hebra de algodón, roba durante unos segundos los destellos metálicos del sol sobre el gris acerado de las pinas, y de las colinas onduladas y la explanada amarilla llega lejano, casi imperceptible, el eco del traqueteo de los vagones del tren sobre la vía férrea. En la superficie del badén, a vuelo rasante, una avispa bebe una molécula de agua.
Lisi exprime el bañador mojado y se lo coloca sobre la frente. Araceli dormita junto a ella boca abajo. Las bicicletas han quedado abandonadas unas encima de otras sobre el muñón de un pino talado. Lisi zamarrea a Araceli inútilmente; luego entorna los ojos mientras desprende con cuidado un trozo de piel de sus rodillas tostadas.
Momi da vueltas a la cadenilla de metal que sujeta su bolsa de excursión. Durante la mañana, asediada por los chicos, ha chapoteado en la orilla. A partir del almuerzo ha preferido quedar relegada a un segundo término, sola, apoyada en el tronco de pino más alejado de la orilla, apartada de las risas, las cosquillas, los saltos histéricos que precedieron al almuerzo, antes que la modorra empezara a cerrar los párpados de todos. La cadenita de metal sigue enroscándose y desenroscándose, girando como una hélice. No piensa en nada. De tarde en tarde vuelve la cabeza y contempla el grupo formado por Lisi y Araceli, por Quinito que dobla ya el periódico y hace una pajarita de papel que coloca sobre la espalda desnuda de Ara, por Quinito que contempla en silencio el camino serpenteante que lleva a la falda del monte.
El pastorcillo ha logrado por fin sacar a los cerdos del agua. Los conduce bajo el sol -con el sombrero de paja encasquetado y una tira de tela cruzada sobre el pecho y la espalda sujetándole el pantalón, que no acaba de ser ni corto ni largo -. Durante los instantes en que se detiene para atar los cabos de las cintas de sus alpargatas, los cerdos se le desparraman de nuevo buscando la frescura jugosa de la hierba tierna que crece al borde del terraplén del ferrocarril. Tiene que hacer de nuevo uso del látigo y correr de un lado a otro dando trallazos mientras sujeta con la mano libre el sombrero de paja que sin barbuquejo sele va y se le viene de la frente a la nuca y de la nuca a la frente. La pandilla sigue sus inútiles esfuerzos para conseguir volver los cerdos desbandados a la manada hasta que un saltamontes da un brinco desde un pino y se deja caer sobre la tostada espalda de Araceli. Cuando Quinito lo toma temblorosamente con los dedos, lo arroja con fuerza sobre el suelo y toma un terrón para rematarlo se sorprende encontrarse sujeto del brazo por la mano de Momi:
– Déjalo. ¿No te da pena?. No creo que te haya hecho nada el animal…
– No, nada; pero es un bicho. ¿No sé por qué no puedo matarle si quiero? – mira a Momi a los ojos -. Bueno, te regalo el cigarrón – dice luego-. Es tuyo como Gibraltar de los ingleses.
Momi toma el saltamontes, que tiene ya una pata cortada, y se sienta de nuevo sola bajo el pino con el sobre las rodillas.
El saltamontes hace un primer intento para levantar el vuelo y deja al descubierto la película de metal azul-rojo de sus alas. Momi lo contempla con la mirada perdida asociando el color con el del sombrero de raso que le pusieran para la ceremonia del casamiento de su tía una mañana lívida de invierno, cuando la obligaron a llevar en alto la cola del vestido de novia y entrar en la iglesia pisando despacio con sus zapatos de charol la alfombra roja que llevaba desde el pórtico al altar mayor. El saltamontes logra en un segundo intento levantar el vuelo y abrir en abanico sus alas y cruzar torpemente el calvero en busca de un tronco resinoso.
Tenía apenas siete años cuando la tía Encarnación admitiera en su casa a su segundo novio y lo sentara en el sofá de peluche del recibidor, y, con sus manos gordezuelas, tomara él las manos pálidas de la tía Encarna, tristes y blancas, fieles aún al recuerdo de la fotografía que adornaba su mesilla de noche y que no se atrevían a destronar del marco de cuero rojo desde donde su primer novio sonreía, aún no obstante haber ya muerto y no ser sino una sombra lejana.
Ella había jugado con el primer novio de su tía, que la sentaba sobre sus rodillas y le acariciaba su flequillo rebelde, antes de que el primer novio de su tía hubiera desaparecido un día para siempre y escapado a Francia, antes de que se llegara a recibir la carta en la que se decía que había muerto o que era lo mismo que si hubiera muerto y que su nombre debía ser ya olvidado, como si nunca hubiera existido y nunca, en el mismo sofá de peluche donde su tía sentara también a su segundo novio, él hubiera acariciado las rodillas de la tía Encarnación ni nunca hubieran juntado los labios, mientras ella espiaba tras los visillos de la puerta del recibidor. "Agua pasada – como dijera entonces su madre -, agua que no mueve molino." Agua que ya arrastraba el río, como arrastraban – ella lo ha visto muchas veces desde el puente -el ajuar de los que viven instalados en las chabolas de la orilla, entre la estrecha franja de la vía férrea y el agua, las rígidas otoñales de la ciudad.
