La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar.
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo xviii. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo -de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego- y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina.
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.
La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos.
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud.
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó.
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico.
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté.
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.
Este cuento obtuvo el Premio de Narración Ciudad de San Sebastián, patrocinado por la Fundación Kutxa.
Esta historia sucedió en Francia poco antes, durante y poco después de la Segunda Guerra Mundial. El protagonista se llama Leprince (el nombre, sin que se sepa por qué, le cuadra aunque él es todo lo contrario de un príncipe: de clase media venida a menos, carece de dinero, de una buena educación, de amistades convenientes) y es escritor.
Por supuesto, es un escritor fracasado, es decir sobrevive en la prensa canalla parisina y publica poemas (que los malos poetas juzgan malos y que los buenos poetas ni siquiera leen) y cuentos en revistas de provincias. Las editoriales -o los lectores de las editoriales, esa subcasta aborrecible-, sin que él sepa por qué, parecen odiarlo. Sus manuscritos siempre son rechazados. Es de mediana edad, es soltero, se ha acostumbrado al fracaso. A su manera, es un estoico. Lee a Stendhal con orgullo y con algo de desafío. Lee a algunos surrealistas a los que en el fondo detesta (o envidia) con toda su alma. Lee a Alphonse Daudet (cuyas páginas son un bálsamo) y por fidelidad al padre también lee al lamentable Léon Daudet, que no es un mal prosista.
En 1940, cuando Francia capitula, los escritores, antes divididos en cien escuelas florecientes, se agrupan tras el temporal en dos bandos mortalmente antagónicos: los que piensan que se puede resistir (subdivididos a su vez en resistentes activos -los menos-, pasivos -los más-, resistentes simpatizantes, resistentes por omisión, por suicidio, por extralimitación, por fair-play, por delicadeza, etc.) y los que piensan que se puede colaborar, subdivididos asimismo en múltiples secciones, todas bajo el influjo gravitacional de los siete pecados capitales. Para muchos, a la sombra de las revanchas políticas, ha llegado la hora de las revanchas literarias. Los colaboracionistas toman las riendas de algunas editoriales, de algunas revistas, de algunos periódicos. Leprince, que a simple vista está en tierra de nadie, o que a su parecer está en tierra de nadie, de pronto comprende que su territorio (su patria) es el de los plumíferos, el de los resentidos, el de los escritores de baja estofa. Al cabo de un tiempo intentan captarlo los colaboracionistas, que ven en él, con justicia, a un semejante. El gesto, sin duda, además de amistoso es generoso. El nuevo director de su periódico lo llama, le explica la nueva política del rotativo en consonancia con la política de la Nueva Europa, le ofrece un cargo, más dinero, prestigio, prebendas mínimas pero que Leprince jamás ha conocido.
Esa mañana entiende por fin algunas cosas. Nunca hasta entonces había tenido noción de su papel tan bajo en la pirámide de la literatura. Nunca hasta entonces se sintió tan importante. Tras una noche de reflexión y de exaltación, rechaza la oferta.
Los días que siguen son de prueba. Leprince intenta continuar con su vida y su trabajo como si nada hubiera ocurrido. Sabe, sin embargo, que eso es imposible. Intenta escribir pero no le sale nada. Intenta releer a sus autores más queridos, pero las páginas parecen haberse quedado en blanco o estar minadas por señales misteriosas que a cada párrafo lo asaltan. Intenta leer pero es incapaz de concentrarse, de aprender, de disfrutar. Sufre pesadillas, a veces habla solo sin darse cuenta, cada vez que puede emprende largas caminatas por barrios que conoce muy bien y que, ante su asombro, permanecen iguales, impermeables a la ocupación y al cambio. Poco después traba contacto con algunos inconformistas, con personas que escuchan la radio de Londres y que creen en la inestabilidad de la lucha.
Al principio su participación, su presencia en los puntos donde encarna la resistencia, es mínima. Su figura discreta y serena (aunque acerca de su serenidad hay opiniones divergentes) pasa desapercibida. No obstante no tardan aquellos sobre quienes recaen las responsabilidades (y que en modo alguno pertenecen al gremio de los escritores) en fijarse en él, en confiar en él. Esta confianza tal vez se deba a que hay pocas personas dispuestas a arriesgarse. En cualquier caso, Leprince entra en la resistencia y su diligencia y sangre fría pronto lo hacen acreedor a misiones cada vez más delicadas (en realidad, pequeños desplazamientos y escaramuzas sin mayor importancia, excepto, claro está, para el gremio de los literatos).
Y para éstos, ciertamente, Leprince constituye un enigma y una sorpresa. Los que antes de la capitulación gozaban de cierta fama y para quienes Leprince no existía, asiduamente comienzan a encontrárselo en todas partes y, lo que es peor, a depender de él para su cobertura o sus planes de fuga. Leprince aparece como salido del limbo, los ayuda, pone a su disposición todo lo que posee (que es poco), se muestra cooperativo y diligente. Los escritores hablan con él. Las conversaciones se producen de noche, en cuartos o pasillos oscuros y nunca exceden los murmullos. Alguno le sugiere que se dedique a escribir cuentos, versos, ensayos. Leprince les asegura que eso es lo que hace desde 1933. Los escritores quieren saber (las noches de espera son largas y angustiosas y a algunos les da por hablar) dónde ha publicado sus escritos. Leprince menciona revistas y periódicos pútridos, cuya sola mención despierta la náusea o la tristeza en el oyente. Los encuentros suelen terminar de madrugada, cuando Leprince los deja en una casa segura, con un apretón de manos o un rápido abrazo seguido de unas palabras de gratitud. Y las palabras son sinceras, pero tras la separación los escritores intentan desligarse de Leprince, olvidarlo como un mal sueño intrascendente.
Su presencia provoca un rechazo intraducible, inclasificable. Lo saben a su lado, pero en el fondo se niegan con todas sus fuerzas a aceptarlo. Perciben, tal vez, que Leprince ha estado durante muchos años en el purgatorio de las publicaciones pobres o canallas y saben que de ahí no se salva persona o animal o que sólo se salvan aquellos que son muy fuertes y brillantes y bestiales.
Leprince, por descontado, no encaja en ninguno de esos modelos. No es fascista, ni se ha afiliado al Partido, ni pertenece a ninguna Sociedad de Escritores. Éstos, acaso, ven en él a un parvenu, a un oportunista al revés (puesto que lo normal sería que Leprince los delatara, los injuriara, participara junto con la policía en sus interrogatorios y se entregara en cuerpo y alma a los colaboracionistas) que en un acceso de locura, tan común a los escritores-periodistas, se ha puesto del lado correcto de forma inconsciente, casi como el bacilo de una enfermedad contagiosa.
