© 2011

© Rosa Montero, 2011

En memoria de Pablo Lizcano


Non ignoravi me mortalem genuisse.

[Siempre he sabido que soy mortal.]


Marco Tulio Cicerón,

filósofo romano


Agg'ié nagné eggins anyg g nein'yié.

[Lo que hago es lo que me enseña lo que estoy buscando.]


Sulagnés,

artista plástico del planeta Gnío


Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:

un tiempo para nacer y un tiempo para morir,

un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado;

un tiempo para matar y un tiempo para curar,

un tiempo para demoler y un tiempo para edificar;

un tiempo para llorar y un tiempo para reír,

un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar;

un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas,

un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse;

un tiempo para buscar y un tiempo para perder,

un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;

un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,

un tiempo para callar y un tiempo para hablar;

un tiempo para amar y un tiempo para odiar,

un tiempo de guerra y un tiempo de paz.


Eclesiastés, 3, 1-8


Bruna despertó sobresaltada y recordó que iba a morir.

Pero no ahora.

Un latigazo de dolor le cruzó las sienes. El apartamento estaba en penumbra y al otro lado del ventanal caía la tarde. Miró aturdida el conocido paisaje urbano, las torres y las azoteas y los centenares de ventanas sobre los que las sombras se iban remansando, mientras sentía retumbar las punzadas en su cabeza. Le costó unos instantes advertir que el redoble no estaba únicamente dentro de su cráneo. Alguien aporreaba la puerta. El reloj marcaba las 19:21. Cogió aire y se incorporó con un gruñido. Sentada en el borde de la cama, con las ropas retorcidas y los pies descalzos sobre el suelo, aguardó unos segundos a que esa masa líquida en la que se había convertido su cerebro terminara de chapotear y se estabilizara en la vertical. Cuatro años, tres meses y veintinueve días, calculó mentalmente con rapidez: ni siquiera la resaca le impedía repetir su maniática rutina. Si había algo que la deprimiera más que emborracharse, era hacerlo de día. Por la noche, el alcohol parecía menos dañino, menos indigno. Pero empezar a beber a las doce de la mañana era patético.

Los golpes continuaban, desordenados, furiosos. Bruna se crispó: más que una visita inesperada parecía un asalto. Casa, ver puerta, susurró, y en la pantalla principal surgió la cara del invasor. De la invasora. Le costó unos instantes reconocer los rasgos desencajados y convulsos, pero ese horrible pelo teñido en un anaranjado chillón era inconfundible. Era una de sus vecinas, una replicante que vivía en el ala Este del edificio. Apenas había intercambiado algún saludo con ella en los últimos meses y ni siquiera conocía su nombre: a Bruna no le gustaba demasiado tratarse con los otros reps. Aunque, a decir verdad, tampoco se trataba mucho con los humanos. Para de una vez, maldita sea, gimió para sí, atormentada por el ruido. Fue ese estruendo insoportable lo que hizo que se levantara y fuera a abrir.

– ¿Qué pasa? -masculló.

La vecina detuvo su puño en el aire a medio golpe y dio un respingo, sobresaltada por su súbita aparición. Se puso de perfil, como si estuviera a punto de salir corriendo, y clavó en Bruna la mirada recelosa de su ojo izquierdo. Un ojo turbio y amarillento partido por la llamativa pupila vertical de los reps.

– Tú eres Bruna Husky…

No parecía una pregunta, pero de todas formas contestó.

– Sí.

– Tengo que hablar contigo de algo muy importante…

Bruna la miró de arriba abajo. Tenía el pelo enmarañado, las mejillas tiznadas, la ropa sucia y arrugada, como si hubiera estado durmiendo con ella puesta. Algo que, por otra parte, era lo que acababa de hacer la propia Bruna.

– ¿Es un asunto profesional?

La cuestión pareció desconcertar por un momento a la mujer, pero enseguida cabeceó, asintiendo, y sonrió. Media sonrisa de perfil.

