ACCESO ESTRICTAMENTE RESTRINGIDO

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Madrid, 30 enero 2109, 10:30


ACCESO DENEGADO

YIANNIS LIBEROPOULOS NO ES UN EDITOR AUTORIZADO

SI NO POSEES UN CÓDIGO VÁLIDO ABANDONA INMEDIATAMENTE ESTAS PÁGINAS


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LA INTRUSIÓN NO AUTORIZADA ES UN DELITO PENAL QUE PUEDE SER CASTIGADO HASTA CON VEINTE AÑOS DE CÁRCEL


YIANNIS LIBEROPOULOS, SE TE CONMINA A ABANDONAR INMEDIATAMENTE ESTAS PÁGINAS.


LA PERSISTENCIA EN EL INTENTO DE FORZAR EL SISTEMA PROVOCARÁ UN AVISO A LA POLICÍA EN TREINTA SEGUNDOS.


CONTANDO HASTA EL AVISO POLICIAL


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Abrió los ojos y se encontró con la cara de Yiannis a dos centímetros de la suya, gritando y gesticulando con ansiedad.

– ¡Cielos! -exclamó Bruna, sentándose de golpe.

Una ola de inestabilidad agitó el mundo. La habitación tembló, la cabeza dolió, el estómago se retorció. El cuerpo le recordó, antes que su memoria, que una vez más había tomado demasiado alcohol la noche anterior. La figura del archivero aleteaba frenéticamente por el cuarto como un gorrión atrapado. Era una maldita holollamada.

– Yiannis, se acabó. Ahora mismo anulo tu autorización holográfica -gruñó la rep, sujetándose la cabeza con la mano.

– ¡Me han despedido! ¡Es una conspiración! ¡Y no puedo entrar en el Archivo! Te lo intenté decir anoche pero no contestabas.

Cierto. Tuvo una clara imagen de sí misma rechazando las llamadas. Había llegado a casa cansada y deprimida y se había puesto a beber. Otras veces bebía porque estaba contenta y relajada. Y otras porque estaba angustiada. Siempre encontraba alguna razón para embriagarse. Mirando hacia atrás, su corta vida estaba compuesta por una sucesión de noches de las que apenas se acordaba y por un sinfín de mañanas de cuyos desabridos despertares se acordaba demasiado bien.

– A ver… tranquilízate y vuélvemelo a explicar. Despacio. Como si yo fuera un bicho y no entendiera bien el idioma…

Yiannis empezó a contar atropelladamente su conversación con la supervisora.

– Está bien, está bien, ya veo. Mira, mejor voy para tu casa. En menos de una hora estaré allí -dijo Bruna.

Y cortó, dejando al viejo con la palabra en la boca.

Cuatro años, tres meses y doce días.

Tomó aire y se puso en pie.

Náuseas y mareo.

Decidió meterse otra subcutánea de paramorfina. Desde luego no era la mejor manera de acabar con una resaca, era como matar moscas con una pistola de plasma o como cortarse una mano porque te duele un dedo. Pero sabía que con eso se iba a sentir enseguida muy bien, y los tiempos estaban tan revueltos que le parecía más prudente salir a la calle en plena forma. Además, todavía le dolían un poco las costillas, pensó exculpatoriamente mientras se ponía la dosis. Era la penúltima que le quedaba. Una pena.

Se miró en el espejo. Había vuelto a dormir con la ropa puesta y estaba toda arrugada y retorcida. En el cuello llevaba todavía el netsuke verdadero de su falsa madre. Decidió dejárselo: le pareció que necesitaba su compañía. O su protección.

El termómetro exterior marcaba catorce grados: se había acabado la crisis polar. Se dio una breve ducha de agua, eligió un conjunto verde metalizado del armario y se vistió sintiéndose muy bien, descansada, alerta. Y también hambrienta. Fue hacia la zona de la cocina a prepararse algo y entonces lo vio: ¡el puzle estaba hecho! Terminado. Resuelto. Lo miró estupefacta y, entre los jirones de niebla que emborronaban la noche anterior, le pareció verse a sí misma colocando piezas. Debía de haber estado trabajando en el rompecabezas hasta muy tarde… Y con especial suerte o sobrehumano ahínco. La imagen del Cosmos estaba completa; y en el centro, en la zona crítica que antes le faltaba y que tanto se le había resistido durante meses, ahora se veía la nebulosa planetaria Hélix, ese espectacular objeto gaseoso de la constelación Acuario que los astrónomos conocían como «el Ojo de Dios». Hélix, por supuesto, se dijo Bruna casi desilusionada por la obviedad; ¿cómo no lo había adivinado? Era el accidente cósmico más famoso e incluso había un par de sectas de chiflados que lo creían sagrado. La última pieza del puzle activaba un pequeño efecto tridimensional y la imagen parecía vibrar y latir en la vastedad del espacio. Un ojo bellísimo ribeteado de vaporosas pestañas rojizas y con el iris intensamente azul, un ojo gigantesco que la contemplaba. Lo que hago es lo que me enseña lo que estoy buscando. Estaba buscando la nebulosa Hélix, estaba buscando algo evidente y no se había dado cuenta. Y había tenido que emborracharse y perder la conciencia, había tenido que dejarse guiar por la pura intuición para completar el rompecabezas. El Ojo de Dios. El hermoso, helado e indiferente ojo que nos mira.

Tras desayunar a toda prisa unas hamburguesas de proteínas con sabor a pavo, metió la desastrada pistola de plasma en la mochila, convencida de que el mundo exterior iba a estar un poco más desagradable que el día anterior, y salió a la calle. Y, en efecto, el buen tiempo parecía haber añadido combustible al fuego del odio. Grupos de manifestantes rodeados por cordones policiales chillaban consignas que Bruna no alcanzó a entender, mientras las pantallas públicas derramaban sobre su cabeza torrentes de violencia. Había coches volcados, escaparates rotos, recicladores ardiendo. Al pasar por el parque-pulmón vio que varios de los delicados árboles artificiales habían sido desgarrados y arrancados. Las bocacalles estaban tomadas por el Ejército y Bruna tuvo que enseñar su chapa civil en dos controles. Temió ser cacheada y que le encontraran el plasma, pero por fortuna no sucedió. Llegó a casa de Yiannis con los nervios de punta.

El piso del archivero era tan a la antigua usanza como él. Estaba en un hermoso edificio de unos tres siglos de antigüedad que había sobrevivido a las diversas guerras sin daños excesivos, pero se encontraba sin reformar. La casa tenía pasillos oscuros, habitaciones inútiles y un incomprensible montón de cuartos de baño. Yiannis hacía toda su vida en las dos estancias principales, una convertida en salón y otra en dormitorio, pero utilizaba el resto de la casa de almacén para la infinidad de trastos que guardaba, entre ellos una asombrosa cantidad de antiguos y valiosos libros de papel. En una de esas habitaciones forradas de libros había vivido Bruna durante algunos meses después de la muerte de Merlín. El humano Yiannis había cuidado de ella, de la misma manera que la tecno Maitena había cuidado de Lizard. Pero ahora las relaciones entre las especies se estaban pudriendo.

Nada más franquear la puerta, Bruna advirtió algo nuevo: la mesita de la entrada, que normalmente era un revoltijo, había sido despejada y mostraba como único objeto un jarrón azul con tres tulipanes amarillos. ¡Flores naturales! La rep se quedó pasmada.

– Vaya, has arreglado la mesa…

– Psí… -contestó el viejo ambiguamente, haciendo un vago movimiento con la mano.

Recorrieron el pasillo y entraron en la sala, y ahí estaba ella sonriendo modosamente. De primeras le costó reconocerla sin estar empaquetada dentro de los paneles de mujer-anuncio.

– Hola, Bruna. Me alegro mucho de verte -dijo RoyRoy con entusiasmo.

– Yo también… -contestó la rep de manera automática-. Aunque sobre todo me has dado una sorpresa. ¿Has dejado el empleo de Texaco-Repsol?

La mujer miró a Yiannis con gesto un poco turbado.

– Bueno, yo la he… La he ayudado a liberarse de ese trabajo de esclavos. ¡Digamos que la he manumitido! -contestó por ella el archivero.

Y luego rió su propio chiste nerviosamente.

– Ejem, quiero decir que le he prestado dinero hasta que encuentre algo mejor y además está… está viviendo en casa.

– Ah. Bien. Vale. Genial -dijo Bruna.

– Yiannis es muy generoso. Bueno, tú ya lo sabes -añadió RoyRoy.

Sí, la androide lo sabía. El archivero no estaba haciendo por la mujer-anuncio más de lo que había hecho por ella misma. Y además a Yiannis se le veía… entusiasmado con RoyRoy. Y a ella también se la veía cambiada. Más joven. Más segura. Era como para estar contenta por su amigo. La rep se dejó caer en el viejo sillón verde y Yiannis se sentó en el sofá junto a la mujer. Hacían una estupenda parejita.

– No, no, la que es generosa es RoyRoy. No sabes cuánto me ha apoyado en todo esto. Menos mal que anoche estaba ella aquí. Como puedes comprender, volví deshecho de la entrevista con la supervisora.

– Sí, claro.

La mujer no podía llevar más de dos o tres días en casa de Yiannis, pero ya se veía su huella por todas partes. Los muebles estaban colocados de manera distinta y las estanterías bien ordenadas. La pantalla emitía imágenes sucesivas del niño de Yiannis y de un adolescente que la rep supuso que era el hijo de RoyRoy. Oh, sí, una pareja perfecta y entrañablemente unida por el culto a sus muertos. Se mordió los labios y le pareció que le sabían a veneno.

– Bueno, entonces, cuéntame exactamente qué te dijo ayer esa mujer -barbotó.

¿Por qué estaba tan irritada? ¿Por qué no se alegraba de que el pobre hombre se hubiera enamorado? ¿No había sentido ella que Yiannis la empujaba a aferrarse demasiado al dolor de la pérdida de Merlín? ¿Y no era mejor que hubiera encontrado otro duelo más cercano con el que identificarse? El archivero estaba contando su historia, pero Bruna no podía concentrarse en lo que decía. Los veía ahí, sentados juntos, humanos, parecidos, mucho más viejos que ella y aun así probablemente más longevos. Los veía unidos mientras ella estaba sola, perdidamente rara incluso entre los raros.

La pantalla se encendió de forma automática con un avance informativo. Apareció en imagen Helen Six, la periodista de moda, con un gesto tan aparatosamente trágico que Yiannis se calló y los tres se pusieron a mirar las noticias. Y entonces se enteraron: Hericio estaba muerto. Lo habían asesinado la tarde anterior. No sólo lo habían asesinado, sino también torturado. Alguien le había rajado el vientre de arriba abajo y sacado los intestinos mientras aún vivía. Había sido un crimen espantoso.

Como el holograma de Chi, pensó inmediatamente Bruna a pesar de haber quedado sumida en una especie de estupor. Yiannis la miró.

– Pero… ¿tú no me dijiste que ayer ibas a verle?

RoyRoy dio un respingo, abrió mucho los ojos y se tapó las mejillas con las manos.

– ¡Bruna! ¿Qué has hecho? -gimió.

– ¡¿Yoooo?! -saltó la rep indignada.

Entonces sucedió algo muy extraño: el archivero levantó la mano en el aire como si fuera a decir algo, luego se la llevó a la garganta y se desplomó de lado muy despacio.

– ¡Yiannis! -jadeó la mujer, inclinándose hacia el hombre y derrumbándose también sobre él.

Bruna saltó del sillón y se acercó a los dos cuerpos inanimados. Pequeñas burbujas amarillas salían de la boca de RoyRoy. Entonces notó el olor, un sutil aroma a peligro. Había algo en el aire, una amenaza química. Contuvo la respiración, pero ya era tarde. Notó que las piernas le pesaban, que el cuerpo dejaba de sostenerla. Cayó al suelo, aunque no se rindió. Con un ímprobo esfuerzo de la voluntad, y protegida por su extraordinario vigor físico, se arrastró penosamente a gatas hacia la ventana. Tenía que llegar, tenía que abrirla. Concentró toda su mente en la distancia que debía cubrir. Un centímetro adelante y otro más y todavía otro más. Pero iba muy despacio y no podría seguir aguantando el aliento durante mucho tiempo. Aún le quedaba la mitad del camino cuando un movimiento reflejo le hizo tragar una bocanada de aire. Lo notó inundar deliciosamente sus pulmones, liberarla de la angustiosa asfixia; y notó también cómo la envenenaba. Fue como un rápido borrón sobre los ojos. Y después la oscuridad y la nada.


Alzó los párpados. La casa zumbaba y trepidaba. Por el techo corrían sombras líquidas que parecían perseguirse las unas a las otras. Le costó unos instantes comprender que el estruendo se debía al tranvía aéreo que pasaba justo por delante de la ventana. De su ventana. Ahí venía otro. Nuevamente el ruido y el revuelo de sombras. Bruna respiró hondo mientras la angustia se abatía sobre ella. Sabía lo que tenía que hacer y era terrible.

Miró el reloj: lunes 31 de enero de 2109,09:30 horas. Tenía que apresurarse. Cuatro años, tres meses y once días. ¿Cuatro años, tres meses y once días? ¿Qué significaba eso? ¿Por qué había aparecido de repente ese cómputo temporal en su cabeza? Se levantó de la cama profundamente desasosegada. Estaba vestida. Mejor: menos pérdida de tiempo. Se sentía mareada, confusa. Una pátina de irrealidad parecía cubrirlo todo, como si la vida resbalara por encima de la superficie de las cosas. No reconocía su casa, por ejemplo. Sabía que era su casa, pero no conseguía recordarla. Sin embargo, todo eso no importaba. Lo importante, lo urgente, lo espantoso era la misión que tenía que desempeñar para poder salvar al pequeño Gummy de un destino atroz. Bruna se estremeció. Eso sí estaba claro. Su misión y la situación en la que estaba el niño destacaban con total precisión por encima de la irrealidad general, como la imagen fija y detallada de un caballo corriendo sobre un fondo borroso. Eso era todo lo que necesitaba hacer. Eso era todo lo que necesitaba saber.

Sobre la mesa estaba el cinturón, primorosamente extendido y colocado como si fuera una joya. Y, junto al cinto, un pequeño holograma de Gummy. El niño riendo a carcajadas, los ojitos achinados y chispeantes, los mofletes tan tersos. Tenía dos años y medio. Bruna se recordó besando esa piel nueva, esa carne dulce y deliciosa, y lágrimas ardientes de terror y dolor empezaron a caer por sus mejillas. Las aplastó de un manotazo contra su cara, como quien mata a un bicho, y, haciendo un esfuerzo de autocontrol, se ciñó el cinturón. Conocía bien cómo funcionaba: primero tenía que quitar el seguro y luego pulsar la membrana táctil durante por lo menos veinte segundos; cuando volviera a levantar el dedo, las diminutas ampollas se abrirían, dejando salir el gas letal. Por lo menos sería una muerte rápida: menos de un minuto hasta la asfixia. No como lo que habían prometido hacerle a Gummy si ella no cumplía lo pactado. Una interminable, sádica agonía. Bruna reprimió una arcada. Calma, se imploró a sí misma. Tenía que concentrarse. El fragor ensordecedor de un nuevo tram la impulsó a la acción; debía abrir las ampollas en el intercambiador central de tranvías para aprovechar la afluencia de gente y el hecho de que fuera un espacio cerrado, y el lugar estaba a cuatro manzanas de distancia. Apagó la bola holográfica y se la metió en el bolsillo, y ya se iba a marchar cuando se dio cuenta de que no llevaba el móvil puesto. Qué raro. Echó una ojeada alrededor y no lo vio. Buscó con más cuidado, entre las sábanas arrugadas, en el baño, por el suelo. No estaba.

