– ¿Tomamos un café?- dice Alfonso.

– El debate empieza dentro de quince minutos- dice Vilma.

– Aquí en el hotel nomás -dice Alfonso. -El café es muy bueno.

Vilma baja un poco la voz y mira a su alrededor para verificar que nadie la escucha.

– Podemos ir adelantándole a Tomatis algunos detalles del gran proyecto -dice.

– ¿Piensan empezar a vender libros como la gente? -dijo, y Vilma se echa a reír, a diferencia de Alfonso, que ha visto al conferenciante bajar del estrado, y se aleja de nosotros para ir a su encuentro. Da la impresión de no oír ciertas alusiones, como si su percepción auditiva se cerrara al contacto de ellas, semejante a esos artefactos que dejan de funcionar de un modo automático cuando el aire alcanza determinada temperatura o esas lámparas que se encienden y se apagan solas de acuerdo con la luminosidad que las rodea.

– Espérenme en el bar. Bajo en seguida -dice. Vilma me da unos golpecitos en el pecho con los nudillos y acerca su cara rubia a la mía.

– Nos escapamos -dice.

Cuando empuja la doble puerta de cuero claro, la sigo con circunspección no exenta sin embargo de docilidad. La sensación de familiaridad es más fuerte que mis reticencias de las cuales ellos parecen, o simulan a la perfección por lo menos, no tener la menor sospecha. Ahora que la sigo a través del pasillo ancho, bordeado por el ventanal que deja ver la mañana oscura, soy consciente de la naturalidad ineluctable con que conciben nuestras relaciones, y que se expresa a cada momento en sus aspectos más diversos: la manera en que Alfonso salió anoche del bar para interceptarme en la vereda de enfrente, la atención reconcentrada con que Vilma pareció haber observado nuestro encuentro, los golpecitos de nudillos en el pecho que acaba de darme en el salón Capri, el aire satisfecho que ha adoptado para precederme a través de los pasillos en dirección al bar, el dispositivo teatral de que se valen para envolverme en un ir y venir atenuado pero continuo de sobreentendidos, de promesas y de alusiones. El bar está vacío, pero cuando el mozo se aleja para buscarnos los cafés y encendemos nuestros cigarrillos, dos o tres grupitos de asistentes al seminario se instalan en mesas alejadas unas de otras, como si quisieran conversar al abrigo de posibles indiscreciones, lo que es de todos modos la norma en estos tiempos, ya que también Vilma y yo bajamos un poco la voz y echamos miradas discretas a nuestro alrededor cuando nos ponemos a hablar.

– Estamos reclutando vendedores para todo el norte del litoral -dice Vilma y, durante unos segundos, se queda seria y se inmoviliza. También su mirada se inmoviliza, sin fijarse en nada en particular, con los ojos bien abiertos a los que ni siquiera el humo que sube de su cigarrillo hace pestañar, y a los que los míos buscan infructuosos, sin lograr encontrarlos a pesar de su inmovilidad, de modo que, igual que los ojos ovalados del logotipo de Bizancio en el ángulo inferior derecho de la carpeta amarilla, me hacen sentir de golpe inexistente, translúcido o fantasmal. El rectángulo de cartulina amarilla por otra parte, denominado anoche por Alfonso, sin repugnancia por la rima interna, la carpeta completa de Bizancio, ha reaparecido esta mañana en el recinto del hotel, portería, bar, mesita, salón Capri, en la mano, bajo el brazo, o en forma de semicilindro y aún de cilindro en los bolsillos de los asistentes al seminario, reconciliando lo uno y lo múltiple gracias a los dones de ubicuidad de su profusión geométrica y amarilla. Cuando Vilma se despabila y empieza a sonreír, sus ojos me ven de nuevo, pero resbalan rápido por mi cara y encuentran otra mirada detrás, por encima de mi cabeza, la de Alfonso que llega desde el salón Capri con paso rápido y, desplazando una silla, se sienta a la mesa con nosotros.

– Parola está literalmente sitiado por sus oyentes – dice. Y a Vilma, bajando un poco la voz -¿Le adelantó algo a Tomatis de nuestro proyecto?

– Lo estábamos esperando -dice Vilma.


Que me cuelguen si me importa lo que se dice un rábano su dichoso proyecto y si él se decidía o no a venir para exponérmelo, pero después de pedir un tercer café, Alfonso se inclina un poco hacia mí y, siempre en voz baja, me explica: ya desde antes del golpe de estado, la cultura argentina -son sus propias palabras- estaba en descomposición. La dictadura militar no hizo más que precipitar la decadencia. Los valores intelectuales -sigo reproduciendo textualmente la terminología alfonsiana- son desalentados, reprimidos, proscriptos. Un vasto plan de liquidación de nuestra tradición cultural, la que desde Sarmiento y Hernández, desde Alberdi y Echeverría, ha dado siempre un amplio espacio al debate y a la crítica, pretende desde hace varios años, valiéndose de la censura por una parte y también del estímulo a subproductos culturales que ocupan la escena pública nacional, aplastar toda resistencia artística, científica y ética. Sin la hipótesis de un plan minuciosamente preparado -prosigue Alfonso haciéndose a un lado para permitir al mozo depositar los cafés sobre la mesa-, ¿cómo interpretar el éxito de una serie de obras seudoliterarias sin ningún valor intrínseco? Solo un apoyo oficial, una política bien orquestada desde arriba, tendiente a arrancar de cuajo los valores auténticos de la cultura nacional -léxico alfonsiano por excelencia a juzgar por su frecuencia de aparición en el discurso- explicaría el éxito sin precedentes de ciertos productos como por ejemplo y sin ir más lejos La brisa en el trigo de Walter Bueno. No es un secreto para nadie por otra parte, dice Alfonso, que Bueno era uno de los propagandistas oficiales de la dictadura y que, si no hubiese muerto en ese accidente, estaría ocupando en este momento un puesto oficial en el régimen, portavoz de la junta militar o embajador en París, en Madrid o en la Unesco. Un libro como La brisa en el trigo, en el que no hay un solo elemento verídico, que es de una falsedad premeditada de una punta a la otra, empezando por el título que habla de trigo en una región donde únicamente se cultivan maíz y girasol y que a pesar de eso ha sido el libro más vendido de la década, no podría de ninguna manera ocupar el lugar que ocupa si no formase parte de un complot destinado a aniquilar la auténtica cultura nacional.


¿Qué otra explicación? ¿Cómo un libro semejante, un subproducto de esa naturaleza podría substituir a esa escala la verdadera creación artística? Alfonso se acalora y, casi de inmediato, después de revolver pensativo y lento su café, se calma y prosigue: alguna gente de Rosario, Vilma entre otros, por supuesto, después de una serie de reuniones, piensa que el momento de reaccionar ante semejante situación ha llegado y que, después del desmantelamiento sangriento -otra rima interna- de la suspensión del estado de derecho y la anulación de las libertades públicas, un reagrupamiento de las fuerzas culturales que están por la libertad de expresión y por la soberanía del pensamiento se vuelve más y más necesario. Él, Alfonso, piensa en un movimiento amplio, sin coloración política definida, capaz de aglutinar los intelectuales del litoral al principio pero, dice, buscando un espacio de proyección nacional. Mientras Alfonso habla, Vilma que, inclinada sobre su café, lo toma de a cucharaditas lentas y distraídas, mueve todo el tiempo los ojos con curiosidad, pasando de la cara de Alfonso a la mía, para ir verificando el efecto que me causan las palabras de Alfonso, y lo que llama sobre todo la atención, ante la exposición de un proyecto de semejante envergadura, anunciada por ella unos momentos antes en el salón Capri con cierto entusiasmo cívico, es que su cara, en vez de reflejar como dicen la gravedad de la hora, expresa una especie de escepticismo burlón, tan transparente que me pongo a observar a Alfonso con la sospecha de que tal vez me está tomando el pelo. Pero la calvicie brillante, los ojitos húmedos, el bigote entrecano que se estremece a causa de los movimientos del labio superior exhiben, o aparentan por lo menos, una gravedad que mi inspección minuciosa no puede menos que catalogar de genuina. Tal vez el aire burlón de Vilma proviene de una incredulidad involuntaria, a pesar de su adhesión, en cuanto a la pertinencia del gran proyecto o tal vez, por proyección empática, un automatismo mimético respecto del escepticismo que, por anticipado, me atribuye. Pero Alfonso parece inconsciente de la expresión de Vilma, lo que no es curioso, ya que ella misma da la impresión de serlo, de modo que, terminando de un sorbo su taza de café y echando una mirada furtiva a su alrededor, continúa: en Rosario ya se han hecho algunas reuniones públicas, de lo más legales por otra parte, así que no se trata de ninguna manera de volver a caer en los errores de hace algunos años. Los temas de discusión no tienen en apariencia nada de subversivo; hubo un panel sobre Martín Fierro, otro sobre Güiraldes, un tercero sobre la pintura rosarina de Schiavoni a Juan Pablo Rengi, como desde luego viene poca gente, a pesar de que salen avisos en los diarios, las discusiones son más libres. El mejor modo de pasar inadvertido, dice Alfonso con una risita, es ponerse bien en evidencia. Ahora bueno, el núcleo de organizadores ha decidido pasar a otra etapa, en primer lugar para alcanzar una audiencia más grande -según la terminología alfonsiana- y también con el fin de fijar los debates de modo que no se pierdan después de las sesiones efímeras de discusión, además de abrir una tribuna de proyección nacional. En una palabra, en la etapa actual el objetivo es crear una revista cuatrimestral, de tipo monográfico, de dimensiones considerables, unas cien páginas para empezar, de la cual Bizancio Libros asumiría la responsabilidad legal y la financiación. Aquí Alfonso para de hablar y me escruta durante algunos segundos, para ver el efecto que me han causado sus palabras, dando por sentado que debe admirarme la manera en que Bizancio Libros y personalmente él, Alfonso, propietario y sin duda director gerente de la distribuidora, han decidido afrontar en primer lugar los riesgos económicos que supone la financiación de una revista literaria y en segundo los riesgos físicos, ya que, en estos tiempos en que casi todos son todavía reptiles, aparecer en primera línea apadrinando alguna tentativa, por tímida que sea, de pensamiento independiente, puede llegar a ser de lo más peligroso. Mantengo ante la mirada de Alfonso una impasibilidad perfecta.

Que me cuelguen una y mil veces si es con una revista literaria cuatrimestral que yo le arreglaría las cuentas a las víboras que reptan en

el gobierno y si es empleando sutilezas de una publicación monográfica de nivel que, si pudiese, le daría su merecido algeneral Negri. Ellos tiran viva a gente en el océano, desde sus helicópteros, en plena noche, y yo voy a perder mi tiempo valiéndome de conceptos ponderados con el fin de mostrarles la vigencia crítica de la tradición nacional. De modo que ni un músculo de mi cara se mueve cuando la mirada de Alfonso, con las chispas de aflicción que persisten bajo su orgullo discreto, busca en mis ojos inmóviles una confirmación. Un giro breve, casi imperceptible de la cabeza calva y un estremecimiento suplementario de su bigote entrecano denotan un instante su perplejidad ante mi falta de reacción, pero en seguida, y no sin inclinarse un poco más hacia mí y echar una mirada furtiva a su alrededor para estar seguro de que nadie escucha desde las otras mesas, continúa: de esa revista él mismo como decía será el responsable legal y financiero y el sector rosarino del comité -quieren ampliarlo también con gente de la ciudad y con un par de representantes de Buenos Aires- ya se ha puesto más o menos de acuerdo sobre la persona que asumiría la secretaría de redacción: la simpática y talentosa y no por eso menos atractiva a decir verdad -y Alfonso extiende sonriendo la mano abierta hacia Vilma Lupo- señorita aquí presente.

– Ya le he dicho mil veces que señora. Por lo menos en otros tiempos -corrige Vilma devolviéndole la sonrisa.

– Pongamos señora -dice Alfonso.

El comité, en cambio, sigue diciendo Alfonso después de su digresión festiva, viene debatiendo desde hace semanas la identidad, más problemática, del posible director. Varios nombres fueron barajados y descartados; es verdad que en eso, según Alfonso, el comité se ha venido mostrando particularmente cauteloso, y exigente también ya que anhela -vocablo alfonsiano- que el candidato demuestre una serie de aptitudes intelectuales y morales difíciles de reunir en una sola persona- obviamente, su oposición total a la dictadura militar es condición, dice Alfonso, sine qua non, del mismo modo que una larga trayectoria intelectual, y un arraigo indiscutible en el terreno cultural regional, profiriendo una serie transitiva de rimas internas. Todo eso desde luego no basta; la internalización de la cultura y de los medios de comunicación, con la manipulación de la opinión que eso implica y la dependencia cultural de los países del tercer mundo que resulta de la situación, requieren la presencia de una persona de formación humanista universal, con una concepción moderna, amplia y actualizada de todos esos problemas. Una inteligencia crítica, vivaz, y una simpatía natural que hagan de su titular un comunicador eficaz. Alfonso dice que la cosa no fue fácil, pero que después de largas discusiones se fue perfilando -transcribo de modo textual- una convergencia.