El señor D, por ejemplo, el exuberante novelista del Languedoc, escribe en su diario que Leprince le parece una sombra china y no hay más comentario. El resto, salvo una o dos excepciones, lo ignora. Las menciones a su figura escasean, las menciones a su obra son inexistentes. Nadie se toma la molestia de saber qué escribe el escritor que les ha salvado la vida.
Ajeno a todo, Leprince sigue trabajando en el periódico (donde cada vez despierta más sospechas) y pergeñando sus poesías. Los riesgos que cotidianamente asume superan con creces el mínimo necesario para mantener ante uno mismo un cierto sentido de la decencia. Su valor excede a menudo la temeridad. Una noche protege a un poeta surrealista perseguido por la Gestapo y que terminará sus días (pero no por culpa de Leprince) en un campo de concentración de Alemania, el cual se despide sin darle ni siquiera las gracias: Para el poeta Leprince existe como camarada de infortunio y en ese nivel sobra toda gratitud, no como colega (palabra atroz) ni como semejante en la misma ardua profesión. Un fin de semana acompaña hasta un pueblo cercano a la frontera española a un ensayista que en el pasado vertió palabras de desprecio (tal vez justas) sobre uno de sus libros y que en esa hora decisiva ni siquiera lo recuerda, tan pequeña, tan fantasmal es su obra y su estatura pública.
A veces Leprince cavila que su rostro, su educación, su actitud, sus lecturas son las culpables de ese rechazo. Durante tres meses, en los ratos libres que le deja el periódico y su labor clandestina escribe un poema de más de 600 versos en donde se sumerge en el misterio y en el martirio de los poetas menores. Terminado el poema (que le ha costado dolor e ímprobos esfuerzos) comprende con estupor que él no es un poeta menor. Otro hubiera seguido investigando, pero Leprince carece de curiosidad sobre sí mismo y quema el poema.
En abril de 1943 se queda sin trabajo. Los meses siguientes vive a salto de mata, siempre escapando de la policía, de los delatores, de la pobreza. Una noche el azar lo lleva a refugiarse en la casa de una joven novelista. Leprince está atemorizado y la novelista es insomne, por lo que ambos pasan muchas horas hablando.
Quién sabe qué mecanismos ocultos se despiertan en Leprince, pero aquella noche confiesa abiertamente todas sus frustraciones, todos sus sueños, todas sus ambiciones. La joven novelista, que frecuenta como sólo una francesa es capaz de hacerlo los cenáculos literarios, reconoce a Leprince o cree reconocerlo. En los últimos meses lo ha visto en centenares de ocasiones, siempre a la sombra de algún escritor famoso y en peligro, siempre en la antesala de la casa de algún dramaturgo comprometido, en el rol de recadero, secretario, ayuda de cámara. Era usted el único al que yo no conocía, dice la joven novelista, y me preguntaba qué hacía usted en aquellas casas. Parecía usted el hombre invisible, añade, siempre en silencio, siempre disponible.
A Leprince le complace la franqueza de la joven y se deja ir. Habla de su obra y la sorpresa de su interlocutora es mayúscula. Inevitablemente llegan al tema de la marginalidad de Leprince. Al cabo de las horas la joven cree haber encontrado el problema y su solución. Le habla con crudeza: hay algo en él, dice, en su cara, en su manera de hablar, en su mirada, que provoca el rechazo en la mayoría de los hombres. La solución es evidente: debe desaparecer, ser un escritor secreto, tratar de que su literatura no reproduzca su rostro. La solución es tan sencilla y pueril que sólo puede ser cierta. Leprince la escucha con asombro y asiente. Sabe que no va a seguir los consejos de la joven novelista, se siente sorprendido y acaso un poco ofendido, sabe que es la primera vez que ha sido escuchado y comprendido.
A la mañana siguiente un coche de la Resistencia recoge a Leprince. Antes de marchar la joven novelista le estrecha la mano y le desea suerte. Después le da un beso en los labios y se pone a llorar. Leprince no comprende nada, aturdido balbucea una frase de agradecimiento, echa a andar. La novelista lo observa desde la ventana: Leprince entra al coche sin mirar para atrás. El resto de la mañana (y esto Leprince de alguna manera lo soñará en algún sitio, tal vez en su irregular obra) la joven novelista se dedica a pensar en él, a fantasear con él, a decirse que está enamorada de él, hasta que el cansancio y el sueño por fin la derrotan y se queda dormida en el sofá.
Nunca más se volverán a ver.
Leprince, modesto y repugnante, sobrevive a la guerra y en 1946 se retira a un pequeño pueblo de la Picardía en donde ejerce de maestro. Sus colaboraciones con la prensa y con algunas revistas literarias no son numerosas pero sí regulares. En su corazón, Leprince ha aceptado por fin su condición de mal escritor pero también ha comprendido y aceptado que los buenos escritores necesitan a los malos escritores aunque sólo sea como lectores o como escuderos. Sabe también que, al salvar (o al ayudar) a algunos buenos escritores, se ha ganado a pulso el derecho a emborronar cuartillas y a equivocarse. También se ha ganado el derecho a ser publicado en dos, tal vez tres revistas. En algún momento, por supuesto, ha intentado ver otra vez a la joven novelista, saber algo de ella. Pero cuando vuelve a la casa la encuentra ocupada por otras personas y nadie conoce el paradero de la joven. Leprince, por supuesto, la busca, pero ésa es otra historia. Lo cierto es que nunca más la vuelve a ver.
A quienes sí ve es a los escritores de París. No tan a menudo como él en el fondo hubiera deseado, pero los ve y a veces habla con ellos y ellos saben (generalmente de forma vaga) quién es él, incluso hay quien ha leído un par de poemas en prosa de Leprince. Su presencia, su fragilidad, su espantosa soberanía, a algunos les sirve de acicate o de recordatorio.
Para Enrique Vila-Matas
Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.
Conocí a Enrique Martín pocos meses después de llegar a Barcelona. Tenía mi edad, había nacido en 1953 y era poeta. Escribía en castellano y catalán con resultados esencialmente idénticos aunque formalmente disímiles. Su poesía en castellano era voluntariosa y afectada y en no pocas ocasiones torpe, carente de cualquier atisbo de originalidad. Su poeta preferido (en esta lengua) era Miguel Hernández, un buen poeta que ignoro por qué razón gusta tanto a los malos poetas (arriesgo una respuesta que me temo incompleta: Hernández habla de y desde el dolor, y los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud). En catalán, en cambio, su poesía hablaba de cosas reales y cotidianas, y únicamente la conocíamos sus amigos (lo que en realidad es un eufemismo: su poesía en castellano probablemente también la leíamos sólo los amigos, la única diferencia, al menos en cuanto a lectores se refiere, era que la poesía en castellano la Publicaba en revistas de tiraje ínfimo que sospecho sólo nosotros examinábamos y en ocasiones ni siquiera nosotros, y las escritas en catalán nos las leía en los bares o cuando visitaba nuestras casas). Pero el catalán de Enrique era malo -¿cómo podían los poemas ser buenos sin dominar el poeta la lengua en que los escribía?; supongo que eso entra en el apartado de los misterios de la juventud-. El caso es que Enrique no tenía ni idea de los rudimentos de la gramática catalana y la verdad es que escribía mal, ya fuera en castellano o catalán, pero yo aún recuerdo algunos de sus poemas con cierta emoción a la que no es ajena el recuerdo de mi propia juventud. Enrique quería ser poeta y en ese empeño ponía toda la fuerza y toda la voluntad de las que era capaz. Su tenacidad (una tenacidad ciega y acrítica, como la de los malos pistoleros de las películas, aquellos que caen como moscas bajo las balas del héroe y que sin embargo perseveran de forma suicida en su empeño) a la postre lo hacía simpático, aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar.
