Para JUAN PABLO RENZI
Alma, inclínate sobre los cariños idos
Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: anochece. Día tras día, hora tras hora, segundo a segundo, desde que, por entre sus labios ensangrentados me expelió, inacabado, a lo exterior, esto no para, continuo y discontinuo, a la vez, el gran flujo sin nombre, sin forma y sin dirección, -pueden llamarlo como quieran, da lo mismo- en el que estoy ahora, bajo los letreros luminosos que flotan, verdes, amarillos, azules, rojos, violetas, irisando la penumbra en la altura sobre la calle, en el anochecer de invierno.
Y encima, más que seguro, en estos tiempos, casi todos son todavía reptiles. Pocos, muy pocos, aspiran a pájaro -aquí o allá-, entre lo que repta, babea, acecha, envenena,en algún rincón oscuro, y a veces sin haberlo deseado alguna causa ignorada por él mismo, alguno empieza a transformarse, a ver, con extrañeza, que le crecen plumas, un pico, alas, que ruidos no totalmente odiosos salen de su garganta y que puede, si quiere, dejar atrás todo eso, echarse a volar. Desde el aire, si mira hacia abajo, puede ver de qué condición temible proviene cuando percibe lo que a ras del suelo, como él mismo hasta hace poco, corrompe, pica, viborea. Todo eso desgarra, mata, muere, en el susurro, el roce helado, el bisbiseo, con saña trabajosa y obtusa, sin escrúpulos y quizás sin odio, asumiendo, en la naturalidad y hasta en el deber ni siquiera pensado o deseado, la defensa, la multiplicación, la persistencia, el territorio de la especie reptil.
– ¿Tomatis? ¿Carlos Tomatis?
Me paro. Lo escruto. El tipo que, después de interrumpir mi proyecto mental de redacción -metáfora de mis contemporáneos- me intercepta en la vereda tendiéndome la mano con una sonrisa acaramelada, parece inofensivo, insignificante a decir verdad, pero por el modo en que está vestido se ve a la legua que, si tiene problemas, y un brillo afligido en los ojitos parecería traicionar que los tiene, esos problemas no son financieros. Aparte de eso es cincuentón largo, pelado, y entre la nariz ordinaria y la boca que deja ver una dentadura amarillenta, cuando habla o se sonríe se le estremece un bigotito entrecano. El deseo más evidente que despierta su proximidad, es el de darle una cachetada. Pero esa posibilidad fatiga de antemano, porque se tiene la impresión de que el brillo afligido de los ojos aumentaría, suplicando por recibir la siguiente. De modo que, optando por una solución intermedia, me inflo un poco, enarco lo más posible las cejas, y desde mi altura supuestamente ofendida -le llevo una cabeza-, altivo y receloso, lo interrogo:
– ¿Por?
Aunque parezca mentira, mi desconfianza ostentosa lo satisface. Da la impresión de haber descontado en mí esa reacción -vaya a saber qué ideas ridículas se forja sobre mi persona- pero antes de hablar mira rápido a su alrededor, convencido de que lo que está por decir es riesgoso y decisivo, y baja un poco la voz aunque la vereda, a causa del frío o de la hora, o de los tiempos que corren probablemente, está casi desierta bajo los letreros de neón de todos colores que se encienden y se apagan en el anochecer.
– Alfonso. Es mi apellido. Tenemos amigos comunes en Rosario.
– ¿Qué amigos comunes?
Me lanza una lista de cuatro o cinco y, puesto que no vacila un segundo en responder, infiero que la tiene preparada. Dejo correr unos momentos para demostrarle que estoy examinando al detalle sus proposiciones -si podemos llamar proposiciones a sus frasecitas vanamente seductoras- y también porque su sonrisa, que está diciendo todo el tiempo yo a usted lo admiro, conozco muchas de sus anécdotas por nuestros amigos comunes, etc. etc., incita a la severidad.
– Al pelo -le digo. -¿Y qué se le ofrece?
– En primer lugar, el gustazo de conocerlo y felicitarlo por sus artículos.
– Qué me estará por pedir -dijo, con desconfianza pensativa.
Se echa a reír -si podemos llamar risa al estremecimiento de su bigote entrecano y a la acentuación del brillo afligido de sus ojitos que acompañan los sacudimientos entrecortados de los hombros y la cabeza. A decir verdad, también yo me río. Los dos hemos comprendido que la expresión en voz alta de mi sospecha, formulada en estilo paródico evidente, supone un principio de aceptación, yo más a pesar de mí que el tal Alfonso, de quien no me cabe la menor duda que aprovechará la grieta que acabo de ofrecerle para colarse en mi intimidad e instalarse, si le es posible, con todo el confort necesario en el interior. Más que seguro por otra parte que, tal como lo dije en voz alta, tiene la intención de pedirme algo por estar convencido de que yo puedo ofrecérselo, algo que, de todos modos, sea lo que fuese, si se tiene en cuenta el brillo insoportable de sus ojitos, no le servirá de nada. El hecho mismo de que venga a pedírmelo a mí prueba que ya está mal encaminado: a mí que, aunque ya no esté en el último escalón del sótano, ese contra el que viene a golpear, chirle y pesada, el agua negra, a causa de los esfuerzos que he debido hacer en los últimos meses para no dejarme tragar, aun cuando no esté ya en el último escalón, moralmente hablando, de la especie humana, aun cuando después de la muerte de mi madre en marzo haya empezado a subir, estoy a pesar de todo todavía en el penúltimo. Debo ser modesto y reconocer el trayecto cumplido sin triunfalismo: no ya en el último escalón de la especie humana, como en Navidad por ejemplo, o en enero y febrero en que, aparte de somníferos y tranquilizantes podía tomar cuatro o cinco litros de vino por día, y en que pasaba el tiempo entero de la vigilia sentado frente al televisor mientras ella iba muriéndose de a poco en la habitación de al lado; no, de ningún modo en el último ya, y no estoy para nada jactándome, sino en el penúltimo. Durante meses y meses estuve en el último: el agua negra barrosa me manchaba los zapatos, las medias, las botamangas del pantalón y un golpecito nomás, un soplo, me hubiese mandado al fondo. De modo que ahora mismo me estoy preguntando si no habría de mi parte cierta maldad en hacerle creer, considerando el lugar en el que me encuentro – el penúltimo escalón de la escala humana- que puede esperar algo de mí. Importa poco lo que él quiere que los otros perciban primero de sí mismo: a pesar de su ropa cara, juvenil, de su sonrisa zalamera y de sus aires joviales de triunfador, él tal Alfonso exhala pura aflicción.
– Lo vi venir desde la ventana del bar y me atreví a cruzarme para presentarme, aunque de todos modos pensaba llamarlo mañana por teléfono. ¿Se para a tomar una copa con nosotros?
Por supuesto, no estoy dispuesto a aceptar: porque un perfecto desconocido, por más amigos comunes que pretenda tener conmigo en Rosario me aborde en la calle, en estos tiempos en que casi todos son todavía reptiles, y me proponga pagarme un trago, no voy a comportarme como una vulgar copera. Pero el nosotros me intriga, y lo primero que me imagino es un grupito de viajantes de comercio, representantes de artefactos eléctricos, mayoristas de ropa de cuero, de fideos que, después de haber hecho las cuentas del día y haber despachado los formularios de venta a Rosario o Buenos Aires desde sus cuartos de hotel, se juntan entre colegas en un bar del centro a tomar el aperitivo antes de la cena.
– Francamente no puedo -le digo. -Me esperan en otro lado a las siete y ya tengo media hora de atraso.
– Crúcese un minuto. Le presento a una persona que se desvive por conocerlo y después lo dejamos en libertad. Es una de las grandes adquisiciones de Bizancio.
– Ya caigo -le digo. -El famoso Alfonso de Bizancio. No se me ocurrió que podía ser un apellido.
– ¿Me reconoce ahora? -dice Alfonso.
Podría suponerse que lo dice complacido, pero hay más alivio que placer en su expresión. Como parece esperar grandes cosas de mi persona, el hecho de haber sido reconocido sin verse en la obligación de dar demasiados detalles sobre sí mismo debe simplificar su estrategia y facilitar las maniobras de aproximación. Es evidente que quiere pedirme algo, y la prueba de que no va a obtener nada es que se le haya ocurrido pedírmelo precisamente a mí que hasta hace un par de meses nomás estaba hundido hasta los tobillos en el agua negra del fondo, y que todavía hoy llevo las manchas de barro reseco en las botamangas del pantalón. A menos, y los ojitos afligidos parecen confirmarlo, que el agua negra se lo esté tragando también a él, y a causa de haber visto en mi cara los rastros del hundimiento reciente -las manchas resecas de las botamangas-, haya decidido sacar partido de mi experiencia. La cosa es que nos quedamos inmóviles en la vereda desierta, en el anochecer de invierno, bajo los letreros luminosos de todos colores, mirándonos, ya sin total desconfianza de mi parte quizás -tendría que pensarlo mejor- y que me cuelguen si no empieza a abrirse paso en mí la sensación abominable de que esa cara un poco blanda que incita a la crueldad, aunque no nos parezcamos en nada, es en cierto sentido la mía que se refleja en un espejo.
– Reconocer es mucho decir -le digo, con la misma severidad paródica de la que él ya sabe que no es en serio. -Pero admito que Reina y los otros lo nombran seguido.
– Bizancio siempre ha recibido a los artistas con los brazos abiertos -dice Alfonso.
– Así los estrangula mejor -le digo.
Y la conversación se despliega, si podemos llamar a esto -su insistencia poco disimulada y ansiosa, la altanería paródica de que me valgo para ocultar mi indecisión- una conversación. Según Alfonso, tiene ganas de conocerme desde hace mucho y, cinco o seis años atrás, por el setenta y cuatro más o menos, cuando extendió la distribuidora al norte de la provincia y a Entre Ríos, pensó en proponerme la dirección de la nueva zona, con un porcentaje sobre las ventas, prebenda justificada, según él, por mi prestigio intelectual, del que debían emanar beneficios comerciales indiscutibles. Un nombre, dice, por caro que se lo pague, siempre reditúa. Pero las cosas se emputecieron -es la palabra que emplea-: en el setenta y cinco se descubrió que uno de los vendedores utilizaba la distribuidora como pantalla para hacer circular propaganda de una organización clandestina -Alfonso baja la voz y mira para todos lados cuando me hace estas confidencias- y en el setenta y seis el ejército secuestró a una pareja de vendedores, marido y mujer, que no tenían nada que ver con nada y que nunca más volvieron a aparecer. A él mismo lo detuvieron una semana en un regimiento, hasta que un pariente militar obtuvo que lo dejaran en libertad.
– Todo esto que me cuenta es apasionante y original -le digo.
Veo que es insensible a la desgracia ajena, dice contento de comprobar que sus confidencias confirman mi modo de ser en lugar de modificarlo en sentido negativo -también él debe pensar, sin formularlo de ese modo, que en los tiempos que corren casi todos son todavía reptiles y me excluye de esa generalidad, confiriéndome el honor dudoso de pensar que estoy a priori y sin error posible en su propio campo. Sobre nuestras cabezas, un tubo de neón se pone a chirriar, encendiéndose y apagándose con periodicidad rápida, a causa de un cortocircuito probablemente, produciendo un parpadeo que uñe de lila, intermitente, el aire de la vereda. Alfonso parece no darse cuenta; su objetivo inmediato, que excluye al resto del cosmos impensable y diverso, es inducirme a cruzar de vereda y a hacerme entrar a tomar una copa en el bar de enfrente. Toda su estrategia verbal, que él imagina secreta y sutil, del mismo modo que su posición física, ya que intercepta mi paso en la vereda, tiene ese objetivo único y, a medida que realizo algunos movimientos ínfimos, los va teniendo en cuenta de manera inconsciente, modificando la actitud de su cuerpo para impedirme avanzar.
– Bueno -le digo por fin.
– Pero un minuto nomás. Mire que voy atrasado.
Así que cruzamos y entramos en el bar. De todas maneras, puedo concederle unos minutos, porque a pesar de haber entrevisto en él, con un estremecimiento, mi propia cara, no ser enteramente él al fin de cuentas no me compromete mucho, él, de quien ya sé que no obtendrá nada por el solo hecho de haber pensado en mí para procurárselo. Pero no logro imaginarme que es lo que quiere. Apenas entramos en el bar Alfonso gira a la derecha y se para junto a la mesa que da a la ventana. Una rubia fuma sonriente y pensativa, y por su expresión me doy cuenta que desde su silla ha estado observando, a través del vidrio, el desarrollo de nuestro encuentro en la vereda de enfrente.
– Tomatis. Vilma Lupo -dice Alfonso, exhibiendo adrede su satisfacción por haber suscitado este encuentro en la cumbre. Vilma Lupo ni siquiera me mira, pero su sonrisa se acentúa y su mirada se pierde en algún punto de la calle, en el aire por el que parpadea la luz lila del letrero luminoso, una mirada pensativa que se cuela por los ojos entrecerrados y a la que acompañan sacudimientos lentos y afirmativos de la cabeza destinados a expresar maravilla y admiración.
– La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes -dice. Y, mirándome por fin a los ojos, repite, marcando un hiato entre cada sílaba, martillándola, como para que la frase penetre a fondo en mi inteligencia y se incruste en mi memoria, insistencia completamente innecesaria porque de todos modos soy yo quien la ha escrito. -La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes.
Me inclino, rígido, y siempre de un modo paródico, ante el homenaje, no sin observar que, en razón de la atmósfera un tanto agitada que reina en la mesa, ya deben ir por el segundo o tercer aperitivo. Me he emborrachado bastante en mi vida como para ser capaz de reconocer en otros, a pesar de mi abstinencia que dura desde hace varios meses -condición necesaria, en su momento, para pasar del último escalón al penúltimo-, la excitación de las primeras copas del anochecer, las que sacan del titubeo ronroneante del día y depositan, con la ilusión de ser más reales, en la puerta de la noche. Vilma es la asesora cultural de Bizancio, dice Alfonso y me invita a sentarme, uniendo su mirada a la de Vilma Lupo, que sigue fija en mi persona, en una demostración sostenida de admiración y placer.
– Su homenaje es inmerecido -protestó.
– Aparte del brulote del cual usted ha sacado la frase, hace ocho años que no publico una sola línea.
– No hace falta publicar -dice Vilma.
– Yo nunca he publicado nada. Pero eso que usted llama brulote, es un verdadero manifiesto. Y, bajando la voz y asegurándose de que nadie la oye en las mesas cercanas, pregunta: -¿No tuvo problemas?
La pregunta, hecha con naturalidad y envuelta en una entonación mundana, es en sí un problema, en estos tiempos en que la palabra "problemas" supone las contrariedades más atroces -de alguien a quien, por ejemplo, en algún baldío, una mañana, encuentran castrado, con sus propios testículos en la boca, y el cuerpo agujereado de balas, mostrando signos evidentes de tormento, se dice con discreción sublime que tuvo problemas, pero a decir verdad la franqueza de Vilma Lupo es una demostración de confianza semejante a la de Alfonso, dando a entender que me acuerda el privilegio dudoso de considerarme sin indagación previa en su propio campo. Que me cuelguen si mi reconocimiento por esa confianza no es de lo más relativo, aunque a decir verdad la familiaridad de Vilma y Alfonso me preocupa más por ellos que por mí, a tal punto los dos parecen flotar en una nube de irrealidad agitada y permanente. Dan la impresión de ser no una pareja, sino un dispositivo, un complejo, una gestalt como se dice. Funcionan en dependencia recíproca como si constituyesen un sistema, y así como entre un planeta y su satélite la dependencia está hecha de distancia, de masa, de gravedad, en ellos se constituye a base de sobreentendidos, de disentimientos retóricos, de connivencias. Miradas, gestos y palabras individuales parecen por momentos provenir de un fondo común de memoria, apetitos y experiencia. Y eso que él le lleva por lo menos veinticinco años y ni siquiera se tutean. Entre ellos, la alusión parece ser el modo ordinario de intercambio verbal, alusión en algunos casos tan pueril y transparente que inspiran más ironía que impaciencia. El supuesto entusiasmo que les despierta mi persona se convierte, después de las declaraciones preliminares, en una indiferencia inhábil que dura bastante y que se traduce por un diálogo hecho de frases crípticas e incompletas, de expresiones rituales que únicamente ellos entienden, y de bromas internas de las que me excluyen sin ningún escrúpulo.
Cuando pienso que después de meses de ostracismo y de penuria mental emerjo de nuevo al mundo para caer en manos de estos dos personajes -de este dispositivo como decía- es natural que me pregunte si no era más conveniente no volver a salir ni nada sino más bien desaparecer por completo, "yo" o lo que quedaba de "yo". Que, vengo diciéndomelo desde hace varias semanas, me zambullí sin vacilar en la demencia autodestructiva tratando de escapar a la esquizofrenia general.
Pero algo anula mi fastidio ante Vilma y Alfonso: la gratitud por permitirme la impresión, que no he tenido desde hace años ante nadie, de ser más cuerdo que ellos. Cuando se emerge de lo oscuro, se tiende a tomar las especies fragilizadas bajo protección, y al universo entero en tutela. "Yo" que hace unos pocos meses nomás no me atrevía a salir de mi casa para ir a tomar un café al bar de la galería por miedo de que la construcción endeble del supuesto firmamento no se desplomara, y que tres o cuatro veces, después de haber atravesado con valentía el umbral y haber dado algunos pasos por la vereda, me volvía temblando de terror a mi cuarto de la terraza, diciéndome que nunca más podría volver a salir a la calle, me encuentro, en este anochecer de invierno, a cargo del universo y, no sin agradecimiento, de uno de sus fragmentos más expuestos que, desprendiéndose del todo ha venido, por decir así, rodando hasta mis pies: el dispositivo Vilma/Alfonso. Y todavía no sé si me agacharé o no para recogerlo.
– Vilma -dice Alfonso alzando la voz para que se oiga, pero sin mirarme- la distribuidora Bizancio le confía la delicada misión de integrar Tomatis a nuestro equipo.
– Una operación de comando -dice Vilma dirigiéndome, con los ojos
entrecerrados para que no se filtre en ellos el humo de su propio
cigarrillo, una mirada llena de intenciones. Pero no hay la menor voluptuosidad en esa mirada, sino una especie de humor indolente y un aire injustificado de complicidad, de inteligibilidad mutua, el aire de estar dando a entender todo el tiempo nosotros sabemos que usted sabe que nosotros sabemos que usted sabe que nosotros sabemos. El pelo rubio, liso y ceniciento, recogido en desorden en la cima de la cabeza, deja ver el cuello blanco y largo, y la carita fina, que destila cierta cursilería botticelliana, pierde un poco de frescura alrededor de los ojos, donde unas arruguitas traicionan la inminencia de la treintena. No puedo saber, puesto que está sentada, si es alta o baja, ni qué formas, angulosas o redondas, cubre la ropa cara y de lo más elegante, en tonos marrones, que viene no de Buenos Aires sino tal vez de Londres o de París, y basta echarle una mirada al tapado de piel abandonado sobre una silla para saber que es auténtico, aunque el forro descosido en la sisa muestre que no es del todo nuevo. A pesar de mi desconfianza, por no decir mi repugnancia instintiva hacia los que andan ostentado por la calle la ropa que se han comprado en Londres, en New York o en París, no logro abominar de Vilma Lupo, tal vez porque entre su ropa cara y su actitud hay un hiato, un desfasaje, incongruencia o anacronismo, que me induce a creer que, si pudiera examinarlos de cerca, descubriría manchas de vino o de café o agujeros de cigarrillos en el tapado de piel o en el pullóver de París, y, detrás de sus orejas blancas y delicadas que el pelo rubio recogido en la cima de la cabeza deja al descubierto, rastritos de tierra seca y lustrosa; y cuando miro las uñas de la mano que sostiene el cigarrillo cerca de la cara compruebo que si no muestran una medialuna negra es porque están recortadas y carcomidas obsesivamente a ras de las yemas. Tal vez no es en ese plano donde se manifiesta la incongruencia de Vilma y Alfonso; a pesar de su jovialidad programática, lo negro que bulle en ellos los diferencia a primera vista de la legión de reptiles que únicamente piensa en persistir indefinidamente en el estado más placentero posible, mónadas o amebas flotando en la armonía preestablecida de las esferas audiovisuales del mejor de los programas posibles, la migaja irrisoria que les ha dejado la banda tenebrosa que con manejos turbios, y con el fin de variar para ella sola el programa según la ley de su propio deseo, del que quiere satisfacer hasta los matices más sutiles les birló, con fines comerciales, el cálculo infinitesimal.
– Como programa de seducción -murmuro, sardónico-, me parece singular desde el principio: hace cinco minutos que me tienen aquí parado sin ofrecerme una silla.
Al oírme, Alfonso se agita y se acalora, agarra una silla de una mesa vecina y, levantándola sin ruido, la coloca detrás de mí, dándome un golpecito en el codo para indicarme que la operación ha terminado; pero sigo sin sentarme unos segundos todavía, observando a Vilma que, mientras Alfonso se fatiga a nuestro alrededor, no deja de exhibir una sonrisa distraída, concentrada en algún pensamiento o recuerdo que la induce a sacudir despacio la cabeza mientras enciende un cigarrillo, antes de que el que ha estado fumando, bastante largo todavía, deje de humear, olvidado en la muesca del cenicero. Esa concentración anticipa algo de lo que está por decirme, ignorada ahora por Alfonso, el cual, tratando de corregir su negligencia, mueve para todos lados la cabeza, buscando al mozo con ostentación, mientras dice sin mirarme:
– Pensábamos que no iba a quedarse. ¿Qué toma?
– Nada, gracias -dijo sin prestarle atención mientras me siento, esperando las palabras de Vilma Lupo que no se deciden a llegar hasta mí a través del humo de sus dos cigarrillos.
– ¿Cómo nada? -dice Alfonso, -¿No quiere un clarito o un San Martín seco? ¿Un americano?
– ¿Qué toman ustedes? -le digo.
– Un batido -dice Alfonso. -Cinzano con Pineral. ¿No quiere un jerecito? ¿Un whisky? ¿Por qué no toma una Hesperidina? Es buena la Hesperidina con soda. Abre el apetito. Si no el barman le hace unos cócteles de primera.
– No. Un vaso de agua -dijo, retomando mi expectativa al comprobar que la sonrisa de Vilma Lupo se acentúa y sus ojos se entrecierran más todavía y la cabeza, que ha estado haciendo movimientos negativos, cambia brusca de ritmo -un poco más rápido- optando por la afirmación.
– Un vaso de agua para el señor -dice Alfonso, sin ocultar su decepción, al mozo que ha llegado hasta la mesa obedeciendo a sus señas insistentes. El mozo retira de la bandeja el vaso de agua que acompañaba un café, y lo deja sobre la mesa sin decir palabra. Como si hubiese estado esperando un momento de distracción general para hacerlo, Vilma empieza a hablar, pero aunque de un modo inequívoco soy yo el destinatario de sus palabras, es a Alfonso a quien las dirige.
– La operación comercial de Walter Bueno exigía una reparación -dice. -¡Lo del gato es genial! Yo también pienso que el gato es un animal cursi.
– El pobre gato no tiene nada que ver -trato de aclararle, sin resultado, porque ni sé si me escucha, ya que ha vuelto ligeramente el cuerpo hacia Alfonso, constituyendo de nuevo con él el dispositivo que me excluye. -Son los escritores que se hacen fotografiar con un gato los que me irritan.
– Cómo va a ponerle a una novela La brisa en el trigo si en el pueblo donde dice que pasa nunca hubo trigo. Una de dos, si en la novela hay trigo, no es ese pueblo. Y si el pueblo es ése, no debería haber trigo -dice Alfonso, rumiando en voz alta pensamientos que cree guardar en su fuero interno.