– No me diga que han pensado en Súperman -digo.

Alfonso y Vilma lanzan al unísono una carcajada, mirándose a los ojos durante un momento y mandándose, en el vaivén de la mirada, ondas rápidas y poco discretas de sobreentendidos.

– Tibio, tibio -dice Vilma.

– La verdad, no caigo -le digo.

Adopto una pose pensativa frunciendo el entrecejo, abriendo un poco los ojos, sacudiendo despacio la cabeza y mirando a los costados, igual que si buscara a mi alrededor, sin resultado, la solución del enigma, bajo la sonrisa expectante, desde detrás del humo de sus cigarrillos, de Vilma y Alfonso.

– Me doy por vencido -dijo, suspirando.

– Usted, maestro. Usted. Por aclamación -dice Alfonso. -

El nombre de Carlos Tomatis despertó el entusiasmo de todas las tendencias y obtuvo inmediatamente la unanimidad.

– Yo sabía que los rosarinos tienen un gusto excesivo por las bromas

pesadas -dijo-, pero nunca pensé que podrían llegar tan lejos.

Viéndolos reírse, comprendo que, por más que me esfuerce, ninguna de mis actitudes desdeñosas y cortantes, ligeramente paródicas a decir verdad, les parecerá un rechazo verídico, ya que me cristalizan en la imagen de un hombre ingenioso, con un sentido del humor un poco cínico, que afecta todo el tiempo una insolencia calculada, pero que en realidad "tiene un corazón de oro" y que, a pesar de su ironía prescindente y superficial, es en el fondo "consciente de sus responsabilidades y capaz de asumirlas sin vacilar". Nada de lo que haga de ahora en adelante va a sacarme de ese diseño y todo desvío o contradicción respecto de él será sin duda considerado por ellos como una confirmación indirecta, un modo de perfeccionar mi arquetipo con indicios cuya excepcionalidad será para ellos una prueba suplementaria de pertinencia. Contra la parte exterior de lo sin fondo, pegan una figurita coloreada que presenta una mueca fija, lo bastante ambigua como para que, desde cualquier ángulo que se la observe, da siempre la ilusión de un significado; una lápida bien pulida en la que parece estar grabada una inscripción clara y llena de sentido, pero a la que bastaría dar vuelta con el pie para comprobar cómo, arracimados en el reverso, hierven en agitación ciega, enloquecidos, los gusanos.

– De todos modos, no está obligado a responder en seguida. Le dejamos unos meses de reflexión -dice Alfonso.

– Si rechazo su oferta -le digo- va a pensar que no quiero comprometerme. Me pone en situación difícil. Si quiere que le sea franco, me interesa tanto dirigir una revista literaria, y discúlpeme señora, como que me retuerzan los testículos. Pero no puedo decirle que no. En todo caso, llegado el momento veremos.

– Comprendemos su posición -dice Alfonso.

– Debo decirle que su artículo contra Walter Bueno fue un elemento determinante en la decisión del comité.

– ¿Una cosa relativa a Walter Bueno puede ser determinante de algo? Primera noticia -digo.

– Su artículo expresaba el sentimiento de muchos-dice Alfonso.

– Fíjese.

Y metiendo la mano en el bolsillo de su campera, con rapidez brusca y un poco inhábil, igual que si, habiendo estado buscando desde un buen rato antes la oportunidad de hacerlo, hubiese aprovechado de un modo furtivo y vergonzante el primer pretexto, demasiado vago como para garantizar la espontaneidad de su gesto, saca un ejemplar ajado en la tapa y en lomo y ennegrecido en los bordes de una de las innumerables ediciones de bolsillo de La brisa en el trigo. Cuando estiro la mano para agarrarlo, ya que Alfonso me lo extiende con energía casi perentoria, noto que en las mejillas pálidas de Vilma aparecen, de golpe, dos manchitas de rubor, accidente del que, me doy cuenta ahora, la creía al abrigo, y la semisonrisa constante con que había venido siguiendo la conversación se esfuma, dejando en su lugar una expresión grave, expectante, un poco en suspenso, una curiosidad preocupada y soñadora podría decirse, muy semejante quizás a la que, sin darse cuenta, debe mostrar el chico de cuatro años cuando, fascinado, se pregunta si su hermanito de dos, que lo va acercando lentamente, va o no a meter el tenedor en el enchufe. Alfonso no parece notar nada, removiéndose un poco en su silla, entre la duda y la ofuscación.

– Usted lo ha demolido desde el punto de vista literario -dice. -Yo pongo en evidencia una por una todas sus inexactitudes. Desgraciadamente, no tengo el talento suyo para escribir un artículo.


Un poco abrumado por la vivacidad súbita de Alfonso y, con la intención de inducirlo a callarse simulando concentrarme, abro el libro en la portada bajo el nombre del autor y en el título, LA BRISA EN EL TRIGO, en grandes letras de imprenta, la palabra, TRIGO está inscripta en un óvalo verde que se prolonga hacia abajo en una flecha, bajo cuya punta la frase aparece escrita con la misma birome verde, en letras de imprenta irregulares, trazadas sin duda a toda velocidad y encerradas por un triple signo de admiración.

Algo turbio, obsceno, ligeramente demencial emana de los trazos, de obnubilación o furor, que me estremece un poco y sobre todo me avergüenza, a tal punto que no me atrevo a alzar la vista para no toparme con la mirada de Vilma y Alfonso, de modo que, para ganar tiempo, y tratando de mantener la más perfecta impasibilidad, simulo un interés convencional y bien educado, y me pongo a hojear el libro.


Las hojas que van deslizándose bajo mi pulgar permiten ver que, por encima del texto impreso y en los márgenes, a cada página, sin ninguna excepción, rayas, llaves, círculos, óvalos, hechos con biromes de diferentes colores cubren casi todo el espacio blanco que dejan las letras de imprenta y que si la frase verde de la portada me ha dado la impresión de haber sido hecha con violencia repentina, los signos que se acumulan en cada página parecen aplicados, metódicos, hechos con una escritura diminuta pero clara y legible, con subrayados de varios colores -una paciencia razonada para señalar, sin dejar pasar ninguno, todos los errores del libro, con un trabajo minucioso que debió insumir meses y que, justamente a causa de esa minucia, delata la apuesta descabellada de quien lo emprendió, ya que la insignificancia del libro entero, su inexistencia en tanto que literatura, define la tarea de ponerse a refutar sus detalles como mero delirio. Que me cuelguen si tengo ganas de leer las anotaciones que sin embargo, a pesar de la pequeñez de la escritura, son claras y fáciles de comprender, aunque a veces se acumulan tanto en el margen que únicamente gracias a los diferentes colores pueden ser individualizadas, pero que me cuelguen más alto todavía o me la corten en rebanadas si, por el contrario, me gustaría encontrar ahora la mirada de Vilma y sobre todo la de Alfonso. Pero cuando después de diferir el movimiento de cabeza que me topará con ellas, simulando estudiar con atención las anotaciones, cierro por fin el libro y alzo la vista, descubro, no sin cierta satisfacción, que el dispositivo Vilma/Alfonso se ha puesto otra vez en funcionamiento, reactivando los signos de inteligencia que me excluyen, las sonrisas llenas de sobreentendidos, las formas exteriores del complot del que pretenden ser los artífices cuando yo apostaría que son las víctimas, y mi alivio perdura a pesar de que, de una manera indiscreta, casi ostentosa, la mirada que intercambian, si pudiera traducirse en palabras significaría más o menos Nos dio trabajo pero ya logramos meter al león en la jaula así que ahora podemos ir a fumar tranquilamente un cigarrillo a la sombra esperando que se calme.


Me quedo inmóvil, con el libro cerrado en la mano, confiando en que, dentro de algunos segundos, Vilma y Alfonso van a desmantelar el dispositivo que ponen en funcionamiento cada vez que estoy en su presencia, pero antes de que eso suceda son ellos los que, casi sin transición, se vuelven a la vez nítidos y remotos, en tanto que lo que era "yo", con sensaciones, imágenes, recuerdos, después de flotar unos instantes en una especie de inconsciencia, desaparece dando paso a laexterioridad bien definida del bar del hotel, con cada uno de los ruidos que se superponen y que resuenan para nadie, paradójicos, puesto que son percibidos, porque no basta que resuenen y que sean percibidos si la duda de ser "yo" quien los percibe continúa, y no bastan, por incontrovertibles que parezcan, para probar, sin contradicción posible, mi presencia. "Yo" pareciera haber traspuesto ya la entrada embanderada, pasando junto al "portero negro", olvidando sobre la silla un envoltorio de sí mismo lo bastante independiente y aéreo como para que, volviendo desde el mediodía oscuro a atravesar la entrada embanderada a instalarse otra vez dentro de su envoltorio, "yo" deba alzar la mano y tocarse la mejilla para asegurarse de que lo ha recuperado. Ahora Vilma y Alfonso, que me habían parecido nítidos y remotos, se han vuelto cercanos pero turbios nuevamente y, desmantelando por completo el dispositivo, me encaran sonriendo otra vez.

– Veo que lo ha leído con cuidado -le digo a Alfonso, extendiéndole el libro.

– No, no -dice Alfonso. -Guárdelo unos días. Échele una mirada. Va a descubrir muchas cosas sobre ese señor Bueno.

– Alfonso -le digo. -Lo que caracteriza a la novela de Walter Bueno es que, justamente, no hay nada que descubrir en ella.

– No importa. Téngala unos días. Le aseguro que se va a sorprender -dice Alfonso.


Intrigado por su obstinación, que quisiera mostrarse indolente y objetiva, pero en la que noto un matiz perentorio, me vuelvo, en busca de informaciones suplementarias, hacia Vilma Lupo, esperando que en sus facciones aparezca la explicación de tanta insistencia, pero la sonrisa neutra, un poco abstraída, que me devuelve, y que ni siquiera se acentúa cuando nuestras miradas se encuentran de un modo fugaz, me despoja de mi ilusión irrazonable: lo que los une, sin que se sepa bien qué es, parece funcionar sin interrupciones.

– Cómo hago para devolvérselo -le digo, antes de meter el libro en el bolsillo del sobretodo, esperando que, por haber realizado una fijación afectiva con el fruto de su trabajo como se dice, Alfonso tenga la intención de conservarlo y tema dejarlo en manos de alguien que, después de todo, apenas si ha visto dos veces en su vida.

– No se preocupe -dice. -Nos vamos a ver seguido espero. Todo Rosario quiere que usted dirija nuestra revista. Y no se olvide que estamos abriendo una sucursal en la ciudad.

– No me olvido -dijo, y guardando por fin el libro en el bolsillo, me levanto. -Ha sido un placer.

– ¿Come con nosotros? -dice Alfonso.

– Gracias, no. Tengo un almuerzo en familia -le digo.

– Entiendo que lo aburran los debates -dice Vilma. -Pero no nos va a fallar para el cóctel el viernes a mediodía.

– Nos vemos -digo.