– Sí. Eso es. Profesional.

Había algo inquietante, algo que no iba bien en esa rep desaliñada y temblorosa. Bruna sopesó la posibilidad de decirle que volviera otro día, pero la resaca la estaba matando e intuyó que rechazar a una persona tan obviamente llena de ansiedad iba a ser mucho más difícil y cansado que escucharla. De modo que se echó para atrás y la dejó entrar.

– Pasa.

La androide obedeció. Caminaba con saltitos nerviosos, como si el suelo quemara. Bruna cerró la puerta y se dirigió hacia la zona de la cocina. Estaba deshidratada y necesitaba urgentemente beber algo.

– Tengo agua purificada. ¿Quieres tomar un…?

No terminó la frase porque de alguna manera presintió lo que iba a pasar. Comenzó a volverse, pero ya era tarde: un cable se ciñó a su cuello y empezó a estrangularla. Se llevó las manos a la garganta, allí donde el cable mordía la piel, e intentó liberarse, pero la mujer apretaba y apretaba con brío inesperado. Fatalmente pegadas la una a la otra, agresora y agredida bailaron por la habitación un frenético baile de violencia, golpeándose contra las paredes y tirando sillas, mientras el lazo se cerraba y el aire se acababa. Hasta que, en uno de sus manoteos desesperados, Bruna consiguió hincar el codo en alguna zona sensible de su enemiga, que aflojó momentáneamente la presa. Un instante después, la mujer estaba en el suelo y Bruna se había dejado caer sobre ella para inmovilizarla. Cosa que le resultó difícil de conseguir, pese a ser una replicante de combate y, por lo tanto, más grande y atlética que la mayoría. La vecina parecía tener una energía inhumana, un vigor desesperado de alimaña.

– ¡Quieta! -gritó Bruna, enfurecida.

Y, para su sorpresa, la mujer obedeció y dejó de retorcerse, como si hubiera estado esperando que alguien le ordenara lo que tenía que hacer.

Se miraron la una a la otra durante unos segundos, jadeantes.

– ¿Por qué me has hecho esto? -preguntó Bruna.

– ¿Por qué me has hecho esto? -balbució la androide.

Sus ojos felinos tenían una expresión alucinada y febril.

– ¿Qué has tomado? Estás drogada…

– Vosotros me habéis drogado… Vosotros me habéis envenenado… -gimió la mujer.

Y se echó a llorar con desconsuelo infinito.

– ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros?

– Vosotros… los tecnohumanos… los reps… Me habéis secuestrado… Me habéis infectado… Me habéis implantado vuestras sucias cosas para convertirme en uno de vosotros. ¿Por qué me habéis hecho esto? ¿Qué mal os había hecho yo?

El diapasón de sus gemidos había ido subiendo y ahora chillaba como una posesa. Seguro que los vecinos vuelven a quejarse, pensó Bruna con fastidio. Frunció el ceño.

– ¿A qué vienen esas estupideces? ¿Estás loca, o te lo haces? Tú también eres una replicante… Mírate al espejo… ¡Mírate a los ojos! Eres tan tecnohumana como yo. Y acabas de intentar estrangularme.

La mujer se había puesto a temblar violentamente y parecía estar sufriendo un ataque de pánico.

– ¡No me hagas daño! Por favor, ¡no me hagas daño! ¡Socorro! ¡Por favor!

Su evidente terror resultaba insoportable. Bruna aflojó un poco su presa.

– Tranquila… No te voy a hacer nada… ¿Ves? Te estoy soltando… Si te quedas tranquila y quietecita, te suelto.

Liberó a la mujer poco a poco, con la misma cautela con la que liberaría a una serpiente, y luego se echó hacia atrás, fuera del alcance de sus manos. Gimoteante, la androide se arrastró medio metro hasta apoyar la espalda en la pared. Aunque parecía algo más calmada, Bruna lamentó no llevar encima su pequeña pistola de plasma. Pero la tenía escondida detrás del horno y, para sacarla de ahí, necesitaría dejar de vigilar a la mujer durante unos momentos. Verdaderamente era una completa estupidez guardar tan bien un arma que después no había modo de usarla. Miró a la intrusa, que jadeaba anhelosamente en su rincón.

