– Cuando quieras - contesta Antonio-. Un párrafo y los que haga falta, que sabes que me agrada hablar con los amigos.
Los ve ya salir borrachines y revoltosos, atropellándose al llegar al portón y no acertando a abrirlo, dando golpes, tirándose de los brazos, luchando por ser el primero en atrapar con las uñas la puerta demasiado encajada. Luego coloca cuidadosamente la cortina sobre la ventana para que no deje pasar el sol y regresa al camastro.
El silencio, que puede cortarse con una tijera de sastre en la geometría de las esquinas, se quiebra con los gritos de los tres amigos que del brazo, dando saltos -como las niñas de las trenzas perfumadas, a punto de ser mujer-, completamente fuera de si, remedando las voces femeninas, cantan La Parrola cambiando las últimas estrofas, como los soldados en las largas marchas de las maniobras militares.
– Que cuando hay confianza, don Roque, se dicen las cosas. Que otra cosa sería que se tratara de un abuso por su parte; pero que usted sabe que nosotras somos muy gustosas en ofrecerle un regalo a su hija, que es cosa esa que no se hace sino una vez. Casamiento y mortaja, ya sabe, del cielo bajan – dice doña Rosa.
Al teniente Prado se le suaviza la voz, que pierde su acento cuartelero y pardo y resbala meliflua por el contorno ensalivado y baboso del puro recién encendido:
– Ella lo que se dice necesitar…
– Vamos, don Roque. Digalo sin apuros.
– Digalo, don Roque – insiste la hermana de doña Rosa -. Nosotras, ya ve usted, como si fuéramos de la familia.
El Teniente tuerce el gesto y se balancea tímido y cazurro en la mecedora de rejilla. El aire del patio, bajo la vela que entolda el espacio que deja libre el cenador hace agua como el moaré de su banda de gala.
Marejadilla de la calina tras el mediodía. Al espejismo marinero ayuda la pesada digestión de las espinacas con corruscos, del asado de carne borreguil, del arroz con leche del postre. Le suben eructos que contiene difícilmente cerca de la tirilla falsa. Silencio. La frescura umbría le alivia el resquemor de los pies enclaustrados y sudorosos. De tarde en tarde, el grito histérico del loro, insobornable en su actitud de no dejarle pasar sin pedir permiso al cuarto de banderas: "Señor brigada don Roque. Señor brigada don Roque. Lorito real…".
– Pero, hombre de Dios, decídase – insiste doña Rosa.
La respuesta, inaplazable ya, sobre el regalo de boda de su hija se le sigue encasquillando en la garganta. Cien veces su mujer le ha advertido antes de salir: "No contestes nada si te preguntan. Es lo mejor. Hazte el lorenzo. Así se dejarán caer con algo en metálico, que a la niña buena falta le hace, aunque no lo creas, mucha ropa interior para el ajuar; que no será mía la culpa, que te lo he dicho mil veces; pero como tú, tocante a dinero, no se te puede hablar y te pones como una fiera…" El teniente hace una profunda aspiración de humo y aguanta la tos:
– El caso es que…
Doña Rosa y su hermana se miran unos instantes. Se telegrafían con los ojos soluciones previstas. El teniente no logra descifrar la clave secreta, pero sonríe sintiéndose en ridículo. Se tranquiliza al fin viéndolas levantarse de las butacas y abandonar el patio entre cuchicheos. Queda solo. Las hermanas escapan arrastrando los pies por el mármol escalera arriba. (Ánimas sucias de los fusiles del somatén. Regalo de boda. Botas de caña que aprietan más y más y encharcan de sudor los calcetines reglamentarios. Cuello de loro Juanito para retorcer. Pantalón de monta que se clava en la cruz y atornilla la portañuela).
Suspira y monta el labio inferior sobre los dientes. Luego rasca un fósforo y reenciende el cigarro apagado, después de haber dejado caer la ceniza y enrollado sobre él, cuidadosamente, un papel de fumar.
Escaleras abajo regresa ya la risa de las dos hermanas. Doña Rosa cruza el patio y se adelanta trémula. El teniente se cree en la obligación de abandonar la mecedora, salir a su encuentro y recibirlas casi en posición de firme.
– Para Asuncioncita estamos seguras que será una verdadera sorpresa. Ya que usted se empeñó en no elegir, lo hemos hecho nosotras, que para lo que la ibamos a usar bien merece la pena que sea ahora ella la que lo disfrute.
Doña Rosa abre el estuche que sostiene su hermana. Con la cara entristecida por el recuerdo del palco de sombra en abrileña tarde de toros, los párpados caídos, ausente la mirada en los macetones de aspidistras que adornan el cenador, saca de él, despegándola cuidadosamente del forro de satén celeste, una peineta de carey.
– Lo que hoy no se fabrica – dice la cuñada del capitán.
– Ni hoy ni antes, porque la trajo el abuelo de Filipinas; pero no nos importa desprendemos de ella, ¿verdad, Virtudes?. Huy, don Roque, si yo fuera a contarle… El capitán, que en paz descanse, se encelaba las pocas veces que me atreví a salir con ella puesta.
El teniente se cuadra, abre los ojos y sonríe. Da una chupada honda a su cigarro y mira hacia el toldo blanco que cubre el patio, hacia las rayas amarillas que el sol dibuja en los extremos mal tensados de la vela.
– |Y mal que le caerá a la Asuncioncita!. Ya que Dios no ha querido darme una hija -mira a su hermana pensativamente – que sea Asuncioncita la que la luzca.
El teniente sostiene la peineta color caramelo rameada de vetas doradas y queda un instante con ella en las manos sin saber donde colocar los ojos. No se siente tranquilo hasta que doña Rosa la devuelve al estuche y suena el clip de la caja al cerrarse. El estuche pasa luego de las manos de doña Rosa al regazo de doña Virtudes que vuelve a sentarse en la mecedora mientras saca del bolsillo de su bata de lunares blancos y negros una estampa iluminada:
– La encontramos en el cajón de la cómoda mientras le buscábamos el regalo.
– Es una bendición de San Francisco, teniente.
– Y se la hemos bajado para que la guarde en la cartera y le preserve del peligro, usted que viaja tanto. Mi cuñado llevó siempre una consigo.
– Mi esposo que en paz descanse era un devoto de Asís, don Roque.
El teniente alcanza la estampa, con la evidencia del ridículo subiéndole por las gruesas venas del cuello, y hace ademán de guardarla en la cartera.
– Antes leala en alto -suplica doña Virtudes.
– Leala. Leala, teniente. ¡Qué hermosa devoción!. Debe acostumbrarse a llevarla siempre consigo. En la guerra, de más de un trance libró al capitán, don Roque. Cuando venía de permiso yo abría la cartera y si la estampa estaba ya rozada de tanto mate volvía a ponerle otra nueva doblada en el portarretrato. Cuando lo hirieron en Teruel me confesó que no la llevaba consigo, que perdió la cartera mientras vivaqueaba en un lugarejo después de haber matado a un buen puñado de rojos.
El teniente duda todavía. Echa luego un vistazo al patio, a las palmeras que se abren como flores antes de tocar con sus palmas el toldo. Después carraspea, imposta la voz y declama:
– El Señor te bendiga y guarde, te muestre su faz y tenga piedad de ti; vuelva a ti su rostro y te de la paz. El Señor te bendiga…
Fuera de la jaula, equilibrista en su anilla cromada, arrastrando su cadenita de latón, arriba en los corredores, sobre el cenador, en la amable penumbra violacea, el loro Juanito:
– El Señor te bendiga, señor brigada don Roque.
Lo vio llegar por el maizal despacio, con el sombrero de fieltro sin cinta y la blusa de dril, y torcer luego, por la vaguada, donde crecen las amapolas rojas, hasta el melonar. Desde allí, buscándole a la pendiente el sesgo más fácil fue ganando altura.
Rosarito lavaba sobre el barreño, bajo el sombrajo emparrado de la choza, y dejó la ropa dentro del agua jabonosa y entró en su chamizo que tiene olor agrio y penetrante de la pucherada del mediodía, de leche materna y vinagre. El niño duerme en su cesta de esparto colgada del techo bajo un mosquitero de muselina que le defiende el sueño de las moscas que bullen tercas en la habitación. Llega hasta dentro de la choza el zurear de la collera de palomos grises, con una llamarada roja de sangre sobre la mitad de su pechuga, encerrados en un cajón de leche condensada cerrado con una tela metálica, y el graznido seco y cortante de los grajos que sobrevuelan el barranco y trazan círculos sobre las peñas donde se asientan los raíles de ferrocarril.
Rosarito mete atropelladamente los platos sucios y los cacharros de cocina bajo el fogón. Luego vuelve a salir para enjuagarse las manos en la lejía y secárselas en el delantal. De nuevo entra en la choza y, delante del espejito de marco de color naranja de madera de pino, se alisa los cabellos. Toma después un sorbo de agua de un jarrillo de aluminio, se enjuaga la boca, restrega los dientes con el índice, se desprende del delantal y se sienta en el banquito a la puerta de la choza con las piernas cruzadas.
El hombre atraviesa ya el olivar. Camina despacio bajo el sol y viene silbando, porque ella oye ahora, cada vez más cercanas, las notas descompasadas de su canción. En el último trecho, cuando el hombre cruza la barbechera en blanco y su sombra se alarga en el cañizal amarillo del haza ya segada, el hombre cambia el silbido por la letra. Rosarito se acompaña con palmas lentas y precisas la seguidilla que canta el mozo ya a pocos metros de la choza.
Rosarito vuelve a levantarse del banquito y echa una ojeada para dentro de su casa y mira para la viga donde el niño duerme colgado y sale enseguida al encuentro del hombre.
El hombre la toma de la cintura y los dos juntos se sientan en el porche, junto al lebrillo donde Rosarito lavara la ropa que despide un olor dulce y penetrante de lejía.
Los palomos continúan zureándose y el graznido de la pajarada en el barranco se regulariza entre medios paréntesis de silencio.
Rosarito sonríe al hombre. E1 hombre le sujeta los brazos e intenta besarla.
– De eso nada – dice Rosarito -. Todo lo que tú quieras menos eso. Ésta no besa más que a lo que tiene ahí dentro.
– Antes no te importaba – dice el hombre.
– Antes puede. Ahora como las lentejas: el que quiere las come y el que no las deja.
– Eres mala conmigo, Rosario. ¿Qué tiene que ver que tengas ahora un hijo para que me beses?.
Rosarito se levanta y hace un remilgo de desdén.
El niño llora dentro de la choza y Rosarito entra en la casa dejando al hombre rebuscándose dinero en el bolsillo.
Rosarito sale con el niño en brazos y lo mece dándole paseos delante del porche:
– Tendrás que esperar dice al hombre.
El hombre no contesta. Hace un montoncito con los billetes y se lo alarga a Rosario.
– Pues mientras el niño no se duerma…
– Dejalo. Dejalo en la cuna.
– Eso no. Nunca. Sino se vuelve a dormir tendrás que venir esta noche. Tendrás que darte otra vez la caminata. Antes es él.
El hombre saca un paquete de cigarrillos "Ideales" y enciende uno con su mechero de yesca. Luego se pone a contemplar, mientras fuma silencioso, el barranco, la tierra calcárea y blanquecina sobre la que reverbera el sol, las piedras cortadas a pico sobre las que la vía férrea es dos hilos platino, el monte bajo, la cantera con sus muros altos y sus vetas de tierra caliza donde efectúa sus prácticas anuales de tiro el somatén, donde los civiles todas las semanas disparan un par de peines de sus naranjeros para estar en forma.
– Después que vengo por estar contigo adonde me prometí no poner más un pie… – el hombre deja los ojos en la cantera, en la pincelada terrosa sobre el muro calizo-. Después que me haces recordar cada vez que vengo…
Rosarito se pone un dedo sobre los labios mientras sigue meciendo al niño. El hombre se sienta sobre el cajón de los palomos y Rosario hace un gesto silencioso para que se levante y se siente en el banco a esperar.: El hombre, con los ojos bajos, fuma despacio. Con los tacones de sus botas de becerro mil veces remendadas escarba sobre la tierra apisonada de la delantera de la choza. Rosarito da los últimos movimientos a los brazos que sostienen al hijo y, de puntillas, entra en el chozo.
Del barranco, a intervalos regulares, llega la graznada seca y doliente de la pajarada revoloteando en círculo sobre las peñas.
Las pinchas le han pedido después del almuerzo, mientras friegan, que les permita poner el gramófono de trompeta que es como una enorme campánula floral abierta, orlada de rosas desvaídas y con una cenefa de añil en sus bordes. La vieja placa gira ya en la gramola un tango lánguido y enervante.
– ¡Yo no soy quién, para meterme! – dice Solé -. Ahora que si se deja dominar por ellas en estas cosas acabarán comiéndosela por sopa tarde o temprano. Se acaba dando la mano y la gente termina por tomarse los pies.
– Calla, que cuando no sea por ti no sé por quién me voy a dejar dominar…
– Pero ellas tienen la radio – continúa Solé -, que le dejen a usted el recurso que le queda para distraerse. Sabe Dios que lo hago por su bien. No es buena tanta generosidad.
– Es un cacharro que no sirve para nada. Para ser sincera te diré que nunca sirvió. Ni cuando me lo regalaron era ya cosa del otro jueves. ¿Pero me lo regalaron? – deja la mano airada en suspenso acuchillando laños y por las pupilas le corre una dorada gota de añoranza -. Ni me acuerdo del tiempo que tiene ni cómo fue a parar a mi casa. A lo mejor alguien lo dejó en prenda una noche de farra. Todo pudiera ser.
La menopausia recién estrenada le sacude los nervios a la Solé encaprichada con el punto de cruz al que dedica todo rato perdido. Agujas de crochet arriba, agujas de crochet abajo, gafas caídas sobre la nariz que dejan al descubierto los ojos todavía bellos, remata una vuelta de puntilla sentada en la silla baja de anea al pie de la dueña que, sobre un buró recamado de incrustaciones morunas, esgrime la baraja francesa para dar comienzo al quinto solitario de la jornada.
La aguja de gramófono araña las últimas vueltas del disco. Las pinchas tararean en la cocina al compás de su trajín la letra del tango de Gardel. Sobre la tapa barnizada del secreter toledano resbalan los corazones, los tréboles, los diamantes, y forman cuadro de combate de descoloridas escaleras sin suerte.
La brisa que llega del jardín mueve la cortina adamascada. Solé se equivoca en dos vueltas de su labor y tiene que deshacer un palmo de puntilla. Vuelta a empezar. No puede evitar soltar un taco de rabia, que se suaviza, se afemina, se aburguesa al final en el mismo borde de sus labios blanquecinos: "¡Coña!.
La mano izquierda de doña Eduvigis, gráfica y alada, aconseja moderación en el intervalo de un as de espada y una dama de pique. Solé refunfuña y continúa pacientemente su labor. Luego se levanta para quitar el disco, volver a darle cuerda al gramófono y colocar otro.
– Tú mucho que reniegas pero también te gusta la música de mis tiempos – dice doña Eduvigis.
Solé no contesta. Busca afanosa un título entre las placas apiladas al lado del gramófono:
– Si hubiera algo de la Niña de los Peines o de don Antonio Chacón…
Una de las chicas de servicio se asoma al arco que separa el "office" de la cocina del cuarto de estar. Solé pone en marcha la gramola y la chica vuelve a su quehacer con la sonrisa en los labios.
Doña Eduvigis, silenciosa, ausente, va disponiendo ordenadamente el solitario. A veces, deja en el aire una de las cartas antes de colocarla y queda unos minutos con ella en la mano sin preocuparse de las peteneras de Chacón. La brisa levanta suavemente la cortina y estremece un billete de lotería colocado a manera de pantalla sobre la bombilla apagada de un candelabro de cristal, a la luz del que Solé cada noche lee a doña Eduvigis la sección de sucesos de los dos periódicos que llegan a la casa, el número del cupón que ha salido en los iguales, las esquelas mortuorias, las notas de sociedad y el santoral.
– Otra vez he vuelto a equivocarme – dice Solé -. Otra vez he vuelto a poner una vuelta de más.
El disco deja de girar en la gramola y doña Eduvigis deja a un lado la baraja y mira a Solé fijamente a los ojos:
– A ti te pasa hoy lo que yo me sé.
– ¡Qué equivocada está usted!.
– jHuy, cómo si yo no supiera…!
– Pues no es por ahí. No es ése el camino. Pasa que he dormido mal esta noche y estoy inquieta.
– Que eres de las que no escarmientan. Eso es lo que te pasa. Ya te podían fundir de nuevo.
– Si lo quiere creer lo cree y sino no lo crea. Es cosa lo que usted piensa que tengo más que echada en olvido.
– Somos del mismo barro para que puedas engañarme – dice doña Eduvigis -. Estás como una chiquilla guardándote el secreto.
– Aquello pasó y está más que olvidado.
– Es lo que tú quisieras.
– ¡Anda, y dice que me conoce!. ¡Pues si que me conoce!. Soy yo muy orgullosa para rebajarme a ningún tío, y mientras más vieja más pelleja.
– Al fin y al cabo es cosa que a mi ya ves, maja…
– Usted sabe que si me siguiera latiendo el izquierdo era la primera en decirlo.
– ¡Huy, y tan latiendo, hija, y tan latiendo!. Y que no se escarmienta, y haces bien con no escarmentar, que estás todavía para merecer. Ahora que más talento y más calma si que te recomiendo. Aunque no seas ninguna mocita y estés de vuelta, peor si cabe. Es una quemazón esa que ya es difícil, ya, no dejar traslucir. En otras es posible, pero en ti…
Solé suspira y toma de nuevo su labor. Doña Eduvigis vuelve a esgrimir la baraja. De la cocina llega el susurro cantarino del agua de los grifos del fregadero. En el jardín, un escarabajo empuja por la grama achicharrada su brillante bola de excrementos, y unos verderones cruzan de una rama a otra huyendo del sol. En el reloj de sonería de la casa de doña Eduvigis Solís Cruz suenan unas campanas quedamente.
De pronto, convulsiva y asustada, la dueña se lleva las manos al pecho:
– Solé -grita-. Solé, Solé.
Solé abandona la puntilla y se acerca trémula al buró.
– Me temo que tendremos sangre. Me temo que habrá en el pueblo una muerte violenta…
Solé, lívida, mira en silencio el solitario. Doña Eduvigis aprisiona la carta funeraria con la punta de los dedos enjoyados. Luego continúa despacio, sonriendo enigmáticamente:
– … sino me equivoqué al tallar y barajé bien, claro, que lo mismo con la conversación se me ha ido el santo al cielo. Por si o por no, no digas ni media y enciende una lamparilla a las ánimas benditas.
Bajo la axila, el redondel húmedo de sudor se ensancha lentamente, decolora la tela y desparrama su tufo acre, y, junto con el humo del pescado frito, invade enaguas, bajeras, combinación, delantal, bragas, percalina del vestido veraniego de doña Mercedes.
El comedor ha quedado desierto y los manteles de plástico chorrean pringe a la que acuden las moscas incansables. Hace ya casi dos horas que han terminado de almorzar los pupilos fijos, después que lo hiciera con menú extraordinario rociado con cuatro botellas de cerveza, Santiago. Seráfica, la criada, hunde ya en la fregadera la cochambre de los platos sucios.
Doña Mercedes se sienta en una de las sillas de la cocina y se orea el canalón del pecho con los extremos del delantal. No satisfecha se abanica luego con el soplillo de esparto. Siente arcadas de su propio aliento, de la bocanada turbia que le llega a los labios y le produce picazón en la punta de la lengua.
– Voy a echarme un rato – dice a Seráfica -. Estoy baldada de tanto trajín. Cambiale el agua al ajo y no me hagas una de las tuyas. Y no me malgastes en balde la potasa, y no zorrees en el zaguán con el Chico, que a ti no hay quien te deje sola.
– Quede tranquila que no hay novedad – contesta Seráfica -. Quede tranquila. Y le diré, por si no lo sabía, que Chico Mingo es muy hombre para andarse por la rama. Que lo que haya que hacer se hace, pero que no ha de faltar sitio para tener que recurrir al portal.
– Sitio no faltará, pero la próxima vez que te coja agarrada a él detrás de la puerta te pongo de patitas en la calle. Esto es una casa decente. ¿Te has enterado?.
– Si que me he enterado, señora.
– No me repliques.
– ¿No me ha preguntado usted?.
– Tú procura no replicarme cuando te hablo. No está el horno para tortas.
Doña Mercedes atraviesa el patio despacio. Sueño de deseo aprisionado, comprimido, de mes y pico de abstinencia. Fantasía imposible que le corre por las sienes como un caballo a galope, como un ternero desmandado. Mientras sube la escalera intenta atornillar su pensamiento, sujetarlo con fuerza; pero el deseo se le astilla en mil pedazos de cristal que más clavan mientras más pequeños se hacen. Hace casi una hora que ha dejado de oír los pasos del pulpito en el doblado. Escuchó el golpe de sus zapatos al caer al suelo, el crujido del colchón de camisa de maíz cuando Santiago se arrojó sobre la cama para matar las dos horas de peso que le quedaban al sol.