Y atravesando despacio el bar mientras me abrocho el sobretodo, cruzo el hall, paso bajo la entrada embanderada, junto al "portero negro", y salgo del hotel internándome en la penumbra de la mañana. Estacionario. El cielo gris uniforme, con sus bulbos de un gris todavía más denso y más bajo, encapota la ciudad en este mediodía de invierno. Cuando meto las manos en los bolsillos para protegerlas del frío, la izquierda se topa, olvidado en el fondo después de unos minutos, con el libro de Walter Bueno. Las yemas de los dedos palpan el borde rugoso de las hojas que se separan con facilidad a causa de las masas de escritura apretada que las espesan y de las ajaduras verticales que se han formado en el lomo debido a las lecturas frecuentes y cuidadosas de Alfonso. Como si hubiesen puesto en funcionamiento un sistema de proyección al rozar los bordes del libro, las yemas de los dedos encienden, en algún lugar impalpable y móvil detrás de la frente, imágenes coloreadas que representan, además de la escritura densa y las líneas de color que subrayan páginas enteras, la textura quebradiza y llena de anfractuosidades diminutas que, a causa de las anotaciones, tendrían esas páginas si las yemas del pulgar y el índice, abriendo el libro en el fondo del bolsillo, se pusiesen a frotarlas con suavidad. Pero el contacto del papel y de la cartulina ajada suscita algo más que las imágenes de su espesor y de su textura; igual que una escritura para ciegos que pudiese descifrar lo incorpóreo encerrado en las rugosidades de la materia, igual que el humo en una botella, los dedos van desplegando la historia misma que los signos convencionales impresos en tinta negra, capaces de combinaciones sin fin. formaron haciendo aparecer La brisa en el trigo, la novela más vendida de la última década que, en unos pocos relámpagos sucesivos, aparece entera detrás de la frente y si debiese resumir otra vez en palabras ese encastramiento de líneas claras, podría hacerlo de la siguiente manera: un muchacho joven, inteligente, buen mozo,

se recibe de maestro en una ciudad de provincias y va a ejercer por primera vez en un pueblo de la llanura, no lejos de Rosario. El muchacho joven -Wilfredo- tiene una fuerte vocación literaria. se nos cuenta, en primera persona, su llegada, su instalación, sus primeras clases, se nos describen el campo, losambientes, los problemas escolares, los personajes secundarios, los paisajes. En el tercero aparece Alba, otra maestra que, por problemas de salud (alguien sugiere una tentativa de suicidio) ha comenzado la escuela un poco más tarde. Atracción mutua. Algo mayor que Wilfredo, es casada, no puede tener hijos y lleva una vida triste en el pueblo con su marido, un comerciante en artesanías que viaja mucho a causa de su trabajo. Paseos por el campo. Descripción de los medios rurales. Pasión erótica. Eufemismos en profusión para describir los distintos aspectos de la actividad sexual. Largas fornicaciones pseudopoéticas. Mensaje social: el campo no debe ser dejado al abandono, por ser lo más auténtico de todo lo nuestro. Imprudencias de la pareja. Murmuraciones pueblerinas. El marido, sin sospechar nada, brinda su amistad. El desenlace se prepara. En el papel del destino, el jefe de redacción de un gran matutino de Buenos Aires que, entusiasmado por los cuentos que Wilfredo le envía con regularidad, lo invita a incorporarse al plantel de periodistas. Adiases desgarradores. En el último capítulo, unos meses más tarde, Wilfredo, que ha pasado la noche en una fiesta mundana, al regresar a su casa encuentra una carta llegada la tarde anterior, y en cuyo sobre reconoce la escritura del marido. La cana le informa del suicidio de Alba quince días antes. Wilfredo se queda pensativo en el balcón. Amanece en el Río de la Plata.


Va de cajón que de todas las inepcias que vienen publicándose en nombre del arte literario desde la invención de la escritura La brisa en el trigo es la más torpe y la más insignificante y que su éxito comercial entre las amas de casa semianalfabetas fue el resultado de una campaña orquestada como diría Alfonso por la televisión y los semanarios de gran tirada, y que si yo me molesté en demoler el libro en un artículo, fue para de algún modo recordarle a Walter Bueno que si el creía que podía actuar con impunidad al amparo de fuerzas tenebrosas, algunos seguíamos todavía vigilantes -advertencia que dio en el blanco, puesto que un poco más tarde oí a Waltercito referirse por televisión a los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. El género al que pertenece mi artículo no es la crítica literaria sino la carta de amenazas; leído entre líneas no significa Henos aquí ante otra tentativa desgraciadamente fallida de nuestra indigente actualidad literaria sino Es mejor que te andes con cuidado porque desde hace tiempo venimos siguiendo tus manejos de modo que si esto continúa puede que se nos termine la paciencia y nos decidamos a tomar los recaudos necesarios para hacértelo pagar muy caro. El único elemento verídico del libro es que suministra, de un modo involuntario, un retrato excelente de su autor, que el lector percibe de inmediato como un sujeto inculto, superficial, vanidoso y, a juzgar por errores persistentes que no pueden atribuirse ni a los tipógrafos ni a los correctores, bastante flojo en sintaxis y en ortografía. Nadie con dos dedos de frente y un mínimo de gusto literario podría perder cinco minutos de su vida en hacer una crítica seria de ese libro. Que Alfonso se haya tomado el trabajo de refutarlo frase por frase, señalando sus inexactitudes y sus contradicciones demuestra, no la inconsistencia del libro, del que basta una lectura rápida para verificaría, sino, con efectos desalentadores, la del propio Alfonso.

– Papá. Eh, papá -dice la voz de Alicia a mis espaldas, mientras siento que se ha aferrado de mi sobretodo y lo tira para llamar mi atención;

– ¿Vas dormido, o qué?

– Iba pensando -le digo, mientras me inclino para besarla en la mejilla viendo, por encima de su hombro, el grupo de chicos y la maestra que la esperan en la esquina, mirando en nuestra dirección.

– Venimos del museo de ciencias naturales -dice Alicia.

– Me parece muy bien -le digo.


Amontonados cerca del cordón de la vereda, esperando para cruzar, abrigados, por encima de sus guardapolvos, con tapados y sobretodos, bufandas, gorros y guantes de lana de todos los colores, inflados bajo el guardapolvo por sus camperas y sus pulloveres gruesos y sus camisetas de frisa, las mejillas y las narices enrojecidas por el frío, muchos de ellos sorbiéndose los mocos o incluso dejándolos colgar sobre el labio superior, los cachetes hinchados por los bombones duros que chupan o las mandíbulas, con la boca entreabierta, moviéndose sin pausa en razón de los chicles que mascan sin parar, sus compañeros de clase nos observan curiosos, indiscretos y desapasionados. La maestra, parada en el cordón, no mucho más alta que ellos, me saluda de lejos y sacude la cabeza con "aire de comprensión", para mostrar que no la incomoda esperar unos segundos que Alicia y yo crucemos algunas frases. Le devuelvo, de un modo mecánico, una sonrisa no menos convencional que la suya.

– Había una arañas grandes así -dice Alicia, bosquejando en el aire un óvalo exagerado con sus manos enguantadas. Y después baja las manos y se queda mirándome. En el aire ennegrecido de mediodía, veinticinco pares de ojos abiertos y fijos aunque inescrutables y vacíos me contemplan- las veinticinco imágenes de mi envoltura exterior, invisible para mí en su mayor parte, estampadas detrás de las frentecitas lisas que emergen apenas bajo los gorros de lana de colores, han de estar flotando, repetidas e idénticas, fosforescencia espontánea -"el padre de Alicia en sobretodo negro"- de la que ni siquiera son conscientes, exterioridad cruda y fragmento de realidad más irrefutable para ellos que para mí mismo. Durante unos segundos las veinticinco imágenes de tamaño reducido que adivino flotando en el revés de las miradas fijas, me dan la impresión de ser, no el reflejo simultáneo de mi presencia en el mundo, sino veinticinco reliquias estilizadas de mi propio ser presente, expuestas en una dimensión autónoma y remota.

– No subiste a verme anoche- dice Alicia.

– No quería toparme con esa vieja- le digo.

– No le digas vieja a la nona- dice Alicia, con una reprobación neutra, de la que no sé si es una defensa de su abuela, una exhortación que me dirige para incitarme a moderar mi lenguaje, o un tono desapasionado y convencional del que ella piensa que debe usar una nena de su edad bien educada cuando habla con su padre. Trato de develar la explicación correcta pero en su cara lisa y enrojecida por el frío, entre el gorro de lana y la bufanda, ningún indicio lo autoriza: como el resto de lo externo y lo exterior, su cara es al mismo tiempo insondable y familiar.

– De acuerdo- le digo. -El viernes a la noche te busco para que pases con nosotros el fin de semana.

– Regio -dice y, poniéndose en puntas de pie, gira un poco la cabeza y me presenta la mejilla para significar que el encuentro ha terminado. Inclinándome, rozo la mejilla con los labios y ella se vuelve rápido con la clase.


Arracimados contra el cordón de la vereda, los primeros frotándose a la espalda de la maestra que, con los brazos bien abiertos, mientras vigila el tránsito, los contiene para que no desborden sobre la calle, los chicos forman un tumulto ondulante y nervioso de cabezas encasquetadas del que rayas, flecos y borlas de lana multicolor, constituyen la culminación agitada. Antes de mezclarse con el grupo, Alicia se da vuelta y me dirige una sonrisa fugaz, de connivencia tal vez, o de complicidad, que contrarresta su reproche de hace un momento, una concesión condescenciente de su yo presunto y mítico, impermeable todavía a lo relativo, con expresión semejante a la de una princesa que, encaminándose con su séquito hacia una fiesta en los jardines del palacio, se cruza con un condenado a muerte y, con una mirada breve, antes de evacuarlo para siempre de su memoria le dice, sin necesidad de palabras y más como homenaje a su propia magnanimidad que por compasión: importa poco lo que hayas hecho; yo, por ser yo, te perdono. Por fin la maestra baja a la calle y, alzando el brazo para inducir a los automovilistas, que vienen despacio y en profusión a causa de la hora, a aminorar y a detenerse, empieza a cruzar seguida por los chicos que forman una doble fila irregular detrás de ella. Me quedo mirándolos hasta que desaparecen a la vuelta de la esquina, en la somnolencia de la penumbra matinal y del frío, ya substraídos por la esencia misteriosa del espacio a la experiencia, e improbables y aún inaccesibles para el recuerdo.

– ¿Sopa otra vez? -le digo, con ironía calculada, a mi hermana, cuando llena mi plato hondo con el líquido humeante, entre naranja y ladrillo, que podría estar compuesto de zanahoria o de zapallo o de calabaza, y mi hermana asume la actitud misteriosa de anoche, con orgullo reprimido por haber logrado, en unas pocas horas, presentar un redondel humeante de color completamente distinto en nuestros platos hondos, bajo el fluorescente de la cocina, sobre el mantel cuadriculado verde y blanco. El gusto impreciso, ligeramente azucarado, no revela nada inequívoco, a no ser un equivalente, en la imaginación, de la tonalidad anaranjada del líquido y, en la lengua, la textura al mismo tiempo rugosa y blanda de las partículas de legumbres que se vuelven por fin una substancia homogénea en la boca. Tal vez por contraste con la cocina iluminada la penumbra invernal del exterior da la impresión de haber aumentado, adquiriendo un tinte verdoso de tormenta; y estoy observándolo a través de la ventana que da al patiecito cuando un trueno, uno solo, señal única y anacrónica que manda, después de días y días de oscurecimiento gradual, el cielo encapotado, hace vibrar la casa, la cocina, los muebles, la vajilla que reluce en la luz artificial y demasiado blanca del fluorescente. Alarmada, mi hermana se incorpora dejando caer la cuchara en el plato semivacío, pero se inmoviliza al cruzar la mirada interrogativa que le dirijo por encima de la cuchara que estoy elevando hacía la boca.

– Voy a desenchufar el televisor -dice, un poco indecisa ahora, a causa de mi falta de reacción.

– No vale la pena -le digo.

Brusco, el ruido de la lluvia se superpone a mis palabras y, más convincente que ellas, induce a mi hermana a sentarse otra vez y a retomar, recuperando la calma, la cuchara.

– Si se corta la luz -dice después de un momento- me quedo sin la novela.

– El tipo que vi esta mañana -le digo- me parece que lo conoció a Walter Bueno.

– ¿El que se mató en la ruta a Mar del Plata? -dice mi hermana.

– El mismo hijo de su madre -le digo.

– No -dice mi hermana-. Si era tan simpático. Y qué buen mozo. Dicen que estaba drogado cuando se mató.

– Es posible -le digo-. Por esnobismo, hacía cualquier cosa.

– No quieren a nadie ustedes -dice mi hermana. El "ustedes" un poco amargo que profiere, esquivando mi mirada, tan errática como la suya por otra parte, a pesar de que sería incapaz de formularlo con las mismas palabras, y a pesar también de la solicitud sincera con que se ocupa de mí desde mi infancia, significa, sin la menor duda posible, hasta tal punto sus convicciones coinciden sin darse cuenta con las que propala, incesante, y de un modo tácito, la televisión, los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. Fingiendo no darme cuenta, intuyo que se siente un poco culpable por la agresión, mientras el ruido de la lluvia, que ha estado resonando durante nuestro diálogo, sin que sin embargo la oscuridad disminuya, se acrecienta. No se oye otra cosa, ni siquiera nuestra respiración, ni siquiera el crujido de los muebles o el de las sillas en las que estamos sentados; únicamente el ruido, extraordinariamente denso, a la vez uniforme y múltiple del agua que cae en torrentes y. de tanto en tanto, nuestras voces intermitentes y apagadas y el tintineo, en dos tiempos diferentes, de las cucharas contra la loza blanca de los platos.


Estoy seguro de que también ella, en los tejidos y en las vísceras, en los músculos y en la circulación remota de la sangre más que en las emociones y en el pensamiento, siente como yo hasta qué punto estamos aislados, cortados del mundo improbable del que nos separan capas y capas de lluvia densa y oscura, y ahora que subo por la escalera que lleva a la terraza, protegiéndome sin mucha eficacia con el diario de la víspera desplegado sobre mi cabeza y me paro un momento bajo el techo del lavadero, antes de entrar a mi cuarto, para contemplar la lluvia, compruebo que las masas espesas de agua gris verdosa reducen lo visible a un horizonte estrecho, borroso y sombrío.