En aquella época yo tenía veinticinco años y pensaba que ya lo había hecho todo. Enrique, por el contrario, quería hacerlo todo y se preparaba a su manera para comerse el mundo. Su primer paso fue sacar una revista o un fanzine de literatura que costeó con sus propios ahorros, pues tenía dinero ahorrado y un trabajo desde los quince años en no sé qué oscura oficina cercana al puerto. A última hora los amigos de Enrique (e incluso algún amigo mío) decidieron no incluir mis poemas en el primer número y eso, aunque me pese reconocerlo, enturbió durante algún tiempo nuestra amistad. Según Enrique, la culpa fue de otro chileno, un tipo al que conocía desde hacía mucho, que sugirió que dos chilenos eran demasiados chilenos para un primer número de un fanzine de literatura española. Por aquellos días yo estaba en Portugal y cuando volví opté por lavarme las manos. Ni la revista tenía nada que ver conmigo ni yo tenía nada que ver con la revista. No acepté las explicaciones de Enrique, en parte por comodidad, en parte para satisfacer mi orgullo herido, y me desentendí de la empresa.
Durante un tiempo dejamos de vernos. Por gente que ambos conocíamos y a la que solía encontrar en los bares del Casco Antiguo, nunca dejé de enterarme, de una forma sucinta y casual, de sus últimas andanzas. Así supe que de la revista (se llamaba Soga Blanca, un título profético, aunque me consta que no fue a él al que se le ocurrió) sólo salió un número, que intentó montar una obra de teatro en un ateneo de Nou Barris y que lo corrieron a gorrazos después de la primera representación, que planeaba sacar otra revista.
Una noche apareció por mi casa. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de poemas y quería que los leyera. Fuimos a cenar a un restaurante de la calle Costa y después, mientras tomaba café, leí algunos. Enrique esperaba mi opinión con una mezcla de autosatisfacción y miedo. Comprendí que si le decía que eran malos nunca más lo volvería a ver, además de arriesgarme a una discusión que se podía prolongar hasta altas horas de la noche. Dije que me parecían bien escritos. No mostré excesivo entusiasmo, pero me cuidé de deslizar la más mínima crítica. Incluso le dije que uno de ellos me parecía muy bueno, uno a la manera de León Felipe, un poema en donde añoraba las tierras de Extremadura en donde él nunca había vivido. No sé si me creyó. Sabía que entonces yo leía a Sanguinetti y que seguía (si bien eclécticamente) las enseñanzas sobre poesía moderna del italiano y que por lo tanto no me podían gustar sus versos sobre Extremadura. Pero hizo como que me creía, hizo como que se alegraba de habérmelos leído y después, sintomáticamente, se puso a hablar sobre su revista muerta en el número 1 y ahí fue donde yo me di cuenta de que no me creía pero que se lo callaba.
Eso fue todo. Estuvimos hablando un rato más, sobre Sanguinetti y Frank O'Hara (Frank O'Hara aún me gusta, a Sanguinetti hace mucho que no lo leo), sobre la nueva revista que pensaba sacar y para la que no me pidió poemas y luego nos despedimos en la calle, cerca de mi casa. Pasaron uno o dos años hasta que lo volví a ver.
Por entonces yo vivía con una mexicana y nuestra relación amenazaba con acabar con ella, conmigo, con los vecinos, a veces incluso con la gente que se atrevía a visitarnos. Estos últimos, advertidos, dejaron de venir a nuestra casa y por aquellos días casi no veíamos a nadie; éramos pobres (la mexicana, pese a pertenecer a una familia acomodada del D.F., se negaba terminantemente a recibir ayuda económica de ésta), nuestras peleas eran homéricas, una nube amenazante parecía cernirse permanentemente sobre nosotros.
Así estaban las cosas cuando Enrique Martín volvió a aparecer. Al traspasar el umbral con una botella de vino y un paté francés, tuve la impresión de que no quería perderse el último acto de una de mis peores crisis vitales (aunque en realidad yo me sentía bien, la que se sentía mal era mi amiga), pero luego, cuando nos invitó por primera vez a cenar a su casa, cuando quiso que conociéramos a su compañera, me di cuenta de que en el peor de los casos Enrique no había venido a contemplar sino a ser contemplado, y que en el mejor de los casos aún parecía sentir una cierta estima por mí. Y sé que no aprecié ese gesto en lo que valía, sé que al principio contemplé su irrupción con desagrado, y que mi manera de recibirlo fue o quiso ser irónica, cínica, probablemente sólo aburrida. La verdad es que por aquellos días yo no era una buena compañía para nadie. Esto lo sabía todo el mundo y todo el mundo me evitaba o me rehuía. Pero Enrique sí quería verme y a la mexicana, vaya uno a saber por qué oscuros motivos, Enrique, su compañera, le cayeron bien y las visitas, las cenas se sucedieron hasta un total de cinco, no más.
Por supuesto, para cuando reanudamos la amistad, aunque la palabra es excesiva, pocas eran las cosas en que no disentíamos. Mi primera sorpresa fue conocer su casa (cuando lo dejé de ver aún vivía con sus padres y después supe que compartió un piso con otros tres, un piso al que por una u otra razón yo nunca fui). Ahora vivía en un ático del barrio de Gracia, lleno de libros, discos, cuadros, una vivienda amplia, tal vez un poco oscura, que su compañera había decorado con gusto camaleónico, pero en el que no faltaban ciertos detalles curiosos, objetos traídos de sus últimos viajes (Bulgaria, Turquía, Israel, Egipto) que a veces trascendían el recuerdo de turista, la imitación. Mi segunda sorpresa fue cuando me dijo que ya no escribía poesía. Lo dijo en la sobremesa, delante de la mexicana y de su compañera, aunque en realidad la confesión iba dirigida a mí (yo jugaba con una daga árabe, enorme, con la hoja labrada por ambas caras, supongo que de difícil uso práctico), y cuando lo miré su rostro exhibía una sonrisa que quería decir soy adulto, he comprendido que para disfrutar del arte no hace falta hacer el ridículo, no hace falta escribir ni arrastrarse.