Intenta ordenar su pensamiento, encauzarlo, sujetarlo con la rienda del ridículo haciendo mil composiciones de lugar de su entrada en la alcoba del huésped y sus palabras para justificarla. Durante unos segundos lucha consigo misma para continuar subiendo la escalera, pero temblándole el pecho, convulsos los labios, vuelve a bajar los escalones ganados y a entrar en la cocina para pulsar una cubeta de agua tibia y, balanceándose por el peso, volver a subir la escalera camino de su cuarto.
Antes de insinuarse en la soledad inundada de moscas es necesario asearse y restregar unas gotas de colonia sobre la ubre para que, al menos por limpieza, no llegue el desprecio si lo hay.
Deja encajada la puerta de su cuarto, y hasta el pasillo del doblado llega el chapoteo de sus brazos en la palangana de china y el olor penetrante y espeso del agua de colonia añeja.
Oreada y fresca, segura de si misma, la carne achichonada y rugosa, tembloroso el bajo vientre embutido en el vestido de crespón azul de los domingos, atraviesa el corredor después de colocarse con maestría las horquillas pavonadas sobre el rodete y de haberse enjuagado la boca con licor del polo.
Sobre la cama, el pitillo en los dedos, arrojando bocanadas de humo, un brazo bajo la almohada manchada de sudor arriero, Santiago espera la media del reloj de la torre de la iglesia que señalará su hora de partida, la hora de su salida de la fonda para atravesar el pueblo y llegar hasta la Colonia y asistir a la entrevista.
Ni siquiera el timbre de la voz le ha sido familiar en el teléfono. La recuerda ahora nebulosa y lejana, un redondel marcando la señal de las ligas, tendida sobre el sofá de su antiguo apartamento, con las ojeras cárdenas, los labios despintados ya y la sombra de los años sobre la curva de la barbilla un jueves y otro de una y otra semana.
Por la cortina del ventanillo no entra ya el hilo del sol sino sólo una hebra de claridad platina. Sabe que aunque la campana del reloj de la iglesia no haya dado la media es hora ya de levantarse y de salir de la fonda. Apura la colilla de su último cigarrillo despacio, con los ojos entornados. Sonríe y sueña despierto. Piensa en Caracas, en su imaginario viaje que bien pudiera y debiera ser una realidad. (Jauja de vegetación lujuriante, prostíbulos, negras desnudas, sones de maracas, y palmeras, silvestres cocoteros y buques de rojas chimeneas anclados en la rada del puerto, con la luna rielando sobre la bambalina cinematográfica del mar. Crucero de placer en un transatlántico italiano con cenas rociadas de Chianti y canciones napolitanas).
Por unos momentos está seguro de viajar ya, de cruzar el Atlántico para ser recibido por un generalísimo y una compañía haciéndole los honores militares, y una banda de música interpretando sones guerreros, mientras el dictador, después de guiñarle un ojo, entrega a Mila un gran ramo de gardenias azules.
Lo saca ahora de su abstracción la campanada de la media. Da una última chupada al cigarrillo. El pensamiento vuelve enseguida a enganchársele en la fantasía ultramarina: pozos petrolíferos; también pozos petrolíferos de mil barriles al minuto, hoteles refrigerados y doradas playas.
No tiene voluntad para desprenderse de sus sueños y abandonar de un salto la cama. Por un momento siente miedo: el miedo terroso y lívido de siempre, cuando se da cuenta que camina por la vida sin dinero. Se acaricia la barba con la palma de la mano. De nuevo el mar, la mentira que pudiera ser verdad, de su viaje, la larga singladura, ahora en la bodega de un buque de carga, junto a los emigrantes con un fondo de acordeón y las literas apiñadas unas sobre otras, y una adolescente que le mira con los ojos negros y profundos al lado de un hombre que puede ser su padre, lleva crecida la barba y lee el Antiguo Testamento.
Cuando suenan los nudillos en la puerta de su alcoba se sobresalta. El jergón de camisa de maíz cruje cuando se levanta a abrir la puerta. Cruza la habitación descalzo, pero se arrepiente y vuelve para sentarse al filo de la cama y calzarse los zapatos. Abre luego el ventanillo y se ve obligado a engurruñar los ojos de la claridad dorada que entra en el cuarto. Se coloca luego la corbata y se aprieta el nudo y se da un toque discreto sobre el pelo revuelto presionando los dedos alrededor de la cabeza. Por último descorre suavemente el cerrojo de la puerta de la alcoba.
El vino blanco se deja caer con ésas. Al principio parece que se fuera a desbordar la cabeza porque forma ante ella precipicios y bancales, hoyos y todo gira como un tiovivo; pero luego todo se deshace como una mala nube y vuelve a ser lo que era. Queda sólo un péndulo vacilante y oscuro que se hace puntita de estrella y se hace como bastoncito de arropía y se hace como flotante lengua de fuego, así como la paloma del Espíritu Santo, parecido.
El vino de la cepa que crece en los Alcores es vino fresco y dulzón que no hace daño sino a la barriga; y sirve de purga. Al espíritu lo deja libre y a las carnes cachondas.
– Vamos a verla – dice de pronto Toto -. Vamos a echarle un vistazo; que sepas que no me importa, que veas que agua pasada no mueve molino.
– No te importa ahora, bacilón, que antes… Esta mañana me la negabas. Esta mañana todo fueron evasivas y no querías saber nada – contesta Eugenio.
– Si tú lo dices…
– Digo la fija.
Antonio media en la discusión, abotargado aún, arrepentido de su rabona albañilera, del trabajo al que se dejó de acudir sólo porque se calentara la boca con la cerveza para terminar con dos litros de vino por cabeza:
– Que si se dejé de doblarla – dice – y perdí media peonada de trabajo y me he jugado la boleta para aguantar vuestras puñeterías, avisar…
Ni Toto ni Eugenio hacen caso de sus palabras.
– Si tan a pecho te lo tomas – dice Toto a Eugenio-. Y lo que quieres es casarte con ella, y, casándote, ella contigo va a vivir como una duquesa a tu lado…
Eugenio gesticula ofendido:
– De regalitos nada, macho. Que en bateas a mi damiselas, nada. ¿Qué te has creído, que soy un maruziño de los que cargan pianos mientras la mujer hace la calle…?. Te has columpiado tú conmigo.
– Yo poco podía darla mientras esté con el piochín. Además que mientras me viva la vieja no hay hembra que me chifle, palabra.
– Te salva que estás curda y que no quiero disgustos de ninguna clase para los cuatro cochinos días que me quedan que estar aquí. Me sobra a mi lo que tiene que sobrarle a un hombre para ser platito de segunda mesa. A mi -se da un golpe sobre el pecho-. A mi – repite – que las he tenido rubias y morenas, castañas y negras como el carbón y he dicho nones… Pasa que tú has equivocado la vereda, macho; que no sabes lo que estás diciendo. No hace falta que a mi me des tú consejos sobre mujeres, ni me digas para allá o para acá, ni toma que te la regalo. Vales tú muy poco, como hombre para que me tengas que poner a la Mari de cepo. Vales tú muy poco, Totín, para dártela de sabihondo ni de nada.
Caminan los tres despacio, bajo las sombras de las acacias, las manos dentro de los bolsillos del pantalón, aburridos, torpes todavía, dando patadas a las pedriscas, a los envases inservibles, al cartonaje multicolor, al super lujo de los papeles de cuché a diez tintas, a los vasos de papel parafinado, a los restos de las vituallas arrojadas a la cuneta de la Colonia por el Strategio Air Comand.
– Ahora que si tú lo que querías era un plan – dice Toto-. Si tú lo que querías era llegar haciéndote el nuevo, dándote aires de macho para matarla por lo bajini, para aprovecharte de los trenes baratos…
– Pues si, eso, un plan. ¿Para qué te lo voy a negar, para qué quieres que te ande con rodeos?. Me gusta como ternera que es. ¿Qué querías?. Una formalidad no puedo yo permitirme ni con ella ni con nadie. Entérate. Me quedan muchos años de vida; me queda a mi mucho que correr por esos mundos para pedirle la palabra ni a Mariquita ni a Santa Mariquita.
Conciente de la gresca inevitable, antes de pronunciar la última palabra, adopta una posición defensiva. El golpe bajo que le dirige Toto con el puño tembloroso a la barbilla lo para fácilmente. No le acierta la cara, pero el camisolín rojo se desgarra por el cuello. Cuando los dos llegan al cuerpo a cuerpo y ruedan por el asfalto caliente, Antonio se interpone para separarlos:
– Quita, quita. ¿Estáis locos? -Los lanza a derecha e izquierda y logra separarlos difícilmente -. ¿Es que os habéis vuelto locos los dos?. ¿Es que ni siquiera os dais cuenta de lo que estáis haciendo?.
Están ya los dos jadeantes, uno frente al otro, mirándose fijamente a los ojos, sin demasiado odio ni demasiado rencor. El avenate ha pasado y el sudor les rueda por la cuenca de los ojos, por la barba, por la comisura de los labios. Silencio. El silencio duele. El silencio salpica las pestañas de rabia mal contenida, de arrepentimiento. El silencio multiplica el canto lejano de las chicharras bajo las buganvillas de los jardines. Antonio silba una tonada que no logra salir de los labios. Eugenio sacude el polvo al camisolín y se pasa la palma de la mano por la boca. Toto suspira.
– No quise ofenderte – dice Eugenio-. La verdad es que no podía imaginar que estabas arrancado por ella.
– Y yo creí que tú eras más hombre – contesta Toto.
– Oye, que lo soy, eh. Mucho cuidado, que lo soy y tú lo sabes. Y además se respetar cuando hay que respetar.
La voz de Toto tiene ahora un tono desgarrado:
– Yo pensando que la querías bien, ya ves; que la querías de veras; que si preguntabas por ella y la buscabas es porque la ibas a quitar de servir y te ibas a casar con ella y te la ibas a llevar por ahí, lejos para que yo no pudiera ya verla más, al fin del mundo.
– Eso eran figuraciones tuyas, Toto, figuraciones… ¿Tú crees que yo estoy en condiciones de mantener una boca más?. Bastante tengo ya con lo que le mando a mi madre. Bastante tengo con no ser una carga para la familia.
– Que eres un gallina y yo un primavera – dice Toto -. Los dos sois unos gallinas – señala a Antonio -. Tú, y él, los dos, fíjate. Los dos estáis cortados por la misma tijera.
Es ahora Eugenio el que tiene que sujetar a Antonio que se abalanza sobre Toto.
– Deja. Está loco. Déjale – dice -. ¿No ves que está borracho?. Con niños no se puede beber. Para beber hay que beber como hombres.
A Toto le caen lágrimas confundidas con el sudor. Se restrega la barba y los labios y se da luego un manotazo de rabia sobre el pecho:
– Mira que soy capaz de mataros a los dos. Uno a uno, o a los dos juntos, como queráis.
– Estás valiente – dice Eugenio -. Estás tú hoy muy valiente.
Soponcio a la cabeza. Humo y neblina. Turbias las aceras, turbios los tejados rojos y los maizales sin segar y la blanca flor del algodón. Arcadas. Toto arroja todo el fuego del vino que le quema la garganta apoyado en una verja. Antonio y Eugenio tienen que ayudarle para que no caiga redondo sobre la vomitina. Rechaza la ayuda y se limpia el espumarajo de la boca. Finalmente acaba por dejarse conducir dócilmente entre los dos.
– Toto, Totín, que está visto que no has nacido para borracho – dice Eugenio mientras le acaricia el cuello -. Hay que ver que te has puesto como una fiera por nada. Después de todo eres tú el que ha salido perdiendo: te has cargado el camisón y pensaba regalártelo antes de irme.
La tarde inútil que ni siquiera ha aprovechado la siesta se les clava a Toto y Antonio en la morriña cagalona. Que sino se fue a trabajar por el jolgorio y se perdió el jornal es necesario continuarlo, pero ninguno puede dar ya un paso.
Se sientan los tres en el bordillo del acerado como lo hicieran cinco años atrás, cuando marchaban al caer la tarde para asomarse a las celosías de la Colonia para ver desnudarse a las criadas. Buenos tiempos. Antes de ir a la "mili" para marcar el caqui, antes de poner cara seria a la vida. Cuando sólo se echaba de tarde en tarde una peonada agrícola y el resto del tiempo se malgastaba en gamberrear, en ir y venir sin ton ni son, en pedalear la cuesta arriba de los alcores entrenando la afición a la bicicleta a ver si por allí podía dársele una salida a la vida.
La brisa atlántica levanta pequeños remolinos de polvo y hace tililar las hojas de los pitósporos. De tarde en tarde una tromba de aire caliente eleva una columna de tierra.
– ¿Os acordáis cuando veníamos a casa de Francisco y nos dejaba libros y le veíamos pintar?. ¡Qué manos tenía! – dice Eugenio.
– Pobre, pobre Francisco. Muchos favores nos hizo a todos. A mi me tenía prometido pintarme un cuadro como el tuyo. Sino llega a morirse… – tercia Antonio-.
– Ahora ya tú podías discutir con él y decirle que habías visto esto y lo otro de por ahí fuera. Ahora podías hablarle como un entendido de las cosas que has visto en Francia. ¿Y lo que se alegraría de verte así maqueado?. Él que las traía contigo con lo del maqueo…
– Sino se hubiera ido. Si se hubiera quedado aquí. Sino hubiera tentado a Dios como tentó con otro viaje no estaría en las malvas.
– Fijo.
– Sino se hubiera creído que estaba curado y hubiera continuado aquí pintando lo que pintaba sin sacar demasiado los pies del plato, sin beber ginebra y sin hacer locuras.
– Pasa -dice Eugenio -que a la vida no se le puede poner cortapisas. Sería su sino. ¿Es que acaso sabemos ninguno de nosotros el nuestro?.
Languidecen de nuevo los ánimos. Antonio da vueltas a una chinita suelta del asfalto y busca arrimar el ascua a su sardina viajera. Es ahora el que habla, despacio, dejando resbalar las sílabas, dando un tono especial de tristeza a cada palabra:
– Allí – pregunta – cuando estás libre y hace frío y no sales y no tienes con quien hablar te aburrirás, ¿no?. Si tuvieras alguien que te diera compañía sería otra cosa…
Toto intenta reanimar el rescoldo de la discusión:
– ¿Aburrirse?. Con el tipo de este no hay quien se aburra; se marcará rápido un buen rollo, lo que le pasó con la Golondrina por ejemplo; lo contará una y mil veces, todas las que sean necesarias para quedar delante de las damiselas como matador.
El nombre de la vaca brava que le sacara las taleguillas tres años atrás, lejos de poner a Eugenio de mala uva, le devuelve el gesto marchoso que tuviera enfundado en el traje de luces en el festival taurino que se diera el día de la Patrona:
– ¿Te acuerdas, Totín?. Con un poco más de lado izquierdo y eso si que hubiera sido vida – abre la mano derecha lentamente y saca el pecho; luego se pone de pie y hace ademán de citar de espaldas con la imaginaria muleta en la mano mirando hacia los balcones -. Nada de mancharse las manos de grasa ni ajustar tornillos, nada de meter el hombro: ¡Ja, toro, ja; ja, toro, torillo, ja!. – La imaginaría muleta redondea la faena y recibe el también imaginario aplauso enfervorecido de la multitud con las manos en alto -. Allá no entienden de esto -continúa-. No entienden del avenate que quema las entrañas.
De su facha torera ni siquiera el pelo. A la semana de llegar a París tuvo que cortárselo al cepillo. La retinta frente bajo el pelo rizado le jugó la mala pasada de su estampa argelina. Sonríe tristemente recordando a los dos italianos del sur, compañeros de trabajo que se aclararon el pelo con agua oxigenada para evitarse complicaciones después de la razzia en la que fueron detenidos como nacionalistas norteafricanos y que estuvo a punto de costarles la vida.
– Si te hubieras quedado con una "foto" del cuadro que te pintó Francisco en traje de luces bien que hubieras presumido allá, ¿no? – pregunta Toto.
– A lo mejor. ¿Quién sabe?.
Capote de paseo saludando con la montera y un fondo nebuloso de plaza de carros colgada de mantones. La fotografía quizá hubiera servido para identificarle como español la noche que salió a la calle sin pasaporte y le peinaron la espina dorsal en la Plaza de Italia con el cañón frío de una "metralletta" antes de conducirle a la Prefectura.
– A lo mejor me hubiera servido de algo, para que veas. A lo mejor me hubiera servido…
– Ya está bien. No hemos dejado de doblarla para decir pamplinas.
– Si queréis, -dice Toto – podemos empezar otra vez a darle al vaso. Eché ya todo lo que tenía que echar y me he quedado como nuevo. Ahora que antes de empezar -se dirige a Eugenio -si quieres, para que veas que no te guardo rencor, vamos donde la Mari, para que la saludes ya que tenías tanto interés. Eso si no te importa después de lo dicho.
– ¿Importarme?.
– Pudiera. Porque como eres tan sensible…
– Si vamos a ir, en marcha – dice Antonio -. En marcha y ojo con dar el petardo. Porque vosotros dos sois de los que sino la dan a la entrada la dan a la salida.
Eugenio y Toto se emparejan. Antonio camina tras ellos silencioso con las manos en la espalda. El cielo añil se ha puesto blanquecino. El sol ha huido de los porches y tiñe de amarillo sólo los chaflanes de los tejados, la ondulada uralita de los cobertizos y de los garajes. En las acacias y en los plátanos de India los pájaros se desperezan de su siesta, y de los jardines llega el rumor de las mangueras que riegan la grama. Es ya posible mirar al sol de frente sin engurruñar los ojos. Los niños corren por el acerado con los triciclos y a la carretera han salido a pasear las muchachas de servicio con sus cofias blancas arrastrando los cochecitos infantiles. Un camión cargado de bebidas refrescantes pone una pincelada roja aparcado junto a la cuneta, y un hombre viejo con un carrito de helado mantecado a la galleta pregona a media voz su mercancía. El sol arranca leves reflejos a las tapaderas cromadas de las heladeras. Una adolescente con un pantalón rojo y una blusa blanca cruza de una carrera la carretera y detiene al carrito de helado para comprar un cucurucho. En la radio suena la guía comercial que sucede al “concierto de la tarde”. Algunos automóviles de matrícula doscientos diez mil aparecen chirriantes – de vuelta ya de su jornada – en los bordillos de las aceras, y sus conductores sacan de su interior grandes bolsas de papel llenas de conservas y de cigarrillos, de pollos envueltos en celofán y de cartuchos de palomita de maíz.
En la torre de la iglesia el sol exprime un último reflejo de los azulejos de la espadaña, y de las huertas llegan las voces de los vaquerizos y el mugido doliente de las vacas de leche. El aire tiene sabor de gasolina, de geranio, de romero, de caramelo de menta y de miel silvestre.
Al paso, arrancando matitas de jazmines en las verjas, masticando hojas de pitósporos, de rosales secos, gamberreando, dando puntapiés sobre los plintos, tamborileando los dedos sobre los batientes de cinc de las ventanas; como niños, saltando sobre el ramaje de las acacias, calle arriba, caminan los tres, confusos, aburridos, con la cabeza turbia de vino aún, en busca de la Mariquita.
Los hombres han regresado de nuevo a la puerta de la taberna de Florencio y se alinean con las espaldas pegadas al lienzo del muro enjalbegado de donde ha huido ya el sol.
Algunos, sentados en el bordillo de la acera, tienen que levantarse cuando el autobús de línea da la vuelta a lo costanilla y aparca delante de la terraza.
En el puesto de pepitas de girasol unos niños compran tiras de triquitraque, las restregan por los adoquines, y luego, una vez encendidos, las esconden en el hueco de las manos para hacerlas chirriar.
Los hombres permanecen silenciosos con los brazos cruzados. En la panorámica de la Colonia el sol deja los últimos destellos sobre los automóviles multicolores aparcados a uno y otro lado de la carretera.
En las regolas los peones dan ya de mano y van recogiendo los picos, las palas y las esportillas de la obra. Algunos, de regreso a su casa, entran en la taberna para tomar un vaso de vino blanco e invitar al amigo en paro forzoso que en la acera espera inútilmente que se produzca el milagro de al día siguiente encontrar trabajo y dar de comer a los suyos. Una motocicleta con sidecar del P. G. C. toma con desenfado la curva de la carretera y enfila luego la costanilla camino de la plaza. El autobús de línea pone ya en marcha su motor de gasoil y por su portezuela trasera suben los contados viajeros que regresan a la ciudad.
Tres hombres hablan junto a la terraza, en el límite que Florencio ha trazado para que los hombres en paro no ocupen toda la fachada. Florencio les escucha mientras hace subir el toldo rayado con el torniquete de manivela. Los tres hombres cruzan una mirada de complicidad y pasan a la acera de enfrente.
– Podíamos hablar con el cura – dice uno de ellos -. Es lo mejor que podíamos hacer, hablar con él, decirle y explicarle que no podemos seguir más tiempo en este plan.
– El cura se sabe de memoria todo lo que tú vayas a decirle – contesta otro-. El cura está al corriente. Son cosas del alcalde. Lo que hay que hacer es esperar a mañana y hacerle otra visita. Si mañana no logramos nada, echamos un pañuelo y sacamos dinero para el autobús: vamos y hablamos en la capital con los del Sindicato.
– Aún sería mejor que fuéramos andando. Eso es lo que debiéramos hacer – dice Pedro el de Nieve, el más joven de los tres hombres -. Nadie nos puede impedir que vayamos todos antes que salga el sol. Si tardamos siete horas como si tardamos veinte. Saliendo al alba, antes del mediodía estamos allí. Vamos al Sindicato y nos plantamos en la puerta a esperar. No creo que puedan echarnos, de no armar jaleo.