La edición anotada de La brisa en el trigo aterriza sobre la carpeta amarilla de Bizancio, en el borde izquierdo del escritorio: en el cuarto iluminado, encastrado en la penumbra paradójica del día, en el envoltorio ruidoso del agua helada, mi propio cuerpo, inverosímil y extraño se inmoviliza unos segundos antes de que la mano derecha abra por fin el primer cajón del escritorio, saque la carpeta color ladrillo y vuelva a cerrar consuavidad el cajón. Las cinco o seis hojas manuscritas, un poco ajadas y arrugadas, llenas de tachaduras y de correcciones se deslizan con más facilidad que el montón liso y regular de hojas blancas sobre el que se apoyan. De los cinco sonetos que he escrito hasta ahora, únicamente dos, Lucy y The blackbole están completos, aunque todavía en borrador; en los tres otros, La mañana, Eco y Narciso y el que todavía no tiene título, faltan versos, incluso estrofas enteras, y lo ya escrito está demasiado recubierto de correcciones, variantes y tachaduras, más desalentadoras que estimulantes, como para decidirme a seguir trabajando en ellos, de modo que me resigno a pasar en limpio lo que ya está más o menos terminado. Así que en una de las hojas blancas, con una birome verde, empiezo a copiar:


Lucy

Por los cincuenta y dos huesos de tu esqueleto

y por tus diecinueve mayos en la sabana

dejo el fósil de mí mismo en este soneto:

tan insondablemente lejos y tan arcana

y más antigua que el cotorreo indiscreto

de dioses y de tríadas, cómo te oigo cercana.

De antemano todo ese rumor era obsoleto.

Mucho antes que Afrodita saliste a la mañana.

Lucy en la tierra con enigmas y pesares,

el estúpido sol que hoy calienta a tus pares

ya venía a abrigarse dócil en tu regazo.

De un gesto apaño dioses, mundos y emperadores,

cuando te oigo llegar flotando en mis humores

para la eternidad muda de nuestro abrazo.

Sabana es una licencia poética y tríada, por trinidad, un galicismo, pero lo importante es llegar a la forma, constituir un todo primero y recién después empezar a pulirle los bordes y las anfractuosidades.


Que me cuelguen si hace seis meses nomás hubiese sido capaz de concebirme a mí mismo llevando una carpeta de sonetos, igual que un almacenero un libro de contabilidad, pero había que elegir entre eso o el agua negra sin fondo, empezar de nuevo todo a partir de cero como dicen -cero es sin la menor duda la expresión apropiada- cuando empecé a darme cuenta de que ante mis propias narices lo que desde hacía tanto tiempo tenía la costumbre de llamar "yo", volaba en pedazos dispersándose igual que bestias ciegas en estampida, dejando en el lugar que había ocupado desde el principio un agujero arcaico y carcomido. Los pedazos que quedaron flotando a la deriva después de la explosión, se asomaban de tanto en tanto al borde verdoso y húmedo del pozo negro, tratando de ver si la mirada encontraba algún indicio de fondo, pero terminaba perdiéndose en un océano de tinieblas, sacudido por estremecimientos orgánicos y atravesado sin ninguna ley inteligible por automatismos caprichosos y sin sentido. Un día que estaba mirando una obra de teatro por la televisión, en plena catatonía, una de esas obras características financiadas por el complot religioso-liberalo-estalino-audio-visualo-tecnocrático-disneylandiano, como Boeing-Boeing o La Jaula de las locas, o la enésima versión de ese vómito llamado La mujer del Panadero, ya ni me acuerdo, me descubrí de golpe sintiendo envidia por esos comicastros lamentables, porque eran capaces de aprender un texto de memoria y decirlo todas las noches durante dos horas en un escenario. Poder ser durante dos horas un piloto de avión que tiene una amante en varias capitales europeas o un panadero cornudo podía salvarme de la demencia si me quedaban fuerzas suficientes como para intentarlo: va de cajón que era una mera fantasía causada por la depresión alcohólica y que mi total incapacidad de actuar me impediría utilizar ese método para obtener mi reconstitución mental, pero la idea siguió abriéndose camino y después de la muerte de mi madre cuando decidí el programa de higiene -ducha tibia, abstinencia de alcohol, paseo cotidiano por la ciudad llueve o truene-, me pareció que algún trabajo intelectual tenía que acompañar mi recuperación física y únicamente después de vacilar durante varios días terminé decidiéndome por el soneto. Durante la adolescencia, escribir sonetos había sido para mí una actividad casi tan frecuente como la masturbación: podía hacerlo varias veces por semana e incluso varias veces por día, hasta que, de un modo brusco, al final de la adolescencia, mi evolución estética lo rechazó y durante veinticinco años no volví a escribir ni uno solo. Había escrito tantos, la mayoría de los cuales habían ido a parar al fuego, que alrededor de los dieciocho años ya sólo podía hacerlo de un modo paródico, y a veces no solamente mandaba cartas en forma de sonetos, dípticos o trípticos, sino que incluso podía llegar a improvisarlos en medio de una conversación lo cual significaba para mí que el soneto estaba desprovisto de toda legitimidad poética.


Después de eso, ya ni en broma los componía. Se había vuelto una forma muerta, como lo son ciertas lenguas, tan diferente de una verdadera forma poética como lo son de un ser humano los pilotos de Boeing-Boeing o el panadero cornudo del vómito marsellés. Intentar darle vida a esa forma, tener en cuenta sus leyes, manipular la materia que la constituye, podía ser para mí un modo de medirme con lo exterior, y alinearlos catorce versos diseminando en ellos alguna idea, extendida como un puente frágil sobre el agujero negro, un trabajo de concentración semejante al que requiere memorizar y decir con la entonaciónexacta las frases enteramente ajenas de un personaje, por burdo que sea, que realiza gestos calculados en un escenario.

Cualquier cosa era preferible a la disgregación que, sin que yo lo supiese, venía tal vez desde la infancia, desde el nacimiento probablemente, y que, acelerándose de a poco, se había ido volviendo en los últimos tiempos cada vez más vertiginosa, hasta depositarme en el último peldaño de la escala humana, tan abajo que podía sentir el agua negra, helada y viscosa empapándome las botamangas del pantalón -todavía siento los cuajarones resecos- y que un tinclazo nomás hubiese bastado para mandarme sin ninguna posibilidad de regreso al fondo.

Concentrándome en la hoja blanca, el torbellino se atenúa: la explosión silenciosa y centrífuga se vuelve más lenta, y los pedazos que quedan flotando a la deriva, arrastrados por el reflujo que provoca el agujero negro atrayéndolos hacia el vacío sin límites, resisten en el borde, y algo semejante a lo que era "yo" en otros tiempos, pero mucho más endeble, remoto, y un poco extraño, los recoge uno a uno como a los fragmentos de una carta hecha mil pedazos, tratando de reconstituirla, sin lograrlo del todo, recorriendo el mensaje maltrecho con una lucecita frágil que no alcanza para descifrarlo. La medida, el verso, la rima, la estrofa, la idea pescada en alguna parte de la negrura y que hace surgir, ondular, plegarse el vocabulario, acumulado misteriosamente en los pliegues orgánicos, se vuelven rastro en la página, forma autónoma en lo exterior, floración cristalina que centellea y, que, por haber puesto un freno a la dispersión, a causa del prestigio heroico de toda medida, ya imborrable, me apacigua.


Después de acomodar los manuscritos sobre la pila de hojas blancas, cierro la carpeta color ladrillo y la vuelvo a guardar en el cajón. Como la superficie del ejemplar de La brisa en el trigo, ajado y anotado de puño y letra por Alfonso, es mucho más reducida que la de la carpeta completa de Bizancio cuando los hago deslizar hacia el centro del escritorio, la imagen femenina impresa en el ángulo inferior derecho, dibujada en pequeños cuadraditos discontinuos que se agrupan imitando las partículas yuxtapuestas de un mosaico, sobre la inscripción BIZANCIO LIBROS, la cara de no más de un par decentímetros, vuelve a atravesarme con sus ojos ovalados, grandes en relación con el resto del dibujo, y que parecen fijos en un puntodel espacio que está más allá del que los contempla, de modo que, a pesar del tamaño de las pupilas, es imposible encontrar su mirada, y no obstante la tosquedad sumaria del dibujo, es el observador quien se siente, durante una fracción de segundo, translúcido, inexistente o fantasmal.

El libro ajado y la carpeta amarilla, contienen, más que seguro, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, más que el best-seller de la década y el fondo editorial completo, incluidas la lista de precio actualizada y las condiciones de venta, de la distribuidora Bizancio Libros. El fondo de la aflicción en la mirada de Alfonso y los sobreentendidos de Vilma flotan en el aire tibio del cuarto iluminado no menos que en el interior de mi cabeza, que hago girar para contemplar la lluvia helada que chorrea por los vidrios de la ventana, antes de decidirme a buscar, de entre las pilas de libros que se acumulan contra la pared, en el borde opuesto del escritorio, el suplemento literario de La Región, de dos o tres años atrás, donde está mi artículo sobre el libro de Walter Bueno.


Cuando lo encuentro, lo sacudo un poco para limpiar el polvo que lo cubre en partes delimitadas geométricamente por la protección del libro, más estrecho y más corto, que lo tenía aplastado contra la madera del escritorio y, sin siquiera echarle una mirada, lo tiro

sobre el libro ajado y la carpeta amarilla, con la impresión de estar agregando un documento decisivo a las actas secretas de un acontecimiento del que ignoro hasta el último detalle y en el que sin embargo desde ayer al anochecer tengo el sentimiento de estar implicado.

La tentación de abrir el libro anotado, y aún la carpeta amarilla de Bizancio, es más débil que el desaliento que parece ganarme de antemano cuando me dispongo a hacerlo; y cuando me pongo a buscar, de manera infructuosa, la mirada en los ojos ovales del logotipo, me parece encontrar, con una certidumbre sin contenido que se esfuma enseguida, la explicación del secreto en las pupilas fijas que me atraviesan y que me ignoran. Así que me levanto y salgo al aire frío y oscuro del lavadero que precede a la terraza abierta.

Tan espesos, constantes, regulares son las masas de agua gris verdosa y el rumor que provocan al caer, que ya pasan, a pesar de que parecen ocupar el universo entero, por algún plano retirado de la percepción, almacenados en algún pasadizo remoto, no de la percepción misma, sino de la memoria, igual que si estuviesen transcurriendo, nomás en la actualidad del acontecer, que en un pasado simultáneo y parasitario del presente.

Un fantasma de ciudad flota en el rumor de la lluvia, un fantasma inmóvil y borroso que inspira más compasión que inquietud, los monoblocs, los techos y las terrazas que chorrean agua y ni siquiera brillan, anarquía opaca sin gusto ni proporciones, corroída por la intemperie, deleznable como un decorado salido de las manos de un artista de cuarto orden. La penumbra subacuática de la tarde de invierno se propaga en mí mismo, en el envoltorio de lana, piel adormecida y órganos, y también en la punta de claridad mortecina que las engloba y que, si desapareciese, arrastraría consigo todo hasta el centro de la más negra oscuridad. Las masas de los edificios pierden a causa de la lluvia espesor y cohesión, y las aristas de las fachadas se vuelven inestables y ondulantes, como un reflejo en el agua, mientras las copas de los árboles que emergen de algunos patios, ennegrecidas por la penumbra, apenas si conservan el verdor viscoso de una substancia ni líquida ni sólida, como si la fluidez del agua cuajara por momentos en grumos que la inmovilizan; y entre la tierra, el cielo, y el aire saturado de lluvia que circula entre los dos, la misma tonalidad gris verdosa, propia de un sueño confuso o de un recuerdo incierto, cubre con igual prolijidad la superficie de las cosas y el vacío que las separa.


En lo continuo, en lo homogéneo, a pesar de la multiplicidad aparente, sigue estando todavía la punta de claridad mortecina -"yo"-, la fragilidad impensable que sin embargo dura y dura, en una especie de somnolencia turbia y monótona de la que a veces, sin ninguna razón, de un modo súbito, se despierta, para percibir, durante una fracción de segundo, la persistencia de lo que fluye, adviene y desaparece, cristalizando y pulverizándose casi al mismo tiempo, dándole la impresión a los sentidos engañosos, de estar regido por leyes, dividido en períodos, con sus repeticiones insensatas y casuales que se dan aires de plan, sus millones de moscas idénticas y de estrellas pasajeras, sus planetas girando porque sí y sus quarks obstinadamente indivisibles, que no se llaman moscas, estrellas, planetas, quarks, por otra parte, ni responden, hasta nuevo aviso, a ningún nombre conocido. Da lo mismo que los llamen moscas o quarks: es evidente que no responden a ningún nombre y que no obedecen a ninguna ley; provisoriamente, los quarks son indivisibles, los planetas giran en su órbita, y las moscas pululan y, sobre todo, provisoriamente se llaman quark, mosca y planeta. Da lo mismo que a ese chisporroteo tantos lo llamen mundo.