– Es cierto -dice Vilma, sin dejar de dirigirse a Alfonso.
– No tienen por qué desacreditar a los gatos obligándolos a inmortalizarse con ellos.
– Yo conozco bien el pueblo -sigue pensando Alfonso en voz alta.-
En esa zona se siembra maíz y girasol, no trigo. Mucho lino en otra época, pero trigo nunca. Cómo va a ponerle La brisa en el trigo.
Como si la evocación de Walter Bueno y su best-seller los hubiese excitado un poco, y como si los comentarios que acaban de hacer les hubiesen costado un esfuerzo desproporcionado, dejándolos exhaustos y sedientos, los dos recogen la copa con el batido y toman un trago, cuya absorción dura casi lo mismo para los dos, así que vuelven a dejar al mismo tiempo, sin de ningún modo habérselo propuesto, la copa sobre la servilletita de papel doblada cuidadosamente ante cada uno y un poco húmeda, que protege la mesa. Alfonso fija su mirada en la calle en la que parpadean los letreros luminosos, más allá de la ventana y pasándose la lengua por los labios y por el borde del bigote entrecano para lamer el último barniz de aperitivo:
– Cómo va a ponerle La brisa en el trigo -dice.
Resulta evidente que Walter Bueno, el cual, dicho sea de paso, está muerto y enterrado desde hace un año y medio -un camión de hacienda lo aplastó en su coche sport en la ruta a Mar del Plata- tiene el poder de irritar, incluso desde más allá de la muerte, a Vilma y Alfonso. Waltercito, que era de aquí de la ciudad empezó desde muy joven a alborotar los medios literarios locales con provocaciones vanguardistas, pero terminó en Buenos Aires animando un programa de televisión, hasta que publicó su famosa novela, La brisa en el trigo, una inepcia que, gracias a la propaganda televisiva, se transformó en el best-seller de la década -y gracias también, hay que aclararlo, al argumento de la novela, que cuenta las aventuras amorosas de un joven maestro de escuela, en un pueblo de la llanura, con una mujer casada. El libro es tan insignificante que no hubiese valido la pena ocuparse de él, si Waltercito no se hubiese convertido en el escritor oficial y, en su trabajo de periodista, en propagandista de la dictadura.
Así que una mañana en que me levanté de mal humor -ya había empezado a declinar en aquella época- me dije que una manera, por modesta que fuese, de diferenciarme de los reptiles, era escribir un brulote contra Walter Bueno. A mí no se hubiese atrevido a denunciarme; yo había conocido a su padre, Carlos Bueno, un pintor de brocha gorda, autor de cromos regionalistas y de esculturas de plaza que, refiriéndose a su hijo, sabía decir: Waltercito va a llegar lejos y yo espero no estar aquí para presenciarlo.
Iba a tener que tragárselo, a mi brulote, que después de todo para él podría no ser tan grave, ya que iba a aparecer en un diario de provincia, en tanto que La brisa en el trigo era un acontecimiento nacional e incluso internacional. Así que me senté a la máquina y desmenucé el producto hasta dejar dos o tres huesitos pelados.
Asumí un tono de urbanidad paternalista, como dirigiéndome a un interlocutor de una especie superior, inexistente desde luego, para que Waltercito se sintiese todo el tiempo un cero a la izquierda, un impostor inconfesable, tan aplastado por los que sabíamos en qué consiste en realidad una novela, que ni siquiera le quedase el recurso de protestar para no multiplicar el oprobio. Según mi artículo, en un campo quedaba la gente inteligente, culta y honrada, y en el otro Walter Bueno con sus militares sanguinarios, sus animadores de televisión, sus obispos, y sus lectores ignorantes y sin memoria, con alusiones veladas como para que unos pocos, únicamente, lo entendiéramos. De todos modos, el artículo no llegaría a manos de su clientela -esos burgueses y pequeños burgueses que se creen más cultos que sus sirvientas porque le ponen tres meses para leer, mientras se tuestan en el borde de una pileta de natación, las inepcias que ganaron el premio Pulitzer o el Goncourt o figuraron en las listas de best-sellers del New York Times, de Clarín o del Express- y a Waltercito, entre dos programas de televisión, o entre dos firmas de ejemplares en Harrod’s, le quedaba el recurso de simular no estar al tanto del artículo e incluso de ignorar la existencia misma del diario en el que, sin embargo, había publicado sus primeras imitaciones de García Lorca o de Ornar Khayam. El brulote era un mensaje velado que le mandábamos los que, por conocerlo bien, sabíamos al dedillo las traiciones que debió cometer, las antesalas que debió hacer y las cortinas de humo que debió largar para poder figurar, durante varios meses, a la cabeza de los libros más vendidos en las listas de los semanarios publicados por especuladores financieros y militares y en las revistas femeninas de gran tirada. Que di justo en el clavo lo prueba el hecho de que una tarde, en un programa para amas de casa al que había sido invitado junto con un jugador de golf y la autora de un libro de cocina, Walter no pudo dejar de hacer una referencia a los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. Fue mi único momento de placer durante un día entero de somnolencia: oír a Walter Bueno exaltar al gran público por televisión, al hombre común contra los intelectualoides de provincia, sin sospechar ni un segundo que yo podía estar escuchándolo -la televisión es la sombra en la que se amparan los mediocres para proferir sus idioteces al abrigo de oídos inteligentes- y dándome cuenta de que con mi brulote de tres semanas antes en La Región había puesto el dedo en la llaga. No tengo, a decir verdad, nada contra el hombre común, salvo que si uno escarba un poco en él siempre acaba descubriendo el estercolero, un nono de lo más simpático que cruzamos de tanto en tanto en la feria y que nos cuenta su vida de ferroviario, un buen día resulta que le descubrimos un proceso por estupro; la vecina que nos saca de apuro cuando nos quedarnos sin ajo o sin harina a la hora de la cena, es tal vez la misma que nos insulta anónimamente por teléfono a la madrugada, y el comerciante que nos hace una rebaja especial porque nuestros hijos van a la misma escuela que los suyos, soplón de la policía. Es justamente lo que el hombre común tiene de común aquello de lo que hay que desconfiar. Walter Bueno pretendía escribir para el hombre común, pero sus lugares comunes se dirigían a lo más común que tiene el hombre común, en tanto que lo que él llamaba por televisión los intelectualoides de provincia -basta tener dos dedos de frente y un poco de cultura para ser llamado de ese modo por los tipos de la calaña de Walter Bueno- escriben justamente para lo que el hombre común tiene de secreto. Lo que el hombre común guarda del modo más oscuro y cuidadoso, al abrigo de toda indiscreción, alimentándolo con insistencia periódica y del modo más compulsivo, sin escrúpulo ni compasión, ni consigo mismo ni con el prójimo, hay que sacarlo a la luz del día y ponerlo sobre el tapete para que, de manejo sombrío se vuelva, bien a la vista, evidencia cegadora. Así que me di cuenta en seguida de que Waltercito había leído mi artículo; lo había leído y releído y lo que había sentido de sí mismo gracias a mi brulote no era nada que un hombre común pueda transmitir a otros hombres comunes durante un programa de televisión. Y un mes más tarde, el camión de hacienda le pasó por encima cuando iba a ciento sesenta en su coche sport por la ruta a Mar del Plata.
Más que seguro: la incapacidad para toda práctica artística pertinente era hereditaria en Walter. Una vez lo oí a Bueno padre quejarse a Washington: No hay nada que hacer. Trato de que me gusten y no me gustan. No es por mala voluntad, se lo aseguro. Pero no me gustan. Me gustaría que me gustaran, le doy mi palabra. Pero no hay forma. Picasso, Kandinsky, Klee, no me gustan. Y sacudía con dulzura la cabeza. Washington lo escuchaba con deferencia. No es obligatorio, le decía, por salir del paso. Sería insincero de mi parte decir que me producen algún efecto. Y mire que he tratado. Pero no hay nada que hacer, no me gustan, repetía Bueno padre, creyéndose en la obligación de disculparse. Y Washington, tratando de salir del paso de alguna manera: Sería inauténtico de su parte pretender lo contrarío. Bueno padre se explicaba: no quiero pecar de snob. Y, a decir verdad, no pecaba: le gustaban Murillo y la Victoria de Samotracia, el Pensador de Rodin y la escultura funeraria romana, pero, por encima de todo, los cromos históricos monumentales. Representar la realidad tal cual es resulta tan difícil, ¿qué necesidad hay de deformarla? Mire ese árbol, Washington, mire ese árbol. Washington, que estaba posando para un retrato -en el que salió, después de cuarenta y cinco sesiones de pose, hay que reconocerlo, bastante parecido- movía un poco rígido la cabeza hacia la ventana, para no modificar su posición, y miraba el jardín en medio del cual se levantaba el galpón donde Bueno padre había instalado su taller. Una forma compleja, efectivamente, concedía, moviendo apenas los labios para conservar la expresión que Bueno padre deseaba representar. Y después de esos sobresaltos teóricos, Bueno padre volvía a concentrarse en su trabajo. Pocas plazas en la ciudad prescindían de sus bronces; y en el cementerio municipal, sus mármoles abundaban -los monumentos funerarios de los mismos industriales, ganaderos y cirujanos del corazón que, veinte años antes, se habían hecho representar al óleo, en pleno florecimiento, por el mismo artista. De algo hay que vivir, se justificaba. Porque su verdadera inclinación, eran los paisajes y los personajes típicos de la región, los pobres -pescadores, peones, sirvientas, mestizos, criaturas rotosas y desdentadas- influido a distancia por su maestro Murillo. Los pintores de la ciudad contaban de él que una vez pintó su propio jardín, en el que había canteros, bancos y un sauce y que después de haber estudiado el cuadro durante algunas semanas, porque había algo que no terminaba de convencerlo, decidió cambiar el color de uno de los bancos -de verde, como estaba pintado en el jardín y como él lo había reproducido en el cuadro, lo transformó en ocre, pero como había algo que no lo convencía del todo todavía cuando comparaba el cuadro con el jardín, un domingo a la mañana salió con un tarro de pintura al jardín y pintó el banco de ocre. Según los pintores -fuente, a decir verdad, de lo más sospechosa- si los bancos pintados de ocre no le disgustaban, el cuadro no le parecía terminado todavía, y después de estudiarlo con minucia, de sopesar día y noche cada uno de sus detalles, llegó a la conclusión de que el sauce, que aparecía en el centro del cuadro, ocupaba demasiado lugar, aplastando el resto y creando una simetría artificial entre las dos mitades de la tela; de modo que después de muchas cavilaciones decidió que había que borrar el árbol y dejar en su lugar cielo abierto y un horizonte de vegetación en el fondo; se puso manos a la obra y por fin, según los pintores, se sintió realmente satisfecho, así que al día siguiente se despertó con la convicción íntima de que el cuadro estaba terminado, y sin la menor vacilación salió al jardín y arrancó el árbol.
A pesar de esos rumores, los pintores no lo desquerían. Cubistas, abstractos, neoexpresionistas, neofigurativos, cinéticos o lo que fuese, Bueno padre les prestaba plata, los invitaba a comer, les conseguía becas o galerías, los presentaba a posibles compradores, tal vez pensando en secreto que, puesto que sus colegas se equivocaban tanto, él, que había encontrado la vía justa debía, por equidad, procurarles alguna compensación. Walter carecía de esa delicadeza; desde adolescente lo fuimos viendo venir, y sin haber hecho nada todavía que lo justificase, prodigaba el mismo desprecio instintivo a su padre y a los que a sus espaldas difundían anécdotas tal vez falsas sobre su padre. A decir verdad, los despreciaba menos por pensar, después de haberlas examinado con minucia, que sus obras carecían de valor, que porque vivían en la provincia, por haberse abstenido de realizar lo que él consideraba el acto de arrojo por excelencia, mudarse a la capital. Es decimonónico en eso, sabía comentar Washington, sacudiendo irónico la cabeza, cuando le llegaban rumores de esas convicciones. Aunque ya héroes, reyes, emperadores, como ha quedado demostrado en tantos siglos de vacuidad, hayan visto reducidas a polvo y a huesos blancos sus pretensiones, Waltercito se empecinaba en correr, quien sabe a causa de qué ilusión óptica, hacia la apariencia. Para él, todo lo que brillaba era oro; por no ser todavía jefe de redacción de algún semanario, poeta reconocido, artista de cine, vocero presidencial, ministro, estrella de la televisión o lo que fuese, siempre y cuando se hablara de él, languidecía en las calles rectas de este damero que es la ciudad, amontonada en la orilla del río. Después de sus primeras españoladas en octosílabos, cruzó el Rubicón y adoptó el verso libre; al tiempo nomás, percibiendo el escepticismo socarrón que despertaban sus poemas publicados en el suplemento literario de La Región, igual que el oráculo de Delfos en tiempos de Pirro, quedó reducido a la prosa. A Bueno padre todos esos acomodamientos técnicos no lo impresionaban. Lo que él quería era que Walter terminara sus estudios de maestro y se pusiera a trabajar, considerando que con un artista en la familia bastaba, pero cuando Walter obtuvo su diploma y un nombramiento en la escuela de un pueblo cerca de Rosario, sus relaciones no mejoraron mucho: el hijo despreciaba en el padre el conformismo y el padre en el hijo la ambición. Así que cuando Walter se instaló en el pueblo, ya casi no lo vimos por la ciudad pero un día, como al año de haberse ido, caí por casualidad sobre un cuento suyo que había aparecido en el suplemento de La Nación, de modo que no me sorprendí cuando Bueno padre me contó, con una sonrisita escéptica, una vez que me lo encontré en la calle, que Walter había renunciado bruscamente a su puesto de maestro y se había ido a vivir a Buenos Aires. Es posible perdonarle a Bueno padre esa sonrisita relativa a su hijo si se tiene en cuenta que, entre la gente de la ciudad, igual que otros el odio o la compasión, Walter Bueno generaba el escepticismo. Cada una de sus tentativas e incluso de sus triunfos -que iban haciéndolo cada vez más rico y famoso- era recibido, por los que lo conocíamos desde chico, con una sonrisita incrédula que había que reprimir antes de pedir informaciones más amplias. Ese escepticismo general en medio del cual caían las noticias referentes a su persona, Walter no dejaba de percibirlo, aun antes de haberse ido de la ciudad, y es probable que haya sido la causa del aspecto sombrío, retraído e incluso un poco solemne de su carácter. No únicamente se estimaba mucho a sí mismo, sino que se estimaba con gravedad. Las mujeres lo encontraban buen mozo porque era alto, de pelo oscuro, atlético, y desde el fin de la adolescencia exhibía un bigote tupido, bien argentino, pero a mi modo de ver, y no lo digo por envidia, su virilidad excesiva era sospechosa. Que me cuelguen si virilidad o femineidad llegan a importarme tres pepinos: es cuando quieren hacerme pasar gato por liebre que me empiezo a irritar -aunque, es justo reconocerlo, desde ese punto de vista cada cual es como es, ya que lo que está en todos cristaliza en cada uno, por razones misteriosas, en figuras, en cantidades, en proporciones diferentes. Lo cierto es que el ascenso de Walter, después de un eclipse de un par de años del que quedan, en tanto que rastro visible, algunos cuentos deslavados en el suplemento de La Nación, fue volviéndose inexorable y patente gracias al periodismo, a los viajes al extranjero y, por último, a la televisión. A su programa Entre nosotros, los avisos que lo publicitaban en los diarios lo presentaban de la siguiente manera: Charlas de nivel para todos. Cada semana, cuatro o cinco imbéciles, verdaderos canallas la mayoría, y todos oportunistas sin la menor duda, se sentaban en sillones de cuero a perorar de lo que ellos llamaban la actualidad cultural, cuidándose muy bien de no nombrar a nadie pasible de figurar en las listas negras de los servicios de inteligencia ni de tratar ningún tema decretado tabú por algún militar sanguinario -la actualidad cultural, metiendo en la misma bolsa el cine, la gastronomía, el jet set, la literatura, y eso a la misma hora en que iban a sacar a la gente de sus casas o de los campos de concentración clandestinos para cargarla en los helicópteros de la marina y tirarla viva en plena noche en el océano. Para ocuparse del boletín meteorológico en un canal de televisión ya es condición necesaria haber vendido toda clase de escrúpulos al mejor postor, así que es fácil imaginar el tipo de maquinaciones de las que tuvo que valerse Waltercito para ser el animador, en el canal oficial, de la cortina de humo cultural del régimen terrorista, y prueba de que no exagero es que una noche entré a un café y vi en el televisor que en el programa Entre nosotros, que estaban pasando en ese momento, el invitado especial era el general Negri -el carnicero del Paraná como le dicen-, jefe del distrito militar regional, que platicaba con Waltercito en téte-á-téte sobre problemas culturales. Hay un nombre clínico en psiquiatría para la impresión de sinceridad que emanaba de la charla entre Walter Bueno y el general -se llama la entonación verídica del paranoico.
El general estaba vestido de sport, con muy buen gusto -apenas si tiene cincuenta años y aparenta cuarenta, y según dicen tres o cuatro estrellitas de cine que representan la producción nacional en los festivales internacionales se vuelven locas por salir con él- y la conversación se desarrollaba en forma intimista, entrecortada de silencios pensativos, abordando toda clase de temas, la tradición nacional y occidental por ejemplo, o la ecología, o el desarrollo tecnológico, o el psicoanálisis, o Salvador Dalí, o don Quijote de la Mancha -el libro preferido del general-, o el porvenir de la humanidad, intercambiando miradas francas, irónicas y civilizadas, y sorbiendo de tanto en tanto un trago de jugo de naranja mientras proferían con toda calma y urbanidad las frases ya enlatadas sin duda desde la semana anterior y escritas por los consejeros audiovisuales del general que le están preparando su carrera política. Hay dos clases de homicidas desequilibrados entre los que gobiernan actualmente: los que tienen una erección cuando mandan a cometer a terceros los crímenes que planifican, y los que sólo pueden tenerla si sacrifican a sus semejantes con sus propias manos. Va de cajón que el general Negri pertenece a la segunda categoría, la del homicida que extrae un placer suplementario de la superioridad numérica, de la supremacía técnica, de la impunidad, de la clandestinidad total en la que somete a sus víctimas al tormento, e incluso de los rastros bien individualizados que deja en ellas, de modo tal que a sus pares y a la opinión pública no les quede ninguna duda sobre la paternidad de la operación. La decapitación, por ejemplo, es una de sus señales, así como la emasculación, el collar de quemaduras de cigarrillo en las mujeres, o la ablación de los pechos, lo cual mostraría que el goce no está del todo ausente de la cosa. No me ocuparía de estos detalles poco interesantes -ya lo eran en Los 120 días de Sodoma- si no sirviesen para despabilamos acerca del tipo de gente que acostumbraba frecuentar Walter Bueno durante sus charlas de nivel para todos y ponernos al tanto acerca de lo que es necesario hacer para no vegetar hasta la muerte en la legión sombría y casi infinita de los perdedores -y esto vale tanto para Waltercito como para el general.
Ese diálogo íntimo entre dos comprovincianos civilizados que los clientes del bar parecían escuchar con profundo interés, fotografiado en primeros planos cálidos y confidenciales, era perturbado de tanto en tanto por una interferencia ínfima, que parecía pasar desapercibida para todo el mundo y contra la que los consejeros audiovisuales debían carecer de los medios eficaces para luchar, y era un tic del general que desmentía, obstinado, la puesta en escena tan cuidadosa: sin poder contenerse, el general tenía la costumbre de tocarse, con la punta de la lengua, la pared interior de la mejilla derecha, manteniendo la boca cerrada y abriendo al mismo tiempo los ojos de un modo desmesurado durante un par de segundos, resquebrajando la pátina de jovialidad modernista y bonachona con una mueca que dejaba entrever la negrura turbulenta en la que nacía. Era, supongo, al salir de esas conversaciones que Waltercito se iba a su quinta de Martínez a pulir la prosa de La brisa en el trigo, el best-seller de la década. Había llegado lejos sin duda, mucho más lejos de lo que hubiese podido imaginar Bueno padre, que por suerte para esa época ya había esculpido su propio mármol funerario y había ido a enterrarse debajo en el cementerio privado, llamado Oasis de paz, para el que había estado trabajando en los últimos años.
– Cómo le va a poner ese nombre si en el pueblo en el que se supone que pasa nunca ha habido trigo -insiste Alfonso, dejando de murmurar consigo mismo y espetándome como si yo fuese responsable. A decir verdad, hay algo que me incomoda en su insistencia, la cual parece revelar que toma a Walter y a su novela más en serio de lo que se merecen. Si escribí al brulote, no es porque Walter sea digno de que alguien se ocupe de él como escritor, sino porque a través de su persona, en tanto que figura de oportunista, era contra el régimen que me despachaba. Pero Vilma y Alfonso, denostándolo con tanta obstinación, dan la impresión de sentirse inferiores a él, de creer más en su talento de lo que se atreven a admitir. Escribir un brulote contra Walter Bueno no tuvo para mí más significación estética y moral que el pisotón mecánico con el que, pensando en otra cosa, se aplasta a una cucaracha que atraviesa el mosaico de la cocina.
– Ni vale la pena ocuparse de eso -y por esquivar la mirada insistente de Alfonso, me tomo de un solo trago el vaso de agua y me paro de golpe. -No quiero retrasarme más de lo que estoy.
– No lo demoramos -dice Vilma absteniéndose, como de costumbre, de mirarme, pero ampliando un poco su sonrisa introvertida.
– Vilma -dice Alfonso- déle al amigo Tomatis una carpeta completa de Bizancio.
Apretando el cigarrillo con los labios para mantener las manos libres, lo que la hace muequear un poco y entrecerrar más todavía los ojos para evitar los efectos del humo, Vilma abre un portafolio y después de hurgar en su interior me extiende una carpeta amarilla de cartulina satinada sobre la que aparece, junto al borde inferior derecho, bajo una viñeta que reproduce un mosaico bizantino, la inscripción
BIZANCIO LIBROS
– Gracias -dijo, absteniéndome de abrir la carpeta para exhibir el carácter convencional de mi agradecimiento. Pero Vilma ni siquiera me escucha, ocupada como está en cerrar el portafolio, y Alfonso menos todavía, ya que su preocupación principal es hacerme una descripción detallada, destacando sus méritos principales y justificando las razones de sus carencias provisorias, del contenido de la carpeta, y que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si el tan contenido llega a interesarme lo que se dice un rábano.