– ¿Qué te has tomado? Estás hecha polvo.

– Soy humana… ¡Soy humana y tengo un hijo!

– Ya. Voy a llamar a la policía para que vengan a por ti. Has intentado matarme.

– ¡Soy humana!

– Lo que eres es un maldito peligro.

La androide contempló a Bruna con ofuscada fijeza. Una mirada fiera y desafiante.

– No conseguiréis confundirme. No conseguiréis engañarme. Os he descubierto. Esto es lo que hago con vuestros asquerosos implantes.

Dicho lo cual, torció un poco la cabeza, hundió sus dedos veloz y violentamente en la órbita ocular y se arrancó un ojo. Hubo un ruido blando y húmedo, un ahogado jadeo, unos hilos de sangre. Hubo un instante de angustiosa, petrificada locura. Luego Bruna recobró el movimiento y se abalanzó sobre la mujer, que se había colapsado entre convulsiones.

– ¡Por el gran Morlay! ¿Qué has hecho, desgraciada? ¡Malditas sean todas las especies! ¡Emergencias! ¡Casa, llama a Emergencias!

Estaba tan alterada que el ordenador no reconoció su voz. Tuvo que respirar hondo, hacer un esfuerzo y probar de nuevo.

– Casa, llama a Emergencias… ¡Llama de una vez, maldita sea!

Era una conexión de alta velocidad, sólo de audio. Se escuchó la voz de un hombre:

– Emergencias.

– Una mujer se acaba de… Una mujer acaba de perder un ojo.

– Número del seguro, por favor.

Bruna levantó las mangas del traje de la vecina y descubrió dos muñecas huesudas y desnudas: no llevaba ordenador móvil. Rebuscó entonces en sus bolsillos en busca de la chapa civil e incluso miró en el cuello, por si llevaba el chip de identificación colgando de una cadena, como muchos hacían. No encontró nada.

– No lo sé, ¿no podemos dejar eso para luego? El ojo está en el suelo, se lo ha vaciado…

– Muy triste, pero si no está asegurada y al corriente de pago no podemos hacer nada.

El hombre cortó la conexión. Bruna sintió que en su interior se disparaba la ira, un espasmo de cólera que ella conocía muy bien y que funcionaba con la precisión de un mecanismo automático; en algún recóndito lugar de su cerebro se abrían las compuertas del odio y las venas se le anegaban de ese veneno espeso. «Estás tan llena de furia que terminas siendo fría como el hielo», le dijo un día el viejo Yiannis. Y era verdad: cuanto más colérica estaba, más controlada parecía, más calmosa e impasible, más vacía de emociones salvo ese odio seco y puro que se le condensaba en el pecho como una pesada piedra negra.

– Casa, llama a Samaritanos -silabeó.

– Samaritanos a tu servicio -respondió al instante una voz robótica convencionalmente melodiosa-. Por favor, disculpa nuestro retraso en atenderte, somos la única asociación civil que ofrece prestaciones sanitarias a la población carente de seguros. Si deseas colaborar económicamente con nuestro proyecto, di donaciones. Si es una urgencia médica, por favor, espera.

La mujer se quejaba quedamente entre los brazos de Bruna y el ojo estaba en efecto en el suelo, redondo y mucho más grande de lo que uno podría imaginar, una bola pringosa con un largo penacho de desmayadas hebras, como una medusa muerta o un pólipo marino arrancado de su roca y arrojado por la marea sobre la playa.

– Samaritanos a tu servicio. Por favor, disculpa nuestro retraso en atenderte, somos…

Bruna había visto cosas peores en sus años de milicia. Mucho peores. Sin embargo, el gesto inesperado y feroz de su vecina le había resultado especialmente turbador. El dolor y el desorden irrumpiendo en su casa a media tarde.

