Coincidimos en cárceles diferentes (separadas entre sí por miles de kilómetros) el mismo mes y el mismo año. Sofía nació en 1950, en Bilbao, y era morena, de corta estatura y muy hermosa. En noviembre de 1973, mientras yo estaba preso en Chile, a ella la encarcelaron en Aragón.
Por entonces estudiaba en la Universidad de Zaragoza, una carrera de ciencias, Biología o Química, una de las dos, y fue a la cárcel con casi todos sus compañeros de curso. La cuarta o quinta noche que dormimos juntos, ante mi exhibición de posturas amatorias me dijo que no me cansara, que no se trataba de eso. Me gusta variar, le dije. Si folio en la misma postura dos noches seguidas me quedo impotente. Por mí no lo hagas, dijo ella. La habitación era de techo muy alto con las paredes pintadas de rojo, un rojo de desierto crepuscular. Las había pintado ella misma a los pocos días de vivir allí. Eran horribles. Yo he hecho el amor de todas las formas posibles, dijo. No te creo, le dije. ¿De todas las formas posibles? De todas, dijo, y yo no dije nada (preferí callarme, tal vez avergonzado) pero la creí.
Después, pero eso pasó al cabo de muchos días, dijo que se estaba volviendo loca. Comía muy poco, se alimentaba únicamente de puré. Una vez entré en la cocina y vi un saco de plástico junto al refrigerador. Eran veinte kilos de puré en polvo. ¿No comes nada más?, le pregunté. Ella se sonrió y dijo que sí, que a veces comía otras cosas, pero casi siempre en la calle, en bares o restaurantes. En casa resulta más práctico un saco de puré, dijo. Así siempre hay comida. Ni siquiera lo disolvía con leche, sino con agua, y ni siquiera esperaba a que el agua hirviera. Disolvía los copos de puré en agua tibia, me explicó más tarde, porque odiaba la leche. Nunca la vi ingerir productos lácteos, decía que eso seguramente era un problema mental que arrastraba desde la infancia, algo relacionado con su madre. Así que por las noches, cuando ambos coincidíamos en la casa, comía puré y a veces me acompañaba cuando me quedaba hasta tarde a ver películas por la tele. Casi no hablábamos. Nunca discutía. Por entonces en aquella casa vivía un tipo del Partido Comunista, de nuestra misma edad, un veinteañero, con el que yo me enzarzaba en polémicas inútiles y ella nunca tomó partido aunque yo sabía que estaba más de mi parte que de parte de él. Una vez el comunista me dijo que Sofía estaba muy buena y que pensaba tirársela a la primera oportunidad. Hazlo, le dije. Dos o tres noches después, mientras veía una película de Bardem oí que el comunista salía al pasillo y golpeaba discretamente la puerta de Sofía. Hablaron un rato y luego la puerta se cerró y el comunista no volvió a salir hasta dos horas más tarde.
Sofía, pero esto lo supe mucho después, había estado casada. Su marido era un compañero de la Universidad de Zaragoza, un tipo que también estuvo preso en noviembre de 1973. Cuando terminaron la carrera se trasladaron a Barcelona y al cabo de un tiempo se separaron. Se llamaba Emilio y eran buenos amigos. ¿Con Emilio hiciste el amor de todas las formas posibles? No, pero casi, decía Sofía. Y decía también que se estaba volviendo loca y que era un problema, sobre todo si conducía, la otra noche me volví loca en la Diagonal, por suerte no había mucho tráfico. ¿Tomas algo? Valium. Un montón de pastillas de valium. Antes de acostarnos fuimos juntos al cine un par de veces. Películas francesas, creo. Vimos una de una mujer pirata que llega a una isla en donde vive otra mujer pirata y las dos tienen un duelo a muerte con espadas. La otra era de la Segunda Guerra Mundial: un tipo que trabaja para los alemanes y para la Resistencia al mismo tiempo. Después de acostarnos fuimos más veces al cine y curiosamente de esas películas sí recuerdo el título e incluso los nombres de los directores, pero todo lo demás lo he olvidado. Ya desde la primera noche Sofía me dejó muy claro que lo nuestro no iba a llegar a ninguna parte. Estoy enamorada de otro, dijo. ¿El camarada comunista? No, alguien que tú no conoces, dijo, un profesor, como yo. Por el momento no me quiso decir su nombre. A veces se acostaba con él, pero esto no solía ocurrir muy a menudo, una vez cada quince días aproximadamente. Conmigo hacía el amor todas las noches. Al principio yo trataba de agotarla. Comenzábamos a las once y no parábamos hasta las cuatro de la mañana, pero pronto me di cuenta de que no existía manera de agotar a Sofía.
Por aquella época yo solía juntarme con anarquistas y feministas radicales y leía libros más o menos acordes con mis amistades. Uno de éstos era el de una feminista italiana, Carla no sé qué, el libro se llamaba Escupamos sobre Hegel. Una tarde se lo presté a Sofía, léelo, le dije, creo que es muy bueno. (Tal vez le dije que el libro le iba a servir.) Al día siguiente, Sofía, de muy buen humor, me devolvió el libro y dijo que como ciencia ficción no estaba mal, pero que por lo demás era una porquería. Opinó que sólo una italiana podía haberlo escrito. ¿Tienes algo contra las italianas?, le dije, ¿te hizo daño una italiana cuando eras pequeña? Dijo que no, pero que puestos en ese plan ella prefería leer a Valerie Solanas. Su autor preferido, contra lo que yo pensaba, no era una mujer sino un inglés, David Cooper, el colega de Laing. Al cabo del tiempo yo también leí a Valerie Solanas y a David Cooper e incluso a Laing (los sonetos). Una de las cosas que más me impresionó de Cooper fue que tratara, durante su etapa argentina (aunque en realidad no sé si Cooper estuvo alguna vez en la Argentina, puede que me confunda), a militantes de izquierda con drogas alucinógenas. Gente que enfermaba porque sabía que podía morir en cualquier momento, gente que no iba a tener la experiencia de la vejez en la vida, la droga les proporcionaba esa experiencia y los curaba. A veces Sofía también se drogaba. Tomaba LSD y anfetaminas y rohipnoles, pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas para controlar el volante de su coche. Un coche al que yo, por precaución, rara vez me subía. Salíamos, en verdad, poco. Yo hacía mi vida, Sofía hacía su vida y por la noche, en su cuarto o en el mío, nos trenzábamos en una lucha interminable hasta quedar vaciados cuando ya empezaba a amanecer.
Una tarde Emilio vino a verla y me lo presentó. Era un tipo alto, con una sonrisa muy hermosa, y se notaba que la quería mucho a Sofía. La compañera de Emilio se llamaba Nuria, era catalana y trabajaba como profesora de instituto, igual que Emilio e igual que Sofía. No había dos mujeres más distintas: Nuria era rubia, tenía los ojos azules, era alta y más bien rellenita; Sofía era morena, tenía los ojos de un marrón tan oscuro que parecía negro, era baja de estatura y delgada como un corredor de maratón. Pese a todo parecían buenas amigas. Según supe más tarde, fue Emilio quien dejó a Sofía aunque la ruptura siempre se mantuvo en los estrictos límites de la amistad. A veces, cuando me quedaba mucho rato sin hablar y observándolas me parecía estar delante de una norteamericana y una vietnamita. Sólo Emilio siempre parecía Emilio, químico o biólogo aragonés, ex estudiante antifranquista, ex preso, un tipo decente aunque no muy interesante. Una noche Sofía me habló del hombre del que estaba enamorada. Se llamaba Juan y también era del Partido Comunista. Trabajaba en el mismo instituto que ella, así que lo veía todos los días. Estaba casado y tenía un hijo. ¿Dónde hacéis el amor? En mi coche, dijo Sofía, o en su coche. Salimos juntos, nos perseguimos por las calles de Barcelona, a veces nos vamos hasta el Tibidabo o hasta Sant Cugat, otras veces simplemente aparcamos en una calle oscura y entonces él se mete en mi coche o yo me meto en el suyo. Poco después Sofía se puso enferma y tuvo que guardar cama. Por aquella época en la casa sólo quedábamos nosotros dos y el comunista. Éste únicamente aparecía por las noches así que fui yo quien tuvo que cuidarla y comprarle medicinas. Una noche me dijo que nos marcháramos de viaje. ¿Adónde?, le dije. Vamos a Portugal, dijo. La idea me pareció buena y una mañana salimos a Portugal en autostop. (Yo pensaba que iríamos en su coche pero Sofía tenía miedo de conducir.) El viaje fue lento y accidentado. Nos detuvimos en Zaragoza, donde Sofía aún tenía a sus mejores amigos, en Madrid, en casa de su hermana, en Extremadura…
Tuve la impresión de que Sofía estaba visitando a todos sus ex amantes. Tuve la impresión de que se estaba despidiendo de ellos, una despedida carente de placidez o aceptación. Cuando hacíamos el amor comenzaba con un aire ausente, como si la cosa no fuera con ella, aunque luego se dejaba ir y terminaba corriéndose innumerables veces. Entonces se ponía a llorar y yo le preguntaba por qué lloraba. Porque soy una coneja, decía, tengo el alma en otra parte y sin embargo no puedo evitar correrme. No exageres, le decía, y seguíamos haciendo el amor. Besar su cara bañada en lágrimas era delicioso. Todo su cuerpo ardía, se arqueaba, como un trozo de metal al rojo vivo, pero sus lágrimas eran tan sólo tibias y al bajar por su cuello o cuando yo las recogía y untaba sus pezones con ellas se helaban. Un mes después volvimos a Barcelona. Sofía casi no probaba bocado en todo el día. Recuperó su dieta de puré en polvo y decidió no salir de casa. Una noche, al volver, la encontré con una amiga a la que no conocía y otra vez me encontré con Emilio y Nuria que me miraron como si yo fuera el responsable de su deteriorada salud. Me sentí mal pero no les dije nada y me encerré en mi cuarto. Traté de leer, pero los oía. Exclamaciones de asombro, reconvenciones, consejos. Sofía no hablaba. Una semana más tarde consiguió una baja de cuatro meses. El médico del Seguro era un antiguo compañero de Zaragoza. Pensé que entonces estaríamos más tiempo juntos pero poco a poco nos fuimos distanciando. Algunas noches ya no iba a dormir a casa. Recuerdo que yo me quedaba hasta muy tarde viendo la televisión y esperándola. A veces el comunista me hacía compañía. Sin nada que hacer, me dedicaba a arreglar la casa, barría, fregaba, quitaba el polvo. El comunista estaba encantado conmigo, pero un día él también se tuvo que ir y me quedé más solo que nunca.
Sofía, por entonces, era un fantasma, aparecía sin hacer ruido, se encerraba en su cuarto o en el baño y al cabo de unas horas volvía a desaparecer. Una noche nos encontramos en las escaleras del edificio, yo subía y ella bajaba, y lo único que se me ocurrió preguntarle fue si tenía un nuevo amante. Me arrepentí de inmediato, pero ya lo había dicho. No recuerdo qué me contestó. Aquella casa tan grande en donde en los buenos tiempos vivimos cinco personas se convirtió en una ratonera. A veces me imaginaba a Sofía en la cárcel, en Zaragoza, en noviembre de 1973 y me imaginaba a mí, detenido durante unos pocos pero decisivos días en el hemisferio sur, por las mismas fechas, y aunque me daba cuenta de que ese hecho, esa casualidad, estaba cargada de significados, no podía descifrar ni uno. Las analogías sólo me confunden. Una noche, al volver, encontré una nota de despedida junto con algo de dinero en la mesa de la cocina. Al principio seguí viviendo como si Sofía estuviera allí. No recuerdo con exactitud cuánto tiempo la estuve esperando. Creo que me cortaron la luz por falta de pago. Después me fui a otra casa.
Pasó mucho tiempo antes de que la volviera a ver. Paseaba por las Ramblas; parecía perdida. Hablamos, de pie, mientras el frío nos calaba hasta los huesos, de asuntos que nada tenían que ver ni con ella ni conmigo. Acompáñame hasta mi casa, dijo. Vivía cerca del Borne, en un edificio que se estaba viniendo abajo de viejo. Las escaleras eran estrechas y crujían a cada paso que dábamos. Subí hasta la puerta de su casa, en el último piso; para mi sorpresa, no me dejó entrar. Debí preguntarle qué pasaba, pero me fui sin hacer ningún comentario, aceptando las cosas tal como son, tal como a ella le gustaba tomarlas.
Una semana después volví a su casa. El timbre no funcionaba y tuve que golpear varias veces. Pensé que no había nadie. Luego pensé que allí, en realidad, no vivía nadie. Cuando ya me disponía a marchar abrieron la puerta. Era Sofía. Su casa estaba a oscuras y la luz del rellano se apagaba cada veinte segundos. Al principio, debido a la oscuridad, no me di cuenta de que iba desnuda. Te vas a congelar, dije cuando la luz de la escalera me la mostró, allí, muy erguida, más flaca que de costumbre, el vientre, las piernas que tantas veces había besado, en una situación tal de desamparo que en lugar de empujarme hacia ella me enfrió como si las consecuencias de su desnudez las estuviera sufriendo yo. ¿Puedo entrar? Sofía movió la cabeza en un gesto de negación. Supuse que su desnudez seguramente se debía a que no estaba sola. Se lo dije y, sonriendo estúpidamente, le aseguré que no era mi intención ser indiscreto. Ya me disponía a bajar las escaleras cuando ella dijo que estaba sola. Me detuve y la miré, esta vez con mayor cuidado, intentando descubrir algo en su expresión, pero su rostro era impenetrable. Miré, también, por encima de su hombro. El interior de la casa permanecía envuelto en un silencio y en una oscuridad inmutable, pero mi instinto me dijo que allí dentro se ocultaba alguien, escuchándonos, esperando. ¿Te sientes bien? Muy bien, dijo con un hilo de voz. ¿Has tomado algo? No he tomado nada, no estoy drogada, susurró. ¿Me dejas pasar? ¿Puedo prepararte un té? No, dijo Sofía. Puesto a hacer preguntas, antes de irme pensé que no estaría de más hacerle una última: ¿por qué no me dejas conocer tu casa, Sofía? Su respuesta fue inesperada. Mi novio debe estar a punto de llegar y no le gusta encontrarme en compañía de nadie, sobre todo si es un hombre. No supe si enfadarme o tomarlo a broma. Tu novio debe de ser un vampiro, dije. Sofía sonrió por primera vez, si bien una sonrisa débil y lejana. Le he hablado de ti, dijo, te reconocería. ¿Y qué podría hacer, pegarme? No, simplemente se enfadaría, dijo. ¿Me echaría a patadas? (Cada vez estaba más escandalizado. Por un momento deseé que llegara ese novio al que Sofía esperaba desnuda y a oscuras y ver qué ocurría en realidad, qué era lo que se atrevía a hacer.) No te echaría a patadas, dijo. Simplemente se enfadaría, no hablaría contigo y cuando tú te marcharas apenas me dirigiría la palabra. Tú no debes de estar muy bien de la cabeza, no sé si te das cuenta de lo que dices, te han cambiado, no te conozco, farfullé. Soy la misma de siempre, eres tú el imbécil que no se da cuenta de nada. Sofía, Sofía, qué te ha pasado, tú no eres así. Vete de aquí, dijo ella, tú qué sabes cómo soy.
No volví a saber nada de Sofía hasta pasado un año. Una tarde, a la salida del cine, me encontré a Nuria. Nos reconocimos, comentamos la película y al final decidimos irnos a tomar un café juntos. Al cabo de un rato ya estábamos hablando de Sofía. ¿Cuánto hace que no la ves?, me preguntó. Le dije que hacía mucho, pero también le dije que me despertaba algunas mañanas como si la acabara de ver. ¿Cómo si soñaras con ella? No, dije, como si hubiera pasado la noche con ella. Es extraño, a Emilio le pasaba algo parecido. Hasta que ella lo intentó matar, dijo, entonces dejó de tener pesadillas.
Me explicó la historia. Era simple, era incomprensible.
Seis o siete meses atrás Emilio recibió una llamada telefónica de Sofía. Según le contó después a Nuria, Sofía habló de monstruos, de conspiraciones, de asesinos. Dijo que lo único que le daba más miedo que un loco era alguien que premeditadamente arrastrara a otro hacia la locura. Después lo citó en su casa, la misma a la que yo había ido en un par de ocasiones. Al día siguiente Emilio se presentó puntual a la cita. La escalera oscura o mal iluminada, el timbre que no funcionaba, los golpes en la puerta, todo, hasta allí, familiar y predecible. Abrió Sofía. No iba desnuda. Lo invitó a pasar. Emilio nunca había estado en esa casa. La sala, según Nuria, era pobre, pero además su estado de conservación era lamentable, la suciedad goteaba por las paredes, los platos sucios se acumulaban en la mesa. Al principio Emilio no vio nada, tan mala era la iluminación de la habitación, después distinguió a un hombre sentado en un sillón y lo saludó. El tipo no respondió a su saludo. Siéntate, dijo Sofía, tenemos que hablar. Emilio se sentó; para entonces una vocecita en su interior le dijo repetidas veces que algo iba mal, pero no le hizo caso. Pensó que Sofía le iba a pedir un préstamo. Uno más. Aunque la presencia del desconocido alejaba esa posibilidad, Sofía nunca pedía dinero delante de terceros, así que Emilio se sentó y esperó.