– Con esto va tener una visión panorámica de nuestras colecciones. Las fotocopias actualizan cada tanto los precios y las condiciones de venta. Pero a usted le va a interesar más el contenido, estoy seguro -agrega Alfonso parándose despacio y aceptando dar por terminada la entrevista con ese elogio supremo para causar en mí la impresión más favorable, lo cual constituye un esfuerzo inútil, ya que su lustrada de zapatos no únicamente no causa en mí ninguna impresión favorable sino que, lo que es peor todavía, ninguna impresión. A decir verdad, en el momento en que he recibido la carpeta amarilla, por una impresión súbita y paradójica, Alfonso y Vilma, el bar entero con sus sillas, sus mesas, su mostrador, el ir y venir de los mozos, el rumor de las voces mezclado al ruido de pasos y al entrechocarse de copas, bandejas, platos y pocillos, los globos blancos que cuelgan del techo iluminando el local, lo presente a mis sentidos -lo que llamo presente a lo que llamo mis sentidos-, se ha vuelto más presente que de costumbre, a causa de quién sabe qué interrupción que se ha producido en mi interior, más presente de lo que la noción misma de presente, que sin duda nunca se ha referido a la impresión que estoy teniendo, es capaz de expresar; y tan presente que, de extraña que era al principio, la impresión se vuelve ligeramente aterradora, y lo inmediato remoto, insondable, igual que si lo que estoy percibiendo fuesen no las sensaciones que me mandan los sentidos sino sus residuos fosilizados. Un grumo en el fluir imperceptible y transparente que muestra, igual que una burbuja solidificada en el vidrio de una ventana, una imagen reducida y deformada de lo mismo que la ventana entera deja ver, en tamaño natural, de un modo directo y común. Lo que percibo puede estar sucediendo ahora o en cualquier lugar del "tiempo" y del "espacio"; no tengo ninguna prueba de que es "ahora", ninguna referencia ni ninguna noción que identifique lo que está pasando, de modo que la voz de Alfonso es ruido y las presencias que se mueven, incomprensibles, en el bar, rugosidades brutas, masas sin origen, que por alguna razón desconocida se mueven, palpitan, permanecen, cruce casual de transparencia, de magma material, de radiaciones. Más allá del borde hasta el que llegan las palabras, todo esto no parece tener ninguna explicación a menos que, por una de esas casualidades haya acabado de trasponer, desde hace un par de segundos, y por unos segundos solamente, algún umbral que me ha hecho acceder al exterior de mí mismo, a la zona impensable en la que transcurren, arcaicos y remotos en el instante mismo en que suceden, independientes de toda conciencia, los acontecimientos. Que me cuelguen entonces si las zalamerías de Alfonso pueden llegar a causarme algún efecto. Pero estos ruidos y manchas sin origen ni sentido, especie de duración disecada y sin vida, es lo bastante singular como para hacerme desear el retorno a la conversación banal de Vilma y Alfonso, que no parecen darse cuenta de nada de lo que me está pasando, o sea que desde hace unos segundos hay un abismo entre eso en lo que ellos están y mis percepciones; y la carpeta amarilla, que he aferrado con el índice y el pulgar, y el resto de los dedos desplegados debajo para servirle de apoyo, tiene ahora la existencia híbrida del objeto que, por provenir de esa exterioridad remota y fósil, sigue semihundido en ella al mismo tiempo que va incorporándose a mí, por otra cualidad distinta de su color, a través de la yema de los dedos. Me la pongo bajo el brazo, sacudo la cabeza dos o tres veces para hacer ver que saludo antes de irme, y salgo del bar.
La calle está casi desierta, a causa del frío, o de la hora, o de los tiempos que corren probablemente. Los habitantes de la ciudad, conscientes de la amenaza que representan aquellos por los que pretenden sentirse protegidos, me dejan la noche libre para atravesarla a mis anchas. El aire frío en mi cara -las manos están ahora al abrigo en los bolsillos del sobretodo, el brazo izquierdo apretado contra el costado izquierdo para sostener la carpeta amarilla- pone todo de golpe otra vez en el campo ordinario de mis percepciones, de modo que estoy de nuevo en el mundo conocido hecho de memoria, de olvido, de vaguedad, de somnolencia. En lugar de cielo hay letreros luminosos, artefactos ya viejos que pasan de moda en el momento mismo de su instalación, parpadeando signos convencionales de colores, escritura de neón irrisoria y repetitiva que trata de entrecortar la negrura siniestra de la ciudad tirada en el espacio indiferente, flotando entre las calles rectas y sin gracia y el cielo nublado en el que no son visibles, desde hace días, ni sol, ni luna, ni ninguna estrella. En la vereda de enfrente, el cortocircuito en el letrero luminoso produce un chirrido entrecortado y una titilación lila que empalidece, intermitente, el aire a su alrededor. Antes de empezar a caminar, alzo las solapas del sobretodo para que me cubran las orejas, la parte inferior de las mejillas, el cuello y, arqueando un poco la carpeta amarilla para darle la forma de un semicilindro, la deslizo en el bolsillo exterior del sobretodo. En el trapecio de luz que arroja la ventana del bar a la vereda, el vapor de mi aliento sale en un chorro blanquecino y se disipa. Vilma y Alfonso me observan a través del vidrio, sonriendo con curiosidad cohibida, de modo que me despido de ellos otra vez, insinuando un nuevo sacudimiento de cabeza, más distante que el primero, en el que el hundimiento en lo impensable me hizo poner, para salir de la impresión de abismo, un poco más de energía: porque un par de perfectos desconocidos me aborde en la calle para arrastrarme después a un bar con el fin de sobarme con sus elogios injustificados, no voy a andar deshaciéndome en reverencias. Las gotitas que empezaron a caer no han sido más que un amago inobsecuente de lluvia; el aire está seco, helado, y se adhiere al borde superior de las orejas, a la frente, a la punta de la nariz y, por entre el pelo un poco revuelto, al cuero cabelludo, las únicas partes expuestas al frío que deja mi puesto de observación móvil, protegido por las capas sucesivas de lana que lo cubren, las medias, el pantalón, la camisa, el pullóver, el sobretodo con las solapas levantadas hasta la mitad de las mejillas y cruzadas a la altura de la nariz -el punto de observación móvil en el que algo incierto que en otras épocas se me daba por llamar "yo", igual que los letreros luminosos, y no menos intermitente y repetitivo, signo indigente del mecanismo que lo instaló flotando irrisorio en la negrura, colorido, parpadea. Me desplazo, ni lento ni rápido, por la calle desierta en la que sin duda mañana a la mañana, con la primera luz gris, los otros puestos móviles de observación, apenas reales para sí mismos y fantasmas para los otros -o al contrario tal vez, personajes inequívocos desde el exterior y negrura sin fondo adentro-, empezarán a emerger, atravesando el aire gélido, tratando de no resbalar en la escarcha azulada o dando saltitos en el mismo lugar para mantenerse en calor mientras esperan, en alguna esquina, el colectivo. Cuando llego a la esquina, me paro un momento: un hombre sale con paso rápido de un bar y, soplándose los nudillos, entra de un salto en el bar de enfrente -no es "yo", "él", sino algo semejante en el que quizás también se encienden, con intermitencia propia, letreros luminosos. Una vez dentro del bar, vacila un momento detrás de las puertas de vidrio – ¿qué mesa elegir? ¿ir derecho a la caja? ¿al mostrador? ¿hacia el teléfono?- en el bar iluminado y casi vacío, a menos que, del mismo modo que los pensamientos que le atribuyo son imaginarios, también lo sean el hombre, la calle, el bar iluminado y vacío, e incluso mis propios pensamientos: porque esta alternancia de transparencia y opacidad, de inmovilidad y movimiento, de frío y de calor, de sonido y silencio, de aspereza y lisura, que el punto móvil de observación dentro del que floto atraviesa, aspire, continua, a la veracidad, no voy a pisar el palito porque sí ni a tragarme la píldora como si nada. Más vale cruzo la calle y me apuro un poco; atravieso San Martín, camino una cuadra, y doblo por la paralela más oscura.
Aquí ya es plena noche, y no son ni las ocho todavía. Dos o tres cuadras más adelante, por encima de las luces débiles de las esquinas, hay un solo letrero luminoso, el del hotel Conquistador, con la enorme silueta de un conquistador tautológico en neón verde pálido, la visera del casco que sobresale de la línea superior del rectángulo de neón rojo que lo enmarca, y las manos aferrando la empuñadura ancha de neón cuya punta se apoya, entre las piernas abiertas en actitud dominadora, en la base del rectángulo. La silueta verde pálido flota en el aire negro, más como un fantasma entre las torres brumosas de Elsinor que como un artefacto publicitario en la ciudad vacía.
De tanto en tanto, un auto cruza alguna transversal, más improbable en la noche de invierno que las masas pétreas de Elsinor, que vi una vez desde un ferry, envueltas en la niebla, y más improbable incluso que el fantasma que las visita. Cruza demasiado lejos, demasiado rápido, demasiado silencioso la transversal, como para ser capaz de evocar alguna sensación directa, algo más consistente que un vago automatismo asociativo. Doblo otra vez por la primera transversal, en dirección al parque del Palomar, hacia las masas negras de los árboles, más negros que la negrura general contra la que se recortan – veníamos con Haydée a este parque cuando todavía estábamos casados cada uno por nuestro lado, y nos sentábamos siempre en ese banco más o menos a esta hora, hablando de "temas intelectuales" y analizando en detalle, con mucha fineza psicológica como se dice y terminología no coloquial, el carácter de nuestras parejas respectivas, percibiéndonos mutuamente como verdaderas "almas gemelas", pero cuando yo le pasaba el brazo por encima de los hombros y trataba de atraerla hacia mí para besarla, ella se ponía rígida y decía de un modo cortante Nunca mientras yo siga viviendo con Carlos y vos con Martita. Debí darme cuenta de que me traería problemas -incluso debo habérmelo dicho para mis adentros alguna vez- por el modo insistente con que se mordisqueaba, y sigue haciéndolo desde luego, el labio inferior cerca de la comisura derecha, a tal punto que en ese lugar lo tiene un poco más protuberante, detalle morfológico que en los primeros tiempos de nuestras relaciones, sabía excitarme, “Eso", sexualmente digo, de un modo especial. Moral más que curiosa en una psicoanalista, acostumbrada a los imperativos de "eso" en sus pacientes, sobre todo si tenemos en cuenta que, a causa de una supuesta depresión, y siempre según Haydée, Carlos tenia lo que él mismo llamaba la dispensa de la papesa Juana para los deberes conyugales. "Eso" tenía bastante autonomía como para obligarla a mordisquearse todo el tiempo el labio inferior, pero no para permitirle darse de tanto en tanto un gusto después de un año de abstinencia. "Eso encontró en Haydée un adversario de peso, y puedo atestiguarlo por haberlo experimentado en carne propia, ya que cuando se separó por fin de Carlos y traté de atraerla hacia mí para besarla un anochecer en que estábamos sentados en el banco de costumbre, se mantuvo tan rígida como siempre y dijo con determinación No mientras sigas viviendo con Martita. Que me la corten en rebanadas si Martita me importaba un rábano en esos días, y a no ser porque, justamente, ya no podía pasar más nada entre Martita y yo, no hubiese tenido ningún inconveniente en llevármelas a las dos juntas al dormitorio. Pero Haydée se ponía rígida, en ese mismo banco, más o menos a esta misma hora, cuando iba a buscarla a la salida de sus cursos de yoga, y esperando con paciencia algún silencio prolongado durante la conversación, le pasaba el brazo por los hombros y trataba de inclinarla hacia mí para besarla en la boca. "Eso" parecía estar dotado en ella de principios morales bien establecidos, organizados en un sistema armonioso del que la monogamia estricta era la columna vertebral; Haydée me daba un beso amistoso en la mejilla cuando nos separábamos y, a juzgar por su expresión plácida, "eso", en la sombra, parecía satisfecho de nuestros encuentros platónicos como se dice en el parque del Palomar.
Después que nos casamos, me fui dando cuenta de que "eso" en Haydée tenía la desdichada tendencia a coincidir con las opiniones de su madre, y digo "eso" y no Haydée, porque Haydée está convencida todavía hoy de que es ella quien educa a su madre, un ser, a decir verdad, ingobernable a quien, en los meses que precedieron la separación, estuve a punto veces de hacerle saltar a bofetadas los collares de perlas, los aros de oro y los anteojos diseñados por Pierre Cardin -el recuerdo de sus valijas Vuitton y de sus perfumes Chanel comprados en París en uno de sus numerosos Eurotours me sigue dando náuseas, y cuando pienso que mi hija de ocho años ha quedado en sus manos tengo, no únicamente escalofríos, sino también remordimientos. Las maquinaciones de ese escorpión calculador, sus conceptos demenciales sobre el universo y la sociedad, están enquistados en "eso" de Haydée, y el hecho de haber querido hacerse especialista en la materia fue tal vez en ella el último estremecimiento de rebelión. Basta ver a su madre cinco minutos en su farmacia para comprender de inmediato el modo en que se relaciona con el mundo -su manera de medicar, por ejemplo, a los que vienen a pedirle un consejo, los ademanes y expresiones con los que asume su papel de farmacéutica poseedora de una supuesta ciencia, son suficientes para despertar odio en cualquier persona sensible. Basta no usar pulloveres Benetton o camisas Yves Saint Laurent para merecer su desprecio; con no haber hecho nunca un Eurotour, ya se forma parte para ella del magma fangoso de lo inexistente. Apenas aparece y abre la boca uno entiende que el marido se haya muerto de un ataque a los treinta y cinco años dejándole la farmacia -una mina de oro como se dice-, aunque ella pretenda todavía que tuvo que luchar sola en la vida para educar a la nena; la nena, obviamente, es su hija psicoanalista, a la que todavía sigue llamando de ese modo. Esa mujer es mi tercera suegra; la primera era un ama de casa insignificante y la segunda, que no conocí, una persona bastante inteligente según parece, de modo que no generalizo para nada ni caigo en una vulgar historia de suegras como las que se cuentan por televisión; se trata de un caso auténtico de maldad constitutiva, y los rastros de esa naturaleza se reflejan en Haydée, sin que ella se dé cuenta desde luego, ya que como especialista de "eso", pretende estar al abrigo de lo que dictamina en sus pacientes; "eso" oscuro y sin forma, sin siquiera lugar preciso en el cuerpo, ni otro nombre que el que señala una presencia cierta pero sin definición, está en ella entrelazada con las consignas mortíferas de su madre, y tan poco a sabiendas que a veces suelo tener la impresión de estar en presencia de un zombie o de un robot. De lo más racional en apariencia, y con bastante sentido común la mayoría de las veces, bondadosa por añadidura, capaz de sacrificios sublimes, un rostro de ángel en un cuerpo de diosa como se dice, con quien todo va a las mil maravillas hasta que de pronto suena el llamado que la sumerge en una especie de sueño durante el cual todos sus actos son lo opuesto de lo que deberían ser.
A causa del relumbrón apagado de su cúpula de tejas, el palomar atrae mi mirada, de modo que giro hacia la izquierda y abandonando el camino principal de lajas que se abre entre los canteros, subo despacio los tres escalones que llevan a la pequeña construcción de alambre, cemento y tejas, rodeadas de matas de ligustro, en la que dormitan las palomas. El ruido de mis suelas, al deslizarse sobre el cemento blanqueado, despierta una inquietud confusa en los cuerpitos emplumados que adivino agitándose en la negrura: aleteos indecisos, sacudimientos, el vuelo tal vez de alguna paloma un poco más ansiosa o más despierta que las otras, y a medida que voy acercándome al alambre que aísla a las palomas del exterior, el murmullo crece, desplegándose un poco en variedad y aumentando en agitación, pero es unos segundos después que me paro, a dos metros del alambre, tratando de escrutar el interior que, todas a la vez, las palomas, en un sobresalto brusco, se echan a volar en círculo, llenando el aire negro con el rumor de sus alas y de sus palpitaciones veloces, en las que me parece adivinar la descarga mecánica de los borbotones de pánico que genera, en sus cerebros diminutos, la presencia inesperada y extranjera, "mi" presencia, que no es para mí mismo, en la oscuridad del parque, menos incomprensible y extraña. Trazan, todas juntas, un vuelo circular alrededor de la columna central que contiene sus nidos, se asientan y levantan vuelo de nuevo, varias veces, hasta que, intrigadas a causa de mi inmovilidad, pero seguras todavía de mi presencia, se asientan otra vez y, sin dejar de moverse en su lugar, siguen vigilándome a distancia, desconfiadas y alertas. Hormiguean en un tumulto apagado, pero tan intenso, imprevisible y variado en su multiplicidad oscura, con movimientos autónomos respecto de cualquier plan o finalidad, inesperados y repetitivos que, borrando la distancia entre lo interno y lo exterior, se vuelven poco a poco íntimas o inmediatas y se confunden con mis propios pensamientos. Son, a decir verdad, mis propios pensamientos, ya que estamos dentro del mismo mundo y toda mirada exterior a nosotros, capaz de distinguirnos es, no me cabe la menor duda, impensable. Y, de repente, me doy cuenta de que sigo todavía vivo: no es que me acuerde o que lo sepa, o lo pretenda, como de costumbre, no: lo experimento, con un poco de asombro y cierta aprehensión incluso diciéndome que tal vez no va a durar, que ser que estoy siendo en este momento, la certidumbre extrañada, frágil y sin embargo clara que flota y ondula dentro del puesto compacto de observación, va a apagarse por fin, empastándose en la negrura que la rodea. Aunque parezca mentira, soy yo y estoy aquí, en lo que fluye continuo y discontinuo a la vez, por decirlo e algún modo, el desenvolvimiento o la expansión que no para, adentro puro o pura exterioridad, pero único y continuo y discontinuo a la vez sobre todo, de lo que no alcanzo a ver más que lo fragmentario, lo periódico, con leyes que describen al observador y no al fenómeno, medidas que se refieren a sí mismas y no a la extensión que querrían calcular, relojes que dan cuenta de otros relojes y no del tiempo. Continuo y discontinuo a la vez, y lo que quiere abrirse paso hasta mi pensamiento es tan arduo y desmedido que las dos palabras con que lo llamo continuo y discontinuo se adelgazan, se esfuman, se vuelven ruido o vestigios inconexos que entran con los demás, sin significación, en el magma expansivo y material que las arrastra y, sin saña ni razón particular, cada vez que las trazo o las pronuncio, con sólo ser, las desintegra. Me doy vuelta y empiezo a bajar los escalones, alejándome del palomar no únicamente en el espacio sino también en el tiempo, sintiendo que ya estaba alejándome en el tiempo mientras seguía inmóvil frente al tejido de alambre que me separaba de los cuerpitos inquietos y palpitantes que ahora, tal vez para saludar mi alejamiento, para exorcizar mi posible regreso quizás, por alivio o por impaciencia probablemente, dan, todos juntos, un par de vueltas veloces por su territorio, a juzgar por el tumulto tenso de alas que llega a mis oídos mientras bajo los escalones.
De lo que acabo de experimentar, me queda un beneficio de percepción clara, igual que si hubiese frotado un vidrio empañado dejándolo bien limpio para mirar afuera, las ramas deshojadas de los árboles, filigrana negra un poco más negra que la noche, y las frondas perennes, grumos de noche mal diluidos en el resto de la negrura.
Al final del sendero ancho de lajas, cuando llego a la vereda propiamente dicha, donde termina el parque, doblo hacia la izquierda por la calle recta y vacía, hacia la línea de puntos luminosos del alumbrado público, en laque cada punto denota el cruce de una transversal. Las formas geométricas de las casas, cuadrados de fachadas laterales, rectángulos de ventanas, paralelepípedos semiimaginarios de balcones, rombos o círculos de tragaluces, conos, pirámides o poliedros de torrecitas o de salientes ornamentales, contrastan con las formas irregulares de los árboles de los que la semejanza repetitiva evoca menos un plan que la coincidencia ciega que habiendo obtenido el resultado que le permite, estúpidamente, persistir, terca, se reproduce. Y por encima de todo, el cielo negro, de un negro reconcentrado, bajo, al que el resplandor de las luces, elevándose un poco por encima de la ciudad, no alcanza a iluminar. No se ve, desde luego, una sola estrella, y la capa de nubes que oculta al firmamento es demasiado oscura y pareja como para que algún reborde un poco más espeso sobresalga de la negrura introduciendo en ella algún accidente. Nada.
Nos aplasta a decir verdad en nuestro reparo exiguo esta ausencia de estrellas, privándonos del espacio enjoyado que, aunque inaccesible e incluso indiferente, nos depara al menos noche a noche la vista de algo que el aliento humano, por ahora al menos, no empaña ni contamina. Lo que a no pocos espanta puede en otros ser motivo de exaltación, de apoyo en el que se descansa de las fatigas horizontales, el fárrago del mercado, los debates en la plaza pública, el pánico de las escaramuzas, los malentendidos del dormitorio, la prolijidad un poco vana de la ecuación, del silogismo y del arabesco, y que me cuelguen si no es preferible el brillo gélido, sin razón alguna, al delirio animalde tantas razones.
En la esquina, el letrero luminoso de la farmacia ya está apagado, de modo que la farmacéutica debe estar ya en la planta alta, frotando con su verborrea convencional las orejas de mi hija. Si Haydée ya ha viajado a Buenos Aires a someterse a su control como lo llaman, Alicia debe estar jugando en su pieza mientras esa mujer revolotea a su alrededor discurriendo todo el tiempo sobre lo que es decente y normal, sobre lo que se usa esta temporada en Europa, sobre lo tranquilo que está todo desde que las fuerzas armadas se hicieron cargo del gobierno quizás, sobre los mejores hoteles en Punta del Este o en Bariloche, pero cuando toco el timbre y casi de inmediato se enciende la luz de la entrada, es Haydée la que se asoma en lo alto de la escalera. Para que suba, me hace unas señas que simulo no ver, igual que los sacudimientos contrariados de cabeza que realiza mientras viene bajando las escaleras. De perfil a la puerta, trato de darle la impresión de no haber advertido ni sus gestos de impaciencia ni la exasperación irónica de su mirada.
– Es de lo más infantil negarse -dice al abrir la puerta-. ¿No viste que te hacía señas para que subieras?
– No vi -digo.
– Lo viste perfectamente- dice Haydée.
– Te digo que no vi -le digo-. Pero si hubiese visto, igual no hubiese subido.
– Perfectamente. Lo viste perfectamente -dice Haydée. Y después, sacudiendo de un modo fugaz los hombros -En fin, como te plazca.
Me inclino un poco hacia el espacio vacío que hay entre el costado de su cuerpo y el marco de la puerta y, igual que si estuviera oliendo algo, aspiro varias veces por la nariz.
– Hay demasiado tufo a decencia burguesa ahí adentro -digo.
Haydée se echa a reír, estremeciéndose toda.
– Miren quién habla -dice. Y se pone seria otra vez.
Está vestida de "entrecasa simple", sin maquillaje, con un pullover grueso de cuello alto, unos pantalones de franela ajustados y zapatos sin taco, pero como está parada en el escalón del umbral y erguida a causa del aire de desafío bien connotado que adopta en mi presencia, del tipo estoy dispuesta a defender como una fiera el equilibro emocional de mi hija, me lleva una cabeza y puede mirarme con comodidad desde arriba. Pero enmarcada por el pelo negro, suelto, que le cae encrespado sobre los hombros, su cara oval, reconcentrada, destila, a pesar de su severidad, esa expresión ausente tan habitual en ella a la que se asocian de inmediato la bondad y la dulzura. Tiene un pañuelito apretado en la mano izquierda. La protuberancia en el labio inferior irradia como siempre sensualidad; muy pocos conocemos su origen, más connatural de la vacilación que de la entrega, y puesto que son sus propios dientes los que la han trabajado fruto tal vez, puedo aventurarlo sin miedo de caer en la facilidad, de un remordimiento anticipado. A causa de una especie de disociación entre su expresión ausente y su cuerpo lleno de redondeces y poses autónomas es, óptimo, un animal sexual, abundante y grave. Desearía poder verla otra vez, como al principio, desde fuera, desembarazarme durante algunos segundos del eclipse pantanoso en el que chapoteamos desde hace años, de la circulación intersubjetiva de reproches, sospechas y previsibilidad que desalienta, desde su fuente misma, al deseo.
Verla como es sin duda para el desconocido que la cruza en la calle, que trata de encontrar sin resultado su mirada, y que se da vuelta para contemplarla mientras se aleja, inaccesible después de haber sido, durante los segundos que duró su aparición, intensa y súbita, promesa, enigma y llamado.