– Pantalla, localízame el móvil.

No obtuvo respuesta. Miró la pantalla: era un modelo muy viejo. Intentó pasar a manual y teclear un número. El ordenador no admitió la llamada. Qué extraño. La sensación de irrealidad se acentuó, la irrealidad zumbaba en torno a ella como un moscardón. Entonces el rostro de Gummy volvió a encenderse dentro de su cabeza con nitidez helada. Qué importaba que tuviera el móvil o no. De todas maneras iba a morir en pocos minutos.

Y, sin embargo…

Cuatro años, tres meses y once días. De nuevo esa absurda letanía cruzándole la mente. El ascensor tenía puesto el cartel de estropeado, de modo que Bruna bajó a pie las sórdidas escaleras sintiendo que llevaba una piedra en el corazón, un peso cada vez más grande que entorpecía sus pasos. El número que había intentado marcar en el ordenador era el de Paul Lizard. ¿Y quién era Paul Lizard? Un conocido, quizá un amigo. El nombre de Lizard emergía de la confusión como un puerto seguro en un mar tormentoso. Un rincón de luz entre sombras glaciales. ¿Una posible ayuda? Con cada escalón que descendía, Bruna se sentía más desgarrada entre la obligación de cumplir su misión y el horror que la matanza le producía. Pero no lo podía evitar. Tenía que hacerlo.

Y, sin embargo…

Llegó a la planta baja y advirtió que el edificio parecía ser una especie de apartotel. Qué raro no acordarse. En el mugriento y oscuro vestíbulo había un exiguo mostrador de recepción y un panel electrónico que mostraba los precios. La luz estaba encendida, pero no había nadie. De pronto, los pies de Bruna la llevaron hasta el chiscón. Miró la pequeña pantalla: estaba abierta. Tecleó el número de Lizard antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo, y al instante apareció el rostro del policía. Porque era un policía. Bruna se sobresaltó al recordarlo, y al mismo tiempo con sólo ver los rasgos del hombre le dieron ganas de llorar de alivio.

– ¡Bruna! ¿Dónde diablos estás? -chilló Lizard.

– Yo… en mi casa -balbució.

– ¡No estás en tu casa, porque yo estoy en tu casa! Bruna, ¿qué ocurre? Estás desconectada, ¿qué pasa con tu móvil? Sé lo de Yiannis y RoyRoy…

Yiannis y RoyRoy. Los nombres originaron ondas concéntricas en su nublada mente, como piedras cayendo en agua cenagosa. Empezó a escuchar un sordo zumbido dentro de los oídos.

– Me tengo que ir. Debo hacer algo horrible -gimió.

– ¡Espera! Bruna, ¿qué dices? ¿Qué te ocurre?

– Tengo que matar. Tengo que matar a mucha gente.

– ¿¡Cómo!? Pero ¿por qué?

– Si no lo hago torturarán a Gummy -lloró.

– ¿Gummy? ¿Quién es Gummy?

– ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! -gritó ella.

Lizard la miró anonadado. Parecía alguien a quien acabaran de golpear en la cabeza.

– Tú no tienes hijos, Bruna… -susurró.

El zumbido era ya atronador.

– Me tengo que ir.

– ¡No! Espera, ¿dónde estás? Escucha lo que digo: no puedes tener hijos, ¡eres una rep!

Cuatro años, tres meses y once días.

– ¿Qué significa «cuatro años, tres meses y once días», Lizard? Tú lo tienes que saber.

El inspector la miró desconcertado.

– No tengo ni idea… Por favor, dime dónde estás, Bruna. Iré a buscarte…

Ella negó con la cabeza.

– Lo siento. Si no lo hago torturarán a Gummy.

– ¡Aguarda, por favor! ¿Y cómo sabes… cómo sabes que no le harán nada? Tal vez mates a esa gente que tienes que matar y luego de todas formas le hagan daño…

Bruna se quedó pensando unos instantes. No. No le harían nada. Lo sabía con total claridad y certidumbre. Si ella cumplía su parte, el niño se salvaría.

– ¡Estás en la calle Montera! Te he localizado. ¡No te muevas, tardo cinco minutos! -gritó el hombre.

– No puedo. Me voy.

– ¡¿Adónde?! -preguntó Lizard agónicamente.

– Al intercambiador de trams -dijo Bruna.

Y, dando media vuelta, salió al exterior, mareada, con náuseas, ensordecida.

Caminó deprisa, encerrada en la burbuja de su pesadilla, ajena a las prédicas de los apocalípticos, al alboroto de las pantallas públicas, a las miradas de miedo o de repulsa que iba suscitando a su paso. Caminó como una autómata, concentrada en su deber. Pero cuando llegó a la altura del gigantesco intercambiador con forma de estrella, sus pies se detuvieron. De nuevo arreció el zumbido dentro de su cráneo, un ruido que empezaba a resultar doloroso. Visualizó la hoja redonda de una sierra dentada cortando su cerebro por la mitad y se estremeció. Entonces le vino a la memoria, salida de no sabía dónde, la figura de una mujer con una línea negra dibujada alrededor de su cuerpo, una mujer partida por su tatuaje. Cuatro años, tres meses y once días. Durante unos instantes no pudo moverse y apenas si pudo respirar. Luego el rostro de Gummy estalló en su cabeza y todo volvió a ponerse en movimiento. Comprobó que el cinturón estaba preparado y decidió cruzar por la pasarela elevada para entrar por la puerta lateral del edificio. En ese momento, un coche paró chirriando en la acera junto a ella y de él salió un hombre. Era Lizard. Bruna retrocedió unos pasos y se puso en guardia, dispuesta a luchar si intentaba detenerla. Pero el tipo se quedó a unos metros de distancia.

– Bruna… Tranquila…

– No te acerques.

– No me voy a acercar. Sólo quiero hablar. Cuéntame, ¿a quién tienes que matar? ¿Cómo vas a hacerlo?

– Déjame pasar. No puedes impedirlo.

– Escucha, Bruna… tu cerebro ha sido manipulado. Creo que te han metido un implante de comportamiento inducido. Te han hecho creer que tienes un hijo, pero no es verdad. Tenemos que quitarte ese implante antes de que acabe contigo.

El zumbido arreció. Tal vez Lizard tuviera razón. Tal vez fuera verdad lo del implante. Pero su hijo seguía estando en manos de esos monstruos. Pequeño, aterrado e inerme. El pavor que imaginó que debía de estar pasando el niño casi la hizo gritar. Quitó el seguro al cinturón y acercó la mano a la membrana táctil.

– Me han dicho las cosas que le harán a Gummy si no obedezco -la voz se le rompió-. No puedo resistirlo. Tengo que soltar el gas antes de las doce. Si no puedo hacerlo en el intercambiador lo haré aquí mismo.

– ¡Espera, espera, por todas las malditas especies, por favor! No lo hagas… Si es un gas no tendrá el mismo efecto aquí al aire libre que en el intercambiador, ¿no? No querrán que lo desperdicies aquí…

– Quizá. Pero es un neurotóxico muy efectivo. Sé que mata en un minuto y que es muy potente. También aquí valdrá.

Paul miró alrededor. A pocos metros pasaba una cinta rodante cargada de gente. Y luego estaba la transitada pasarela, los coches, los edificios.

– Mierda, Bruna, te ruego que esperes un momento… Por favor, ¡por favor!… He llamado a un amigo tuyo… Y debe de estar al llegar. Por favor, espera.

La rep entró en pánico. Tocó la membrana con dos dedos. Los dejó ahí, apretados contra el cinturón.

– Si has pedido refuerzos… si estás pensando en dispararme… He pulsado ya el interruptor. Si quito los dedos de esta membrana se abrirán las ampollas y saldrá el gas.

Lizard palideció.

– No, por favor… Sólo he avisado a un amigo tuyo, de verdad… Dame diez minutos… No, veinte. Sólo te pido eso. Aún no son las 12:00. Sólo te pido veinte minutos. Si a las 11:30 sigues queriendo entrar en el intercambiador, te dejaré ir. Te lo ruego. Veinte minutos y a cambio de eso me haré cargo del niño. Después de que tú mueras. Alguien lo tendrá que cuidar.

Bruna sintió que se abría un vertiginoso abismo dentro de ella: era verdad, no había pensado en eso. Alguien tendría que cuidar a Gummy. Cuatro años, tres meses y once días. Jadeó, angustiada, y apretó un poco más los dedos contra la membrana.

– Está bien. Hasta las 11:30. Y te harás cargo del niño. Pero no llames a nadie y no te muevas.

– No haré nada, tranquila…

Fueron los doce minutos más largos de la vida de Paul Lizard. En cuanto a la rep, pasaron como una pesadilla, como un delirio febril. Como una bruma lenta punteada por repentinas imágenes atroces que atravesaban su cabeza como cuchilladas.

Y en el minuto trece llegó Pablo Nopal.

– Hola, Bruna.

La androide le miró con inquietud. Lo conocía. Y de alguna manera la desasosegaba, aunque no sabía por qué.

– Qué bello es tu collar. Qué hermoso es ese netsuke. Era de tu madre, ¿te acuerdas? Cuando eras pequeña y tus padres salían a cenar, tu madre entraba a tu cuarto antes de irse. Tú te hacías la dormida pero la veías inclinarse sobre ti, esbelta y crujiente en su ropa de fiesta, perfumada, nimbada por la luz del corredor… Y de su cuello colgaba este hombrecito. Entonces tu madre ponía una mano sobre el netsuke y así, mientras lo sujetaba, rozaba con sus labios tu mejilla o tu frente. Sin duda cogía el collar para que no te golpeara al agacharse, pero la escena cristalizó en ti con esos ingredientes para siempre: la noche promisoria, el resplandor del pasillo, el beso de tu madre mientras agarraba el hombrecito como si fuera un talismán, como si fuera la llave secreta que le permitiría teleportarse a esa vida misteriosa y feliz que aguardaba a tus padres en algún lado…

Eso dijo Nopal con su voz grave y tranquila, y súbitamente Bruna se vio allí, dentro de ese cuerpo somnoliento y de esa cama, dentro del tibio capullo de las sábanas y de la fragancia de su madre, que la envolvía como un anillo protector. El recuerdo la atravesó nítido y ardiente, dejándola sin aliento; y sólo fue el primero de muchos otros. Nopal fue devanando memorias del enmarañado ovillo de su cabeza y poco a poco el borroso contorno de las cosas comenzó a recuperar su precisión. Media hora más tarde, Bruna había vuelto a pasar por su baile de fantasmas, había llorado una vez más la revelación de la impostura, había comprendido que era una androide. Y que no podía tener hijos. Pero Gummy seguía gritando ensordecedoramente dentro de ella. Su niño la seguía llamando y necesitando. La rep gimió. Las lágrimas quemaban en sus ojos. Con la mano izquierda volvió a echar el seguro al cinturón y luego retiró sus entumecidos dedos de la membrana. Lizard hizo ademán de acercarse ella, pero Bruna le paró con un grito feroz.

– ¡Quieto!

El inspector se detuvo en seco.

– Ahora soy yo quien te pide cinco minutos…

Nadie habló.

La rep inclinó la cabeza y cerró los ojos. Y se dispuso a matar a Gummy. Rememoró el peso del niño en sus brazos, su olor caliente a animalillo, su manita pringosa rozándole la cara, y luego se dijo: no es verdad, no existe. ¡No existe!, repitió con un grito silencioso hasta conseguir que la imagen se fuera borrando poco a poco, como píxeles de una grabación defectuosa. Entonces pasó al siguiente recuerdo del pequeño; y después al siguiente. Sus primeros pasos tambaleantes. Aquella tarde azul y quieta de verano cuando Gummy se comió una hormiga. La manera en que decía «caramelo» en su media lengua: mamelo, y las burbujitas que la saliva le hacía en las comisuras. Y cómo metía su mano dentro de la de ella cuando algo lo asustaba. ¡Todo eso no existía! ¡No existía! Iban desapareciendo las memorias, estallaban como pompas de jabón, y el dolor era cada vez más insoportable, más lacerante: era como abrasarse y luego raspar la quemadura. Pero Bruna siguió adelante, agónica, suicida, escarbando una y otra vez en la carne viva, hasta llegar al recuerdo final y reventarlo. Y allí abajo, en lo hondo, tras completar la muerte imaginaria de Gummy, la estaba esperando agazapada la muerte verdadera de Merlín. Bruna Husky estaba de regreso, toda entera.

Abrió lentamente los ojos, exhausta y dolorida. Miró a los expectantes Lizard y Nopal.

– Entonces, ¿el implante me va a matar, como a los demás? ¿Reventará mi cerebro? ¿Me sacaré los ojos? -susurró roncamente.

Y en ese momento alzó la cabeza y se vio. De pronto su imagen inundaba las pantallas públicas: ella al natural y como Annie Heart; ella entrando en el Majestic; Annie entrando en la sede del PSH. Y los grandes flashes rojos tridimensionales de la noticias de última hora: «Tecno Bruna Husky Culpable Tortura y Asesinato Hericio.» Acababan de dar las doce.


La idea fue de Bruna. Necesitaba que le quitaran el implante pero si iba a un hospital la detendrían. Entonces pensó en Gándara.

– ¿El forense? -se extrañó Lizard.

– Sabe extraer memas artificiales… aunque sea de cadáveres.

– Sí, pero… ¿estás segura de él? Parece un tipo raro. ¿No te denunciará?

Bruna negó con un movimiento de cabeza y eso bastó para que el mundo se pusiera a oscilar. Se encontraba cada vez más mareada.

– No, se portará bien, es un amigo… Y si le damos algo de dinero, será todavía más amistoso… -murmuró débilmente.

Estaba segura de que iba a morir y tan sólo esperaba que Lizard le impidiera arrancarse los ojos. El inspector llamó a Gándara; el forense trabajaba por las noches y no estaba en el instituto, pero Paul le dio una vaga excusa y consiguió sonar lo suficientemente urgente y oficial como para hacerle prometer que iría corriendo.

– Yo me encargo de que no se vaya de la lengua -gruñó Nopal.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó el inspector con cierta inquietud.

– Hablo del dinero… le daré algunos ges.

Iban los tres en el coche del policía. Habían ordenado al vehículo que oscureciera los cristales para ocultar a la rep; las pantallas públicas repetían imágenes de Bruna de manera incesante, y por desgracia su aspecto era demasiado fácil de recordar. Lizard y el memorista parecían haber firmado una tregua, una alianza pasajera que la androide hubiera encontrado muy extraña de haber sido capaz de pensar en ella. Pero se sentía tan mal que las ideas no parecían circular por su cabeza. De hecho, tampoco había reparado en algo aún más raro: en vez de detenerla, el inspector la estaba ayudando a escapar.