Entonces Sofía dijo: mi marido quiere explicarte algunas cosas de la vida. Por un momento Emilio pensó que Sofía se refería a él como «mi marido» y que pretendía que le dijera algo a su nuevo novio. Sonrió. Alcanzó a decir que él no tenía nada que explicar, cada experiencia es única, dijo. De golpe comprendió que las palabras de Sofía iban dirigidas a él, que el «marido» era el otro, que allí pasaba algo malo, muy malo. Intentó ponerse de pie justo cuando Sofía se abalanzó hacia él. El resto era más bien caricaturesco. Sofía sujetó o intentó sujetar a Emilio por las piernas mientras su nuevo compañero lo intentaba estrangular con más voluntad que destreza. Pero Sofía era pequeña y el desconocido también era pequeño (Emilio, en la confusión de la pelea, tuvo tiempo y sangre fría para percibir el parecido físico que existía entre Sofía y el desconocido, como si fueran hermanos gemelos) y el combate o el simulacro de combate no duró demasiado. Tal vez el susto convirtió a Emilio en una persona vengativa: cuando tuvo al novio de Sofía en el suelo se dedicó a patearlo hasta cansarse. Le debió de romper más de una costilla, dijo Nuria, tú ya sabes cómo es Emilio (no, yo no lo sabía, pero igual asentí). Cuando acabó se dirigió a Sofía que inútilmente intentaba sujetarlo por la espalda mientras le daba golpes que Emilio apenas sentía. La abofeteó tres veces (era la primera vez que le ponía la mano encima, según Nuria) y luego se marchó. Desde entonces no habían vuelto a saber nada de ella aunque Nuria, por las noches, sobre todo cuando volvía del trabajo, sentía miedo.
Te explico esto, dijo Nuria, por si tienes la tentación de visitar a Sofía. No, dije, hace mucho que no la veo y no entra en mis planes ir a su casa. Después hablamos de otras cosas, muy brevemente, y nos separamos. Dos días más tarde, sin saber muy bien qué era lo que me impulsaba a hacerlo, aparecí por casa de Sofía.
Ella abrió la puerta. Estaba más flaca que nunca. Al principio no me reconoció. ¿Tanto he cambiado, Sofía?, murmuré. Ah, eres tú, dijo. Luego estornudó y dio un paso hacia atrás. Lo consideré, tal vez equivocadamente, como una invitación a pasar. Sofía no me detuvo.
La sala, la habitación en donde le habían preparado la emboscada a Emilio, aunque mal iluminada (la única ventana daba a un patio de luces lóbrego y estrecho) no parecía sucia. Más bien mi primera impresión fue la contraria. Sofía tampoco parecía sucia. Me senté en un sillón, acaso el mismo en el que se sentó Emilio el día de la emboscada, y encendí un cigarrillo. Sofía permaneció de pie, mirándome como si aún no supiera con exactitud quién era yo. Iba vestida con una falda larga y delgada, más propia para el verano, una blusa y unas sandalias. Llevaba calcetines gruesos que por un instante creí reconocer como míos, pero no, no era posible que fueran míos. Le pregunté cómo estaba. No me contestó. Le pregunté si estaba sola, si tenía algo para beber, si la vida la trataba bien. Como Sofía no se movía me levanté y entré en la cocina. Limpia, oscura, el refrigerador vacío. Miré en las alacenas. Ni una miserable lata de guisantes, abrí la llave del fregadero, al menos tenía agua corriente, pero no me atreví a beberla. Volví a la sala. Sofía permanecía quieta en el mismo sitio, no sé si expectante o no, no sé si ausente, en cualquier caso lo más parecido a una estatua. Sentí una ráfaga de aire frío y pensé que la puerta de entrada estaba abierta. Fui a comprobarlo, pero no, Sofía, después de pasar yo, la había cerrado. Algo es algo, pensé.
Lo que ocurrió después es impreciso o tal vez yo prefiero que sea impreciso. Contemplé el rostro de Sofía, un rostro melancólico o reflexivo o enfermo, contemplé el perfil de Sofía, supe que si permanecía quieto me pondría a llorar, me acerqué por detrás y la abracé. Recuerdo que el pasillo, en dirección al dormitorio y a otro cuarto, se estrechaba. Hicimos el amor lentos y desesperados, igual que antes. Hacía frío y yo no me desvestí. Sofía, en cambio, se desnudó del todo. Ahora estás helada, pensé, helada como una muerta y no tienes a nadie.
Al día siguiente la volví a visitar. Esta vez me quedé mucho más tiempo. Hablamos de cuando ambos vivíamos juntos, de los programas de televisión que veíamos hasta altas horas de la madrugada. Me preguntó si en mi nueva casa tenía televisión. Dije que no. La echo de menos, dijo ella, sobre todo los programas nocturnos. La ventaja de no tener tele es que lees más, dije yo. Yo ya no leo, dijo ella. ¿Nada? Nada, busca, en esta casa no hay libros. Como un sonámbulo, me levanté y recorrí toda la casa, rincón por rincón, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Vi muchas cosas, pero no vi libros, y una de las habitaciones estaba cerrada con llave y no pude entrar. Luego volví con una sensación de vacío en el pecho y me dejé caer en el sillón de Emilio. Hasta entonces no le había preguntado por su acompañante. Lo hice. Sofía me miró y sonrió, creo que por primera vez desde nuestro reencuentro. Fue una sonrisa breve pero perfecta. Se marchó, dijo, y nunca más va a volver. Después nos vestimos y salimos a cenar a una pizzería.
Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules. Me gusta recordarla así. No sé por qué me enamoré de ella, pero lo cierto es que me enamoré como un loco y al principio, quiero decir los primeros días, las primeras horas, las cosas marcharon bien, después Clara volvió a su ciudad en el sur de España (estaba de vacaciones en Barcelona) y todo empezó a torcerse.
Una noche soñé con un ángel: yo entraba en un bar enorme y vacío y lo veía sentado en un rincón, delante de un café con leche, con los codos sobre la mesa. Es la mujer de tu vida, me decía, levantando la cara y lanzándome con su mirada, una mirada de fuego, al otro lado de la barra. Yo me ponía a gritar: camarero, camarero, y entonces abría los ojos y escapaba de ese sueño desesperante. Otras noches no soñaba con nadie pero me despertaba llorando. Mientras tanto, Clara y yo nos escribíamos. Sus cartas eran escuetas. Hola, cómo estás, llueve, te quiero, adiós. Al principio esas cartas me asustaron. Se acabó todo, pensé. Sin embargo, después de un estudio detenido, llegué a la conclusión de que su parvedad epistolar se debía a la necesidad de ocultar sus errores gramaticales. Clara era orgullosa y detestaba escribir mal, aunque eso trajera aparejado mi sufrimiento ante su aparente frialdad.
Por aquella época tenía dieciocho años, había dejado el instituto y estudiaba música en una academia particular y dibujo con un pintor paisajista retirado, pero la verdad es que no le interesaba demasiado la música y de la pintura se podría decir casi lo mismo: le gustaba, pero era incapaz de apasionarse. Un día me llegó una carta en donde a su manera escueta me comunicaba que se iba a presentar a un concurso de belleza. Mi respuesta, tres folios escritos por ambos lados, abundaba en afirmaciones de toda clase sobre la serenidad de su belleza, sobre la dulzura de sus ojos, sobre la perfección de su talle, etcétera. Era una carta que rezumaba cursilería y cuando la tuve acabada dudé si mandársela o no, pero al final se la mandé.
Durante varias semanas no supe nada de ella. Hubiera podido llamarla por teléfono, pero no lo hice, en parte por discreción y en parte porque en aquella época yo era más pobre que una rata. Clara obtuvo el segundo puesto en el concurso y estuvo deprimida durante una semana. Sorprendentemente me envió un telegrama en el que decía: Segundo puesto. Stop. Recibí tu carta. Stop. Ven a verme. Los «stop» estaban claramente escritos.
Una semana después cogí el primer tren que salía rumbo a su ciudad. Antes, por supuesto, quiero decir después del telegrama, hablamos por teléfono y tuve oportunidad de escuchar la historia del concurso de belleza varias veces. Por lo visto, Clara estaba verdaderamente afectada. Así que hice mis maletas y tan pronto como pude me monté en un tren y a la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba en aquella ciudad desconocida. Llegué a la casa de Clara a las nueve y media de la mañana. En la estación me tomé un café y fumé varios cigarrillos para matar el tiempo. Una mujer gruesa y despeinada me abrió la puerta y cuando dije que buscaba a Clara me miró como si fuera una oveja camino del matadero. Durante algunos minutos (que me parecieron excesivamente largos y que después, pensando en todo el asunto, caí en la cuenta de que en efecto lo fueron) la esperé sentado en la sala, una sala que irrazonablemente me pareció acogedora, excesivamente recargada, pero acogedora y llena de luz. La aparición de Clara me hizo el efecto de la aparición de una diosa. Sé que es estúpido pensarlo, sé que es estúpido decirlo, pero así fue.
Los días siguientes fueron agradables y desagradables. Vimos muchas películas, casi una diaria, hicimos el amor (yo era el primer tío con el que Clara se acostaba, lo que no pasaba de ser una anécdota curiosa, pero que a la larga me iba a costar caro), paseamos, conocí a los amigos de Clara, fuimos a dos fiestas espantosas, le propuse que se viniera a vivir conmigo a Barcelona. Por supuesto, a esas alturas yo sabía cuál sería la respuesta. Un mes después, una noche, tomé el tren de vuelta, recuerdo que el viaje fue horrible.
Poco después Clara me escribió una carta, la más larga que nunca me mandara, diciéndome que no podía seguir conmigo, que las presiones a las que la sometía (mi propuesta de vivir juntos) eran inaceptables, que todo había terminado. Hablamos tres o cuatro veces más por teléfono. Creo que yo también le escribí una carta en donde la insultaba, en donde le decía que la amaba, en cierta ocasión en que viajé a Marruecos la llamé desde el hotel en que me hospedaba, en Algeciras, y esta vez pudimos conversar educadamente. O eso le pareció a ella. O eso creí yo.
Años después Clara me iba a contar los trozos de su vida que yo me había perdido irremediablemente. E incluso muchos años después la misma Clara (y algunos de sus amigos) volverían a contarme la historia, empezando desde cero o retomando la historia donde yo la había dejado, para ellos era lo mismo (yo era al fin y al cabo un extraño), para mí también, aunque me resistiera, era lo mismo. Clara, predeciblemente, se casó poco después de terminar su noviazgo (sé que la palabra noviazgo es excesiva, pero no se me ocurre otra) conmigo y el afortunado fue, como también era lógico, uno de aquellos amigos a quienes conocí durante mi primer viaje a su ciudad.
Pero anteriormente tuvo problemas mentales: solía soñar con ratas, solía oírlas por la noche en su cuarto, y durante meses, los meses previos a su matrimonio, estuvo durmiendo en el sofá de la sala. Supongo que con la boda desaparecieron las jodidas ratas.
Bien. Clara se casó. Y el marido, el marido al que Clara amaba, resultó una sorpresa incluso para ella. Al cabo de un año o dos años, no lo sé, Clara me lo contó pero lo he olvidado, se separaron. La separación no fue amistosa. El tipo le gritó, Clara le gritó, Clara le dio una bofetada, el tipo le contestó con un puñetazo que le desencajó la mandíbula. A veces, cuando estoy solo y no puedo dormir pero tampoco tengo ánimos para encender la luz, pienso en Clara, la ganadora del segundo puesto en el concurso de belleza, y la veo con la mandíbula colgando, incapaz de volver a encajársela ella sola y conduciendo con una sola mano (con la otra se sostiene la quijada) hacia el hospital más cercano. Me gustaría reírme, pero no puedo.
De lo que sí me río es de su noche de bodas. El día antes la habían operado de hemorroides, así que no fue muy lucida, supongo. O tal vez sí. Nunca le pregunté si pudo hacer el amor con su marido. Creo que lo hicieron antes de la operación. En fin, no importa, todos estos detalles me retratan más a mí que a ella.
El caso es que Clara se separó un año o dos después de la boda y se puso a estudiar. No tenía acabado el bachillerato, por lo que no podía entrar en la universidad, pero, excluyendo eso, lo probó todo: fotografía, pintura (no sé por qué siempre pensó que podía ser una buena pintora), música, mecanografía, informática, todas esas carreras de un año y diploma y promesas de trabajo en la que se meten de cabeza o de culo los jóvenes desesperados. Y Clara, aunque se sentía feliz de haber dejado atrás a un marido que le pegaba, en el fondo era una desesperada.
Volvieron las ratas, las depresiones, las enfermedades misteriosas. Durante dos o tres años estuvo siendo tratada de úlcera y al final se dieron cuenta de que no tenía nada, al menos en el estómago. Por aquella época creo que conoció a Luis, un ejecutivo que se hizo su amante y que además la convenció para que estudiara algo relacionado con administración de empresas. Según los amigos de Clara, ésta por fin había encontrado al hombre de su vida. No tardaron en ponerse a vivir juntos, Clara comenzó a trabajar en unas oficinas, una notaría o una gestoría, no lo sé, un trabajo muy divertido decía Clara sin ningún asomo de ironía, y la vida pareció encarrilarse definitivamente. Luis era un tipo sensible (nunca le pegó), un tipo culto (fue uno de los dos millones de españoles, creo, que compraron los fascículos de la obra completa de Mozart) y un tipo paciente (la escuchaba, la escuchaba todas las noches y los fines de semana). Y aunque Clara tenía pocas cosas que decir sobre sí misma, hablaba de ello incansablemente. Ya no la amargaba el concurso de belleza, por cierto, aunque de tanto en tanto volvía sobre él, sino más bien sus depresiones, su tendencia a la locura, los cuadros que había querido pintar y que no había pintado.
No sé por qué, tal vez porque les faltó tiempo, no tuvieron hijos, aunque Luis, según Clara, se moría por los niños. Pero ella no estaba preparada. Aprovechaba el tiempo para estudiar, para escuchar música (Mozart, pero luego siguieron otros), para hacer fotografías que no mostraba a nadie. A su manera oscura e inútil, intentaba preservar su libertad e intentaba aprender.
A los treintaiún años se acostó con un compañero de oficina. Fue algo simple y sin mayores consecuencias, al menos para ellos dos, pero Clara cometió el error de contárselo a Luis. La pelea fue espantosa. Luis destrozó una silla o un cuadro que él mismo había comprado, se emborrachó y durante un mes no le dirigió la palabra. Según Clara, a partir de ese día las cosas nunca volvieron a ser iguales, pese a la reconciliación, pese a un viaje que realizaron juntos a un pueblo de la costa, un viaje más bien triste y mediocre.
A los treintaidós, su vida sexual era casi inexistente. Y poco antes de cumplir los treintaitrés, Luis le dijo que la quería, que la respetaba, que nunca la olvidaría, pero que desde hacía varios meses salía con una compañera de trabajo divorciada y con hijos, una chica buena y comprensiva, y que pensaba irse a vivir con ella.
En apariencia, Clara se tomó la separación (era la primera vez que la dejaban) bastante bien. Pero a los pocos meses cayó en una nueva depresión que la obligó a dejar el trabajo temporalmente y a empezar un tratamiento psiquiátrico que no le sirvió de mucho. Las pastillas que tomaba la inhibían sexualmente, aunque intentó, con más voluntad que resultados, acostarse con otras personas, entre ellas yo. Nuestro encuentro fue breve y en líneas generales desastroso. Clara volvió a hablarme de las ratas que no la dejaban en paz, cuando se ponía nerviosa no paraba de ir al baño, la primera noche que nos acostamos se levantó a orinar unas diez veces, hablaba de ella misma en tercera persona, de hecho una vez me dijo que dentro de su alma existían tres Claras, una niña, una vieja -la esclava de su familia- y una joven, la Clara verdadera, con ganas de irse de una vez por todas de aquella ciudad, con ganas de pintar, de hacer fotografías, de viajar y de vivir. Los primeros días de nuestro reencuentro temí por su vida, tanto que a veces ni siquiera salía a comprar por temor a encontrarla muerta a mi regreso, pero con los días mis temores se fueron desvaneciendo y supe (tal vez porque eso era lo que me convenía) que Clara no iba a quitarse la vida, no iba a tirarse por el balcón de su casa, no iba a hacer nada.