La nostalgia de que vuelva a ser ese imán cálido de cuando, incapaces de proyectarnos en ella, buscábamos, con esperanza y con furia, no lo que podría identificarnos, sino lo que la diferenciaba de nosotros. Pero las ondas animales que emite ahora -cuyos efectos, por haberlos sentido en otras épocas, puedo adivinar en otros- son remotas y apagadas igual que si, a pesar de nuestra proximidad física, estuviésemos parados en dos espacios diferentes. El rechazo, tan ilusorio como la atracción, viene de creer en un exceso de conocimiento, cuando, a decir verdad, seguimos siendo desconocidos, no únicamente uno respecto del otro, sino cada uno respecto de sí mismo; el famoso "yo" del que los clientes de Bueno padre le pagaban para que hiciese una representación fija de la parte externa, resultó ser un telón pintado al que la menor chispa consume, dejando en su lugar un agujero negro del que las fosforescencias que lo atraviesan, las luciérnagas lentas, los neones periódicos y repetitivos, las explosiones coloridas, son tan inmotivados y casuales como la negrura que los acoge.
– Al final no viajo, y Alicia ya está en la cama – dice Haydée.
– ¿En la cama? ¿En el boudoir rosa que le ha instalado tu madre? ¿Adoctrinándola para entregársela a algún escribano o a algún militar? -dijo, simulando una cólera fría que de ningún modo parece perturbar a Haydée. -Esto es un secuestro caracterizado.
– Por empezar -dice Haydée- tenías que venir a buscarla a las siete y son las ocho y veinte. Y no es culpa mía si mi analista se fue a Francia. Pero podes venir a buscarla el viernes a la noche para pasar con ella el fin de semana. Tu hermana está totalmente de acuerdo conmigo.
– No les basta con haber sido cómplices de un secuestro -digo. -Tenían que ejecutar uno directamente.
– Tu cuota de sordidez ya había alcanzado el máximo. No hace falta seguir alimentándola -dice Haydée, sin demostrar la menor impaciencia.
– Toda pretensión moral que salga de esta casa queda invalidada de antemano en razón de las personas que la habitan.
Haydée mira a su alrededor, como buscando a alguien en la calle desierta.
– Ningún público a la vista -dice. -No vale la pena que gastes los últimos cartuchos de tu retórica. Y terminemos: hoy Alicia no sale. El viernes a la noche está a tu disposición por todo el fin de semana.
Después de una pausa, con entonación conciliadora, pregunta:
– ¿Querés subir a saludarla?
– ¿Cómo sé que el general Negri no está esperándome allá arriba?- digo, fingiendo un aire confidencial.
– Hijo de mil putas -susurra Haydée. -Hijo de mil putas.
Y, girando brusca y dando un portazo, sube a toda velocidad las escaleras. Quedo un momento inmóvil en la vereda, contemplando la escalera iluminada y vacía, hasta que, de golpe, la luz se apaga, sin que yo decida moverme todavía -segundos muertos durante los que no pienso nada ni ningún sentimiento o emoción me visitan, sin siquiera conciencia de estar aquí ni recordar las frases que he pronunciado, igual que si hubiesen sido dichas por algún otro y flotasen por lo tanto en su propia memoria y no en la mía. Hasta que por fin me doy vuelta, cruzo la calle, y me interno en la transversal oscura -tramos negros interrumpidos con regularidad por la sempiterna escansión de los puntos luminosos del alumbrado público.
La dispensa temporaria de la papesa Juana, obtenida hace una década por mi tocayo Carlos: quién iba a decir en los anocheceres del parque, cuando trataba de atraer a Haydée por los hombros para besarla en la boca, que después de acogerme a sus beneficios parciales, a cada crisis y a veces sin razón, por mero desgano, iba a terminar optando por la eximición definitiva.
Yo despreciaba un poco a su marido porque no la deseaba; me parecía imposible que la protuberancia inferior, el aire ausente y bondadoso que parecía abandonar al capricho ajeno el cuerpo abundante y autónomo no despertaran, sin opción posible, el impulso de pasar horas enteras africándose contra la carne mate y caliente, imposible que, de ese tumulto masculino constante que despertaba su proximidad, no hubiesen quedado, después de cierto tiempo, los fragmentos del deseo que apetecía, más que el cuerpo carnoso y la interioridad flotante y evasiva, el universo entero a través de él, sino meras reliquias enmohecidas de alma, fósiles de emoción, huesos dispersos y resecos de sentimiento. Que me la corten en rebanadas si se me ocurre algo acerca de qué cuernos puede ser el deseo, y sin embargo sé todavía menos por qué razón se extingue. Si es la disponibilidad del objeto como dicenlo que lo apaga, es lo imposible entonces lo que atrae -nunca está demás lo que sirve para pisotear la economía- y lo aceptaría de buena gana si no estuviese seguro, lo que por otra parte me importa un rábano, de que imposibilidad y posesión se contagian, recíprocas, la inexistencia. Por transferencia como dicen a otro objeto es que desaparece tal vez -lo que cambia el objeto, pero no el problema. Tal vez lo que llamamos deseo es análogo al brillo de una estrella muerta -el espasmo de algo inhumano que deja de existir en el momento mismo en que se encama y cuyos últimos sacudimientos en su lugar de paso, nosotros, nos inducen, maquinales, a descargarlo en lo exterior. De modo que son aquellos que creen poseer los poseídos, y los buscadores de objeto el objeto por excelencia. El caso es que de todo ese rompecabezas me desperté una mañana con la dispensa definitiva de la papesa Juana. Los peces voladores, que al principio no dejaban el aire y parecían flotar en miríada, con su aleteo plateado y múltiple, más en levitación que en vuelo, suspendidos en la luz por sobre el gran fondo oscuro y frío del mar, retomaron un buen día el camino de la negrura, y volvieron a su modalidad banal de reaparición periódica, un tiempo en la oscuridad helada y sin límites, y una salida brusca a la evidencia, para atravesar rápidos el aire y volverse a sumergir, saliendo y entrando en el océano, hasta que sus apariciones fueron haciéndose más espaciadas y más cortas, sus aleteos más opacos y exangües, de modo que, si durante un tiempo me puse a espiar por el mar vacío sus apariciones, no sin ansiedad ni nostalgia, al cabo de un momento dejé de esperarlos, sabiendo que ya no volverían a salir. Dejé de esperar: porque en el pasado, o lo que llamo así digamos, haya encontrado un abrigo en esos estremecimientos cálidos, de lo más agradables a decir verdad, no voy a andar corriéndome a cada rato hasta la esquina para ver si llueve.
Dejo de lado que una vez amasó ñoquis con azúcar impalpable en vez de harina, que, con el pretexto de que había muchas legumbres, otra vez puso una sola papa en el puchero para ocho comensales, la carne salada un día sí un día no, la obstinación en querer ser ama de casa a toda costa, sobre todo desde el nacimiento de Alicia, en razón de quién sabe qué teorías tiradas de los pelos entre ella y sus colegas sobre la importancia de la madre nutricia para el equilibrio mental de la familia- yo, que terminaba mucho más temprano en el diario, la hubiese esperado con gusto con la comida lista y la mesa puesta o, mejor todavía, la hubiese llevado todas las noches al restaurant, eso es más que seguro, pero aún así puedo no tomar en cuenta ese aspecto de las cosas y darle la importancia que tiene, es decir, para ser francos, ninguna.
Pero que me cuelguen si sumando lo secundario de todos mis casamientos el resultado no es un bulto demasiado pesado como dicen para ser arrastrado por un solo hombre. Mi primer matrimonio -el único legal a decir verdad- duró ocho meses, aunque puedo decir que cuando le estaba poniendo la alianza en el Registro Civil a mi mujer, en el mismo momento en que el aro de oro entraba en su dedito de porcelana, ya estaba percibiendo la irrealidad de la cosa, con su familia y la mía bien trajeadas, igual que los compañeros de facultad -mi madre y mi hermana más que seguro más que escépticas, mi padre no muy convencido tampoco de verme en el Registro Civil dos meses después de haber conocido a Graciela en el bar de la facultad, y la familia de Graciela menos todavía a causa de nuestra decisión de casarnos directamente por civil sin pasar por la iglesia. Hace más de veinte años de esto; yo todavía flotaba entre el vasto mundo exterior que me llamaba a su intemperie y la familia dispuesta a acordarme confort y protección a cambio de la promesa de no innovar, a caballo entre lo abierto y lo cerrado todavía, y el hecho de que Graciela, sentada sola en la mesa del bar de la Facultad, haya respondido con una sonrisa al movimiento significativo de cabeza que le hice al entrar al bar y verla, me llevó en línea recta desde la mesa del bar hasta la impresión nítida de irrealidad que me asaltó en el momento en que le metía la alianza en el dedito de porcelana -esa aceptación rápida de mi persona por parte de una chica de lo más bonita, de buena familia como dicen, por añadidura, y tal vez por encima de todo un poco más buena familia que la mía levantó, más que seguro, el espejismo. Los juegos de cubiertos, los veladores en falso rococó, las cobijas, expuestos en el salón durante la fiesta lo empezaron a disipar. Y cuando nos encerramos en el hotel más lujoso de la ciudad para pasar la noche de bodas antes de viajar a Bariloche al día siguiente, ya se había disuelto el sortilegio. No hubo modo de penetrarla -ni esa noche ni las siguientes-. Al cabo de unos diez días, harto del lago Nahuel Huapí, del bosque petrificado y la hostería bávara en la que nos alojábamos, atendida por una familia de refugiados nazis, y que me cuelguen si me equivoco, le sugerí que acortáramos el viaje de modo que, aterrorizada ante la perspectiva de tener que explicarle a la familia su primera desavenencia conyugal en pleno viaje de bodas, accedió a mantener la piernas abiertas y a abstenerse de esquivar la penetración con el movimiento instintivo de las nalgas que venía haciendo cada noche apenas sentía la punta de mi sexo en su hendidura. Que lo corten ahora mismo en rebanadas ese sexo al que me refiero si tenía la intención de hacerle el menor daño y si desde la primera noche no actué en todo momento con la mayor delicadeza y dulzura -no era miedo ni nada lo que tenía sino que le habían machacado tanto y durante tantos años con medias palabras y sobreentendidos desde luego que su virginidad era la carta máxima con que contaba en la lucha por la vida, que más que seguro se había identificado con ella y tenía miedo de perderse ella misma en lo indiferenciado si la perdía, de modo que mantenía su hendidura vertical bien obturada por dentro, por control remoto podría decirse, y aún con toda la buena voluntad que puso al final, y creo que cada vez que hizo el amor, conmigo en todo caso, era una verdadera tortura entrar en ella y yo terminaba, incluso ocho meses más tarde todavía, con la punta de la verga toda lastimada. En los ocho meses, fue incapaz de decidir si había tenido un orgasmo o no, ni si le gustaba o le disgustaba lo que hacíamos- hasta percibir que la manteca está rancia o el tiempo un poco más fresco que ayer hay que tener vida interior. Y a pesar de eso, a la semana siguiente de nuestra vuelta de Bariloche empezó a preparar un cuarto para los niños y almacenar ropa de bebé. A decir verdad no me hubiese importado mucho que no hiciésemos el amor si ella tenía miedo o no le gustaba -hubiese podido arreglármelas de otra manera si ella hubiese sido capaz de discutir conmigo la cuestión, pero el problema era que ella misma no sabía sí tenía miedo o no le gustaba; probablemente pensaba que al cabo de nueve meses de matrimonio la cigüeña deposita en una cama preparada para esta eventualidad el bebé comprado en París y que el papel de una buena madre consiste exclusivamente en comprar esa cama y tejer durante nueve meses ropita para el nene, del mismo modo que en la transformación de una de las habitaciones de la casa en un lugar de ensueño como dicen destinado a procurarle el máximo de felicidad a la personita adorable que la cigüeña dejará caer por la chimenea en forma inminente. Lo que el nacimiento podía implicar de sangre, esperma, pelos, gritos, garras, muerte, lágrimas se le escapaba y era inútil tratar de explicárselo -más de una vez, hablando con ella, a causa de la fijeza de su expresión, tuve la impresión extraña de estar hablándole a una muñeca, y ahora que pienso en ella veinte años más tarde, no puedo dejar de representármela como tal, el pelo rubio demasiado "pelo rubio", los ojos azules demasiado "ojos azules", la carne regordeta y dura a la vez, de un rosa demasiado "rosa", liso y brillante, sobre todo, aparte de la boca entreabierta en una sonrisa convencional, que a decir verdad acababa en los dientes blancos demasiado "dientes blancos", ningún orificio, ni poros, ni vagina, ni ano, ni orejas, ni fosas nasales, para permitirle algún tipo de relación orgánica con lo exterior. De tan convencional, se volvía inaccesible, inhumana, misteriosa, igual que si hubiese sido maciza, por dentro, de una sola pieza como se dice, sin la complejidad oscura de los órganos que orquestan, con su funcionamiento polirrítmico, para bien o para mal, la imprevisibilidad y la riqueza de las especies vivas.
Desde luego que no esperé la separación para procurarme en otra parte lo que buscaba en vano en ella cuando me concedía, con la expresión de estar diciéndome todo el tiempo No te preocupes, no voy a molestarte para nada mientras estés adentro, algún acto sexual, un cuerpo caliente que se estremeciese de verdad contra el mío o que, por lo menos, por razones profesionales o por pura cortesía, lo simulara. La voluptuosidad bien simulada es por otra parte mucho más gratificante que la genuina cuando a la genuina no se la expresa como es debido ya que, de todos modos, del goce ajeno no percibimos más que los signos exteriores, y sólo podemos tener teorías acerca de su existencia, igual que de los pensamientos de un perro – mi primera mujer podía muy bien ser una hoguera como se dice, pero los amoríos pasajeros obtenidos en los bailes de carnaval e incluso en la calle connotaban de un modo más inequívoco su combustión posible en la penumbra roja de los hoteles alojamiento. Y, hay que reconocerlo, es mucho más agradable ir a leer algo bien escrito o a comer una parrillada después de fornicar, que quedarse a esperar nueve meses a ver qué sale del lugar en el que uno ha entrado. La multiplicidad de parejas por otra parte disminuye la pobreza de este acto único, que muy pocas combinaciones y el cambio continuo de objeto puede procurar experiencias sensoriales comparativas, análogas a las justas poéticas en las que, a partir de un tema impuesto por el jurado, los distintos participantes nos deleitan no por la originalidad del tema, sino por el tratamiento singular a que lo someten. El interés viene de lo circunstancial -cosa que también puede suceder, no lo niego, aunque es más raro, si se lo hace siempre con la misma persona. La multiplicidad pone de relieve lo individual de cada una de las parejas ocasionales, los detalles que la vuelven única, momento irrepetible en el flujo perenne de la especie, concreción material individuada más presente, según los casos, a un sentido que a otro, dándole un tono diferenciado a las sensaciones. Forma, estímulos, sensaciones, emoción bien diferenciadas: la memoria los requiere para poder crear, por lo que dura una vida, la ilusión de un pasado empírico. A veces un solo acto sexual basta para fijarlos, a veces son necesarios muchos, y a veces, incluso, el deseo no satisfecho incrusta en la memoria experiencias imaginarias, apetecidas pero no realizadas, más imborrables que las verdaderas.
Que me cuelguen si para procurarse esa multiplicidad la condición de divorciado no deja de tener sus ventajas, en primer lugar porque aleja a "las chicas de buena familia que quieren constituir un hogar" como se dice, sin pasar por un poco de perversión, como Graciela por ejemplo, y después porque la búsqueda de la variación puede ser atribuida por los demás no al libertinaje, lo que me importaría a decir verdad tres pepinos, sino a las vacilaciones comprensibles del que "ha fracasado en un primer matrimonio", lo que puede estimular la curiosidad. Si podemos decir que la relación amorosa como la llaman es un intento de escribir de manera más satisfactoria la historia de la propia familia, puedo asegurar que en mi caso, refractario durante un buen tiempo a la novela-río, frecuenté a y durante años el género breve, la anécdota, el brochazo, el cuento con final sorprendente, la fábula, elinterludio cómico, e incluso el aforismo. Como en muchas otras disciplinas, la extensión media sin embargo es la que otorga más satisfacciones.
Que me la corten en rebanadas si hay la menor jactancia en todo esto: la actividad sexual está al alcance de todo el mundo -hombre o mujer, rico o pobre, feo o hermoso, joven o viejo- a condición de que se la desee, y nadie es responsable de su deseo, así que es igual de meritorio haber tenido muchas experiencias o no haber tenido ninguna -igual de meritorio que para la cebra ser rayada y para un planeta, pongamos el ejemplo aunque sólo lo conozcamos de oídas, girar. A causa de mi opción, misteriosa para mí mismo, por la cantidad, puede decirse que mi segundo matrimonio, siete años después del primero, resultó un efecto ineluctable de la estadística.
Marta fue en mi vida una distracción prolongada – lo primero que se me ocurre siempre de ella es que era un caballero. Distante, afable y un poco irónica hacia mi persona desde la mañana en que, después de una fiesta, nos despertamos en la misma cama, tenía la característica de no mostrar nunca sus emociones, de restarles importancia, lo que yo atribuí siempre a un equilibrio superior y a una cortesía desmesurada, hasta que su suicidio, por desavenencias con un imbécil, tres o cuatro años después de nuestra separación, me dejó entrever lo que hervía detrás de su expresión delicada.
Cuando se tiró bajo un tren, uno de nuestros amigos, ya no recuerdo cuál, lanzó el mot d'auteur como se dice, más wildeano que dostoyevskiano, de que el reverso de la ironía wildeana de Marta era de orden dostoyevskiano. En los cuatro años que vivimos juntos, no dejé de considerar ni un momento que era alguien que yo estimaba demasiado como para confesarle todas las traiciones, mezquindades y ambivalencia que reservaba para su persona, hasta que el día de nuestra separación caí en la cuenta de que a ella le ocurría exactamente lo mismo respecto de mí. Lo que yo atribuí a su ceguera, a su tolerancia y a su bondad, era a su culpabilidad que se lo debía. Todo esto sería cómico -lo es sin duda y, visto de cierta altura, ridículo e incluso inexistente- si no tuviese la certeza de que el hundimiento en plena existencia, la caída escaleras abajo, el agua negra y helada empapándome las botamangas del pantalón, empezó el día mismo de mi nacimiento, con el primer vagido ciego, la certeza de que cada uno de los malentendidos que, sin siquiera ser tenidos en cuenta, darían montones de argumentos de operetas y de comedias americanas, son como martillazos en la cabeza del candidato a hombre, a tal punto que, más que seguro, el estado natural termina siendo el aturdimiento, la somnolencia atravesada de tanto en tanto por manotazos de pánico, la neuralgia. A Marta le debo no únicamente esa lección, sino también mi matrimonio con Haydée.
Eran amigas de infancia -provenían de la misma cuadra y del mismo magma sociológico, en el que sus familias tenían funciones complementarias, ya que el padre de Marta ejercía la medicina dos casas más allá de la farmacia, a la que los enfermos que salían del consultorio se dirigían del modo más espontáneo, sin siquiera haber tenido tiempo de guardarse la receta en el bolsillo. Fueron juntas a la misma escuela primaria, a la misma escuela secundaria y alquilaron juntas un departamento cuando se instalaron en Rosario para entrar en la universidad. En la distribución de roles, Haydée era la "seria" y Marta la "aventurera", Haydée la "idealista reformadora" y Marta la "escéptica"; desde chicas, habían decidido que Haydée estudiaría medicina para especializarse en enfermedades tropicales y Marta etnología, y que apenas obtuviesen sus diplomas se embarcarían para el África, pero al final de sus estudios universitarios Haydée había descubierto su vocación por la especialidad médica de la zona templada, el psicoanálisis, y Marta un campo de investigación no desprovisto de interés para un etnólogo, la literatura francesa. Simone de Beauvoir e incluso María Bonaparte, y más tarde Jacques Lacan, les servían de vasos comunicantes y siguieron juntas en Buenos Aires, hasta que Marta se fue a París -mariposa nocturna atraída por la luz centrípeta de l'Ecole Practique- y Haydée instaló su consultorio en Belgrano. No únicamente el correo, sino también la farmacéutica, en sus viajes periódicos al viejo continente, les servían de enlace. Hacia el norte, los bolsos Vuitton iban cargados de dulce de leche, de yerba, de chismes sobre ex compañeros de facultad, de flores secas de paraíso, y cuando volvían al hemisferio austral como le dicen, los textos estructuralistas -únicamente las grandes marcas- se frotaban en ellos con los pañuelos de Dior y los perfumes de Nina Ricci. Pero como al cabo de un tiempo sus padres murieron en un accidente, Marta se volvió a la ciudad. Y es ahí donde hago como se dice mi aparición.
La herencia familiar le permitía pretender que vivía de sus traducciones -la noche que la conocí había terminado un libro de Nathalie Sarraute que, lo supimos más tarde, ya había salido varios meses antes en una edición española. Al menos, que no me la conviertan en una especie de Pardo Bazán, se quejaba, riéndose resignada, con esa expresión tan suya que, me di cuenta después de su suicidio, no significaba como yo creía Al mal tiempo buena cara sino más bien No soy digna de otra cosa. Pensándolo bien ahora, el respeto distante hacia su modo de ser era de mi parte una crueldad, pero que me cuelguen si no hacía más que plegarme a una especie de pacto tácito al que ella misma me había inducido y según el cual, no únicamente para los demás, sino sobre todo para nosotros mismos, debíamos ser "divertidos", "cultos" e "independientes". Nos inscribíamos en la categoría "conscientes de la complejidad de las cosas", diferentes de lo que llamábamos, y los que sobrevivimos seguimos llamando, la horda o la conspiración religioso-liberal o estalin o audiovisual o tecnocrática o disneylandiana. De no haber existido Haydée, tal vez todavía hoy hubiésemos seguido juntos.
Antes de conocerla a través de las referencias de Marta y de algunas fotografías, ya tenía la certidumbre de que iba a acostarme con Haydée, por carácter transitivo quizás de la intimidad que había entre Marta y ella.
Había incluso empezado a desearla antes de haber visto sus fotografías, y cuando por fin vi una de ellas, la protuberancia en el labio inferior me inculcó una idea errónea, aunque persistente, de su moral sexual.
La inercia de la mía me hacía concebir su persona como un punto a alcanzar, atravesar y dejar atrás, por el movimiento uniforme conque mi deseo se desplazaba en línea recta hacia el infinito. Pero la primera vez que la vi, el movimiento se atascó y, de un modo inesperado, me enamoré, como se dice, de ella. Que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si después de los treinta años me esperaba semejante accidente, y en tanto que las razones de mi primer matrimonio fueron de orden sociológico, ya que la familia de Graciela era desde un punto de vista social más acomodada que la mía, y los de mi segundo de orden estadístico, ya que a fuerza de cambiar de pareja debía por la ley de la diversidad quedarme enredado con una de ellas durante cierto tiempo -con cada pareja se produce una especificidad y con Marta me toco la de la duración-, las razones de mi tercer y, esperemos, último matrimonio, se confunden en un magma borroso y se pasan al campo de su contrario, lo irracional, dejándome, tengo que reconocerlo, bastante maltrecho.
Todo esto forma -hay que darlo por seguro- un buen amasijo. La indiferencia aparente de Haydée, durante los primeros encuentros, en los que estábamos siempre acompañados de Carlos y de Marta, volvía, en razón de la imposibilidad de manifestarlo, mi interés exorbitante: más ella parecía ignorarme, más yo deseaba que reparara en mi presencia.
El delirio como lo llaman es lujoso en sus manifestaciones y, en comparación con el sentido común, abundante, y algo debe tener de bueno puesto que también pisotea como decía hace un momento la economía.