Y, desde su casamiento, no ver ya a la tía Encarnación sino de visita, hasta que al empezar el verano la tía Encamación fuera a su casa y la invitara a pasar una quincena en el chalet que había comprado su mando en el campo, y su madre a pesar de su negativa, la obligara a pasar al menos unos días con su tía Encarna y con el mando de la tía Encarna y con el olor acre -olor de boj y de muerte – del marido de la tía Encarna.
Ahora son ya sólo cinco días los que quedan para su regreso; cinco días soportando aún al marido de la tía Encarna y los ojos del marido de su tía Encarna, y el asco por el marido de su tía Encarna, habiendo como ha rebosado ya el vaso de su desprecio desde el tercer día de permanencia en la casa, cuando lo sorprendiera en equilibrio sobre el pretil, materialmente colgado de la ventana del cuarto de baño, mientras ella se duchaba y descubriera sus cejas y el guiño de sus ojos miopes. No se movió. Continuó desnuda serenamente, dejando que la envolviera la cortina de agua mientras los ojos del marido de su tía se tornasolaban lúbricos y pestañeaban en mitad del hilo de luz del cristal esmerilado. Era la gota justa que el vaso necesitaba para derramarse. Una especie de triunfo secreto la desbordaba cuando la tía Encarna daba a su marido cariñosas topaditas, sentados los dos por la noche en la terraza, fumando él un cigarrillo y escuchando los dos la radio o el timbre acuoso de su propia voz en la cinta magnetofónica que reproducía también las conversaciones sostenidas por las visitas que habían asistido por la tarde a su casa y la algarabía de sus gritos y de sus elogios por el "maravilloso buen gusto" con que la casa estaba puesta en cada uno de sus más insignificantes detalles.
Y, como un oasis en la monotonía de la Colonia, la excursión, tras la sugerencia que hiciera la víspera una de las madres para que la sobrina de los dueños del chalet nuevo fuera al día siguiente con su hija y con los amigos y las amigas de su hija a la gira campestre. Y ahora, ya en ella, la soledad, su soledad entre tanto bullicio, en medio de tanta vitalidad, de muchachas de tan poca imaginación, por ninguna de las cuales merece la pena de comprometerse seriamente. Los ojos de Lisi, sin embargo, son ojos profundos y hondos que se eternizan en el paisaje, que la han mirado todo el día con temor y con admiración a un tiempo como si quisieran ofrecerle un mensaje secreto.
La cadenita de metal vuelve a enroscarse y desenroscarse en sus dedos. La pandilla, a su espalda, desperezándose de la modorra, canta una ingenua canción a dos voces. El sol se filtra aún más suavemente por el ramaje. Los muchachos empiezan a lanzar otra vez cantos rodados al espejo del agua. La reata de burrillos enanos que bajan a cargar arena apoyan prudentemente sus patas al enfilar el terraplén que, desde el caminito amarillo, llega hasta la orilla. La marea que llega desde el lejano coto de Oñana, que cruza el Aljarafe, que perfuma de brisa salobre la marisma y las dehesas del Condado, trae un olor atlántico, salado y agrio de esteros y de gaviotas.
Presiente un aleteo sobre sus hombros. De reojo teñirá las manos que se agazapan a la costura de la manga rangla de su playera, y, enseguida, una voz quebradiza titila a su espalda: "Si no te importa, me siento aquí contigo".
En los brotes tiernos de los juncos, entre dos aguas, los pececillos no se sorprenden ya con la lluvia de los cantos rodados. Sobre el azul verdoso de la superficie han dejado de formarse los círculos concéntricos de los falsos disparos de guijarros. Mientras las chicas se obstinan en seguir tendidas en la hierba, los muchachos han tomado sus bicicletas y, con los manillares vueltos, juegan al toro.
Los burrillos enanos, bajo el sol, sueltan breves rebuznos y abren y cierran su boca rosada como una sandía, mientras los hombres van arrojando paletadas de arena sobre los serones de esparto. Luego, los burrillos toman solos el camino del terraplén, pacientes en la cuesta arriba, hasta llegar a la explanada donde los camiones recogen la arena.
Al salir de la taberna con los ojos rojos del vino, pesada la cabeza y las piernas tambaleantes, comienza la porfía:
– A la huerta del Carmen a por tomates y nos hacemos un gazpacho – propone Antonio.
– Para eso es mejor a los columpios del colegio. Hay una sombra bajo la higuera y nos echamos a dormir. y ponemos el mingo -chula Toto-. Tú, como te largas… aquí quedamos nosotros para dar la cara.