Poco después me marché, aunque esta vez decidí llamarla por teléfono cada cierto tiempo, no perder el contacto con una de sus amigas que me mantendría informado (si bien de manera espaciada) de lo que le fuera sucediendo. Así supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber, episodios que en nada contribuían a mi serenidad, historias de las que un egoísta debe protegerse siempre. Clara volvió al trabajo (las nuevas pastillas que tomaba obraron milagros en su ánimo) y al poco tiempo, tal vez como represalia por la baja tan prolongada, la destinaron a una sucursal de otra ciudad andaluza, no muy lejos de su ciudad. Allí se dedicó a ir al gimnasio (con treintaicuatro años distaba mucho de ser la belleza que conocí con diecisiete) y a entablar nuevas amistades. Así fue como conoció a Paco, divorciado como ella.
No tardaron en casarse. Al principio, Paco ponderaba las fotografías y las pinturas de Clara ante quien quisiera escucharlo. Y Clara creía que Paco era una persona inteligente y de buen gusto. Con el tiempo, sin embargo, Paco dejó de interesarse por los esfuerzos estéticos de Clara y quiso tener un hijo. Clara tenía treintaicinco años y en principio la idea no le entusiasmaba, pero acabó cediendo y tuvieron un hijo. Según Clara, el niño colmaba todos sus anhelos, ésa fue la palabra empleada. Según sus amigos, cada día estaba peor, lo que en realidad quería decir bien poco.
En cierta ocasión, por motivos que no vienen al caso, tuve que pasar una noche en la ciudad de Clara. La llamé desde el hotel, le dije dónde estaba, concertamos una cita para el día siguiente. Yo hubiera preferido verla esa misma noche, pero desde nuestro último encuentro Clara, tal vez con razón, me consideraba una especie de enemigo y no insistí.
Cuando la vi me costó reconocerla. Había engordado y su rostro, pese al maquillaje, exhibía el estrago más que del tiempo de las frustraciones, cosa que me sorprendió pues yo en el fondo nunca creí que Clara aspirara a nada. Y si tú no aspiras a nada, ¿de qué puedes estar frustrado? Su sonrisa también había experimentado un cambio: antes era cálida y un poco tonta, la sonrisa al fin y al cabo de una señorita de capital de provincia, y ahora era una sonrisa mezquina, una sonrisa hiriente en la que era fácil leer el resentimiento, la rabia, la envidia. Nos besamos en las mejillas como dos imbéciles y luego nos sentamos y durante un rato no supimos qué decir. Fui yo quien rompió el silencio. Le pregunté por su hijo, me dijo que estaba en la guardería y luego me preguntó por el mío. Está bien, dije. Los dos nos dimos cuenta de que a menos que hiciéramos algo aquél sería un encuentro de una tristeza insoportable. ¿Cómo me encuentras?, dijo Clara. Sonó como si me pidiera que la abofeteara. Igual que siempre, contesté automáticamente. Recuerdo que nos tomamos un café y después dimos un paseo por una avenida de plátanos que conducía directamente a la estación. Mi tren salía dentro de poco. Pero nos despedimos en la puerta de la estación y nunca más la volví a ver.
Mantuvimos, eso sí, algunas conversaciones telefónicas antes de su muerte. Solía llamarla cada tres o cuatro meses. Con el tiempo había aprendido a no tocar jamás los asuntos personales, los asuntos íntimos en mis charlas con Clara (más o menos de la misma manera en que uno, en los bares, con los desconocidos, sólo habla de fútbol), así que hablábamos de la familia, una familia abstracta como un poema cubista, de la escuela de su hijo, de su trabajo en la empresa, la misma de siempre, en donde con los años llegó a conocer la vida de cada empleado, los líos de cada ejecutivo, secretos que la satisfacían de manera acaso excesiva. En una ocasión intenté sonsacarle algo de su esposo, pero llegados a ese punto Clara se cerraba en banda. Te mereces lo mejor, le dije una vez. Es curioso, contestó Clara. ¿Qué es curioso?, dije yo. Es curioso lo que dices, es curioso que seas precisamente tú quien lo diga, dijo Clara. Intenté cambiar rápidamente de tema, argüí que se me acababan las monedas (nunca he tenido teléfono, nunca lo tendré, siempre llamaba desde una cabina pública), dije adiós precipitadamente y colgué. Ya no era capaz, me di cuenta, de sostener otra pelea con Clara, ya no era capaz de escuchar el esbozo de otra de sus innumerables coartadas.
Una noche, hace poco, me dijo que tenía cáncer. Su voz era tan fría como siempre, la misma voz que me anunció hace años que participaría en un concurso de belleza, la misma voz que hablaba de su vida con un desasimiento propio de un mal narrador, imponiendo puntos exclamativos donde no venían a cuento, enmudeciendo cuando debía haber hablado, escarbado en la herida. Le pregunté, lo recuerdo, lo recuerdo, si ya había ido a ver a un médico, como si ella sola (o con la ayuda de Paco) se lo hubiera diagnosticado. Claro que sí, dijo. Escuché al otro lado del teléfono algo parecido a un graznido. Se reía. Después hablamos brevemente de nuestros hijos y después me pidió, estaría sola o aburrida, que le contara algo de mi vida. Me inventé lo primero que se me pasó por la cabeza y quedé en llamarla la semana siguiente. Esa noche dormí muy mal. Encadené una pesadilla tras otra y de pronto me desperté dando un grito y con la certeza de que Clara me había mentido, que no tenía cáncer, que le pasaba algo, eso era indudable, desde hacía veinte años le estaban ocurriendo cosas, todas pequeñas y jodidas, todas llenas de mierda y sonrientes, pero que no tenía cáncer. Eran las cinco de la mañana, me levanté y caminé hacia el Paseo Marítimo con el viento a favor, lo que era extraño pues el viento siempre sopla del mar hacia el interior del pueblo y pocas veces desde el interior hacia el mar. No me detuve hasta llegar a la cabina telefónica que está junto a la terraza de uno de los bares más grandes del Paseo Marítimo. La terraza estaba desierta, las sillas atadas a las mesas con cadenas, pero en un banco un poco más allá, casi a la orilla del mar, un vagabundo dormía con las rodillas levantadas y de tanto en tanto se estremecía como si tuviera pesadillas.
Pulsé el único teléfono que tenía en mi agenda de la ciudad de Clara que no era de Clara. Tras mucho rato una voz de mujer contestó la llamada. Le dije quién era y de pronto ya no pude hablar más. Pensé que colgaría, pero oí el chasquido de un encendedor y luego los labios aspirando el humo. ¿Sigues ahí?, dijo la mujer. Sí, dije. ¿Has hablado con Clara? Sí, dije. ¿Te dijo que estaba enferma de cáncer? Sí, dije. Pues es verdad, dijo la mujer.
De golpe se me vinieron encima todos los años desde que conocí a Clara, todo aquello que había sido mi vida y en donde Clara apenas tuvo nada que ver. No sé qué más dijo la mujer al otro lado del teléfono, a más de mil kilómetros de distancia, creo que sin querer, como en el poema de Rubén Darío, me puse a llorar, busqué en mis bolsillos el tabaco, escuché fragmentos de historias, médicos, operaciones, senos amputados, discusiones, puntos de vista distintos, deliberaciones, movimientos que me mostraban a una Clara a la que ya jamás podría conocer, acariciar, ayudar. Una Clara que jamás me podría salvar.
Cuando colgué el vagabundo estaba a mi lado, a menos de un metro de distancia. No lo había oído llegar. Era muy alto, demasiado abrigado para la temporada y me miraba con fijeza, como si fuera corto de vista o temiera una acción inesperada de mi parte. Yo estaba tan triste que ni siquiera me asusté, aunque después, cuando volvía por las calles retorcidas del interior del pueblo, comprendí que por un segundo había olvidado a Clara y que eso ya no se detendría.
Hablamos muchas veces más. Hubo semanas en que la llamé dos veces al día, llamadas cortas, ridículas, en donde lo único que quería decir no se lo podía decir, y entonces hablaba de cualquier cosa, lo primero que se me venía a la cabeza, nonsenses que esperaba la hicieran sonreír. En alguna ocasión me puse nostálgico y traté de evocar los días pasados, pero Clara entonces se recubría con su coraza de hielo y yo no tardaba en abandonar la nostalgia. Cuando se fue acercando la fecha de su operación mis llamadas arreciaron. En una ocasión hablé con su hijo. En otra con Paco. Ambos se veían bien, se les oía bien, menos nerviosos que yo al menos. Probablemente estoy equivocado. Seguro que lo estoy. Todos se preocupan por mí, me dijo Clara una tarde. Pensé que se refería a su marido y a su hijo, pero en realidad el todos abarcaba a mucha más gente, mucha más de la que yo pudiera pensar, a todos. La tarde anterior al día que debía hospitalizarse, llamé. Me contestó Paco. Clara no estaba. Desde hacía dos días nadie sabía nada de ella. Por el tono que empleó Paco intuí que sospechaba que podía estar conmigo. Se lo dije francamente: conmigo no está, pero esa noche deseé con todo mi corazón que Clara apareciera por mi casa. La esperé con las luces encendidas y al final me dormí en el sofá y soñé con una mujer hermosísima que no era Clara, una mujer alta, con los pechos pequeños, delgada, con las piernas largas, los ojos marrones y profundos, una mujer que nunca sería Clara y que con su presencia la eliminaba, la dejaba reducida a una pobre cuarentañera temblorosa y perdida.
No vino a mi casa.
Al día siguiente volví a llamar a Paco. Repetí la llamada dos días más tarde. Clara seguía sin dar señales de vida. La tercera vez que lo llamé Paco habló de su hijo y se quejó de la actitud de Clara. Todas las noches me pregunto dónde estará, dijo. Por el tono de su voz, por el giro que iba tomando la conversación comprendí que necesitaba mi amistad, la amistad de cualquiera. Pero yo no estaba en condiciones de brindarle ese consuelo.
Para Paula Massot
Aquí estoy yo, Joanna Silvestri, de 37 años, actriz porno, postrada en la Clínica Los Trapecios de Nîmes, viendo pasar las tardes y escuchando las historias de un detective chileno. ¿A quién busca este hombre? ¿A un fantasma? Yo de fantasmas sé mucho, le dije la segunda tarde, la última que vino a visitarme, y él compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inverosímilmente educada. De todas maneras, gracias por las flores, gracias por las revistas, pero yo a la persona que usted busca ya casi no la recuerdo, le dije. No se esfuerce, dijo él, tengo tiempo. Cuando un hombre dice que tiene tiempo ya está atrapado (y entonces es intrascendente que tenga o no tenga tiempo) y con él se puede hacer lo que una quiera. Por supuesto, esto es falso. A veces me pongo a recordar a los hombres que he tenido a mis pies y cierro los ojos y cuando los abro las paredes de la habitación están pintadas con otros colores, no el blanco hueso que veo cada día, sino bermellón estriado, azul náusea, como los cuadros del pintor Attilio Corsini, una nulidad. Una nulidad de cuadros que una preferiría no recordar y que sin embargo recuerda y que empujan, como una lavativa, otros recuerdos, éstos más bien de color sepia, que hacen que las tardes tiemblen ligeramente, y que al principio son difíciles de soportar pero después hasta son entretenidos. Los hombres que he tenido a mis pies son pocos en realidad, dos o tres, y siempre acabaron a mis espaldas, pero ése es el destino universal. Y eso no se lo dije al detective chileno, aunque en ese momento era lo que estaba pensando y me hubiera gustado compartirlo con él, un hombre al que no conocía de nada. Y como para reparar esa falta de delicadeza le di trato de detective, tal vez mencioné la soledad y la inteligencia y aunque él se apresuró a decir no soy detective madame Silvestri, yo noté que le había gustado que se lo dijera, lo miré a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmutó yo noté el aleteo, como si un pájaro hubiera pasado por su cabeza. Y una cosa iba por otra: no dije lo que pensaba, dije algo que sabía le iba a agradar. Dije algo que sabía le iba a traer buenos recuerdos. Como si a mí ahora alguien, un desconocido preferiblemente, me hablara del Festival de Cine Pornográfico de Civitavecchia y de la Feria de Cine Erótico de Berlín, de la Exposición de Cine y Vídeo Pornográfico de Barcelona, y evocara mis éxitos, incluso mis éxitos inexistentes, o hablara de 1990, el mejor año de mi vida, cuando viajé a Los Ángeles, casi a la fuerza, un vuelo Milán-Los Ángeles que preveía agotador y que por el contrario pasó como un sueño, como el sueño que tuve en el avión, debió de ser cruzando el Atlántico, soñé que el avión se dirigía a Los Ángeles pero tomando la ruta de Oriente, con escalas en Turquía, la India, China, y desde el avión, que no sé por qué volaba a tan baja altura (sin que por ello en ningún momento los pasajeros corriéramos peligro), podía ver caravanas de trenes, pero caravanas realmente largas, un movimiento ferroviario enloquecido y sin embargo preciso, como un enorme reloj desplegado por esas tierras que no conozco (si exceptúo un viaje a la India en el 87 del que es mejor no acordarse), cargando y descargando gente y mercaderías, todo muy nítido, como si estuviera viendo una de esas películas de dibujos animados con las que los economistas explican el estado de las cosas, su nacimiento, su muerte, su movimiento inercial. Y cuando llegué a Los Ángeles en el aeropuerto me estaba esperando Robbie Pantoliano, el hermano de Adolfo Pantoliano, y fue no más ver a Robbie y darme cuenta de que era un caballero, todo lo contrario de su hermano Adolfo (que Dios lo tenga en la Gloria o en el Purgatorio, a nadie le deseo el Infierno), y en la salida me esperaba una limusina de esas que sólo se ven en Los Ángeles, ni siquiera en Nueva York, sólo en Beverly Hill o en el condado de Orange, y después me llevaron al apartamento que alquilaron para mí, una casita pequeña pero preciosa cerca de la playa, y Robbie y su secretario Ronnie se quedaron conmigo a ayudarme a deshacer las maletas (aunque yo les juré que prefería hacerlo sola) y a explicarme cómo funcionaba la casa, como si creyeran que yo no sabía lo que era un microondas, los americanos a veces son así, de tan amables llegan a ser maleducados, y luego me pusieron un vídeo para que viera a mis compañeros y compañeras, Shane Bogart, ya lo conocía de una película que filmé para el hermano de Robbie, Bull Edwards, a ése no lo conocía, Darth Krecick, me sonaba de algo, Jennifer Pullman, otra desconocida, y así, unos tres o cuatro más, y luego Robbie y Ronnie se fueron y me quedé sola y cerré las puertas con doble seguridad, tal como ellos insistieron que hiciese, y después me di un baño, me enfundé en una bata negra, busqué una película vieja en la tele, algo que me terminara de serenar y no sé en qué momento, sin levantarme del sofá, me quedé dormida. Al día siguiente comenzamos a rodar. Qué diferente era todo de como yo lo recordaba. En total hicimos cuatro películas en dos semanas, más o menos con el mismo equipo, y trabajar a las órdenes de Robbie Pantoliano era como jugar y trabajar al mismo tiempo, era como hacer una excursión al campo de esas que a veces organizan los burócratas o los empleados de oficina, sobre todo en Roma, una vez al año todos a comer al campo y a olvidar los problemas de la oficina, pero esto era mejor, el sol era mejor, los departamentos eran mejores, el mar, las amigas reencontradas, la atmósfera que se respiraba durante el rodaje, viciosa pero fresca, como debe ser, y con Shane Bogart y otra chica creo que lo comentamos, el cambio que se había producido, y yo al principio, claro, lo achaqué a la muerte de Adolfo Pantoliano, que era un macarrón y traficante de la peor especie, un tipo que no respetaba ni a sus pobres putas maltratadas, la desaparición de un mamón de esa especie por fuerza se tenía que notar, pero Shane Bogart dijo que no, que no era eso, la muerte de Pantoliano recibida con alegría hasta por su hermano necesariamente no explicaba el gran cambio que se estaba produciendo en la industria, afirmó, más bien era una mezcla de cosas en apariencia diversas, el dinero, dijo, la irrupción en el negocio de gentes provenientes de otros sectores, la enfermedad, la urgencia de ofrecer un producto diferente aunque igual, y entonces ellos se pusieron a hablar de dinero y del salto que muchas estrellas porno estaban dando por aquellos días al celuloide normal, pero yo ya no los escuchaba, me puse a pensar en lo que dijeron de la enfermedad y en Jack Holmes, el que había sido hasta hacía unos años la gran estrella porno de California, y cuando terminamos aquel día le dije a Robbie y a Ronnie que me gustaría saber algo de Jack Holmes, que si me podían conseguir su teléfono, que si aún vivía en Los Ángeles. Y aunque al principio a Robbie y a Ronnie les pareció una idea descabellada, al final me dieron el teléfono de Jack Holmes y me dijeron que lo llamara si ésa era mi voluntad, pero que no me hiciera demasiadas esperanzas de oír a alguien muy cuerdo al otro lado del hilo, que no me hiciera esperanzas de oír la vieja