En las noches de verano que pasábamos los cuatro charlando y fumando en la oscuridad bajo los árboles, estaba todo el tiempo al acecho, tratando de percibir, en la silueta calma de Haydée, de la que adivinaba la boca por la brasa de su cigarrillo que se intensificaba a cada chupada, algún signo mudo, onda o estremecimiento, de connivencia. Y cuando nos separábamos, el beso convencional en la mejilla, que solía reforzar con una palmadita supuestamente prescindente en el brazo, buscaba, de un modo discreto, calculando casi cada milímetro de piel, la proximidad de la boca. No podía sacármela de la cabeza, imaginándomela a veces en actitudes diferentes y a veces en una misma estampa repetitiva que se interponía entre "yo" y mis pensamientos, y debo decir que, si esa imagen estimulaba el amor como se dice, no pocas veces generaba también, tan inmotivado como el primero y bien fuerte, el odio. A veces me imaginaba dominándola, moral y sexualmente, pero otras el desprecio de mí mismo me incapacitaba para todo sentimiento de supremacía. Me felicitaba por conocerla, incluso sin el provecho de la posesión, pero al minuto siguiente abominaba el haber nacido. Me la representaba por momentos casta y por momentos ramera. Y sin sospechar que ya para esa época Carlos había pedido y, para su satisfacción, obtenido la dispensa definitiva de la papesa Juana, me parecía que la lascivia más repugnante era la de acostarse con su marido. Tenía urgencia por acostarme con ella y al mismo tiempo tomaba la decisión de no hacer nada para conseguirlo. En momentos de exaltación celebraba el universo porque la contenía, pero unos segundos más tarde me la imaginaba muerta, desfigurada, en estado de putrefacción. En público acostumbraba a ironizar sobre su persona y sobre todo, sobre su profesión, pero en mis ensoñaciones me veía recostado en su diván, contándole mi vida íntima con docilidad. Me la representaba fornicando en las posiciones más viciosas, pero me costaba comunicar esas postales al plano genital, y si quería masturbarme por ella por más que me toqueteaba tenía dificultades para mantener mi erección, aunque cuando hacía el amor con otra, Marta o algún encuentro ocasional, era imaginármela a ella en su lugar lo que multiplicaba mi excitación. Algunas mañanas, al despertarme, hacía una especie de voto de castidad, que mantenía durante todo el día, lo que me daba un estado placentero y una opinión elevada de ella, del mundo y de mí mismo, pero a la noche, después de las primeras copas, terminaba, lleno de sensaciones turbulentas, en la cama de un hotel con la primera puta barata que se presentaba. Me sentía todo el tiempo observado por ella, juzgado en cada uno de mis actos en el momento mismo en que los realizaba, igual que si estuviese presente, y mantenía diálogos imaginarios con ella, componiendo mis frases y las suyas, una serie de sketchs, siempre los mismos, que iba puliendo durante semanas, así como algunas frases que pensaba decir en su presencia, construidas con cuidado, para producir en ella un efecto profundo, del que únicamente nosotros dos estaríamos al tanto, pero cuando llegaba el momento de pronunciarlas se me enredaba la lengua y me ponía a balbucear o me equivocaba en los términos, o no producía en ella ningún efecto, o ella no la oía o simulaba que no la oía. Dos o tres veces encontré algún pretexto para ir a Buenos Aires -ellos venían seguido a la ciudad para ver a esa mujer, la farmacéutica- pensando en llamarla por teléfono, pero las veces en que tuve el coraje de discar colgué apenas levantaron el tubo del otro lado y me pasaba dos o tres días esperándola en los lugares que me imaginaba que ella podía frecuentar, sin el menor resultado desde luego.
Su actitud impenetrable, por otra parte, me obligaba todo el tiempo al trabajo interpretativo: cualquier gesto, palabra o acto suyo podía significar cualquier cosa o contrario; el silencio con que recibía alguna de mis frases, en vez de ser neutro o vacío de significado desbordaba, más bien, de una multiplicidad de sentidos diferentes, complementarios o contradictorios que yo iba atribuyéndole sin decidirme en favor de ninguno.
Ciertas cosas que ella decía eran sometidas también a un análisis minucioso, palabra por palabra, aislando cada una del contexto y sopesándola con meticulosidad, tratando de penetrar su sentido último como se dice, y, después de haberlo encontrado, o de creerlo así, percatándome de un modo súbito que la frase en realidad estaba compuesta de otra manera y que era necesario recomenzar el examen. La entonación de un saludo, la dirección de una mirada, el modo de vestirse o de encender un cigarrillo, no escapaban al desmantelamiento analítico y mandaban siempre, por debajo de su apariencia contingente, algún mensaje secreto. Todo lo relativo a su persona me parecía, aún en los casos menos probables, intencional. El más inesperado de los encuentros por ejemplo, tenía a mi juicio las características evidentes de un hecho provocado. Toda circunstancia que nos ponía en relación, en contigüidad o en contacto, era la revelación de una afinidad segura entre la disponibilidad de Haydée, los pliegues espacio-temporales y mi propia voluntad. Durante un buen período tuve a la casualidad, piedra fundamental de mi filosofía por decirlo de algún modo, abandonada, en suspenso. Si Haydée llamaba por teléfono cuando Marta estaba ausente, eso se explicaba a mi juicio porque Marta no era más que un pretexto y yo el verdadero destinatario de la llamada, pero si al volver a casa una noche me enteraba de que Haydée había llamado a Marta mientras yo estaba fuera, no podía abstenerme de pensar que lo había hecho con la intención de no dar conmigo, por lealtad para con Marta o por miedo a traicionarse durante la conversación. No pocas de estas especulaciones se hacían a distancia, porque Haydée vivía todavía en Buenos Aires y pasaban muchas semanas entre cada encuentro. Un día bruscamente, Haydée se instaló en la ciudad y Carlos, mi tocayo, por razones de trabajo adujeron, siguió en Buenos Aires. Aunque viajaban todo el tiempo, los dos y en los dos sentidos, percibí con facilidad que como se dice se me hacía el campo orégano y, desde luego, la instalación de Haydée en la ciudad no presentaba desde mi punto de vista mayores problemas interpretativos -gracias a esa impresión durante un tiempo me pareció haberme liberado de ella, dándome por satisfecho con la confesión implícita que representaba su mudanza, pero al poco tiempo nomás las emociones recomenzarán, más fuertes que al principio ya que, con mudanza y todo, Haydée se volvía cada día más impenetrable. Nos veíamos todo el tiempo, pero siempre de a tres o, cuando Carlos estaba en la ciudad, de a cuatro, y de: a muchos también en reuniones más amplias.
El factor principal de mi táctica era encontrármela sola; me parecía que de esa situación, que, desde los orígenes del universo y según una concepción anticíclica y de expansión indefinida -si es infinita o no que lo afirmen los que puedan comprobarlo empíricamente- y puramente azarosa como es la mía, según la cual a los fenómenos casuales que duran un poco nos parece descubrirles leyes inmutables, todavía no se había producido, de esa situación digo a la pasión mutua y desencadenada no había, como se dice, más que un paso.
Todo se reducía entonces, según mi concepción casualista del universo, a provocar con ella un encuentro casual, una coincidencia gracias a la cual, de entre los trescientos mil cuerpos errantes que pueden entrecruzarse formando una gama indefinida de combinaciones, en distintos puntos de la ciudad, el suyo y el mío se encontrasen frente a frente y se pusiesen a caminar uno junto al otro durante un trecho o se sentasen, poniéndose a conversar, con una mesa de café de por medio por ejemplo o, mejor todavía, coincidiesen, desembarazados de todo objeto intermediario y en especial de toda vestimenta, sobre el rectángulo blanco, aislado por sus límites mágicos del mundo exterior, de una cama de matrimonio en un hotel alojamiento. La tierra gira sobre su eje y alrededor del sol en forma provisoria únicamente -todo eso va a resolverse alguna vez de modo centrífugo o centrípeto, da lo mismo- así que considerándonos a los dos como dos partículas diminutas atrapadas en una red extremadamente enredada de coincidencias, podía atribuirle a ese período de nuestras vidas una estabilidad relativa y, en el interior de esa regularidad, intentar un encuentro provocado, dándole la apariencia de la casualidad -el mundo es lo bastante engañoso como para que percibamos, en casi toda ocasión, lo contrario de lo que realmente sucede. Así que una mañana, un sábado de abril en que justo Carlos estaba en Buenos Aires y Marta en Rosario, el encuentro se produjo.
Fue en una esquina del centro, donde me había apostado durante meses con la esperanza de provocar la casualidad, pero cuando ella apareció de repente y me dirigió la palabra yo estaba tan distraído pensando en otra cosa -nada que ver con Haydée ni con el deseo o el sexo en general o en particular- que al verla frente a mí me sobresalté, me asusté incluso, de modo que pegué un salto hacia atrás por no haberla reconocido de inmediato, y mi expresión debe haber sido bastante singular porque Haydée, que en general es más bien retraída, se echo a reír. Como su aparición fue inesperada, mi concepción del universo se vio corroborada una vez más ya que, a pesar de mi preparación minuciosa, nuestro encuentro no se produjo en ninguna de las tantas situaciones premeditadas por mí, sino de un modo casual, durante uno de los pocos momentos en que después de meses de ocuparlas de un modo continuo, Haydée estaba completamente ausente de mis representaciones -sin contar con la comprobación complementaria de que, cuando se actualiza, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, el porvenir no es nunca como lo habíamos previsto.
La idea de que el mundo es real es tal vez una consecuencia del principio de placer, no del principio de realidad: teniendo en cuenta el estado lastimoso de nuestras relaciones actuales me cuesta creer que la delicia intensa de ese sábado de otoño, con su sol tibio a la mañana y el aire que fue enfriándose sutilmente hacia el anochecer, tuvo de verdad lugar. Nos encontramos antes de mediodía y nos separamos recién a las cinco de la mañana del día siguiente. Como era sábado, ella no trabajaba, pero yo tuve que pasar por el diario para cerrar el suplemento literario del domingo, y ni aún así nos separamos, porque ella me acompañó al diario a la tarde y me esperó en mi despacho mientras yo bajaba al taller para armar la página con el tipógrafo -y cuando se hizo de noche, como pensábamos ir a un restaurant, porque a mediodía nos habíamos contentado con un sandwich en un bar del centro, y ella decidió pasar por su casa a cambiarse, yo la esperé en el bar de la esquina tomando un vermouth mientras ella se daba una ducha y se vestía.
Me acuerdo patente de ese bar modesto al anochecer -un despacho de bebidas contiguo a un almacén en realidad- en el que, parado junto al mostrador, tomaba despacio mi vermouth con soda comiendo lupines y cubitos de mortadela, y asomándome de tanto en tanto a la calle para ver si ella volvía.
Lo que después es un recuerdo no siempre, en el momento en que entra en la memoria, tenemos la aspiración de que lo sea, y que lavoluntad y la memoria solas no bastan para formarlo, lo prueba el hecho de que, de nuestro pasado innumerable, la más de las veces nos queda lo esencial, como de ese anochecer en el despacho de bebidas por ejemplo del que persiste, no el momento feliz en que ella llegó, sino los desagradables y muertos que se estiraban en el almacén sombrío mientras la esperaba. Lo más real no es lo que queremos que lo sea, sino un orden material de nuestra experiencia que es indiferente a las emociones y a los deseos. Nuestros sentidos alimentan más nuestra memoria que nuestros afectos -y ni siquiera nuestros sentidos tal vez, sino una organización de nuestras vidas ignorada por nosotros mismos, para la que tiene más significado, sin que sepamos por qué, el recinto sombrío de un almacén que las emociones intensas de un amor naciente o de una separación intolerable. A los recuerdos que vuelven por sí solos únicamente por costumbre o por resignación los llamamos nuestros, y si se nos diese por yuxtaponerlos igual que a una tira de diapositivas, la sucesión no solo sería inconexa desde un punto de vista temporal sino que no contaría, en ningún orden lógico, ninguna historia inteligible o, mejor todavía, ninguna historia -estampas en las que, igual que en los sueños, el rememorador puede estar presente o ausente, y en muchos casos representando lugares, cosas o personas, escenas o palabras, a los que el conocimiento o, como se lo llame, no les conferiría ningún sentido ni le reconocería ningún origen empírico. Es nuestra capacidad de abstracción la que se los otorga, o sea que es lo menos personal de todo lo que poseemos lo que organiza nuestras representaciones íntimas. Así que de "ese" sábado tengo, muchos años mis tarde, no un recuerdo sino un relato, compuesto hasta en sus detalles más mínimos, organizado según una sucesión lógica, y tan separado de mi experiencia como podría serlo una película en colores -imágenes discontinuas pegadas una después de la otra y a las que una intriga de esencia diferente a las imágenes mismas, y agregada con posterioridad, les suministra, artificial, un sentido. Un relato tan improbable como nítido, de existencia autónoma, que, en vez de recordar verdaderamente, hemos; aprendido de memoria, igual que una tabla de multiplicar, y que, únicamente cuando activa nuestras emociones podemos equiparar a una obra de arte o, mejor todavía, a un mito.
Me acuerdo que nos pusimos a caminar. Me acuerdo que, como todos los sábados a la mañana en que hace buen tiempo, San Martín estaba llena de gente. Me acuerdo que ella llevaba un vestido verde, tejido, de lana liviana, bastante ajustado, y un saco de sarga blanca. Parecía limpia, fresca, descansada. Me acuerdo que conversábamos sin parar y que, me acuerdo, coincidíamos en casi todo. Me acuerdo que yo a veces silenciaba mis propias opiniones no por hipocresía, sino porque, a causa de mis sentimientos, tendía a relativizarlas o porque, gracias a una sensación fuerte de la alteridad de Haydée, me venía un gusto nuevo de la realidad propia de lo que, independiente de mí mismo, existía en lo exterior. Después me acuerdo que volvió a buscarme al despacho de bebidas y nos fuimos a caminar por la orilla del río. Me acuerdo que fue refrescando con el anochecer y que, a partir de cierto momento, empezamos a sentir frío en la penumbra de la costanera pero, a decir verdad, desde que tengo memoria, ¿cuántos sábados soleados de otoño no terminaron refrescando al anochecer, y cuántas veces, en la penumbra de la costanera, paseando incluso con Haydée, no tuvimos frío al cabo de un momento? También me acuerdo que fuimos a cenar a un restaurant de las afueras, en un reservado al que el mozo nos condujo de un modo espontáneo, suponiendo que éramos una pareja adúltera que prefería una mesa discreta, y pensando que después de la cena nos disponíamos a ir a un hotel alojamiento de las cercanías. Que me cuelguen si se equivocaba en cuanto a mis intenciones, pero como lo supe un poco más tarde, cuando fuimos a uno por primera vez, Haydée nunca había estado en esos hoteles, a diferencia de Marta, que conocía todos los de la ciudad y todos los de Rosario incluso y, según ella, los prefería a los departamentos. Me acuerdo que desde luego no fuimos esa noche al hotel y que ni siquiera lo sugerí, pero que me sorprendió que aceptara sin vacilar, incluso con entusiasmo, cuando propuse que fuéramos a bailar a un night club.
El tiempo pasaba rápido me acuerdo. Y, desde las once de la mañana, la conversación no languidecía. Me acuerdo. Pero me acuerdo que cuando la saqué a bailar, si bien no dijo nada y permitió, en la penumbra, que apoyara mi mejilla en su sien y hundiera la nariz en su cabello, cuando sintió que yo pegaba la parte inferior de mi cuerpo al suyo, para poder frotar mi verga contra sus muslos, se puso tensa y se separó un poco, sin proferir todavía el estribillo conque se zafaría durante meses de mis intentos de abrazos en el banco del parque del Palomar: No mientras yo siga viviendo con Carlos y vos con Martita.
Carlos asumió, unos meses más tarde, las conclusiones que se imponían con la obtención de la dispensa definitiva de la papesa Juana, como él decía, de modo que las idas y venidas a Buenos Aires fueron haciéndose cada vez más espaciadas hasta que cesaron por completo. Y, con Marta, la cortesía distante, el desgano y la indiferencia fueron alternando hasta la explicación final en la que, cosa curiosa, tanto en el uno como en el otro, el perdón llegaba, como si hubiera apuro por terminar, antes que la confesión de la falta.
Durante algunas semanas de libertad recobrada no pasó nada. De golpe, lo que hasta ese momento se presentaba como imposible pareció volverse, a causa de esa libertad, obligatorio. Nos llamábamos por teléfono pero siempre nos faltaba tiempo para vernos. Después de mi separación, yo había vuelto a vivir a casa de mi madre, en mi cuarto de la terraza, entre los libros de mi primera biblioteca y mi ventana que da al oeste, a las terrazas de baldosas color ladrillo, a los parapetos ennegrecidos por la intemperie entre los que se abren, aquí y allá, los patios traseros de los que emergen las copas de los nísperos, de los gomeros, de las acacias, de las higueras o de los naranjos gigantes. También Haydée, desde su vuelta de Buenos Aires, vivía en lo de la farmacéutica -todavía no sospechaba hasta qué punto "eso" en "Haydée" estaba bajo su influjo. Estábamos otra vez en el punto de partida igual que si, girando en círculo y sin avanzar, pasáramos por una etapa antigua, ya vivida, a la que una fuerza regresiva se aferraba antes del salto hacia adelante. Hasta que un día, "otro" sábado, de primavera esta vez, decidimos vemos. Pasamos la tarde en el hotel de las afueras, salimos a comer, y después nos volvimos al hotel hasta la mañana siguiente. De tanto fornicar, quedamos llenos de moretones, de raspaduras, de contracciones musculares, de lastimaduras y, durante una semana, por lo menos, me siguió ardiendo la punta de la verga. Pero fuimos accediendo al placer de modo progresivo, al cabo de horas, igual que si muchos pliegues de dudas, de anestesia e incluso de autodesprecio, nos hubiesen separado durante años de nuestros cuerpos sensitivos. Cuando decidimos, en la siesta cálida, ir al hotel, lo hicimos como si se tratara de una determinación racional y de un desafío, y me llamó la atención que apenas estuvimos dentro de la pieza, Haydée se desnudó con aplicación, doblando y colgando la ropa con cuidado y que después se echó en la cama boca arriba y se instaló a esperarme, sin tocarme ni dejarse tocar hasta que yo también estuve desnudo y me acosté a su lado en la cama. Ella tomaba las cosas, sobre todo las caricias preliminares, en forma humorística, como es habitual en nuestra época, y aunque yo había recibido de varias de mis parejas felicitaciones agradecidas a causa del humor con que ejercía mis actividades sexuales y, por supuesto, asumí también con Haydée una actividad irónica e incluso cómica para mostrarme civilizado, el hecho de tener junto a mí ese cuerpo desnudo y estar yo mismo desnudo a su lado, me hacían temblar y estremecerme por dentro. La evidencia y la inmediatez de su cuerpo me hacían desear algo impreciso y sin nombre, que presentía de antemano como inalcanzable pero que de todos modos intentaría poseer, con la dificultad suplementaria de que aunque ese deseo me incitaba a urgencias brutales, el amor no físico requería también la dulzura. Recién a medianoche, cuando volvimos al hotel para quedarnos hasta la mañana, fuimos encontrando el ritmo común, más allá de lo convencional de nuestros sentidos civilizados, en regiones de nuestra carne y de nuestros órganos en las que, entre brutalidad y dulzura, desaparecía la contradicción. El orgasmo, si no nos daba la certidumbre de una meta alcanzada, nos apaciguaba y nos adormecía durante cierto tiempo, pero al rato nomás, en la circulación silenciosa de la sangre, en la sensibilización brusca de la piel, en el endurecimiento progresivo de las partes blandas de nuestros cuerpos y en la distensión lenta de los poros y de los esfínteres, el deseo, de esencia incontrovertiblemente distinta a la de nuestra carne, se ponía en movimiento otra vez, ubicuo y anónimo, más íntimo que los pliegues más íntimos del propio ser, y más inexplicable que el origen, la presencia y la finalidad de las estrellas. Que me cuelguen del pobre aditamento ya casi inexistente y me dejen colgado el resto de mis días si podía imaginarme, esa noche y las que siguieron, durante dos o tres años por lo menos, que todo eso iba a terminar del modo lamentable en que terminó, con la dispensa definitiva de la papesa Juana y rodando escaleras abajo hasta quedar con los tobillos metidos en el agua negra y helada, el agua viscosa y sin fondo chapoteando y tirándome hacia abajo, de tal manera que todavía, en que ya no estoy en el último escalón sino en el penúltimo, sin atreverme a mirar hacia abajo aunque de todos modos la oscuridad es tan densa que no vería nada, todavía digo, tengo la sensación pringosa y helada en los tobillos y las costras grisáceas y resecas en las botamangas del pantalón.
El puesto de observación móvil, arropado en capas superpuestas de lana, que en otras épocas sabía llamar "yo", se desplaza en la calle oscura, y los puntos luminosos que señalan cada esquina y se pierden hacia el fondo de la calle, no parecen haber disminuido en cantidad a pesar de que he dejado atrás tres de ellos, cuando doblo la esquina para volver en dirección al centro.
En la altura, unos doscientos metros más adelante, la silueta de neón verde pálido del hotel Conquistador revela, vista desde atrás, su carácter monstruoso de criatura doble, hecha de dos partes delanteras de cuerpo, sin ninguna parte trasera, ya que la misma figura enmarcada en el rectángulo de neón rojo que miraba hacia el sur vigila también el norte, en la visera que sobresale en el lado superior del rectángulo y las mismas manos aferrando la empuñadura de la espada ancha de neón verde pálido cuya punta se apoya, entre las piernas abiertas en actitud dominadora, en la base del rectángulo rojo, parece observarme, desde lo alto, mientras avanzo en dirección a él, y cuando paso debajo y comienzo a alejarme, su otra cara sigue observándome de modo que, para ponerme al abrigo de su vigilancia amenazadora, cruzo de vereda, ya que la silueta de neón verde, demasiado rígida y estática, es incapaz de girar la cabeza para ver lo que pasa en la vereda de enfrente.
– Haydée volvió a llamar para explicarme lo de Alicia -dice mi hermana cuando llego al living, jadeando un poco a causa de las escaleras, y empiezo a desabrocharme el sobretodo.
– Pretextos -dijo, sabiendo que, desde luego, no está de acuerdo conmigo y confía más en la explicación de Haydée que en la mía.
Pero hablamos sin miramos, con la vista fija en la pantalla del televisor en el que señales luminosas que forman figuras coloreadas de apariencia humana y de tamaño reducido, peroran en forma falsamente llana para simular realidad -es un "abuelo bueno" el que habla ahora explicándole a "un nietito que lo quiere" por qué lanaturaleza debe ser protegida. Están vestidos de "lejano oeste en el siglo diecinueve", sentados en el superior de una serie de postes horizontales que representan un "corral", vestidos con camisas a cuadros y vaqueros impecables, para connotar que son los personajes decentes de la serie. También "mi hermana y yo" estamos vestidos con ropa limpia y de bastante buena calidad, y hemos intercambiado nuestras frases con urbanidad, en el living amueblado con corrección, según las normas más generales de estilo y los costos habituales para la clase de muebles que se acostumbra comprar en el caso de gente como nosotros. A pesar de que la serie transcurre en los "Estados Unidos", el "abuelo bueno" habla español con acento mejicano, y aunque apenas si se entiende lo que dice, a causa de fluctuaciones de sonido, de problemas acústicos y de la usura de la banda sonora, comprendemos lo más bien su mensaje, que ya conocíamos de antemano, no por haberlo pensado nunca -a mí en todo caso me importa lo que se dice tres pepinos que la naturaleza sea o no preservada, porque de todos modos todo esto es transitorio y tarde o temprano, se lo preserve o no, se va a acabar-, sino por haberlo leído mil veces en los diarios y en las revistas y escuchado otras tantas por radio o por televisión, sin que sepamos muy bien por qué hay que proteger la naturaleza, a cuál de los instigadores del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano se le ocurrió lanzar la consigna con el fin de sacar qué provecho, ya que nadie es capaz de decir si en efecto es necesario protegerla, si al basural cósmico y a todo lo que repta y pulula en su superficie, como consecuencia del estúpido tic repetitivo de esa misma naturaleza a la que hay que salvase guardar, no les convendría más desde todo punto de vista volver al silencio y al caos de los que provienen. Y, por otra parte, porque hayan estado repartiendo como quien dice universo gratis no soy tan tonto como para creer que la cosa va a prolongarse sine die. Lo cierto es que mi hermana y yo hemos intercambiado las frases precedentes sin mirarnos, con los ojos fijos en el cuadrado de ángulos curvos donde se agitan las imágenes coloreadas, y yo voy sacándome el sobretodo por etapas, inmovilizándome cuando termino de desabotonarlo, retomando después cuando lo traigo hacia los costados del cuerpo para contraer los hombros y hacer deslizar las mangas hacia abajo, y deteniéndome de nuevo, hasta que retomo por fin y me lo saco, inmóvil en mi lugar, siempre con la vista fija en el televisor hasta que, de golpe, una tanda publicitaria escamotea de un modo mágico al "abuelo bueno" y al "nietito que lo quiere" y los suplanta por la propaganda de un banco.