– Eso lo pudimos hacer hace quince días, pero ya Jeromo dijo que no, que podíamos terminar todos en la cárcel. Yo creo que él sabe de leyes.
– Si el de María la Bujarra, el José y el Manolo hubieran aceptado trabajar con el alcalde las cosas hubieran tomado otro cariz – dice el primero de los hombres -. En cuanto hagamos el menor movimiento se dejan caer con que son ellos los que nos han envalentonado. Si hubieran aceptado el trabajo hubieran cambiado las cosas. No es que a mi me parezca mal que se hayan portado como hombres, pero porque ellos no hayan querido dejarse comprar vamos a ser nosotros los que suframos las consecuencias. Tres bocas menos hubieran sido a pasar hambre y nadie podía pensar que se trataba de un plante. Ahora el alcalde tiene motivos sobrados para decir que ha ofrecido trabajo y no lo hemos querido admitir. Es lo que dirá.
El autobús de línea se pone en marcha. Una nube alta roba por un instante los penúltimos destellos del sol. En la calle cantan las niñas una canción de rueda.
En mangas de camisa, con un cigarrillo en los labios, los brazos dejados caer a lo largo del cuerpo, y la mirada añil, Richard Stick entra en la taberna de Florencio y se acoda sobre el mostrador. Florencio saca de la fresquera tres botellas de cerveza y del anaquel media botella de coñac. Luego quita a las cuatro botellas el cierre y las coloca sobre el mostrador después de haber vaciado poco más de un cuarto de cada una en la piletilla de cinc.
Richard Stick arroja el pitillo que venía fumando y saca ahora un paquete de cigarrillos del bolsillo derecho de su camisa. Ofrece a Florencio uno que Florencio rechaza y vuelve a colocarse un nuevo cigarrillo en los labios, terciando una mueca con él mientras va vaciando la botella de coñac en las de cerveza.
Florencio limpia con una bayeta el mostrador y saca luego un encendedor de martillo para dar fuego al cliente que todas las tardes a la misma hora se acoda en el mostrador para beber en silencio, sin vaso, directamente de la botella, la extraña mezcla de cerveza y coñac veterano.
Richard Stick hace un gesto para que Florencio le cargue en cuenta el importe de su consumición. En la pizarra del servicio de los veladores, Florencio escribe con un trozo de yeso bajo el nombre de "Miste" otra cifra idéntica a la que precede en la larga columna de débitos. Richard Stick apura de un golpe media botella de cerveza, luego chasca la lengua y sonríe. Florencio, mientras despacha a los hombres los clásicos vasitos de vino blanco con un aperitivo de masa frita, aguarda al quite cualquier capricho, cualquier nueva extravagancia que solicite el hombre de los ojos de gato.
A veces, la mujer de Mr. Stick, cuando han dado las once de la noche y Mr. Stick no ha regresado todavía a su casa, se alarga desde la Colonia a la puerta de la taberna y hace gestos guiñolescos señalando a su marido. A veces, Mr. Stick abandona el mostrador y camina tras su mujer en silencio. Otras hace un gesto de desdén con la punta de los dedos, enciende un nuevo cigarrillo y pide otra ronda de botellas.
Florencio cuenta, a los que quieren escucharle, que mistress Stick tiene solicitado el divorcio y que Mr. Stick es un bala que, aunque se deje en la taberna diez duros cada día, no tiene dos dedos de vergüenza.
La opinión unánime de los hombres del pueblo es, sin embargo, contraria a la de Florencio. Para ellos, mister Stick es el único americano que no pasa delante de un niño sin acariciarle el pelo, el único que no ha faltado jamás a ninguna mujer, y también el único que cuando un peón vuelve del campo y él lo encuentra al volver al pueblo con su automóvil, le invita a subir aunque lleve aperos de labranza y esté sucio y sudoroso. Mr. Stick es también el único extranjero que da las buenas tardes cuando por las afueras, algunos días que sale a pasear andando, tropieza con una mujer, con un niño, con un hombre, e incluso con un perro.
El autobús de línea es sólo un punto añil al fondo de la carretera, en mitad de las acacias. Las golondrinas sobrevuelan la calle Real y rozan con el vértice de sus alas las regolas desiertas, a cuyos bordes juegan los niños dejándose deslizar por el terraplén y escondiéndose en los tubos de semigres apilados en las aceras.
– Es lo que debiéramos hacer – repite Pedro el de Nieves -. Es lo que procede: tomar el portante, bajar a la ciudad y ponemos allí también en fila, a la puerta de los Sindicatos igual que hacemos aquí. Ahora lo que falta es quedar de acuerdo todos y luego irnos ya a nuestras casas. Mientras menos nos vean juntos, mejor. Yo, por lo menos, es lo que pienso hacer. El que quiera seguirme ya sabe. Mañana aquí en la taberna al clarear: antes que la pajarada gallee.
El sidecar del P. G. C. da la vuelta por la costanilla y aparca al fondo de la calle. El conductor se destoca de su gorra roja y entra en el zaguán de una casa. Los tres hombres prosiguen hablando a media voz. Luego cruzan la calle y quedan recostados sobre el lienzo de cal de la fachada de Florencio al lado del resto de los hombres. Unos a otros se van comunicando el acuerdo tomado. De dentro de la taberna llega a la calle el golpe seco del taco sobre las bolas de billar y el rumor de las fichas de dominó sobre los veladores de mármol.
A la mitad de la calle, a la puerta del Centro de la villa, se van ya sentando sobre las butacas de mimbre los socios del casino para hacer pronósticos y conjeturas sobre el todavía lejano verdeo, sobre la adjudicación al médico de un automóvil Seat 600, sobre la posibilidad de dar o no una subvención al equipo local de fútbol y prepararlo para que entre a formar parte de los campeonatos regionales la próxima temporada, mientras beben la primera copa de vino de la tarde.
Los hombres en paro forzoso van iniciando la retirada. Las palabras de Pedro el de Nieve parece haberlos por fin agrupado. Marchan despacio hacia sus casas con las manos en los bolsillos, torpes, cansinos, desesperados. Alguno enciende por el camino un cigarrillo de "tabaquera" con el mechero de yesca y se detienen un instante mirando de reojo a los socios del casino que charlan apaciblemente, satisfechos y tranquilos, esperando la hora del rosario, con el botón último del cuello de la camisa desabrochado y los puños asomando por las mangas de la inmaculada americana de hilo blanco.
Mister Richard Stick, en el mostrador, echa mano de la segunda botella de cerveza reforzada con coñac. Fuma un cigarrillo tras otro y arroja las colillas mediadas que los chicos se pelean por coger antes de que lleguen al suelo.
Florencio da la vuelta al mostrador con un cartucho de arvejas que va dejando caer amorosamente sobre la jaula del "reclamo", mientras le habla con palabras dulces y tiernas, casi femeninas.
En mitad de la calle, entre la taberna y el casino de la villa, cantan las niñas su canción de rueda:
Qué lindo pelo tienes.
¡Viva el amor!.
¿Quién te lo peinará?.
¡Viva la rosa del rosal!.
Es un hilo delgado, gelatinoso, casi imperceptible, que divide como un flujo plateado la garganta del muerto, rebrilla con el destello malva de la ultima luz y se cruza con el cuajaron de sangre que baja desde la frente y va espesándose, casi coagulada ya, sobre la nariz y los labios.
El cadáver, con los ojos abiertos, pierde su mirada vidriosa en la tierra de labor, en el mismo punto que el olivar se difumina y las matas de algodón surgen tras el barbecho de los maizales ya segados.
El cabo Nicolás Martínez se da cuenta al echarle por encima la loneta. Se lo hace saber al guardia Honorio que termina de escribir la primera diligencia y se seca el sudor de la línea del barbuquejo:
– Donde dice sin señales externas – el cabo respira hondo y hace girar el subfusil -lo tachas. Aunque, bien mirado, mejor es que lo dejes ya como está – rectifica-. Lo mismo va a resultar; no le vamos a resucitar por eso. Cuando te dije que hoy tendríamos fregado.
– Es lo que pasa siempre – contesta el guardia Honorio -. Hay días que parece que amanecen para lo mismo. La mañana que me levanto con el estómago estragado, jaleo: no marra. El día que el cuerpo no me pide una copa de aguardiente por la mañana y tengo que pedirle a mi mujer, cuando me coge en casa, bicarbonato después del desayuno, fregado que te crió.
Tras cubrir el cadáver con la lona, los dos guardias pasean su ronda hasta el automóvil de turismo causante del accidente:
– Cuando vas a tener jaleo, desde luego se huele; se masca nada más te levantas. Son días.
– Lo mismo te llevas luego dos meses sin un apunte.
– Lo mismo.
– Y esta noche que estaba franco de servicio y prometí llevar al cine a la Luisa con los chavales…
– Es lo que pasa con prometer. El día que apuñalaron al Hiniesta el Cojo, tenía yo hasta las entradas compradas.
A ambos extremos de la carretera, la pareja de relevo del Grupo Móvil recién llegada ordena el tráfico por una sola vertiente.
– Si a nosotros nos llevaran y nos trajeran en un "jepp" como a ellos, sería otro cantar – dice el guardia Honorio-. En la Móvil ya te puedes echar a soñar. Te llevan y te traen y no tienes que pensar en nada. En un santiamén, catapún, otra vez en el acuartelamiento.
– Pues no me cambio yo por ninguno de ellos – contesta el cabo.
– Con tus galones es fácil hablar así. Yo en cambio, si me ofrecieran el traslado al Grupo, decía si con los ojos cerrados.
El cadáver panza arriba, cubierto con la loneta, abulta poco. La débil brisa toma a intervalos la lona por velamen. Al conductor del turismo se le ha ordenado permanecer dentro del vehículo hasta la llegada del juez. El resto de los ocupantes del automóvil esperan sentados en la cuneta, bajo el olivar. En la línea que estrangula el amarillo del sol que se desvanece, dos colleras de mulas rubrican el horizonte por Levante y surcan el haza que beneficia el maíz tardío. Hasta que no llegue el juez de paz no hay prisa. Mientras, el cadáver no puede moverse del sitio, ni los civiles pueden abandonar su guardia. Están tomadas las medidas reglamentarias, las medidas previstas para el caso: todas las medidas. No cabe ya sino echar un cigarro y pasear la fúnebre ronda del muerto al turismo y del turismo al muerto, y renegar un poco del oficio y desempolvar otros casos, otros accidentes de circulación, otros años:
– Cuando el tren arrolló al camión en el paso a nivel -dice el cabo -si que hubo complicaciones. Ya te quisiera yo a ti ver en un fregado como éste. Tuvimos que esperar Jiménez y yo, bajo la lluvia, que trajeran la grúa para quitar el camión de la vía, y a todo esto el "Tai" esperando en la estación próxima, y a todo esto la familia del chofer, la madre y la mujer a la que tuvieron la ocurrencia de dar el aviso antes siquiera de haber levantado el cadáver. Allí te quiero ver un espectáculo de coco y huevo. Y con la lluvia dale que te dale sin dejar de caer un momento.
– Cuando el Hiniesta fue peor – contesta el guardia Honorio-. Cuando el Hiniesta tú no estabas todavía en el puesto. Es el peor atestado que hemos tenido en muchos años. Lo dejaron espatarrado en la viña y cuando llegamos ya estaban los buitres rondándole. A fuerza de culatazos tuvimos que espantarlos; pero ellos nada, tercos allí mirándonos con los ojos amarillos como sino fuera con ellos, sin ganas de levantar el vuelo y como si el Hiniesta fuera una bestia. Entre los gañanes y yo, como si fueran las alimañas una piara de pavos, tuvimos que espantarlas a fuerza de palos y culatazos, y a todo esto la madre delante también. Yo estaba dispuesto a matar a los pájaros de un par de descargas; pero el cabo se oponía diciendo que podíamos no acertar y dar con las balas al cuerpo del Hiniesta que era cosa que no interesaba porque cuando la autopsia todo aquello nos traería complicaciones.
– En el Pirineo Aragonés me pasó a mi un caso parecido. Nos encontramos en la misma raya de la frontera un soldadito que había desertado y que estaba ya medio comido por las alimañas. Estas cosas cuando pasan en la guerra no impresionan lo más mínimo. En la guerra teníamos el cuerpo hecho a todo. Pues, como te digo, al soldadito le habían comido los hígados. Fue cuando lo del maquis. Más le valió casi al guripa morir. Más le valió aunque se lo comieran los buitres. Se ahorró ser fusilado en la ciudadela de Jaca.
Pequeño paseo, como de centinela; paseo de armas tomar, con el guiño siempre al segundo, aunque la precaución sea ridícula y el automóvil de turismo extranjero no piense escapar.
El cabo autorizó al peón caminero traer de la venta cercana unas gaseosas y un cántaro de agua fría para los viajeros. El peón caminero aparece ya con el cántaro a la cintura y las botellas de gaseosa sujetas por la mano libre. El chofer descorcha con los dientes una de las botellas y bebe un trago. Luego ofrece una de las gaseosas a los guardias que rechazan al igual que los cigarrillos que también les ofrece el conductor. El peón caminero marcha ya con el cántaro y las gaseosas hasta el olivar donde los viajeros están sentados.
Calor hondo y descolorido de tarde que no acaba de morir del todo, de día de verano al que le quedan casi dos horas de agonía a pesar de que el sol es ya sólo un disco opaco y redondo que resbala rápidamente por la punta del olivar.
– Tiempo aún tienes de llevar a la parienta al cine – dice ahora el cabo -. El juez llegará de un momento a otro. Tiempo de sobra ha tenido de estar ya aquí…
– Tiempo de sobra ha tenido para estar de vuelta; pero ése es capaz de tenernos aquí hasta el alba.
– Y sino nos tiene no será porque le falten ganas. Lo que pasa es que, aunque no sea más que por la cuenta que le tiene, no se hará esperar. Ése no deja de ir todas las noches donde tú sabes que va. No hay una noche que perdone el zureo. Y cuando vaya habrá dejado arreglado el asunto del muerto y la documentación a punto y al franchute empaquetado.
– ¿Pero todas las noches va?.
– Sin faltar una.
– Con las mujeres es desde luego cuestión de avenate. Yo tengo semanas enteras que ya pueden servírmelas en bandeja que no las quiero, y la siguiente olerlas y ponerme salido es todo una.
– Eso cuando lo notas bien es cuando estás de guardia. Estando de plantón en la principal, un poner, se me antoja a lo mejor estar con la parienta; se me van y se me vienen las ganas. Pues bueno, luego, acostado con ella, con los chavales al otro lado del tabique sin acabar de quedarse dormidos, ni pienso en tal cosa. Son rachas. También que tampoco somos ya unos chicuelos de veinte años; que a los veinte si que estaba uno para coger moscas donde te las pusieran.
– Tampoco es eso sólo. Pasa que soltero como está el juez es otro cantar. Así es bien fácil. No le ve uno a las mujeres sino la cara que le quieran poner cuando va uno a verlas, y bien emperifolladas y olorosas que te salen al encuentro. Estar sólo a las maduras es fácil. A los hombres como hay que verlos es cumpliendo con la parienta las veces que haya que cumplir un día y otro del año, haciendo calor o frío, teniendo ganas o no teniéndolas, a pie firme aguantando el embite. Ahí es donde yo quisiera ver al señor juez que se las da de tan macho. Ese toro es el que yo quisiera verle lidiar.
Ronda aburrida y hablar por hablar. Parada de vez en cuando y mosquetón al suelo. Pavonado que rebrilla como la baba del muerto. Mosquetón sobre el costado y otra vez pasos cortos y cuarteleros del parachoques del automóvil a la loneta y de la loneta al parachoques del automóvil.
El cadáver, enclenque, famélico, atravesado en cruz sobre la vertiente derecha de la carretera. La loneta no alcanza a cubrirle las alpargatas. En una de las rondas el guardia Honorio se agacha y da un tirón de la lona para que le tape por entero.
– Yo me pregunto a veces – dice el cabo – qué se siente cuando se está en el otro barrio, cuando se ha dado de si todo lo que se podía dar.
– Eso te lo preguntas sólo en días como hoy: cuando estás tocando la muerte, cuando estás junto a ella. Luego se te olvida y no piensas siquiera en la cosa.
– Es lo que pasa.
– Listo andaríamos si desde que nos levantáramos hasta que nos fuéramos a dormir empezáramos a darle la vuelta al coco con lo mismo.
– Es lo que pasa.
– Por eso más vale no pensar. Eso es lo mismo que con las órdenes que tienes que cumplir y que tú sabes y que te malicias de sobra que son una injusticia. Las cumples y en paz. No piensas en el provecho que otro le sacará a lo que tú haces cumpliendo con tu deber. Por eso lo mejor en esta vida es no pensar en nada. Son disgustos que te ahorras. Los días que vayas a durar los tienes escritos sobre la espalda y no se pueden leer aunque se quisiera. Lo mejor arrear pa alante y no hacerse preguntas. El que la gente piense tanto en lo mismo es lo que da a muchos de comer.
Sobre la cuneta izquierda, quebradas las ruedas, rasgada la tela de florecillas, boca arriba como una tortuga moribunda, el manubrio, retinto el barnizado de su caja de madera, deja al descubierto el mecanismo de sus cuerdas. Pilete, solo, cola las manos sobre las mejillas, tiene puestos los ojos en la lejanía de las colleras surcadoras. El pelo largo le cae sobre la frente y le llega hasta la mitad de los párpados, bajo los que quizá haya una lágrima. Siente ganas de fumar, pero la cajetilla de picadura está en el bolsillo de Garabito, dentro del bolsillo del muerto, allí, en mitad de la carretera, bajo la lona verdosa con que los civiles han tapado el cadáver. Su mirada se cruza ahora con la de los guardias en una de sus rondas con un relámpago duro – oficio a oficio – en el teje y maneje diario de la vida que no perdona: mirada cazadora y cazada y la suspicacia del gesto que no admite evasivas.
– Con la desgracia a ninguno se nos ha ocurrido pedirle el carnet de identidad al golfete.
– Daba grima – contesta el cabo-. Como sentirlo parece que lo ha sentido el chaval.
– De todas formas…
– Se le pide.
– Lo que no acaba de entrarme en la cabeza mientras más lo pienso es cómo ha podido pasar el suceso. Las dos partes aseguran que iban por su derecha. Ninguna de las dos parece mentir. Que el chaval y el muerto hubieran tomado unas copas es posible, pero no es motivo para ir como locos y para ponerse delante del coche como se tuvieron que poner. Échale un galgo para que se averigüe la verdad de quién ha tenido razón.
– Yo me inclino a darle la razón al chaval – dice el cabo -. Más me inclino por esa parte. -Camina hacia el sitio exacto del suceso y señala con la mano la dirección por donde viniera el automóvil -. También pudo torcérsele la dirección al franchute. Pensando que ellos iban a buen paso y viniendo el chico por el lado de afuera, el pianillo no podía ir tan al centro como dice el francés porque al muchacho no le ha rozado ni un pelo.
– También estos golfos de la música no saben ir jamás por su sitio. Se creen que la carretera es una trocha de ganado y así pasan las cosas.
El relevo del Grupo Móvil se acerca a la pareja:
– Ha sido mala suerte la del pobre viejo – dice uno de ellos -. No tenía el abuelo ya edad para morir en mitad del camino y con las botas puestas…
Con el tráfico ordenado por una sola vertiente, los camiones pesqueros que avanzan hacía el Sur aminoran la velocidad al tomar la curva taponada por el "jepp". Todos los choferes ofrecen sus servicios desde las ventanillas antes de acelerar.
El vacío que dejan los camiones siguiendo las instrucciones de los guardias, pegándose a la cuneta para no rozar el cadáver, es la única explicación lógica de que una de las clavijas del manubrio haya saltado de pronto como una cuerda de guitarra. A todos les parece natural el chasquido. Sólo Pilete se estremece con un repeluco de susto que le escuece el alma bohemia.
Garabito, en su despedida terrenal camino del limbo verbenero, el limbo de los apaches y de los ciegos que cantan romanzas, de los ladrones forzudos y terribles que roban bolsillos de señora, de los titiriteros que cruzan a fuerza de destreza y de hambre la estrecha cuerda floja de la vida, de los gitanos trotamundos que hacen bailar al oso en mitad de las plazas, de los payasos que hacen reír y llorar a los niños, quizá haya querido -antes de elevarse a horcajadas de una rama de olivo verde y pacífica – dar marchoso una última vuelta al manubrio cascado, al manubrio con bastidor de percalina estampada de florecillas azules y rojas como un trigal en primavera.
– Para morir a esa edad -dice el guardia Honorio -, echándole como le echo para los setenta al vejete, no hay nada como morir en cama y bien abrigado en una cuesta de enero: es la muerte que cuadra.
– Tú – dice uno de los de tráfico – eres de los que, por lo visto, te apuntas a morir en una fecha fija.
– A una fecha fija me apuntaba yo a morir, si, señor, y una cosa que te digo: de los que estamos aquí presentes es muy posible que a fecha fija muramos todos, estando poniéndose las cosas como se están poniendo.
– ¿Tenéis en el pueblo al de línea, no? -presunta el de la brigada móvil.