Al llegar al Anatómico Forense Bruna tenía taquicardia y sudores fríos. Lizard estacionó en un discreto rincón del aparcamiento, la dejó en el coche con Nopal y fue a ver si estaba el médico. Regresó con él al cabo de un tiempo que se les hizo exasperantemente largo.

– Qué mal aspecto tienes, Bruna. Pareces de los míos -dijo el forense a modo de saludo.

Traían con ellos un carro-robot con una cápsula.

– Hay que desnudarla -dijo Gándara.

Le ayudaron a quitarse la ropa y el collar del netsuke, la tumbaron dentro de la cápsula y bajaron la tapa transparente. Las visibles magulladuras hacían más creíble su papel de cadáver. Entraron en el edificio y pasaron a toda prisa y casi sin trámites por el control de seguridad, sin lugar a dudas gracias a la presencia corrosiva y un poco imponente del forense. Luego rodaron pasillo adelante hasta llegar a una de las salas de disección.

– He dicho que era un asunto secreto y oficial y he ordenado que no entre nadie -informó Gándara.

Hizo que el carro-robot se colocara en el centro del cuarto, bajo el módulo de los instrumentos, y que abriera la tapa. La sala estaba helada. Lizard miró el cuerpo desnudo de la rep, tan pálido e indefenso dentro de la siniestra cápsula, y sintió frío por ella. Y también desolación, y miedo, y una especie de angustiosa debilidad que quizá se pareciera a la ternura.

Gándara se colocó la bata y los guantes y encendió encima de ellos la potente luz antibacteriana.

– Bueno… ¿Cómo te sientes, Bruna?

– Mal.

Gándara la miró, preocupado.

– ¿Sabes qué día es hoy?

– Lunes… 31 de enero…

La voz sonaba pastosa.

El forense tomó sus constantes con un medidor corporal.

– Taquicardia, ligera hipotermia… Bueno. No podemos perder tiempo. Si tienes esa mema, hay que sacarla ya.

Con movimientos rápidos y precisos, el médico tiró hacia abajo de un aparato de aspecto espeluznante que pendía sobre su cabeza y lo puso en marcha. Empezó a emitir un amenazador zumbido.

– Tienes que estarte muy quieta. ¿Has entendido? Piensa que eres un fiambre.

La rep abrió mucho los ojos en muda aquiescencia. El forense encajó la punta metálica del aparato en la nariz de la androide y pulsó un botón.

– Ahí va la sonda…

Bruna gimió y sus manos se crisparon agónicamente.

– ¡Por todas las malditas especies, Gándara! ¿No hay manera de hacérselo más llevadero? -gruñó el inspector.

– Qué quieres, Lizard, aquí no tenemos anestésicos… No los necesitamos, no sé si te das cuenta… ¡Muy quieta, Bruna!… Pero va a ser rápido. Y además, tampoco es para tanto, ¿eh? Nunca se me ha quejado nadie, jaja…

En la pantalla se veía el avance por el cerebro de la nanosonda, tan extremadamente fina que emitía un destello fluorescente para poder ser vista. El gusano de luz daba vueltas y vueltas por la materia gris como un cometa loco en un universo cerrado. Gándara frunció el ceño.

– No puede ser…

Bruna jadeaba roncamente. Apretaba los puños y tenía el cuerpo tan tenso que los dedos de sus pies estaban encogidos como garfios. Ese cuerpo hermoso y doliente, esa carne maltratada que la luz bactericida teñía con un irreal tono violáceo.

– ¡Joder! ¿Qué pasa? ¿No iba a ser rápido? -explotó el inspector.

El gusano luminoso recorrió una vez más la pantalla y luego se apagó. La sonda siseó mientras se replegaba. Gándara extrajo el aparato de la nariz y se volvió hacia Nopal y Lizard.

– No hay nada.

– ¿Cómo?

– No hay ningún implante. Ninguna mema artificial, aparte de la memoria tecnohumana de serie, que sigue estando intacta y sellada.

– Eso no puede ser. Soy memorista, hablé con Bruna y sé que estaba siendo víctima de una implantación de recuerdos falsos. Lo sé con total seguridad -dijo Nopal.

– Pues no hay nada, ya te digo. ¡Nada! Y yo también estoy completamente seguro -dijo el forense con cierta irritación.

Pero luego miró a la rep y se pellizcó el lóbulo de la oreja derecha, como solía hacer cuando estaba nervioso.

– Aunque, quizá…

Levantó las manos de la rep, que seguían crispadas.

– Mmmm… Bruna, ¿notas si tienes más saliva de lo normal?

La detective cabeceó afirmativamente.

– Ya veo… Rigidez, salivación excesiva… Lo siento, pero tengo que volver a meter la sonda. Esta vez sí que será muy breve…

Bisbiseó de nuevo el aparato con un zumbido de broca taladradora, se encendió la lombriz fluorescente en la pantalla, gimió la androide. Pero Gándara había dicho la verdad: en unos segundos había terminado y estaba fuera. Apagó la máquina y la empujó hacia el techo. Se le veía entusiasmado.

– Creo que ya sé lo que sucede… ¡Es fantástico! Había oído hablar de ello pero no lo había visto jamás…

– ¿Qué, qué? -preguntaron al unísono Pablo y Paul.

– Son unos cristales de cloruro sódico… Pueden ser grabados como un chip, pero se disuelven en el organismo a las pocas horas sin dejar ningún rastro. O sea, le han implantado una mema artificial de sal, lo que pasa es que ya se ha deshecho. Pero todavía he podido encontrar rastros de una salinidad un poco por encima de lo normal. Nada importante.

– Entonces, ¿no se va a morir?

– No, no. En absoluto. La sal ha provocado un pequeño desequilibrio electrolítico en el cerebro y es responsable de los mareos, la rigidez y demás. Por fortuna tengo unos reservorios de ultrahidratación que uso con los cuerpos que me llegan demasiado momificados. Le meteré una de esas cápsulas subcutáneas a Bruna y, con un poco de reposo, en veinticuatro horas estará como nueva.

– Querían que no quedara rastro de la manipulación de la memoria… Por eso el método de muerte elegido era el gas… De ese modo el cadáver de Bruna habría llegado intacto a las manos del forense y, al hacerle la autopsia, no hubieran encontrado nada… Así parecería que Husky había cometido todos esos horrores consciente y libremente. Una tecno perversa y vengativa contra la especie humana… -reflexionó Lizard.

– La enemiga perfecta… -murmuró la rep débilmente.

– Bueno, este pequeño pinchazo es para colocarte la cápsula hídrica… Listo. Dentro de unas semanas, cuando quieras, pásate por aquí y te saco el reservorio… Como es un producto pensado para fiambres, no se reabsorbe. Aunque es totalmente inocuo: lo puedes llevar puesto toda tu vida, si no te molesta. Ahora debéis iros… Cuanto antes. Teneros aquí es un compromiso.

– Un compromiso que valoramos y que queremos agradecer -dijo Nopal.

Y estrechó la mano del forense, colocándole en la palma unos cuantos lienzos. Gándara sonrió y se guardó el dinero con naturalidad.

– Lo hubiera hecho igual, pero con esto me siento mucho más querido y más contento… Podéis salir por la puerta de atrás, que es por donde los robots sacan los cuerpos… Será mejor que se vista…

Lizard tomó en brazos a Bruna y la sacó de la cápsula. La ropa áspera del hombre rozaba su piel desnuda. La rep se hubiera quedado enroscada contra el pecho del inspector eternamente, se hubiera echado a dormir en ese refugio de carne hasta la llegada de su TTT; pero se sentía un poco mejor y sabía que no tenía más remedio que moverse. Así que se vistió, e incluso caminó por su propio pie, inestable y ayudada por Nopal, hasta el exterior. La puerta trasera daba a un muelle de carga atendido por robots; unas cuantas cápsulas vacías se apilaban junto al muro. Lizard, que había ido a buscar el coche, apareció enseguida y les recogió.

– Tenemos que encontrar un lugar seguro para esconderte… Hasta que te recuperes y hasta que consigamos aclarar todo esto.

– Puede quedarse en mi casa -dijo Nopal.

– No. En tu casa, no -respondió Lizard tajante.

El memorista le miró con una sonrisa burlona.

– ¿Y por qué no, si puede saberse?

El inspector calló.

– ¿Temes que yo esté implicado en la trama? ¿O temes que ella prefiera estar conmigo?

Están peleándose por mí, pensó Bruna; qué cosa tan arcaica.

– Te tengo puesto bajo vigilancia desde hace más de un año. Si va a tu casa, mis hombres la descubrirían enseguida -dijo Lizard, ceñudo.

Ah. Después de todo Paul no peleaba por ella. No era más que una simple cuestión de estrategia. Bruna sintió en su boca algo salobre. Demasiada saliva y toda amarga.

Nopal se puso blanco de ira. Una furia calmada y reluciente.

– Ah, bien. Me alegra que hayas reconocido que me vigilas. Eso es acoso policial. Te voy a poner una querella.

– Haz lo que te dé la gana.

– Para aquí -ordenó el memorista.

Lizard detuvo el vehículo y el hombre se bajó.

– Nopal… -dijo la rep.

El memorista levantó un dedo.

– Tú calla. En cuanto a ti, voy a acabar contigo. Créeme.

Lizard le miró cachazudo, entornando los pesados párpados.

– Te creo. Es decir, creo que vas a intentarlo. Por eso te tengo vigilado. Porque creo que eres capaz de hacer cosas así.

Nopal soltó una carcajada breve y sardónica.

– Voy a acabar contigo pero en los tribunales. Te denunciaré y será el fin de tu carrera. Disfruta de tu pequeño poder mientras puedas.

Y, dando media vuelta, se marchó calle arriba.

Lo miraron alejarse en silencio.

– Tú lo llamaste -dijo al fin Bruna.

– Mmmmm.

– Pero le odias.

– Cuando me hablaste de tu hijo, supe que sería muy difícil sacarte del delirio que te habían implantado. Entonces me acordé de él y pensé que podría ayudarte.

– ¿Cómo… ejem… cómo sabías que Nopal había sido mi memorista?

– No lo sabía.

– ¿Y cómo sabes que no he matado a Hericio?

– No sé si lo has hecho.

– Entonces, ¿por qué me ayudas?

– Tampoco lo sé.

Bruna calló unos instantes mientras intentaba digerir la información y al cabo decidió dejarlo para más adelante. Estaba agotada y muy confundida. Aunque se encontraba algo mejor, necesitaba dormir urgentemente. Necesitaba un lugar seguro en el que poder descansar.

– ¿Sabes qué ha pasado con mi móvil? -preguntó.

– Lo encontré en tu casa. Toma. He alterado tus datos en el ordenador central de la Brigada para que no puedan rastrearte. Supongo que tardarán un par de días en descubrirlo.

La rep se ciñó la flexible hoja transparente a la muñeca y llamó a Yiannis. Lizard le había dicho que tanto el archivero como la mujer-anuncio estaban vivos, que el gas no era más que una sustancia narcótica y que ambos se habían recuperado sin problemas. Ellos fueron quienes avisaron a la policía de la desaparición de la detective. El agitado rostro de Yiannis llenó la pantalla.

– ¡Ah, Bruna, por todos los sintientes, qué gusto verte! ¿Dónde estás, cómo estás, qué ha sucedido? No hacen más que sacarte en todas partes diciendo de ti cosas espantosas… Y luego están esas imágenes que te han tomado entrando en el PSH disfrazada… Por desgracia todo resulta muy creíble.

Husky le hizo un breve y fatigado resumen de la situación y luego planteó la necesidad de encontrar un lugar donde esconderse. Evidentemente la casa de Yiannis tampoco era una opción: ya había sido atacada una vez allí. Y no se le ocurría ningún otro sitio. Sobre todo teniendo en cuenta que todo el mundo creía que ella era la asesina.

El rostro del viejo se iluminó.

– Espera… Tal vez… El bicho ese que te había tomado tanto cariño, el omaá… ¿no me contaste que lo llevaste al circo con la violinista? ¿No podrías quedarte allí un par de días?

– Pero apenas conozco a Maio y a Mirari… ¿Por qué se iban a fiar de mí? Pensarán que maté a…

Y entonces se dio cuenta. No, no lo pensarían, porque Maio sabría que ella era inocente. Merecía la pena probar.

– Buena idea, Yiannis. Voy a intentarlo.

Y mientras Lizard conducía hacia el circo, Bruna se relajó y se dejó caer dentro de un sueño atormentado.


Estaba boca arriba en la cama y la oscuridad se apretaba en torno a ella, pesada como una manta húmeda. Bruna acababa de despertarse y tenía miedo. Pero lo que la amedrentaba no era que quisieran matarla, ni que le hubieran metido una mema de sal en el cerebro o que alguien la hubiera escogido para ser el chivo expiatorio de una trama siniestra. A fin de cuentas ésos eran peligros auténticos, amenazas concretas ante las que podía intentar defenderse. En casos así, el corazón bombeaba y el cerebro se inundaba de adrenalina. Había algo enormemente excitante en el peligro real. Una exuberante reafirmación de vida.

No. El miedo que Bruna experimentaba ahora era distinto. Era un terror oscuro e infantil. Una desolación de muerte. Era el mismo miedo que padecía por las noches, siendo pequeña, cuando el horror de las cosas se arrastraba como un monstruo viscoso a los pies de su cama, entre las tinieblas. Por todas las malditas especies, se desesperó la rep: ¡pero si nunca había sido pequeña, si nunca había existido nada de eso! No era más que un recuerdo falso, la memoria de otro. De pronto una idea cegadora y desnuda se encendió en su cabeza: probablemente Pablo Nopal había vivido todo eso de verdad. Por eso ese netsuke tan extravagantemente caro: era el collar de su madre. Por eso la emoción y la autenticidad con que Nopal describió las escenas cuando sacó a la androide del delirio. En un vertiginoso instante, Bruna percibió que el memorista estaba dentro de ella convertido en un niño asustado; y sintió asco, y al mismo tiempo una indecible ternura. No quería volver a ver a Pablo Nopal nunca más. Mentira, sí que quería, más aún, necesitaba verle, necesitaba preguntarle sobre la madre, sobre el padre, sobre la infancia, quería saber más cosas, más detalles, tenía hambre de más vida. Qué fascinación y qué pesadilla.

Cuatro años, tres meses y once días. En realidad, ya diez, porque eran las 12:41. La madrugada del 1 de febrero.

La vida era una historia que siempre acababa mal.

Respiró pausadamente durante algunos minutos, intentando aliviar el estrujón de angustia. Pensó en Merlín y se cobijó en su recuerdo, éste sí verdadero, éste sí precioso y único, el recuerdo vivido y compartido de su sabiduría y de su coraje. «Hay un momento para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para llorar y un tiempo para reír, un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse», dijo su amante pocos días antes de fallecer, muy débil ya pero con la voz clara y tranquila. A Merlín siempre le gustó ese fragmento del Eclesiastés. Palabras bellas para ordenar las sombras y para serenar siquiera por un instante la furiosa tempestad del dolor. Ahora, al revivir esa escena, Bruna también experimentaba un pequeño consuelo, como si la pena se colocara obedientemente en su sitio.