– Guarda que se te cae -dice mi hermana, reteniendo la carpeta amarilla de Bizancio Libros que, a causa de las distorsiones a que someto al sobretodo para sacármelo, ha comenzado a deslizarse fuera del bolsillo. La saca del sobretodo y me la extiende.
– No creo que haya nada importante adentro -le digo y agarrándola, la dejo, junto al sobretodo, en un sillón vacío.
– La cena está lista -dice mi hermana. Pasamos a la cocina iluminada. Sobre el mantel azul, los platos blancos, frente a frente, rodeado por los cubiertos y las copas, separados por la panera llena de óvalos de pan y el botellón de agua, brillan desde hace un buen rato sin duda, a la luz blanca del fluorescente.
– Se me hizo tarde -digo.
– No hay ningún apuro -dice mi hermana-, la película es a las diez.
– Deberías salir más en vez de estar todo el día pendiente de la televisión -le digo.
– Hace demasiado frío -dice mi hermana-. Hasta la primavera, no saco la nariz a la calle.
Lo dice riéndose, pero es posible que el mismo desgano, y después el mismo terror que hasta hace poco me impidieron, durante meses, atravesar el umbral para ir siquiera a tomar un café al bar de la galería, estén haciendo ahora presión sobre ella para mantenerla encerrada, a causa de la muerte de nuestra madre quizás, que desde hada años estaba inválida y ciega en la cama, impidiéndole salir cuando lo deseaba justamente, o a causa de ninguna razón pasible de ser conocida, un no desear salir para otra cosa que para resolver problemas materiales, inexplicable, o un no desear general más bien, un atascamiento temporario, a los cincuenta años, de sus apetitos, tan razonable o provechoso como el hambre misma. Lo cierto es que cuando saca la tapa de la olla la sopa humea y expande su olor familiar en la cocina, y que cuando vierte un cucharón en mi plato, la superficie verde pálido de la sopa -arvejas partidas probablemente- y borde blanco del plato forman dos círculos concéntricos, un disco verde pálido en el interior, y un aro ancho y blanco enmarcándolo. Antes de levantar la cuchara, espero que ella misma se sirva y venga a sentarse frente a mí, del otro lado de la panera y del botellón de agua. El color verde pálido de la sopa me intriga -son probablemente arvejas partidas- y una rugosidad en la superficie me induce a pensar que otras legumbres han sido molidas también para darle espesor. Y la primera cucharada, que soplo dos o tres veces para que se enfríe antes de ponérmela en la boca, no revela la identidad de esas substancias molidas y hervidas en la misma agua que no obstante tienen gusto a sopa, que reconozco en todo caso como "sopa" -al fin y al cabo, a aquello de lo que se tiene un conocimiento aproximativo, se lo llama por lo general una sopa: al origen del universo por ejemplo, le dan el nombre de "sopa cosmogónica", lo cual pasado en limpio significa que nos cuelguen con un gancho del prepucio y nos exhiban durante años en el Departamento de Física de Princeton si sabemos algo de cómo cuernos empezó la cosa, o, para el origen de la vida, la "sopa de Haldane", un menjurje imaginado en Cambridge para justificar el presupuesto anual de los laboratorios; lo arreglan todo con una sopa como decía y al que no está de acuerdo lo mandan, apenas se descuida, a la sopa popular.
– Arvejas -dijo, sacudiendo la cabeza para mostrar mi aprobación.
– Un poco de todo -dice mi hermana con expresión misteriosa, aunque orgullosa de mi aire complacido. -Hice sopa pensando que Alicia iba a venir, porque le gusta la sopa.
– Papas molidas también -dijo, absteniéndome de hacerle notar que, en invierno por lo menos, esté o no por venir Alicia, hace sopa casi todos los días.
– Lo que encontré, sin ninguna receta. Ya no me acuerdo -dice mi hermana.
Sacudo, afirmativo pero escéptico, la cabeza, y sigo tomando, cucharada tras cucharada, la sopa. Desde el living, el sonido artificial de la televisión manda, sin pausa, música, ruido, y voces falsamente eufóricas, las mismas desde hace años, varias veces por día, todos los días, fantasmales y llenas de ecos. La muerte de nuestra madre paró, durante algunos días, su flujo, igual que si el hálito, débil al final, que la mantenía en vida, hubiese estado alimentándolo todos estos años, pero después que la enterramos recomenzó, mostrando de ese modo su carácter autónomo, a menos que no haya adquirido esa autonomía absorbiéndola a ella, igual que a todos nosotros por otra parte, su substancia. Yo mismo sin ir más lejos me pasé el verano último sentado en el living mirándola, más bien sin verla a decir verdad, desde mediodía hasta las dos de la mañana, durante tres meses por lo menos -ella iba muriéndose de a poco en la pieza de al lado, ciega y senil, a causa de la diabetis como le dicen, y únicamente cuando el soplo paró, volví a sacar la cabeza a la superficie tratando de respirar hondo, dejé de tomar alcohol, y subí a mi cuarto de la terraza, pero cuando me di un baño y me puse ropa limpia disponiéndome a ir a tomar un café al bar de la galería, a tres cuadras de mi casa, me di cuenta de que no podía salir a la calle, me daban vértigos, temblores y estaba, por decirlo de algún modo, aterrorizado. No podía recorrer los trescientos metros que me separaban del bar al que, mientras estuve en la ciudad, he estado yendo a tomar un café todos los días durante más de veinte años. Y eso después de haberme pasado tres meses sentado frente al televisor, tomando vino tinto al mismo tiempo que toda clase de somníferos y tranquilizantes, -no digo que haya sido a causa de eso, sino más bien que el hecho de haber estado sentado en el living durante tres meses con una damajuana de vino al lado del sillón, era el síntoma inequívoco de que había llegado al último escalón, con el agua negruzca y gélida ciñéndome los tobillos, lista ya para tragarme, y para que los últimos restos maltrechos del propio ser se disgreguen en la masa chirle y viscosa.
En el último escalón después de haber venido rodando escaleras abajo, con distintas velocidades, a veces viendo venir la cosa y otras sin siquiera darme cuenta, desde muy atrás probablemente, durante un tiempo difícil de calcular, a partir del nacimiento tal vez. Más que seguro que los que se pasan el día sentados delante denotan con eso que están ya en el último escalón, ya sea porque no quisieron o no pudieron o no los dejaron subir un poco más arriba, ya sea porque si lograron subir un poco, hasta cualquier otro, desde el penúltimo al infinito, a partir de cierto momento empezaron a rodar escaleras abajo otra vez, y ahí quedaron chapaleando, la parte superior dando manotazos en la oscuridad y la inferior metida hasta los tobillos, o las rodillas, o el pecho, o incluso el mentón en el agua negra.
Que no hayan podido o no los hayan dejado es frecuente -basta atiborrarlos de "sopa cosmogónica" o de "sopa de Haldane" o de sopa popular incluso, para que ya no puedan moverse y subir, uno o dos escalones aunque más no sea- pero que no hayan querido también lo es, y hasta es comprensible como argumento mantenerse lo más cerca posible de lo negro, no obrar, no despegarse mucho de lo indistinto, ser latido débil, estremecimiento apagado, no caer, por entre sus mandíbulas que nos trituran con mil muertes, en la red de la esperanza, diciéndose, en un susurro hecho no de palabras, sino de filtraciones sin nombre que recorrenen ondas ínfimas y constantes las entrañas recónditas del propio ser: Porque agiten allá afuera esas chafalonías sin valor que llaman mundo no voy a cometer el error para verlo desde más cerca o para tocarlo en nombre de lo que llaman experiencia de dejar aunque más no fuese un momento esta cama negra en la que estoy tan cómodo. Que me cuelguen de donde les plazca o que me la corten si quieren en rebanadas si estoy dispuesto a desplazarme de un milímetro para ir a rozar con la yema de los dedos eso a lo que le dicen lo real o como quiera que lo llamen. Las señales luminosas que cuajan en la pantalla de bordes curvos formando sombras coloreadas que dan la ilusión de moverse y de hablar, con ligeros ecos electrónicos y acústicos, diciendo para nadie en particular lo que todos parecíamos saber de antemano, lo que creemos haber ya pensado alguna vez, son materia suficiente, fragmentos reconstituidos de un modo aproximativo con los restos de lo que podríamos llamar nuestro naufragio, si hubiese habido alguno entre nosotros que, antes de concluir en ese sopor hechizado hubiese de verdad atravesado, después de aventurarse en lo exterior, algún mar desconocido. Hay muchas maneras de entrar en ese sopor, y del modo más inesperado. Pichón Garay, por ejemplo, que vive en París desde hace años -un día me escribió una carta que empezaba diciendo Ocupo un puesto subalterno en un lugar subalterno: soy profesor en la Sorbona, y después, durante dieciocho meses, no supe más nada de él. Su propia madre, su hermano mellizo incluso, con los que se carteaba en forma regular, quedaron sin noticias. Pero fue por ellos que me enteré más tarde de que había obtenido un año sabático, se había encerrado en su departamento sin leer, sin ver a nadie, sin responder las cartas que recibía, y se había dedicado exclusivamente a hacer palabras cruzadas.
Un año entero haciendo palabras cruzadas -y colijo, más que seguro, ya que nunca hablamos de la cuestión, que si desviaba durante unos segundos la vista del rectángulo cuadriculado, empezaría a volverse visible en borbotones, la textura, en chorros áridos, en manchas incandescentes, lo incesante, y la mirada, sin la pantalla benévola de los cuadraditos blancos y negros ni el bálsamo de las definiciones ya elaboradas, podría toparse, a su alrededor, en lo exterior, con la evidencia, o tal vez, cerrando los ojos, verse obligado a divagar por lo interno y, descubrir en ello, con espanto, su raíz. Pero qué necesidad de ir hasta París; basta cruzar de vereda para ver en qué estado se encuentra mi amigo de infancia, Mauricio -en fin, lo que queda de "Mauricio". Debí imaginármelo cuando a los quince años lo veía ganar sus partidas simultáneas contra cuatro, seis y hasta ocho adversarios, se paseaba, orondo, entre ellos, que sudaban sobre los tableros, alto, buen mozo, con una sonrisa indulgente, y los iba eliminando uno por uno con delicadeza y precisión. En la escuela primaria había sido siempre el primero, lo mismo que en la secundaria y en la universidad.
Apenas se recibió, aparte de las ofertas de trabajo que le venían de la industria privada como le dicen, le propusieron la cátedra de Estática en la facultad de Ingeniería -más tarde me diría que era una ironía del destino que él se ocupase de explicarles a los demás las leyes que rigen el equilibrio. A los treinta años tenía todo como se dice, mujer, hijos, amantes, dinero, prestigio, inteligencia; y un buen día, poco a poco, se empezó a desintegrar. Durante los primeros meses no noté nada; a decir verdad, nos veíamos de tanto en tanto, porque él viajaba mucho a Córdoba y a Rosario, donde era consejero técnico de varias empresas, y también a Buenos Aires y a Europa, siempre en negocios y en coloquios científicos, y yo venía poco aquí a casa de mi madre en ese entonces -en pleno idilio con mi psicoanalista y su farmacéutica. Él había heredado la casa de sus padres y se había instalado a vivir en ella, enfrente de la mía. Mi hermana y Berta, su mujer, son también amigas de infancia. Cuando se enteraban de que yo estaba en lo de mi madre, se cruzaban a charlar, y fue en esas ocasiones en que empecé a darme cuenta, en forma retrospectiva, de sus rarezas. Lo primera que me llamó la atención fue el modo insistente que tenía de intercalar en la conversación una frase de Montaigne, directamente en francés -su idioma profesional era el inglés, que dominaba desde la infancia, en tanto que el francés, que nunca había estudiado en forma metódica, representaba uno de los fragmentos del saber caleidoscópico que había adquirido con su picoteo de diletante. Nunca decía nada en francés de modo que oírlo, cada vez que nos encontrábamos, introducir varías veces en francés la frase de Montaigne, dicha en forma lenta y llena de sobreentendidos, con una sonrisa algo sarcástica y desengañada, mirándome fijo a los ojos igual que si hubiese habido entre nosotros alguna complicidad, terminó por intrigarme, máxime que esa mirada de complicidad me incomodaba en razón de ciertas discusiones que sabíamos tener. La constance mesme n’est autre chose qu un branle plus languissant, repetía Mauricio, o lo que estaba empezando a quedar de él, cada vez que nos encontrábamos, mirándome derecho a los ojos, mientras en los suyos aparecían los destellos de su sonrisa sarcástica y desengañada y los atisbos de complicidad que me ponían incómodo, de un modo oscuro al principio, hasta que, cuando la cosa fue empeorando, empecé a acordarme de ciertas conversaciones que habíamos tenido unos años atrás, en la época de sus comienzos brillantes en la vida profesional. Cuando me enteré de que dictaba la cátedra de Estática en la universidad le dije, por pura broma, si no consideraba que era robar al estado cobrar por enseñar estática, cuando es sabido que todo está en movimiento, y que las cosas que parecen inmóviles muestran una falsa fijeza, una ilusión, y que todo está desplazándose y dispersándose en todo momento -el tiempo es dispersión, le decía.
Una idea poética interesante, me contestaba lo que todavía era "Mauricio", un poco amoscado ya por mis objeciones, pero ayer nomás pasamos en colectivo por el puente sobre el Carcarañá, viniendo desde Rosario, que por otra parte sigue en el mismo lugar, y felizmente no nos precipitamos al vacío ni tuvimos que colgar a secar nuestros pantalones cuando llegamos a la otra orilla. Yo le preguntaba si cada vez que se había levantado para ir a servirse un café en el fondo del colectivo estaba convencido de que el colectivo seguía en el mismo lugar y él contestaba que, cuando tenía ganas de tomar un café bien instalado en su asiento leyendo una novela de Chandler por ejemplo, le importaba un rábano dónde se encontraba el colectivo, siempre y cuando el asiento, la cafetera y el libro estuviesen en el lugar donde pensaba encontrarlos. Parecerías muy seguro de cuál es ese lugar, le contestaba yo, aventurando lo siguiente, que si lo que todavía era "Mauricio", instalado lo más tranquilo con el café humeante en su vaso de papel en una mano y la novela de Chandler en la otra, alzaba la cabeza para echar un vistazo a su alrededor, hubiese podido comprobar que, entre los demás pasajeros, ninguno leía una novela de Chandler sino La Razón o El Gráfico, por ejemplo, o un ensayo político como los llaman, o un best-seller internacional, o aún en el mejor de los casos, improbable por cierto, un libro de Gadda o de Svevo, o suponiendo que él hubiese estado sentado en el medio del colectivo, los otros estaban sentados adelante o atrás de él, que cada uno tenía, apañe de un punto de observación diferente, pasillo o ventanilla, a la izquierda o a la derecha del conductor, etc., una historia personal propia que influía en su percepción, de modo que "Mauricio" no podía jactarse de decir en qué lugar se encontraba en ese momento, porque no conocía más que un fragmento del lugar en cuestión, y que si le interesaban únicamente el asiento, el café humeante y el libro, despreocupándose por completo del resto del colectivo y del hecho de que no había dos pasajeros que viajasen en el mismo colectivo, yo suponía que también le era indiferente que la tierra girase alrededor del sol o el sol alrededor de la tierra. A lo cual Mauricio respondía: Mientras la facultad cuya cohesión, efectivamente, es provisoria, se mantenga en su lugar hasta que yo me jubile, todo seguirá yendo al pelo.
Que me cuelguen si me importaba, me importa o me importará alguna vez, uno, dos, tres o equis pepinos que el tiempo corra para adelante o atrás, que el universo se expanda o se contraiga, y la tierra gire alrededor del sol o viceversa, que él suba lento iluminando la superficie accidentada, a causa de que ella gira ante su ojo único para rendirle pleitesía -Salomé haciendo espejear su vientre por nuestras cabezas como salario a su obscenidad de copera- o ella esté echada inmóvil, abierta de piernas y rezumando humedad, mientras él gira a su alrededor con la obsecuencia, el brillo ostentoso, y la rigidez torva del zángano, que las partículas tienden al divorcio o al acoplamiento -todos esos manejos putañeros me resbalan a decir verdad, pero era por hablar de algo con él que lo toreaba un poco a Mauricio cuando se cruzaba a casa de mi madre, y nunca me hubiese imaginado en ese entonces que sus convicciones científicas eran tan frágiles. Más todavía, sin duda era él el que tenía razón durante nuestras discusiones y era de lo más sano decirse en su fuero íntimo porque todo esté desintegrándose de un modo continuo desde el principio si de verdad hubo un principio, no voy a privarme ahora en que la ilusión de inmovilidad me lo permite de tomar mi café caliente y de instalarme con la novela de Chandler en el asiento del colectivo. Era para darle la ocasión de brillar que lo incitaba a las discusiones, y también porque los buenos razonamientos pragmáticos, si para ser francos nunca convencen demasiado y siempre traducen un eclecticismo menos que mediocre, pueden producir a veces cierta satisfacción de orden estético- una especie de euforia discreta que da la impresión, falsa desde cualquier punto de vista que se la considere, de un universo racionalmente organizado. Y al cabo de cierto tiempo, empecé a percatarme de que era yo el que lo convencía, primero a causa de la mirada de connivencia cuando pronunciaba, varias veces en la conversación, y sin que tuviese nada que ver lo que estábamos discutiendo, la frase de Montaigne -La constance mesme n 'est autre chose qu'un branle plus languissant- y después en razón de los silencios, de los sacudimientos de cabeza inmotivados, y de los suspiros sin fin que distribuía entre sus frases cada vez más deshilvanadas.
Más tarde me enteré por mi hermana de que tomaba tranquilizantes, y un día en que pasaba a visitar a mi madre, mientras iba subiendo las escaleras, oí que Berta, excedida, aullaba de indignación: Me tiene harta con su dichoso fotón polarizado. Yo me casé con un hombre, o con un fotón polarizado. No habla de otra cosa. Ah. aquí está
Carlitos. ¿No tengo razón, Carlitos? ¿Viste en qué se ha convertido mi marido? Mi hermana, paciente, sacudía la cabeza y trataba de calmarla mientras Berta, que había agarrado la costumbre de cruzarse todos los atardeceres a tomar el aperitivo, volvía a servirse un poco de whisky y unos cubitos de hielo, haciéndolos repiquetear en el vaso con sacudidas nerviosas. Desde luego, lo del fotón polarizado era un ejemplo entre muchos otros, un detalle adverso que le servía para desvalorizar a la vez al mundo y a su propia persona. Cada uno de esos detalles, deduje de los reproches exasperados de Berta, le confirmaba a Mauricio, o a lo que estaba empezando a quedar de él, la futilidad sórdida y al mismo tiempo enigmática de las cosas. Desde luego, al tiempo dejó de trabajar, y de no haber sido por Berta, que tenía una perfumería, hubiesen terminado en la miseria. Al anochecer, después de cerrar el negocio, y de comprobar que todo estaba en orden en su casa -que "Mauricio" no se había suicidado por ejemplo, o no había provocado un incendio en un momento de depresión- Berta se cruzaba a casa de mi madre para tomar un par de whiskies con mi hermana y tenernos al tanto de la evolución de Mauricio. Lo que iba quedando de "Mauricio" ya casi ni salía a la calle y, peor todavía, ni siquiera se lavaba ni se vestía; apenas si lograba salir de la cama a media mañana para pasearse por la casa en pijama, chancletas y una barba de cinco o seis días, suspirando y sacudiendo la cabeza con desaliento, espiando la calle por la franjita vertical de vidrio desnudo que quedaba entre el marco y la cortina blanca un poco más angosta que la ventana. Da lo mismo ser gordo o flaco, joven o viejo, lindo o feo, hombre o mujer, accidentes que no tienen la menor importancia, pero una tarde iba por San Martín hace dos o tres años, y me topé con un gordo todo sucio, bastante pelado, y con una barba de por lo menos cinco días, que llevaba en la mano un portafolio raído y que me encaraba en la vereda con movimientos indecisos y lentos, y una sonrisa apagada en los ojitos enterrados en grasa. Demoré un buen rato en darme cuenta de que tenía ante mí lo que quedaba de Mauricio, y que las capas adiposas que lo envolvían parecían la acumulación malsana de las substancias mortales que, desintegrándose, su propio ser secretaba. Con una voz que se había vuelto aflautada y muchos movimientos injustificados de entrecejo, me largó durante diez minutos una serie de incoherencias y sobreentendidos, un naufragio de conversación del que quedaron flotando, igual que astillas inconexas de sentido, expresiones tales como fotón polarizado, principio de identidad, relación causa-efecto, organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica, materia y antimateria, complementaridad de contrarios, protocolo experimental, conjuntos borrosos, que a veces subrayaba con un golpecito al portafolio raído, para sugerir que en el interior se encontraban las pruebas de sus afirmaciones. Lo más molesto no eran sus incoherencias, sino los sobreentendidos que las acompañaban, las frases entrecortadas que nunca llegaban al final y de las que el predicado parecía ser la mirada de connivencia ansiosa que me dirigía. Cuando por fin decidió irse me quedé un momento parado en la vereda, un poco perplejo por su aparición extraña, de la que todavía quedaba como un residuo impalpable en la vereda vacía, tratando de reconstruir, por debajo de su obesidad actual, espesa y diforme, debida a la acumulación sebácea que sin duda se infiltraba también por los intersticios de su cerebro, el "Mauricio" que creía conocer y que, sin dudar un segundo de que el puente del Carcarañá estaría en su lugar cuando el colectivo verde de Rosario tuviese que pasar por encima, se calaba en su asiento con el café dulce y caliente en una mano y la novela de Chandler en la otra. Que tenía como se dice una baldosa floja no presentaba la menor duda, aunque una vez más habría que ponerse de acuerdo sobre el vocabulario, ya que en todo caso entre "Mauricio" y lo que quedaba de él había cierta continuidad, cierta persistencia en el orden de sus preocupaciones, que lo volvía un poco más respetable que tantos otros que, en este mismo momento, consideran como enemigos públicos o como adscriptos al no ser a los que no usan pañuelos de Cacharel o no son capaces, para que a nadie le quepa la menor duda de que han sido ellos, de hacerle un collar de quemaduras de cigarrillos a una mujer embarazada, antes de violarla y tirarla viva al río desde un helicóptero. Lo cierto es que unos meses más tarde "lo que quedaba de Mauricio" empezó sus temporadas en el manicomio. Berta, a la hora del aperitivo, que duraba cada vez más y que al cabo de un tiempo terminó obligándola a una cura de desintoxicación, le iba contando los detalles a mi hermana que, cuando yo iba a visitarla, me los transmitía. Berta le había dicho, me dijo mi hermana, que con Mauricio en el manicomio se sentía más tranquila por los chicos, y que durante años no se había dado cuenta de nada, aparte de que siempre estaba preocupado y melancólico y tenía ideas fijas, como la del fotón polarizado o la de los conjuntos borrosos por ejemplo, o había que obligarlo a afeitarse y a bañarse y a salir a la calle -que me cuelguen si no conozco el problema. Nada iba como Berta hubiese deseado que fuera cuando se casó con él, y ya jugar al ajedrez con cuatro adversarios a la vez era una rareza según mi hermana; qué necesidad tenía de andar demostrando que era tan inteligente, me dijo, y cuando le contesté que Mauricio lo hacía tal vez con intenciones pedagógicas, para enseñarle el juego a los que lo dominaban menos que él, mi hermana no pareció demasiado convencida de que se trataba de eso; nada iba como debía andar, según ella, pero Berta decidió hacerlo internar cuando se enteró de lo más grave: Mauricio pretendía que ciertos personajes de las series televisivas americanas le hablaban directamente a él, con un código secreto.