voz familiar. Y esa noche cené con Robbie y Ronnie y Sharon Grove que ahora hacía películas de terror y que incluso afirmaba que iba a estar en la próxima de Carpenter o Clive Barker, lo que provocó la ira de Ronnie que no permitía esa clase de comparaciones, con Carpenter sólo unos pocos se podían medir, y también estuvo en la cena Danny Lo Bello, con el que yo tuve una historia cuando trabajamos juntos en Milán, y Patricia Page, su mujer de dieciocho años que sólo aparecía en las películas de Danny y que por contrato sólo se dejaba penetrar por su marido, con los otros lo más que hacía era chuparles la polla, pero incluso eso como a disgusto, los directores tenían problemas con ella, según Robbie tarde o temprano iba a tener que replantearse la profesión o inventar junto con Danny números de auténtica dinamita. Y allí estaba yo, cenando en uno de los mejores restaurantes de Venice, contemplando el mar desde nuestra mesa, agotada tras un arduo día de trabajo y sin prestar demasiada atención a la animada conversación de mis compañeros, con la mente puesta en Jack Holmes o en las imágenes que guardaba de Jack Holmes, un tipo muy alto y flaco y con la nariz larga y los brazos largos y peludos como los de un simio, ¿pero qué clase de simio podía ser Jack?, un simio en cautiverio, eso sin el menor asomo de duda, un simio melancólico o tal vez el simio de la melancolía, que aunque parece lo mismo no es lo mismo, y cuando la cena terminó, a una hora en la que aún podía llamar a Jack a su casa sin problemas, las cenas en California comienzan pronto, a veces acaban antes de que anochezca, no pude aguantar más, no sé qué me pasó, le pedí a Robbie su teléfono inalámbrico y me retiré a una especie de mirador todo de madera, una especie de molo de madera en miniatura para uso exclusivo de turistas donde abajo rompían las olas, unas olas largas, pequeñitas, casi sin espuma y que tardaban una eternidad en deshacerse, y llamé a Jack Holmes. No esperaba encontrarlo, ésa es la verdad. Al principio no reconocí su voz, tal como había dicho Robbie, y él tampoco reconoció la mía. Soy yo, dije, Joanna Silvestri, estoy en Los Ángeles. Jack se quedó callado mucho rato y de repente me di cuenta de que estaba temblando, el teléfono temblaba, el mirador de madera temblaba, el viento de pronto era frío, el viento que pasaba por los pilares del mirador, el que erizaba la superficie de esas olas inacabables, cada vez más negras, y después Jack dijo cuánto tiempo, Joanna, me alegra oírte, y yo dije a mí también me alegra oírte, Jack, y entonces dejé de temblar y dejé de mirar hacia abajo, me puse a mirar el horizonte, las luces de los restaurantes de la playa, rojas, azules, amarillas, luces que a primera vista me parecieron tristes pero al mismo tiempo reconfortantes, y después Jack dijo cuándo podré verte, Joannie, y al principio yo no me di cuenta de que me había llamado Joannie, durante algunos segundos floté en el aire como drogada o como si estuviera tejiendo una crisálida a mi alrededor, pero luego sí me di cuenta y me reí y Jack supo de qué me reía sin necesidad de preguntar y sin necesidad de que yo le dijera nada. Cuando tú quieras, Jack, le contesté. Bueno, dijo él, no sé si sabes que ya no estoy tan en forma como antes. ¿Estás solo, Jack? Sí, dijo él, siempre estoy solo. Entonces yo colgué y les dije a Robbie y Ronnie que me indicaran cómo llegar a la casa de Jack y ellos dijeron que lo más probable era que me perdiera y que ni se me ocurriera pasar la noche allí pues mañana rodábamos a primera hora y que lo más probable era que ningún taxi me quisiera llevar, Jack vivía cerca de Monrovia, en un bungalow que se estaba viniendo abajo de viejo y descuidado, y yo les dije que pensaba ir esa noche costara lo que costara y Robbie me dijo coge mi Porsche, te lo dejo con la condición de que mañana estés a la hora convenida, y yo les di un beso a Robbie y a Ronnie y me subí al Porsche y comencé a recorrer las calles de Los Ángeles que en ese preciso momento comenzaban a caer bajo la noche, bajo el manto de la noche como en una canción de Nicola Di Bari, bajo las ruedas de la noche, y no quise poner música aunque Robbie tenía un equipo de CD digital o láser o de ultrasonidos francamente tentador, pero yo no necesitaba música, me bastaba con pisar el acelerador y sentir el ronroneo del coche, supongo que me perdí por lo menos una docena de veces, y pasaban las horas y cada vez que le preguntaba a alguien por la mejor manera de llegar a Monrovia me sentía más liberada, como si no me importara pasarme toda la noche en el Porsche, en dos ocasiones hasta me descubrí cantando, y por fin llegué hasta Pasadena y de ahí tomé la 210 hasta Monrovia y allí busqué durante otra hora la calle donde vivía Jack Holmes y cuando encontré su bungalow, pasada medianoche, estuve un rato en el coche sin poder ni querer salir, mirándome en el espejo, el pelo revuelto y la cara descompuesta, la pintura de los ojos corrida, la pintura de los labios, el polvo del camino pegado a los pómulos, como si hubiera llegado corriendo y no en el Porsche de Robbie Pantoliano, o como si hubiera llorado durante el camino, pero lo cierto es que mis ojos estaban secos (tal vez algo enrojecidos, pero secos) y que las manos no me temblaban y que tenía ganas de reírme, como si me hubieran puesto alguna droga en la comida en la playa, y sólo entonces me diera cuenta de que estaba drogada o extremadamente feliz y lo aceptara. Y después me bajé del coche, puse la alarma, el barrio no era de los que inspiran seguridad, y me encaminé hacia el bungalow, que era tal como me lo había descrito Robbie, una casa pequeña a la que le hacía falta una mano de pintura, un porche desvencijado, un montón de tablas a punto de derrumbarse, pero junto a las cuales había una piscina, una muy pequeña pero con el agua limpia, eso lo noté de inmediato pues la luz de la piscina estaba encendida, recuerdo que pensé por primera vez que Jack no me esperaba o se había dormido, en el interior de la casa no había ninguna luz, el suelo del porche crujió con mis pisadas, no había timbre, golpeé dos veces la puerta, la primera con los nudillos y después con la palma de la mano y entonces se encendió una luz, oí que alguien decía algo en el interior de la casa y luego la puerta se abrió y Jack apareció en el umbral, más alto que nunca, más flaco que nunca, y dijo ¿Joannie?, como si no me conociera o como si aún no estuviera despierto del todo, y yo dije sí, Jack, soy yo, me ha costado encontrarte pero al final te he encontrado y lo abracé. Esa noche hablamos hasta las tres de la mañana y durante la conversación Jack se quedó dormido por lo menos dos veces. Se le veía cansado y débil, aunque hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Finalmente no pudo más y dijo que se iba a acostar. No tengo habitación de huéspedes, Joannie, dijo, así que escoge: mi cama o el sofá. Tu cama, dije yo, contigo. Bien, dijo él, vamos allá. Cogió una botella de tequila y nos fuimos a su habitación. Creo que hacía años no veía un cuarto más desordenado. ¿Tienes un despertador?, le pregunté. No, Joannie, en esta casa no hay relojes, dijo. Después apagó la luz, se desnudó y se metió en la cama. Yo lo observaba, de pie, sin moverme. Después me dirigí a la ventana y abrí las cortinas, confiando en que la luz del amanecer me hiciera de despertador. Cuando me metí en la cama Jack parecía dormido, pero no lo estaba, aún bebió un trago más de tequila y luego dijo algo que no entendí. Pasé mi mano por su vientre y lo estuve acariciando hasta que se quedó dormido. Luego bajé un poco más y toqué su polla, grande y fría como una pitón. Unas horas después me desperté, me di una ducha, preparé el desayuno e incluso tuve tiempo de arreglar un poco la sala y la cocina. Desayunamos en la cama. Jack parecía contento de verme, pero sólo tomó café. Le dije que volvería aquella tarde, que me esperara, que esta vez llegaría pronto, y él dijo no tengo nada que hacer, Joannie, puedes venir cuando quieras. Me di cuenta de que aquello casi era como una invitación para que no volviera a aparecer por allí nunca más, pero decidí que Jack me necesitaba y que yo también lo necesitaba a él. ¿Con quién trabajas?, dijo. Con Shane Bogart, dije. Es un buen chico, dijo Jack. En una ocasión trabajamos juntos, creo que cuando él empezaba en el negocio, es un chico animoso, además no le gusta meterse en problemas. Sí, es un buen chico, dije yo. ¿Y en dónde estáis trabajando? ¿En Venice? Sí, dije, en la vieja casa de siempre. ¿Pero tú sabes que mataron al viejo Adolfo? Claro que lo sé, Jack, eso ocurrió hace años. No trabajo mucho últimamente, dijo. Luego le di un beso, un beso de colegiala en sus labios delgados y resecos, y me marché. Esta vez el viaje fue mucho más rápido, el sol de las mañanas de California, un sol que tiene algo de metálico en los bordes, corría conmigo. Y desde entonces, después de cada sesión de trabajo, me iba a casa de Jack o salíamos juntos, Jack tenía una vieja ranchera y yo alquilé un Alfa Romeo de dos plazas con el que solíamos alejarnos hasta las montañas, hasta Redlands y luego por la 10 hasta Palm Springs, Palm Desert, Indio, hasta llegar al Salton Sea, que es un lago y no un mar y además un lago más bien feo, en donde comíamos comida macrobiótica que era la comida que por entonces Jack consumía, decía que por su salud, y un día pisamos el acelerador de mi Alfa Romeo hasta Calipatria, al sureste del Salton Sea, y fuimos a visitar a un amigo de Jack que vivía en un bungalow aún en peores condiciones que el de Jack, un tipo llamado Graham Monroe pero al que Jack y su mujer llamaban Mezcalito, no sé por qué, tal vez por su afición al mezcal aunque lo único que bebieron mientras estuvimos allí fue cerveza (yo no porque la cerveza engorda), y después ellos tres estuvieron tomando baños de sol detrás del bungalow y bañándose con una manguera y yo me puse un bikini y los estuve mirando, yo prefiero no tomar demasiado sol, tengo la piel muy blanca y me gusta cuidarla, pero aunque me mantuviera en la sombra y no permitiera que me mojaran con la manguera me gustaba estar allí, mirando a Jack, mirando sus piernas que estaban mucho más delgadas de lo que yo recordaba, mirando su tórax que parecía habérsele hundido un poco más, sólo la polla era la misma, sólo los ojos eran los mismos, pero no, en realidad sólo la gran máquina taladradora como decían en la publicidad de sus películas, la verga que había destrozado el culo de Marilyn Chambers, era la misma, el resto, ojos incluidos, se estaba apagando a la misma velocidad con que mi Alfa Romeo recorría el valle de Aguanga o el Desert State Park iluminados por la luz de un domingo agonizante. Creo que hicimos el amor un par de veces. Jack había perdido el interés. Según él, después de tantas películas ahora estaba seco. Eres el primer hombre que me dice eso, le dije. Me gusta ver la tele, Joannie, y leer novelas de misterio. ¿De miedo? No, de misterio, dijo, de detectives, a ser posible aquellas en donde al final el héroe muere. No existen esas novelas, le dije. Claro que existen, hermanita, son novelas baratas y antiguas y se compran a peso. En realidad en su casa no vi libros, exceptuando un manual médico y tres de aquellas novelas baratas a las que Jack se refería y que al parecer releía una y otra vez. Una noche, tal vez la segunda que pasé en su casa, o la tercera, Jack era lento como un caracol en lo que respecta a las confidencias o las revelaciones, mientras bebíamos vino junto a la piscina me dijo que lo más probable era que se muriera pronto, ya sabes cómo es esto, Joannie, cuando ha llegado la hora es que ha llegado la hora. Tuve ganas de gritarle que me hiciera el amor, que nos casáramos, que tuviéramos un hijo o que adoptáramos a un huérfano, que compráramos una mascota y una caravana y que nos dedicáramos a viajar por California y por México, supongo que estaba un poco borracha y cansada, ese día seguramente el trabajo había sido agotador, pero no dije nada, sólo me removí inquieta en mi tumbona, contemplé el césped que yo misma había cortado, bebí más vino, esperé las siguientes palabras de Jack, las que por fuerza tenían que seguir, pero él no dijo nada más. Esa noche hicimos el amor por primera vez después de tanto tiempo. Costó mucho poner a Jack en marcha, su cuerpo ya no funcionaba, sólo funcionaba su voluntad, y pese a todo él insistió en ponerse un condón, un condón para la verga de Jack, como si un condón pudiera contenerla, pero al menos eso sirvió para que nos riéramos un rato, al final, ambos de lado, metió su larga y gruesa verga fláccida entre mis piernas, me abrazó dulcemente y se quedó dormido, yo aún tardé mucho rato en dormirme y por la cabeza me pasaron ideas de lo más raras, por momentos me sentía triste y lloraba sin hacer ruido, para no despertarlo, para no romper nuestro abrazo, por momentos me sentía feliz y también lloraba, hipando, sin la más mínima discreción, apretando entre mis muslos la polla de Jack y escuchando su respiración, diciéndole: Jack, sé que te estás haciendo el dormido, Jack, abre los ojos y bésame, pero Jack seguía durmiendo o fingiendo que dormía y yo seguía contemplando como en el cine las ideas que me pasaban por la cabeza, como un arado, como un tractor rojo a cien kilómetros por hora, muy rápidas, casi sin tiempo para reflexionar, si es que entonces hubiera deseado reflexionar, cosa que obviamente no entraba en mis planes, y por momentos ni lloraba ni me sentía triste o feliz, sólo me sentía viva y lo sentía vivo a él y aunque todo tenía un fondo como de teatro, como de farsa amable, inocente, incluso conveniente, yo sabía que aquello era verdadero, que valía la pena, y luego metí mi cabeza debajo de su cuello y me dormí. Un mediodía Jack apareció por el rodaje. Yo estaba a cuatro patas y mientras se lo chupaba a Bull Edwards, Shane Bogart me sodomizaba. Al principio no me di cuenta de que Jack había entrado en el plató, estaba concentrada en lo que hacía, no es fácil gemir con una polla de veinte centímetros entrando y saliendo de tu boca, algunas chicas muy fotogénicas se descomponen en cuanto hacen una mamada, se les ve horribles, demasiado entregadas acaso, a mí me gusta que mi rostro se vea bien. Bueno, yo estaba concentrada en el trabajo y además, debido a mi posición, no podía ver lo que ocurría alrededor, pero Bull y Shane, que estaban de rodillas pero con los torsos erguidos y las cabezas levantadas, sí que se dieron cuenta de que Jack acababa de entrar y las vergas se les endurecieron casi de inmediato, y no sólo Bull y Shane, el director, Randy Cash y Danny Lo Bello y su mujer y Robbie y Ronnie y los electricistas y todo el mundo, creo yo, menos el cámara, que se llamaba Jacinto Ventura y era un chico muy alegre y muy profesional y que además literalmente no podía quitarle el ojo a la escena que estuviera filmando, todos, digo, expresaron de alguna manera la presencia inesperada de Jack y se hizo entonces el silencio sobre el plató, no un silencio pesado, no un silencio de esos que presagian malas noticias, sino un silencio luminoso, si puedo llamarlo así, un silencio de agua que cae en cámara lenta, y yo sentí ese silencio y pensé debe de ser por lo bien que me siento, por lo buenos que son estos días en California, pero también sentí algo más, algo indescifrable que se acercaba precedido por los golpes rítmicos de las caderas de Shane sobre mis nalgas, por los suaves embites de Bull sobre mis labios, y entonces supe que ocurría algo en el plató, pero no levanté la mirada, y supe también que ocurría algo que me comprendía y afectaba únicamente a mí, como si la realidad se hubiera trizado, una trizadura de un extremo a otro, similar a la cicatriz que queda después de ciertas operaciones, desde el cuello hasta la ingle, una cicatriz gruesa, rugosa, dura, pero me aguanté y seguí actuando hasta que Shane sacó su verga de mi culo y se corrió sobre mis nalgas y hasta que Bull poco después lo siguió y eyaculó en mi cara. Entonces me voltearon y quedé boca arriba y pude ver sus rostros, extremadamente concentrados en lo que hacían, mucho más que de costumbre, y mientras me acariciaban y decían palabras cariñosas yo pensé aquí pasa algo, seguro que en el plató hay alguien de la industria, un pez gordo de Hollywood, y Bull y Shane se han dado cuenta y están actuando para él, y recuerdo que miré de reojo las siluetas que nos rodeaban en la zona de sombras, todas quietas, todas petrificadas, eso fue exactamente lo que pensé: se han quedado petrificados, debe de ser un productor verdaderamente importante, pero seguí sin inmutarme, yo, al contrario que Bull y Shane, no tenía ambiciones al respecto, supongo que es algo inherente al hecho de ser europea, los europeos vemos esto de otra manera, pero también pensé: puede que no sea un productor, puede