La detective se encontraba en el camerino de Mirari, en el camastro situado detrás del biombo. Maio dormía ahí junto a Bartolo, pero le habían cedido el lugar. La puerta estaba cerrada con llave y el cuarto carecía de ventanas: la rep se sentía como en el interior de una caja fuerte. Tanto el omaá como la violinista habían reaccionado extraordinariamente bien, ofreciendo su apoyo sin preguntas. Claro que Maio no necesitaba preguntarle nada. Volvió a mirar la hora: 12:48. La última función tardaría unos veinte minutos en terminar y luego Maio y Mirari vendrían al camerino. Bruna se encontraba mejor y tenía hambre. Pero no quería encender la luz y accionar el dispensador de comida. No quería armar tanto barullo y delatarse. Esperaría a que ellos regresaran.

El bip de su móvil sonó atronador en mitad del silencio de la noche y la rep se apresuró a callarlo. Era Habib.

– Por el gran Morlay, Husky… -suspiró el rep-. Menos mal que te encuentro…

– Habib, no he hecho nada de eso que dicen.

– Claro, siempre he estado seguro de que no eras culpable… pero pensé que podrían haberte metido una de esas memas asesinas, como hicieron con Chi… ¿Te implantaron una, Husky? ¿Estás bien?

Bruna le explicó brevemente la situación.

– Pero ya me encuentro mucho mejor.

– Pues no tienes buen aspecto. Aunque apenas puedo verte… Estás en un sitio muy oscuro.

– Estoy en…

Habib puso cara de susto y la interrumpió.

– ¡No me lo digas! ¡No me lo digas! ¡No quiero saber dónde te escondes! Es más seguro para todos. ¡Imagínate que me cogen y me hacen lo que le hicieron a Hericio! ¡Lo contaría todo!

La rep le miró un poco desconcertada. Habib parecía descompuesto.

– Vale. Está bien. Tienes razón.

El androide hizo un esfuerzo por serenarse.

– Perdona. Todo es tan terrible que… Tengo los nervios destrozados. Mañana estoy citado con Chem Conés, y tres horas después con la delegada del Gobierno Terrestre. Voy a explicarles nuestra visión de las cosas. Les diré por qué pensamos que se trata de una conspiración contra los reps, y les pediré que pongan fin a esta locura. También hablaré de lo tuyo. ¿Puedo contar todo lo que me has dicho?

– Todo menos la participación de Lizard, Nopal y Gándara.

– Claro. Por supuesto. Bueno, deséame suerte. Te llamaré después.

Cortó y el pequeño resplandor azuloso de la pantalla desapareció como un fuego fatuo entre las sombras. Inmediatamente después, Bruna escuchó algo. Un roce casi inapreciable. Una levísima vibración del aire. Alarmada, se sentó en la cama. Y de pronto todo pareció detenerse: el tiempo, el rotar de la Tierra, su corazón. Saltó como un resorte y se arrojó de cabeza al suelo antes de saber por qué lo hacía, y mientras rodaba sobre la tarima vio cómo un silencioso y deslumbrante hilo de luz reventaba el camastro. Plasma negro. Gateó, llevada por su intuición, de una esquina a otra del cuarto, perseguida por los disparos de esa muerte callada, que iba abriendo boquetes detrás de ella. Sus ojos mejorados de rep pudieron distinguir la silueta del atacante pese a la oscuridad: estaba junto a la puerta, cuya cerradura sin duda había forzado con extraordinario sigilo; era de estatura mediana y llevaba un casco de localización térmica, que permitía ver al objetivo en medio de la noche y a través de obstáculos materiales como el biombo. Todo esto lo percibió Bruna en un instante mientras se arrastraba y corría como una cucaracha entre las sombras, totalmente segura de que el agresor conseguiría matarla en el próximo tiro o en el siguiente. No había manera de acercarse a él sin exponerse y no había otro lugar por donde salir salvo la puerta que el atacante bloqueaba.

De pronto lo vio aparecer detrás de él, enorme, rozando el dintel con la cabeza. Era Maio. El bicho levantó su brazo colosal y descargó el puño sobre el cráneo del agresor, que cayó al suelo. Pero el casco debió de protegerle, porque se revolvió como una alimaña sobre su espalda, apuntando con la pistola al alien. Bruna imaginó el ancho pecho traslúcido y las vísceras tornasoladas explotando a consecuencia del impacto: un tiro de plasma negro lo mataría. Entonces se lanzó hacia el atacante como un felino, toda intuición, codificación genética y entrenamiento. Saltó feroz y furiosa, eficiente y cruel, y agarrando por detrás la cabeza del tipo, la torció de un tirón. Fue un movimiento seco que ejecutó sin pensar y sin sentir, un perfecto golpe de verdugo. El cuello crujió y el hombre se desmadejó entre sus manos. Estaba muerto.

– Bruna…

Maio encendió la luz y habló con su voz rumorosa.

– Bruna… Te sentí, supe que estabas en peligro y por eso vine…

La rep seguía arrodillada en el suelo. Entre sus piernas, el cuerpo desbaratado del asaltante. Le quitó el casco: era un hombre joven, desconocido. La cabeza había quedado inclinada hacia un lado de un modo grotesco y el rostro tenía una expresión relajada y triste. Hacía menos de un minuto estaba vivo y ahora era un cadáver. Un torrente de imágenes terribles inundó la cabeza de la androide. Cuchillos de sangre atravesaban su memoria, y esta vez se trataba de su memoria verdadera, de su pasado auténtico: nada que ver con el miedo imaginario de la falsa niñez. No era el primer muerto de Husky: los años de milicia fueron duros. Pero no era algo a lo que uno pudiera acostumbrarse.

– Bruna, Bruna… Te sentí antes y también te siento ahora -susurró Maio.

Se acercó a ella y colocó suavemente una de sus grandes manos con demasiados dedos sobre la rapada cabeza de la androide. Tibieza, suavidad, cobijo. El remolino de punzantes cuchillos amainó un poco. El pasillo se había llenado de gente: Mirari con el bubi en brazos, otros artistas del circo, gente del público que estiraba el cuello para ver mejor. La salida del omaá de escena a todo correr en mitad del espectáculo debió de llamar bastante la atención. Por no hablar del alboroto provocado por la pelea: el camerino estaba destrozado. Ahora todos esos humanos la contemplaban con ojos redondos y aterrados. Bruna se vio a sí misma arrodillada con el cuerpo exangüe de su víctima apoyado en el regazo. Era como una imagen de La Piedad. Era la Piedad de los impíos. No lo sentía por el hombre, que era un asesino; lo sentía por ella, por su automatismo letal. No hubiera sido necesario matarlo, pero ni siquiera tuvo tiempo para pensar antes de hacerlo. Una mujer se abrió paso entre el gentío y la apuntó con un plasma reglamentario.

– Policía. Quedas detenida, Bruna Husky.


La mujer policía que la había detenido estaba tan excitada y tan contenta como si le hubiera tocado la Loto Planetaria, pero enseguida llegó su inmediato superior y se hizo cargo de Bruna, también exultante y felicísimo; y éste tampoco duró mucho en la alegría, porque la custodia de la rep le fue rápidamente arrebatada por su siguiente jefe. Y así, en cosa de un par de horas, la androide fue pasando de mano en mano y ascendiendo de manera imparable por la jerarquía policial, como un rico botín disputado por piratas. Después de las fuerzas del orden le llegó la vez a los políticos, que, con hambriento frenesí de tiburones, también intentaron quedarse con un buen bocado de la captura, hasta que a las cuatro de la madrugada decidieron meterla en un calabozo de alta seguridad que había en el Palacio de Justicia, a la espera de que llegara una hora más razonable y pudiera hacerse una grandiosa presentación mediática del evento. Querían sacarle todo el jugo posible a la detención. Bruna habló dos minutos con un abogado de oficio, un apático humano a quien por supuesto dijo que era inocente, además de pedirle que avisara a los letrados del Movimiento Radical Replicante. Después de eso se quedó sola en el modernísimo calabozo, un lugar constantemente iluminado y monitorizado, e intentó controlar la angustia y descansar un poco. Todavía se sentía bastante mal físicamente.

Pero, para su sorpresa, a las cinco y media de la mañana vino en su busca la policía primera junto con otro compañero. Ahora la mujer estaba malhumorada y taciturna, tal vez por la amargura de haber comprobado lo poco que rinden los éxitos personales cuando se tienen demasiados jefes por encima. Ordenó con sequedad a Husky que se levantara y cambió el programa de sus grilletes electrónicos para que la tecno pudiera caminar. Habían trabado a Bruna con toda clase de aparatos de contención: grillos en los pies, pulseras paralizantes e incluso un collar noqueador, capaz de provocar un paro cardiaco por control remoto. Era evidente que los humanos le tenían miedo. Muchísimo miedo. Y haberla encontrado con un tipo al que acababa de romper el cuello entre los brazos no mejoró precisamente la situación.

La policía taciturna echó una enorme capa gris oscura por encima de los hombros de la rep para cubrir toda la quincallería presidiaria y le metió un gorro de malla negra hasta las cejas. Con lo alta que era, la capa arrastrando y el gorro calado, debía de tener un aspecto rarísimo, pensó Bruna; si con eso pretendían que pasara desapercibida, el intento era sin duda un completo fracaso.

Así ataviada, la androide fue conducida por la pareja de policías a través de los silenciosos y vacíos corredores del Palacio de Justicia. Cuando tomaron la escalera de servicio y bajaron a las plantas de almacén y equipamiento, Bruna comenzó a inquietarse; atada, electrónicamente bloqueada e inerme como estaba, cualquier imbécil podría hacer con ella lo que quisiera. Preguntó adónde iban, pero ninguno de los dos policías se dignó contestar. Todavía no había amanecido y esa zona del edificio sólo estaba iluminada por las luces de emergencia. Era una atmósfera irreal y angustiosa.

Atravesaron un inesperado gimnasio en el segundo sótano, salieron a un parking subterráneo y subieron a un coche del mismo modelo y color que el de Lizard: sin duda un vehículo policial, aunque no llevara los distintivos oficiales. La mujer oscureció los cristales y metió manualmente la dirección, de manera que Bruna siguió sin conocer su destino. Veinte minutos más tarde se detuvieron ante otra puerta trasera de un enorme edificio. Pero ahora la rep ya sabía dónde estaban: en el Hospital Universitario Reina Sofía. Llamaron, se identificaron y la puerta se abrió. Un guardia de seguridad les condujo por un nudo de pasillos hasta llegar a una zona que pertenecía al servicio de psiquiatría. O eso ponía en la pared con grandes letras. Entonces el hombre abrió con llave la puerta de un cuarto y le indicó con la cabeza a la rep que entrara. Eso hizo Bruna y la puerta se cerró a sus espaldas. Miró alrededor: estaba sola. Era una habitación muy grande, más bien una sala, iluminada por la desangelada y mortecina luz de unos cuantos tubos electroecológicos. En un lateral había una mesa de despacho con dos o tres asientos delante; en el otro lado de la estancia había una veintena de sillas dispuestas en un doble semicírculo. Lo mejor del lugar eran las grandes ventanas que daban al patio interior del Reina Sofía, que era enorme y parecía un claustro medieval. Se trataba de un edificio muy antiguo; Bruna sabía que originalmente había sido un hospital y que luego fue un importante museo de arte durante más de un siglo. Las Guerras Robóticas lo destrozaron y en la reconstrucción se volvió a recuperar su uso sanitario. La rep se acercó a las ventanas a echar un vistazo al oscuro exterior y advirtió que los cristales estaban recorridos por una cuadrícula de líneas electromagnéticas. Rejas. Seguía estando en una celda, aunque más grande.

– Hola, Husky.

Bruna se volvió. En la puerta estaba Paul Lizard. Hizo una mueca rara que podría ser cualquier cosa, desde una sonrisa a un gesto de desprecio, y entró en la habitación y se acercó a ella. Traía dos cafés en las manos.

– ¿Quieres?

– No.

– Bueno.

El hombre se bebió calmosamente uno de los cafés y a continuación se bebió el otro. Luego se quedó mirándola con gesto preocupado.

– Me ha costado mucho conseguir que te trajeran aquí. Por fin he logrado convencer a la delegada del Gobierno Terrestre. Le he dicho que, tal como están las cosas, no podíamos garantizar tu integridad si la gente sabía dónde estabas. Y es verdad.

Bruna calló.

– Me autorizó el traslado porque dije que te encerraría aquí: está obsesionada con que no te escapes. Este hospital tiene un ala de psiquiatría de alta seguridad. Están buscando una habitación en la que meterte. Se supone que sólo media docena de personas sabemos dónde estás. Ya veremos. Estoy convencido de que la policía está infiltrada.

– Ya… -resopló la rep con desaliento.

– ¿Qué tal te sientes?

– Muy cansada.

– Pues intenta dormir un poco. Tenemos días muy duros por delante.

La rep apreció esa primera persona del plural: «tenemos»… Hizo que se sintiera un poco menos sola. Miró a Lizard: él también tenía un aspecto lívido y exhausto.

– Gracias por todo, Paul.

– No me las des. Es frustrante no haber conseguido resolver este caso. Estamos intentando identificar al tipo que te atacó ayer… ¿Cómo supo que estabas en el circo? Incluso llegué a pensar que te podían haber implantado un chip intramuscular de localización, pero en el rastreo que te hicieron anoche antes de entrar en el calabozo no había nada…

Lizard calló unos instantes y luego miró de refilón a la rep.

– Fue una pena que mataras a ese hombre. Habría sido muy útil poder interrogarlo.

La detective se puso rígida.

– Iba a disparar a Maio.

– No te estoy acusando, Bruna.

– No me estoy defendiendo, Lizard.

Algo amargo y punzante se había instalado de repente entre ellos. El inspector gruñó y se frotó la cara con la mano.

– Bien. Voy a ver si hay algo nuevo. Volveré más tarde.

Fue hasta la puerta, golpeó con los nudillos y le abrieron. Iba ya a salir cuando Bruna le gritó desde el otro lado de la habitación:

– ¡Eh! Vosotros me habéis hecho como soy.

– ¿Qué?

– Soy una tecno de combate. Vosotros me habéis hecho tan rápida y tan letal.

El hombre la miró con el ceño fruncido.

– Yo no he sido quien te ha hecho así… Además, a mí me gustas como eres.


Siguiendo el consejo de Lizard, Bruna se había instalado en un par de sillas junto a la ventana y llevaba una hora intentando dar una cabezada. Pero cada vez que el sueño le soltaba los músculos y comenzaba a nublarse su conciencia, experimentaba una brusca y aterradora sensación de caída que la volvía a espabilar de golpe. Las pulseras y el collar de retención resultaban pesados e incómodos, y las rejas electromagnéticas zumbaban tenuemente en el silencio como mosquitos tenaces. Miró hacia el patio-claustro. Amanecía. El aire tenía un denso color azulón que se iba aclarando por momentos, como si destiñera. Se levantó y, tras caminar torpemente con sus piernas trabadas hasta el interruptor de luz, apagó los tubos ecoeléctricos. Inmediatamente el nuevo día entró por las ventanas con empuje arrollador. Cuatro años, tres meses y diez días. Y esta nueva jornada también prometía ser calamitosa.