La mexicana (que era pura dinamita) se condolió de su renuncia, lo obligó a contar la historia de la revista en donde no fui publicado, finalmente encontró plausibles y sensatas las razones que Enrique esgrimió en defensa de su renuncia y le predijo un no muy tardío regreso a la literatura con las fuerzas renovadas. La compañera de Enrique estuvo de acuerdo en un noventainueve por ciento. Las dos mujeres (aunque por razones obvias mucho más la compañera de Enrique) parecían encontrar decididamente más poético el que éste se dedicara a su trabajo -lo habían ascendido, el ascenso lo llevaba a veces a visitar Cartagena y Málaga por razones que no quise averiguar-, a su colección de discos, a su casa y a su coche, que a malgastar las horas imitando a León Felipe o en el mejor de los casos (es un decir) a Sanguinetti. Yo no expresé ninguna opinión y cuando Enrique me preguntó directamente qué pensaba (Dios mío, como si fuera una pérdida irreparable para la lírica española o catalana), le contesté que cualquier cosa que él hiciera estaría bien. No me creyó.
La conversación, aquella noche o una de las cuatro que aún nos restaban, giró hacia los hijos. Lógico: poesía-hijos. Y recuerdo (y esto sí lo recuerdo con total claridad) que Enrique admitió que le gustaría tener un hijo, la experiencia del hijo fueron sus palabras textuales, no su mujer sino él, es decir tenerlo nueve meses dentro de su barriga y parirlo. Recuerdo que cuando lo dijo yo me quedé helado, la mexicana y su compañera lo miraron con ternura, y a mí me pareció ver, y eso fue lo que me dejó helado, lo que años después, pero desgraciadamente no muchos años después, sucedería. Cuando la sensación pasó, fue breve, apenas un chispazo, la afirmación de Enrique me pareció una boutade que ni siquiera merecía contestación. Por descontado, ellos querían tener hijos, yo, para variar, no, al final de los cuatro de aquella cena el único que tiene un hijo soy yo, la vida no sólo es vulgar sino también inexplicable.
Fue durante la última cena, cuando mi relación con la mexicana ya estaba en los segundos de descuento, cuando Enrique nos habló de una revista en la que colaboraba. Ya está, pensé. Acto seguido se corrigió: en la que colaboraban. El plural tuvo la virtud de ponerme en guardia, pero pronto comprendí: él y su compañera. Por una vez (por última vez) la mexicana y yo estuvimos de acuerdo en algo y exigimos en el acto ver la revista en cuestión. Resultó ser una de las tantas que por entonces se vendían en los kioscos de periódicos y cuyos temas iban desde los ovnis hasta los fantasmas, pasando por las apariciones marianas, las culturas precolombinas desconocidas, los sucesos paranormales. Se llamaba Preguntas amp; Respuestas y creo que aún se vende. Pregunté, preguntamos, en qué consistía exactamente lo que ellos hacían. Enrique (su compañera casi no habló durante la última cena) nos lo explicó: iban, los fines de semana, a lugares donde se producían avistamientos (de platillos volantes), entrevistaban a las personas que los habían visto, examinaban la zona, buscaban cuevas (esa noche Enrique afirmó que muchas montañas de Cataluña y del resto de España estaban huecas), pasaban la noche en vela metidos en sacos de dormir y con la cámara fotográfica al lado, a veces iban ellos dos solos, las más iban en grupo, cuatro, seis personas, noches agradables al aire libre, cuando todo concluía preparaban un informe y parte de él (¿a quién le mandaban el informe completo?) lo publicaban, junto con las fotos, en Preguntas amp; Respuestas.
Esa noche, durante la sobremesa, leí un par de los artículos que firmaban Enrique y su compañera. Estaban mal redactados, eran torpes, pretendidamente científicos, al menos la palabra ciencia aparecía varias veces, eran inaguantablemente arrogantes. Quiso saber qué opinaba de ellos. Me di cuenta de que mi opinión, por primera vez, le importaba un pepino y por primera vez fui franco y sincero. Le sugerí cambios, le dije que debía aprender a escribir, le pregunté si en la revista tenían un corrector de estilo.
Al salir de su casa la mexicana y yo no paramos de reírnos. Esa misma semana, creo, nos separamos. Ella se fue a Roma. Yo aún permanecí un año más en Barcelona.
Durante mucho tiempo no supe nada de Enrique. De hecho creo que me olvidé de él. Por entonces yo vivía en las afueras de un pueblo de Girona con la única compañía de una perra y de cinco gatos, casi no veía a nadie de mis antiguos conocidos aunque de vez en cuando alguno se dejaba caer por mi casa, en ningún caso más de dos días y una noche, y con esa persona, la que fuera, solía hablar de los amigos de Barcelona, de los amigos de México, y en ninguna ocasión que yo recuerde nadie me mencionó a Enrique Martín. Al pueblo bajaba sólo una vez al día, acompañado por mi perra, a comprar comida y a hurgar en mi apartado de correos, en donde solía encontrar cartas de mi hermana que me escribía desde un México D.F. que ya no podía reconocer. Las demás cartas, muy espaciadas, eran de poetas sudamericanos perdidos en Sudamérica con quienes mantenía una correspondencia irregular, entre abrupta y dolorosa, fiel reflejo de nosotros mismos que comenzábamos a dejar de ser jóvenes, a aceptar el fin de los sueños.
Un día, sin embargo, recibí una carta distinta. En realidad, no era propiamente una carta. En dos hojas de cartulina, sendas invitaciones para una especie de cóctel que una editorial de Barcelona ofreció durante la presentación de mi primera novela, cóctel al que yo no asistí, alguien había dibujado unos planos más bien rudimentarios y junto a éstos había escrito las siguientes cifras:
3860 + 429777 – 469993? + 51179 -
588904 + 966 – 39146 + 498207856
La carta, por descontado, no llevaba firma. Evidentemente, mi anónimo corresponsal sí había asistido a la presentación de mi libro. Por supuesto, no intenté descifrar las cifras: estaba claro que era una frase de ocho palabras, seguramente su autor era uno de mis amigos. El asunto no revestía mayor misterio, excepto, tal vez, por los dibujos. Éstos representaban un camino ondulado, una casa con un árbol, un río que se bifurcaba, un puente, una montaña o una colina, una cueva. A un lado, una primitiva rosa de los vientos indicaba el norte y el sur. Junto al camino, en dirección contraria a la montaña (decidí finalmente que debía ser una montaña) y a la cueva, una flecha indicaba el nombre de un pueblo del Ampurdán.