– Lo tenemos, pero como si no le tuviéramos – contesta el cabo -. Está con el somatén. Ni siquiera aparecerá por la casa cuartel. Cuando va al tiro, nada. No quiere ni que se le moleste. Si nos hace una visita es de puro compromiso.
– Por eso, porque esta mañana nos lo cruzamos.
– Para el teniente es un día de campo. Ya lo aconchabarán para que se ponga a darle al vaso, si es que doña Rosa, la viuda del capitán, no lo mete antes en el talego y lo quita de la circulación.
– Una bellísima persona es, ya lo sabéis. Pocos como el teniente Prado habréis tropezado en el Instituto.
– Ninguno – dice Honorio -. No tenemos queja por ese lado. No hay novedad. Y por otro que no me permitiría yo hacer un juicio de una jerarquía. Aquí el cabo dice lo del somatén porque es la fija. Cuando el teniente va a la inspección del somatén, no tiene nada que ver con el puesto, ni tiene obligación de visitarlo.
El chofer del automóvil de turismo abre la portezuela, estira las piernas, patea sobre el asfalto y se pone a pasear luego por la carretera.
– ¿Le habéis dicho que se quede dentro al francés? – pregunta uno de los de tráfico.
– Se le dijo que no se moviera. Ahora que lo mismo da que esté dentro o fuera del coche.
– Pues lo que debierais evitar – continúa el de la móvil – es que se ponga a hablar por detrás de vosotros con el pillete, que me malicio que es lo que está buscando. Lo mismo lo aconchaba y por unos duros se presta el golfo a hacer una declaración amañada. No me fiaría yo ni de uno ni de otro.
– Déjales hacer, hombre -dice el cabo-. Déjales hacer que es cosa que a nosotros ni nos va ni nos viene. El señor juez es el que tiene que decidir esas cosas.
El chofer se va poco a poco alejando del automóvil y despacio, con las manos en las espaldas, se llega hasta la cuneta donde Pilete se ha sentado. Saca un paquete de cigarrillos y ofrece uno a Pilete que lo] acepta con una sonrisa.
– De estos franceses no hay que fiarse – insiste el de tráfico -. Ahí lo tenéis ya. Empezará con el cigarri-to y terminará ofreciéndole un billete grande para que haga una declaración a modo.
El cabo y el guardia Honorio echan los fusiles sobre el hombro y se adelantan cruzando la carretera:
– Usted, de momento, verdad, como si estuviera incomunicado – dice el cabo al chofer-. No quiero que lo tome como una cosa personal, pero está usted bajo mi custodia en prevención y le está prohibido conversar con nadie -y a Pilete-. Y tú si llevas el carnet de identidad me lo debías haber entregado. ¿Lo llevas encima?. Pilete deniega con la cabeza.
– ¿Y qué haces que no lo has sacado?. Sientate y espera que ya no ha de tardar el juez en llegar. También que tienes unas cosas con haberle aceptado el cigarro… ¿Tú no sabes que nosotros si estamos aquí es para impedir la coacción?. Pues bien, eso que ha hecho el chofer contigo es una coacción. ¿Te ha ofrecido dinero?.
– No, señor, no. No me ha ofrecido nada -tira el cigarrillo y lo aplasta con la suela de la alpargata-. ¿Qué quiere usted que me ofrezca el hombre?. Ha venido, me ha dado el cigarro y no me ha hablado siquiera.
– Tampoco es para que te pongas así. Se te dicen las cosas por tu bien -y en viendo como Pilete se pone a maldecir de su suerte y a dar patadas sobre la hierba seca de la cuneta y a sollozar -. Vamos, chaval, que hay que ser hombre. Poco vas a remediar ya porque llores – saca la petaca y ofrece un cigarrillo a Pilete que lo lía temblorosamente -. Calma y piano piano que se va lontano. No me vayas a malfollar la picadura, que es el último tabaco que tengo para una semana.
– Ahí tenemos ya al juez – dice el guardia Honorio.
Sobre una motocicleta "scooter", precedido de una camioneta roja, aparece por la curva el juez de Paz con sus gafas de motorista y su gorrilla de visera.
– ¡Cómo no iba a estar el Chico, metido en el fregado! – dice el Cabo.
Las colleras de mulas que surcan el maíz bajan ya por la servidumbre de paso que separa la besana del olivar. El cabo saca de su cartera el apunte de la primera diligencia practicada y con ella en la mano se adelanta para saludar al juez. Chico Mingo habla ya con el guardia Honorio y Pilete se acerca al grupo cansina, torpemente, con las manos en los bolsillos.
Las colleras de mulas llegan junto al manubrio, dan la vuelta y se pierden en la lejanía verdiparda del olivar. Otros camiones de pescado atraviesan el lugar despacio para acelerar enseguida contra reloj en busca del norte geográfico de los mercados interiores. Chico Mingo se acerca a Garabito y levanta la loneta. Luego escupe a un lado y se pone a silbar. El juez de Paz ordena el levantamiento del cadáver.
Por la cortina de arpillera no entra ya en el sobrado ni una gota de sol. En el cuarto hay una penumbra azulada. Sobre el techo cuelgan las calabazas amarillas y secas, las ristras de ajos, las cordadas de pimientos. Junto al camastro, en el suelo, encadenados a un círculo de alambre, los faroles de señalamiento manchan el suelo con su residuo de aceite.
Sobre una silla baja, dentro de un plato de aluminio ha quedado intacto el vaso de leche. Al abrir los ojos le duelen los párpados, y una desconocida hasta ahora falta de respiración le atornilla la garganta y los bronquios. El colchón y las sábanas están empapados de sudor. Cuando se incorpora, el cuarto le da vueltas. Hace un esfuerzo y logra sentarse en la cama. Siente la fiebre sobre la sien, sobre el pulso, sobre la punta de los dedos, sobre el corazón. Le cae un peso de cien kilos sobre el hombro derecho. Con la mano temblorosa toma el vaso de leche y lo bebe de un golpe. Le sube por el camino de la garganta una extraña angustia y, por unos instantes, le parece irreal estar allí sentado con el vaso vacío de leche en la mano.
Vuelve de nuevo a cerrar los ojos y, enseguida, a abrirlos de nuevo para mirar hacia la tela de saco que cubre el ventanillo. Cuando trabajosamente logra levantarse camina hasta él y lo descorre. En la alcoba entra una claridad todavía violenta. El sol es un punto amarillo, luminoso aún, que resbala lentamente tras el caserío. De los tejados de las casas suben columnas de humo que salen de sus chimeneas y suben hasta el cielo.
Vuelve a sentarse en la cama. Cuando agacha la cabeza para buscar las alpargatas bajo el catrecillo de tijeras, la habitación le da vueltas. Se queda sentado rígido, sin mover un sólo músculo. De la calle llegan los gritos y los juegos de los niños, el lejano pregón de los buhoneros gitanos que cambian cacerolas, ollas y sartenes inservibles por globos de colores, por muñecos de lacre que bajan solos, graciosamente, por una escalerilla de alambre; por cariocas de papel plisado y bolsita de arena que las hace elevarse en el aire como estrellas fugaces.
Contiene la tos. Le es fácil hacerlo porque su tos es ya una tos débil, balbuciente. Escupe sobre el pañuelo y contempla el hilillo de sangre serpenteante en mitad del salivazo.
En el segundo intento de coger las alpargatas logra su propósito. Se las pone despacio, cuidando remeter las cintas bajo el talón después de hacerles una lazada. Los gritos de los niños se le clavan sobre las sienes. Luego de ponerse el pantalón y abrocharse la blusilla, toma el aro de los faroles de señalamiento y la botella de vidrio verde mediada de aceite y baja la escalera despacio. En él corral, las gitanillas y los geranios brillan opacos, aterciopelados, bajo la luz metálica del atardecer. Al llegar a mitad de la corraleda, la aldaba de madera de la puerta de entrada cruje levemente y aparece la madre con un saco sobre la espalda.
– Voy a poner a calentar agua para hacerte un poco de café-dice la madre dejando el saco en el suelo -. Me han regalado media lata de café en polvo.
– Dejalo. Es tarde. Mientras lo haces ha oscurecido.
La madre se acerca y le obliga a dejar el aro de alambre junto a la puerta:
– Es café de verdad, auténtico. Del que a ti te gusta -dice señalando una lata de nescafé-. Me lo ha regalado la rubia inglesa, la mujer del sargento.
Contempla la lata de nescafé y la etiqueta verde pálido cruzada indicando la prohibición de su venta a personas ajenas al Strategic-Air-Comand.
– Si no tardaras me gustaría tomar un poco…
– ¿Cómo te encuentras?.
– Bien, madre. Como siempre.
– Tienes los ojos brillantes – le toma el pulso y él hace un gesto para soltarse de la mano que le sujeta la muñeca y le coloca luego la palma sobre la frente -: te ha subido la fiebre.
– Dejame. No es nada. Estoy bien. Lo que tenga que pasar no va a dejar de pasar porque tenga fiebre ni deje de tenerla.
– De mañana no pasa - dice la madre – que veamos la forma de hacer algo.
– Para no conseguir nada, madre. Para que nos tengan otra vez con la promesa un día y otro, para que te hagan ir una y mil veces para acabar diciendo que no.
– Más que me cuesta a mi separarme… y, sin embargo, no hay otra solución. Tarde o temprano tendrá que llegar el día en que ellos accedan y entres en el sanatorio.
– No vamos a separarnos. No voy a ir a ningún sitio. Cuando no sea para mascar tierra no voy a ir a ningún sitio. Entérate de una vez que no tengo pagadas cuotas suficientes. Si pido la baja será peor. Es necesario esperar que terminen las obras. Con las cuotas que pago ahora, al menos durante el invierno no me faltarán medicinas.
Hablan los dos de pie, en mitad de la corraleda. La ropa puesta a secar sobre los cordeles está ya arrugada de tanto sol.
– Podía haberla quitado antes de irme -dice la madre tocándola -. Tendré que rociarla antes de plancharla -camina de un lado a otro quitando los alfileres de madera y descolgando las sábanas del tendedero -. Otra cosa más. Otro nuevo trabajo.
– Puedo ayudarte.
– Siéntate. No estés ahí de pie como un tonto. Ya me valgo bien sola. Voy a ponerte enseguida el agua para el café. Lo que podías hacer es ir y decirle al contratista que no puedes trabajar hoy. Alguien te puede sustituir por un día. Tu primo mismo te puede sustituir. Es lo mejor. Voy y se lo digo.
– No quiero que vayas a hablar con nadie.
La madre entra en la casa con el bulto de ropa seca y la coloca sobre una silla. Luego saca una esportilla de carbón vegetal y mete algunos trozos bajo el hornillo.
– Enseguida va a estar el agua caliente – dice.
El hijo no contesta. Sentado sobre una silla baja hace papilla unos pétalos rojos de geranios que al entrar ha cortado del arriate. Luego, con los ojos fijos en la tira de papel impregnada de aceite que la madre ha colocado bajo el hornillo después de prenderle fuego, pasa los dedos manchados de rojo por el antebrazo.
Las llamas suben rojas lamiendo la tira de papel que desprende un tufo acre y van prendiendo lentamente la carboncilla. La madre aventa la hornilla con un soplillo de esparto y la habitación, sin chimenea, se llena de un humo blanquecino que le hace de nuevo toser.
– Sal al corral. Ya te sacaré el café en cuanto esté hecho -dice la madre-. No es bueno que respires esto.
Continúa inmóvil, con las manos y los brazos manchados con la pulpa roja de la flor hasta que la tos se le encabrita en la garganta y tiene que salir al corral, pálido, con el pañuelo en la boca, perdida la mirada, vidriosos los ojos, con la respiración jadeante y con el regusto dulce y acaramelado de la sangre en los labios, para sentarse convulso sobre el poyo de cemento.
Unas nubes torpes, cansinas, lentas, grises y violetas, avanzan por el cielo, y los últimos guiños de sol arrancan reflejos nacarados a los azulejos de la espadaña de la iglesia y a las torres gemelas del molino aceitero.
La punzada que ahora le inmoviliza es, más que de dolor, de leve cosquilla, y su misma tos, más que tos es como el susurro nervioso que los niños de pecho emiten cuando por primera vez el médico les coloca la cucharilla de plata bajo la campanilla, sujetándole la lengua para contemplar las amígdalas inflamadas.
De dentro de la casa llega la voz de la madre diciendo al hijo que no se impaciente, que ya el agua está hirviendo, que no tardará sino unos instantes en servirle una buena taza de café caliente.
Antes de echar a andar pone derecha la costura de las medias y corre un punto más en la hebilla de su cinturón que sujeta la amplia falda plisada. Sus tacones tirotean el pavimento, fijas las pupilas en los extremos de la toca blanca que la precede en el interminable pasillo de mármol blanco.
En el techo, a todo lo largo del corredor, los ventiladores giran a un ritmo cansino. A intervalos, la cañada acre del ácido ascórbico, del formol, el espeso y picante sublimado de los yodos, y, sobre las paredes, la estrecha pincelada verde de una cenefa sobre el zócalo de azulejos higiénicos (que armoniza en idéntica tonalidad con el verde hoja seca de su blusa de seda y con los marcos con ramilletes de flores exóticas sobre los testeros encalados).
El olor se hace más violento a medida que avanza trémula tras los pasos sosegados de la Hermana de la Caridad. Le parece no haber salido de la primera adolescencia y caminar, hasta la enfermería del colegio de Concepcionistas Gratuitas, tras la celadora, para curarse la herida que se hiciera en la rodilla mientras jugaba en el jardín una tarde de verano también, sólo unos meses antes de su ingreso en la Academia Mercantil donde taquimecanografiara dos cursos intensivos hasta encontrar el anuncio por palabras de su empleo que no llegó sino al cabo de tres inviernos, echados fuera con el mismo abrigo – quizá verde hoja seca también como su blusa y como la cenefa del corredor-mientras ampliaba sus conocimientos con las clases de corte y confección y alternaba novios universitarios con novios empleados de Banca que no exigían demasiado a cambio de espantarle las tardes de otoño provinciano en la última fila de butaca de los cines de sesión continua o en los merenderos encristalados y cubiertos de madreselva del Parque del General Sanjurjo.
El corredor parece no terminar nunca. Se avergüenza de su taconeo felino tras las pisadas silenciosas de la sor, casi igual que le sucediera nueve años atrás cuando de su rodilla manaba la sangre y sujetaba la sangre con el pañuelo y se contenía para, por vergüenza también, no gritar de dolor por el cristal que se había clavado en la rodilla – un minúsculo trozo de vidrio, como un diamante, escondido en el polvo amarillo del terreno de juego a un metro escaso de la portería de baloncesto -. De tarde en tarde, la cenefa verde hace un quiebro y se convierte en un arabesco que coincide con la conducción eléctrica de los ventiladores colgados del techo de la travesía central del Hospital de Urgencia.
Por fin, la puerta del fondo se abre levemente y unos dedos se aprietan sobre unos labios mal dibujados de carmín. Es como un relámpago la señal imprecisa que se cruza entre la enfermera y la monja. Y otra vez la Hermana ante ella abriendo el camino de regreso hasta el hall de entrada, y de nuevo sus tacones tras las pisadas de la sor repiqueteando sobre las baldosas de mármol. De nuevo el zumbido de los ventiladores y la angustia que se agarra como una sanguijuela bajo la piel suave del cuello y se bifurca en temores bajo las venillas por toda la red sanguínea y martillea el nacimiento de la cabellera blonda, azuleada de reflejos, perfecta de equilibrio en cada onda, en cada remolino, en cada repliegue. La oleada de sangre llega luego, bombeada a doble presión, hasta los extremos de las uñas de los pies.
El paréntesis del corredor, entre lo que ya no puede suceder porque haya sucedido, se cierra de nuevo al llegar a la sala de visita, una vez que terminan las ventanas y los cuadritos de floresta y el verde hoja seca de las cenefas y el vaho tibio y enervante de la farmacopea.
La monja la hace pasar al recibimiento y sentarse frente a ella. La mirada fue punzante desde un principio, desde que al llegar al hospital la recibiera y la hiciera esperar una hora y otra y la acompañara por fin después, silenciosa, por el largo pasillo hasta la puerta del quirófano; pero ahora se agudiza con un rictus enigmático, con la mascarilla que triunfa siempre a pesar de prodigarse, adelgazada en el gesto de los llantos ajenos día a día, de las ajenas tribulaciones turbias, del diario palpitar, de saberse a veces también humana. Le habla en consonancia con la mascarilla y no deja de mirarla mientras lo hace, como queriendo estudiar la reacción que cada una de sus palabras deja en la comisura de los labios, en las pestañas ribeteadas de rimel, en el movimiento de las manos:
– He creído entender – dice – que se trata tan sólo de una empleada del negocio, de su secretaria creo que me dijo. Se impone, pues, la necesidad de avisar a los familiares – la mirada se hace más penetrante todavía y se agudizan los contornos inquisitivos de las cejas – a su mujer, a sus hijos. Podemos hacerlo todo tranquilamente. En estos momentos es cuando es más necesario que nunca tomar todo con calma, cuando las cosas no tienen ya remedio y se ha hecho humanamente todo lo que se podía hacer. Aquí tiene un teléfono – señala la mesita barnizada de blanco -. Si no se encuentra con fuerza para dar personalmente la noticia, puedo darla en su lugar. Estoy habituada.
Durante unos segundos no contesta. Se deja caer en la butaca de mimbre con arabescos de rejilla del recibimiento, blanca, descolorida, repitanda. Luego, lentamente, mientras se muerde los labios, balbuce nombre, número telefónico, lugar geográfico, mientras su mirada se pierde en la rinconera con Virgen milagrosa y jarroncillo alargado de cristal con rosas de artificio, jacintos de alambre, tela almidonada, pañito de hilo con puntilla y almanaque de taco de librería religiosa.
– Sería, naturalmente, mucho mejor que se tranquilizara y fuera usted misma la que hablara por teléfono. Es muy lógico que le haya afectado tanto. Es hermoso que sintamos afecto hacia los demás. Mucho más si se trata de nuestros propios patrones, con los que trabajamos y que Dios ha puesto en nuestro camino para, por su mediación, ganar el pan nuestro de cada día. Tome el aparato cuando se encuentre serena. Solicite la conferencia y pida luego el importe, por favor. El doctor vendrá de un momento a otro. Mientras tanto rece. Si quiere entrar en la capilla puede hacerlo. Es lo único que queda, tener confianza en la misericordia infinita del Señor. Ahora me va a perdonar, pero es necesario que prosiga mi tarea.
No se siente siquiera capaz de descruzar las piernas y de levantarse cuando la monja empuja la puerta de cristales esmerilados y se pierde despacio en el largo pasillo. Todo le parece ahora llegar de un golpe, como un jarro de agua fría. Lucha con un tropel de imágenes superpuestas que no quieren desaparecer en su retina y a las que cuesta trabajo colocar en un orden cronológico: un día como otro cualquiera el que muere ya, a no ser que por la mañana él, cuando ella entrara en el despacho con un abanico de facturas para la firma, no tuviera un gesto lívido y permaneciera inmóvil, con los ojos hundidos y apagado el brillo de los ojos, y no tuviera apenas fuerzas para hablar y decirle que algo le debía de funcionar mal dentro del pecho – se señalaba el corazón y el vértice del hombro izquierdo y el antebrazo – y que sería necesario aplazar la cita concertada la víspera para almorzar por la tarde juntos como todos los jueves en el restorán refrigerado de siempre, y que sería también necesario llamar a un médico porque parecía que la vida se le escapaba de pronto, pero que todo lo hiciera sin alarma, tranquilamente, sin avisar siquiera a la familia, sin estridencias. – Señaló luego la caja metálica empotrada en la pared y le hizo sacar un sobre blanco lacrado obligándola a meterlo en el bolso, comprendiendo ella el contenido y asintiendo él con la cabeza, no atreviéndose ella a contradecirle y sonriendo él con un rictus de angustia antes de caer en coma sobre el cristal verdoso de la mesa de despacho. Teniendo ella todavía la serenidad de cerrar la caja fuerte antes de salir para poner en conmoción a todo el personal de la oficina.
Fue como el despertar de un largo sueño que duraba ya casi dos años. Nada por legitimar – con excepción del blanco sobre lacrado que todavía no ha abierto -. Todo lo más, tras el balquinazo comercial, quizá unos meses con razón social precedida de Viuda de, y luego otra vez la vida ancha delante, otra espera para acomodarse a jornal laboral sin concesiones, a sueldo, sin pluses sentimentales, y con la máxima exigencia a su capacidad profesional casi olvidada. Y, por quedar, ni el recuerdo. Los que perduran de su mundo, al filo de sus veinticinco años, son trozos desvaídos de la primera adolescencia. De él -del amo- tan sólo el módulo de los días iguales, cojos en la semana inglesa, escapando por las carreteras oscuras de los sábados, con cuenta kilómetro a tope buscando ciudades cercanas, hoteles de primera B, discretas butacas de patio para la segunda sesión de revista, y desnudarse con escalofríos tras los pasteles y el café al salir del teatro, bien excitado él con la carnaza de las vicetiples. En el sobre – cada final de mes – la nómina por la reglamentación. Luego, aparte, los billetes de la plusvalía lúbrica. Lo que ofreció por lo que recibió. Cuando cobraba sólo la nómina de la respetabilidad fue por aquellos primeros días cuando conoció a la mujer y a los hijos – compadeció la suerte de la esposa. Atisbo en el sombreado de sus ojeras hundidas a propósito la película de las noches insomnes de las hembras insatisfechas.