Regresó anadeando al mismo lugar junto a la ventana. Podría haber elegido entre una veintena de asientos, pero humanos y tecnos eran criaturas de costumbres: enseguida intentaban hacer un nido de una maldita silla de hospital. Eran las 07:10. ¿Le darían algo de comer si lo pidiera? Cuatro años, tres meses y diez días.

La puerta se abrió tímidamente y apareció la cabeza de Habib. El dirigente rep entró, cerró la hoja a sus espaldas y sonrió azorado.

– ¡Habib! -exclamó Bruna con alivio.

Nunca pensó que ver a otro androide iba a alegrarle tanto.

– ¿Te ha avisado el abogado de oficio? No sabía si lo haría, era un imbécil…

El hombre llegó junto a ella y le dio unas desmañadas y amistosas palmaditas en el hombro.

– Ya lo siento -dijo con simpatía.

A continuación, todavía sonriendo, sacó con rápida habilidad una pistola de plasma y pegó el cañón a la sien de la detective. Bruna le miró atónita.

– Lo siento, Husky. No me caes mal. Pero si supieras todo lo que hay en juego… Fue una proposición imposible de rechazar.

La mano del hombre tembló ligeramente, un movimiento ínfimo e involuntario que, la detective lo sabía bien, antecedía en una décima de segundo al disparo, y supo que era el fin. Los héroes mueren jóvenes, pensó absurdamente en su último instante. Pero de pronto se hundió el mundo. Un tremendo estallido, una lluvia de cristales rotos, Habib desplomándose: todo esto sucedió al mismo tiempo. Bruna se puso en pie y un montón de fragmentos de vidrio se desprendieron de ella y cayeron tintineando sobre el suelo. Se inclinó sobre el cuerpo yacente. Estaba muerto. Tenía un agujero negro y redondo en mitad de la frente, y un boquete en la parte posterior del cráneo. Se fijó en el arma: esa pistola despareja y mal hecha que llevaba Habib era la que le había vendido el lugarteniente de Hericio.

– ¡Por el gran Morlay!

Sangre y sesos manchaban las brillantes esquirlas de cristal que había por todas partes. La rep miró hacia el ventanal: alguien había disparado desde fuera y el vidrio se había roto, aunque la cuadrícula electromagnética seguía en funcionamiento y bisbiseando.

La puerta batió contra la pared al abrirse violentamente y Lizard entró como un ariete con el arma en la mano.

– ¡Es Habib! ¡Está muerto! -barbotó la androide.

El inspector le echó una ojeada al cadáver.

– ¿Quién ha disparado?

– No lo sé. Desde fuera…

Lizard se acercó a los ventanales. El patio estaba empezando a llenarse de gente atraída por el ruido.

– Paul… Habib venía a matarme.

El inspector se volvió y la miró.

– Esa pistola… ¿Ves el plasma que lleva en la mano? Esa pistola era mía. Me la quitaron anteayer cuando me secuestraron.

– Por todos los sintientes, Bruna, ¿cuántas más armas tienes escondidas por ahí para que te las roben? En fin… Supongo que también manipularon el cerebro de Habib para que hiciera esto.

Bruna negó lentamente con la cabeza. Estaba segura de que el tecno se encontraba en plenas facultades.

– ¿Qué aspecto tenía yo bajo los efectos del cristal de sal? ¿Cómo me comportaba?

– Como si hubieras enloquecido.

Igual que Cata Caín, la vecina rep que se vació un ojo. Esa apariencia tensa, febril y delirante.

– Habib actuaba con toda normalidad. Me dijo que lo sentía, pero que le habían hecho una oferta irresistible. Estoy segura de que estaba implicado en la trama. Pero ¿por qué? ¿Y quién lo ha matado?

Lizard pulsó su móvil.

– Estoy pidiendo refuerzos. No me atrevo a dejarte sola.

En ese momento asomaron por la puerta la mujer policía y su compañero.

– ¿Dónde os habíais metido? Teníais la obligación de vigilar esta sala en todo momento -tronó el inspector.

Los policías abrieron y cerraron las bocas con aire confuso.

– Yo… Me mareé y… Nos fuimos a… -balbució la mujer.

Lizard les apuntó con su reluciente plasma de reglamento.

– Entregadme ahora mismo las armas. Estáis arrestados.

La pareja obedeció con consternada docilidad y manos temblorosas, y después Lizard les obligó a que se esposaran mutuamente a los viejos tubos de la calefacción del pasillo. El inspector volvió a entrar en la sala y cerró la puerta a sus espaldas, desalentado.

– Tú qué crees, Bruna, ¿son unos ineptos o unos corruptos? No hay manera de poder fiarse de nadie en este maldito caso…

El hombre se acercó a Habib intentando no pisar los sesos desparramados por todas partes y escudriñó el cadáver.

– ¿Y dices que es tu pistola?

– Sí. Me la puso en la sien. Creo que quería que pareciera un suicidio. Seguramente lleva un guante de dermosilicona para no dejar huellas.

Lizard asintió.

– Es probable. ¿Y cómo pudo saber dónde estabas?

– Yo… yo le dije al abogado de oficio que le avisara.

El inspector resopló con malhumor.

– Ya. Bueno, he llamado a unos compañeros de confianza para que vengan a protegerte… Llegarán enseguida. Claro que también vendrá el juez, y la policía científica, y los encargados de llevarse a la pareja de imbéciles que he dejado esposados, y seguro que también aparecerá algún mando de la policía o algún político a protestar. Eso seguro. De manera que este lugar se va a poner de lo más concurrido. Voy a ver si encuentro otro sitio donde meterte.

Bruna le miró con la expresión transfigurada.

– Paul…

– ¿Qué ocurre?

– Estoy pensando que… ¿Por qué ese empeño en matarme? Ya han conseguido lo que querían de mí… Bueno, no solté el gas, pero han hecho que parezca culpable del asesinato de Hericio. ¿De qué les sirve quitarme ahora de en medio?

– Para que no puedas demostrar tu inocencia.

– Sí, pero… ¿por qué esa urgencia en acabar conmigo? Ahora mismo puedo dar mucho juego en los medios y serles muy útil. Saldré en todas partes como la rep asesina. Pero parece que están desesperados por liquidarme. Ayer mandaron a ese tipo y hoy ha venido el mismo Habib, que no creo que fuera una pieza menor en la conjura… Cuánto se están arriesgando para matarme. ¿Por qué?

Lizard apelotonó la carnosa frente.

– ¿Por qué crees tú?

– Mi hijo… El recuerdo de mi hijo. ¡Era tan real! Y todo ese cariño y ese dolor…

Bruna se estremeció.

– Aún escuecen por ahí dentro… Escucha: ¿y si han usado de modelo memorias reales? Algunos memoristas lo hacen… Sé que el mío lo hizo. Seguramente eso les era más fácil que inventar algo lo suficientemente intenso y creíble. ¿Y si ese niño existió de verdad? ¿Y si temen que todavía pueda recordar algo? Es decir, ¿y si temen que pueda recordarlos?

– ¿Y podrías? -preguntó Lizard con interés-. El cristal de sal ya se ha deshecho…

– Pero quedan restos… pizcas de sentido. Aunque se van borrando rápidamente. Como se borra el recuerdo de un sueño a medida que el día avanza.

– Pues entonces ponte a ello ahora mismo… Inténtalo… ¿Qué necesitas?

– Un poco de silencio… Concentrarme… Tal vez ayudaría la oscuridad…

Por fortuna los ventanales tenían estores venecianos y Lizard los bajó. La habitación quedó sumida en una penumbra fría. Se instalaron en la mesa de despacho, lo más lejos posible del cadáver. Sentada de espaldas a Habib, Bruna apoyó los codos en la mesa, enterró la cara entre sus manos e intentó recordar.

Era como bajar a un sótano entre tinieblas.

Una mano regordeta. Es lo primero que vio. Una mano acolchada de bebé con pequeños hoyos en los nudillos.

Una súbita pena le apretó la garganta. Ah, esa conmovedora, inigualablemente hermosa mano de su hijo. Ese niño por el que ella estaba dispuesta a morir y a matar.

Los recuerdos iban llegando rotos, fragmentados, como briznas de un naufragio que las olas depositan sobre la orilla. Un golpe de mar y apareció la imagen del niño corriendo detrás de una pelota, sudoroso y feliz; un burbujeo de espuma y ahora veía a Gummy en el hoyo de su camita, despertándose con los labios todavía hinchados por el sueño.

Ese niño por el que ella estaba dispuesta a morir y matar.

Un dolor daba vueltas por el fondo de su cerebro como un escualo.

Gummy cantando. Gummy lloriqueando sin ganas de llorar. Casas y escaleras, alamedas moteadas por la luz del sol, el ruido del viento. El niño sonreía desde los brazos de alguien. Ese niño sonriente estaba muy quieto. Y también permanecía quieta la persona que le tenía en el regazo. Se trataba de una foto. Y quien sostenía al niño era una mujer. Matar y morir. Bruna conocía a esa mujer. Estaba más joven y se vestía de otro modo, pero sin lugar a dudas la conocía. La rep abrió los ojos.

– Es RoyRoy.


Tras la muerte de Habib las revelaciones se habían ido sucediendo a un ritmo endiablado. Era como en esos tramos finales de la resolución de un puzle, pensó Bruna, cuando las pocas piezas restantes empezaban a encajar unas con otras vertiginosamente, como si se atrajeran, hasta cerrar el hueco que quedaba, la última tierra incógnita del rompecabezas, mostrando por fin el diseño completo.

En el despacho de Habib se había encontrado un segundo ordenador que, aunque blindado por un sofisticado sistema de seguridad, fue fácilmente reventado por los expertos, y que proporcionó una mina de datos esenciales, desde los materiales con que había sido confeccionada la holografía amenazadora recibida por Chi hasta una lista cifrada de contactos que estaba siendo analizada meticulosamente. El programa de reconocimiento anatómico demostró que el ojo reflejado en el cuchillo de carnicero era el del propio Habib. Ese ojo tan evidente como el de la nebulosa Hélix, una presencia obvia en la que, sin embargo, Bruna jamás pensó. Sin duda fue Habib quien proporcionó a Chi los datos de los primeros replicantes muertos, y quien dejó la bola amenazante en su despacho; fue Habib quien sugirió que se infiltraran en el PSH, y quien mandó la lenteja a Nabokov para que enloqueciera. Esa lenteja de datos era lo que debía de estar buscando tan furiosamente cuando registraron la casa de Chi. Siempre estuvo ahí, el maldito Habib, pero la detective no lo vio.

Uno de los primeros nombres que pudieron ser descifrados de la lista de contactos resultó ser el de un bravucón especista de medio pelo que ya había tenido algunos problemas con la justicia por agresión y escándalo público. El hombre fue detenido en su casa como un conejo en su madriguera y una hora más tarde estaba confesando todo lo que sabía, que era bastante poco, aparte de que la República Democrática del Cosmos parecía estar relacionada de algún modo con el asunto. Cosa que, por otro lado, la policía ya suponía, porque si los expertos habían podido reventar tan fácilmente el ordenador de Habib era porque ese sofisticado sistema de seguridad era usado en Cosmos y ya había sido descodificado con anterioridad por los espías terrícolas.

En cuanto a RoyRoy, Lizard mismo dirigió el operativo que había ido a buscarla a casa de Yiannis, pero cuando llegaron la mujer no estaba. Había desaparecido dejando todas sus pertenencias atrás, entre ellas el aturdido y desolado archivero. Puede que la mujer-anuncio hubiera acordado una llamada de seguridad con Habib tras cumplir éste su misión, y al no recibirla decidiera escapar. El programa central de identificación estuvo analizando durante horas algunas imágenes que Yiannis había tomado de RoyRoy y al cabo descubrió que su verdadero nombre era Olga Ainhó, una famosa química y bióloga desaparecida quince años atrás. Con la chapa civil de Ainhó había sido alquilado un apartamento en el barrio de Salamanca, y en el piso se encontró un pequeño laboratorio capaz de sintetizar sustancias neurotóxicas y un archivo documental con imágenes diversas, la mayoría grabaciones de experimentos científicos. Pero también estaba la evisceración de Hericio tomada en primer plano, con un escalofriante audio de la voz de Ainhó explicando a su paralizada víctima por qué le hacía eso.

La rep había pasado todo el día anterior y la noche del martes en el calabozo, pero la avalancha de datos terminó por exonerarla. La juez de guardia la había dejado en libertad a las 10:00 horas del miércoles. Ahora eran las 10:38 y estaba desayunando con Lizard en un café junto a los juzgados. El inspector la estaba esperando en la puerta cuando salió.

– Cuando me acuerdo de los aspavientos que me hizo Habib pidiéndome que yo no le contara dónde estaba… Ja… Para entonces él ya sabía que yo estaba en el circo. Fue Yiannis quien me sugirió ir allí, y Yiannis estaba con RoyRoy. Qué miserable comediante… -farfulló Bruna con la boca llena de panecillos de miel.

– Últimamente todas las comunicaciones del Movimiento Radical Replicante estaban siendo grabadas. Una medida de seguridad. Supongo que al hablar contigo Habib se fabricaba una coartada… -apuntó Paul.

– ¡No sólo eso! También llamó para que su esbirro pudiera localizarme dentro del circo. El sonido y la luz de mi móvil condujeron al tipo hasta mí… Lo que no consigo comprender es por qué Habib se prestó a todo esto.

– Dinero o poder. Que viene a ser lo mismo. Ésas son siempre las razones de fondo.

– ¿Tú crees? En este caso no lo tengo tan claro. ¿Un activista rep colaborando en una conjura supremacista contra los reps? ¿Y trabajando para Cosmos, una potencia en cuyo territorio están prohibidos los tecnos? No entiendo que participara en un plan que suponía su propio exterminio.

Desde que había empezado a desenredarse el ovillo, Bruna llevaba una tormenta dentro de su cabeza. Un enjambre de datos dando vueltas y entrechocando y acoplándose los unos a los otros en busca de sentido. La rep necesitaba reinterpretar y desentrañar lo sucedido. Ahora se daba cuenta, por ejemplo, de que si el enemigo siempre parecía conocer sus movimientos era porque el archivero se lo contaba todo a RoyRoy. Es decir, a Ainhó. Sintió una punzada de resquemor contra su lenguaraz amigo, pero enseguida quedó diluida por la compasión. Pobre Yiannis. Debía de estar destrozado. Descubrir que la mujer de la que se había enamorado era un monstruo capaz de destripar fríamente a alguien tenía que ser algo aterrador. Además, de todos era sabido que las efusiones sentimentales alteraban fatalmente las neuronas. Por eso ella no quería volver a enamorarse. Echó una discreta ojeada a Lizard y le pareció más robusto que nunca. Un muro de huesos y de carne. Un hombre tan grande que le tapaba la luz. El inspector había cortado pulcramente en pequeños trozos uniformes todo su plato, la loncha entera de jamón de soja y los huevos fritos; y ahora se estaba comiendo los cuadraditos a ritmo regular y dejando las yemas de los huevos para el final. Era como un niño, un niño gigante. Una tibieza húmeda inundó el pecho de Bruna. La pegajosa blandura del afecto.

– Muchas gracias por haber venido a buscarme esta mañana. Es un detalle.

– En realidad he venido a proponerte algo medio oficial -gruñó Paul.