Esa noche, ya en mi casa, mientras preparaba la comida, de pronto supe sin ninguna duda que la carta era de Enrique Martín. Lo imaginé en el cóctel de la editorial, hablando con algunos de mis amigos (uno de éstos debió de darle el número de mi apartado de correos), criticando acerbamente mi libro, yendo de un lado para otro con un vaso de vino en la mano, saludando a todo el mundo, preguntando en voz alta si yo iba a aparecer o no iba a aparecer. Creo que sentí algo parecido al desprecio. Creo que recordé mi ya lejana exclusión de Soga Blanca.
Una semana más tarde volví a recibir otro anónimo. Nuevamente la cartulina utilizada era una invitación para la presentación de mi libro (debió de hacerse con varias durante el cóctel), aunque esta vez descubrí algunas variantes. Bajo mi nombre había transcrito un verso de Miguel Hernández, uno que habla de la felicidad y del trabajo. En el dorso, junto con las mismas cifras de la primera, el mapa experimentaba un cambio radical. Al principio pensé que no quería decir nada, las líneas eran confusas, en ocasiones un mero entrecruzarse de rayas y puntos suspensivos, signos de exclamación, dibujos borroneados o superpuestos. Después, tras observarlo por enésima vez y compararlo con la entrega anterior, comprendí lo que era obvio: el nuevo mapa era la prolongación del antiguo mapa, el nuevo mapa era el mapa de la cueva.
Recuerdo que pensé que ya no teníamos edad para estas bromas, una tarde estuve hojeando en el kiosco, sin llegar a comprarla, la revista Preguntas amp; Respuestas. No vi el nombre de Enrique entre los colaboradores. A los pocos días volví a olvidarme de él y de sus cartas.
Creo que transcurrieron varios meses, tal vez tres, tal vez cuatro. Una noche escuché el ruido de un coche que se detenía junto a mi casa. Pensé que seguramente se trataba de alguien que se había extraviado. Salí con la perra a ver quién era. El coche estaba detenido junto a unos zarzales, con el motor en marcha y las luces encendidas. Durante un rato no pasó nada. Desde donde yo estaba no podía ver cuántos ocupantes había en el coche, pero no tuve miedo, con mi perra al lado casi nunca tenía miedo. La perra, por su parte, gruñía, ansiosa por abalanzarse sobre los desconocidos. Entonces las luces se apagaron, se apagó el motor y el único ocupante del coche abrió la puerta y me saludó con palabras cariñosas. Era Enrique Martín. Me temo que mi saludo fue más bien frío. Lo primero que me preguntó fue si había recibido sus cartas. Dije que sí. ¿Nadie manipuló los sobres? ¿Los sobres estaban bien cerrados? Contesté afirmativamente y le pregunté qué pasaba. Problemas, dijo mientras miraba las luces del pueblo a sus espaldas y la curva detrás de la cual estaba la cantera de piedra. Entremos en casa, le dije, pero no se movió de donde estaba. ¿Qué es aquello?, dijo indicando las luces y los ruidos de la cantera. Le dije lo que era y le expliqué que al menos una vez al año, ignoro por qué razón, trabajaban hasta pasada la medianoche. Es raro, dijo Enrique. Volví a insistir en que entráramos, pero no me oyó o se hizo el desentendido. No quiero molestarte, dijo tras ser olisqueado por la perra. Entra, vamos a tomarnos algo, dije. No bebo alcohol, dijo Enrique. Estuve en la presentación de tu novela, añadió, creí que irías. No, no fui, dije. Pensé que ahora Enrique se pondría a criticar mi libro. Quería que me guardaras algo, dijo. Sólo entonces me di cuenta de que en la mano derecha llevaba un paquete, hojas de tamaño folio, su regreso a la poesía, pensé. Pareció adivinarme el pensamiento. No son poemas, dijo con una sonrisa desvalida y al mismo tiempo valiente, una sonrisa que ciertamente no veía desde hacía muchos años, no en su cara, al menos. ¿Qué es?, le pregunté. Nada, cosas mías, no quiero que las leas, sólo quiero que las guardes. De acuerdo, entremos, dije. No, no quiero molestarte, además no tengo tiempo, he de irme de inmediato. ¿Cómo supiste dónde vivía?, dije. Enrique pronunció el nombre de un amigo común, el chileno que había decidido que dos chilenos eran muchos chilenos para el primer número de Soga Blanca. Cómo se atreve ese cabrón a dar mi dirección a nadie, dije. ¿Ya no sois amigos?, dijo Enrique. Supongo que sí, dije, pero no nos vemos mucho. Pues a mí me alegra que me la haya dado, me ha gustado mucho verte, dijo Enrique. Debí decir: a mí también, pero no dije nada. Bueno, me voy, dijo Enrique. En ese momento comenzaron a sonar unos ruidos muy fuertes, como de explosiones, provenientes de la cantera que lo pusieron nervioso. Lo tranquilicé, no es nada, dije, pero en realidad era la primera vez que oía las explosiones a esas horas de la noche. Bueno, me voy, dijo. Cuídate, dije yo. ¿Puedo darte un abrazo?, dijo. Claro que sí, dije yo. ¿No me morderá el perro? Es una perra, dije yo, no te morderá.
Durante dos años, el tiempo que me restaba por vivir en aquella casa de las afueras, mantuve el paquete de papeles intacto, tal como Enrique me lo había confiado, atado con cordel y cinta adhesiva, entre las revistas viejas y entre mis propios papeles que, no está de más decirlo, crecieron desaforadamente durante ese tiempo. Las únicas noticias que tuve sobre Enrique me las proporcionó el chileno de la Soga Blanca , con el que una vez hablamos sobre la revista y sobre aquellos años, aclarando de paso el papel jugado por él en la exclusión de mis poemas, ninguno, fue lo que me afirmó, fue lo que saqué en claro, aunque a esas alturas ya no importaba. Por él supe que Enrique tenía una librería en el barrio de Gracia, cerca de aquel piso que años atrás, en compañía de la mexicana, yo había visitado cinco veces. Por él supe que estaba separado, que ya no colaboraba en Preguntas amp; Respuestas, que su ex mujer trabajaba con él en la librería. Pero ya no vivían juntos, me dijo, eran amigos, Enrique le daba ese trabajo porque la tía estaba en el paro. ¿Y le va bien con la librería?, pregunté. Muy bien, dijo el chileno, al parecer había dejado la empresa en la que trabajaba desde adolescente y la indemnización fue cuantiosa. Vive allí mismo, dijo. En el fondo de la librería, en dos habitaciones no muy grandes. Las habitaciones, lo supe después, daban a un patio de luz en donde Enrique cultivaba geranios, ficus, nomeolvides, azucenas. Las dos únicas puertas eran las de la librería, sobre la que cada noche bajaba una cortina metálica que cerraba con llave, y una puerta pequeña que daba al pasillo del edificio. No le quise preguntar la dirección. Tampoco le pregunté si Enrique escribía o no escribía. Poco después recibí una larga carta de éste, firmada, en donde me decía que había estado en Madrid (creo que la carta la escribió desde Madrid, ya no estoy seguro) en el famoso Congreso Mundial de Escritores de Ciencia Ficción. No, él no escribía ciencia ficción (creo que empleó el término s-f), sino que estaba allí como enviado de Preguntas amp; Respuestas. El resto de la carta era confuso. Hablaba de un escritor francés cuyo nombre no me sonaba de nada que afirmaba que los extraterrestres éramos todos, es decir todos los seres vivientes del planeta Tierra, unos exiliados, decía Enrique, o unos desterrados. Después hablaba del camino seguido por el escritor francés para llegar a tan descabellada conclusión. Esta parte era ininteligible. Mencionaba a la policía de la mente, hacía conjeturas acerca de túneles dimensionales, se enredaba como si estuviera, otra vez, escribiendo un poema. La carta terminaba con una frase enigmática: todos los que saben se salvan. Después venían los saludos y recuerdos de rigor. Fue la última vez que me escribió.