Si hay algo en este mundo que nunca despertó el menor interés en Mauricio, ese algo es el cine y más tarde la televisión; cuando éramos chicos, no había forma de hacerlo ir al cine, y las veces que lo lográbamos debíamos soportar sus resoplidos impacientes y sus comentarios escépticos durante toda la proyección -él, que leía montones de novelas de aventuras, policiales y de cowboys, no aguantaba las mismas peripecias en versión cinematográfica. Todo el mundo conocía su aversión por las imágenes y Berta más que nadie que, si quena ir al cine de tanto en tanto, tenía que venir a pedirle a mi hermana que la acompañara, y que tuvo que comprar ella misma, contra la oposición obstinada de Mauricio, un televisor para ella y los chicos, de modo que cuando empezó a notar que Mauricio se interesaba de manera evidente por dos o tres series americanas se alegró, pensando que el interés de Mauricio por el mundo renacía -Berta, igual que muchos otros, es incapaz de hacer una distinción clara entre el mundo y la televisión. La impaciencia con que Mauricio esperaba sus series americanas, consultando todo el tiempo el reloj y agitándose por temor de perdérselas o de agarrarlas empezadas, acrecentó en Berta la esperanza de que Mauricio volviese a la normalidad según mi hermana, y cuando observó que miraba las series con un lápiz y un cuaderno en el que hacía anotaciones misteriosas, pensó que la inteligencia de Mauricio, siempre atenta a las cosas más diversas e inesperadas y que pasaban desapercibidas para el resto de los mortales, estaba otra vez en funcionamiento, como cuando ella lo había conocido. Una de las series que miraba con mayor interés pasaba en una comisaría de Nueva York, según mi hermana, una comisaría en la que había policías blancos y negros que se querían mucho entre ellos y se hacían bromas todo el tiempo -a los que fabrican esas series les importa un rábano que revienten todos los negros, si son blancos, y todos los blancos, si son negros, o la humanidad entera sea cual fuere su color si su existencia podría impedirle a ellos llenarse los bolsillos, pero si hay al mismo tiempo negros y blancos en una serie tienen la posibilidad de duplicar el número de consumidores- y a Berta, según mi hermana, empezó a intrigarla el hecho de que Mauricio prestaba mucha atención y anotaba con cuidado lo que decían dos personajes secundarios, uno blanco y otro negro, del tipo "de los que discuten siempre y se llevan mal en apariencia pero en el fondo se quieren mucho y estarían dispuestos a sacrificarlo todo uno por el otro". Según mi hermana Berta pensó al principio que Mauricio, o lo que iba quedando más bien, que en los tiempos en que era todavía "Mauricio" tenía mucha habilidad manual y admiraba a los inventores, estaba trabajando en algún proyecto destinado a mejorar desde un punto de vista técnico los televisores, pero un día en que Mauricio dormía la siesta y ella estaba limpiando el escritorio, se topó con el cuaderno guardado en un cajón y no pudo abstenerse de echarle una ojeada, esperando encontrarse con anotaciones de orden técnico o con ecuaciones, pero únicamente halló un montón de frases inconexas, de lo más banales, que poco a poco empezó a reconocer como las réplicas clásicas de los personajes de la serie, que usaban siempre fórmulas estereotipadas para diferenciarse unos de otros, algunas de las cuales se habían hecho célebres y todo el mundo las conocía y las repetía y que, sometidas en el cuaderno de Mauricio a una serie de marcas, cortes, divisiones silábicas, eran después transpuestas entre paréntesis y analizadas en largos desarrollos explicativos, perfectamente incomprensibles, de los que sobresalían, de tanto en tanto, el sempiterno fotón polarizado, la organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica, y los conjuntos borrosos. Igual de furiosa que si hubiese descubierto en su bolsillo una serie de postales pornográficas, me contó mi hermana, Berta fue derecho a sacudir a Mauricio para pedirle explicaciones, obligándolo a despertarse y a salir de la cama, lo cual no debe haber sido fácil si se tiene en cuenta la cantidad de somníferos y tranquilizantes que Mauricio, o lo que quedaba de él, venía tomando desde hacía años. Me dijo mi hermana que Mauricio, antes de contestar a las preguntas de Berta, fue a la ventana -viven en una planta alta- que da a la calle, miró un poco los alrededores y después fue hacia la puerta del dormitorio que daba a un pasillo y luego de verificar que nadie escuchaba la cerró y le contó a Berta, en voz baja y haciéndole prometer que guardaría su secreto, que los dos personajes de la serie recibían instrucciones secretas de Nicolás Bournaki, una asociación secreta francesa con ramificaciones internacionales y que, habiendo elaborado un código hecho de frases aparentemente banales, transmitían a los especialistas del mundo entero los últimos descubrimientos relativos a los principios fundamentales del universo, tales como la relación causa-efecto, los conjuntos borrosos, la materia y la antimateria y, sobre todo, me dijo mi hermana que le dijo Berta, en razón del comportamiento extraño de los fotones polarizados, de la organización superior nouménica en oposición a la ilusión fenoménica. Estas revelaciones son las que llevaron a lo que quedaba de Mauricio a la primera de una larga serie de temporadas en el manicomio, lo que hizo sentir a Berta, según mi hermana, más tranquila por los chicos.
– Queda un poco de postre de hoy a mediodía -dice mi hermana, empezando a juntar los platos.
– Yo junto -dijo, levantándome. -Vas a perderte el principio de la película.
– A ver -dice mi hermana y, dejando los platos en la pileta, va a espiar en el living la pantalla. -Falta todavía -dice, con una voz distraída que muestra que ya se ha dejado captar por las imágenes.
– No importa, junto igual -le digo mientras sigo levantando la mesa.
– Junto más tarde -dice, sin gran convicción, ya totalmente absorta por las imágenes y dispuesta a sentarse en su sillón.
– Ya trabajaste bastante -le digo.
Cuando he amontonado la vajilla sucia en la pileta y recogido, sacudido sobre la vajilla y doblado en cuatro el mantel, busco mi sobretodo en el living, interceptando durante una fracción de segundo el campo visual de mi hermana y, recogiendo el sobretodo y la carpeta amarilla, salgo al patiecito embaldosado de atrás y comienzo a subir las escaleras hacia mi cuarto de la terraza. La noche helada y negra parece deslizarse sobre la piel de mi cara y de mis manos, sin poder adherir todavía a causa del calor que traigo en reserva desde el interior caldeado, la noche es negra y helada sin luna, sin una sola estrella, y conúnicamente lo que creo ser "yo" que me representó, sin ninguna razón, como algo luminoso, encendido apenas en la oscuridad sin medida. Cuando llego a la punta de la escalera, despliego el sobretodo, que traigo doblado en el brazo, y lo coloco sobre mis hombros, sin abotonarlo, manteniéndolo cerrado a la altura del vientre con la misma mano con la que aferró la carpeta, cuya cartulina amarilla empieza a enfriarse un poco y, a causa de mi acostumbramiento gradual a la oscuridad, a relumbrar apagada.
Aparte de ese resplandor débil, el puesto móvil de observación envuelto en capas superpuestas de lana, no tiene, por el momento, en la negrura pareja, nada que observar, y se desplaza lento pero ágil en el espacio invisible aunque familiar.
Y ahora que me paro en medio de la terraza -de lo que calculo, después en numerosos pasajes sucesivos, que es más o menos el medio- el cuerpo mismo se disemina en la negrura, y no queda más que la luminosidad de la que ya no sé si es externa o interna flotando, procesión de imágenes, de tamaño, formas y duración diferentes, apariciones de esencia paradójica en un espacio-tiempo abolido y del que la sucesión es un modo entre muchos otros de manifestarse, su pertenencia al pasado una convención y su origen empírico una explicación demasiado pobre respecto de su complejidad -imágenes, palabras o meros estremecimientos incoloros, superposiciones rápidas de opuestos y rupturas de complementarios, paisajes bien dibujados y retratos de individuos y de multitudes, pero también, e incluso al mismo tiempo, manchas cambiantes de color, igual que fuegos artificiales, apagones bruscos, voces gárrulas y sin embargo silenciosas, universo flotante regido por leyes propias y más vasto que todos los otros, red fantasmal de neón multicolor encendiéndose y apagándose, muda y continua, sin otro orden que el de los torbellinos de la hoja seca en el viento frío del anochecer.
Me doy vuelta y, en la oscuridad, me encamino hacia mi cuarto; abro la puerta y, antes de entrar, enciendo la luz, el vapor de agua, como lo llaman, que sale de mi boca entreabierta, forma, al condensarse a causa del frío, unas nubecitas que la luz de la habitación vuelve visibles pero cuando entro, dejando la carpeta amarilla sobre el escritorio y el sobretodo en el respaldar del sillón, se desvanecen.
En la pieza helada y limpia los ruidos, ínfimos y fugaces si embargo -deslizamiento de la cartulina sobre la madera del escritorio, choque
apagado de la lana del sobretodo contra el respaldar del sillón, tintineo remoto de llaves y monedas en mi bolsillo, crujido del sillón, frote acolchado de mis pasos sobre las baldosas- se demoran un poco circulando por la dimensión inconmensurable que forman, en su entrelazamiento fluido, el acontecer, la percepción y el recuerdo.
Cuando me instalo ante el escritorio, después de haber enchufado la estufa a resistencia y de haber encendido un cigarrillo, la figura sobre la inscripción, en letras de imprenta,
BIZANCIO LIBROS,
adquiere sentido por primera vez: es una cabeza femenina, reproducida en tinta negra, en pequeños cuadraditos discontinuos que se agrupan imitando la disposición de un mosaico, y van formando los rasgos de la imagen -una cara de un par de centímetros en la que lo primero que sobresale son los grandes ojos ovalados que miran fijo un punto del espacio que está más allá de quien los contempla, de modo que a pesar del tamaño de las pupilas negras es imposible encontrar la mirada y a pesar de la insignificancia y del carácter sumario del dibujo es, por alguna razón difícil de precisar, el observador quien se siente, durante una fracción de segundo, traslúcido, inexis
Lo que Alfonso llamó en el bar la carpeta completa de Bizancio, o sea el rectángulo amarillo contiene una serie de impresos de formas variadas, que van del folleto multicolor en papel satinado plegado en cuatro a la simple fotocopia de una presentación hecha a máquina, pasando por el catálogo en papel biblia, el formulario impreso con la reproducción, en el ángulo superior izquierdo, del "mosaico" de la tapa -logotipo inequívoco de BIZANCIO LIBROS-, y la presentación mimeografiada. Los folletos más lujosos provienen, sin duda, de las editoriales españolas que Bizancio representa, pero un sello borroso, que adhiere mal al papel satinado, los personaliza gracias a la reproducción de la cara femenina de grandes ojos ovales, dibujada con cuadraditos discontinuos que se agrupan para sugerir un mosaico; algunos son meros angulitos rectos que insinúan el cuadrado sin representarlo por completo, y, a causa de la mala adherencia del sello, debida a la absorción escasa de papel satinado, la tinta está corrida. Uno de los folletos de lujo, plegado en cuatro, simula en su cara exterior la tapa de un libro en cuerina azul en el que está escrito, en la parte superior, en letras de imprenta doradas: A. J. Cronin, Obras escogidas, Tomo I, y en la parte inferior, en una faja roja bastante ancha, Grandes Escritores Ingleses. Desplegado, el folleto muestra los lomos de una serie de libros azules, igualmente decorados por las mismas letras doradas, bajo una presentación en letras negras Los maestros de la literatura inglesa en diez volúmenes. El asterisco en la palabra diez remite al pie de la hoja, donde en letras diminutas figura la aclaración: La compra de la colección completa da derecho a un descuento del 20% deducido de la última cuota. Entre la presentación y la nota al pie, hay una serie de textos de extensión diferente impresos en cursivas, derechas o negritas de tamaños variados.
El primero, en derechas, es una lista de nombres anglosajones, W. Somerset Maugbam, Evelyn Waugh, John Knittel, Graham Greene, John Galsworthy, etc., y más abajo, en cursiva de tamaño un poco mayor los nombres más eminentes del relato inglés reunidos por fin en colección. Primicia absoluta en nuestro idioma. Después de un espacio en derechas mayúsculas: INDISPENSABLE. Y después de un nuevo espacio, y de la inscripción Algunos juicios críticos en derechas minúsculas, una serie de textos entrecomillados en cursiva " Coherencia ejemplar en la elección de obras y autores" (ABC, Madrid). " Volúmenes cuidados, artísticos, tipografía agradable, de fácil lectura, encuadernación refinada. Un acontecimiento editorial" (La Vanguardia, Barcelona). "Esta colección reúne los grandes maestros de la literatura inglesa de nuestro siglo" (La Nación, Buenos Aires). Otro de los folletos de lujo, impreso también en papel satinado y plegado en cuatro, muestra, cuando se lo despliega, un anaquel en el que aparecen, bien alineados, varios volúmenes en cuerina roja: en medio de la hilera de lomos rojos hay un espacio vacío correspondiente al libro, que, salido del conjunto, flota cerca del anaquel, apoyado en una superficie invisible, para permitir leer las infaltables letras doradas de la tapa "André Maurois Biografías selectas". Y debajo del libro flotante, en grandes letras negras sobre el fondo verde claro del papel satinado "MAESTROS FRANCESES DE HOY Y DE SIEMPRE". Una lista de nombres franceses despliega en forma analítica la generalización del título "André Maurois, Hervé Bazin, Henri Troyat, Marcel Aymé, Francois Nourrisier, André Soubiran, etc." Mas abajo: "Los mayores éxitos mundiales de la literatura francesa". Después de la presentación en mayúsculas, ECOS DE PRENSA, las frases entrecomilladas en cursiva, separadas unas de otras por un espacio destinado a individualizarlas: "Acertada selección"(El País, Madrid). "Tantos nombres prestigiosos reunidos en una sola colección demuestran el seguro instinto de sus conceptores" (El Nacional, Caracas). "Combinación equilibrada de biografías y de obras de ficción". (Unomásuno, Méjico). "El hombre culto de hoy no podría ignorar sin prejuicio ni perjuicio esta colección" (Clarín, Buenos Aires). Después de estas frases entrecomilladas hay un círculo rojo, impreso en el margen izquierdo para que sobresalga bien del resto, anunciando la frase que sigue en cursiva: ¡NUEVA PRESENTACIÓN! "Un anaquel de pinotea, elegante y funcional, adaptado a los doce volúmenes, es entregado sin cargo a todo comprador de la colección completa". Otro folleto de lujo, en papel satinado amarillento, plegable como los dos primeros, anuncia en grandes letras negras y bajo una guarda de banderitas de los Estados Unidos "Novelistas norteamericanos". Los volúmenes en cuerina del interior son de un verde esmeralda, adornados en la tapa y en el lomo con letras y filetes dorados. Dibujados en perspectiva, únicamente la tapa del primero y los lomos de los dos que lo siguen son legibles Arthur Hailey, Obras, figura en la tapa del primero, así como en el lomo, y en los dos lomos que siguen, Morris West, Obras escogidas, Truman Capote, Obras escogidas; en los lomos siguientes, bastoncitos y trazos dorados imitan las letras de los tres primeros, desdibujando de un modo deliberado los signos para que no constituyan ninguna leyenda en particular. Abajo de la hilera de libros, suspendida en el espacio satinado y amarillento, figura la lista de autores "James Jones, Norman Mailer, Morris West, Truman Capote, Arthur Hailey etc.". "Quince títulos publicados. Volúmenes de novecientas páginas en papel biblia en elegante y sobria cuerina verde repujada, presentando un panorama sin par de la actual literatura norteamericana. Diez nuevos títulos en preparación". Entre las hojas escritas a máquina, mimeografiadas o fotocopiadas, que voy dando vuelta, leo algunos renglones sueltos, sin detenerme demasiado en cada una "Obras Escogidas de Pearl S. Buck", "Los Thibault, ocho volúmenes encuadernados en tela", "La obra cumbre de la literatura soviética, El Don Apacible de M. Sholojov", "Humoristas del siglo XX dos volúmenes en cuerina, Jerome K. Jerome, Enrique Jardiel Poncela, Conrado Nalé Roxlo (Chamico), Fierre Dañinos, Pitigrilli, James Thurby, etc.". Del catálogo en papel biblia que hojeo rápidamente, sobresalen, fugaces, algunos nombres que desaparecen de un modo instantáneo, substituidos por los que los siguen en el orden alfabético…"Jorge Amado… Jacinto Benavente… Lucien Bodard… Joyce Cary… Marguerite Duras… Manuel Calvez… Gabriel García Márquez… James Hadley Chase…" En una hoja suelta escrita a máquina "Joyas del erotismo mundial. Apuleyo, Longo, Boccaccio, Pablo Arettno, Restif de la Bretonne, Carlos Baudelaire, etc. Páginas selectas de los grandes clásicos del erotismo universal, presentadas en un delicado volumen categoría bolsillo de lujo. Tela. 600 páginas. Esta obra, fuera de catálogo, será obsequiada a todo comprador de cinco o más volúmenes de las tres grandes colecciones de novela moderna. (Aviso a los vendedores. Como obsequio opcional a los clientes que no deseen recibir esta obra, pueden proponerse las siguientes "Enigmas anglosajones, selección de cuentos policiales, tela, 550 páginas, Antología universal de la poesía amatoria, rústica, 698 páginas, Los animales domésticos en la literatura, páginas selectas, tela, bolsillo lujo, 600 páginas. El diablo en el cuerpo, de R. Radiguet, lujo. Hago deslizar las hojas que quedan -"Lista de precios" "Condiciones de venta", etc.- sobre las que ya he examinado, tomo el paquete de hojas, sacudiéndolo y golpeándolo por el borde inferior contra el escritorio para emparejarlo, y cuando está bien acomodado lo deposito en el interior de la cartulina amarilla y cierro la carpeta los ojos ovalados del logotipo, cuando los busco con la mirada, me atraviesan de nuevo, fijos en un punto impreciso del espacio y me vuelven, más que inexistente, fantasmal.
Ahora estoy metido entre las sábanas frías, bajo una pila de frazadas, con los ojos abiertos en la penumbra rojiza a causa de la estufa a resistencia y, como de costumbre, no ocurre nada en el presente, nada que no sea el presente mismo, desplazado en el instante mismo de su manifestación por la manifestación de lo indescriptible, continuo y discontinuo a la vez, borbotón o fluido que me tiene en vilo o me transporta; a menos que, de la miríada de fragmentos dispersos y flotantes, sin fondo, sin origen, sin destino, sin fin específico, "yo" sea, confinado en la fábula, la única conexión.
Pero si me desembarazo del presente, donde no ocurre nada, y me concentro en lo exterior, no únicamente en la penumbra rojiza del cuarto, donde en los contornos de las cosas flota una especie de bruma rojiza, sino en lo que, inaccesible a los sentidos se extiende, indefinidamente, a mi alrededor, puedo darme cuenta de cómo, en el silencio y la inmovilidad aparente de la noche, el conjunto vive, trabaja, se modifica: árboles, desnudos como se dice por afuera se preparan, por dentro, a reverdecer, las piedras se corroen, la luz cambia, las estrellas, invisibles, nacen y mueren, la máquina complicada y arcaica toda hecha de tumultos, de hogueras, de curvas heladas, de restos triturados y vueltos a remodelar, de palpitaciones -y "yo" en medio de todo eso ciego en lo relativo a saber qué cosa es la vista e inhábil para dirigir los miembros pre-programados que manotean.
Igual que los instantes que se desplazan unos a otros sin que parezca haber ningún hiato entre ellos, tal vez el mismo chorro de sangre circula por arterias intercambiables, de las que los latidos lánguidos levantan, en el espacio interno por el que, fluctuantes, transitan
las imágenes, el espejismo de lo único. Lo cierto es que ahora me veo, con esfuerzos penosos, arrastrándome para escalar una montaña de sal gruesa, grisácea, húmeda y apelmazada, parejamente cónica, por la que aferrándome a la superficie rugosa de la ladera, trepo no únicamente sin esperanza sino también sin razón conocida. No lejos de la cúspide cuya circunferencia podría, si quisiese, abarcar con los brazos bien abiertos, el cielo vacío, incoloro, de una palidez inhumana, rodea la mole cónica y grisácea por cuya superficie rugosa, sin haberlo deseado y sin saber cómo he llegado hasta ahí, con desaliento, me arrastro. Es un paisaje lívido, desierto y silencioso, e inconcebible también, sin cabida en el universo físico, en ningún mundo posible, como no sea en los pliegues remotos del propio ser al que no llegan, rebajadas a ruido puro, las palabras, imagen trabajosa pero nítida del desaliento anónimo en que se ha convertido tal vez lo que, por costumbre, solía llamar "yo". Indeciso, un poco aterrado, pegado a la ladera húmeda y rugosa, no lejos de la cúspide trunca del cono, alzo la cabeza hacia el paisaje incoloro en el que únicamente el gris de la sal apelmazada introduce un matiz, incapaz de avanzar o de retroceder, expelido de todo lo familiar, y aún después de haber abierto los ojos y ver las rayas grises que se cuelan por los postigos detrás de los vidrios de la ventana, me cuesta unos segundos comprender que acabo de despertarme porque ya es la mañana. La luminosidad grisácea diluye un poco la penumbra rojiza que expande, entre el escritorio y la biblioteca, la triple resistencia horizontal de la estufa eléctrica. La nostalgia de no haber nacido, gracias a la lucidez que crece y al cuerpo que va desentumeciéndose, reclamando alimento y espacio, el hambre de lo familiar, igual que la penumbra rojiza, poco a poco, se disipa.
Que me cuelguen si cuando entreabro la puerta y veo la luz gris en la terraza, no me dan ganas de echarme atrás y de volver a meterme en la cama, taparme hasta la cabeza y quedarme encerrado el día Es únicamente el recuerdo del último escalón, la sensación del agua negra y viscosa ciñéndome los tobillos, el chapoteo al borde del definitivo, lo que me hace atravesar, a paso rápido, el aire frío y gris de la terraza que, paradójico, a medida que avanza la mañana se ennegrece en vez de aclararse. La ciudad entera parece envuelta en un capullo estrecho de algodón gris; únicamente hacia el este, bastante alta, hay una llaga verdosa, más clara, por la que supura una luminosidad lívida, resplandor anacrónico de un sol ya extinto quizás, charco pálido que irá cerrándose sin duda a medida que avance el día para que quede, confinándonos en lo horizontal, una grisura homogénea.
– ¡Teléfono! -grita mi hermana abriendo la puerta de la cocina, justo en el momento en que empiezo a bajar las escaleras.