Recién cuando vuelvo a cerrar detrás de mí la puerta del cuarto iluminado, acercándome otra vez al escritorio, percibo, por contraste con el aire caldeado por la estufa a resistencia eléctrica, el frío en las manos, en la frente, en las orejas, en las mejillas y en la punta de la nariz, que traigo en mi piel desde la terraza, y durante un minuto más o menos, mientras me siento y empiezo a hojear el best-seller de la década, la sensación contradictoria de frío y la tibieza parecen simultáneas, como si el calor de la habitación, sin poder penetrar en los tejidos contraídos, resbalara por una superficie helada. Abriendo el libro al azar, me detengo en una página cubierta de rayas, de círculos y de anotaciones en los márgenes que sepultan, con su abundancia meticulosa, el texto impreso. Algunas de las frases manuscritas están construidas en forma interrogativa o exclamativa, y al final de una de ellas, escrita horizontalmente en el margen superior, después del punto final, hay una acotación lacónica entre paréntesis: Ver página 98. Sin leer ninguna de las frases, busco la página 98. Cinco líneas de texto impreso, encerradas en un óvalo irregular hecho con birome verde, remiten mediante una flecha a un comentario extenso, en letra diminuta y negra, que, como una guarda regular, comienza en el margen superior, continúa por el lateral derecho, se prolonga por el margen inferior, culmina en el margen lateral izquierdo, encuadrando toda la página y terminando con otra acotación entre paréntesis: (Remitirse a la pág. 33)

El párrafo de cinco líneas encerrado en un óvalo verde dice:


"Alba, distendida y alegre, más bella que nunca, sintiéndose por primera vez mucho tiempo al abrigo de la indiscreción pueblerina en el bosquecillo de las afueras, después de correr sin ton ni son, como una niña excitada, cono muchas flores del paraíso, y con un hilo de coser que traía consigo, fabricó hábilmente un collar de florecillas lilas. Mirándome con ternura, me tendió la humilde ofrenda".


Comentario manuscrito:


"¿En el mes de diciembre? Cualquier buen observador de nuestra flora regional sabe que ya a fines de octubre las flores del paraíso dejan paso a los frutos de dicho árbol, las características bolillitas verdes agrupadas en racimo, no comestibles, de gusto amargo, que persisten en las ramas aún después de la caída de las hojas, bajo un aspecto un poco achicharrado, y habiendo perdido el verde lozano que ostentaban en el momento de la maduración, de un color beige o té con leche. En repetidas ocasiones, el autor se toma sin el menor tapujo toda clase de libertades en lo relativo al clima, la fauna, la flora y las costumbres de la zona, que evidencian un desconocimiento flagrante de los mismos. ¿Dónde va a parar el pretendido realismo tan mentado por la crítica académica u oficial? Tal vez en la procacidad a la moda que so pretexto de sensualismo, linda con la pornografía. Hay que hacer notar también que la heroína, se anda paseando con hilo de coser en el bolsillo, para poder enhebrar en el mes de diciembre, flores de paraíso que brotan de los eucaliptus (Remitirse a la pág. 33)". En la página treinta y tres, un comienzo de frase subrayado, con la misma birome negra de la página 98, entre varias anotaciones y marcas hechas en otro color: "Nos dimos cita en un bosquecillo de eucaliptos de las afueras, que según Alba", se conecta con la frase escrita en el margen superior, con la misma letra firme, diminuta y aplicada: "En el pueblo en el que pretende transcurrir la novela, no existe dicho bosquecillo. Estos supuestos eucaliptus se transformarán más adelante gracias a un golpe de varita mágica del autor, en paraísos". (Ver página 98). En la página 52, el comienzo del capítulo V, un párrafo de varias líneas, aparece enteramente subrayado de verde: "El monótono paso de los trenes, representa la única distracción pueblerina. Al poco tiempo de llegar, tuve que resignarme a participar en esos ritos inmemoriales. El tren de las dos, que venía de Rosario, presentaba mayores atractivos que el de las cuatro, que provenía del norte, de Santiago del Estero y de Tucumán, y venía cargado de campesinos silenciosos que emigraban a Rosario, o a Buenos Aires, para afrontarse con un nuevo destino en la gran ciudad. A veces nos dábamos cita con Alba en la estación, para esperar el tren de las dos, ya que nuestra condición de colegas nos permitía conversar tranquilamente en público sin despertar sospechas sobre el verdadero carácter de nuestras relaciones, que para esa época se habían vuelto íntimas. Pero esos encuentros clandestinos que ocurrían a la vista de todos, aumentaban nuestra frustración, porque no era raro que algún conocido se uniera a nosotros, sin darse cuenta de su indiscreción, y no nos quedaba más remedio que soportar estoicamente sus banalidades".


Gracias a que el principio de capítulo desplaza hasta casi la mitad de la página el comienzo del texto impreso, Alfonso disponía de un espacio blanco mucho más amplio en el margen superior, lo que le ha permitido exponer a sus anchas, con su escritura firme y legible y sus frases rectas que parecen asentadas sobre renglones invisibles, su ristra metódica de objeciones:


"La máquina a vapor aparece durante la Revolución Industrial, los primeros ferrocarriles hacia 1830; ¿acaso eso nos autoriza a calificar de inmemorial la costumbre de ir a la estación a ver pasar los trenes? En lo tocante al pueblo de marras, cualquiera de sus habitantes sabe que es el tren de las cuatro el que viene desde Rosario y no el de las dos, y que el paseo en la estación, que tanta ironía despreciativa parece despertar en el autor, y que es una simpática costumbre en los pueblos de la llanura, se realiza cuando pasa el tren de las siete proveniente de Rosario, por haber terminado ya los habitantes sus actividades cotidianas, a más de los fines utilitarios del mencionado paseo, tales como la recepción de comisionistas, diarios y todo tipo de publicaciones, o bienvenida a algún familiar que ha pasado el día en la gran ciudad habiendo tomado el tren de las 8 y 35 de la mañana para dirigirse a ella. Cabe preguntarse también cómo estos supuestos adúlteros, maestros ambos, podían ausentarse de la escuela sin que nadie notase su ausencia, ya que en todos los establecimientos de la provincia el turno de tarde comienza exactamente a las 13-30". Diez páginas más adelante, una frase que ocupa varias líneas está subrayada de verde en los primeros dos renglones y de rojo en los últimos: "Al crepúsculo, el canto de una torcaza nos sacó de nuestro adormecimiento voluptuoso, haciéndonos removernos un poco bajo las frazadas, pero cuando le advertí que pronto anochecería (fin del subrayado verde y comienzo del rojo) Alba apretó todavía más contra el mío su cuerpo caliente y húmedo, en uno de esos arrebatos de sensualidad tan característicos en ella, y durante los cuales sus deseos desbordantes la hacían perder toda noción de realidad, hasta tal punto que si yo no hubiese estado a su lado para impedírselo hubiese sido capaz de cometer las más descabelladas imprudencias".


Una flecha envía hacia el margen superior, donde está escrito el comentario al miembro de frase subrayado de verde:


"La torcaza no canta sino que arrulla; nunca lo hace al anochecer sino en las horas más cálidas de la mañana y principios de la tarde, en general en primavera y verano. La frazada, que ubica la escena en invierno, agrava el anacronismo".


Las líneas subrayadas en rojo están agrupadas por una llave vertical que se abre sobre el margen derecho, indicando una anotación escrita lateralmente, de modo que tengo que hacer girar el libro para leerla:


"Ignorancia crasa de la psicología femenina. Varios autores han señalado la frigidez natural de la mujer, salvo en casos comprobados de alienación mental, y su tendencia a sublimar los impulsos eróticos transformándolos en instinto materno y creatividad artesanal. Cf. el adagio latino: calidissima mulier frigidior est frigidissimo viro".


En el capítulo siguiente, la frecuencia de las frases subrayadas de rojo aumenta hasta desplazar casi por completo las de otros colores, y su proliferación es tan grande que hacia el final del capítulo dos páginas enteras están, no ya subrayadas, sino directamente enmarcadas en un rectángulo rojo tan regular que es evidente que Alfonso se ha valido de una regla para trazarlo. Los grafismos negros de los comentarios marginales, firmes y prolijos, no disminuyen en nada la impresión He trabajo limpio, aplicado, geométrico, por no decir decorativo, que sugiere el conjunto. Las frases manuscritas, sin errores ni abreviaturas, sin una sola palabra tachada, así como la precisión milimétrica de los subrayados, también trazados con regla, demuestran que Alfonso ha debido pasar meses enteros anotando el texto, haciendo probablemente primero los comentarios en borrador, y pasándolos después en limpio con laboriosidad puntillosa en los márgenes blancos del libro. Hasta los signos de admiración y de pregunta, que puestos en los márgenes traducen en general las emociones súbitas y esporádicas que va produciendo la lectura, parecen dibujados con lentitud y premeditación a los costados del texto. Los subrayados que cambian de color en medio de una frase, o que van alternando, durante páginas y páginas, hasta que un color empieza a predominar o a desaparecer durante una buena porción del texto, también denotan un trabajo metódico y racional y me hacen sospechar que a cada color debe corresponder algún aspecto específico del libro, línea temática, problemas de representación, o cualquier otro dislate analítico establecido por las distinciones obsecadas del comentarista. El predominio del rojo en las dos páginas enmarcadas con un solo rectángulo que tengo a la vista, me permitiría sin duda verificarlo, pero como la perspectiva de leer dos páginas enteras de La brisa en el trigo me desalienta de antemano, opto por volver hacia atrás, donde comienza a insinuarse la proliferación roja, y elijo, entre las frases subrayadas, una de las más cortas:


Entrando en la habitación, descalza, cubierta únicamente con la salida de baño, retorciéndose los cabellos mojados con una toalla, Alba se sentó en el borde de la cama y simulando repararen mi presencia por primera vez, realizó unos cómicos gestos de exagerado pudor".


Comentario: "Jovialidad que no condice con las supuestas tendencias depresivas del personaje. Contradicción de fondo en todo el relato". En la página siguiente, nuevos subrayados rojos: "Alba dejó caer la toalla en el suelo y, desembarazándose de la salida de baño, la tiró ante sus pies, pisoteándola con obstinación distraída, quizás para secárselos antes de entrar en la cama". Objeción alfonsiana: "Luego de habernos pintado a Alba como una mujer un poco tímida, pero de gestos mesurados y elegante y cuidadosa en el vestir, nos la muestra en flagrante delito de negligencia y vulgaridad". Dos páginas más adelante, dos líneas subrayadas de azul, resaltan entre tantas horizontales rojas: "El retrato de Antonio, con su eterna sonrisa un poco obtusa, contemplaba nuestros cuerpos desnudos desde la mesa de luz". Apostilla moralizante de Alfonso: "El mismo que en los primeros capítulos le brindara su hospitalidad, prestándole incluso dinero en varias oportunidades, ante la demora ministerial para el pago de sus primeros meses de sueldo". Una frase, la única quizás de todo el capítulo, tiene para el comentarista suficiente importancia como para merecer un subrayado doble, único rasgo que delata cierta vehemencia, porque las paralelas rojas que se prolongan durante varios renglones tienen el trazado limpio y milimétrico de un diseño industrial: "Los labios ávidos de Alba recorrían mi cuerpo expectante y tenso; entreabiertos, iban dejando sobre mi piel un rastro de saliva, como si una babosa caliente y húmeda estuviese arrastrándose por ella; a veces se detenían un instante en la dureza de los músculos, pero después continuaban su deslizamiento frenético, en busca quizás de la turgencia más exuberante que terminaron por encontrar, aferrándose a ella en un tumulto de dientes, lengua, mucosa y cabellos". La brevedad del comentario contrasta con la importancia del doble subrayado, pero su tono apodíctico, al que se suma la coda irónica, la justifican: "Las prácticas sexuales aberrantes son poco frecuentes en la mujer argentina. ¿Al señor le habrá tocado la mosca blanca?