A Bruna se le atragantó el panecillo. Se echó hacia atrás en el asiento, sintiéndose en ridículo. Siempre que dejaba escapar las emociones acababa escocida. Cuatro años, tres meses y nueve días. Se apresuró a componer un gesto serio, profesional y un poco displicente.

– Ah, una propuesta. Muy bien. Dime.

– Acabamos de descubrir que Olga Ainhó pertenece al cuerpo diplomático de la Embajada del Cosmos. Increíble, ¿no? Nunca ha aparecido públicamente en nada relacionado con la delegación, pero está acreditada. Y pensamos que es ahí donde se ha refugiado. He levantado al embajador de la cama y se lo ha tomado bastante mal. Niega que la mujer haya cometido ningún delito, habla de pruebas falsas y campaña orquestada y dice que Ainhó tiene completa inmunidad diplomática.

– O sea que ha reconocido que está ahí…

– En realidad, no. Oficialmente, los cósmicos se niegan por completo a colaborar y el asunto se está convirtiendo en una especie de incidente internacional. En fin, el embajador es un capullo, pero parece que, por debajo, están intentando distender el ambiente… Nos han llamado para decirnos que el ministro consejero consiente en recibirnos. Una cita informal, han recalcado. En su casa. A las 12:00.

– ¿Recibirnos?

– Pensé que te gustaría venir -dijo Lizard.

Las carnosas mejillas se le apelotonaron en una sonrisa irresistible, un gesto que le llenaba la cara de luz. Nada que ver con su habitual rictus sarcástico de labios desdeñosos y apretados. El calor de ese gesto radiante ablandó de nuevo a la rep.

– Deberías sonreír más a menudo -dijo, y se le escapó un tono de voz inesperadamente ronco e íntimo.

Lizard se cerró como una planta carnívora. Tragó el último pedazo de su huevo, apuró el café y se puso en pie.

– ¿Nos vamos?

Y Bruna volvió a sentirse una completa estúpida.

Los integrantes de la delegación diplomática de Cosmos vivían en las plantas superiores de la embajada. El edificio era una gran pirámide truncada puesta del revés, de manera que la parte más ancha quedaba arriba. Además, los diez primeros pisos eran de cristal y totalmente transparentes, mientras que las cuatro plantas superiores tenían un revestimiento de grandes bloques de piedra sin ventanas. El resultado era turbador: parecía que la pesada mole pétrea iba a pulverizar en cualquier momento su base de vidrio. Si la sede de los labáricos era neogótica y arcaizante, ésta era neofuturista y subvertía los valores tradicionales, tal vez como símbolo de la subversión social que pretendían los cósmicos. En cualquier caso, ambos edificios resultaban inhumanos y opresivos. La zona revestida de piedra era la destinada a albergar las viviendas de la legación; cuanto más poderoso, más alto en la pirámide. Como el ministro consejero era el segundo en mando, tenía su domicilio en el penúltimo piso, cuya superficie compartía con otros dos altos cargos. La vasta planta superior, la más grande, la que estaba aplastantemente encaramada sobre los hombros de las demás, era la residencia del embajador. También esa implacable arquitectura jerárquica debía de tener mucho que ver con la vida en Cosmos, pensó Bruna.

Por dentro, la embajada parecía un cuartel. Hipermoderno y tecnológico, desde luego, pero un cuartel. Austero, monocromo y lleno de soldados diligentes que caminaban como si tuvieran una barra de hierro en lugar de espinazo. Una oficial de uniforme impecable les acompañó hasta la puerta de la casa del ministro. Abrió un robot que les condujo a la sala, una amplia habitación sin ventanas pero con dos muros totalmente cubiertos por imágenes tridimensionales de la Tierra Flotante. Realmente parecía que estaban en el espacio.

– Bonito, ¿no? -dijo el ministro entrando en el cuarto-. Soy Copa Square. ¿Un café, un refresco, una bebida energizante?

– No, gracias.

Square pidió al robot un concentrado de ginseng y se sentó en un sillón. Era un hombre alto, de facciones perfectas. Tan perfectas que sólo podían ser un producto del bisturí, aunque desde luego de un buen cirujano. Ni un solo rasgo de catálogo.

– Queda entendido que esto es totalmente extraoficial… Y, aun así, una muestra de nuestra buena voluntad. Pese a la campaña terrícola de calumnias e insidias.

Sonreía mientras decía esto, pero resultaba gélido. Era una de esas personas que utilizaban la amabilidad como si fuera una velada forma de amenaza. Algo bastante común entre diplomáticos.

– Creí que lo del encuentro extraoficial significaba que íbamos a poder prescindir de los tópicos habituales. Sabes que Ainhó lo hizo -dijo Lizard con tranquilidad.

Copa Square acentuó su sonrisa. Su frialdad.

– Ainhó ha salido ya de la Tierra, protegida por su condición de diplomática. Un vehículo de nuestra embajada la llevó hasta el Ascensor Orbital, y a estas horas debe de estar llegando a Cosmos. Da igual si lo hizo o no. Vosotros nunca vais a poder juzgarla y en la RDC nunca van a saber lo que ha sucedido aquí. De alguna manera, es como si todo lo que ha pasado fuera algo… inexistente.

– Sí, ya sé que en Cosmos mantenéis una censura férrea… Pero nunca pensé que alardearías de ello.

– Y, sin embargo, es algo de lo que sentirse orgulloso… En primer lugar, tecnológicamente. Conseguir una tecnología capaz de filtrar y controlar el vigoroso y múltiple flujo informativo es una hazaña científica. Pero además, y sobre todo, ética y políticamente. El pueblo no necesita saber aquello que puede ser manipulado y malentendido. Nuestro pueblo no cree en dioses. Y no cree en la riqueza: en la RDC, como sabéis, no existen ni la propiedad privada ni el dinero… El Estado provee y los individuos reciben según sus necesidades. Pero el ser humano tiene que creer en algo para vivir… Y nuestros ciudadanos creen en la verdad última… En la felicidad y la justicia social. Estamos construyendo el paraíso en nuestra Tierra Flotante. Sé que la realidad es compleja y contradictoria y que hay que gestionarla también desde las sombras. Pero esa verdad última tiene que permanecer limpia y pura, para que la gente no se desilusione. Para proteger a todas esas personas sencillas que no entienden que las sombras existen.

– Ya veo… Es un curioso paraíso de creyentes dirigido por cínicos -intervino Bruna con sarcasmo.

– Si lo dices por mí, te confundes. No sabes hasta qué punto creo en esa verdad que arde en el fondo de todo lo que hago…

Square calló unos segundos y miró inquisitivamente a Bruna.

– Tú eres la tecnohumana que Ainhó manipuló. Comprendo que estés irritada. Pero en realidad todo lo que te ha sucedido es una consecuencia de tu naturaleza. Los androides sois tan terriblemente artificiales…

– ¿Por eso están prohibidos en Cosmos? -preguntó ella intentando contener la ira.

– Por eso y porque fuisteis concebidos como esclavos. Sois unas criaturas demasiado distintas. No encajáis en nuestra sociedad igualitaria.

– Dices que lo sucedido es cosa de la artificialidad de los reps, y supongo que te refieres a los implantes de memas y demás… -intervino Lizard a toda prisa antes de que Bruna contestara-. Pero sabemos que Ainhó estuvo trabajando antes de la Unificación en un plan secreto de la UE para desarrollar implantes de comportamiento inducido para humanos… Así que nuestro cerebro es igual de manipulable que el de ellos.

Había sido un tiro un poco a ciegas, pero acertó.

– Ese plan de la UE al que te refieres es típico de la hipocresía terrícola… Grandes condenas públicas a la censura, pero luego estáis llenos de secretos podridos. Aquel proyecto fue desmantelado de la noche a la mañana y todo el trabajo de Ainhó confiscado. Casi veinte años de investigaciones. Y, como no quiso aceptar la situación, su carrera fue destruida. Una gran hazaña del mundo libre.

– En Cosmos, claro, no hay carreras profesionales individuales. Sólo una única y gran carrera, la de la jerarquía política -masculló Bruna.

– Y enseguida le ofrecisteis vosotros cobijo… -dijo Lizard pasando por encima del comentario de la rep.

– Olga Ainhó es una gran científica y en la RDC necesitamos todo tipo de ayudas para llevar adelante nuestro proyecto.

– Pero ella no comparte vuestra pasión ideológica, ¿no es así? No me pareció una entusiasta del paraíso -dijo Bruna.

– Ainhó tiene una mente privilegiada, pero es una mujer herida. Su hijo de dieciséis años tuvo la idea de entrar subrepticiamente en el laboratorio clausurado para rescatar los archivos de su madre y fue abatido por los guardias de seguridad. Que, por cierto, eran tecnos. Androides de combate, como tú.

De ahí ese sadismo, ese perverso detalle de arrancarse o arrancar los ojos, pensó Bruna con un escalofrío: qué mujer tan enferma.

– Ainhó nunca lo superó -siguió diciendo el cósmico-. Está patológicamente obsesionada por la muerte del hijo. Sólo vive para la venganza y eso a veces te lleva a cometer graves errores. De hecho, ésta podría ser una buena explicación de lo que ha sucedido. Una explicación hipotética y totalmente extraoficial, naturalmente.

– Ajá. Quieres decir que la desequilibrada Ainhó concibió un plan megalomaníaco de venganza contra la Tierra en general y los tecnos en particular… -dijo Lizard.

– Hipotéticamente, podría ser así.

– Y que Cosmos ahora la ha repatriado y amparado por pura generosidad… -añadió la rep.

– Tenemos muchos enemigos y necesitamos todos los apoyos posibles, ya lo he dicho. Aunque desequilibrada, es un genio. No nos gustaría tener que prescindir de una científica de su talla. Hipotéticamente.

– ¿Para qué te molestas en recibirnos y en darnos esta absurda explicación? Nosotros no somos más que una pequeña brigada de investigación regional, pero sin duda todos los servicios secretos de la Tierra saben que estáis atizando los conflictos sociales para desestabilizar a los EUT… -dijo Lizard con placidez.

Square les miró con fulminante y aristocrático desprecio.

– La República Democrática del Cosmos es un Estado neutral y totalmente respetuoso con la legalidad vigente.

– Venga, Square… Sabes que estamos en una guerra subterránea. En la Segunda Guerra Fría. Y a veces las guerras frías se ponen demasiado calientes. Entre vosotros y los únicos tenéis a sueldo a todos los grupos terroristas que hay en el planeta… Todo con tal de debilitar a los Estados Unidos de la Tierra y aumentar vuestro poder y vuestra influencia. Por cierto que el detalle de los tatuajes falsos me ha parecido refinadamente maquiavélico… Así de paso perjudicabais también al Reino de Labari.

El diplomático frunció levemente sus hermosas cejas.

– No tengo ningún interés en seguir escuchando vuestros viejos tópicos y vuestras viejas ofensas, así que creo que es el momento de acabar esta conversación.

– Sólo una pregunta… ¿Cómo convencisteis a Habib? -dijo la rep.

El hombre la observó con una extraña expresión de malévolo deleite, igual que una serpiente contemplando a su paralizada presa antes de devorarla.

– Yo no convencí a nadie… Sigues equivocándote conmigo. Pero te voy a decir algo de Habib… Tenía diecisiete años. ¿Qué te parece? Tú crees que todos los tecnos tenéis que morir a los diez años, pero no es verdad. Nosotros disponemos de los conocimientos científicos que hacen posible que viváis mucho más… Dos décadas o incluso tres… Y, en realidad, esos conocimientos también estarían al alcance de los terrícolas, si de verdad estuvieran interesados en desarrollarlos. ¿Cómo te sientes ahora, Bruna Husky, al saber que hay otros androides que no mueren tan pronto? ¿No te espanta todavía más tu prematuro fin? ¿No te parece aún más insoportable y más horrible? ¿No te asquea este famoso mundo libre que no se molesta en investigar contra el TTT porque no le es rentable? ¿No estarías dispuesta a ofrecer tus servicios a Cosmos a cambio de vivir siquiera un año más? ¿No serías capaz de hacer cualquier cosa?

Lizard la sacó de la embajada casi a rastras. La llevaba firmemente agarrada por el antebrazo y gracias a eso la rep fue capaz de cruzar corredores, bajar escaleras y llegar a la calle, porque de otro modo se hubiera quedado paralizada por el peso de sus pensamientos y por el pánico. Por el miedo a la muerte y a su propia furia y al deseo desesperado de vivir.

De manera que cogieron el coche y Lizard llevó a Bruna a su casa y subió con ella, porque aún la veía demasiado fuera de sí. Una vez en el apartamento, el inspector, que parecía tener siempre un hambre insaciable, sugirió que se hicieran algo de comer.

– Además, comer anima mucho. Por eso antes había esa tradición de los banquetes en los funerales.

De modo que, ante la atonía de Bruna, el hombre preparó un arroz al que echó todo cuanto había en el dispensador: guisantes, camarones, cebolletas, huevos, queso. Y luego se sentaron a comer y beber en silencio. Cuando estaban descorchando la segunda botella de vino blanco, la detective se atrevió a poner un puente de palabras sobre el abismo que se le había abierto en la cabeza.

– No se mueren, Paul. Hay reps que no se mueren.

– Sí que se mueren, como todos. Sólo que un poco más tarde. Y esos años de más no les serán suficientes, te lo aseguro. Nunca bastan. Por mucho que vivas, nunca es suficiente.

– Es injusto.

Lizard asintió.

– La vida es injusta, Bruna.

Era lo que decía Nopal: la vida duele. La rep se acordó del memorista con una sorprendente punzada de nostalgia. Con la intuición de que él podría entenderla.

En ese momento llamaron a la puerta. Era un robot mensajero; lo mandaba Mirari y dejó en medio de la sala una caja más bien grande profusamente etiquetada con el aviso de frágil. Bruna, intrigada, abrió el paquete. Una bola peluda salió disparada del contenedor y se abrazó al cuello de la rep con un chillido.

– ¡Bartolo!

– Bartolo bueno, Bartolo bonito -gimoteó el bubi.

Por el gran Morlay, se dijo Bruna, espantada ante la idea de tenerlo otra vez en casa. Pero el animal estaba tan asustado que no pudo por menos que acariciarle el lomo a ver si se calmaba. Sentía latir contra su hombro el agitado corazón del tragón, o lo que hiciera las veces de corazón en esos bichos.

Fue con Bartolo aún en brazos hasta la pantalla y llamó al circo. Apareció la cara de Maio, más perruno que nunca y con expresión de circunstancias.

– A ver, ¿qué pasa con el bubi? -preguntó la rep con impaciencia.

– Hola, Bruna. Ya sabes que a mí Bartolo me gusta, nos llevamos bien, pero se ha comido el traje de lentejuelas de la trapecista. Y ella nos ha dicho: o se va él, o me marcho yo.

– Bartolo bueno… -susurró el tragón al oído de Bruna con una voz todavía llena de hipos.

Vale, ¡vale!, se resignó la androide. Se quedaría con el bubi, por el momento. Ya buscaría otro lugar que le acogiera.

– Está bien, Maio. No importa. Y, por cierto, gracias por salvarme la vida. Y por todo.

El alien destelló un poco.

– No es nada. Tú también salvaste la mía.

– ¿Está Mirari por ahí?

Maio se giró y mostró a la violinista tumbada sobre un sofá en el fondo del cuarto, a sus espaldas.