Y ahora -si se lo hubieran dicho al oído aquellos primeros días cuando escuchó por vez primera la risa fría de él que se enredaba en el bajo vientre y subía húmeda, calculada, hasta el bulto vicioso de los labios, hubiera muerto de asco – dos a llorar la muerte, dos mujeres a notar el vacío y a echar de menos su respiración cortada ya para siempre en la monstruosa caja torácica de sus casi cien kilos, boca arriba sobre la mesa de operaciones desde donde es izado – ella no sabe que es en este mismo instante cuando es izado – hasta la camilla rodante cubierta con una sábana blanca que entra ya en el ascensor y que desciende hasta el sótano.
…
Casi cien kilos; pero no pesaba cien kilos entonces – ella era sólo una niña que ni siquiera sabía que había muerto su padre sobre un paredón encalado un día de primavera, cuando ondeaban banderas que se llamaban victoriosas – ni sobre el bolsillo interior de su chaqueta había cosida, como ahora, ninguna etiqueta de sastre de lujo. Él se lo contó todo una noche: Le contó la historia completa – naturalmente, amañada – para hacer valer ante ella que todo lo que tenía en la vida se lo debía a su propio esfuerzo. Le contó casi toda la historia desde su casamiento, cuando se embutió en un temo azul cruzado con chaqueta estrecha y pantalones demasiado anchos y se sintió feliz con el cuello de brillo y la corbata listada en verde y rojo. El cabello le caía en caracolitos grasientos sobre el cogote lustrado de brillantina porque aún no se había planchado el pelo ni recortado la patilla hasta la línea, superior de las orejas. Terminada la ceremonia, antes del banquete de boda, se echó a pecho un vaso do aguardiente seco y respiró tranquilo. Luego abrazó a todos los invitados y rompió el tabú de su timidez congénita que tanto le había costado vencer a pesar de todo su desparpajo golfo. Era el primero en tachar las leyes de la herencia – y se sentía feliz y satisfecho por serlo – de flojera de casta en la línea de los varones, y en la de las hembras tres tías solteras comprometidas: una con matador de toros y otra con mozo de espadas y una tercera haciendo la calle-según la estrella de cada cual, como decía su abuela materna -, pero todas ayudando a sacar adelante la familia. A cambio de una semana de amor, la más pequeña de las tres, con la que se llevaba sólo unos años, logró su enchufe en automovilismo cuando fuera movilizado con la "quinta de los llorones"1 el segundo año de la guerra civil.
Quizá por aquello del pelo de caracolito fue por lo que supo engatusarla y llevarla al altar y hacerla su mujer, una vez licenciado, a pesar de que ella había paseado con los oficiales italianos y hasta se decía la encontraron una tarde en la estación, en un departamento de primera, en la vía muerta, con el segundo teniente Vinicio, oficial de aprovisionamiento de los Camisas Negras,
No hubo dote, pero se la entregaron sin querer con largueza con aquel "torito" de cuatro mil kilos cuando todavía pelaba la pava en el zaguán. Y volante de día y volante de noche, y volante sorteando a los de tráfico y a los de Fiscalía, siempre dispuesta la cartera y siempre aliviando ajenas calamidades de aquel año cuarenta. A los dos años regulaba el transporte sólo con mercancías garantizadas a todo riesgo, por quien podía hacerlo.
A los cuatro de casado, cuando se evidenciaba el desembarco angloamericano en Europa, adquirió la casita de la playa. Todo el mundo a la sierra, a huir de la posible Escuadra fantasma que podía de un momento a otro sorprender las costas del Sur. No desembarcaron sino chocolatinas en bolsas de plástico, latas flotantes de nescafé y de cigarrillos, y píldoras para espantar el sueño.
Y él sonreía allí en la playa – como ha sonreído ahora hasta unos minutos antes de su muerte – frente al mar solitario, sentado en la terraza, contemplando la estela luminosa del faro.
Precisaron – ajustaron fechas, una noche con los labios pegados – que también ella estaba aquel primer año en la playa con la colonia escolar, con un gran lazo blanco sobre el pelo, haciendo castillos en la arena, y que quizá jugaba delante de él, delante mismo de la terraza de la casa donde él acariciaba a sus hijos y fumaba vegueros aromáticos y bebía satisfecho sucopa de coñac y movía con la cucharilla de electro plata el café mientras los pescadores sacaban el copo y la playa aparecía tranquila y desierta a pesar de ser julio, con la mandanga caliginosa cayendo tórrida sobre las ciudades del Sur.
Siente sed: una sed llegada de pronto que le seca el paladar y que hace se le pegue la lengua al cielo de la boca. Siente también ganas de llorar, pero ninguna lágrima es capaz de salir de sus ojos. Sin embargo, es necesario llorar y lo intenta hasta que por fin las lágrimas afluyen a tropel a fuerza de forzar la imagen de la muerte: de los que agonizan en el hospital, de las madres que han perdido al hijo, de los hijos que al nacer han perdido la madre, de los enfermos que sufren, de los que padecen la larga agonía del dolor. Y el tropel de lágrimas estropea su maquillaje y resbala por sus mejillas y descolora el carmín de sus labios.
El teléfono está allí, sobre la mesa, a menos de dos cuartas de sus dedos, de sus uñas puntiagudas levemente sonrosadas de esmalte; pero no se atreve a tocarlo. Cada vez que intenta descolgar el auricular y solicitar comunicación devuelve las manos al regazo una y otra vez, hasta que inconscientemente toma el bolso de rafia y lo abre y saca un paquete de cigarrillos y prende uno con el encendedor de plata sobredorada – gemelo al que ha quedado con todo el resto de las prendas personales en el bolsillo interior de él -. Da una chupada honda y el humo le entra como un chorro en los pulmones, para expulsarlo luego por la nariz de un golpe, como a él le gustaba que lo expulsara cuando los dos solos se quedaban en la oficina bebiendo sorbos de whisky, esperando la llegada del general de Aviación y de Jesusa, su amiga, que todas las semanas, cada vez que volvía de Tánger, traía a la oficina el rollo de películas pornográficas, que en un principio tanto le repugnaran, pero que al final se convirtieron en un mordiente que -junto con la "coca" – dejaba tensos los músculos y a punto el deseo.
El humo, en volutas azules, sube lento hasta la rinconera y queda enganchado en el arabesco de la marquetería. Una y otra bocanada, y otra más, aprisa, como si se fuera a acabar el mundo y fuera el último cigarrillo que fuera a fumar en la vida.
La sala de visitas ha quedado en penumbra. Por el corredor transcurren pasos, murmullos de ruedas de goma de camillas, breves pisadas. De tarde en tarde, llega también el grito del dolor soterrado, quizá sólo el eco del grito y no el grito mismo. Cuando el fuego mancha ya la rodada de carmín del cigarrillo y la candela está a punto de quemarle los labios, levanta el auricular. Todavía da una última chupada antes de marcar. Aplasta el cigarrillo con la puntera del zapato e introduce el dedo en el disco. Aún faltan unos minutos para que su voz se estrelle en el crepúsculo malva de los Alcores.
Candilazo. Ribazos cárdenos. Ribazos camuflados de manchas pardas y verdosas, militares manchas. Tornasol en las gavias vacías de tierra y de hombres. Candilazos para el poniente quebrado de cristales, de ventanas inauguradas tras la siesta, de persianas subidas a peso de garruchas chirriantes. El sol pierde totalmente el equilibrio y resbala por el muro que apuntala la bóveda en occidente.
Andrés sube lentamente la escalinata de ladrillos camino de su cuarto y rechaza la ayuda de la Mariquita que tras él, con la hamaca y los libros, tararea una melodía italiana mientras contempla las luces recién encendidas del pueblo, luminaria veraniega que le trae el recuerdo de las fiestas que se aproximan a paso de gallo, de los tiovivos del prado comunal, de las voladoras; de los bueyes tocados de espejos, portadores del estandarte oro y violeta de San Miguel y de la bandera azul y blanca de la Furísima; de los cohetes altos sorprendidos de palmeras que se abren sobre la plaza y llegan más alto aún que el campanario de la iglesia; de las carretas de sacos y de cintas; del olor a sudor de la caballada el día de la romería; de los besos a hurtadillas al anochecer en el soto de Torrijos; del baile en las callejas solitarias al compás de la música de los tenderetes; de las funciones del pequeño circo de lona listado de almagra y añil donde un hombre, desnudo medio cuerpo, escupe fuego por la boca y donde los perritos enanos bailan vestidos de muñecas al compás del vals.
De la calle llega el murmullo del juego de los niños – de los otros niños que no visten harapos, sino listadas marsellesas y pantalones vaqueros -. Andrés da un golpe sobre el trasero de la Mariquita cuando ella se adelanta con la hamaca y los libros al llegar al porche:
– ¿En qué piensas?.
– En nada. ¿En qué quieres que piense?. Lo que quiero es que no me gastes bromas de mano.
– Piensas en tu novio.
– No tengo novio.
La mirada de la madre, acodada en la baranda, se pierde en la perpendicular de la calle. Por primera vez no se ha preocupado de que su hijo abandone el jardín antes que empiece a caer la blandura nocturna. Lo ve subir la escalera sin advertir que ya casi es de noche y que los pájaros no patinan sobre las acacias.
– Hoy te has librado por tablas – dice Mariquita -. Porque tu madre parece que está hoy en la inopia, que sino…hace más de una hora que debías ya estar dentro.
– Te metes en lo que te importa -dice antes de tomar la escalera para subir a su cuarto.
Mariquita se queda todavía un momento en el hall mirando las luces del pueblo.
Cuando llega a su alcoba se desnuda, enciende la pantalla de la mesilla de noche, y se sumerge nadando – de manos de Salgari -en el mar de los Sargazos. Cuando gana ya la costa acantilada, desgarrada la ropa con los zarpazos de los golpes de mar, llegan los gritos de la calle:
– Mari, Mari, Mariiiii…
Eugenio, Toto y Antonio, remolonean en el cancel, obstinados, feroces, borrachines: -Mari, Mari, Mariiii…
Llega enseguida la voz de Mari disculpándose ante su madre:
– Señora, que yo no tengo la culpa que me persigan esos golfos, esos trápalas, esos pendones, señora. La voz de Toto se distingue del resto de las voces: -¡Anda sal, Mari, que está aquí el Eugenio!. Sal, mujer, que no se diga que no quieres verle; que no se diga que no eres capaz de bajar a ver a tu antiguo pretendiente.
El timbre del teléfono suena insistentemente. Oye a su madre hablar con Mariquita en voz baja:
– Si quiere usted, señora, bajo y les pongo las peras a cuarto a esos gamberros. Y si usted cree que yo tengo la culpa porque les he dicho que vengan, está usted equivocada – Mariquita solloza y da patadas en el suelo -. Está usted muy equivocada, porque una sabe respetar y una no es de las que está de picos pardos con unos y con otros.
El timbre del teléfono continua su cantinela, pero ninguna de las dos parece oírle. Por un momento está tentado a saltar de la cama y salir al corredor para coger el auricular, pero se arrepiente, hace un gesto vago y continúa leyendo.
De la calle siguen llegando los gritos:
– Mari, Mari, Mari…
Y la voz de Mari:
– Si usted quiere que baje, si me da permiso, yo le aseguro a usted que no se vuelve a repetir esto. Porque no es sólo que bajo sino que es que me voy derecha y llamo a un guardia y a esos golfos borrachos, que es lo que son, unos borrachos, les quito yo la borrachera. Ya verán si les quito la borrachera de momento. Están llamando al teléfono, señora -se interrumpe-. Voy a ver quien es.
– Deja.
– Puedo ir yo, señora.
– Deja. Es igual. Baja si quieres y no me armes escándalo. Les dices a tus amigos que la próxima vez que vengan a esta casa atropellando lo pongo en conocimiento del alcalde.
Mariquita atraviesa el hall, baja la escalera de ladrillos y atraviesa el jardín. Toto, con la cabeza dentro de la verja, recibe la bofetada que le da Mariquita sin rechistar. Luego se pone a llorar como un niño. Eugenio y Antonio lo toman del brazo y lo alejan de la cancela. Mariquita también solloza cuando atraviesa de regreso el jardín. Sube la escalera mordiéndose los labios y mirándose la mano que ha caído dura y rotunda sobre la mejilla de Toto.
Cuando Mariquita regresa al hall es cuando ella toma el auricular. Los minutos que Mariquita ha empleado en ir y venir hasta el cancel han sido los mismos que ella ha necesitado – como si a través del hilo pudiera llegar su imagen – para dejar resbalar las manos por las caderas para poner derecho el sesgo de su falda y pasar luego suavemente la palma de sus manos por los cabellos. Antes de descolgar el teléfono se ha sentado con las piernas cruzadas sobre la butaca.
Se sorprende de que, al otro lado del hilo, sea una voz femenina la que hable; una voz gangosa y gutural que tartamudea. De la calle llegan de nuevo los gritos llamando a la Mariquita. La voz se adelgaza y se quiebra como un cristal. El escape de un camión que cruza la Colonia le hace fruncir los labios y tapar con las manos el aparato. Es ahora Eugenio el que estremece de nuevo el añil desvaído de la anochecida: "Mari, Mari, Mari…". Logra por fin reconocer la voz que le habla atropelladamente de viaje, de urgencia, de muerte.
En el cancel, insisten, haciendo sonar con una piedra un envase de latón, y la voz de Eugenio se eleva bravucona:
– Baja, Mari. A ver si eres capaz de darme a mi también. A ver si te atreves.
Niña-Linda y el gringo roncan en la alcoba matrimonial su siesta india en sueño encadenado hasta el alba. Como todos los días, ella queda desvelada después del baño y del almuerzo en el "living", a la querencia de los cigarrillos y del alcohol.
Le vuelan los azacuanes por el techo raso. Le sobrevuelan las sienes los zopilotes. El sudor revienta de su piel cenicienta y, en riadas, le empapa el güipil. Casi borracha ya, el susto gallináceo de las auras le hace cerrar los párpados. Se imagina estar sentada sobre la tierra roja en mitad del desierto, o sobre la roca calmada de un peñasco en mitad de la pradera esmeralda con un "smith" hueso colgado a la cintura al lado del centinela que aguarda el paso del regimiento federado, como en los días lejanos de su infancia, antes de que su padre fuera admitido como emigrante para trabajar de peón agrícola en la Unión y atravesara un día el Río Grande y tuviera que aprender un nuevo idioma y olvidar su graduación de oficial en el ejército revolucionario, y enseñar el nuevo idioma a sus hijos y hacerlos ir al "scholl-children" y más tarde dejarlos libres para que marcharan hacia el Este: Hacia Nueva Orleans Horacio, y hacia Chicago Juan Diego, y ella hasta Nueva York con el hombre que pasó reclutando muchachas para las revistas musicales, y que llegó un día al poblado fronterizo masticando un habano; muchachas delgadas con las caderas ceñidas y las piernas bien hechas, obligándolas a enseñárselas hasta la línea de la ingle delante mismo de la familia sin dejar de masticar impasible su veguero baboso, mientras ultimaba las condiciones del contrato y recogía la autorización y la firma de los padres de cada una de aquellas hijas de emigrantes mestizos antes de ir metiéndolas a todas en su automóvil y recogiendo sus equipajes para llevarlas al apeadero férreo y desde allí embarcarlas camino del Este, de un Nueva York algodonoso y frío, cerrado en sus muros de cemento, en donde vivió tres años mostrando cada noche las piernas embutidas en negras medias de malla, hasta la llegada de un ruidoso carnaval en que conociera al soldado que volvía de las guarniciones europeas a las que se había prometido no regresar sin llevar mujer a su lado.
El humo azul de su cigarrillo, a medio apagar sobre el cenicero, resbala por el tiro de aire de las rendijas del ventanal, o se desvanece en el sofá mismo donde está sentada, soñando despierta, aguantando el fustazo de su diaria borrachera de whisky o de ginebra, o de aguardiente a granel de la taberna de Florencio.
Le sobresaltan los golpes que llegan del jardín, el cimbronazo del cancel agitado y el timbre eléctrico. No tiene puesto sino el güipil. De cintura para abajo desnuda y descalza. Bosteza antes de levantarse y, por un momento, el "living" da vueltas sobre si mismo. El breve cuquillo de nylon le modela los sobremuslos sudorosos, le marca el delta de la ingle. Al incorporarse, el "living" gira una y cien veces sobre si mismo. Le parece oír el aullido agrio de los coyotes y la graznada seca de los sanates. Hace un lazo a la cinta de seda que le sujeta el pelo desmelenado sobre el hombro derecho, y que oculta el bordado del güipil, y abre la puerta. Luego baja dando camballadas, agarrándose al pasamano de la escalera y atraviesa el jardín después de dar la vuelta alrededor de la piscina. Ha bebido demasiado alcohol para notar la palidez de la Mariquita al llegar a la verja, ni el temblor de su voz, ni las lágrimas que le resbalan por el guiño de su tartamudez:
– Dice mi señorita, señorita. Dice mi señorita.
– Aclarate no más que me fatigas. Si vienes por la niña duerme. Y sabes además que no me gusta que salga de noche a la calle.
– No es eso lo que vengo a decirle. No es eso.
– Aclarate no más.
Mariquita castañea los dientes y no le sale el resuello del cuerpo. Tartamudea una y otra vez mientras se seca las lágrimas con el delantal.
– Andela, pasolera; que me asusta. Suceso de lágrima te has de traer para ponerte en este trance. ¿Te ves en trapo de cucaracha?. ¿Te perdió el novio?.
Mariquita gana los minutos perdidos con un chorro de urgencia mientras sujeta con las manos los picos del delantal y gesticula:
– Que dice mi señorita que han avisao que el señorito está grave, que se nos muere, que ha de llegar enseguida si quiere recogerle el aliento. Que si su esposo puede llevarla en el coche por el amor de Dios es lo que quiere.
Se le abre la boca con un gesto de incredulidad. Hasta ahora no advierte que ha bajado al jardín casi desnuda y se esfuerza inútilmente en alargar la falda del güipil:
– No puede ser. No es posible. Ayer tan derechito – se seca también una lágrima formada en un instante-. ¡Cual te dilataste en el recado!. ¡Anda y vola a darle el consentimiento!. ¡Ahorita despierto al esposo!. ¡Ahorita el "carro" está listo para bajar a la señora!. Diselo. Dile también que paso a echarme una ropilla y marcho enseguida a consolarle la desgracia. ¡Señor, guanaca muerte!. ¡Andele no más!.
– No adelante las cosas, doña Linda, que no ha muerto todavía el señorito.
– Ponte en lo peor.
Mariquita abandona el cancel y da una carrera por el acerado. Linda espera, asomada a la calle, verla entrar en la casa vecina. Luego, dando caniballadas, atraviesa de nuevo el jardín.
A través del seto de pitósporos de la medianía llegan los gritos. Andrés busca ya zapatos que, por no utilizar, han desaparecido de la circulación doméstica, trajes que le vienen estrechos, cuellos de camisas que no puede cerrar. Termina por calzarse unos zapatos de su padre y por vestirse un traje de su padre. Luego, inmóvil, sorprendido de si mismo, vestido con una chaqueta demasiado ancha y con unos pantalones que apenas le llegan a los tobillos, con una camisa que huele a tabaco y, a masaje facial y a perfume de mujer, cuenta los instantes que faltan para la salida del automóvil.
Ruedan por las vertientes de los tejados las campanadas de la torre de la iglesia, y el aire trae los compases de un viejo fox de la barraca del tiro al blanco. Junto a él, Mariquita le ofrece sus manos, frías, y él las toma y se echa luego en sus brazos como si fuera un niño.
El sargento mayor descorre las puertas del garaje sobre la arcada del soportal y pulsa el contacto. Linda abre la verja de hierro. El automóvil se desliza por el sendero enarenado y roza con las ruedas delanteras el bordillo de la acera hasta quedar aparcado delante de la casa vecina.
Niña-Linda, despierta ya, llora en la galería. Mariquita acaricia los cabellos de Andrés cuando entra en el automóvil precedido de su madre.
El "Ford" – rosa y blanco como un helado de fresa – enfila la calle y es enseguida un punto en la línea serpenteante de los Alcores solitarios.
Remoloneo de los preparativos de regreso que se alargan inexplicablemente. Parcheo de pinchazos que al entrar por la mañana en los brezales nadie se preocupó de arreglar hasta presumirse la vuelta, ya con las primeras sombras sobre el pinar y los primeros escalofríos húmedos tras la calma chicha del día asfixiante de julio.
Es necesario esperar, tras la impaciencia de los primeros pedalazos y las carreras cortas en zig-zag, en círculo, a que terminen los rezagados, a que, bajo una luz que ya no existe, se peguen los parches y se vuelvan a llenar las cámaras para ser probadas en la orilla, estirando la tripa roja de los neumáticos.
Todo se desarrolla en el calvero rodeado de despojos, de servilletas de papel, de trozos de cuerda, de envases de mantequilla y de foie gras.
No es posible dejar a nadie atrás. Quinito, insobornable, agenciándose imaginarias responsabilidades paternas que nadie va a exigirle, camina de un lado a otro repitiendo: "Volveremos todos juntos como hemos llegado. No quiero discos. Si hay que esperar se espera lo que haga falta". Sin embargo, chicos y chicas se dividen en grupos, en pandillas de afinidades descubiertas – recién inventadas – en el transcurso de casi doce horas.