Analizándolas a lo largo del texto, puede verificarse con facilidad que las distinciones cromáticas de los subrayados de Alfonso obedecen a un plan: el verde y el rojo, que son los más abundantes, corresponden respectivamente a los elementos de ambientación realista, fauna, flora, lugares, costumbres, personajes secundarios (verde), y a los elementos relativos a la heroína, Alba más los detalles de la relación amorosa con el narrador, Wilfredo (rojo). Los subrayados azules, un poco menos frecuentes que los dos primeros, señalan todo lo referente a Antonio, el marido de Alba, no únicamente en cuanto a sus rasgos psicológicos, sino también a su trabajo, su vestimenta, su actitud en tal o cual situación de la trama. Por ejemplo, en una escena en que el trío viaja una noche en auto a Rosario, con un personaje secundario que los acompaña, Alfonso se indigna contra el autor porque describe a Antonio y al personaje secundario sentados adelante y a Alba y Wilfredo juntos en el asiento de atrás, aprovechando la oscuridad del coche para acariciarse subrepticiamente durante todo el viaje, mientras simulan participar en la conversación. La indignación de Alfonso no es de tipo moral, sino lógico: "Siendo el cuarto personaje femenino, lo lógico sería que ocupara el asiento trasero en compañía de la esposa del conductor, ocupando su lugar habitual el invitado masculino o viceversa". A diferencia del verde y del rojo, que varias veces merecen la aplicación del subrayado doble, el azul recurre a esa vehemencia una sola vez en todo el libro: "Alba me contó que desde la noche misma de su casamiento, había comprendido que la vida en compañía de su marido sería monótona y sin sentido. Antonio era un hombre sin grandes defectos, pero sin ningún atributo excepcional tampoco; un mediocre en suma. A decir verdad, ella no tenía ningún reproche que hacerle, aparte de su esterilidad de la que el pobre, al fin de cuentas, no era responsable, pero al cabo de cieno tiempo, su sola presencia, le resultaba insoportable. Alba agradecía al cielo que la profesión de Antonio lo obligara a estar la mayor parte del tiempo ausente del pueblo. Su obsecuencia perruna, su incapacidad de ver la realidad, la autosatisfacción pueril que le otorgaba su relativa fortuna la desesperaban. Sus relaciones físicas habían cesado después del primer año de casados, lo que era un consuelo para Alba y, según ella, también un alivio para su marido, en quien sospechaba ciertas rarezas constitutivas que le impedían una vida conyugal normal. Y lo que más parecía irritar a Alba de la conducta de Antonio, era la obstinación de éste último por querer conservar ante los demás las apariencias de un matrimonio perfecto". Además del doble subrayado azul, varios signos de admiración negros y derechos como bastones acompañan lateralmente el párrafo, mientras que en el margen opuesto se despliega la caligrafía diminuta, regular y serena del comentario: "Nuestro Donjuán de pacotilla carga las tintas: ¿no nos había dicho en la página 41 que el personaje femenino era sumamente discreto acerca de su vida conyugal? En cuanto a las supuestas rarezas constitutivas, cabe preguntarse cómo permitieron que durante el primer año se concretara satisfactoriamente el himeneo. Aquí lo que parecería ser constitutivo son las incoherencias y arbitrariedades del autor".


El color menos frecuente apenas si aparece cinco o seis veces en todo el libro, pero me basta leer dos o tres frases destacadas por las líneas violetas que las subrayan para darme cuenta de la significación fúnebre del tono elegido, cuando el inenarrable Wilfredo llega a la escuela del pueblo, a principios de año, Alba está con licencia por enfermedad, y empieza su trabajo un mes más tarde, pero la novela deja entrever poco a poco, por los rumores que corren, que la supuesta enfermedad ha sido en realidad una tentativa de suicidio. Todos los párrafos que contienen la palabra suicidio están subrayados de violeta y acompañados de Comentarios marginales que discuten detalles relativos a la verosimilitud de los rumores, a las contradicciones del texto sobre las diferentes versiones que transmite e incluso al método empleado por la heroína para su tentativa fallida, y el suicidio final, gracias al amplio espacio blanco que queda libre después de la palabra FIN, impresa en mayúsculas, estimula en Alfonso su doble inclinación por la refutación de los detalles y por las consideraciones generales. Encerrada en un cuádruple rectángulo vertical, verde, rojo, azul y violeta, que ocupa cuatro quintos de la página blanca, la prosa de Alfonso adquiere un tono demostrativo y conclusivo no exento ni de solemnidad doctoral ni de cierta pedantería

"Hemos asistido atónitos a una serie de tergiversaciones de todo tipo, ya sea morales, intelectuales o artísticas. La entelequia que José Ingenieros llamara con acierto el hombre mediocre se encarna en este autor tan festejado por el nuevo vulgo surgido de la entidad hombre-masa, en conjunción con el bestsellerismo internacional. Nos hallamos en las antípodas del verismo de un Manuel Calvez, de la aristocracia espiritual de un Somerset Maugham, o de la precisión clínica para la pintura de las pasiones de la literatura francesa. Por donde se la mire, esta obra no escapa a dos gravísimas acusaciones, la primera literaria, la segunda moral, si el pueblo en que transcurre la novela es copia fiel de la aldea pampeana que se pretende representar, el autor comete innumerables errores de transcripción relativos a lugares, paisajes, personajes, etc., pero incurre igualmente en transgresiones morales al revelar la identidad de personas o instituciones contemporáneas, o peor aún, deformando a su gusto los hechos y la psicología, haciéndolo frisar con la calumnia. Un libro que transforma honestos ciudadanos en calumniadores que se escudan en el anonimato, el apostolado sarmientino en desidia e irresponsabilidad, la inestabilidad nerviosa hereditaria (clínicamente comprobada) en ninfomanía, que por culto de la personalidad propia transforma en suicidio un desgraciado accidente doméstico, no puede aspirara la veracidad ni a ocupar un lugar de privilegio en las más sublimes cimas del arte. Todavía no ha llegado el cronista actual de nuestra vida pueblerina, capaz de captar fielmente nuestra idiosincrasia, sin falsos pudores pero también sin efectismos ni por vía del escándalo destinado a halagar los bajos instintos del hombre-masa. La proverbial hospitalidad criolla, la convivialidad probada del hombre de la calle, la dignidad de la mujer argentina, merecían un estilo más elevado que los devaneos calenturientos de un plumífero embebido de soberbia capitalina".


Que me cuelguen y me dejen caer para volverme a colgar y así sucesivamente hasta darme mil muertes si ahora que cierro el libro de golpe y lo tiro sobre la carpeta amarilla de Bizancio no me tiemblan un poco

las manos, de indignación probablemente, o de vergüenza, o de odio, o de todo eso a la vez, o de horror de mí mismo quizás, por estar vislumbrando la causa del malestar que empezó a abrirse paso esta mañana cuando hojeé por primera vez el libro en el bar del hotel Iguazú y caí en la red de esa escritura aplicada y regular, recta como si estuviese apoyada sobre renglones invisibles, de los óvalos trazados con birome y de las rayas rojas, azules, verdes, violetas más limpias y milimetradas que las de un diseño industrial, de los signos de interrogación firmes como ganchos de carnicería o de admiración derechos como bastones, de toda esa proliferación segregada igual que un veneno por la escritura de Alfonso, arracimándose alrededor del texto impreso como pólipos secos, como un cáncer, o como una selva oscura mejor, hasta que el temblor que, a decir verdad, es más interno que exterior, empieza a calmarse un poco cuando enciendo un cigarrillo, sacudiendo dos o tres veces la cabeza y emitiendo la risita sarcástica de antes de la explosión, pero cuando apoyo la frente en el vidrio helado de la ventana que chorrea agua, durante varios minutos me quedo pensativo sin ver, como tantas otras veces, ni el vidrio ni el exterior.


Las decenas miles de ejemplares de La brisa en el trigo se presentan de golpe a mi imaginación, la primera edición agotada en tres días, las reimpresiones sucesivas de tiraje cada vez mayor, y también las ediciones de bolsillo, la edición del Club de Lectores, la edición de lujo en tela, ilustrada por algún dibujante cotizado, la edición española y la edición mejicana, la edición polaca y la edición portuguesa (25.000 ejemplares en el Brasil), el guión de la adaptación televisiva en coproducción con Venezuela y el de la adaptación cinematográfica en vías de montaje financiero, la multiplicación de volúmenes dispersos por el mundo, reactivándose en el subterráneo, en las playas, en los dormitorios, gracias a la lectura de secretarias, de profesores de literatura, de periodistas, de veraneantes, o esperando en una biblioteca, igual que un escorpión en el hueco de un muro, que una mano desprevenida venga a sacarlos para empezar a destilar otra vez su pestilencia, la medusa de ciento treinta y cinco mil cabezas cuyo contacto hiela y petrifica y a cuyo encuentro Alfonso, que no ignora que la lucha está por encima de sus fuerzas, quiere mandarme con mi pluma acerada como única arma, para que la enfrente, la hiera y la aniquile. El monstruo que la engendró, gracias al camión de ganado que destruyó enteramente su coche sport en la ruta a Mar del Plata, está desde hace un año y medio pudriéndose en la tumba pero su criatura, su Frankestein viscoso multiplicado hasta la nausea sigue todavía asolando al mundo, en reactivación permanente, y seguramente cuando Alfonso y yo no seamos más que polvo anónimo, seguirá irradiando un flujo repugnante a su alrededor, en algún coloquio universitario, en alguna reedición prolongada por un investigador americano o en alguna nueva adaptación cinematográfica cuando los derechos hayan entrado en el dominio público, y mejor aún desde algún ejemplar dedicado de la primera edición, amarillo y quebradizo, sepultado bajo el polvo de un desván que, en una tarde de lluvia, un adolescente aburrido empezará a leer, y poco a poco el pueblo, el bosque de eucaliptos-paraísos, las torcazas anacrónicas que, en vez de arrullar, cantan en los anocheceres de invierno, mientras dos adúlteros de opereta copulan en una cama de matrimonio bajo el retrato del marido ausente, el pueblo tirado en la pampa y dividido en dos por las vías del ferrocarril, inexistentes pero definitivos, se agitarán otra vez para perpetuar el asco, el desprecio y la vergüenza.

Soy totalmente sincero: que la tierra sea esférica o plana, que el hombre descienda del mono o de la ardilla canadiense, que la energía se consuma o se conserve, que el porvenir de la humanidad esté todavía saltando en mis testículos, que el mundo acabe en fuego o en hielo, todo eso me parece pura casualidad y, a decir verdad, me importa lo que se dice tres pepinos, por mí la luna podría precipitarse ahora mismo contra esta ridícula costra reseca a la que tantos reptiles se adhieren sin saber por qué, haciéndola estallar en mil pedazos, que no se me movería más que seguro ni un pelo, ni uno solo: porque al universo se le haya ocurrido ser, y después por puro capricho no ser, lo que por otra parte es su problema y no el mío, no voy a andar perdiendo los estribos ni dejando de ponerle queso rallado a la sopa, y sin embargo a pesar de todo el hecho de que a Walter Bueno le haya pasado por encima un camión de ganado en la ruta a Mar del Plata, aunque más de un imbécil atribuya el acontecimiento a la divina providencia, me enceguece de furia porque me priva del placer de hacer justicia con mis propias manos.

El monstruo múltiple que engendró, irradiante y ubicuo, contamina hasta el aire que respiramos, incluso después que la casualidad, tal vez para acentuar todavía más la autonomía de su criatura, haya suprimido algenitor enterrándolo bajo las chapas retorcidas de su convertible.

La ecuación walterbuenamente simple -ser ganador a cualquier precio el mayor tiempo posible- nos relega a los demás a la penumbra confusa de los perdedores, a la culpa, a la humillación y a la impotencia, a lo vago y a lo inacabado, al fango mortal de las transacciones con uno mismo, a las chicanas del remordimiento y del deseo de un mundo alfonsamente complicado.