que haya entrado un ángel en el plató, y justo entonces lo vi. Jack estaba junto a Ronnie y me sonreía. Y entonces vi a los demás, a Robbie, a los electricistas, a Danny Lo Bello y su mujer, a Jennifer Pullman, a Margo Killer, a Samantha Edge, a dos tipos vestidos con trajes oscuros, a Jacinto Ventura que no tenía la cabeza metida en la cámara y sólo entonces me di cuenta de que ya no estaban filmando, pero durante un segundo o un minuto todos permanecimos estáticos, como si hubiéramos perdido el habla y la capacidad de movernos, y el único que sonreía (pero tampoco hablaba) era Jack, y con su presencia parecía santificar el plató, o eso pensé después, mucho después, cuando volví una y otra vez sobre esta escena, parecía santificar nuestra película y nuestro trabajo y nuestras vidas. Después el minuto llegó a su fin, comenzó otro minuto, alguien dijo que había quedado perfecto, alguien trajo batas para Bull, para Shane, para mí, Jack se acercó y me dio un beso, las siguientes escenas de aquel día no me concernían, le dije que nos marcháramos a cenar a algún restaurante italiano, me habían hablado de uno en Figueroa Street, Robbie nos invitó a la fiesta que daba en su casa uno de sus nuevos socios, Jack parecía renuente pero finalmente lo convencí. Así que nos fuimos para mi casa en el Alfa Romeo y estuvimos conversando y bebiendo whisky un rato y después nos fuimos a cenar y a eso de las once de la noche nos presentamos en la fiesta de los socios de Robbie. Todo el mundo estaba allí, todo el mundo conocía a Jack o quería conocerlo y se acercaba a él. Y después Jack y yo nos fuimos a su casa y nos estuvimos besando en la sala, mientras veíamos la tele, una película muda, hasta quedarnos dormidos. Ya no volvió a aparecer por el plató. Aún trabajé durante otra semana, aunque ya tenía decidido quedarme un tiempo más en Los Ángeles cuando acabara el rodaje. Por supuesto, tenía compromisos en Italia, en Francia, pero pensé que los podía dilatar o que antes de irme podía convencer a Jack para que se viniera conmigo, él había estado varias veces en Italia, hizo algunas películas con Cicciolina que tuvieron mucho éxito, algunas conmigo, alguna con las dos, a Jack le gustaba Italia, una noche se lo dije. Pero tuve que desechar esa idea, me la tuve que arrancar de la cabeza, del corazón, me tuve que extirpar esa idea o esa esperanza del coño, como dicen las napolitanas de Torre del Greco, y aunque nunca me di por vencida, de alguna manera que no me puedo explicar comprendí las razones de Jack, las sinrazones de Jack, el silencio luminoso y fresco, lentísimo, que lo envolvía a él y envolvía sus pocas palabras, como si su figura alta y flaca se estuviera desvaneciendo, y con ella toda California, y pese a que lo que yo hasta hacía poco consideraba mi felicidad, mi alegría, se iba, comprendí también que esa marcha o esa despedida era una forma de solidificación, una forma extraña, sesgada, casi secreta de solidificación, pero solidificación al fin y al cabo, y esa certeza, si así puedo llamarla, me hacía feliz y al mismo tiempo me hacía llorar, me hacía maquillarme los ojos a cada rato y me hacía ver cada cosa con otros ojos, como si tuviera rayos X, y ese poder o superpoder me ponía nerviosa, pero también me gustaba, era como ser Marvilla, la hija de la reina de las amazonas, aunque Marvilla tenía el pelo negro y el mío es rubio, y una tarde, en el patio de Jack, vi algo en el horizonte, no sé qué, las nubes, algún pájaro, un avión, y sentí tanto dolor que me desmayé y perdí el control de la vejiga y cuando desperté estaba en los brazos de Jack y entonces miré sus ojos grises y me puse a llorar y no paré de llorar en mucho tiempo. Al aeropuerto fueron a despedirme Robbie y Ronnie y Danny Lo Bello y su mujer, que planeaban visitar Italia dentro de unos meses. A Jack le dije adiós en su bungalow de Monrovia. No te levantes, le dije, pero él se levantó y me acompañó hasta la puerta. Sé buena chica, Joannie, dijo, escríbeme alguna vez. Te llamaré por teléfono, dije yo, el mundo no se acaba. Estaba nervioso y olvidó ponerse la camisa. Yo no le dije nada, cogí mi maleta y la puse en el asiento del copiloto del Alfa Romeo. Cuando me volví para verlo por última vez no sé por qué pensé que ya no estaría allí, que el espacio que Jack ocupaba junto al pequeño portón de madera desvencijada estaría vacío, y prolongué ese momento por miedo, era la primera vez que sentía miedo en Los Ángeles, al menos era la primera vez que sentía miedo en aquella estancia, en otras el miedo y el hastío no escasearon, pero en aquellos días no, y me dio rabia sentir miedo y no quise volverme hasta no haber abierto la puerta del Alfa Romeo y estar dispuesta a meterme dentro y salir disparada, y cuando por fin abrí la puerta me volví y Jack estaba allí, junto a su puerta, mirándome, y entonces supe que todo estaba bien, que podía partir. Que todo estaba mal, que podía partir. Que todo era una pena, que podía partir. Y mientras el detective me observa de reojo (él hace como que mira los pies de la cama, pero yo sé que mira mis piernas, mis largas piernas debajo de las sábanas) y habla de un fotógrafo que trabajó con Mancuso y Marcantonio, un tal R. P. English, el segundo cámara del pobre Marcantonio, yo sé que de alguna manera aún estoy en California, en mi último viaje a California, aunque entonces eso aún no lo sabía, y que Jack aún está vivo y contempla el cielo sentado en el borde de su piscina, con los pies colgando dentro del agua o dentro de la nada, la síntesis brumosa de nuestro amor y de nuestra separación. ¿Y qué hizo el tal English?, le digo al detective. Él prefiere no contestarme, pero ante la fijeza de mi mirada dice: barbaridades, y luego mira el suelo, como si pronunciar esa palabra estuviera prohibido en la Clínica Los Trapecios, de Nîmes, como si yo no hubiera sabido de suficientes barbaridades a lo largo de mi vida. Y llegado a este punto yo podría preguntar más cosas, pero para qué, la tarde es demasiado hermosa para obligar a un hombre a contar una historia que seguramente será triste. Y además la foto que me enseña del presunto English es vieja y borrosa, allí hay un joven de veintipocos años, y el English que yo recuerdo es un tipo bastante entrado en la treintena, tal vez de más de cuarenta, una sombra definida, valga la paradoja, una sombra derrotada a la que no presté demasiada atención, aunque sus rasgos quedaron en mi memoria, los ojos azules, los pómulos pronunciados, los labios llenos, las orejas pequeñas. Sin embargo describirlo de esta manera es falsearlo. Conocí a R. P. English en alguno de mis múltiples rodajes por las tierras de Italia, pero su rostro ya hace mucho se instaló en la zona de las sombras. Y el detective me dice está bien, conforme, tómese su tiempo, madame Silvestri, por lo menos lo recuerda, eso ya es algo para mí, ciertamente no es un fantasma. Y entonces estoy tentada de decirle que todos somos fantasmas, que todos hemos entrado demasiado pronto en las películas de los fantasmas, pero este hombre es bueno y no quiero hacerle daño y por lo tanto me quedo callada. Además, quién me asegura a mí que él no lo sabe.
El padre de Anne Moore luchó por la democracia en un barco hospital, en el Pacífico, desde 1943 hasta 1945. Su primera hija, Susan, nació mientras él navegaba por el mar de Filipinas, poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Después volvió a Chicago y en 1948 nació Anne. Pero Chicago no le gustaba al doctor Moore y tres años más tarde se marchó junto con toda su familia a Great Falls, en el estado de Montana.
Allí creció Anne y su infancia fue apacible, pero también extraña. En 1958, cuando tenía diez años, vio por primera vez el rostro de carbón, el rostro manchado de tierra (así lo define ella, indistintamente), de la realidad. Su hermana tenía un novio llamado Fred, de quince años. Un viernes Fred llegó a casa de los Moore y dijo que sus padres se habían marchado de viaje. La madre de Anne dijo que no le parecía correcto dejar solo en casa a un chico que apenas era un adolescente. El padre de Anne opinó que Fred ya era un hombrecito y que sabía cuidarse solo. Esa noche Fred cenó en casa de los Moore y luego estuvo en el porche conversando con Susan y Anne hasta las diez. Antes de marcharse se despidió de la señora Moore. El doctor Moore ya se había acostado.
Al día siguiente Susan y Anne dieron una vuelta por el parque en el coche de los padres de Fred. Según me contó Anne, el estado de ánimo de Fred era notablemente distinto del exhibido la noche anterior. Ensimismado, casi sin decir nada salvo monosílabos, parecía haber reñido con Susan. Durante un rato estuvieron en el coche sin hacer nada, en silencio, Fred y Susan en la parte de adelante y Anne en la parte de atrás, y luego Fred propuso que fueran a su casa. Susan no contestó y Fred puso en marcha el coche y estuvieron dando vueltas por las calles de un barrio pobre que Anne no conocía, como si Fred se hubiera perdido o como si en el fondo, pese a haberlas invitado, en realidad no quisiera llevarlas a su casa. Durante el trayecto, recuerda Anne, Susan no miró ni una sola vez a Fred, todo el rato se lo pasó mirando por la ventanilla, como si las casas y las calles que se iban sucediendo lentamente fueran un espectáculo único. Tampoco Fred, la vista clavada al frente, miró ni una sola vez a Susan. Tampoco pronunciaron una sola palabra ni la miraron a ella, en el asiento de atrás, aunque en una ocasión, una sola, la niña que entonces era Anne capturó el fulgor de los ojos de Fred, que la observó brevemente por el espejo retrovisor.
Cuando por fin llegaron a la casa ni Fred ni Susan hicieron ademán de bajarse. Incluso la forma en que Fred estacionó el coche, junto al bordillo de la acera y no en el garaje, invitaba a una cierta provisionalidad en los actos, a una interrupción de la continuidad. Como si al estacionar el coche de esa forma, Fred nos permitiera y se permitiera a sí mismo un tiempo extra para pensar, recuerda Anne.
Después (pero Anne no recuerda cuánto tiempo pasó) Susan se bajó del coche, le ordenó a ella que hiciera lo mismo, la cogió de la mano y se marcharon de allí sin despedirse. Cuando llevaban varios metros de distancia, Anne se volvió y vio la nuca de Fred, en el mismo lugar, sentado al volante, como si aún estuviera conduciendo, la vista fija al frente, dice Anne, aunque puede que entonces tuviera los ojos cerrados o puede que los tuviera entornados o que mirara el suelo o que estuviera llorando.
Volvieron a casa caminando y Susan, pese a sus preguntas, no le quiso dar ninguna explicación de su actitud. Esa tarde a Anne no le hubiera extrañado ver aparecer a Fred en el jardín de su casa. En otras ocasiones había sido testigo de peleas entre éste y su hermana mayor y el rencor nunca fue duradero. Pero Fred no apareció ese sábado, ni el domingo, y el lunes no fue a clases, según confesaría Susan más tarde. El miércoles la policía detuvo a Fred por conducir en estado de ebriedad en la parte baja de Great Falls. Después de ser interrogado, dos policías fueron a su casa y encontraron a los padres muertos, la madre en el cuarto de baño y el padre en el garaje. El cadáver de este último estaba a medio envolver en mantas y cartones, como si Fred pensara deshacerse de él en los próximos días.
A raíz de este crimen, Susan, que al principio mantuvo una entereza notable, se derrumbó y durante varios años estuvo visitando psicólogos. Anne, por el contrario, siguió igual que siempre, aunque el incidente o la sombra del incidente resurgiría en el futuro de manera intermitente. Pero por el momento ni siquiera soñó con Fred y si soñó tuvo la cautela de olvidar el sueño apenas entraba en la vigilia.
A los diecisiete años Anne se marchó a estudiar a San Francisco. Dos años antes lo había hecho Susan, matriculada en Medicina, en Berkeley: compartía un apartamento con otras dos estudiantes en la parte sur de Oakland, cerca de San Leandro y muy de vez en cuando escribía a sus padres. Cuando Anne llegó encontró a su hermana en un estado deplorable. Susan no estudiaba, durante el día dormía y por las noches desaparecía hasta bien entrada la mañana siguiente. Anne se matriculó en Literatura Inglesa e hizo un curso de Pintura Impresionista. Por las tardes se puso a trabajar en una cafetería de Berkeley. Los primeros días vivió en el mismo cuarto que su hermana. En realidad hubiera podido estar así indefinidamente. Susan dormía durante el día, en las horas en que Anne estaba en la universidad, por las noches rara vez aparecía por la casa, por lo que Anne ni siquiera tuvo que instalar otra cama en el cuarto. Pero al cabo de un mes Anne se fue a vivir a la calle Hackett, en Berkeley, cerca de la cafetería en donde trabajaba y dejó de ver a su hermana, aunque a veces la llamaba por teléfono (eran las otras chicas del piso las que siempre contestaban las llamadas, recuerda Anne) para saber cómo estaba, para darle noticias de Great Falls, para saber si necesitaba algo. Las pocas veces que habló con Susan ésta estaba borracha. Una mañana le dijeron que Susan ya no vivía allí. Durante quince días la buscó por todo Berkeley y no la halló. Finalmente una noche llamó a sus padres, en Great Falls, y fue Susan quien contestó el teléfono. La sorpresa de Anne fue mayúscula. En cierto modo se sintió defraudada y traicionada. Susan había abandonado definitivamente los estudios y ahora quería rehacer su vida en una ciudad tranquila y decente, le dijo. Anne le aseguró que cualquier cosa que ella hiciera estaría bien hecha, aunque en realidad creyó que su hermana estaba muy mal y que había tirado buena parte de su vida por la borda.
Poco después conoció a Paul, un pintor nieto de anarquistas judío-rusos, y se fue a vivir con él. Paul tenía una casita de dos plantas, en la primera estaba su estudio en donde se amontonaban grandes cuadros que jamás terminaba y en la segunda había una habitación-sala-comedor muy grande, y una cocina y un baño muy pequeños. Por supuesto, no era el primero con el que se acostaba, antes había salido con un compañero de Pintura Impresionista que fue quien le presentó a Paul y en Great Falls había sido novia de un jugador de baloncesto y de un chico que trabajaba en una panadería. De este último creyó por un tiempo estar enamorada. Se llamaba Raymond y la panadería era de su padre. En realidad, en la familia de Raymond los panaderos se remontaban, ininterrumpidamente, a varias generaciones. Raymond estudiaba y trabajaba, pero cuando se graduó decidió dedicarse a la panadería a tiempo completo. Según Anne, no era un estudiante sobresaliente, pero tampoco era malo. Y lo que más recuerda de Raymond, del Raymond de aquellos años, es su orgullo en lo tocante a su oficio y al oficio de su familia, en una zona en donde la gente ciertamente se enorgullece de muchas cosas, pero no de ser panadero.
La relación entre Anne y Paul fue peculiar. Anne tenía diecisiete años, pronto iba a cumplir los dieciocho y Paul tenía veintiséis. En la cama tuvieron problemas desde el principio. En verano Paul solía ser impotente, en invierno tenía eyaculación precoz, en otoño y en primavera el sexo no le interesaba. Así lo cuenta Anne y también dice que nunca hasta entonces había conocido a nadie tan inteligente. Paul sabía de todo, sabía de pintura, de historia de la pintura, de literatura, de música. A veces era insoportable, pero también sabía cuándo era insoportable y tenía entonces la virtud de encerrarse en el estudio y ponerse a pintar durante todo el tiempo que estuviera insoportable; cuando volvía a ser el Paul de siempre, encantador, conversador, cariñoso, dejaba de pintar y salía con Anne al cine o al teatro o a las múltiples conferencias y recitales que por entonces se daban en Berkeley y que parecían preparar el espíritu de la gente para los años decisivos que se acercaban. Al principio vivían de lo que ganaba Anne en la cafetería y de una beca que tenía Paul. Un día, sin embargo, decidieron viajar a México y Anne dejó su trabajo.
Estuvieron en Tijuana, en Hermosillo, en Guaymas, en Culiacán, en Mazatlán. Allí se detuvieron y alquilaron una casita cerca de la playa. Todas las mañanas se bañaban, por las tardes Paul pintaba y Anne leía y por las noches iban a un bar norteamericano, el único de allí, llamado The Frog, frecuentado por turistas y estudiantes de California y en donde se quedaban bebiendo hasta altas horas de la noche y discutiendo con personas a las que normalmente ni siquiera hubieran dirigido la palabra. En The Frog compraban marihuana a un tipo mexicano delgado y que siempre iba vestido de blanco, y al que no dejaban entrar en el bar, que esperaba a sus clientes en el interior de su coche estacionado en la acera de enfrente, junto a un árbol seco. Más allá de ese árbol no había ningún edificio sino la oscuridad, la playa y el mar.