La siguiente noticia que tuve de él me la proporcionó nuestro común amigo chileno, de manera casual, quiero decir sin estridencias, en uno de mis cada vez más frecuentes desplazamientos a Barcelona, mientras comíamos juntos.
Enrique llevaba dos semanas muerto, las cosas ocurrieron más o menos así: una mañana llegó su ex compañera y ahora dependienta a la librería y la encontró cerrada. El hecho la extrañó, pero no demasiado pues a veces Enrique solía quedarse dormido. Para tales contingencias ella tenía una llave propia y con ésta procedió a abrir la cortina metálica primero y la puerta de cristal de la librería después. Acto seguido se encaminó al fondo, hacia las habitaciones, y allí encontró a Enrique, colgando de la viga de su dormitorio. La dependienta y ex compañera casi sufrió un ataque al corazón de la impresión que tuvo, pero se sobrepuso, llamó por teléfono a la policía y luego cerró la librería y esperó sentada en la acera, llorando, supongo, hasta que llegó el primer coche patrulla. Cuando volvió a entrar, contra lo que esperaba, Enrique aún colgaba de la viga, los policías le hicieron preguntas, notó entonces que las paredes de la habitación estaban llenas de números, grandes y pequeños, pintados con rotulador algunos y con aerosol otros. Los policías, lo recordaba, fotografiaron los números (659983 + 779511 – 336922, cosas de ese tipo, incomprensibles) y el cadáver de Enrique que los miraba desde arriba sin ninguna consideración. La dependienta y ex compañera creyó que las cifras eran deudas acumuladas. Sí, Enrique estaba endeudado, no demasiado, no como para que alguien lo quisiera matar, pero existían deudas. Los policías le preguntaron si los números ya estaban en las paredes la tarde anterior. Ella dijo que no. Luego dijo que no lo sabía. No lo creía. No entraba desde hacía tiempo en aquella habitación.
Revisaron las puertas. La que daba al pasillo del edificio estaba cerrada con llave por dentro. No encontraron ninguna señal que indicara que alguna de las puertas hubiera sido forzada. El único juego de llaves que había, aparte del de la dependienta y ex compañera, lo encontraron junto a la caja registradora. Cuando llegó el juez descolgaron el cuerpo de Enrique y se lo llevaron de allí. La autopsia fue concluyente, la muerte había sido casi en el acto, un suicidio más de los muchos que ocurren en Barcelona.
Durante muchas noches, en la soledad de mi casa del Ampurdán que pronto abandonaría, estuve pensando en el suicidio de Enrique. Me costaba creer que el hombre que quería tener un hijo, que quería parir él mismo un hijo, tuviera la indelicadeza de permitir que su dependienta y ex compañera descubriera su cuerpo ahorcado, ¿desnudo?, ¿vestido?, ¿en pijama?, acaso aún balanceándose en medio de la habitación. Lo de los números ya me parecía más probable. No me costaba trabajo imaginar a Enrique realizando sus criptografías toda la noche, desde las ocho en que cerró la librería, hasta las cuatro de la mañana, buena hora para morir. Levanté, por supuesto, algunas hipótesis que acaso explicaban de alguna manera su muerte. La primera tenía relación directa con su última carta, el suicidio como el billete de regreso al planeta natal. La segunda contemplaba en dos versiones el asesinato. Pero ambas eran excesivas, desmesuradas. Recordé nuestro último encuentro frente a mi casa, sus nervios, la sensación de que alguien lo perseguía, la sensación de que Enrique creía que alguien lo perseguía.
En los siguientes desplazamientos a Barcelona cotejé mis informaciones con otros amigos de Enrique, nadie había notado ningún cambio significativo en él, a nadie había entregado ni planos hechos a mano ni paquetes cerrados, el único punto donde advertí contradicciones y lagunas era en el de su actividad en Preguntas amp; Respuestas. Según algunos hacía mucho que ya no tenía relación alguna con la revista. Según otros, seguía colaborando de manera regular.
Una tarde que no tenía nada que hacer, después de resolver algunos asuntos en Barcelona, fui a la redacción de Preguntas amp; Respuestas. Me atendió el director. Si esperaba encontrar a alguien tenebroso, me llevé una desilusión, el director parecía un vendedor de seguros, más o menos como todos los directores de revistas. Le dije que Enrique Martín había muerto. No lo sabía, pronunció algunas palabras de pesar, esperó. Le pregunté si Enrique colaboraba regularmente en la revista y tal como esperaba obtuve una respuesta negativa. Le recordé el Congreso Mundial de Ciencia Ficción celebrado no hacía mucho en Madrid. Respondió que su revista no había enviado a nadie a cubrir el evento, ellos, me explicó, no hacían ficción sino periodismo de investigación. Aunque a él, añadió, la ciencia ficción le gustaba mucho. Entonces Enrique fue por su cuenta, pensé en voz alta. Así debió de ser, dijo el director, al menos para esta casa no trabajaba.
Antes de que todo el mundo lo olvidara, antes de que sus amigos siguieran viviendo con Enrique ya definitivamente muerto, conseguí el número de teléfono de su ex compañera, ex dependienta, y la llamé. Le costó acordarse de mí. Soy yo, dije, Arturo Belano, fui a tu casa cinco veces, vivía por entonces con una mexicana. Ah, sí, dijo. Luego permaneció callada y pensé que algo le ocurría al teléfono. Pero ella seguía allí. Te llamaba para decirte que siento mucho lo que ha sucedido, dije. Enrique fue a la presentación de tu libro, dijo ella. Lo sé, lo sé, dije. Quería verte, dijo ella. Nos vimos, dije. No sé por qué quería verte, dijo ella. A mí también me gustaría saberlo, dije. Bueno, ya es demasiado tarde, ¿no?, dijo ella. Así parece, dije.