Waltercito ya estaba lo más tranquilo en su tumba el año pasado, walterbuenamente satisfecho, mientras "yo", o como quiera llamárselo de ahora en adelante, que sin embargo no había escrito La brisa en el trigo ni nada equivalente, lo cual, descalifica toda creencia en la justicia divina, seguía debatiéndome con Alicia, Haydée, la farmacéutica, en orden creciente o decreciente, como se prefiera: sería cómodo excluir a Alicia del complejo interrelacional, como se dice ahora, considerando que es una criatura de ocho años, pero la evidencia es cegadora: la quintacolumna sutil de la farmacéutica, que mantiene a la hija, por control remoto, en contradicción permanente consigo misma, ejerce el mismo influjo a distancia en la nieta, de modo que, aún cuando durante ocho años Haydée y Alicia hayan podido comprobar que la convivencia con "Carlos Tomatis" -es decir "yo"- resultaba al fin de cuentas de lo más agradable, la influencia de esa mujer ha sido tan grande que mi propia hija y mi mujer no pueden evitar un tinte reprobatorio, desconfiado o escéptico en la opinión que tienen sobre mi persona. La madre de Haydée es la inventora de un concepto que se opone al buen sentido jurídico mundial y que ella aplica al universo entero, la presunción de culpabilidad, del que obviamente está exceptuada la gente bien, o sea todos aquellos que compran las grandes marcas, Chanel, Vuitton, Harrod's, etc., o los que han hecho varios tours europeos -en ese sentido no es para nada racista y un judío que haya estado en Miami o en Londres y que lleve puesta una camisa de Ivés Saint Laurent le parecerá digno de pertenecer a la minoría de los que tienen derecho a juzgar negativamente a los demás. Al cabo de seis o siete años de matrimonio con la hija única de esa entidad indescriptible, me empecé a dar cuenta de que yo mismo, considerado hasta ese momento por la opinión de mis amigos como una personalidad sólida y equilibrada, estaba entrando en el campo gravitatorio de ese astro viscoso y oscuro, no porque haya empezado a pasearme por las capitales europeas con una valija Vuitton o a pasar mis vacaciones en Punta del Este, sino porque a través de la hija y de la nieta, teledirigidas con discreción y exactitud desde la farmacia, los efluvios mortales de esa mujer me iban contaminado poco a poco. Yo que había pasado mi vida pensando en Cervantes y en Faulkner, en Quevedo y en Vallejo y en Dostoievsky, me descubrí a los cuarenta años, rumiando para conmigo mismo todo el santo día historias de suegras. Por carácter transitivo, las emanaciones corruptoras, a través de la hija y de la nieta, ya enteramente robotizadas, incesantes, me alcanzaban. Al abrigo de la transmisión lisa y llanamente genética, me insurgía contra esa penetración extranjera, sumergiéndome en una especie de agitación, que cuando era de poca intensidad me inducía a la deambulación ruminatoria y cuando llegaba a la temperatura máxima, al furor, pero Haydée y Alicia, más vulnerables a causa, más que seguro y que me la corten en rebanadas si no estoy en lo cierto, de un terreno propicio de origen hereditario, obedecían sin darse cuenta a la programación a distancia, a tal punto que a veces me daban la impresión de actuar, hablar o pensar en estado hipnótico, igual que autómatas o sonámbulas.


Del mismo modo que el adolescente idealista que ha decidido estudiar derecho para desterrar las injusticias del mundo termina a los cuarenta años abogado de la mafia, Haydée eligió confusamenteel psicoanálisis para luchar contra ese fluido malsano que venía irrigandosus pensamientos y sus nervios desde la infancia, para encontrarse en la edad adulta en estado tal de sumisión que es incapaz de reconocer que ha sido enteramente recuperada por el enemigo. Por supuesto que la farmacéutica puso el grito en el cielo cuando se enteró de que su hija quería ser psiconanalista, ya que hubiese preferido alguna otra especialidad, más rentable probablemente, cirujano por ejemplo, lo que permite cobrar dinero negro por cada operación, o cirugía estética, pero cuando vio que el psicoanálisis ponía al alcance de su hija todos los tailleurs Cacharel que se le antojaran, empezó a respetar su especialidad, y me juego la cabeza que lo hizo con la convicción de que lo que su hija aportaba a sus pacientes les era tan necesario como los remedios dudosos que ella vendía en la farmacia a su propia clientela.


Haydée que, desde que la conozco, no dejó pasar sin interpretarlo uno solo de mis lapsus, es completamente ciega en lo que se refiere a la madre, lo que me indujo un día a susurrarle la reflexión siguiente: Que yo sepa, ningún texto de Freud excluye explícitamente a esa mujer de sus teorías. Como respuesta a mis observaciones frecuentes sobre la amoralidad y la suficiencia dañina de su madre, la respuesta invariable de Haydée es de un modo aproximativo la siguiente: Es mi problema, y únicamente a mí me incumbe administrar esa relación. Lo que no le impide por cierto amasar los ñoquis con azúcar impalpable, poner una sola papa en un puchero para ocho invitados o tolerar que a su hija de dos meses un cura le eche encima con sus dedos malolientes -la higiene corporal le ha parecido siempre sospechosa a la iglesia católica- un agua inmunda en la que han estado metiendo las manos, después de haberlas paseado quién sabe por dónde, todos los mojigatos de la parroquia. Y que me cuelguen si no había estado enamorado de ella a tal punto que, en los primeros tiempos de nuestra relación, me sentía imperfecto, equivocado, oscuro y pervertido en su compañía, ella la estrella radiante y yo la larva inacabada y untuosa, hasta ponerme a reconsiderar mi vida pasada como una mancha informe y repugnante de la que únicamente podrían rescatarme por completo su equilibrio emocional sublime, su inteligencia serena y el envoltorio corporal perfecto que los contenía. No sé cómo no me alertó el hecho de que su primer marido, haya decidido, después de obtener la dispensa de la papesa Juana, como él decía, separarse definitivamente e irse a vivir a Buenos Aires, poner quinientos kilómetros de distancia entre él y las radiaciones malignas que emanaban de la farmacia, cuando al fin de cuentas sus relaciones con Haydée, después del divorcio, en público por lo menos, parecían de lo más cordiales, aunque pensándolo mejor ahora me doy cuenta de que la cordialidad jovial con que siempre evocaba sus relaciones con Haydée podrían traducirse más o menos de la siguiente manera: Es verdad que visto desde aquí de la orilla el río en el que ayer estuve a punto de ahogarme es de una indiscutible belleza pero que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si en el resto de mi putísima vida vuelvo a meterme otra vez en el agua.

Entre el apetito y la nausea, entre el entusiasmo y la apatía, entre el deseo y el rechazo, la línea de separación es tan delgada, que uno y otro se entremezclan todo el tiempo, una rayita inestable, fluctuante, como un reflejo luminoso en el agua oscura que la menor turbulencia despedaza: podría inscribir una lista interminable de razones, la habitación de Alicia decorada enteramente de rosa por ejemplo, o el almuerzo obligado de los domingos con la farmacéutica para no dejarla sola a mamá, o la educación religiosa clandestina de Alicia, o las continuas intromisiones en las decisiones vestimentarias de Haydée, e incluso la influencia evidente de la Weltanschauung farmaceútico-cachareliana, microclima ideológico en el interior del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano, en las opiniones, los sentimientos y los comportamientos de mi hija y de mi mujer, e incluso hasta en la práctica y los diagnósticos de Haydée, para no hablar una vez más del trabajo incesante y subrepticio de esa mujer destinado a desintegrar no únicamente mi imagen, sino también y principalmente mi persona.

Va de cajón que mis defectos principales según ella, desprecio por todo comportamiento convencional, gusto por los juegos de azar, alcrudeza verbal, noctambulismo y manía ambulatoria, sin contar mis ideassubversivas acerca del hombre y la sociedad, el sexo y el dinero, igual que mi desprecio por toda veleidad religiosa, serían considerados por una asamblea de sabios como los atributos imprescindibles de todo hombre verdadero, y que cuando más esa mujer insinuaba que yo los tenía, más me obstinaba en exagerarlos, sobre todo en su presencia, y cuanto más ella persistía en la negación de mi ser -directamente o en forma teledirigida a través de Haydée y Alicia- más yo me rebelaba con terquedad afirmativa, pero después de cierto tiempo me di cuenta de que me había embarcado en una lucha desigual, en escaramuzas inciertas que fueron dejando, sobre todo en los últimos años, y sobre todo el año pasado, de lo que había sido "yo", los retazos colgantes, irrecuperables y retorcidos. Probablemente, todo esto venía ya desde el nacimiento, o desde antes quizás, desde cruces casuales e inmemoriales que me depositaron, sin prevenirme, en la luz de este mundo, y la concatenación infinita de acontecimientos igualmente deleznables que trajeron primero al mundo y después me metieron a mí en el interior de ese mundo, agregaron las formas exquisitas de Haydée más el suplemento de su indescriptible madre más todos los aficionados a los Eurotours para dar la ilusión de causas precisas y circunstanciadas a lo que no es más que perdición pura, ser llegado porque sí para enseguida disgregarse en medio de los más atroces dolores y desaparecer, de modo que aún sin todo eso hubiese terminado por encontrarme como me encontré, el año pasado, en el último peldaño de la escala humana, hecho añicos por dentro y por fuera, conel agua negra y viscosa empapándome las botamangas pantalón, tan cerca ya del fango oscuro que en este momento en que, gracias a esfuerzos sobrehumanos, he logrado subir hasta el penúltimo escalón, todavía incierto y tan frágil que el menor soplo podría mandarme de nuevo al fondo, puedo sentir sin embargo que quedaba algo vivo en mí.


Algo es más que seguro en todo esto: mis relaciones con Haydée, sexuales quiero decir, que habían andado tan bien y durante tantos años, empezaron a echarse a perder, haciéndose cada vez más espaciadas, hasta que dejaron de existir por completo. Mire joven, me dijo una madrugada un viejo en un cabaret, usted se la mete una vez a una mujer, una vez sola nomás póngale la firma, y ella no se lo perdonará nunca, le hará la vida imposible y no se quedará tranquila hasta no verlo bien en el fondo de la tumba. Por supuesto que exageraba y me reí cuando me lo decía desde la mesa de al lado en la que estaba tomando champagne con dos o tres coperas, pero desde que las cosas empezaron a andar mal más de una vez me pregunté si no podía haber algo de cierto en su observación, tanto me parecía que Haydée, con su estúpida sumisión a la farmacéutica, se las arreglaba para envenenar nuestras relaciones.


Hay un punto que tiene que quedar claro y es el siguiente: es universalmente sabido que la erección del pene representa en general para el portador de dicho aditamento un estado agradable, a partir del cual el placer puede ir en aumento hasta alcanzar, durante el orgasmo, su punto culminante, y que elportador del aditamento, por razones desde luego casuales y que el mismo ignora, a causa de la repetición insensata que como ya lo he dicho pareciera ser la ocupación exclusiva de lo que llamamos naturaleza, puede recomenzar hasta el hartazgo el mismo proceso, con frecuencia mayor o menor según su constitución física y psicológica, a lo que hay que agregar la contribución más o menos favorable de las circunstancias. Es evidente que no hay ningún mérito personal en ese proceso, y que el aditamento sea grande, mediano o chico, es un dato que no reviste la menor importancia, del mismo modo que la frecuencia, la intensidad, y la duración de la erección: obedeciendo al estímulo sensorial o puramente imaginario -por reflejo condicionado probablemente- la sangre afluye por lo que los fisiólogos llaman la arteria de la vergüenza, el aditamento se infla y se pone duro y punto. A unos dos mil quinientos millones de individuos de sexo masculino que andan vivos respirando el aire de este lugar que llamamos mundo les ocurre eso varias veces por día en el mejor de los casos, y jactarse o sobre todo hacerse ilusiones acerca de algo a causa de eso sería pura y simplemente un desvarío. Ahora bien, precisamente en mi caso, frecuencia, intensidad y duración, que siempre representaron un cociente elevado, en los primeros años de mi relación con Haydée alcanzaron su punto culminante manteniéndose por encima de mi término medio habitual durante años, incluso aún después que las cosas empezaron a echarse a perder, de modo tal que las peores discusiones terminaban siempreen la cama, lo que me llevó a preguntarme si no había empezado a padecer lo que a falta de un nombre mejor se me ocurrió llamar erecciones nerviosas, como quien dice risa nerviosa, es decir una reacción contraria a la que razonablemente hubiese debido esperarse de las circunstancias, como el condenado a muerte que, en vez de llorar y suplicar, se echa a reír sin poder controlarse ni explicarse por qué cuando lo sientan en la silla eléctrica. Pero hasta esas reacciones nerviosas pasaron y a partir de cierto momento, no solo ya no hubo más discusiones ni posesión, sino ni siquiera deseo, no únicamente deseo de ella, sino deseo en general, esa alerta de todo el ser, inesperada y misteriosa que, aunque sin que nos demos cuenta nos mantiene enhiestos y palpitantes del nacimiento a la muerte, a veces prolifera tanto en nosotros que ocupa, además de los pliegues más secretos de nuestra carne, nuestra memoria, nuestra imaginación y nuestros pensamientos. Ningún deseo, nada. Saliendo a cabalgar al alba, el día de mi nacimiento probablemente, demorado una y otra vez por obstáculos imprevistos, atravesando regiones desconocidas, extraviándose en bosques, en callejones sin salida, en pantanos, cambiando infinidad de veces sus caballos exhaustos, el correo secreto de la papesa Juana logró por fin golpear a mi puerta y, sin decir palabra, me entregó el papel que me acordaba la dispensa definitiva.