El tipo delgado se llamaba Rubén y a veces cambiaba la marihuana por casetes de música que probaba en el mismo radiocasete del coche. No tardaron en hacerse amigos. Una tarde, mientras Paul pintaba, apareció por la casita de la playa y Paul le pidió que posara para él. A partir de ese momento nunca más tuvieron que pagar por la marihuana que consumían, aunque a veces Rubén llegaba por la mañana y no se iba hasta bien entrada la noche, lo que para Anne resultaba molesto, pues no sólo tenía que cocinar para una persona más sino que, en su opinión, el mexicano le quitaba intimidad a la vida paradisiaca que habían planeado hacer.
Al principio Rubén sólo hablaba con Paul, como si intuyera que su presencia no era grata para Anne, pero con el paso de los días se hicieron amigos. Rubén hablaba algo de inglés y Anne y Paul practicaban con él el rudimentario español que ya sabían. Una tarde, mientras nadaban, Anne sintió que Rubén le tocaba las piernas por debajo del agua. Paul estaba en la playa, mirándolos. Cuando Rubén emergió la miró a los ojos y le dijo que estaba enamorado de ella. Ese mismo día, lo supieron después, se ahogó un chico que solía ir a The Frog y con el que ellos habían conversado en un par de ocasiones.
Poco después volvieron a San Francisco. Aquélla fue una buena época para Paul. Hizo un par de exposiciones, vendió algunos cuadros y su relación con Anne se estabilizó aún más de lo que ya estaba. A finales de año viajaron los dos a Great Falls y pasaron las navidades en casa de los padres de Anne. A Paul no le gustaron los padres de Anne, pero con Susan hizo buenas migas. Una noche Anne se despertó y no halló a Paul en la cama. Salió a buscarlo y oyó voces en la cocina. Al bajar encontró a Paul y Susan hablando de Fred. Paul escuchaba y hacía preguntas y Susan contaba una y otra vez, pero desde diferentes perspectivas, el último día que había pasado con Fred, dando vueltas en coche por los peores barrios de Great Falls. Anne recuerda que la conversación que mantenían su hermana y su novio le pareció extremadamente artificial, como si estuvieran dando vueltas alrededor del argumento de una película y no de algo que había sucedido en la vida real.
Al año siguiente Anne abandonó la universidad y se dedicó a ser la compañera de Paul a tiempo completo. Le compraba las telas, los bastidores, la pintura, preparaba la comida y la cena, lavaba la ropa, barría y fregaba los suelos, lavaba los platos, hacía todo lo que podía para que la vida de Paul fuera lo más similar a un remanso de paz y de creación. Su vida de pareja no era satisfactoria. Sexualmente Paul cada día estaba peor. En la cama Anne ya no sentía nada y llegó a pensar que tal vez fuera lesbiana. Por esa época conocieron a Linda y a Marc. Linda, como Rubén en Mazatlán, se ganaba la vida vendiendo droga y a veces escribía cuentos infantiles que ninguna editorial aceptaba publicar. Marc era poeta o al menos eso era lo que decía Linda. Por entonces, salvo raras excepciones, Marc se pasaba el día encerrado en su casa escuchando la radio o viendo la televisión. Por las mañanas salía a comprar tres o cuatro periódicos y a veces iba a la universidad, en donde se encontraba con antiguos compañeros o asistía a clases de renombrados poetas que recalaban en Berkeley por uno o dos cursos. Pero el resto del tiempo, recuerda Anne, se lo pasaba encerrado en su casa o en su habitación si Linda tenía visitas, escuchando la radio y mirando la tele y esperando el estallido de la Tercera Guerra Mundial.
La carrera de Paul, contra lo esperado por Anne, de repente se estancó. Todo ocurrió demasiado rápido. Primero perdió la beca, después los galeristas del área de la bahía de San Francisco dejaron de interesarse por sus cuadros, finalmente dejó de pintar y comenzó a estudiar literatura. Por las tardes, Paul y Anne iban a casa de Linda y Marc y se pasaban muchas horas hablando de la guerra de Vietnam y de viajes. Aunque Paul y Marc nunca llegaron a ser muy amigos, eran capaces de estar juntos durante horas leyéndose mutuamente poemas (Paul, recuerda Anne, comenzó por esas fechas a escribir versos deudores de William Carlos Williams y de Kenneth Rexroth, a quien en una ocasión escucharon en un recital en Palo Alto) y bebiendo. La amistad de Anne y Linda, por el contrario, creció de forma imperceptible pero segura, aunque no parecía estar cimentada en nada. A Anne le gustaba la seguridad de Linda, su independencia, su desprecio por ciertas normas establecidas, su respeto por otras, su manera ecléctica de vivir.
Cuando Linda se quedó embarazada su relación con Marc terminó abruptamente. Linda se fue a vivir a un piso en la calle Donaldson y trabajó hasta pocos días o tal vez hasta pocas horas (Anne no lo recuerda) antes del parto. Marc se quedó en el antiguo piso y su reclusión se hizo aún más severa. Al principio Paul siguió visitando a Marc, pero al poco tiempo se dio cuenta de que no tenían nada que decirse y dejó de hacerlo. Anne, por el contrario, estrechó su amistad con Linda y a veces incluso se quedaba a dormir en su piso, generalmente los fines de semana, cuando Linda debía dedicar más tiempo a atender a sus clientes y no podía estar todo lo que quisiera con el niño.
Un año después de su primer viaje a México, Paul y Anne volvieron a Mazatlán. Esta vez el viaje fue diferente. Paul quiso alquilar la casita de la playa, pero ésta estaba ocupada y se tuvieron que conformar con una especie de bungalow a unas tres manzanas de distancia. Nada más llegar a Mazatlán Anne enfermó. Tuvo diarrea y fiebre y durante tres días fue incapaz de levantarse de la cama. El primer día Paul se quedó en casa cuidándola, pero luego desaparecía durante horas y una noche no vino a dormir. Quien sí la visitó fue Rubén. Anne se dio cuenta de que noche tras noche Paul se iba con Rubén y al principio odió al mexicano. Pero la tercera noche, cuando ya se sentía un poco mejor, Rubén apareció por el bungalow a las dos de la mañana a interesarse por su salud. Estuvieron hablando hasta las cinco de la mañana y después hicieron el amor. Anne aún se sentía débil y por un momento tuvo la impresión de que Paul los estaba observando desde la puerta entornada o desde una ventana, pero luego se olvidó de todo, dice, ante la dulzura de Rubén y ante la duración del acto.
Cuando Paul apareció al día siguiente Anne le contó lo que había sucedido. Paul dijo mierda pero no añadió más comentarios. Durante uno o dos días intentó escribir en un cuaderno de tapas negras que nunca permitió que Anne leyera, pero al poco desistió y se dedicó a dormir en la playa y a beber. Algunas noches salía con Rubén como si nada hubiera pasado, otras noches se quedaba en casa y en dos ocasiones intentaron hacer el amor pero el resultado dejó mucho que desear. Con Rubén volvió a acostarse. Una vez, de noche, en la playa y otra vez en la habitación, mientras Paul dormía en el sofá de la sala. Al cabo de los días Anne notó que Rubén se ponía celoso de Paul. Pero esto sucedía sólo cuando estaban los tres juntos o cuando Anne y Rubén estaban solos, nunca cuando Rubén y Paul salían por las noches a visitar los bares de Mazatlán. Entonces, recuerda Anne, parecían hermanos.
Cuando llegó el día de partir Anne decidió quedarse en México. Paul lo entendió y no dijo nada. La despedida fue triste. Rubén y ella ayudaron a Paul a preparar las maletas y a meterlas en el coche y luego le dieron unos regalos, Anne un viejo libro de fotos y Rubén una botella de tequila. Paul no tenía regalos para ellos pero le dio a Anne la mitad del dinero que le quedaba. Después, cuando estuvieron solos, se encerraron en el bungalow y estuvieron haciendo el amor durante tres días seguidos. Poco después a Anne se le acabó el dinero y Rubén volvió a dedicarse a vender droga a la puerta de The Frog. Anne dejó el bungalow y se fue a vivir a la casa de Rubén, en un barrio de la ciudad desde el que no se veía el mar. La casa pertenecía a la abuela de Rubén, que vivía allí con su hijo mayor, un pescador soltero de unos cuarenta años, y con su nieto. Las cosas rápidamente se torcieron. A la abuela de Rubén no le gustaba que Anne anduviera por la casa semidesnuda. Una tarde, mientras estaba en el baño, el tío de Rubén entró y le propuso acostarse con él. Le ofreció dinero. Anne, por supuesto, rechazó la oferta, pero no con suficiente fuerza (no quería ofenderlo, recuerda) y al día siguiente el tío de Rubén volvió a ofrecerle dinero por sus favores.
Sin saber lo que estaba a punto de desencadenar, le contó a Rubén todo lo que había sucedido. Esa noche Rubén cogió un cuchillo de la cocina e intentó matar a su tío. Los gritos, recuerda Anne, eran como para levantar a todo el vecindario, pero sorprendentemente nadie pareció advertirlos. Por suerte el tío de Rubén era más fuerte y más experimentado en peleas y no tardó en desarmarlo. Pero Rubén aún quería pelear y le arrojó un jarrón a la cabeza. El tío esquivó el jarrón justo en el momento en que la abuela salía de su habitación, vestida con un camisón de un rojo vivísimo, algo que Anne hasta entonces nunca había visto, con tan mala suerte que el jarrón fue a estrellarse contra su pecho. Entonces el tío le dio una paliza a Rubén y luego llevó a su madre al hospital. Cuando volvieron, la abuela y el tío entraron sin llamar en la habitación donde dormían Anne y Rubén y les dieron un par de horas para que se marcharan. Rubén tenía el cuerpo lleno de magulladuras y casi no se podía mover, pero el temor a su tío era tan grande que en menos de dos horas tenían todo dentro del coche.
Rubén tenía familia en Guadalajara y hacia allí se fueron. En Guadalajara sólo pudieron estar cuatro días. El primer día durmieron en casa de una hermana de Rubén, una casa llena de niños, pequeña, ruidosa y con un calor sofocante. Compartieron la habitación con tres pequeños y al día siguiente Anne decidió marcharse a una pensión. No tenían dinero, pero a Rubén aún le quedaba algo de marihuana y unas pastillas de ácido que decidió vender en Guadalajara. El primer intento fue decepcionante. Rubén no conocía bien Guadalajara y no sabía a qué sitios dirigirse para colocar su mercadería y volvió a la pensión cansado y sin nada de dinero. Esa noche hablaron hasta muy tarde y en un momento de frustración Rubén le preguntó qué harían si no conseguían dinero para pagar la pensión y para la gasolina del coche. Anne dijo (evidentemente en broma) que ella podía prostituirse. Rubén no captó la broma y la abofeteó. Era la primera vez que un hombre le pegaba. Antes robo un banco, dijo el mexicano y se le echó encima. Aquél fue uno de los polvos más extraños de su vida, recuerda Anne. Las paredes de la pensión parecían estar hechas de carne. Carne cruda y carne a la plancha, indistintamente. Y mientras la follaban miraba las paredes y veía cosas que se movían, que corrían por aquella superficie irregular, como en una película de terror de John Carpenter, aunque yo no recuerdo ninguna película de Carpenter con aquellas peculiaridades.
Al día siguiente Rubén vendió la droga que le quedaba y se marcharon a México D. F. Vivieron en la casa de la madre de Rubén, en una colonia cerca de La Villa, más o menos en la misma zona en la que yo vivía. Si entonces te hubiera visto, me habría enamorado de ti, le dije a Anne mucho después. Quién sabe, contestó Anne. Y añadió: si entonces yo hubiera sido un adolescente no me habría enamorado de mí.
Por un tiempo, unos dos o tres meses, Anne creyó que estaba enamorada de Rubén y que se quedaría a vivir en México para siempre. Pero un día llamó por teléfono a sus padres, les pidió dinero para un billete de avión, le dijo adiós a Rubén y regresó a San Francisco. Hasta que consiguió un trabajo de camarera vivió en el piso de Linda. Cuando Anne volvía de trabajar, a veces Linda estaba aún despierta y se quedaban conversando hasta muy tarde. Algunas noches hablaron de Paul y de Marc. Paul vivía solo y había vuelto a pintar aunque mucho menos que antes y no tenía la más mínima esperanza de exponer sus cuadros. Según Linda lo que les pasaba a los cuadros de Paul es que eran muy malos. Marc seguía encerrado en su casa, escuchando la radio y viendo todos los informativos de la tele y ya casi no le quedaban amigos. Algunos años después, recuerda Anne, Marc publicó un libro de poesía que tuvo cierto éxito entre los estudiantes de Berkeley y dio recitales y participó en algunas conferencias. Parecía el momento idóneo para que conociera a una chica y volviera a vivir con alguien, pero cuando pasó el ruido inicial Marc volvió a encerrarse en su casa y de él nunca más se supo nada.
Después Linda se puso a vivir con un tipo llamado Larry y Anne alquiló un pequeño apartamento en Berkeley, cerca de la cafetería. Aparentemente las cosas iban bien, pero Anne sabía que estaba a punto de estallar. Lo percibía en sus sueños, cada vez más extraños, en su estado de ánimo que por entonces se hizo propenso a la melancolía, en su humor, cambiante, caprichoso. Por aquellos días salió con un par de tipos, pero la experiencia fue decepcionante. A veces iba a ver a Paul, pero pronto interrumpió las visitas pues los encuentros empezaban bien pero casi siempre terminaban con escenas violentas (Paul rompiendo sus dibujos, tal vez un cuadro) o con ataques de lágrimas, autorrecriminaciones y tristeza. A veces pensaba en Rubén y se reía de lo ingenua que había sido. Un día conoció a un tipo llamado Charles y se hicieron amantes.
Charles era todo lo contrario de Paul, recuerda Anne, aunque en el fondo se parecían como dos gotas de agua. Charles era negro y no tenía ingresos de ningún tipo. Le gustaba hablar y sabía escuchar. A veces se pasaban toda la noche haciendo el amor y conversando. A Charles le gustaba hablar de su infancia y de su adolescencia, como si allí presintiera un secreto que había pasado por alto. Anne, por el contrario, prefería hablar de lo que le estaba ocurriendo en ese preciso momento de su vida. Y también le gustaba hablar de sus temores, del estallido que avizoraba agazapado detrás de un día cualquiera. En la cama, recuerda Anne, las relaciones fueron tan insatisfactorias como siempre. Los primeros días, tal vez por la novedad, la experiencia fue agradable, alguna noche tal vez incluso arrebatadora, pero después todo volvió a ser como siempre. En este punto Anne cometió lo que visto desde cierta perspectiva considera un error monumental. Le dijo a Charles lo que le ocurría en la cama, lo que sentía con todos los hombres con que se había acostado, incluido él. Charles al principio no supo qué decirle, pero al cabo de los días sugirió que ya que no sentía nada podía al menos sacar algo de provecho material de su situación. Anne tardó algunos días en comprender que lo que Charles le sugería era que se dedicara a la prostitución.
Posiblemente aceptó por la ternura que le inspiraba Charles en aquellos días. O porque le pareció emocionante probarlo. O porque supuso que aquello aceleraría el estallido. Charles le compró un vestido rojo y unos zapatos de tacón del mismo color y se compró una pistola porque consideraba, así se lo dijo a Anne, que un chulo sin pistola no era nada. Anne vio la pistola cuando iban en el coche, desde Berkeley a San Francisco, al abrir la guantera para buscar algo, cigarrillos tal vez, y se asustó. Charles le aseguró que no tenía por qué asustarse, que la pistola era un seguro de vida para ella y para él. Después Charles le indicó el hotel adonde debía llevar a los clientes, dio un par de vueltas con ella por el barrio y la dejó en la entrada de un bar en donde los tipos solían ir a buscar mujeres. Él se marchó posiblemente a otro bar, a divertirse con sus amigos, aunque a Anne le dijo que iba a estar permanentemente al acecho.