– ¿Tomatis? -dice una voz masculina cuando mi hermana me pasa el tubo y gruño una señal ininteligible para mostrar que estoy dispuesto a escuchar. -Habla Alfonso. Alfonso de Bizancio.
– El famoso Alfonso de Bizancio -dijo, con tono neutro y, por pura parodia, ligeramente reprobatorio.
– Menos famosos que el famoso Carlos Tomatis -dice Alfonso. -¿Durmió bien?
– Tengo la conciencia tranquila -le digo.
– Yo más o menos -dice él. – Me permito llamarlo, maestro, porque a Vilma y a mí se nos ha ocurrido una idea sensacional. ¿No le gustaría asistir como invitado especial al seminario de Bizancio en el salón Capri del hotel Iguazú? Es nuestro congreso anual de vendedores y vamos a anunciar también la próxima inauguración de nuestra sucursal local. Pasado mañana terminamos con un cóctel monstruo.
– Toda esa movilización como pretexto para emborracharse en un cóctel -le digo, y oigo la risa satisfecha de Alfonso que considera mis serenidades paródicas como un modo retórico de familiaridad.
– ¿Contamos con usted?- dice.
– Déjeme pensarlo -le digo-. El honor es aplastante.
– Las sesiones son de 10 a 13 y de 15 a 18 -dice Alfonso-. Vilma que está aquí al lado mío le suplica que venga. Espere que se la paso.
Estoy por contestar que no vale la pena pero me doy cuenta, por los murmullos que me llegan de que ya está pasándole el tubo a Vilma Lupo.
– Qué dice. Cómo le va -dice Vilma.- Se nos escapó medio rápido anoche.
– Tenía un compromiso -le digo.
– ¿Va a venir? -dice Vilma, con melodiosidad calculada. -Mire que únicamente usted puede darle un suplemento de alma a esta manga de mercachifles.
La risotada de Alfonso, en las cercanías del teléfono, quiere demostrarme que no es a sus espaldas que Vilma ha calificado el semanario de Bizancio.
– No le digo que no -dijo-. Tal vez me dé una vuelta esta mañana.
– Lo esperamos -dice Vilma- Hasta lueguito.
Y cuelga. Me quedo un momento inmóvil, indeciso, con el tubo en la mano, y cuelgo a mi vez. Busco un número en mi libreta de direcciones, lo marco, y oigo cinco llamadas antes de que atiendan.
– Reina -digo. -Habla Tomatis.
– Carlitos. Qué sorpresa -dice la voz soñolienta de Reina; pero lo inesperado de mi llamada la despabila en el acto. -¿Qué pasa?
– No -lo tranquilizo riéndome.- ¿Cómo anda todo por Rosario?
– Mucho frío -dice Reina.
– ¿Algún problema?
– No, no -digo. -Todo bien. Bueno, más o menos.
– Si, por aquí también mas o menos. Mucho frío – dice Reina.
– Tu mujer y los chicos bien supongo -digo.
– Bien. Ningún problema. ¿Y vos? -dice Reina.
– Yo algunos -digo. -Me separé de Haydée. Deje el diario. Y murió mi madre también.
– Supe algo de todo eso, sí. Un buen paquete -dice Reina. Me hablaron de depresión también. Pero por la voz, me doy cuenta de que ya estás saliendo.
– Más o menos -le digo.
– Sí, sí -dice Reina. -Nunca se sale del todo. No se es el mismo después. En cierto sentido se es mejor.
– Llamo al hombre -le digo-, y me topo con el psiquiatra.
– Deformación profesional -dice Reina-. Pero no te preocupes, no te cobro nada. Saberte bien es mi mejor salario. -Y después de un silencio -Y al hombre ¿para qué lo llamabas?
– No -dijo-. Nada grave. Resulta que anoche me abordó un rosarino que dice ser amigo tuyo, y en estos tiempos nunca se sabe. Un tal Alfonso, de la distribuidora Bizancio.
– ¿El pelado Alfonso? -dice Reina. -Un tiro al aire. Pero buena persona. Es un amigo. Mucha plata y muchos problemas.
– Me llama maestro -le digo. Reina lanza una carcajada, la primera desde que empezó la conversación.
– Es el primer posmoderno -dice-. Ahora que me acuerdo, me dijo la vez pasada que te iba a llamar. Te respeta mucho, sobre todo desde que leyó tu brulote contra el imbécil de Bueno. ¿Cómo era? La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes. Divirtió mucho aquí en Rosario ese artículo.
– ¿Lo que gusta en Rosario es necesariamente pertinente y aplicable a la realidad en su conjunto? -digo.
– ¿Por qué no? -dice Reina.- Lo que le cuadra a la parte, le cuadra también al todo.
– Me dejo convencer -dijo- para volver a Alfonso. Anoche estuve hojeando sus catálogos. Aparte de algunos clásicos servidos en tajadas, todos sus autores son de segundo orden.
– Algunos de tercer y cuarto también -dice Reina.
– Pero es buena persona. Muchos problemas. Se le suicidó la mujer hace unos años.
– La victoria no da derechos -digo.
– Veo que estás completamente curado Carlitos -dice Reina.
– Lo acompaña una rubia, Vilma Lupo -digo.
– Pronto, pronto. Cuando afloje el frío -digo.
– Esperemos que afloje entonces. Tengo que colgar Se me hace tarde. Atiendo en el psiquiátrico esta mañana. Un abrazo -dice Reina.
– Chau, digo y cuelgo.
Cuando cierro la puerta de calle detrás de mí, y empiezo a caminar decidido en dirección al centro, me acuerdo de cómo hasta hace una semana nomás, me era imposible transponer el umbral para ir a tomar un café en el bar de la galería, como lo venia haciendo todos los días desde hacía más de veinte años. Únicamente después de su muerte, la agitación del agua negra, por las mismas razones misteriosas que la hicieron sacudirse, se fue calmando y una mañana en que, como hoy, me di una ducha y me puse ropa limpia con la intención de salir a la calle, tres o cuatro días después de haberla dejado bajo el pasto del cementerio, una fuerza interna probablemente me paralizaba en la punta de la escalera, y tuve que volver a mi "cuarto de trabajo" en el que me quedaba sentado el día entero, inmóvil, con la puerta abierta, mirando, sin verlo desde luego, y sin pensar en nada, el cielo vacío.
Dos o tres días después logré llegar hasta la puerta de calle sin decidirme a abrirla, y a la mañana siguiente, cuando lo conseguí, me quedé parado un buen rato en el umbral pero no bajé a la vereda.
Me daba lástima a mí mismo, limpio, recién afeitado, con la ropa impecable como hacía tiempo que no la llevaba, los zapatos bien lustrados, deshinchado gracias a la abstinencia de alcohol, el aspecto exterior de lo más saludable, pero incapaz de dar un paso hacia la vereda, desde el umbral de la casa de mi madre a la que había vuelto unos meses antes, pasados los cuarenta años, después de tentativas nupciales, de engendrar mi propia descendencia, de encuentros, de descubrimientos y de separaciones. Esa misma tarde llegué hasta la esquina -a unos veinte metros de la puerta-, pero no crucé la calle; la fuerza que había venido paralizándome mostraba ahora, inequívoca, su verdadera esencia: un terror puro, abstracto, sin contenido, respecto del cual la existencia efectiva del peligro era un dato secundario, por no decir irrisorio y, por esa misma razón, omnipresente, diseminado en la jungla de lo exterior y consubstanciado con ella. No actuar era, por lejos, la mejor solución -la inmovilidad vacía, entre voluptuosa y amarga, de una imagen interna recién restaurada, un poco frágil todavía. Únicamente cuando me movía el terror recomenzaba, prueba de que, igual que mi sombra, era indisociable de mí mismo, de modo que si quería seguir viviendo, tenía que habituarme a su compañía, aprender a reconocerlo en toda circunstancia y, sobre todo, para evitar la demencia, extraerlo del campo del delirio y ponerlo en el de la realidad, diciéndome casi a cada instante de los días vacíos y exhaustos que flotaban, igual que detritus, podría decirse, hacia las playas petrificadas del pasado. No me he vuelto loco todavía, porque el peligro es en efecto imaginario, pero el terror, en cambio, es bien real, y es del terror de lo que hay que ocuparse y no del peligro. Todo eso por los trescientos metros que me separaban del bar de la galería al que quería ir para tomar un café. Había tres o cuatro itinerarios posibles, y algunas veces los intenté pero siempre terminaba por volverme a mitad de camino, o apenas había salido de mi casa, o cuando estaba llegando a las proximidades del bar, hasta que una mañana me dije que, de todas maneras, inmóvil o en movimiento, el terror me acompañaría, así que me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle concentrándome, no en el trayecto sino en el terror, y llegué al bar y me senté en una mesa, y cuando el guardapolvo verde de la chica que servía se apostó, paciente, a mi lado, levanté la cabeza y, tratando de que no me temblara la voz, le pedí que me trajera un café. Exactamente como en este mismo momento por otra parte, en que, parado junto al bar, le hago una seña a la misma chica que está preparando los expresos en su máquina italiana y me dirige una mirada interrogativa cuando me ve llegar- y la prueba de que era lo más fácil venir a tomar un café al bar de la galería, y de que lo era en especial para mí, es que, con un movimiento rápido y diestro, inclinándose hacia el mostrador, sin dejar de manipular la máquina, la chica deposita ante mí la primera taza de la serie que está preparando, cuando es evidente que no únicamente en las mesas del patio o de la galería sino también junto al mostrador, hay varios clientes que han pedido su café antes que yo.
En la mañana gris y helada -el reloj circular de pared marca las 10 y 27- reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, o al revés quizás -que me cuelguen si sería capaz de expedirme sobre la cuestión- mis conciudadanos, en las actitudes más convencionales, despliegan actividades ordinarias en las que, aún a distancia, no es difícil proyectarse: un hombre, por ejemplo, sentado en un taburete cerca de mí, acodado al mostrador, estudia los programas de la televisión nacional para esta noche; la cajera, durante unos minutos de inactividad, se ha quedado pensativa con los ojos bien abiertos, la mano derecha apoyada contra el cajón entreabierto de la registradora, la izquierda metida en el bolsillo de su guardapolvo verde, inmóvil, abstrayéndose por completo del exterior y, entre preocupada y melancólica, hurga quizás imágenes claras y llenas de detalles en su interior. Dos hombres maduros conversan en voz baja, pero con muchas gesticulaciones, en una mesa del patio, de negocios o de fútbol, o de historias sentimentales o sexuales probablemente, o quizás de política, aunque esto es menos seguro a causa de los tiempos que corren, en los que todo el mundo parece haber aceptado la consigna secreta de los tiranos, según la cual la culpa es siempre anterior al crimen.
Lo cierto es que -puedo comprobarlo cuando salgo de la galería a San Martín-, la mañana de invierno se ennegrece en vez de ir aclarándose. La llaga verdosa que supuraba, en el este, una luz lívida, persistencia fósil de un sol extinto, parece haberse obturado desde hace rato, a tal punto la uniformidad gris humo, cuyo único accidente son unos bulbos de rebordes de un gris todavía más oscuro, cubre estacionaria y baja la totalidad del cielo.
El verde pálido, químico, de cloro diluido que supuraba la llaga en el este, ha dejado un verdor oscuro, subacuático, diseminado en el aire -la impresión exacta es la de un mundo cerrado en el que el espacio y las cosas han adquirido una especie de intimidad y los movimientos
del propio cuerpo, en un frío que se atenúa ligeramente, algo parecido a la gracia que, en medio de tantos desastres, me procura, como hacía meses que no la sentía, una felicidad instantánea, inexplicable, que aunque no dura más que unos pocos segundos en la conciencia, se propaga por todo el cuerpo dándole cohesión y vigor.
Un portero negro, bajo la entrada embanderada del hotel Iguazú, me abre la puerta de vidrio, inclinándose un poco, tratando quizás de no descoser su uniforme marrón oscuro un poco estrecho. Aunque no haya un sólo negro en mil kilómetros a la redonda, la dirección del hotelha sin duda preferido contratar a un negro como portero para subrayar, igual que con la multiplicidad de banderas, el carácter internacional del hotel, puesto que casi siempre en las películas -sobre todo si vienen de Norteamérica, donde sí hay muchos negros, y en las capas bajas de la sociedad, de modo que no tienen más remedio que trabajar como porteros-, cuando aparece un hotel internacional, el portero es negro. A decir verdad, no contrataron un portero, sino un "portero negro" que es, cuando me abre la puerta, obsequioso y jovial, contento de ser "portero negro", como corresponde con los rasgos del estereotipo. La atmósfera es agradable en el interior calefaccionado y el conserje, de traje oscuro y corbata, me espera solemne y atento del otro lado del mostrador, tan "conserje amable" como el portero negro que me ha abierto la puerta es "portero negro".
– Buenos días. El salón Capri -digo.
– Cómo no -dice el conserje. Y a un adolescente de uniforme marrón. -Conduzca al señor hasta el salón Capri.
– Por aquí por favor -dice el muchachito, y después de cruzar el hall y de costear el bar, me guía a través de un pasillo oscuro recubierto de una moquette color mostaza. Tardo en darme cuenta lo que tiene de agradable el adolescente que me guía y es que, obligado desde la pubertad por la pobreza a entrar en el mercado laboral, como lo llaman no se ha adaptado todavía a un estereotipo y camina delante mío por el pasillo con la indiferencia y la vivacidad de un gorrión o de una comadreja. Al final del pasillo, una escalera nos lleva al entrepiso donde, detrás de una puerta, se abre un pasillo ancho con una pared de un lado y un ventanal a todo lo largo del otro, pasillo al final del cual cerca de una puerta doble tapizada de cuero claro, vestido con una campera de cuero casi del mismo color que la puerta, Alfonso fuma un cigarrillo conversando con un señor bien trajeado. Adosada a la pared, bajo un espejo, hay una mesita de patas torneadas cubierta de papeles, entre los que sobresalen varias carpetas amarillas de Bizancio Libros.
– El salón Capri, señor -me dice el muchachito, sin dirigirme siquiera una mirada sino contemplando más bien, con cierta distracción, a través del ventanal, la mañana oscura. Saco un billete del bolsillo y se lo pongo en la mano, ya preparada para recibirlo a pesar de la distracción aparente, mientras Alfonso, que nos ha visto desembocar de la escalera, se da vuelta con una sonrisa y avanza hacia mí con paso decidido.
– Maestro -dice y, aferrando el cigarrillo con los labios, agarra mi mano derecha entre las suyas y la sacude con energía blanda. Pero los ojos, igual que anoche, sonríen menos que la boca y la aflicción que, por curioso que parezca, incita más a la crueldad que a la compasión, asoma en ellos formando dos llamitas fijas y húmedas, idénticas.
– Si yo fuera su maestro -le digo-, usted no pasaría de grado.
Se ríe. El señor trajeado se ríe también, un poco sorprendido por la devoción ligeramente exagerada de Alfonso y la insolencia familiar de mi respuesta -es evidente que, después de haber franqueado la entrada embanderada que da acceso al reino de estereotipo el señor trajeado, de quien estoy enterándome por la presentación de Alfonso, que es el gerente del hotel, y por lo tanto el monarca de ese reino, no logra representarse bien las relaciones que existen entre Alfonso y yo, aunque la venta de libros a crédito convierta a Alfonso en un comerciante próspero y mi ascesis posdepresiva -abstinencia de alcohol, ducha tibia todas las mañanas y paseos cotidianos por la ciudad llueve o truene- me gratifiquen de cierta presencia física no exenta sin embargo, todavía, de rigidez. Ayudado por el tumulto de mi llegada, el gerente aprovecha para desaparecer. Alfonso me señala la mesita cubierta de folletos.
– ¿Tuvo tiempo de hojear nuestra carpeta? -dice.
– Anoche antes de acostarme- y para evitar un juicio directo, recojo un folleto y simulo mirarlo con interés. -¡Ah, Somerset Maugham! Sabía decir de sí mismo que era el primero entre los de segundo orden, pero me parece que se juzgaba generosamente.
– El filo de la navaja -dice Alfonso, sin comprender mi critica, no por estupidez, sino por no haberla escuchado.- Una obra maestra.
– ¿Y que pasa ahí adentro? -dijo cuando, sin entender lo que dice, oigo una voz que se eleva un poco a través de un micrófono.
– Hay un curso de formación para vendedores – dice Alfonso-. Pase, pase. Le va a interesar.
Entramos en el salón Capri. Unas veinticinco personas, jóvenes en su mayor parte, hombres y mujeres, dispersas en una pequeña platea, escuchan o toman notas asumiendo las poses más diversas, con las piernas cruzadas por ejemplo, un codo apoyado en el muslo y la mandíbula en la palma de la mano, o el estirado sobre el respaldo de una silla vacía y la cabeza echada para atrás con los ojos entrecerrados, o inclinadas hacia adelante con los antebrazos apoyados en los muslos y las manos colgando entre laspiernas abiertas o, expresando la más profunda atención, como si escucharan mejor con un solo oído que con los dos, vueltas un poco de perfil hacia el estrado en el que, flanqueado por Vilma Lupo y por una señora pensativa, un hombre habla con soltura y vivacidad; los tres están sentados frente a sendos micrófonos, una jarra de agua tres vasos, y dos o tres grabadores portátiles, puestos sin duda en el borde de la mesa por algunos de los oyentes. Cuando me ve entrar, Vilma me dirige una sonrisa y un saludo discreto pero familiar con la mano que sostiene el cigarrillo, lo que motiva un instante de distracción en el conferenciante que me echa una mirada rápida sin dejar de hablar, y en algunos de sus oyentes, que giran la cabeza con curiosidad pasajera y vuelven a adoptar casi de inmediato sus posturas atentas.
– Es Julio César Parola, el especialista en marketing de Buenos Aires -dice Alfonso en voz baja y orgullosa.
La voz del "especialista en marketing de Buenos Aires", como acaba de llamarlo Alfonso, llega a través de los amplificadores, de modo que hay una cesurainfinitesimal entre el momento en que la profiere y el momentoen que nosotros, que estamos en el fondo del salón, la escuchamos, una desconexión perceptible entre sus gestos de conferenciante y lamaterialidad oral de la conferencia que, por añadidura, al pasar por los circuitos de amplificación, adquiere resonancias metálicas, eléctricas que la vuelven, contradiciendo los objetivos de la instalación, remota y artificial.
– Resumiendo -dice la voz por los amplificadores- afirmar que a pesar de la crisis el comprador de libros -al menos el de nuestro sector- sigue comprando. Existe una verdadera tipología de compradores: está por ejemplo el que cree en el libro como medio de perfeccionamiento y de ascenso social, el que padece una dependencia del libro como de una droga, el que considera que una biblioteca de libros caros es una marca de prestigio -el conocido comprador de colecciones por metro- e incluso -el conferenciante dice esta frase riéndose, con lo que induce algunas risas de la audiencia, y sobre todo de Alfonso, que lanza una carcajada ahogada para que únicamente yo la perciba- el que, incapacitado por la crisis de comprar al contado en las librerías, se resigna a comprar a crédito con la intención de no pagar más que la primera cuota o, si es posible, ninguna. La experiencia y un buen olfato permiten detectar este tipo de comprador. Y por último, está también el cliente que compra atraído no por el libro, sino por el crédito. Un sector importante de la clientela potencial pertenece a esa categoría. Es posible afirmar que en nuestra época, para amplias capas de la sociedad, el crédito estimula más la imaginación que el contenido de la oferta y ocupa, en la ensoñación colectiva, la función que en épocas anteriores solía ocupar el libro.
Mientras pronuncia la última frase, el conferenciante ha venido modificando la entonación de su discurso y los gestos y ademanes que lo acompañaban, poniéndose a recoger sus papeles y levantándose a medias de su asiento, para que el público comprenda que la conferencia está a punto de terminar, de modo que ya en ensoñación colectiva empiezan a escucharse los primeros aplausos, y en el punto final de solía ocupar el libro, cuando el conferenciante, decidido, se levanta, la sala entera, menos yo, naturalmente, aplaude al unísono mientras Alfonso, que mima un aplauso golpeando con delicadeza y sin producir el menor ruido, la yema de dos dedos de la mano derecha contra la protuberancia de la palma izquierda, pasea su mirada satisfecha por la sala en la que a medida que los aplausos van haciéndose más escasos, los oyentes se levantan de sus sillas y empiezan a dispersarse, formando grupitos animados que conversan diseminados en el salón o encaminándose despacio hacia la puerta de salida. Algunos rodean al conferenciante haciéndole preguntas, mientras los propietarios de los grabadores los recogen de sobre la mesa y los observan con atención para verificar si han funcionado o no durante la conferencia. En ese ambiente de voluntades flotantes, únicamente Vilma Lupo parece tener objetivos claros, porque apenas termina la conferencia se levanta y, bajando del estrado, se encamina rápido hacia nosotros, que hemos quedado parados en el fondo de la sala, junto a la doble puerta tapizada de cuero claro, observando lo que pasa a nuestro alrededor, Alfonso con satisfacción ostentosa y yo con indiferencia exagerada. Bajo el traje sastre gris claro las formas de Vilma son más opulentas de lo que permitía vislumbrar la languidez botticelliana de su cara y, debido quizás a los tacos altos, parece más grande de lo que me imaginaba -y que me cuelguen si, cuando nuestras miradas se cruzan, en el momento en que está llegando junto a nosotros, Vilma no reconoce el contenido exacto de mis pensamientos.
– Gracias por haber venido -dice, estrechándome la mano, pero sin volver a mirarme a los ojos, dirigiéndose a Alfonso mientras pronuncia las frases de las que yo soy el verdadero destinatario. La mirada de complicidad, llena de sobreentendidos, que intercambiantodo el tiempo y que, en vez de disimular, parecen, apenas están juntos, o juntos en mi presencia por lo menos hacer evidente e incluso demostrativa, me deja afuera durante unos segundos, como si me hubiese vuelto de piedra o transparente. El matiz compulsivo, un poco exhibicionista de la cosa, es demasiado grosero como para ser ofensivo, y al mismo tiempo todo ese teatro puede estar dirigido exclusivamente a mi persona -de todos modos, aún sin la confirmación telefónica de Reina, a pesar de que es la segunda vez que nos vemos y que la mirada de Alfonso incita más a la crueldad que a la compasión, ya han pasado, por razones misteriosas, en el aura de mi experiencia, a ese estadio de familiaridad que en general está reservado a entidades más íntimamente conocidas. Tal vez se conocen desde hace poco tiempo y tal vez sus relaciones -cuya naturaleza es difícil de precisar- son superficiales y efímeras, pero me resulta imposible concebirlos por separado. Parecen poseer una esencia común, no como la que evoca una pareja, sino por ejemplo la de los dos socios de un comercio, o la de un dúo artístico o deportivo, igual que un prestidigitador y su ayudante tal vez, o dos animales no tanto de la misma especie como de especies afines que, habiendo descubierto su afinidad, la exageran ante los demás para que no se perciban sus diferencias. La jovialidad permanente que exhiben, y que probablemente ellos mismo son los primeros, y quizás los únicos, en creerla sincera, no logra ocultar del todo en él esa especie de aflicción que le humedece los ojos, por momentos demasiados erráticos, y en ella algo entre ingenuo y turbio pero de todos modos indefinible -y de nuevo la impresión de anoche en el bar, de lo más desagradable, de estar contemplando en ellos zonas oscuras de mí mismo que únicamente a través de otros adquieren alguna evidencia. A decir verdad, actúan para mí igual que si quisiesen ser considerados responsables de algún complot indolente y cínico, pero únicamente logran darme la impresión de que si de verdad ha habido un complot en sus vidas ellos han sido, inequívocos, las víctimas.