– Al pilar entonces; es lo mejor. Nos damos un baño y nos refrescamos.
– Para eso a la vadina.
– Una legua de aquí a la vadina. Estás trompa, macho. Aquí el único que es capaz de resistir todo el vino que le echen soy yo -dice Antonio mientras imagina que el bordillo de la acera es una cucaña y pretende demostrar su serenidad corriendo sobre él hasta caer de bruces.
Eugenio y Toto se chancean. La borrachera trae a Toto el recuerdo de su primo y Toto propone una visita. Con él seguirán bebiendo hasta reventar. El vapor del alcohol pone catarata delante de todos los ojos y no se atreven a contradecirle.
Caminan bajo el sol hasta la casa de Carlos. Cuando llegan al portal, todas las lenguas se encasquillan. Ninguno quiere ser el primero en empujar el portalón de la corraleda. El sol renueva arabescos sobre la cal de la tapia filtrándose por los desconchados. Las gualdas desvencijadas de la puerta tiemblan bajo los golpes de los tres pares de puños.
– Bueno, venga -dice Antonio-. Tu que nos has traído eres el que tienes que entrar el primero; al fin y al cabo eres su primo y tienes confianza. Con nosotros no es lo mismo.
– El primero y te dejas de historia.
Empujado por Eugenio, Toto levanta la trampilla de madera y entra en el corral desierto cruzado de ropa puesta a secar. Eugenio y Antonio le siguen. El corral huele a lejía, a fruta en descomposición, a fuego apagado. Queda aún llamar con la aldaba en la puerta de la vivienda propiamente dicha que se divisa al fondo pintada de almagra.
– Anda, decídete. Si nos vas a tener aquí como a dos tontos, avisa.
– Mejor sería que le llamáramos por la ventana – dice Toto -. Duerme en el doblado – camina hasta la escalera que lleva al piso alto -. Se le pegan cuatro silbidos a modo y ya está saltando de la cama.
Se apostan los tres bajo la escalerilla. Una salamandra rugosa corre tambaleándose por el pretil y se esconde en una maceta de geranios marchitos. En la ventana abierta del doblado la brisa mueve una cortina de tela de saco. Gritan a pleno pulmón tan fuerte que las voces se desdoblan en ecos sobre la fachada de fábrica de la casa de enfrente donde el sol dibuja un tablero de ajedrez tras las celosías pintadas de verde y las rayas doradas del hilo de luz de las persianas:
– Carlossss.
– Carlooooos.
– Carlooosss.
Carlos, desde su duerme ve la tísica, tarda unos minutos en percibir el grito que llega del corral. Se levanta y asoma medio cuerpo por el ventanillo apartando a un lado la cortina. El sol le cae sobre los cabellos revueltos. Desde la ventana el camisón de Eugenio es como una mancha de sangre en mitad del patio. Guarda silencio. Toto es el primero en descubrirlo:
– Pero si está ahí el pájaro. Miradle como un tonto sin decir nada, sin abrir la boca.
– ¿Qué hay, Eugenio? -pregunta Carlos-. ¡Buena tranca traéis encima!. ¿Qué, cómo te fue por esas tierras?.
– Déjate de cuentos y baja. Venimos a por ti. Ya te contaré, ya. Baja, tomamos unas copas y te cuento todo lo que quieras.
– Primo, que éste está en dólar – grita Toto -. Baja, primo, que nos va a invitar a una botella de maribrizá.
– Se te agradece, Eugenio -dice Carlos-, pero la casa está sola y mi madre no vuelve hasta sol puesto. Alguien tiene que quedarse aquí. ¡Ya veis cómo está el corral de ropa!.
– ¿Quién se la iba a llevar?. ¡Anda, que para la cuenta que le echas!. Lo mismo nos la llevamos toda nosotros y no se entera ni Dios. Baja, que sino maribrizá apencamos con un botellón de las tres cepas que no se lo va a saltar un galgo.
– Gracias, Eugenio, pero no puede ser, de verdad.
– ¿Tú cómo estás?.
– Tirando. ¿Cómo quieres que esté?. Más en el otro lado que en éste.
– Cuando él cuerpo pide tumba -dice Antonio a media voz -hay que darsela, macho.
– ¿Entonces, no vienes?.
Ninguno de los tres puede seguir más tiempo mirando hacia arriba, hacia el sol. La salamandra escapa medrosa y salta de la maceta al pretil. La ropa blanca, seca ya en los tendederos, se columpia como bandera desplegada.
– Si esta tarde queréis pegar un garbeo y recogerme… Antes de que oscurezca tengo que salir a encender los faroles -dice Carlos-. Eso si es que tenéis fuerza de resistir sin acostaros, que es lo que debierais hacer. Y contigo, Antonio -señala a Antonio el de Cristóbal con un dedo que el sol transparentar, tengo que echar un párrafo.