Nunca en su vida, recuerda Anne, había sentido tanta vergüenza como cuando entró en el bar y se sentó en la barra, sabiendo que estaba allí a la caza de su primer cliente y sabiendo que todos los que estaban en el bar lo sabían. Odió el vestido rojo, odió los zapatos rojos, odió la pistola de Charles, odió el estallido que se anunciaba pero que nunca venía. Sin embargo tuvo fuerzas para pedir un martini doble y suficiente entereza como para ponerse a hablar con el camarero. Hablaron sobre el aburrimiento. El camarero parecía saber mucho sobre el tema. Poco después se unió a la conversación un tipo de unos cincuenta años, parecido a su padre, sólo que más bajo y más gordo, de quien Anne no recuerda el nombre o tal vez nunca lo supo, pero a quien llamaremos Jack. Éste pagó la bebida de Anne y luego la invitó a salir. Cuando Anne ya se disponía a bajar del taburete, el camarero se le acercó y le dijo que tenía algo importante que comunicarle. Anne pensó que se le había ocurrido algo sobre el aburrimiento y quería decírselo al oído. En efecto, el camarero se estiró desde el otro lado de la barra y le susurró al oído que nunca más volviera a pisar aquel bar. Cuando el camarero volvió a su posición normal, él y Anne se miraron a los ojos y luego Anne dijo de acuerdo y se marchó. El tipo que se parecía a su padre la esperaba en la acera. Fueron en el coche de él al hotel que previamente le había señalado Charles. Durante el corto trayecto Anne no paró de mirar las calles como si fuera una turista. Sin demasiada esperanza esperaba divisar en algún portal o en la entrada de un callejón a Charles, pero no lo vio y decidió que seguramente su chulo se encontraba en un bar.
El encuentro con el tipo que se parecía a su padre fue breve y para sorpresa de Anne no careció de ternura. Cuando el tipo se marchó Anne cogió un taxi y volvió a su casa. Esa noche le dijo a Charles que todo se había acabado, que no quería volver a verlo. Charles era muy joven, recuerda Anne, y su mayor ilusión, aparentemente, era tener una puta, pero se lo tomó bien aunque estuvo a punto de echarse a llorar. Tiempo después, cuando Anne trabajaba en el turno de noche en una cafetería de Berkeley, volvió a verlo. Iba con unos amigos y se estuvieron riendo de ella. Esto molestó a Anne mucho más que todas sus anteriores peleas. Charles vestía ropa barata, por lo que era muy posible que no hubiera hecho carrera en el mundo de la prostitución, aunque Anne prefirió no preguntárselo.
Los años siguientes fueron bastante movidos, recuerda Anne. Durante un tiempo estuvo viviendo con unos amigos en una cabaña cerca del lago Martis, volvió a acostarse con Paul, hizo un curso de Literatura Creativa en la universidad. A veces llamaba a sus padres a Great Falls. A veces sus padres aparecían en San Francisco y pasaban dos o tres días con ella. Susan se había casado con un farmacéutico y ahora vivía en Seattle. Paul se dedicaba a la venta de material para ordenadores. A veces Anne le preguntaba por qué no volvía a pintar y Paul prefería no contestarle. También realizó algunos viajes fuera del país. Estuvo en México en un par de ocasiones. Viajó en una furgoneta a Guatemala, en donde la policía la tuvo retenida veinticuatro horas y uno de los amigos que iban con ella recibió una paliza. Estuvo en Canadá unas cinco veces, en el área de Vancouver, en casa de una amiga que como Linda escribía cuentos infantiles y que deseaba apartarse del mundo. Pero siempre volvía a San Francisco y fue allí donde conoció a Tony.
Tony era coreano, de Corea del Sur, y trabajaba en un taller de ropa en donde la mayoría de los empleados eran ilegales. Era amigo de un amigo de Paul o de Linda o de algún compañero de la cafetería de Berkeley, Anne no lo recuerda, sólo recuerda que fue un amor a primera vista. Tony era muy suave y muy sincero, el primer hombre sincero que Anne conocía, tan sincero que a la salida de un cine (era una película de Antonioni, era la primera vez que iban juntos al cine) le confesó sin ningún rubor que se había aburrido y que era virgen. Cuando se acostaron por primera vez, sin embargo, Anne quedó sorprendida por la sabiduría sexual demostrada por Tony, mucho mejor amante que todos los que hasta entonces había tenido.
Al poco tiempo se casaron. Anne nunca había pensado en el matrimonio, pero lo hizo para que Tony pudiera legalizar su situación en el país. Sin embargo no se casaron en California. Emprendieron un largo viaje a Taiwan, en donde Tony tenía parientes y allí celebraron las nupcias. Después Tony viajó a Corea a visitar a su familia y Anne viajó a Filipinas a visitar a una amiga de la universidad que vivía desde hacía años en Manila, casada con un prestigioso abogado filipino. Cuando volvieron a los Estados Unidos se establecieron en Seattle, donde Tony tenía parientes y donde con sus ahorros, con los ahorros de Anne y con el dinero que le dieron sus padres puso una frutería.
Vivir con Tony, recuerda Anne, era como vivir en una balsa de aceite. Afuera se desataba cada día una tempestad, la gente vivía con la amenaza constante de un terremoto personal, todo el mundo hablaba de catarsis colectiva, pero ella y Tony se introdujeron en un agujero en donde la serenidad era posible. Breve, dice Anne, pero posible.
Un apunte curioso: a Tony le encantaban las películas pornográficas y solía ir en compañía de Anne, a quien nunca antes, por supuesto, se le había ocurrido visitar un cine de este tipo. De las películas pornográficas le chocó el que los hombres siempre eyacularan afuera, en los pechos, en el culo o en la cara de sus compañeras. Las primeras veces sentía vergüenza de ir a esta clase de cines, algo que no parecía experimentar Tony, para el cual si las películas eran legales uno no debía sentir ningún tipo de pudor. Finalmente Anne se negó a acompañarlo y Tony siguió visitando estos cines solo. Otro apunte curioso: Tony era muy trabajador, más trabajador (de lejos) que cualquiera de los otros amantes que Anne había tenido en su vida. Y otro: Tony jamás se enfadaba, jamás discutía, como si considerara absolutamente inútil tratar de que otra persona compartiera su punto de vista, como si creyera que todas las personas estaban extraviadas y que era pretencioso que un extraviado le indicara a otro extraviado la manera de encontrar el camino. Un camino que no solamente nadie conocía sino que probablemente ni siquiera existía.
Un día a Anne se le acabó el amor por Tony y se marchó de Seattle. Volvió a San Francisco, volvió a dormir con Paul, se acostó con otros hombres, vivió un tiempo en casa de Linda. Tony estaba desesperado. Cada noche la llamaba por teléfono y quería saber por qué lo había dejado. Cada noche Anne se lo explicaba. Simplemente las cosas habían sucedido así, el amor se acaba, tal vez ni siquiera fue amor lo que los unió, ella necesitaba otras cosas. Durante varios meses Tony siguió llamándola y preguntándole por las causas que la habían llevado a romper con el matrimonio. En una ocasión la llamó una hermana de Tony y humildemente, recuerda Anne, le pidió que le diera otra oportunidad a su hermano. La hermana de Tony le dijo que había llamado a sus padres a Great Falls y que ya no sabía qué otra cosa hacer. Anne se quedó helada ante la noticia, pero al mismo tiempo le pareció de una calidez extraordinaria. Al final la hermana de Tony se puso a llorar, se disculpó por la llamada (era pasada medianoche) y colgó.
Tony viajó a San Francisco dos veces intentando convencerla de que volviera. Las conversaciones telefónicas fueron innumerables. Finalmente Tony pareció aceptar lo inevitable, pero siguió llamándola. Le gustaba hablar de su viaje a Taiwan, de su matrimonio, de las cosas que vieron, le preguntaba a Anne cómo era Filipinas y él a su vez le contaba cosas de Corea del Sur. A veces se arrepentía de no haberla acompañado a Filipinas y Anne tenía que recordarle que ella lo había preferido así. Cuando Anne le preguntaba por la frutería, por la marcha del negocio, Tony contestaba con monosílabos y rápidamente cambiaba de conversación. Una noche volvió a llamarla la hermana de Tony. Al principio Anne sólo oía un murmullo y le rogó que hablara más alto. La hermana de Tony subió la voz, pero apenas, y le dijo que Tony se había suicidado esa mañana. Después le preguntó, con un tono en el que no se adivinaba ni una brizna de rencor, si pensaba acudir al entierro. Anne dijo que sí. A la mañana siguiente, en vez de coger un avión para Seattle tomó uno que al cabo de unas horas la dejó en México D.F. Tony tenía veintidós años.
Durante los días en que Anne estuvo en el D.F. yo pude, otra vez, haberla conocido y haberme enamorado de ella, pero Anne lo duda. Fueron días, recuerda, inverosímiles, como si estuviera viviendo dentro de un sueño, aunque pese a todo tuvo tiempo para hacer turismo, es decir visitar los museos de la ciudad y casi todas las ruinas precolombinas que aún se sostienen en medio de los edificios y del tráfico. Intentó buscar a Rubén, pero no lo halló. Al cabo de dos meses cogió un avión para Seattle y fue a visitar la tumba de Tony. En el cementerio estuvo a punto de desmayarse.
Los años siguientes fueron demasiado rápidos. Hubo demasiados hombres, demasiados trabajos, demasiado de todo. Una noche, mientras trabajaba en una cafetería, se hizo amiga de dos hermanos, Ralph y Bill. Esa noche se acostó con los dos, pero mientras hacía el amor con Ralph miraba los ojos de Bill y cuando hacía el amor con Bill cerraba los ojos y seguía viendo los ojos de Bill. A la noche siguiente Bill apareció por allí, pero esta vez solo. Esa noche se acostaron pero más que hacer el amor se dedicaron a hablar. Bill era obrero de la construcción y veía el mundo con valor y tristeza, más o menos de la misma manera en que lo contemplaba Anne. Los dos eran los menores de dos hermanos, los dos habían nacido en 1948 e incluso físicamente se parecían. No pasó un mes sin que decidieran ponerse a vivir juntos. Por aquellos días Anne recibió una carta de Susan, se había divorciado y ahora estaba en tratamiento para curar su alcoholismo. Decía en la carta que una vez a la semana, a veces más, acudía a las reuniones de alcohólicos anónimos y que aquello le estaba abriendo un mundo nuevo. Anne le contestó con una postal típica de San Francisco y le decía cosas que en el fondo no sentía, pero cuando terminó de escribir la postal pensó en Bill y pensó en ella y le pareció que por fin había encontrado algo en la vida, su club de alcohólicos anónimos particular, algo muy fuerte a lo que se podía agarrar, una rama elevada en donde hacer sus ejercicios, sus malabarismos.
Lo único que no le gustaba de su relación con Bill era su hermano. A veces Ralph llegaba a medianoche, completamente borracho, y sacaba a Bill de la cama para hablar de los temas más peregrinos. Hablaban de un pueblo de Dakota donde estuvieron cuando eran adolescentes. Hablaban de la muerte y de lo que hay después de la muerte, nada según Ralph, menos que nada según Bill. Hablaban de la vida del hombre, que consiste en estudiar, trabajar y morir. En ocasiones, que progresivamente fueron haciéndose más escasas, Anne participaba en estas conversaciones y tenía que reconocer que le gustaba la inteligencia de Ralph, o su astucia, para descubrir los puntos débiles en la argumentación de los demás. Pero una noche Ralph quiso acostarse con ella y desde entonces la relación se hizo más distante, hasta que Ralph dejó de aparecer por su casa.
A los seis meses de estar viviendo juntos se marcharon a Seattle. Anne encontró trabajo en una distribuidora de electrodomésticos y Bill en un edificio de treinta plantas que estaban construyendo. Por primera vez su situación económica era francamente buena y Bill sugirió que compraran una casa y se establecieran en Seattle para siempre, pero Anne prefirió postergar la compra para más adelante y se consolaron alquilando un piso en un edificio en donde sólo vivían tres familias que compartían un espléndido jardín. En el jardín, recuerda Anne, crecía un roble, una haya y las paredes del edificio estaban cubiertas de enredadera.
Tal vez fueron los años más tranquilos de su vida en los Estados Unidos, recuerda Anne, pero un día cayó enferma y los médicos le diagnosticaron una enfermedad grave. Por aquellos días, su humor se volvió irascible y ya no soportaba la conversación de Bill ni a sus amigos, ni siquiera verlo llegar cada día, con la ropa que usaba en la construcción. Tampoco soportaba su propio trabajo, así que un día lo dejó, metió ropa en una maleta y se presentó en el aeropuerto de Seattle sin saber a ciencia cierta qué tipo de avión iba a tomar. De alguna manera lo que quería era volver a Great Falls, ir a su casa, hablar con su padre médico, que sin duda sabría aconsejarla, pero cuando estuvo en el aeropuerto todo le pareció una estafa. Durante cinco horas estuvo sentada en el aeropuerto de Seattle pensando en su vida y en su enfermedad y una y otra le parecieron vacías, como una película de miedo con una trampa sutil, esas películas que no parecen de miedo pero que al final obligan al espectador a gritar o a cerrar los ojos. Hubiera deseado llorar, pero no lloró. Dio media vuelta, volvió a su casa de Seattle y esperó el regreso de Bill. Cuando éste llegó le contó todo lo que había sucedido aquel día y le pidió su opinión. Bill dijo que no entendía nada, pero que contara con su apoyo.
Al cabo de una semana, sin embargo, las cosas se volvieron a torcer. Bill y ella se emborracharon, discutieron, hicieron el amor, dieron vueltas en coche por barrios desconocidos y que no obstante a Anne le traían vagos recuerdos. Esa noche, recuerda Anne, pudieron tener en varias ocasiones un accidente automovilístico. Los días siguientes las cosas sólo empeoraron. Unos meses después Anne fue sometida a una operación pero el resultado no era concluyente. De momento la enfermedad estaba detenida, pero Anne debía seguir medicándose y sometida a chequeos médicos constantes. El riesgo de un rebrote, según Anne, podía ser mortal.
De aquellos meses pocas cosas más son consignables. Anne y Bill fueron a pasar las navidades a Great Falls. Susan recayó en la bebida. Linda seguía vendiendo drogas en San Francisco y tenía una buena situación económica e inestables relaciones sentimentales. Paul se compró una casa y poco después la vendió, a veces, sobre todo por las noches, se llamaban por teléfono y hablaban como dos desconocidos, fríamente, sin tocar nunca los temas que a juicio de Anne eran importantes. Una noche, mientras hacían el amor, Bill le sugirió que tuvieran un hijo. La respuesta de Anne fue breve y tranquila, simplemente le dijo que no, que aún era demasiado joven, pero en su interior sintió que se ponía a gritar, es decir sintió, vio, la separación, la línea que delimitaba el no-gritar con el gritar. Fue, recuerda Anne, como abrir los ojos dentro de la caverna más grande de la tierra. Por aquellos días tuvo un rebrote y los médicos decidieron volver a operarla. Su ánimo decayó, también el ánimo de Bill decayó, había días en que parecían dos zombis. La única actividad que Anne realizaba a gusto era la lectura, leía todo lo que caía en sus manos, sobre todo libros de ensayo y novela norteamericana, pero también leyó poesía y libros de historia. Por las noches no podía dormir y solía quedarse despierta hasta las seis o las siete de la mañana, y cuando se dormía lo hacía en el sofá, incapaz de entrar en la habitación que compartía con Bill y meterse en la cama junto a él. No por rechazo, menos aún por asco, recuerda Anne, a veces incluso entraba en la habitación y se quedaba durante un rato mirando a Bill mientras dormía, pero era incapaz de echarse a su lado y encontrar la paz.
Después de la segunda operación Anne volvió a meter su ropa y sus libros en un par de maletas y esta vez abandonó Seattle de verdad. Primero estuvo en San Francisco y luego tomó un avión para Europa.
Llegó a España con el dinero justo para vivir un par de semanas. Estuvo tres días en Madrid y luego se vino a Barcelona. En Barcelona tenía la dirección de un amigo de Paul, pero cuando lo llamó nadie contestó al teléfono. Esperó durante una semana, telefoneando al amigo de Paul por la mañana, por la tarde y por la noche, y dando largos paseos por la ciudad, siempre sola, o leyendo sentada en un banco del Parque de la Ciudadela. Vivía en una pensión de las Ramblas y cuando comía lo hacía en restaurantes baratos del Casco Antiguo. El insomnio, imperceptiblemente, desapareció. Una tarde llamó a Bill a cobro revertido y no lo halló. Después llamó a sus padres y tampoco estaban. Al salir de la Telefónica se detuvo junto a una cabina y volvió a llamar al amigo de Paul y nadie contestó. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de estar muerta, pero la desechó en el acto. Una cosa era la soledad y otra bien distinta era la muerte. Aquella noche, recuerda Anne, trató de leer hasta muy tarde un libro sobre la vida de Willa Cather que le había regalado Linda antes de su viaje, pero el sueño la venció.
Al día siguiente llamó a Paul a cobro revertido y lo encontró. Le contó lo de su amigo de Barcelona, pero no le dijo nada de su situación económica. Durante unos segundos Paul estuvo pensando y luego se le ocurrió que llamara a una amiga, aunque quizá el término era excesivo, que vivía en Mallorca pero que tenía una casa en la provincia de Girona, una tipa llamada Gloria que había empezado a estudiar música pasados los cuarenta años y que ahora tocaba con la sinfónica de Palma o algo así. Probablemente tampoco la encontrarás, dijo Paul, o al menos eso es lo que recuerda Anne. Después llamó a Susan a Great Falls y le pidió que le enviara dinero a Barcelona. Susan prometió que lo haría ese mismo día. Su voz sonaba rara, como si la llamada la hubiera sorprendido en la cama o estuviera borracha. Esta última posibilidad alarmó a Anne, pues tal vez a Susan se le olvidara girarle el dinero.