Los últimos golpes de bomba se dan a prisa, casi con la serpiente multicolor ya en marcha. La anochecida encabrita los ojos de Momi, azules, inquietos, reventados de luces verdes, dilatadas las pupilas en la penumbra del misterio del bosque, tras la niebla pegajosa que empieza a envolver la pinada, anuncio de noche orillada de agua, de noche bruja y rapaz para los insectos que amanecerán en ella a su palpitación vital y que empiezan ya a moverse despacio, dejando su murmullo debajo de las hojas secas.
El peladeo lubrifica el silencio tenso de la carretera, sin un cuchicheo, sin una canción, jadeantes, agotadas las posibilidades físicas de toda una jornada, sólo con la fuerza precisa para la vuelta, y ya con todas las cestas de mimbre vacías, vacías todas las mochilas, vacíos todos los termos, y de nuevo el monstruo anillado hambriento, acostumbrado a su estricto reglamento, a sus horas cronometradas, disciplinadas, a la segunda merienda dos horas antes de la cena delante de los porches, con las piernas cruzadas, mientras se juega a las prendas y se llevan a cabo las confidencias adolescentes, o se cuentan las aventuras ocurridas durante el curso escolar mientras se sueñan las aventuras que a cambio debieron de haber realmente sucedido.
Los ojos de Momi, cargados de secretos goces, de vacaciones que empiezan a tener una razón de ser, sortean la rueda de la bicicleta que le precede, apenas imaginada en la sombra azul y tensa del asfalto. Sobran ya para ella todas las palabras, todos los medios tonos vacíos, sin sentido. Erguida y firme sobre los pedales, como un hermoso muchacho, con la melena corta que escobilla la brisa, se encuentra capaz si fuera preciso de cambiar el orden establecido de las cosas, capaz incluso de morir mientras mira fijamente el disco redondo de la luna, tenue y rojizo tras los estratos pálidos del cielo de verano; capaz de rendir en una hora el débil y femenino corazón de Lisi que pedalea al principio de la fila asediada de torpes y balbucientes promesas masculinas de las que no puede sentir celos porque cada hombre es siempre para ella un poco subirse sobre un poyete para mirar por la ventana de un cuarto de baño, un poco fumar lentamente un cigarro mientras sonríe y mira a hurtadillas los muslos tersos de las adolescentes a espaldas de su mujer, un poco huir y decirse muerto sin estarlo. Extraños, brutales, grandes cerdos siempre.
En la carretera, los ases de luz de los faros se cuelgan de mariposas deslumbradas, de grillos de alas azules y violetas, de panzudos y torpes escarabajos que se transforman en bolas de polvo de oro.
La serpiente multicolor se pega a la derecha de la calzada, y chirrían los tacones para ayudar a los frenos cuando se ha puesto demasiado coraje en el pedal. La cabeza de la formación inicia el "Coronel Boguei". La melodía resbala a lo largo de los anillos. El latigazo musical da ánimos, fuerza para flexionar las rodillas, y, cuando el silbido se apaga, cuando vuelve el silencio, se acentúa la moscarda de los piñones bajo las cadenas y el leve murmullo de las cubiertas de goma sobre el asfalto. Enseguida la vieja canción del "Carbonero".
Reconoce la voz que asierra el vértice de la hilera, la voz gélida y cascada de Lisi. La reconocería entre cientos de voces. También canta ahora ella, pero haciendo subir una nota más en el tono que es como una contraseña, como una ratificación de la amistad recién nacida, sellada de lacre joven, como una confirmación a la promesa de salir muchos días juntas en las largas tardes de otoño e invierno del próximo curso escolar, de sentarse las dos en los bancos solitarios de los jardines, de cruzarse regalos en los onomásticos y en los cumpleaños, de acudir a la primera misa los domingos y, aprovechando el pretexto, dormir aquella noche juntas en la casa de una o de otra – tras la cena en la mesa con mantel almidonado y cubiertos de plata, bajo la mirada tierna y comprensiva de los padres que advierten el equilibrio y la serenidad de las hijas adolescentes que saben intimar sólo con amigas de su misma clase social y comportarse dentro de la línea de decencia que esta clase social impone, con el santo temor de Dios siempre en los labios y el respeto hacia las instituciones sabiamente establecidas en el transcurso de los tiempos para mantener el prestigio de la elite que mueve el pulso de la vida, que da normas justas de contrapunto, que ofrece la diaria lección de laboriosidad, de justicia, de honradez y de civilización.
La brisa trae el frescor del lejano aire salino que cruzando los arenales solitarios se interna en los pliegues de la catástrofe geológica de los Alcores. La temperatura desciende de golpe casi diez grados. La luna roja -insultante-como un farol de último vagón de ferrocarril, en mitad del azul topacio de la noche, parece correr rondando tras las nubes algodonosas que poco a poco van cubriendo el cielo. La humedad produce escalofríos en los pechos y en las espaldas cubiertas sólo con los "nikys" de punto, con las listadas marsellesas. Los perros cortijeros ladran aburridamente desde uno y otro lado de la carretera a la luna y a la luz amarilla y sucia de un tractor pintado de rojo que rotura el plateado cañizal de un barbecho. Las luces del pueblo aparecen tras el azul ceniza de los olivos. La carretera abre una recta en el último kilómetro, y el reflejo de las luces de la "noria" en mitad de las barracas ilumina la perspectiva de la torre de la iglesia.
Momi presiente el otoño; la tristeza lacia y húmeda del otoño, después de tantos sueños en las horas postreras del día tan salpicado de veleidades. Las mamas se le estremecen erectas de escalofríos alrededor de la botonadura rosa de los pezones adolescentes que quisiera hundir para siempre, para que por siempre perdieran el relieve de su vergüenza. Recuerdos del escándalo colegial vencido ya el curso, con marzo coleteando sus verdes recientes. Porque podía también ahora- no lo piensa exactamente, pero lo presiente como si una venda se le hubiera caído de los ojos – haberse equivocado como entonces y ser todo un espejismo o una encerrona preparada de antemano. La duda la confunde mientras pedalea, la duda y el cansancio mental – que se une al cansancio físico – de haber mantenido la atención durante toda la jornada entre dos zonas de interés: los guijarros saltando sobre el agua, y los cuerpos jóvenes, sin secretos, tensos bajo el sol.
Sólo la separan unos metros de la entrada del pueblo. Se atraviesan ahora los suburbios del lugar, con sus casas excavadas en la tierra, sus cuevas adornadas de pitas y chumberas, sus niños desnudos, panzudos y hambrientos, sus candilejas de aceite y las aspas rojas del escudo de Falange orlado de pintura luminosa.
Sólo les separa también unos metros de las mesas puestas puntualmente bajo las pérgolas de las terrazas con sus luces amarillas para espantar a los insectos, del juego de agua de los surtidores de los jardines, de las amables conversaciones a media voz, de los vasos de cristal tallado llenos de jugo de fruta.
La noche, al llegar -su noche -si consigue conciliar el sueño, se le poblará de fantasmas y de lances guerreros, de acrobacias aéreas, de carreras de automóviles, de trenes veloces, donde ella – la protagonista – será el hijo del príncipe, y el piloto, y el conductor, y el maquinista.
Seis, siete, nueve, doce pares de pies, ayudan al frenazo definitivo arrastrándose por el asfalto, levantando montoncitos de arena y briznas de hierba. Los pájaros han silenciado ya todos sus trinos bajo las acacias. Los rectángulos amarillos iluminan la carretera. De las casas llega la música de las radios. Falta sólo un instante para que la pandilla se desparrame camino de las terrazas encendidas. El corazón se le desborda y late a prisa, tímido el revuelo de su falda sobre la redecilla de su bicicleta, cuando Quinito, trémulo, jadeante, corre la banda de la calle y va cuchicheando la noticia al oído de los que van llegando.
Todo lo que se había prometido con la mirada, todo lo que se había imaginado con el gesto, sube ahora a flor de piel, electrizante, fieramente varonil. Se le agarran a la garganta las ansias de consuelo, las ansias protectoras de ofrecer, arrollado de entusiasmo, su brazo fuerte de muchacho y sus tiernas palabras de mujer. Lisi camina ya hacia su casa entre Felipe y Araceli. Deja abandonada su bicicleta sobre el acerado, se adelanta, y se une a ellos. Linda Cheehw y Mariquita, con Niña-Linda en brazos, esperan a la entrada de la verja.
El aire tiene una transparencia diáfana y los cuadriláteros de las luces forman un tablero de ajedrez en los caminos enarenados, en la grava, donde crujen los pasos de los niños que aún juegan.
La luna roja queda oculta por velos y más velos de algodón que rápidamente van difuminando el cielo.
Aún se oye la voz de Quinito que va comunicando la noticia a los rezagados: "El padre de Lis ha muerto. El padre de Lis ha muerto".
El Cabo primera del Parque Móvil aparca la motocicleta delante de la casa de doña Rosa y tira luego de la campanilla dorada del zaguán.
El Teniente no ha regresado aún de su peregrinar por el pueblo, de su visita a las bodegas donde los somatenes guardan sus botas y sus toneles de vino dulce y viejo, dorado y oloroso, de las ocasiones señaladas.
Cuando el Cabo primera abandona la casa se pone a pasear la calle, y en una de sus rondas, de la casa de doña Rosa a los tubos de cemento de la conducción de agua y de los tubos de cemento a la casa de doña Rosa, se da de cara con el Teniente. El Teniente se acuerda de la peineta de carey y del cartucho de arvejas que las hermanas le han regalado para los palomos. El cabo queda en el zaguán mientras el Teniente entra en la casa.
De nuevo en el patio, con la "vela" ya descorrida y el rectángulo de cielo algodonoso asomando al final de los lienzos encalados, recibe don Roque los parabienes de las hermanas para su hija Asunción y la disculpa de no poder asistir a la boda.
Al salir, revoloteo de pañuelos en el cierro pintado de verde, y, ya con un pie en el sidecar, la sonrisa de despedida a la celosía adornada de gitanillas y de geranios y el deseo de arrellanarse, de hundirse en el asiento forrado de plástico de la motocicleta, de sentir la cosquilla de la brisa serrana, de huir carretera adelante hacia su puesto de jefe de la línea para desprenderse de las botas y sentarse descalzo al fresco en el patio de la casa cuartel.
El Cabo da una patada sobre la puesta en marcha para seguir la calle Real y bajar luego por Valdehigueras, costeando las zanjas de la obra, sin hacer caso de las vallas de prohibición ni de los faroles rojos que interceptan el paso. En el momento mismo en que suelta el embrague, el Teniente vuelve la cara tras los golpes dados sobre su hombrera estrellada y ordena al Cabo que cierre el contacto para oír la voz de la muchacha que gesticula en la acera al lado de la motocicleta:
– Doña Merceditas que vaya usted, si es usted el teniente Prado. Es para un recado urgente que quiere darle – dice Seráfica.
El Teniente levanta los hombros y pregunta:
– ¿Quién es doña Merceditas?.
– Doña Mercedes. ¿Quién quiere usted que sea?.
Don Roque hace un esfuerzo mental, pero no se atreve a negar porque alrededor de los ojos se le marcan dos rodajas rojas de vino y el torrente de su voz se encasquilla levemente con el sopor del "palo cortado". De pronto, inesperadamente, le llega por fin la imagen de la patrona de la fonda y chasca los dedos para indicar al Cabo que aplace la salida.
– Me encargó la señora que se diese prisa, que es cosa urgente – insiste Seráfica.
Latigazo a la virilidad y al recuerdo brigadier de una noche de amor en la fonda al lado de la patrona. Salta del sidecar. En el cierro, doña Rosa y su hermana hablan en voz baja. Sigue los pasos cadenciosos de la sirvienta mientras el Cabo primera baja de la motocicleta y limpia la visera de hule de su gorra roja. El desgarro de la ropilla de Seráfica caminando ante él le sugiere curvas densas, suaves delicias adolescentes bajo el crespón de la falda rameada. No se atreve a preguntar nada. Seráfica toma el camino de la costanilla. La noche tiene un sabor agrio y húmedo, y hasta la calle, desde los patios de las casas, llega el olor penetrante de la albahaca y el dondiego.
La blanca bombona iluminada pintada con letras azules de " La Consolación " colgada del quicio de la fonda lo tranquilizan. Doña Mercedes, ante el portal agita las manos que proyectan sombras chinescas en la mancha de luz. Ordena su desaliño desde la tirilla al cinturón; luego pone derecha la teja del tricornio, se estira la cruz de los pemiles, hace una aspiración, mete hacia dentro el estómago y dulcifica el gesto. Doña Mercedes lo recibe camastrona y moruna:
– Gracias a Dios que ha llegado usted, Teniente. Diez minutos más y ese bestia que tengo encerrado arriba me echa la puerta abajo.
Le obliga a sentarse frente a él después de rogar a doña Mercedes que los deje solos. Desde su ascenso admite el diálogo; se pronuncia por unas maneras más suaves en los interrogatorios. Jura obtener con el nuevo método confesiones más sinceras y prestigiar el cuerpo desacreditado con las asechanzas líricas del "Romancero". Doña Mercedes abandona el comedor. "Ya ve usted -le había dicho al llegar-, que soy enemiga de la violencia. Ahora que marcharseme sin pagar el almuerzo, sin conocerle yo de nada como no lo conozco, sin estar garantio, y, por si fuera poco, haberme tratado como una golfa…" -el Teniente echó de menos mientras la escuchaba el tú íntimo de aquella noche cenicienta y lejana de cinco a seis años atrás, no recuerda exactamente-. "Ahora que las cosas por su sitio – continuó la patrona – que le peguen no quiero, Teniente; sólo que se me haga justicia. A cada cual lo suyo y yo no pido sino el importe de la minuta, de la cama y de las botellas de cerveza que se bebió el muy tunante."
– Lo primero contarme lo que ha pasado – dice el Teniente a Santiago en cuanto doña Mercedes pisa el umbral del comedor -. Después explicarme los motivos que le han movido a venir al pueblo sin un céntimo en el bolsillo. Porque no me va a decir que se presentó así como así y sin un duro. Su venida es natural que obedeciera a algún móvil, y ese móvil, sea de la índole que sea, es el que necesito yo saber para poder juzgar en consecuencia. ¿Ha comprendido?.
– Ni he comprendido nada, ni me interesa comprender. No tiene usted ningún derecho a preguntarme.
– Te advierto que a la autoridad no se le contradice – sentencia don Roque -. Te vale que estoy de buen humor esta noche y que he venido de mediador llamado por una señora que me ofrece todas las garantías.
– Tire por donde quiera que no le va a servir de nada y hableme de usted. ¿Entendido?.
– Aunque no fuera más que por circular sin documentación podía empapelarle. Asique dejese de rollos y vamos al grano. Me basta preguntar a la centralilla a qué número ha llamado por teléfono.
– Se trata de un asunto privado.
– Se trata de una fábula portuguesa, se trata de una combina, se trata de un golpe, mi amigo. Estamos cansados de malandrines y de pupilos de ocasión. Lo más probable es que ni siquiera haya llegado solo y que tenga un cómplice para mediar en el apaño.
Santiago pierde los estribos y se levanta de la silla:
– Yo debo aquí unas pesetas y ese es un hecho que no puedo negar y que estoy dispuesto a reconocer. Las pago y se terminó la presente historia.
– Si eso es todo – dice el Teniente – ya podía usted haber dado de cara, haberse retratado, vamos. Y si cree que lo que le exigen no es el precio justo formule una denuncia en regla en el Sindicato de Hostelería. Pero lo primero desde luego es pagar.
– Todo eso hubiera sido muy sencillo hace dos horas. Ahora ya no puedo hacerlo porque su amiga, o lo que sea…
– Mucho cuidado con las palabras – corta el Teniente.
– … Su amiga o lo que sea, y me repito, me ha dejado encerrado. ¿Y sabe por qué?. Por una razón muy sencilla: porque se quiso meter conmigo en la cama. Le parecerá a usted disparatado, porque desde luego esto se cuenta y no se cree, pero es la fija. Le doy a usted mi palabra de honor. De modo que si eso es lo que quería saber, ya lo sabe.
El teniente frunce el ceño y disimula el disgusto. Se levanta también de la silla y pasea por el comedor. Las últimas palabras de Santiago han bastado para que se le caiga del pedestal el santo de su pretérita aventura:
– Sea como sea- dice -es cosa ésa que no viene a cuento. Este no es lugar para discutir la virtud de una señora. ¿Y la documentación?. ¿A quién tenía que cobrar el dinero con el que pensaba pagar?.
– Ninguna de las dos cosas le importan.
Don Roque cree haber llevado la conversación hasta donde le conviene:
– Es todo lo que necesitaba saber. Por lo pronto esta noche va a quedar detenido. Mañana se las entiende con el Cabo comandante.
Doña Merceditas escucha tras la cortina, y el Teniente, viendo asomar por el quicio el filo de su falda, le ordena que entre en el comedor:
– Llame usted ahora mismo por teléfono a la Comandancia y diga de mi parte que venga un guardia libre de servicio a la fonda.
Doña Mercedes murmura entre suspiros mirando a Santiago antes de salir:
– Que si se hubiera avenido a razones…
– Claro.
– Que mal no quise hacerle, señor.
– No quiso, pero bien que me ha fastidiado…
Don Roque corta en seco el diálogo:
– Yo he venido al pueblo, señora – dice dirigiéndose a doña Mercedes -, a la práctica reglamentaria del tiro, no a detener malandrines, ni a mediar en asuntos de alcoba. Llame a la Comandancia y déjese de pamplinas.
– De tiro al plato – masculla Santiago por lo bajo.
– Guardese las deducciones, que esta noche no le salva a usted de la sombra ni la Santa Caridad. Ya no se trata de lo que pasara ni dejara de pasar aquí esta tarde. A mi no me toma usted el pelo. De ahora en adelante sabrá hablar con el debido respeto a las autoridades.
Doña Mercedes, llorando a todo trapo, se acerca al Teniente y lo toma del brazo:
– Por mi lo dejamos, don Roque – suplica-. Que también las ganas de verle a usted más que nada, sabiendo como sabía que estaba en el pueblo, ha influido en todo; que me dije, Don Roque podía arreglarme el asunto por las buenas; que por eso no me fui directa a la casa cuartel a denunciar; que no quería sino una mediación y de paso invitarle a una copita de ponche.
– Pues no es ése el camino – contesta el Teniente -. La denuncia tendrá usted que firmarla, y se abrirá un atestado y se investigará todo lo que haya que investigar y se aclarará todo lo que haya que aclarar. Avise al cuartelillo.
Doña Mercedes sale del comedor y sube la escalera sollozando mientras el Teniente se aprieta el cinturón, da una patada sobre los baldosines rojos y dice a Santiago:
– Esta noche duerme usted en el calabozo de la casa cuartel. Mañana el Cabo abrirá una información. Supongo que no tendrá usted nada que objetar, mi amigo. Muchos como usted quisiera yo tropezarme todos los días nada más que por el gusto de meterles las cabras en el corral. Gente como usted es la que a mi me gusta para quitarle el cuento a mitras.
Sole tropieza al entrar con la sillería antes de lograr atinar con la llave de la araña de cristal nimbada con el forro rojo de un viejo salto de cama. Los muebles del recibidor, enfundados en blanca muselina, son como nevados espectros inmóviles. Cuando logra por fin dar la vuelta a la llave, las bombillas continúan apagadas. Vuelve a insistir una y otra vez hasta que oye en la jamba de la puerta del recibimiento la voz de doña Eduvigis que ha subido tras ella al piso principal:
– Es mejor que abras el balcón. Algo más se verá. Me parece recordar que dejamos flojas las bombillas.
El balcón no ha sido abierto desde el pasado verano. Cuando Solé logra atravesar el salón y abrir el pestillo de la balconada, por las junturas resecas de la puerta resbalan las cochinillas grises aprisionadas entre el cristal y la barra de metal que sujeta los visillos. El polvo y la lluvia de todo un año han dibujado franjas de mugre y cuajarones de barro reseco sobre la tarlatana plisada.
Tres lamparillas de ánima permanecen encendidas en la casa; pero doña Eduvigis se ha empeñado en encontrar en la gaveta del comodín del recibimiento una vela rizada de primera comunión que ha ardido en el altar de Santa Bárbara y que servirá para proteger la casa de la tormenta nocturna que auguran los naipes, las doloridas piernas y el candilazo.
Antes de empezar a buscar la vela salen las dos para asomarse al balcón recién abierto, y, recostadas sobre la baranda de hierro, permanecen milagrosamente calladas, abstraídas en la línea de la calle, en la luminaria del pueblo, en el reflejo de los anuncios comerciales que se proyectan en la pantalla del cinematógrafo al aire libre.
Es Solé la primera en advertir el paso del cortejo que se acerca y que rubrica ya la suave curva de la carretera precedido del juez de paz sobre su scooter pintado de azul. Tras él, con los faros a media luz, la camioneta de Chico Mingo trae sobre la batea el cadáver, y el manubrio con las ruedas quebradas, y a Pilete de pie sobre la cabina. A continuación el automóvil de turismo causante del accidente, y, sobre sus guardabarros, con los fusiles terciados, la pareja de la Guardia Civil.