– Duerme. La despertaré dentro de un rato para la función.

– Quería saber cuánto puede costar el arreglo del camerino… El plasma negro lo dejó destrozado.

– No importa. El circo está asegurado y el seguro paga.

De pronto el omaá estiró el cuello y se puso en tensión, levantando una mano en el aire como para pedir una pausa. Unos segundos después se relajó y volvió a dirigirse a la detective.

– Mirari estaba soñando que le cortaban el brazo. Tiene muchas pesadillas con ese brazo. A veces la despierto. Pero ya pasó.

Maio y Bruna se quedaron mirando el uno a la otra en silencio durante unos instantes; y en ese tiempo, la rep pudo ver cómo el bicho iba oscureciendo hasta adquirir un intenso color pardo rojizo.

– Bueno. Adiós -dijo el alien en plena apoteosis cromática.

– Adiós, Maio. Y gracias.

La imagen desapareció. Bruna advirtió que tenía una sonrisa en los labios. Y cierta ligereza en el ánimo. Se sentía un poco mejor.

– ¿De qué te ríes? -preguntó Lizard.

– De nada.

Desde luego de nada que pudiera contarle.

Dieron de comer al bubi y luego el animal, obviamente agotado, se enroscó sobre el sofá y empezó a roncar. Entonces Paul se puso en pie y se estiró. Sus puños llegaban al techo.

– Me alegra verte más tranquila, Bruna. Supongo que tengo que marcharme.

La rep calló, sobresaltada. El anuncio del inspector la había pillado por sorpresa. De pronto se había visto preparando la comida de Bartolo con él, trajinando en la casa, como si estuvieran instalados en una continuidad muy natural. Pero ahora decía que se marchaba. No lo esperaba. Era absurdo, pero no había previsto que Lizard se fuera. Tampoco había previsto que se quedara. Simplemente quería seguir así, junto a él, en esa pequeña paz, en un tiempo sin tiempo y sin conflictos. Sólo deseaba que esa sobremesa durara eternamente. Cuatro años, tres meses y nueve días. Pero no, esa vieja cuenta ya no valía. Había reps que vivían veinte años. Nuevamente el vértigo, el abismo.

El hombre carraspeó.

– Ha estado bien trabajar contigo. Tal vez coincidamos en algún otro caso.

– Sí, claro.

No te vayas, pensó Bruna. No te vayas.

Pero ¿qué le estaba pasando? La androide nunca había tenido problemas para pedirle a una pareja potencial que se quedara. Nunca había tenido muchas dudas sobre dónde poner las palabras, las manos y la lengua para conseguir que la otra persona reaccionara como ella quería. Pero ahora se encontraba paralizada. Ahora sentía demasiadas cosas. Quería demasiadas cosas y no sabía pedirlas.

– Gracias por la comida.

– De nada. Quiero decir, gracias a ti. La has hecho tú.

Lizard abrió la puerta y el estómago de la androide se contrajo dolorosamente hasta alcanzar el tamaño de una canica.

– ¿No quieres tomar un whisky? -dijo con desesperación.

Paul la miró extrañado.

– Me estoy yendo…

– ¡Para brindar por el final feliz! Es sólo un minuto.

– Bueno…

El inspector entró otra vez pero se quedó junto a la puerta. La androide llenó dos vasos de hielo y fue a buscar la botella. Se la había regalado un cliente y estaba sin abrir. Tras servir los tragos, dio un vaso a Lizard y el otro se lo quedó ella en la mano. Detestaba el whisky y no lo probó.

– Por cierto… -dijo el inspector.

– ¿Sí?

Se escuchó a sí misma demasiado ansiosa.

– Lo que mató a Habib fue una bala metálica de 9 mm procedente de una antigua pistola de pólvora… Probablemente de una Browning High Power…

No era lo que Bruna esperaba oír. No era lo que quería escuchar, aunque fuera una información interesante. Se obligó a responder sensatamente.

– Ah… El mismo tipo de proyectil que usaron para asesinar al tío de Nopal, ¿no?

– Más que eso. Ambas balas fueron disparadas exactamente por la misma arma… Ya te dije que Pablo Nopal no era de fiar.

– Pues si de verdad fue él, esta vez me salvó la vida -contestó con demasiada sequedad.

Lizard se quedó mirándola pensativo con la cabeza un poco ladeada. Luego depositó el vaso en la estantería que había junto a la entrada. Ese gesto final, definitivo.

– Muy cierto. Bien, adiós.

¡Vale! Entonces que se marche, pensó Bruna con ira contenida. Que se marche cuanto antes.

– Adiós.

El hombre volvió a abrir la puerta. Y la volvió a cerrar. Apoyó la espalda en la hoja, agarró de nuevo la copa y, tras apurarla, masticó pensativo uno de los hielos.

– Una cosa, Bruna… Esta historia se acaba…

– ¿Esta historia?

– Sí, la investigación, nuestra colaboración, la justificación por la que podemos seguir llamándonos… Quiero decir que es ahora o nunca… El cuento se termina. O me quedo esta noche contigo o no volveremos a vernos.

Tal vez no fuera una propuesta muy romántica, pero resultó suficiente. La rep caminó despacio hacia él, notando que una sonrisa boba le bailaba en los labios y sintiendo esa especie de incredulidad maravillada de los primeros momentos de un encuentro sexual largamente esperado. Está pasando, se decía la androide. Aún mejor: va a pasar. Y así, Bruna llegó junto a Lizard y apoyó las palmas en su pecho, sintiendo el calor de esa carne dura y al mismo tiempo muelle; y, reclinándose sobre él, entró en su boca. Su lengua estaba fría y sabía a whisky. Y a la androide, a quien sólo le gustaba el vino blanco, de repente le supo deliciosa esa saliva perfumada. Esa lengua aromatizada y vigorosa.

El deseo se disparó dentro de la rep como un súbito ataque de locura. Bruna quería devorar a Lizard, quería sentirse devorada, quería fundirse con él y estallar como una supernova. Se arrancó su propia ropa a tirones, rompiendo los cierres, e intentó hacer lo mismo con la del inspector, que se resistió. Rodaron por el suelo, jadeantes, mordiéndose las bocas, apretando y gruñendo, en una confusión de brazos y de piernas que más parecía una pelea cuerpo a cuerpo que un encuentro sexual, hasta que el hombre consiguió sentarse a horcajadas encima de ella, sujetar sus muñecas e inmovilizarla.

– Espera… ¡Espera! Mi preciosa fiera… Un poco más despacio… -susurró roncamente.

Y así, teniéndola atrapada bajo su peso, Lizard terminó de quitarse la ropa con toda calma, mientras la rep temblaba entre sus piernas y le veía desvestido por vez primera, disfrutando de ese delicioso momento de gloria en el que se descubre el cuerpo del amante. Entonces, desnudos ya los dos, con lentitud, mientras los cuerpos se acoplaban y las pieles se entendían por sí solas, Paul se inclinó sobre ella y le abrió los labios con sus labios.

El sexo era una cosa rara e incomprensible. Cuando se trataba de un amante ocasional, cuando la pareja sólo le calentaba el cuerpo, el sexo era para Bruna fácil y agudo y estridente. Pero cuando el otro también le calentaba el corazón, como sucedía con Lizard, entonces el sexo se convertía en algo cavernoso y complicado, y el simple hecho de besarse era como empezar a caer dentro del otro. Empezar a perderse para siempre.

Se separaron un momento para tomar aire, se apartaron un poco para mirarse, para confirmar el prodigio de estar juntos. El cuerpo de Lizard era recio, no grueso, con la piel un poco fatigada por la edad. Cómo adoró Bruna esa piel cansada, ella, que jamás llegaría a envejecer. En el centro del pecho, y subiendo desde el pubis hacia el bajo vientre, dos puñados de sorprendente vello en una época en la que todos los hombres se depilaban. La rep hundió la cara en los apretados rizos del sexo del hombre, disfrutando del roce de esa suave maleza, del olor a madera de su carne. Necesitaba poseer a Paul entero, conocer cada centímetro de su piel, besar sus pequeñas marcas y sus cicatrices, recorrer con su lengua los pliegues secretos. Eso estaba haciendo la rep, oliendo y lamiendo y explorando ese tibio territorio de maravillas, cuando el hombre la agarró por los brazos y, poniéndosela encima, la penetró despacio. Estamos mezclando nuestro kuammil, pensó Bruna sin pensar, sintiéndose redonda, enorme y plena, totalmente llena de Lizard. Y se apretó contra él hasta conseguir rozarle el corazón y hasta matar a la muerte.


Cuando Bruna llegó al Pabellón del Oso, Nopal ya estaba allí. Contemplaba melancólico la pared de cristal del enorme tanque. Toneladas de agua azul resplandeciente se apretaban contra el vidrio, quietas y vacías. Melba no aparecía por ninguna parte.

– No tengo suerte con esa maldita osa. Jamás consigo verla. ¿Estás segura de que existe? -dijo Pablo a modo de saludo.

– Segura.

Se sentó en el banco junto al hombre sin saber muy bien cómo comportarse. Nopal la había llamado esa mañana, por fortuna después de que Lizard se hubiera ido. Supuestamente quería devolverle el netsuke, que el memorista había guardado cuando tuvieron que desnudarla en el Anatómico Forense. Bruna se encontraba todavía en la cama, protegida por el olor de Paul, por la huella de los dedos de Paul y por el recuerdo de la tibieza de su cuerpo, y cuando Nopal le propuso que se vieran, a la rep no le pareció una mala idea. De hecho, se mostró tan receptiva que incluso fue ella quien eligió esta vez el pabellón como punto de encuentro.

Sin embargo, ahora que veía al memorista cara a cara la rep se sentía aturdida e incómoda. ¿Qué hago aquí?, se preguntó. Y luego, con angustia, pensó que había cometido un grave error viniendo. Entre ellos había demasiadas cosas no dichas y todas esas palabras se apretaban ahora en la boca de la androide y la dejaban muda.

– Toma. Tu collar.

Bruna lo cogió. El pequeño hombrecito con su saco. Inmediatamente se encendió en su cabeza la imagen de la madre, el olor de su perfume, el traje crujiente, el beso fugaz de despedida en las noches de fiesta. Sintió un pequeño malestar.

– Era de tu madre, claro. Todo eso del beso por la noche… Era tu madre.

– Sí.

El malestar empeoró. No sólo su recuerdo era todo mentira, sino que ahora además tenía la certeza de que se trataba de la verdad de otro. De Nopal. Y saber que esa memoria falsa era la realidad de alguien convertía su impostura en algo mucho más dañino y más grotesco, de la misma manera que saber que algunos reps podían vivir más años redoblaba la angustia de morir.

– Quédate con tu maldito collar. Yo no lo quiero -dijo Bruna, arrojando el netsuke sobre el banco.

Nopal no lo tocó.

– Te di lo mejor que tenía, Bruna -dijo con tranquilidad.

– Y también lo peor. Todo ese dolor, ¿para qué? La muerte de mi padre, ¿por qué? El mal y el sufrimiento. No tiene sentido nada de eso.

– Posees tres veces más escenas que los demás tecnos. Eres mucho más compleja. Conoces la melancolía y la nostalgia. Y la emoción de una música hermosa, de una palabra o un cuadro. Quiero decir que también te he dado la belleza, Bruna. Y la belleza es la única eternidad posible.

Durante unos minutos contemplaron en silencio el tanque de agua. Ese muro azul hipnotizante. Entonces era verdad que era distinta, pensó la rep. Lo que siempre presintió se confirmaba. Y, de alguna manera, esa certidumbre la tranquilizó. Cuatro años, tres meses y ocho días. Se mordió los labios, irritada por su automatismo numérico. Ahora, cada vez que se le disparaba en la cabeza la obsesiva cuenta atrás, Bruna recordaba con un súbito escozor las palabras de Copa Square: «¿No serías capaz de hacer cualquier cosa a cambio de vivir siquiera un año más?» No, se dijo la rep. Cualquier cosa, no. O eso esperaba.

Todo había cambiado demasiado en los últimos días, todo era tan confuso. Empezando por el hecho insólito de estar sentada junto a su memorista. Lo miró a hurtadillas, asombrada de no experimentar un espanto mayor. Bruna siempre creyó que le horrorizaría conocer a su escritor, que le odiaría por haberle proporcionado una existencia tan dolorosa. Y, sin embargo… La androide no sabía definir qué era lo que sentía por Nopal. Había rencor, pero también fascinación. Y algo parecido al amor. Y gratitud. Pero, gratitud, ¿por qué? ¿Por haberle creado una identidad? ¿Por hacerla distinta y orgullosa? ¿Por diseñarla parecida a él? Pero, por otro lado, si Pablo Nopal la había hecho a su imagen y semejanza, entonces ¿habría heredado también sus instintos asesinos? Todas las veces que ella había matado, ¿no fueron sólo una consecuencia de su condicionamiento genético? Pensar en todo esto le puso los pelos de punta.

– Mataste a Habib… Pero me salvaste la vida. Supongo que debo darte las gracias.

– Tu vida es muy importante para mí… porque yo te la he dado. Pero no maté a nadie.

– Mientes.

– ¿Cómo iba yo a saber que estabas en el hospital Reina Sofía? ¿O que Habib te iba a atacar?

– En efecto, son muy buenas preguntas. ¿Cómo lo supiste?

Nopal sonrió.

– Déjame que te diga algo, Bruna: soy inocente. Inocente. Y tú también lo eres.

Cogió el collar del banco y, poniéndose en pie, se acercó a ella y lo colocó en torno a su cuello. Fue un movimiento tan natural que Bruna no se opuso. Simplemente se quedó allí sentada, como una tonta, mirándolo. El memorista se inclinó y besó su mejilla.

– Pórtate bien -dijo.

Y se marchó.

Dos segundos después apareció la osa, buceando majestuosamente en el intenso azul, las esponjosas lanas ondeando en torno a su cuerpo como anémonas. Última de su especie, esa Melba tan sola. Entonces Bruna hizo lo que llevaba varios días pensando en hacer y marcó un número en su móvil. El rostro lunar de Natvel llenó la pantalla. El tatuador miró a la androide impertérrito y sólo dijo:

– ¿Ahora sí?

– Ahora sí. Por favor.

– Un oso. Eres un oso, Bruna.

Las palabras de la esencialista no le sorprendieron en absoluto; si la rep había venido hoy al pabellón era porque intuía la respuesta del tatuador. No había nada mágico en todo eso, se dijo Bruna con un gruñido escéptico; no era más que una consecuencia de la nexina, la enzima experimental que fomentaba la empatía. Seguro que ella había captado los pensamientos de Natvel en el transcurso de su último encuentro, se repitió. Pero pese a lo mucho que detestaba lo esotérico, lo cierto es que la rep se sintió extrañamente conmovida. Se levantó del banco y se acercó al vidrio. Al otro lado, Melba la miraba con sus ojos negros como botones. Bruna apoyó la palma de las manos en el cristal, intuyendo el peso y el empuje del agua, la turbia potencia de esa otra vida.

Y por un instante se vio junto a la osa, flotando las dos en el azul del tiempo, de la misma manera que Bruna había flotado en la noche y la lluvia, casi dos años atrás, junto al moribundo Merlín, subidos a esa cama que era un pecio en mitad del naufragio. Todo lo cual era muy doloroso pero también muy bello. Y la belleza era la eternidad.