Esa noche, desde una cabina de las Ramblas llamó dos veces a Gloria. Al segundo intento la encontró y le explicó toda su situación. Estuvieron hablando durante quince minutos, al cabo de los cuales Gloria le dijo que se fuera a vivir a su casa de Vilademuls, una aldea cercana a Banyoles, Banyoles, donde estaba el famoso lago, que no se preocupara por el dinero, ya le pagaría cuando consiguiera un trabajo. Cuando Anne le preguntó de qué manera podía entrar en la casa, Gloria le dijo que compartía la casa con otros dos norteamericanos y que seguramente uno de los dos estaría allí cuando ella llegara. La voz de Gloria, recuerda Anne, no era cálida, no era afectada, era una voz con un vago acento de Nueva Inglaterra, aunque ella supo de inmediato que no era de Nueva Inglaterra, era una voz objetiva, parecida a la de Linda (menos nasal que la de Linda), la voz de una mujer que caminaba sola. Esta imagen se corresponde con el cine del Oeste, donde pocas mujeres caminan solas, sin embargo es la imagen que Anne empleó.
Así que esperó en Barcelona dos días más hasta que llegó el dinero de Susan, pagó la pensión y se marchó a Vilademuls, una aldea en donde no vivían más de cincuenta personas en invierno, algo más de doscientas en verano, y tal como le había asegurado Gloria uno de los norteamericanos estaba en casa y la estaba esperando. Se llamaba Dan y daba clases de inglés en Barcelona, pero todos los fines de semana subía a Vilademuls y se dedicaba a escribir novelas policiales. Aquel invierno Anne no salió de la aldea más que para ir al médico a Barcelona. Los viernes por la noche llegaba Dan, a veces Christine, la otra norteamericana, muy raras veces aparecían otras personas, la mayoría norteamericanos, pero por regla general Dan y Christine usaban la casa para estar solos, Dan con sus manuscritos y Christine con su telar. El resto de la semana Anne escribía cartas, leía (en el cuarto de Gloria encontró una amplia biblioteca en inglés), hacía el aseo o emprendía reparaciones que la vetustez de la casa exigía a menudo. Cuando empezó la primavera Christine le consiguió un trabajo de profesora en una escuela de idiomas de Girona y los primeros días Anne compartió casa con una inglesa y una norteamericana, pero luego, ante las buenas perspectivas de su nuevo trabajo, decidió alquilar un piso en Girona. Los fines de semana, sin embargo, los pasaba en Vilademuls.
Por aquella época Bill vino a visitarla. Era la primera vez que salía de Estados Unidos y durante un mes se dedicó a viajar por Europa. No le gustó. Tampoco le gustó, recuerda Anne, el ambiente de Vilademuls, aunque Dan y Christine eran personas sencillas, de hecho Dan se parecía bastante a Bill, había trabajado durante un tiempo en la construcción, había tenido experiencias similares a las de Bill y se consideraba a sí mismo, injustificadamente, un tipo duro. Pero a Bill no le gustó Dan y probablemente a Dan tampoco le gustó Bill aunque se guardó de demostrarlo. El reencuentro, recuerda Anne, fue bonito y triste, pero en el fondo, añadió, esas palabras apenas alcanzaban para definir algo indefinible. Por esos días la vi por primera vez. Yo estaba en un bar de la Rambla de Girona, en La Arcada, y vi entrar a Bill y luego la vi entrar a ella. Bill era alto, de piel atezada y tenía el pelo completamente blanco. Anne era alta, delgada, con los pómulos levantados y el pelo castaño y muy liso. Se sentaron en la barra y yo a duras penas pude desviar la mirada de ellos. Hacía mucho que no veía a un hombre y a una mujer tan hermosos. Tan seguros de sí mismos. Tan distantes e inquietantes. Todo el bar La Arcada debería haberse arrodillado ante ellos, pensé.
Poco después volví a ver a Bill, iba caminando por una calle de Girona y por supuesto ya no parecía tan hermoso. Más bien parecía con sueño y con prisa. Y algunos días más tarde, mientras bajaba de mi casa en La Pedrera, vi a Anne. Ella subía y durante unos segundos nos miramos. Por entonces, recuerda Anne, había dejado la escuela de idiomas y daba clases particulares de inglés y estaba ganando bastante dinero. Bill se había marchado y ella vivía frente al bar Freaks y frente al cine Ópera, en la parte vieja de Girona.
Creo que a partir de entonces comenzamos a encontrarnos a menudo. Y aunque no nos hablábamos nos reconocíamos. Supongo que en algún momento, tal como acostumbran los habitantes de una ciudad pequeña, comenzamos a saludarnos.
Una mañana, mientras yo conversaba en la Rambla con Pep Colomer, un viejo pintor de Girona, Anne se detuvo y me habló por primera vez. No recuerdo qué fue lo que nos dijimos, tal vez nuestros nombres, nuestros países de origen, al final la invité a cenar esa noche en mi casa. Era Navidad o faltaba poco y yo preparé una pizza y compré una botella de vino. Hablamos hasta muy tarde. Fue entonces cuando Anne me contó que había estado en México en varias ocasiones. En general, sus aventuras se parecían mucho a las mías. Anne creía que esto se debía a que una vida, o una juventud, la que fuera, siempre se parecía a otra, aunque existieran diferencias objetivas e incluso antagónicas. Yo preferí pensar que de alguna manera ella y yo habíamos recorrido el mismo mapa, las mismas guerras floridas, una educación sentimental común. A las cinco de la mañana, tal vez más tarde, nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
De golpe Anne se convirtió en algo importante en mi vida. El sexo fue el pretexto las dos primeras semanas, pero luego comprendí que por encima de nuestros encuentros amorosos lo que realmente nos atraía el uno al otro era la amistad. Por aquella época solía ir a su casa a eso de las ocho de la noche, cuando ella acababa con su última clase particular, y nos quedábamos conversando hasta la una o las dos. En medio ella preparaba bocadillos y descorchábamos una botella de vino, y escuchábamos música o bajábamos al Freaks a seguir bebiendo y hablando. En la puerta de ese bar se juntaban muchos de los yonquis de Girona, y no era extraño ver deambulando por los alrededores a los chicos malos locales, pero Anne solía recordar a tipos malos de San Francisco, tipos malos de verdad, y yo solía recordar a los de México y nos reíamos mucho aunque ahora, la verdad, no sé de qué nos reíamos, tal vez de estar vivos, nada más. A las dos de la mañana nos despedíamos y yo subía hasta mi casa en lo alto de La Pedrera.
Una vez la acompañé al médico, a la Clínica Dexeus, en Barcelona. Por aquellos días yo salía con otra chica y Anne salía con un arquitecto de Girona, pero no me extrañó (me halagó) que al entrar en la sala de espera me susurrara que probablemente me confundirían con su marido. Una vez fuimos juntos a Vilademuls. Anne quería que conociera a Gloria, pero Gloria no apareció ese fin de semana. En Vilademuls, sin embargo, descubrí algo que hasta entonces sólo sospechaba: Anne podía ser diferente, podía ser otra. Fue un fin de semana atroz. Anne bebía sin parar. Dan entraba y salía de su cuarto sin dar mayores explicaciones (estaba escribiendo) y yo tuve que soportar a una ex alumna catalana de Christine o de Dan, la típica imbécil de Barcelona o de Girona que era más norteamericana que los norteamericanos.
Al año siguiente Anne viajó a los Estados Unidos. Iba a ver a sus padres y a su hermana a Great Falls y luego iría a Seattle a ver a Bill. Recibí una postal de Nueva York, luego una postal de Montana, pero ninguna postal de Seattle. Más tarde recibí una carta de San Francisco en la que me contaba que su encuentro con Bill en Seattle había sido desastroso. La imaginé escribiendo la carta en el piso de Linda o en el piso de Paul, bebiendo, tal vez llorando, aunque Anne no solía llorar.
Cuando volvió se trajo algunas cosas de los Estados Unidos. Una tarde me las enseñó: eran los diarios que había empezado a escribir poco después de su llegada a San Francisco hasta poco después de su primer encuentro con Bill y Ralph. En total, treintaicuatro cuadernos de algo menos de cien hojas escritos por las dos caras con una caligrafía pequeña y rápida y en donde no escaseaban los dibujos, los planos (planos de qué, le pregunté al verlos por primera vez: planos de casas ideales, planos de ciudades imaginarias o de barrios imaginarios, planos de los caminos que debía seguir una mujer y que ella no había seguido), las citas.
Los diarios quedaron en un cajón de la sala y paulatinamente los fui hojeando, en presencia de Anne, hasta convertir mis visitas en algo bien extraño: llegaba, me sentaba en la sala, Anne ponía música o se ponía a beber y yo me dedicaba a leer los diarios en silencio. Sólo de vez en cuando hablábamos, generalmente para preguntarle algo que no entendía, giros y palabras desconocidas. Sumergirse en aquella escritura, delante de la autora, a veces era doloroso (daban ganas de arrojar los cuadernos y acudir a su lado y abrazarla), pero la mayor parte de las veces era estimulante, aunque no podría especificar qué era lo que estimulaba. Era como irse afiebrando imperceptiblemente. Daban ganas de gritar o de cerrar los ojos, pero la caligrafía de Anne tenía la virtud de coserte la boca y de clavarte cerillas en los párpados de tal manera que no podías evitar seguir leyendo.
Uno de los primeros cuadernos estaba dedicado íntegramente a hablar de Susan y las palabras horror o amor fraterno no alcanzan a describirlo. Dos cuadernos estaban escritos tras el suicidio de Tony y eran una interpelación y una disquisición sobre la juventud, el amor, la muerte, los paisajes ya borrosos de Taiwan y de Filipinas (en donde no estuvo con Tony), las calles y los cines de Seattle, los atardeceres privilegiados de México. Un cuaderno condensaba su primera experiencia con Bill y no me atreví a mirarlo. Mi opinión, por supuesto, fue mediocre. Deberías publicarlos, dije y después creo que me encogí de hombros.
Por aquellos días uno de los temas recurrentes de Anne era la edad, el tiempo que pasaba, los años que le faltaban para cumplir cuarenta. Al principio creí que sólo era coquetería (¿cómo podía una mujer como Anne Moore preocuparse por llegar a la cuarentena?), pero no tardé en darme cuenta de que su temor era algo real. En una ocasión vinieron sus padres, pero yo no estaba en Girona y cuando volví Anne y sus padres se habían marchado a Italia, Grecia, Turquía.
Poco después la relación de Anne con el arquitecto terminó de manera muy civilizada y ella empezó a salir con un antiguo alumno, un técnico de una empresa de importación de maquinaria. Era un tipo silencioso y bajo de estatura, demasiado bajo para Anne, con una diferencia que un cursi diría no sólo física sino metafísica, pero consideré una impertinencia el decírselo. Creo que por entonces Anne tenía treintaiocho y el técnico tenía cuarenta y ésa era su principal virtud, ser mayor que ella. Uno de aquellos días me marché definitivamente de Girona y cuando volví Anne ya no vivía en el piso de enfrente del cine Ópera. No le di mayor importancia, ella conocía mi nueva dirección, pero durante mucho tiempo no supe nada.
Durante los meses en que no la vi, Anne Moore viajó por Europa y África, tuvo un accidente de coche, dejó al técnico de importación de maquinaria, recibió la visita de Paul, recibió la visita de Linda, empezó a acostarse con un argelino, tuvo una infección en las manos y en los brazos de origen nervioso, leyó varios libros de Willa Cather, de Eudora Welty, de Carson McCullers.
Un día finalmente apareció por mi casa. Yo estaba en el patio, quitando maleza, y de pronto sentí sus pasos y me di vuelta y allí estaba Anne.
Esa tarde hicimos el amor como una manera de disimular la pura alegría que sentíamos de volver a encontrarnos. Días después fui yo a verla a Girona. Vivía ahora en la parte nueva de la ciudad, en un ático minúsculo, y me contó que tenía de vecino a un viejo ruso, un tipo llamado Alexéi, la persona más dulce y educada que jamás había conocido. Llevaba el pelo muy corto y no hacía nada para disimular las canas. Le pregunté qué había ocurrido con su preciosa melena. Parecía una vieja hippie, dijo.
Estaba a punto de viajar a Estados Unidos. En esta ocasión la iba a acompañar el argelino y creo que tenían problemas para obtener su visado en el consulado norteamericano de Barcelona. Así que el asunto va en serio, le dije. No me respondió. Dijo que en el consulado creían que el argelino pensaba quedarse a vivir para siempre en Estados Unidos. ¿Y no es así?, dije yo. No, no es así, dijo ella.
El resto del tiempo pasó casi sin darnos cuenta. Ya no recuerdo qué nos dijimos, qué nos contamos, cosas sin importancia, seguramente. Luego me marché y nunca más la volví a ver. Al cabo de un tiempo recibí una carta suya, escrita en español, desde Great Falls. Me contaba que su hermana Susan se había suicidado con una sobredosis de barbitúricos. Sus padres y el compañero de su hermana, un carpintero de Missoula, estaban destrozados y no entendían nada. Pero yo prefiero callar, decía, no tiene sentido añadir a este dolor más dolor o añadir al dolor tres enigmas diminutos. Como si el dolor no fuera suficiente enigma o como si el dolor no fuera la respuesta (enigmática) de todos los enigmas. Poco antes de abandonar España, decía, y con esto ponía punto final a la muerte de Susan, había recibido varias llamadas de Bill.
Según Anne, Bill la llamaba a cualquier hora del día y casi siempre terminaba insultándola, casi siempre terminaban insultándose. En las últimas llamadas Bill había amenazado con ir a Girona y matarla. Lo que resultaba paradójico, decía, era que la que iba rumbo a Seattle era ella, aunque bien mirado casi no le quedaban amigos a quienes visitar allí. Del argelino no decía nada, pero yo supuse que allí estaba, junto a ella, o eso preferí suponer para no sufrir pesadillas.
Después ya no tuve noticias de ella.
Pasaron varios meses. Me cambié de casa. Me fui a vivir a la costa, a un pueblito que en los sesenta Juan Marsé elevó a la categoría de mito. Tenía mucho trabajo y muchos problemas como para hacer algo relativo a Anne Moore. Creo que hasta me casé.
Por fin, un día cogí un tren y volví a la gris Girona y al pequeño ático de Anne. Tal como imaginaba, fue una desconocida la que me abrió la puerta. Por supuesto, no tenía idea de quién era la antigua inquilina. Antes de irme le pregunté si en el edificio vivía un caballero ruso, un señor ya mayor, y la desconocida me dijo que sí, que llamara a una de las puertas del segundo.
Me atendió un señor muy mayor que apenas andaba apoyado aparatosamente en un enorme bastón de encina, que más que bastón parecía un báculo o un instrumento de lucha. Recordaba a Anne Moore. De hecho, recordaba casi todas las cosas que habían sucedido en el siglo XX, aunque eso, admitió, no era digno de ponderación. Le expliqué que hacía mucho no sabía nada de ella y que acudía a él en busca de alguna información. Poca información tengo, dijo, sólo unas cartas desde América, un gran país en el que me hubiera gustado vivir más tiempo. Aprovechó el pie para contarme sucintamente los años que había vivido en Nueva York y sus andanzas como croupier en Atlantic City. Después recordó las cartas y me hizo un té mientras se demoraba en buscarlas. Por fin apareció con tres postales. Todas de América, dijo. No sé en qué momento comprendí que estaba completamente loco. Me pareció lógico, dentro de lo que cabía. Me pareció justo y me relajé, anticipándome al final.
El ruso me extendió las tres postales por encima del té humeante. Estaban en orden de llegada, estaban escritas en inglés. La primera era de Nueva York. Reconocí la letra de Anne. Decía las cosas de siempre y terminaba rogándole que se cuidara, que comiera todos los días y asegurándole que lo recordaba y que le enviaba besos. La postal era una foto de la Quinta Avenida. La segunda postal era de Seattle. Una vista aérea del puerto. Y mucho más escueta que la primera y también más ininteligible. Entendí que hablaba de exilios y de crímenes. La tercera postal era de Berkeley, de una tranquila calle del Berkeley bohemio, según rezaba en la leyenda. Estoy viendo a mis antiguos amigos y haciendo otros nuevos, decía la clara caligrafía de Anne Moore. Y terminaba igual que la primera, recomendándole al querido Alexéi que se cuidara y que no se olvidara de comer todos los días, aunque fuera sólo un poco.
Miré al ruso con tristeza y curiosidad. Él me devolvió la mirada con simpatía. ¿Ha seguido usted sus consejos?, dije. Por supuesto, siempre sigo los consejos de una dama, respondió.