Aún permanecimos un rato más hablando, creo que de sus nervios destrozados, luego se me acabaron las monedas (llamaba desde Girona) y la comunicación se cortó.
Meses después me marché de casa. La perra se vino conmigo. Los gatos se quedaron con unos vecinos. La noche anterior a mi partida abrí el paquete que me confió Enrique. Esperaba encontrar números y mapas, tal vez la señal que aclarara su muerte. Eran unas cincuenta hojas tamaño folio, debidamente encuadernadas. Y en ninguna encontré planos ni mensajes cifrados, sólo poemas escritos a la manera de Miguel Hernández, algunos a la manera de León Felipe, a la manera de Blas de Otero y de Gabriel Celaya. Aquella noche no pude dormir. Ahora era a mí al que le tocaba huir.
B escribe un libro en donde se burla, bajo máscaras diversas, de ciertos escritores, aunque más ajustado sería decir de ciertos arquetipos de escritores. En uno de los relatos aborda la figura de A, un autor de su misma edad pero que a diferencia de él es famoso, tiene dinero, es leído, las mayores ambiciones (y en ese orden) a las que puede aspirar un hombre de letras. B no es famoso ni tiene dinero y sus poemas se imprimen en revistas minoritarias. Sin embargo entre A y B no todo son diferencias. Ambos provienen de familias de la pequeña burguesía o de un proletariado más o menos acomodado. Ambos son de izquierdas, comparten una parecida curiosidad intelectual, las mismas carencias educativas. La meteórica carrera de A, sin embargo, ha dado a sus escritos un aire de gazmoñería que a B, lector ávido, le parece insoportable. A, al principio desde los periódicos pero cada vez más a menudo desde las páginas de sus nuevos libros, pontifica sobre todo lo existente, humano o divino, con pesadez académica, con el talante de quien se ha servido de la literatura para alcanzar una posición social, una respetabilidad, y desde su torre de nuevo rico dispara sobre todo aquello que pudiera empañar el espejo en el que ahora se contempla, en el que ahora contempla el mundo. Para B, en resumen, A se ha convertido en un meapilas.
B, decíamos, escribe un libro y en uno de los capítulos se burla de A. La burla no es cruenta (sobre todo teniendo en cuenta que se trata sólo de un capítulo de un libro más o menos extenso). Crea un personaje, Álvaro Medina Mena, escritor de éxito, y lo hace expresar las mismas opiniones que A. Cambian los escenarios: en donde A despotrica contra la pornografía, Medina Mena lo hace contra la violencia, en donde A argumenta contra el mercantilismo en el arte contemporáneo, Medina Mena se llena de razones que esgrimir contra la pornografía. La historia de Medina Mena no sobresale entre el resto de historias, la mayoría mejores (si no mejor escritas, sí mejor organizadas). El libro de B se publica -es la primera vez que B publica en una editorial grande- y comienza a recibir críticas. Al principio su libro pasa desapercibido. Luego, en uno de los principales periódicos del país, A publica una reseña absolutamente elogiosa, entusiasta, que arrastra a los demás críticos y convierte el libro de B en un discreto éxito de ventas. B, por supuesto, se siente incómodo. Al menos eso es lo que siente al principio, luego, como suele suceder, encuentra natural (o al menos lógico) que A alabara su libro; éste, sin duda, es notable en más de un aspecto y A, sin duda, en el fondo no es un mal crítico.
Pero al cabo de dos meses, en una entrevista aparecida en otro periódico (no tan importante como aquel en donde publicó su reseña), A menciona una vez más el libro de B, de forma por demás elogiosa, tachándolo de altamente recomendable: «Un espejo que no se empaña.» En el tono de A, sin embargo, B cree descubrir algo, un mensaje entre líneas, como si el escritor famoso le dijera: no creas que me has engañado, sé que me retrataste, sé que te burlaste de mí. Ensalza mi libro, piensa B, para después dejarlo caer. O bien ensalza mi libro para que nadie lo identifique con el Personaje de Medina Mena. O bien no se ha dado cuenta de nada y nuestro encuentro escritor-lector ha sido un encuentro feliz. Todas las posibilidades le parecen nefastas. B no cree en los encuentros felices (es decir inocentes, es decir simples) y comienza a hacer todo lo posible para conocer personalmente a A. En su fuero interno sabe que A se ha visto retratado en el personaje de Medina Mena. Al menos tiene la razonable convicción de que A ha leído todo su libro y que lo ha leído tal como a él le gustaría que lo leyeran. ¿Pero entonces por qué se ha referido a él de esa manera? ¿Por qué elogiar algo donde se burlan -y ahora B cree que la burla, además de desmesurada, tal vez ha sido un poco injustificada- de ti? No encuentra explicación. La única plausible es que A no se haya dado cuenta de la sátira, probabilidad nada despreciable dado que A cada vez es más imbécil (B lee todos sus artículos, todos los que han aparecido después de la reseña elogiosa y hay mañanas en que, si pudiera, machacaría a puñetazos su cara, la cara de A cada vez más pacata, más imbuida por la santa verdad y por la santa impaciencia, como si A se creyera la reencarnación de Unamuno o algo parecido).
Así que hace todo lo posible por conocerlo, pero no tiene éxito. Viven en ciudades diferentes. A viaja mucho y no siempre es seguro encontrarlo en su casa. Su teléfono casi siempre marca ocupado o es el contestador automático el que recibe la llamada y cuando esto sucede B cuelga en el acto pues le aterrorizan los contestadores automáticos.