– …di donaciones. Si es una urgencia médica, por favor, espera.

Y eso hacían todos, esperar y esperar, porque Samaritanos no daba abasto con las peticiones de los asociales y siempre estaba colapsado. Era posible que la mujer dispusiera de un seguro, pero seguía inconsciente o quizá profundamente enajenada; en cualquier caso no respondía a los zarandeos ni las llamadas de Bruna, y en cierto sentido era mejor así, porque su desvanecimiento la protegía del horror del acto cometido. Tal vez fuera por eso por lo que no recuperaba la conciencia: Bruna lo había visto muchas veces en la milicia, piadosos desmayos para no sentir. La noche había caído y el apartamento estaba casi a oscuras, sólo iluminado por el resplandor de la ciudad y los faros fugaces de los tranvías aéreos.

– Casa, luces.

Las lámparas se encendieron obedientemente, borrando el paisaje urbano al otro lado de la ventana y poniendo un brillo viscoso, húmedo y sangriento en el globo ocular pegado al suelo. Bruna desvió la vista del despojo y su mirada cayó sobre la cara de la mujer y la cuenca vacía. Un agujero tenebroso. De modo que, para tener algo que contemplar, miró la pantalla principal. Tenía quitado el sonido, pero estaban pasando las noticias y se veía a Myriam Chi, la líder del MRR. Debía de estar en un mitin y hablaba desde un estrado con su virulencia habitual. A Bruna no le gustaban Myriam ni su Movimiento Radical Replicante; desconfiaba profundamente de todos los grupos políticos y le repugnaba especialmente esa autocomplacencia victimista, esa mitificación histérica de la identidad rep. En cuanto a Myriam, conocía bien a las personas como ella, seres enterrados en sus emociones como los escarabajos en el estiércol, yonquis de la sentimentalidad más exacerbada y mentirosa.

– Samaritanos, dime.

Por fin.

– Ha habido un accidente en el barrio cinco, avenida Dardanelos, apartamento 2334. Una mujer ha perdido un ojo. Quiero decir que lo ha perdido completamente, se lo ha sacado, el globo ocular está en el suelo.

– ¿Edad de la víctima?

– Treinta años.

Todos los reps tenían alrededor de treinta años. Para ser exactos, entre veinticinco y treinta y cinco.

– ¿Humana o tecnohumana?

Nuevamente la ira, nuevamente la furia.

– Esa pregunta es anticonstitucional y tú lo sabes bien.

Hubo un pequeño silencio al otro lado de la conexión. De todas maneras, pensó Bruna exasperada, con su respuesta ya se había delatado.

– Iremos lo más pronto que nos sea posible -dijo el hombre-. Gracias por llamar a Samaritanos.

Todo el mundo sabía que priorizaban a los humanos, por supuesto. No era una práctica legal, pero se hacía. Y lo peor, se dijo Bruna, es que tenía cierto sentido hacerlo. Cuando un servicio médico estaba desbordado, tal vez fuera sensato dar preferencia a aquellos con una esperanza de vida mucho mayor. A aquellos que no fueran prematuros condenados a muerte, como los reps. ¿Qué era más provechoso, salvar a una humana que aún podría vivir cincuenta años, o a una tecnohumana a la que tal vez sólo le quedaran unos meses? Una amargura de hielo y de hiel le subió a la boca. Miró el rostro grotescamente incompleto de su vecina y experimentó un rencor punzante contra ella. Estúpida, estúpida, ¿por qué has hecho esto? ¿Y por qué has venido a hacerlo a mi casa? Bruna ignoraba los motivos de la mujer, la razón de su extraño comportamiento. Estaría drogada, o tal vez enferma. Pero no cabía duda de que esa pobre chiflada se odiaba a sí misma, eso estaba claro, y el odio era una emoción que Bruna podía entender. Nada mejor que el odio frío para contrarrestar la quemadura de la congoja.

Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra

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