Las dos presienten la muerte bajo la lona, y a ambas les sube por la espalda un escalofrío al identificarse inconscientemente con las florecillas de la tela rameada que oculta los registros del manubrio atropellado también, muerto también en accidente de carretera.
Los faros pilotos de los vehículos se confunden ya con las luces del pueblo. Es la muerte que pasa, pero ninguna de las dos es capaz de decírselo en voz alta, ni de cruzar siquiera una palabra. Contemplan silenciosas, recostadas sobre la baranda, hasta que doña Eduvigis aprieta el brazo de Soledad:
– ¡Te llegas al pueblo y te enteras de lo que ha pasado!.
– ¿Yo?.
– Si, tú. No sé cómo iba a mandar, a una de las chicas para que volviera al cabo de tres horas…
Olvido para la vela rizada, para el presagio de aguacero, para el terceto rimado de la santa. Bajan ya las dos la escalera sin preocuparse de haber dejado siquiera cerrado el balcón.
– Sabe que no sirvo para estas cosas – dice Solé -. Sabe que me pongo nerviosa enseguida.
– Te llegas y ya estás aquí, y no me seas novelera y te me pongas a dar valsones. No me tengas con el alma en un hilo.
En el contraluz de los descansillos, corretean por los lienzos encalados las sombras de los dedos enjoyados de la dueña. A las dos les inquieta su propia sombra procesionada a lo largo de la escalera que se convierte en llamas, en lenguas de fuego, en perfiles sonámbulos de blancos fantasmas silenciosos.
Después de cruzar el "hall", cuando llegan a la puerta del jardín advierte de nuevo doña Eduvigis antes de que Solé salga a la calle:
– No te me entretengas de palique. Le pides noticias al de Paz. Le dices que vas de mi parte. ¡Ya te dije esta tarde que tendríamos novedad, ya te anuncié que tendríamos quebranto!.
En cuanto Sole sale, manda cerrar las ventanas, los tapaluces, correr las cortinas, el balcón abierto del recibidor, atrancar la puerta de la corraleda trasera, cortar el interruptor eléctrico.
Las pinches cumplen a regañadientes mientras se ríen del miedo de la vieja que no sabe mandarlas con el descaro de la Solé a pesar de haber tratado tantas mujeres en la vida, a pesar de haber sido hembra bravía en su juventud como era necesario que fueran entonces las del oficio, a pesar de haber marcado muchas veces la mejilla de alguna como era necesario hacerlo: como a aquella argentinita a la que señaló la cara con el culo de un vaso de cristal, achinándola para toda la vida a pesar de su marchosa valentía porteña. ¡Casi treinta años atrás!.
Las dos muchachas de servicio continúan riendo mientras se pellizcan en la oscuridad. Las llama a su lado después de hacerlas jurar que ya todo ha quedado a punto, en disposición de pasar la noche tranquila sin el temor de los relámpagos: "Que una chispa trae otra chispa. Que la electricidad llama a la electricidad. Que las culebrinas entran hasta por debajo de las puertas". Luego las sienta a su lado para iniciar el trisagio.
El silencio se corta con la respiración que hace oscilar las lamparillas de ánimas estratégicamente colocadas. En la penumbra, junto a la dueña, las dos sirvientas contestan los rezos de doña Eduvigis concentrada en si misma, trémula de entonaciones, alejada de todo vestigio terrenal, perfecta y equilibrada la voz: "Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos. Llenos están el Cielo y la Tierra con vuestra gloria".
Se dan de cara con la comitiva en el preciso momento de la despedida. Fuman el último cigarrillo de la jornada sin tomarle el gusto, aburridamente, en la esquina de la calle Real, frente a la taberna de Florencio. No se atreven a preguntar siquiera si es la muerte la que llega. Saben que es la muerte la que viene bajo la lona sobre la batea de la camioneta de Chico Mingo, porque las trazas de la muerte trae.
Los hombres se agolpan alrededor de la camioneta cuando Chico Mingo maniobra pegándose al bordillo de la acera para tomar la curva; pero no es un hombre sino un chico de pelo rubio como la panocha de maíz el que salta con desenfado a la batea y levanta un pico de la lona.
Pilete mantiene su gesto lívido de pie junto a la
cabina, y ya los guardias urbanos rodean la camioneta y forman un cordón que obh'ga a los hombres a retirarse. El chico rubio escapa salvándose milagrosamente del capón que le tira uno de los guardias municipales.
Chico Mingo enfila la calle y toma la costanilla camino de la rotonda del juzgado.
Caminan los tres despacio, inconscientes, tras la comitiva, después de haber pedido razón del suceso, como todos los hombres sentados en la terraza del casino o en la puerta de la taberna.
Desde el prado comunal llega la música de las barracas de tiro al blanco, la música carnavalesca y dulce de los tiovivos, de las calesitas que suben y bajan, de las barquitas oscilantes pintadas de rojo y colgadas de una barra de metal a las que un hombre con una camiseta rayada pone en movimiento a fuerza de músculos.
La música los encabrita y les devuelve el pulso, y olvidan ya la muerte y aprietan el paso camino de las barracas con centellas rojas y azules dejando que se aleje el cortejo que es en seguida un murmullo de voces al fondo de la calle, en la Plaza del General Franco.
– Si hubierais visto el parque de atracciones de París… – dice Eugenio -. Si lo hubierais visto.
Frente a ellos se levanta la primera barraca, la barraca solitaria, alejada del resto de los tenderetes, brochazo de colorines, serpentina de palotes, diana de las flechitas de culo peludo, bazar de muñequitas, de bolsitas de celofán con caramelos rancios, Búffalo Bill melenudo blandiendo un "colt" de purpurina, perseguidor de pieles rojas mil veces repetidos en la cenefa del retablo pintado de añil.
– ¿Sabéis vosotros lo que siente un hombre cuando muere? – pregunta Toto -. Debe ser algo así -continúa-como cerrar los ojos cuando duermes para no pensar ya más en nada.
– En Francia hay más de cien accidentes de carretera cada día – tercia Eugenio -. Son cosas que tienen que pasar. No hay que tomarlo demasiado en consideración.
– ¿Creéis que lo enterrarán aquí? -vuelve a preguntar Toto.
– Puede -dice Antonio-, No creo que ese pelao tenga para costearse un traslado, siendo como dicen que es un murguista. Lo meterán en la fosa común. Habiéndole correspondido el accidente a este juzgado, lo mismo le corresponde el entierro.
Nadie dispara en el primer tenderete. Las escopetas de aire comprimido están vacantes en el armero. La chica que, tras el mostrador, atiende la barraca permanece acodada sobre él, flamígera su mata de pelo rojizo bajo los tubos fluorescentes.
– Vida. Una escopeta a modo -pide Eugenio. La persigue con la mirada mientras la chica toma la escopeta del armero. Se excita con los senos en punta bajo el jersey de algodón-, ¡Machos, yo horrores!. ¿Qué me decís?.
– Que si, hombre, que si. Lo que ella diga, ¿verdad, prenda? – contesta Antonio.
– De guasa nada, eh – dice la muchacha -. ¿Vais a tirar o no?.
– Vamos a tirar los tres con una sola escopeta; para que no se preste a engaños. Voy a demostrarle a estos mataos – señala a Toto y Antonio – cómo se darle gusto al dedo – dice Eugenio.
– Aquí tenéis – dice la chica mientras deja caer los plomillos sobre la cazoletilla de lata incrustada en el mostrador-. Pero no me vayáis a hacer una faena. A ver si me chafáis las botellas y me destrozáis las muñecas a tiros con el cachondeo…
Cuando abandonan el tenderete lleva cada uno una docena de caramelos envueltos en celofán.
– En París, una tarde, hice diana diecisiete veces seguidas, y cada vez que hacía blanco, una "foto".
– Ya está bien la cosa por hoy, ¿no? -dice Antonio -. Cada mochuelo a su olivo. Estoy que no puedo más, en serio. Estoy que no puedo tirar de mi alma: igual que si me hubieran dado una paliza.
– Blando eres tú -se burla Eugenio-. Vamos a tener que darle la razón a éste y pensar que tienes menos redaños que una hembra. ¡Ya verás lo que es bueno si es que vienes a Francia!. |Que cobrarás más billetes que aquí porque esto es un país de hambre y de miseria, no lo dudes!. Pero que no vayas a creer que vas a estar con los brazos cruzados. De eso nada, rico. Al que trabaja lo explotan en todas partes. Tendrás que ganarte el dinero a pulso. Si por una tarde que estás de cancaneo sin doblarla y dándole al vaso y contento al lado de los amigos resulta que no te tienes en pie, no sé que te pasará cuando te hagan cargar con una pieza a modo de un lado a otro de la nave. Pasa que hay que tenerlos muy bien puestos y tirar para alante si quiere uno abrirse camino en la vida.
– Tú sabes que si me llevaras, si me sacaras de aquí, no te arrepentirías…
– No tengas cuidado que te lleva -tercia Toto-. Que te lo he dicho esta tarde y te lo volveré a repetir. Te lleva o antes de que pasen dos días tiene que coger el tren por no oírte.
– Lo que hago si queréis es que os invito al cine – dice Eugenio cambiando de tema -. Y, si tenéis hambre, un tentempié con unas anchoas os puedo dar.
Ni Toto ni Antonio contestan. Caminan los tres de regreso subiendo la larga cuesta que separa el prado comunal del pueblo. El reloj de la torre da la campanada de una media.
– Si os decidís tiene que ser rápido – insiste Eugenio-porque la segunda sesión está ya a punto de empezar. A ti lo que te pasa – señala a Toto – es que estás cabreado por lo de esta tarde y crees que la Mariquita va a tomar en consideración que hicieras el gamberro como lo has hecho. Eso es lo que te pasa. Se ve que conoces mal a las mujeres, que lo que les gusta es eso, el castigo.
– Lo que le pasa – Antonio habla lentamente – es que lo mismo él que yo, cuando lleguemos al tajo mañana, nos dan la boleta, ¿comprendes?. Nos ponen de patitas en la calle. Y esta vez no es porque les falte motivos, que no soy yo falto de razón para comprender que por muy cabrón que sea el contratista no tiene esta mano razón. No sólo hemos perdido media peonada sino que hemos estado luciéndonos y nos ha visto todo el pueblo borrachos. Tú vete pensando que a mi por lo menos me tienes que llevar cuando te vayas, porque lo que es mañana no pienses que me van a dejar seguir con el encofrado.
– Lo que de verdad puedo yo hacer, y os lo he dicho, es invitaros al cine para que se os quite la tristeza. Mañana será otro día y de todo se hablará cuando llegue la hora. Ahora que si no queréis no insisto, os dejo y me voy solano a darme un garbeo para ver a la damisela de las escopetas y le apunto el cante a ver si no me sale por peteneras. ¿Os fijasteis en los limones que tiene la moza?.
– Lo que siente un hombre cuando muere es lo que quisiera yo saber – dice Toto de pronto -. Lo que siente un hombre cuando muere.
La luz del carburo ilumina agria y azul la entrada de la choza. En la noche pura y cerrada la luz es como una canción sobre los alcores solitarios.
La luna no rebrilla ya sobre la vía férrea, y en la peña los cuervos y los grajos han silenciado ya su serenata de graznidos.
De tarde en tarde, llega a la chamiza el ladrido angustioso de los perros cortijeros y el canto de los grillos sobre las tomateras, más arriba del melonar. El niño duerme colgado de la viga sobre la cestilla de esparto. La brisa mueve a veces la llama azul y el aire trae el regusto picante y salado de la marisma lejana.
Rosarito, sentada sobre el banquito de madera a la puerta de la casa, se adormece despacio. Como todas las noches, llegan hasta la choza murmullos de los cuatro puntos cardinales que le ayudan a coger el sueño; el silbo del tren que sube los alcores, el galope de un caballo en celo en la dehesa que se abre al fondo de la peña, la música lejana de las barracas, el altavoz del cinematógrafo, los pasos de algún hombre que se acerca a la querencia del amor prohibido.
Rosarito abre de pronto los ojos a pesar de no haber oído ningún ruido extraño. Es imposible ver, pero es fácil escuchar a quien se acerque a la choza.
La rastrojera cruje y Rosarito toma la luz de carburo y la apaga de un soplo. Ha de esperar a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad total Foco a poco va presintiendo los contornos difuminados de las cosas: el olivar, el haza de los melones y de los tomates, la cantera con sus malecones blanquecinos, las luces del pueblo y la mancha encalada del caserío, el cañizal sobre el barbecho que atraviesa un hombre despacio, desorientado, un hombre que, al parecer, no conoce el camino y que se guiaba por la luz recién apagada.
Rosarito no conoce el miedo. Nunca ha sentido miedo de vivir en el campo, media legua alejada del pueblo. Nunca la ha estremecido el susto en las largas noches cerradas del invierno con lluvia y con tormenta, ni en las asfixiantes del largo verano, ni en las templadas de la primavera cuando los hombres, tras la jornada de trabajo, caminan hasta la choza con el corazón escapándosele por la boca. Sin embargo, algo le dice que se acerca lo desconocido y sus pupilas se dilatan más de ansiedad que de miedo, igual que los cervatillos en el bosque con las pisadas del cazador.
El hombre con el que ha pasado la tarde hace ya casi cuatro horas que saliera de la choza. No puede ser, pues, el mismo hombre que vuelve de nuevo a la querencia. Tampoco parece ser otro hombre cualquiera del lugar, ni la pareja de la Guardia Civil, ni siquiera un mendigo, porque ella conoce las pisadas de los hombres del pueblo que andan firmes y duros arrastrando los pies y la de los botos camineros de la Civil, y las pisadas leves y medrosas de los vagabundos que, a veces, se acercan a la choza a pedir un poco de agua.
Es como si de pronto se le abrieran los ojos, como si se hubiera hecho de golpe y porrazo de día, como si empezara a amanecer. Agazapada en la esquina de la choza ve ya claramente cada árbol, cada piedra, cada mata de hierba y también la figura alta, desgarbada, confusa del hombre que se acerca con una botella en la mano. Su paso es torpe, pero, sin embargo, sus zancadas son largas como las de las cigüeñas cuando bajan a tomar un manojo de gavillas y se enseñorean despacio por el cañizal. El hombre, desorientado sin la luz, da una y otra vuelta por el barbecho sin saber exactamente dónde está la choza que unos minutos antes iluminaba la llama azul. Luego, el hombre, toma un trago de la botella y la arroja lejos. El vidrio suena hueco, como un latigazo en la segada barbechera de maíz. Más tarde el hombre tararea una canción mientras camina dando tumbos sin ton ni son a un lado y otro.
A ella le es difícil coger la letra de la canción. Las palabras que canta el hombre se enredan las unas con las otras; son como pequeños gritos guturales que se le agarran a la garganta y salen sibilantes y gangosos de la boca. Rosario sigue todos sus movimientos: primero el hombre alcanza la línea del cañizal y tuerce a la izquierda; después parece buscar el caminito entre el barbecho y la linde que serpentea, y allí queda parado en mitad de la tierra sin dejar de cantar su extraña canción. De nuevo vuelve a cruzar al otro lado.
Vuelve a sentir miedo. Nadie hasta ahora la ha molestado y siente temor de que un desconocido se acerque de noche a buscarla con paso largo de ave zancuda, de ave noctámbula y rapaz y con una canción en los labios cuya letra no logra entender.
El cielo está cargado, angustiosamente cargado de nubarras pardas que presagian un aguacero de verano, una tormenta fugaz.
Cuando se sentó a la puerta de la choza tuvo que echarse por los hombros y los brazos el mantoncillo negro do algodón porque tiritaba. Sin embargo, el hombre que cruza el barbecho llega en mangas de camisa: de una blanca camisa que es una mancha insultante sobre el cañizal segado.
Durante un solo momento que ha dejado de mirar hacia el barbecho el hombre parece haber desaparecido de la escena. Lo busca por toda la línea de la linde, por el serpenteante caminito que llega a la choza. Luego da la vuelta a la casa por si el hombre ha logrado dar con el camino trasero. Cuando regresa lo vuelve de nuevo a ver, tendido a unos metros escasos de la puerta de entrada revolcándose como un animal por la hierba con las manos en el estómago. El ruido que producen sus arcadas es tan fuerte que llegan a despertar al niño, que llora dentro de la choza.
Por un instante queda indecisa sin saber lo que hacer. No se atreve a entrar en la choza porque a pesar de saber ya que el hombre está borracho y se revuelca arrojando el alcohol, siente miedo de que el hombre se levante de pronto y entre en la choza mientras ella tiene el niño en brazos.
No lo piensa más. Da un paso y otro y se adelanta hasta el caminito de entrada. El hombre yace boca abajo, casi inconsciente. De vez en cuando articula cortadas palabras en un lenguaje que ella no conoce. Es ahora cuando vuelve a la choza y tomando un jarro de aluminio lo llena de agua. El niño ha dejado ya de llorar y duerme plácidamente. Vuelve a salir de la choza, se llega hasta el hombre y le arroja el jarro de agua a la cara. El hombre se incorpora lentamente, apoyándose en los hombros de Rosarito, y Rosarito camina hacia su casa con el hombre tambaleante, agarrado a su cuello como una sanguijuela.
A la luz del carburo que vuelve a encender, Rosarito reconoce la cara del hombre, la mandíbula cuadrada y el pelo cortado al cepillo del hombre, y el gesto del hombre, el mismo al que ha visto poner todas las tardes – cuando alguna vez ella ha bajado al pueblo -, alineadas, media docena de botellas de cerveza junto a una de coñac, sobre el mostrador de la taberna de Florencio.
Hace entrar al hombre en la choza y lo acuesta en su camastro. Antes le quita los zapatos y le desabrocha la camisa. El hombre se pone enseguida a roncar sin decir ni una sola palabra.
Rosarito sale de nuevo al porche con su hijo en brazos después de dejar encajada la puerta de la choza. El niño se despierta y Rosarito, acurrucada en el portal, con el olor agrio de la vomitina y el alcohol que llega de dentro, piensa que tendrá que pasar la noche al relente. Arropa al niño con su mantón, lo aprieta contra su regazo, sentada en el banquito de madera de olivo, y canta muy bajito:
Ferrocarril, camino llano.
En el vapor se va mi hermano.
Se va mi hermano, se va mi amor.
El aire trae olor a tierra mojada y a pulpa de melón, a estiércol y a otoño.
El registro se lleva a cabo en mitad de la rotonda del Juzgado para que el secretario pueda tomar nota de los objetos de uso personal y de la documentación del muerto. Asique Juan, el enterrador, sube a la batea de la camioneta, levanta la lona, y va dejando resbalar el cuerpo de Garabito hasta que las piernas quedan apoyadas sobre el ángulo que forman la tablazón de la caja con las guardas de hierro.
– Es mejor así. Más tranquilo me quedo -dice el enterrador -. Que luego, en la piedra, lo que pueda pasar hasta mañana no se sabe. A mi ya, de reclamaciones naranjas…
– Quedando tú como te vas a quedar de custodia, no sé qué es lo que podía pasar – dice el secretario.
– Precisamente por eso, mire. No quiero tener discos. Lo más importante es tener la conciencia tranquila y que no desconfíen de uno -va sacando los objetos que Garabito tiene en el bolsillo y se los va entregando al secretario -. Acuérdese, acuérdese de la última vez que tuvimos un atestado.
Uno de los Guardias Civiles ilumina con el haz de luz de su linterna la batea del camión. Los urbanos mantienen a distancia a la multitud apiñada junto a los arreates de la plaza del General Franco. El secretario va depositando los objetos que el enterrador saca del bolsillo, sobre un papel de periódico. Cuando Juan el enterrador palpa la bolsa de tela cosida a la blusilla caqui y da un tirón para desgarrarla, Pilete abre los labios para protestar, pero guarda silencio. El dinero que contiene la bolsa le pertenece en su mitad. A partir de ahora, mejor dicho, por entero, que ni Esperanza la Cata con la que el difunto vivía, ni nadie, puede ya reclamar nada. Para hacerlo necesitaría ser su mujer ante la ley y Garabito se divorció de la suya por el treinta y dos, cuando podía hacerse. Pilete lo sabe. Se lo contó una tarde, antes de tocar retreta, en el patio de la prisión. Le dio detalles. Le dijo cómo Eduvigis Solís Cruz, de la que no había vuelto a saber, le pajareó la boda, y cómo a los cuarenta días de casados voló para regresar al cabo de los años para pedirle el divorcio al que él accedió porque Eduvigis le untó bien untado a cambio de firmar los papeles y dejarla libre para siempre. Mal puede ya reclamar. Ni el cadáver. Aunque estuviera allí mismo y no como le dijo Garabito que está, al otro lado del mar, en el Brasil de las Américas.
Cuando Juan el enterrador estima que ningún objeto queda ya sobre el cuerpo de Garabito, da un salto desde la caja de la camioneta, después de volver a tapar al difunto con la lona. Luego sigue los pasos del secretario que entra en el Juzgado seguido de la pareja de Civiles y de Pilete.
Algunos chicos, que han logrado burlar la vigilancia de los urbanos, cruzan la rotonda y tocan el guardabarro de la camioneta de Chico Mingo, y uno de ellos hasta se atreve a encaramarse sobre las ruedas traseras para mirar dentro de la caja. Los hombres van disgregándose ya tras les arreates para volver a la puerta de la taberna de Florencio o a su butaca de mimbre a la puerta del casino.