– ¡Tú eres Husky! ¿Noooo? ¡Tú eres Bruna Husky!

Alguien tironeaba de su brazo, sacándola del azul interminable. Se volvió. Tres adolescentes humanos, dos chicos y una chica, parecían excitadísimos de verla.

– ¡Eres Husky! ¡Qué suerte! ¿Podemos hacernos un videorrep contigo?

Los chavales dirigían sus móviles hacia ella, grabándola desde todas partes.

– Pero ¡qué hacéis! ¡Quietos! ¡Dejadme en paz! -gruñó.

Bruna estaba acostumbrada a producir temor en los humanos incluso si sonreía, y a despertar pavor si se enfadaba. Pero ahora, pese a sus bufidos, los chicos seguían saltando en torno a ella tan campantes. Tuvo que salir literalmente huyendo para poder librarse de su entusiasmo; y cuando cruzó las puertas exteriores del Pabellón del Oso y alcanzó la avenida, ya vio en una pantalla pública la grabación que los adolescentes le acababan de hacer.

– ¡Por todas las malditas especies!

Echó a andar calle arriba, fijándose en las pantallas, y en muchas de ellas se encontró a sí misma. Algunas de las imágenes ya se habían emitido días atrás, cuando la buscaban como asesina: ella como Annie Heart, ella como Bruna, entrando en el Majestic o en el PSH. Pero había muchas más. Incluso vio el fondo documental de su chapa civil. Y ahora no la acusaban de nada, antes al contrario; ahora las pantallas públicas desgranaban una delirante historia de heroísmo. Con grave riesgo de su vida, la tecnohumana Bruna Husky había conseguido desmontar ella sola una peligrosísima conjura. Los tecnohumanos eran muy buenos. Los supremacistas eran muy malos. Y también eran malísimos los cósmicos y los labáricos, siempre conspirando en las alturas para tomar el poder en la Tierra. Atónita, conectó su móvil con las noticias, por lo general un poco más fiables, sólo un poco, que las pantallas públicas. El complot estaba desmoronándose como un castillo de naipes. Habían sido detenidos diversos cargos policiales, una horda de matones extremistas, varios abogados, un juez, dos responsables del Archivo Central. El presidente provisional de la Región, Chem Conés, declaraba enfáticamente que, con la ayuda inestimable de los tecnohumanos, leales compañeros de Gobierno y de planeta, iría hasta el final en la investigación de esa repugnante trama supremacista. Asqueaba escuchar toda esa palabrería falsa, ese cuento mentiroso de un mundo feliz, trompeteado con tanto descaro por uno de los más feroces especistas. Conés iba a salvar el cuello y el cargo, como tantos otros fanáticos. Desde luego el descabezamiento del complot no acababa con el supremacismo, con la tensión entre especies, con los tortuosos movimientos subterráneos de Cosmos y Labari, siempre ansiosos de desestabilizar los Estados Unidos de la Tierra y de aumentar su poder e influencia sobre el planeta. Pero por lo menos, suspiró Bruna, era una batalla que se había ganado. Un alivio. Un respiro.

Las noticias eran tan excitantes que la rep sintió el impulso de llamar a Lizard para comentar con él lo que estaba pasando, pero se contuvo: él tampoco se había puesto en contacto con ella. Al pensar en el inspector, una pequeña nuez de desazón se instaló en su pecho. Lizard se había despertado muy tarde, tuvo que irse corriendo, no habían quedado en nada, ni siquiera sabía con seguridad si volverían a verse. Y además, ¿no era ella una osa? El animal solitario, como dijo el psicoguía; el que no vivía en manada ni en pareja.

– Mejor así -dijo en voz alta-. Menos posibilidad de confundirse y de hacer el ridículo.

Cuatro años, tres meses y ocho días.

O tal vez ocho años, tres meses y cuatro días.

Bruna sabía que iba a morir, pero quizá no conociera ya la fecha exacta.

Volvió a llamar a Yiannis. Seguía sin contestar. Había intentado ponerse en contacto con él varias veces desde que salió del calabozo. Nunca respondía. Al principio no insistió demasiado: le suponía escondido, avergonzado, y ella misma estaba un poco encrespada con él por haber sido tan bocazas. Pero ahora la falta de noticias del archivero comenzaba a ser preocupante. Decidió pasarse por su casa.

Atravesó Madrid con incomodidad creciente, porque todo el mundo la miraba y la señalaba. Intentó coger un taxi, pero había una nueva huelga de trams y todos los vehículos iban ocupados. El mundo volvía a estar lleno de reps, parecían haber salido todos a la vez de debajo de las piedras donde se hubieran escondido, y muchos de ellos la saludaban al pasar como si fueran íntimos. Empezó a sentirse de verdad irritada.

En el edificio de Yiannis se trasladaba alguien. Un atareado equipo de robots de mudanzas acarreaba cajas y muebles a un camión. Subió en el ascensor con uno de los robots. Y se pararon en el mismo piso. Bruna tuvo una intuición fatal. Salió al descansillo con la chirriante caja metálica rodando detrás de ella y, en efecto, se encontró con la puerta de Yiannis abierta y la casa medio desmantelada. En la entrada había una humana rubia vestida con mono de trabajo que iba cargando a los robots a medida que llegaban. El que había subido con la rep recibió una pequeña torre de sillas apiladas.

– ¿Qué… qué pasa aquí?

La rubia la miró como si fuera imbécil.

– ¿Tú qué crees? Una empresa de mudanzas, robots de transporte… Y la respuesta a la adivinanza de hoy es… -dijo sardónicamente la mujer, utilizando la frase de un concurso de moda.

– Quiero decir que conozco al inquilino. Yiannis Liberopoulos. No sabía que se estuviera cambiando de casa… ¿Dónde está él?

– Ni idea.

– ¿Adónde tenéis que llevar los muebles?

– A ningún lado. En realidad no es una mudanza. Es una venta. Ha vendido todo el contenido del piso. Lo estamos vaciando.

– ¿Cómo? Pero… no puede ser.

Su consternación debía de ser tan evidente que la rubia se ablandó y se puso a consultar los datos de la operación en su móvil. Cuatro robots se habían ido amontonando delante de ella y esperaban la carga al ralentí con un leve rumor tintineante.

– Aquí está… Sí, Yiannis Liberopoulos. Lo que te he dicho. Venta total del contenido. Qué raro… No viene ninguna dirección, ningún dato suyo… Hay una persona de referencia… Una tal Bruna Husky. Es a la que hay que pagar el dinero de los muebles.

– ¡¿Qué?!

La rep agarró la mano de la mujer y, dando un tirón, miró ella misma la pantalla del móvil.

– ¡Oye! -protestó la rubia.

En efecto, ahí estaba su nombre. La única beneficiaria de la venta. Bruna dio media vuelta y salió disparada. Creía saber dónde estaba Yiannis.

– ¡De nada, tía, de nada! -oyó refunfuñar a la rubia a sus espaldas.

Por el gran Morlay, que llegue a tiempo, por favor, que llegue a tiempo, iba musitando la rep mientras corría. Decidió no subir a las cintas rodantes porque estaban tan llenas que le cortaban el paso y cubrió lo más deprisa que pudo todo el trayecto. Fue una carrera extenuante de cuarenta minutos; cuando entró en el edificio de Finis estaba sin aliento. Enfiló hacia la mesa de recepción situada en medio del vestíbulo, pero antes de llegar localizó a Yiannis. Se encontraba sentado, mustio y pensativo, en uno de los sillones de la zona de espera. Se acercó a él y se dejó caer en el sillón de al lado.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -jadeó.

El archivero dio un respingo y la miró sobresaltado.

– Ah, Bruna… Bueno… Lo siento… En fin… Ya ves.

Y señaló vagamente a su alrededor. El amplio y bonito vestíbulo en suaves tonos verdes, la luz íntima e indirecta, la sosegada música. Desperdigadas por la zona de espera había una docena más de personas, algunas solas, otras en parejas, pero fuera de la música de fondo reinaba el silencio y un ambiente de recogimiento, como en una iglesia. Finis era la empresa de eutanasia más grande de los EUT y la única que operaba en Madrid.

– Sí, ya veo. Pero la cosa es, ¿qué mierda haces aquí?

– Bueno, es evidente. No sirvo para nada. No me gusta la vida. Y ya soy muy mayor.

– Déjate de tonterías. Me sirves a mí. Yo te necesito. Vámonos, anda. Lo hablaremos con calma, pero fuera. Me espanta este sitio.

– No es verdad. No te sirvo para nada. Casi te matan por mi culpa. Soy un viejo imbécil. Debería haber tomado esta decisión hace ya mucho.

– ¡¿Sabes lo que hubiera dado Merlín por poder seguir viviendo, maldita sea?! -aulló furibunda.

Su grito reverberó en el vestíbulo y todo el mundo se quedó mirándola. Dos guardias de seguridad se acercaron rápidamente a ellos.

– Tienes que marcharte ahora mismo. Estás turbando la paz de este lugar.

Eran dos sólidos reps de combate. Bruna se puso calmosamente en pie, sintiendo un bárbaro júbilo autodestructivo.

– Esto va a ser divertido -murmuró feroz.

– ¡No, no, quieta, tranquila, espera! -rogó Yiannis, agarrándose a su brazo.

Y luego, volviéndose hacia los guardias.

– Ya nos vamos, ya nos vamos.

Y, en efecto, se fueron. Salieron de Finis y caminaron como zombis el uno al lado de la otra, demasiado agitados para poder hablar. Unos cientos de metros más adelante había un diminuto jardín urbano, apenas una rotonda. Se dirigieron automáticamente hacia allí y se sentaron en un banco bajo un joven abedul. El árbol estaba lleno de brotes. Hacía una mañana preciosa. Febrero era uno de los mejores meses del año; luego empezaba a apretar demasiado calor.

– Mira qué día tan hermoso. Qué mal gusto querer matarse en un día tan hermoso -refunfuñó Bruna.

– No tengo nada. He dejado mi piso. He vendido los muebles.

– Ya lo sé.

– Te he transferido todo el dinero que tenía.

– Te lo devolveré, no te preocupes.

Callaron unos instantes.

– Todo ha sido tan rápido… La adolescencia, la juventud… la muerte de mi hijo… el resto de mi vida. Un día te despiertas y eres un viejo. Y no puedes entender lo que ha pasado. Cómo se fue todo tan deprisa.

– Si no haces tonterías como la de hoy, todavía vivirás más tiempo que yo. No me irrites.

Non ignoravi me mortalem genuisse. Siempre he sabido que soy mortal. Lo decía Cicerón.

Neque turpis mors forti viro potest accedere. Para las almas fuertes no hay muerte ignominiosa. También de Cicerón.

El archivero la miró encantado.

– ¡Te acuerdas!

– Claro, Yiannis. Me has enseñado muchas cosas. Ya te digo que me sirves de mucho.

Volvieron a quedarse en silencio, pero era un silencio lleno de compañía. De pronto Bruna visualizó el banco en el que estaban ellos sentados, el jardín circular, el barrio, la ciudad de Madrid, la península Ibérica, la bola verdiazul de la Tierra, el pequeño sistema solar, la desflecada galaxia, la vasta negrura cósmica punteada por sus constelaciones y sus enanas rojas y sus gigantes blancas… El Universo entero. Y en medio de esa inmensidad indescriptible, ella quiso creer por un instante en el consolador espejismo de no estar sola. Pensó en Yiannis. En Maio y Mirari. En Oli. Incluso en Nopal. Y, sobre todo, recordó a Lizard, a quien dedicó un pensamiento leve, como de puntillas, conteniendo el aliento. Había un tiempo para reír, un tiempo para abrazarse. Aunque los osos sólo se juntaran para aparearse, tal vez ella fuera diferente también en esto.

– Bueno… -suspiró el hombre-. Entonces tendré que ver si puedo volver a alquilar mi piso… Y me acercaré al Archivo a ver si ahora que ha pasado todo me readmiten… Aunque, ¿sabes?… No estoy diciendo que quiera matarme, ya no… Pero hay algo maravilloso en desprenderse de uno mismo… Esa suprema libertad de dejar de ser quien eres. Volver a meterme otra vez en mi vieja piel me resulta bastante deprimente.

– Pues no lo hagas. Búscate otro apartamento. Y trabaja conmigo. Te propongo que seas mi socio.

– ¿Lo dices en serio?

– Totalmente. Sabes mucho de todo y eres muy bueno documentándote, contrastando información y analizando lógicamente las cosas. Haremos un equipo formidable.

Yiannis sonrió.

– Sería divertido.

– Lo será.

La pantalla pública más cercana empezó a emitir un avance informativo de urgencia: «El Constitucional declara ilegal el cobro del aire.» Yiannis dio un pequeño grito de júbilo.

– ¿Lo ves? Te lo dije. ¡No hay que perder las esperanzas! ¡No hay que dejar de empujar para que las cosas mejoren!

Incluso Bruna estaba impresionada. La rep no lo tenía tan claro como el archivero, seguro que los propietarios del aire se buscarían alguna triquiñuela, y probablemente las Zonas Cero seguirían siendo guetos miserables y contaminados de los que los pobres tendrían muchas dificultades para salir. Pero, aun así, la resolución del Constitucional era muy importante. Después de todo, Bruna había podido ver en su corta vida de rep un cambio social fundamental. Con un poco de suerte, quizá aquella niña deportada por la policía fiscal también pudiera verlo.

– Enhorabuena, Yiannis… ¿Ves como lo sabes todo? Me vas a ser muy útil… A ver, probemos tus habilidades deductivas… ¿Por qué yo?

– ¿Por qué tú?

– Sí… ¿por qué me escogió RoyRoy a mí?

– Pues no sé, veamos… Eres una rep de combate, tienes un aspecto bastante amedrentante con esa raya que te parte, quedas muy bien mediáticamente para lo que ella quería conseguir, trabajas como detective y por lo tanto era probable que tuvieras armas… y además así Habib tenía una excusa para contratarte… En realidad dabas muy bien el perfil. Puede que hayan usado un programa de afinidad y haya salido tu ficha.

Ah, sí, los ubicuos programas de afinidad electrónicos… La gente recurría todo el tiempo a los ordenadores para buscar empleados, carpinteros, amantes, amigos. Sí, quizá Yiannis tuviera razón, quizá se había visto metida en esta pesadilla por culpa de una maldita y ciega máquina. Siempre había una cuota de banalidad en toda tragedia.

– Es una buena hipótesis. ¿Ves? Lo haces muy bien. ¿Nos vamos al bar de Oli a celebrarlo?

Al levantarse, Bruna advirtió que había algo en el suelo, junto al banco. Lo movió con la punta del pie: se trataba de un letrero tridimensional sucio y desgarrado. «¡Arrepiéntete!-3 de febrero-Fin del Mundo», parpadeaban las letras, casi sin energía. Era una pancarta de los apocalípticos.

– Hoy es 3, ¿no?

– Sí.

Bruna miró alrededor. La espléndida mañana, el jardín tranquilo.

– Pues parece que tampoco hoy se acaba el mundo -dijo la rep.

– Se diría que no.

– Bueno. Es un alivio.

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