Al cabo de un tiempo B decide que jamás se pondrá en contacto con A. Intenta olvidar el asunto, casi lo consigue. Escribe un nuevo libro. Cuando se publica A es el primero en reseñarlo. Su velocidad es tan grande que desafía cualquier disciplina de lectura, piensa B. El libro ha sido enviado a los críticos un jueves y el sábado aparece la reseña de A, por lo menos cinco folios, donde demuestra, además, que su lectura es profunda y razonable, una lectura lúcida, clarificadora incluso para el propio B, que observa aspectos de su libro que antes había pasado por alto. Al principio B se siente agradecido, halagado. Después se siente aterrorizado. Comprende, de golpe, que es imposible que A leyera el libro entre el día en que la editorial lo envió a los críticos y el día en que lo publicó el periódico: un libro enviado el jueves, tal como va el correo en España, en el mejor de los casos llegaría el lunes de la semana siguiente. La primera posibilidad que a B se le ocurre es que A escribiera la reseña sin haber leído el libro, pero rápidamente rechaza esta idea. A, es innegable, ha leído y muy bien leído su libro. La segunda posibilidad es más factible: que A obtuviera el libro directamente en la editorial. B telefonea a la editorial, habla con la encargada de ventas, le pregunta cómo es posible que A ya haya leído su libro. La encargada no tiene idea (aunque ha leído la reseña y está contenta) y le promete averiguarlo. B, casi de rodillas, si es que alguien se puede poner de rodillas telefónicamente, le suplica que lo llame esa misma noche. El resto del día, como no podía ser menos, lo pasa imaginando historias, cada una más disparatada que la anterior. A las nueve de la noche, desde su casa, lo telefonea la encargada de ventas. No hay ningún misterio, por supuesto, A estuvo en la editorial días antes y se fue con un ejemplar del libro de B con el tiempo suficiente como para leerlo con calma y escribir la reseña. La noticia devuelve la serenidad a B. Intenta preparar la cena pero no tiene nada en la nevera y decide salir a comer fuera. Se lleva el periódico en donde está la reseña. Al principio camina sin rumbo por calles desiertas, luego encuentra una fonda abierta en la que nunca ha estado antes y entra. Todas las mesas están desocupadas. B se sienta junto a la ventana, en un rincón apartado de la chimenea que débilmente calienta el comedor. Una muchacha le pregunta qué quiere. B dice que quiere comer. La muchacha es muy hermosa y tiene el pelo largo y despeinado, como si se acabara de levantar. B pide una sopa y después un plato de verduras con carne. Mientras espera vuelve a leer la reseña. Tengo que ver a A, piensa. Tengo que decirle que estoy arrepentido, que no quise jugar a esto, piensa. La reseña, sin embargo, es inofensiva: no dice nada que más tarde no vayan a decir otros reseñistas, si acaso está mejor escrita (A sabe escribir, piensa B con desgana, tal vez con resignación). La comida le sabe a tierra, a materias putrefactas, a sangre. El frío del restaurante lo cala hasta los huesos. Esa noche enferma del estómago y a la mañana siguiente se arrastra como puede hasta el ambulatorio. La doctora que lo atiende le receta antibióticos y una dieta suave durante una semana. Acostado, sin ganas de salir de casa, B decide llamar a un amigo y contarle toda la historia. Al principio duda a quién llamar. ¿Y si llamo a A y se lo cuento a él?, piensa. Pero no, A, en el mejor de los casos, lo achacaría todo a una coincidencia y acto seguido se dedicaría a leer bajo otra luz los textos de B para posteriormente proceder a demolerlo. En el peor, se haría el desentendido. Al final, B no llama a nadie y muy pronto un miedo de otra naturaleza crece en su interior: el de que alguien, un lector anónimo, se hubiera dado cuenta de que Álvaro Medina Mena es un trasunto de A. La situación, tal como ya está, le parece horrenda. Con más de dos personas en el secreto, cavila, puede llegar a ser insoportable. ¿Pero quiénes son los potenciales lectores capaces de percibir la identidad de Álvaro Medina Mena? En teoría los tres mil quinientos de la primera edición de su libro, en la práctica sólo unos pocos, los lectores devotos de A, los aficionados a los crucigramas, los que, como él, estaban hartos de tanta moralina y catequesis de final de milenio. ¿Pero qué puede hacer B para que nadie más se dé cuenta? No lo sabe. Baraja varias posibilidades, desde escribir una reseña elogiosa en grado extremo del próximo libro de A hasta escribir un pequeño libro sobre toda la obra de A (incluidos sus malhadados artículos de periódico); desde llamarlo por teléfono y poner las cartas boca arriba (¿pero qué cartas?) hasta visitarlo una noche, acorralarlo en el zaguán de su piso, obligarlo por la fuerza a que confiese cuál es su propósito, qué pretende al pegarse como lapa a su obra, qué reparaciones son las que de manera implícita está exigiendo con tal actitud.
Finalmente B no hace nada.
Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra. Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio, producto de sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.
B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio, piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el hotel, por supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la capital para visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se van sumando al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión, toreros.
En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa, en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica: debe estar armado.
Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B, tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.
Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la mañana a trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato, que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer. Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta. Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche, desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio, sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después, en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón, insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece que conversan, que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono. Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio repentino, como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de varias monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.
Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en insistir pero decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos siguientes teléfonos que encontró estaban estropeados (la capital era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por fin encontró uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar y al cabo de un rato, después de haber desechado varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban más de treinta personas. El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una camaradería indiscriminada y bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas que no conocía de nada y que normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia. Se celebraba una despedida de soltero o la victoria de uno de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al hotel de madrugada, sintiéndose vagamente avergonzado.
Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro que era incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que encuentra, en una calle bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es reconocido de inmediato. A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio: sentimos mucho lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me pareció que no era oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya cualquier atisbo de discreción. Por varias razones, dice la mujer… A no se encuentra muy bien de salud… Cuando habla por teléfono se excita demasiado… Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo… A B la voz de la mujer ya no le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al hombre de la voz grave. Pese a todo, a B le parece encantadora. Miente como una niña mimada y sabe de antemano que yo perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si realzara su propia belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta que vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta) y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los emplea en imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.
El resto del día B se lo pasa caminando de un sitio a otro, como un vagabundo o como un enfermo mental. Por supuesto, no visita ni un solo museo aunque sí entra a un par de librerías en donde compra el último libro de A. Se instala en un parque y lo lee. El libro es fascinante, aunque cada página rezuma tristeza. Qué buen escritor es A, piensa B. Considera su propia obra, maculada por la sátira y por la rabia y la compara desfavorablemente con la obra de A. Después se queda dormido al sol y cuando despierta el parque está lleno de mendigos y yonquis que a primera vista dan la impresión de movimiento pero que en realidad no se mueven, aunque tampoco pueda afirmarse con propiedad que están quietos.
B vuelve a su hotel, se baña, se afeita, se pone la ropa que usó durante el primer día de estancia en la ciudad y que es la más limpia que tiene, y luego vuelve a salir a la calle. A vive en el centro, en un viejo edificio de cinco plantas. Llama por el portero automático y una voz de mujer le pregunta quién es. Soy B, dice B. Pasa, dice la mujer y el zumbido de la puerta que se abre dura hasta que B alcanza el ascensor. E incluso mientras el ascensor lo sube al piso de A, B cree oír el zumbido, como si tras sí arrastrara una larga cola de lagartija o de serpiente.
En el rellano, junto a la puerta abierta, A lo está esperando. Es alto, pálido, un poco más gordo que en las fotos. Sonríe con algo de timidez. B siente por un momento que toda la fuerza que le ha servido para llegar a casa de A se evapora en un segundo. Se repone, intenta una sonrisa, alarga la mano. Sobre todo, piensa, evitar escenas violentas, sobre todo evitar el melodrama. Por fin, dice A, cómo estás. Muy bien, dice B.
B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz. Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo, piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo -el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender- pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe telefonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría. En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente, soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.