Sobre la mesa del Juzgado, junto a la escribanía de alpaca, quedan las papeletas del Monte de Piedad por dos tresillos panaderos y un reloj pulsera PLAQUÉ OR, G, 10. M. M., trescientas sesenta pesetas en billetes y treinta y dos en calderilla – halladas en la faltriquera-, y dos certificaciones de libertad provisional y una de buena conducta de la prisión de Sevilla a nombre de Germán García Reina, alias Garabito, de sesenta y cuatro años de edad, de estado civil en blanco y de profesión en blanco, y una licencia municipal de músico ambulante, y el descargo de dos penas preventivas, sobre papel amarillo copia, por la Ley de Vagos y Maleantes, y el sello del registro sobre la antefirma del alcalde, y un pañuelo sucio, y un mechero de yesca y medio paquete de tabaco de picadura, y un librillo de papel de fumar, y una bola de cristal azul de una antigua botella de gaseosa…
Se acuerda entre el Juez de Paz y el secretario que el dinero hallado costeará la caja y el cura, con lo que el Ayuntamiento se verá libre de la carga, que por la Ley le corresponde, de hacer frente con los fondos propios al enterramiento.
Asique ya, con todas las diligencias cubiertas, unido al primer atestado de la Guardia Civil y "otro si digo", y "otro si digo" más de Pilete como testigo y del conductor del automóvil de turismo que resulta llamarse Mariano Lara Auriol de Casablanca, de nacionalidad francesa, y, "otro si digo más", casado y de treinta y cinco años, se da por terminada la encuesta.
Se incluyen en el atestado setenta y dos horas de prisión – que no se cumplirán ante la fuerza mayor de no haberla adecuada en el lugar -y se autoriza al procesado, en unión de su familia, a pasar la noche en la fonda. Dandose fin al sumario, firmado y rubricado y listo para su envío al Juzgado de Instrucción que corresponda.
En la plaza, Chico Mingo pulsa el contacto de la camioneta, y, con Juan el enterrador sustituyendo a Pilete de pie junto a la cabina, sale camino del cementerio para dejar el cadáver de Garabito en la piedra, tras la tapia encalada del corral de la muerte.
El manubrio queda en la rotonda del Juzgado, apoyado sobre el pedestal de la estatua ecuestre del General Franco, con las ruedas quebradas y rozando los podados cipreses del jardincillo que rodea el monumento, y allí continuará un día y otro, al relente y al sol, al haberse convenido que, por ser de alquiler y haber sufrido desperfectos en el accidente, se oficiará por el Juzgado de Paz a la casa arrendadora para su recogida, tras haber sido ya anotado el número de su matrícula y el nombre de la casa que lo construyera, tomado nota de la placa de metal – Luis Casal, Sucesor de Ponbía y Cía., Barcelona -y advirtiendo asimismo que los daños ocasionados serán abonados por la parte culpable resultante en el procedimiento recién incoado, etcétera.
La pareja de la Guardia Civil, con los fusiles colgados del hombro, atraviesan la plaza y saludan con la mano a Pilete, sentado sobre el bordillo del acerado, que ni siquiera los ve tomar la línea de la calle camino de su acuartelamiento. El automóvil de turismo también se ha puesto en marcha con un guardia urbano subido sobre uno de los estribos que guiará al procesado y a su familia hasta la fonda.
La plaza ha quedado desierta y sólo un par de chicos juegan cerca del manubrio sin atreverse a tocarlo enviando a Pilete y a uno de los urbanos que ha quedado en la puerta del Juzgado de Paz, fumando, expulsando lentamente bocanadas de humo en mitad del rectángulo de luz de la ventana tras la cual el Juez y el secretario discuten ya de sus cosas: de los precios que han tomado las borregas y el ganado vacuno en toda la zona del Aljarafe, y del peso que ganarán las aceitunas de verdeo si, como al parecer, durante todo el verano se mantiene la blandura nocturna y alivia el resquemor de las terroneras polvorientas algún que otro chubasco aislado.
Pilete queda todavía un rato sentado sobre el bordillo con las manos hundidas en la cara. Luego, se levanta, camina hasta el manubrio y acaricia suavemente la empuñadura de la vara y la correa de cuero reseco que ayuda al tiro, y pasa un dedo por la brecha abierta sobre la tela y sobre las tachuelas doradas que adornan los costados formando arabescos de florecillas y de estrellas. Más tarde echa a andar despacio, poniendo mucha saliva al papel de fumar cuando lía el pitillo de tabaco de Garabito – que es lo único que el Juez ha autorizado se le entregue, junto con el mechero de yesca -. Sus cabellos, despeinados, se iluminan con la llamarada roja del chispero al encender el cigarro que se abre como una flor y llena de puntos azules de candela la pechera de su blusa mugrienta.
Dejandose llevar por donde las piernas le quieran llevar, como un animal herido, sube la leve cuesta de la rotonda para tomar la costanilla. Todavía mira un par de veces hacia atrás para dejar los ojos fijos en el manubrio, al que ya los niños se han atrevido a acercarse sin que el guardia urbano se tome el trabajo de llamarles la atención. Luego continúa andando con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, despacio, con los ojos entornados, sin pensar siquiera cuál será él camino que tomará, sin meditar en el sitio donde pasará la noche y si le ofrecerán siquiera un pedazo de pan para matar el gusanillo que ya empieza a cosquillearle el estómago.
Y así continúa andando, abstraído, ausente, como si no hubiera pasado nada, como si el día hubiera transcurrido sin novedad. Y a medida que avanza calle arriba, cada vez más a prisa, le parece oír la voz de Garabito, jerárquica y marchosa: "Jala, chaval, que nos coge el torete, que dentro de media hora no hay Dios que dé un paso cuesta arriba".
Ni siquiera advierte que al desembocar en la calle Real, donde a la puerta del casino fuman y charlan los socios, al lado casi de donde trabajan los hombres en las regolas de sol a sol, tiene los ojos llenos de lágrimas.
– Antes del alba pienso estar en la puerta de la taberna – dice Pedro el de Nieve -. El que me quiera seguir que me siga. No es que vaya a tirar por aquí ni por allá, es que voy. Sabéis que siempre que he dicho blanco ha sido blanco.
La mujer de Pedro ha sacado a la puerta de la casa tres banquetas de madera. Los recién llegados están sentados frente a Pedro y guardan silencio mientras Pedro habla, y cuando Pedro les pregunta su opinión, los hombres continúan callados.
Uno de los hombres se decide a mover los labios en el momento en que Pedro pregunta ya abiertamente:
– ¿Tú, Romero, y tú, Cantalejos, estaréis conmigo, no?. Y tú también, Matías. Tú sabes también que es la única solución llegar y ponernos en la puerta de los Sindicatos con los brazos cruzados sin decir nada. Veinte, treinta, cuarenta hombres sin decir nada. ¡Bien sabrán ellos por qué estamos allí!.
De dentro de la casa llega el llanto de los niños que no quieren acostarse todavía. Sobre la explanada amarilla del arrabal, las luces de las casas excavadas en la misma tierra proyectan una luz triste de fuego fatuo. Una mujer grita, tres cuevas más arriba. La mujer de Pedro se asoma a la puerta con uno de sus hijos en brazos:
– Es la Amparo – dice -. Ya está otra vez dale que te dale, como si el pobre de Daniel tuviera la culpa de nada. Como si no hubiéramos en el pueblo doscientas mujeres que estamos en el mismo plan. Como si fuera una deshonra ser pobre y cenar pan con aceite y ajo…
Pedro hace un gesto con la mano para que su mujer entre en la casa:
– Entra – dice – y dejate de chismes cuando están hablando los hombres.
– Todos sois iguales – dice la mujer de Pedro al entrar-. No hay ninguno que se salve. Todos estáis cortados por la misma tijera.
Matías rasca el forro de su chaqueta de dril y saca del bolsillo una briznas de tabaco. Cantalejos le ofrece un papel de fumar.
– Es una pila – dice Matías -, pero qué le vamos a hacer. Poco es, pero es del estanco. He prometido no fumar ya más tabaquera. ¡Cochina tabaquera que me va a hacer polvo los pulmones!.
Pedro inicia un tic nervioso con las rodillas:
– Decidme en qué vamos a quedar entonces. Si habéis venido habrá sido por algo… ¿Pensáis ir o no?.
– Pedro – contesta Romero -. Nos conocemos de toda la vida para andarnos con engaños. Aquí estos – señala a los hombres – han venido conmigo esta noche para no hacerte el feo. Yo di palabra que venía y ellos han venido por acompañarme.
– ¿Qué quieres decir?. ¡Qué feo ni qué historias!.
– Lo mismo que tú piensas, Pedro, lo que sabes tan bien como nosotros y no eres capaz de confesarte: que no hay nada que hacer, que nadie, empezando por nosotros, estará al alba en la taberna, que todo eso es un sueño; que delante tuyo todos dicen que si por no llevarte la contraria, pero luego, cuando te vas, toman tus cosas a chacota. Yo te digo que la toman porque es para tomarla, porque tengo más edad que tú y me conozco de memoria la vereda. No es ese el camino y tú lo sabes. Tú sabes que no hay nada que hacer, que incluso lo que lucieron esta mañana el de María la Bujarra y los otros, no sirve para nada. Ganas de sacar las cosas de su sitio y emberrechinar al bicho más emberrechinado todavía que está. El verano es corto y se tira con cualquier cosa. Ninguno de nosotros, además, somos los más indicados para quejarnos, porque tenemos un oficio muy bonito y no va a tardar más de un mes que abran de nuevo la tonelería. Por otro lado, las mujeres, en cuanto comience la exportación, irán a trabajar al almacén. Por todo eso hemos venido éstos y yo, para quitarte la idea de la cabeza.
Pedro escucha en silencio con las manos sobre las mejillas. Se muerde luego los nudillos.
– Qué vida – dice -. Cobardes tú y todos. Tú también, Matías, y tú, Cantalejos. Yo también el primero por fiarme de vosotros. Todos sabéis que tenemos razón y que debiéramos ir, pero no vamos, no, no vamos. Pensáis que estoy loco.
– La vida me ha enseñado a caminar ya más parao- contesta Romero sin inmutarse-. He sufrido más que tú y he luchado más que tú, pero me he cansado, Pedro. Estoy ya cansado de soñar y dejo pasar los días por tal de seguir viviendo, aunque mi vida sea una vida que no merezca ser vivida. Antes de que nos demos cuenta estará encima el verdeo. Para el verdeo las cosas se pondrán mejores, que peores no se ponen ningún año. Se paga entonces lo que se debe. En la tienda nueva y en la de Raimundo están dispuestos a seguir fiándonos. Por otro lado, Alejandro el panadero no nos niega el pan. Sabéis que no nos lo niega.
– No, si matarnos de hambre no nos van a matar – dice Pedro levantándose -. Matarnos de hambre del todo no nos matan. ¿Quiénes iban a cogerles las aceitunas?. Dime, Matías, y tú, Cantalejos. ¿Quiénes iban a ararles la barbechera del otoño?. Matarnos de hambre del todo no nos matan. Tenemos que seguir viviendo y morir poco a poco. Un año diez y otro quince, y nuestros hijos ocuparán nuestros puestos. Y los hijos de ellos les seguirán fiando a nuestros hijos el pan y el aceite, y nuestros hijos tampoco morirán. Poco a poco, cuando los encuentren desfallecidos, les echarán un buen mendrugo para que tengan fuerza suficiente para cargar con la canga – la voz de Pedro se hace bronca, dura, terrible, una voz antigua que parece salir de la tierra, del principio de los tiempos -. No iréis conmigo, ya sé que no iréis, pero os digo que ése es el único camino. Y yo os juro por mis muertos y por los padres de mis muertos y por los padres de los padres de mis muertos, que ése y no otro es el único camino pan empezar. El único camino.
Los hombres van estrechando uno a uno la mano de Pedro que, con los ojos bajos, no quiere siquiera mirarlos. Los hombres se despiden con el mismo aire triste de un funeral, como si le estuvieran dando la cabezada por la muerte de un hijo. Romero se acerca a Pedro el último y, mientras le estrecha la mano, le aprieta un brazo hasta lastimárselo:
– No me vayas a hacer locuras, Pedrito – le dice -. No me vayas a ir a ningún lado. Son malos los aires que corren. Son malos los vientos, que te lo digo yo que tengo más edad que tú y más experiencia de la vida. Tienes mujer e hijos. Algún día podremos hacer eso, pero no ahora. Nos falta unión y eso es lo primero que tenemos que conseguir. ¿Crees que soy de goma?. Soy hombre de carne y huesos como tú. Más hombre que tú si cabe, porque cuando fue necesario hacer de verdad algo lo hice y tú lo sabes. Ninguno de nosotros es un muñeco, pero tenemos que parecerlo. ¿Comprendes?. Puede que incluso que algunos días lo seamos de verdad a fuerza de disimularlo, no te lo niego; pero matar el gusanillo no han podido. El gusanillo no muere. Se podrá quedar dormido algún tiempo, como los galápagos en las pozas, pero el gusanillo no muere.
Pedro contempla cómo los hombres atraviesan ya la explanada. Luego entra en su casa – en su pobre, mísera y triste casa excavada en la tierra -. Los niños se han quedado dormidos y la mujer empieza a desnudarse. Pedro se echa vestido sobre el jergón. La mujer suspira y Pedro, por un momento, siente el deseo de quitarse la camisa y acercarse a la mujer; pero no se mueve, entorna los ojos y se queda mirando, a través de la puerta abierta, la explanada amarilla.
– Mañana iré – dice muy bajito -. Antes del alba iré. Me pondré con los brazos cruzados en la puerta y creerán que me he vuelto loco, pero iré. Iré. Es necesario que vaya.
Eugenio y Antonio – los felices viajeros de la Francia – le han acompañado hasta el transformador, a mitad de camino entre la Colonia y el cementerio. Tanto remachó el clavo con sus súplicas Antonio que Eugenio terminó por pararse en mitad de la carretera y estrecharle la mano después de ofrecerse a prestarle el dinero del viaje.
Ahora Toto, ya solo, siente ganas de llegar y a la vez de quedar petrificado en mitad de camino por tal de no seguir andando hasta su casa de la viña.
Eugenio y Antonio al norte ya; más lejos de Córdoba donde él estuvo de soldado y hasta más lejos de Madrid, dice Eugenio y será verdad.
Mientras camina y toma la vereda polvorienta que lleva hasta la viña piensa en el largo viaje de sus amigos. Todavía le queda un rato de camino para llegar al sombrajo donde duerme en verano con su padre desde la guerra, desde que recuerda que vive y que le dan miedo los muertos y que siente la calor y el frío. Porque él no irá a ningún lado. No pasará jamás del último olivar, no marchará siquiera donde la Mariquita que el día menos pensado bajará a la ciudad a servir, o a lo que sea, para no volver nunca.
La modorra borracha, que aún se le espesa bajo los párpados, le da ánimos para caminar más a prisa, buscando tenderse cuanto antes en el sombrajo junto a su padre que, con el chuzo, guarda en duermevela los racimos, los rubios pámpanos.
Al pasar junto al cementerio sabe que le vendrán a los ojos la punta de los cipreses y los nichos blanqueados, y los tejadillos de hojalata y las lápidas del cementerio orladas de Vírgenes dolorosas y las luces de los farolillos de aceite pintados de purpurina.
No le da miedo la muerte bajo tierra, la muerte horizontal, en su sitio, bien cubierta de terrones. Miedo sólo para la muerte suelta, para la muerte al relente, para la muerte dejada de la mano, para la muerte sobre la piedra de la autopsia. Porque para imaginar en la piedra a Garabito no necesita haberle visto. Le basta la loneta que asomaba a la batea de la camioneta de Chico Mingo y la mancha de sombra de cuerpo bajo las visagras del cierre del camión.
Sabe que nunca irá a ningún lado. Sabe que seguirá cada verano la misma senda que ahora atraviesa, con el miedo clavándosele como una aguja en la garganta, mientras su padre siga siendo el guarda de las viñas del alcalde. Sabe que dormirá una noche y otra panza a las estrellas durante el estío, y en el invierno en la casa del pueblo, en su pequeña casa del pueblo, en la cama compartida con los hermanos pequeños, frente a la otra cama en el mismo cuarto donde duermen las hermanas mozas, por lo que muchas noches tiene que cerrar los ojos. Sabe que seguirá con el piochín; porque ellos pueden irse, pero él no se irá nunca a Francia ni a ningún otro sitio. Él continuará, mientras haya trabajo, para echar una mano, siendo una ayuda para los viejos, y, en no habiéndolo como pasa casi siempre, una carga.
Y mientras no se mueran los padres o se case o se "rebuje" o lo que sea; mientras no tenga mujer cada noche, se seguirá dejando caer, cada vez que reúna un puñado de pesetas, por la choza de Rosarito.
Y una semana con otra que le vengan bien las cosas: para el verdeo o la recolección – piensa, siempre le pasa lo mismo y nunca ve cumplidas sus ilusiones -, bajará a la ciudad para meterse por donde él sabe.
Al terminar de andar la senda, se da de cara con el camino estrecho que separa las cepas, y entra en él casi a tientas y lo sigue, y le tiembla el corazón con la querencia de los ojos que enfilan sin querer el tapial del cementerio que es como un cuajaron blanco y lechoso contra el negro que todo lo rodea.
Y sube por la escalerilla del sombrajo y lo primero que hace es empinarse el cántaro de agua fresca porque le arde el estómago, y despertar a su padre, que da una vuelta sobre el heno y sin abrir los ojos vuelve enseguida a quedarse dormido.
Le cuesta trabajo coger el sueño con la querencia del muerto a dos pasos, treinta metros lo más sobre la piedra de la autopsia, bajo el cobertizo.
El recuerdo de la Mariquita acaba tranquilizándolo, y, soñando con ella, piensa cosas que nunca le pasaron, ni nunca le han de pasar, cosas que no tienen ni pies ni cabeza, y es feliz.
La música que brota de los tenderetes enerva las trenzas de las niñas y confunde la puntería de los que – a la salida de la segunda sesión del cinematógrafo - disparan las flechitas de colores sobre las serpentinas sujetas con chinchetas en la barraca con dibujos de Walt Disney.
El frescachón, preludio de la borrasca, le desclava los alfileres de la cabeza. Sus alpargatas no silencian ya los pasos mientras baja lentamente por la calle en pendiente que llega al Prado Comunal.
Es mucho el vozarrón que sube tonante de los altavoces por la pendiente que prologa la sierra.
Arriba la luz roja y abajo la luz verde. Luego en torbellino, cuando sus ojos se cansan de mirar la noria, las dos luces se confunden, se emparejan y describen un aro de fuego que le hiere el fondo de las pupilas.
La fiebre de su atardecer tísico ha descendido de un golpe. El pulso le late despacio en las sienes y en las muñecas. Sólo al extremo de los dedos parece llegar el latido de su corazón.
Habría que echarle una jareta al camino, habría que cogerle un pespunte a la cuesta para que las barracas de almagra y añil y el trasfondo de los caballos frisones cabalgando el asfalto a la salida de Valdehigueras, le abrieran la andadura.
Camina despacio y no contesta siquiera al saludo de los que vuelven del Prado. Paso a paso, con la música dentro de la garganta y del corazón y la botella de aceite en la mano, busca con los ojos turbios el farol que guiña los últimos destellos de su luz granate y empieza a adelgazar por falta de combustible. De tarde en tarde, el gatillazo de la tos, y en la boca el dulzor espeso de la sangre antes del salivazo.
Se siente por fin dichoso al alcanzar el caballete: la puente de frisa tendida de uno a otro lado de la carretera, de un lado a otro del camino.
En el momento mismo en que empina la botella para llenar de aceite la alcudilla, tras haber corrido el cerrojo y hurgado con los dedos en el pabilo, comienza el desgarro. Truena el muro alto y negro del cielo, y todo él se llena de chispas azules y rojas, y los ribazos de la sierra desdoblan enseguida el trueno, y una y otra vez truena y una y otra vez se desdobla.
De pronto, las luminarias del carrusel se detienen y cada barquichuela en forma de cisne de la noria vuelve a tomar su color, y la música baja de tono y la gente empieza a correr por la cuesta arriba o a refugiarse bajo las lonas listadas de las barracas.
Los goterones de lluvia le empapan la camisa y resbalan luego hasta la pretina del pantalón. El viento repiquetea sobre las paredes rojas del faro piloto que de nuevo ha vuelto a brillar.
Queda sólo cerrar el pestillo, y lo intenta una y otra vez sin conseguirlo, porque sus manos empiezan de pronto a temblar.
Y termina desesperándose y deja el farol abierto, por lo que un soplo de aire vuelve enseguida a apagarlo. Respira entonces hondo y se sienta en la parte más baja de la cruceta mientras los goterones prosiguen cayendo gordos y escandalosos. Su tos se confunde con el eco de los truenos.
Y allí continúa sentado, sin fuerza ya para moverse, ovillado, convulso bajo la lluvia, dando diente con diente mientras las culebrinas y los latiguillos desgarran la noche, agonizando sin saberlo mientras piensa en la ropa que su madre ha dejado puesta a secar en los tendederos de la corraleda y que la lluvia, la dulce y bienhechora lluvia que engordará la aceituna, manchará de salpicaduras de barro.