El famoso aditamento desapareció de un día para otro entre mis piernas y desapareció está puesto literalmente, porque aún para orinar debía buscarlo un buen rato con dedos distraídos entre los pliegues de piel arrugada y fría que colgaban bajo los testículos. Me importaba lo que se dice tres pepinos puesto que, habiéndose retirado el deseo en general, sus manifestaciones secundarias naufragaban en la inexistencia, igual que, cuando una casa está ardiendo, a nadie le preocupa que a causa del fuego se esté marchitando un ramo de flores en el florero de la sala. Una vez retirado el deseo fue instalándose, cada día menos lenta, la disgregación. Ahora me resulta difícil saber si mi vida familiar como dicen en la televisión fue, con el coadyuvante de un mundo enteramente invadido por los reptiles, la causa principal de mi desintegración, o viceversa como diría Alfonso, pero lo cierto es que lo que mi suegra llama mis defectos, alcoholismo, juegos de azar, ideas subversivas relativas al sexo y al dinero expresadas crudamente, noctambulismo y manía ambulatoria, fueron agravándose durante el año pasado, hasta que, en el music-hall colorido que había sido mi tercer matrimonio, el número final, grandioso, clausuró el espectáculo: una noche, para ser exactos, serían las dos o tres de la mañana, descubrí que contrariamente a su costumbre, Haydée estaba todavía levantada, leyendo o simulando leer en su despacho, con la puerta abierta, de modo que me di cuenta enseguida que me estaba esperando, primicia absoluta desde hacía por lo menos un año ya que apenas si intercambiábamos dos o tres frases a la mañana, antes de que yo saliera para el diario, y cuando volvía, generalmente a la madrugada, ella ya dormía o simulaba dormir, así que yo me desvestía en la oscuridad, y después de buscar un buen rato en el baño, entre pliegues de piel flácida, el aditamento ya prácticamente inexistente desde hacía meses, me metía en la cama y me dormía de inmediato hasta la mañana siguiente. Como estaba seguro de que Haydée se había quedado levantada con el fin de interpelarme con una de esas frases clásicas, copiadas del cine o de la televisión, que intercambian las parejas, pasé por la cocina para servirme la última ginebra con hielo, como suelen hacer por otra parte los personajes de las series televisivas antes de comenzar una discusión, y entré al despacho de Haydée con el vaso en la mano, ostentando esa jovialidad convencional en medio de las situaciones más dramáticas que según mi suegra es uno de los aspectos más desagradables de mi comportamiento no convencional. Pero cuando estuve en el despacho, me di cuenta de que Haydée no tenía la expresión calma conque sabe analizar, de un modo ni comprensivo ni severo, sino aparentemente científico, los móviles ocultos de mi conducta. Cuando encendió un cigarrillo después de responder a mi saludo, le temblaba un poco la mano en la que aferraba, no solamente el encendedor, accionándolo con el pulgar y el índice, sino también un pañuelito estrujado contra la palma por tres los tres dedos restantes.

Sin la menor duda había estado llorando, lo que me intrigó, ya que una de sus virtudes suplementarias es que no tiene el llanto fácil, y en la expresión movediza de su cara, en sus rasgos un poco blandos y en las fluctuaciones errabundas de su mirada, me di cuenta en seguida de que algo la atormentaba, que por una vez no eran los móviles ocultos de mi comportamiento, como solía decir, sino los del suyo propio lo que la había puesto en ese estado. Por cortesía tal vez, o quizás para iniciar de algún modo la conversación, me preguntó dónde había estado, con dulzura inhabitual, pero después de haber empezado a detallarle la lista de bares de mala muerte, con o sin coperas, por los que venía arrastrándome casi todas las noches desde hacía por lo menos un año, sin importárseme un pepino ni los soplones del ejército ni el toque de queda, me callé de golpe, porque me di cuenta de que no me escuchaba y de que se había echado otra vez a llorar. Pensé que alguien podía haberse muerto en la familia pero, en ese caso, por la expresión de culpa que podía percibirse en su mirada, era ella la que debía haberlo asesinado. Después me pidió un trago de ginebra y cuando me devolvió el vaso empezó a hablar de la Tacuara, una chica del barrio, mucho más joven que nosotros, que habíamos visto crecer como se dice, un tiro al aire a decir verdad, un carácter imposible, que tenía problemas con su propia familia desde la pubertad -los padres eran ricos, católicos, patricios, insoportables.


Le decían la Tacuara desde la infancia porque era flaca, menuda y nerviosa igual que un pajarito, y desde los doce o trece años había empezado a fugarse de la casa, y a hacer en forma sistemática todo lo que su familia consideraba inadecuado; se fugaba, la encontraban en Buenos Aires o en Salta o donde fuere a los dos o tres meses, la traían de vuelta a la casa para reintegrarla a la vida de la familia hasta que al cabo de cierto tiempo se volvía a fugar. Era el verdadero estereotipo de la adolescente con problemas -cualquier persona sensata los hubiese tenido habiendo nacido en el seno de esa familia- y cuatro o cinco años antes, como sabía que Haydée era psicoanalista, venía a verla de tanto en tanto, fuera de las horas de consultorio, para conversar con ella de sus dichosos problemas -Haydée le había recomendado a un colega en Buenos Aires, pero ella prefería las conversaciones con Haydée, que no conducían a nada desde luego, pero que le daban la ilusión de haber encontrado una especie de guía espiritual para orientarla durante su crisis de adolescencia, supongo que según el modelo de esas educadoras buenas que aparecen en los telefilms americanos destinados a la juventud y que se proyectan en todas las televisiones del mundo occidental entre las cinco y las siete de la tarde. Para ser totalmente francos, la Tacuara tenía un carácter insoportable y la cabeza más dura que una pared, sin contar sus caprichos de hija de ricos de prosapia -ladrones de ganado, asesinos de indios y escamoteadores de fondos públicos y de terrenos fiscales en su inmensa mayoría-, y sus entusiasmos excluyentes, que hoy podían adherir al yoga, mañana a la cocina mejicana y pasado mañana al monofisismo, se sucedían según la periodicidad de sus fugas, y a cada regreso a la casa paterna traía una convicción diferente que sostenía, igual que todas las anteriores, con la misma agresividad dogmática. Durante sus fases afirmativas, era hasta un poco cómico oírla discutir, insultante y refractaria a cualquier argumento que pudiese venir de su interlocutor, o verla por la calle, flaca y nerviosa, con el pelo negro y lacio cortado a lo varón, menuda y frágil en apariencia a causa de sus miembros de pajarito, chata y de hombros derechos como una tabla, dándose aires de hombrecito y echándole miradas negras y despectivas a quienquiera hubiese tenido la mala suerte de cruzarse con ella en la vereda. Lo cierto es que, después de tantos vaivenes, terminó apasionándose por la política y, como era de esperarse, que me cuelguen si como por casualidad no optó por la posición simétricamente opuesta a la de todos los miembros de su familia: puesto que su familia era conservadora, ella se hizo revolucionaria, y puesto que su familia era católica, ella se hizo materialista dialéctica; puesto que su padre tenía negocios con algunas compañías americanas, ella se hizo antiimperialista, y puesto que su madre, durante una discusión la había tratado de lesbiana, ella encontró un compañero, como lo llamaba, entre los que tenían fama de ser los hombres más viriles de la época, los guerrilleros. Hay que reconocer que la Tacuara pareció haber encontrado su camino no únicamente con sus ocupaciones políticas, sino también con su guerrillero, un muchacho afable y más bien callado, que le llevaba cuatro o cinco años, y que parecía disponer para con ella de recursos de infinita paciencia y de dulzura. Los avalares de la política los obligaban a entrar y salir periódicamente de la clandestinidad y más de una vez nos preguntamos con Haydée si tenían algún domicilio fijo, pero en los tiempos tranquilos la Tacuara y su compañero reaparecían de tanto en tanto en el barrio y venían a vernos, y otras veces ella venía sola a pasar unos días con su familia, para terminar peleándose con todos sus miembros antes de volver a desaparecer. A los dos o tres años quedó embarazada y estaba tan flaca y tenía un vientre tan reducido y puntiagudo, que apenas se estaba en presencia de ella se tenía la tentación de preguntarle, igual que en el viejo chiste malo, si se había tragado un carozo de aceituna. Cuando el nene nació, las cosas empeoraron en política de modo que tuvieron que pasar a la clandestinidad y dejar al bebé con la familia de la Tacuara. De tanto en tanto ella venía a buscarlo y se lo llevaba unos días al padre, que tenía la entrada prohibida en la casa, y a veces venía, pasaba una tarde o un día entero con él y después desaparecía.

Tranquilizándose un poco y dándole unas chupadas interminables al cigarrillo, Haydée balbuceaba cosas incomprensibles sobre la Tacuara, mientras yo, perplejo, trataba de entender lo que me decía. Al principio pensé que había tenido la confirmación de un rumor que venía circulandoen la ciudad desde hacía una semana más o menos, según el cual la Tacuara había sido secuestrada en la calle, en pleno día, por los hombres del general Negri, pero entre las frases entrecortadas que murmuraba me pareció escuchar que Haydée se estaba acusando a sí misma de ese secuestro, lo que parecía tan absurdo que empecé a preguntarme si no estaba borracha -cosa que podía ocurrirle de tanto en tanto, para Año Nuevo o para algún aniversario, como cualquier hijo de vecino-, hasta que poco a poco empecé a entender lo que me decía, sin decidirme a admitirlo todavía, cuando de golpe ocurrió lo increíble, lo incalificable, y que me cuelguen mil veces si me lo esperaba, si ahora mismo que me acuerdo puedo soportarlo y si hay la más mínima posibilidad de que pueda olvidármelo algún día: la diosa lacano-vuittoniana cayó de rodillas sobre la alfombra y empezó a golpear el suelo con los puños y a aullar histéricamente, para venir después en cuatro patas a agarrarse de mis piernas y tironearme los pantalones suplicándome que la perdone, sin obtener otra cosa de mí, que es otro término para designar lo que en las viejas épocas solía llamar "yo", cuando alzó la cabeza para encontrar mi mirada, que el contenido de mi copa de ginebra en plena cara: a causa de haber entendido de golpe -después cuando se calmó un poco me lo contó en detalle- lo que me estaba tratando de decir: que la semana anterior la Tacuara había efectivamente venido a la ciudad para ver a su hijo, y que no había podido acercarse hasta la casa de su familia porque la casa estaba bajo vigilancia policial, pero como le había dado cita a su marido a las ocho de la noche y no podía andar por la calle hasta esa hora por miedo de ser reconocida, y como no tenía un solo lugar donde pasar el día hasta la hora de la cita, ni un sólo lugar en toda la ciudad dónde ir, se le había ocurrido venir a pedirle a Haydée que le permitiera pasar las horas que le faltaban para la cita en nuestra casa -yo estaba en el diario en ese momento-, y que Haydée había aceptado, pero que al parecer no era un día de suene para la Tacuara, porque a eso de la media hora de estar instalada en casa, en la pieza de Alicia, que en ese momento estaba en la escuela, llegó la farmacéutica. Según Haydée, que cuando empezó a darme los detalles ya había dejado de aullar y había vuelto a sentarse en su mesa de trabajo y a hablar en voz baja sin que sus ojos, de lo más móviles sin embargo, se encontraran una vez sola con los míos, pasándose de tanto en tanto la mano por el vestido, a la altura del pecho, tratando infructuosamente de secar la ginebra que le había chorreado de la cara por el cuello o goteado directamente de la mandíbula, según Haydée decía, la farmacéutica había abierto por casualidad la puerta de la pieza de Alicia y había visto a la Tacuara sentada en el borde de la cama leyendo un libro de Alicia, Pinocho probablemente, algún libro de ese tipo, y había vuelto a cerrar la puerta sin dirigirle la palabra, pero de un vistazo nomás había entendido perfectamente la situación, de modo que sin ningún apuro se había encaminado hasta el despacho, donde Haydée estaba sentada en el sillón en que una semana más tarde me lo estaría contando, y le había, no exigido, sino aconsejado, como podía ser su estilo en ciertos casos, obligar a la Tacuara a irse inmediatamente de casa. Haydée pretende haber resistido un buen rato, pero el argumento decisivo de la farmacéutica, que había que hacerlo por Alicia, por la nena, terminó por convencerla, así que diez minutos más tarde la Tacuara estaba en la calle. Al día siguiente nomás empezó a correr el rumor de que los hombres de Negri la habían secuestrado en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus, y desde entonces no se había vuelto a saber más nada de ella. Haydée había estado reprochándoselo durante una semana, sin atreverse a decírmelo: cuando por fin se calló la boca, sin levantar la mirada, secándose las lágrimas de tanto en tanto con el pañuelito estrujado, también yo me quedé inmóvil durante un momento y después, sin decir palabra, fui caminando despacio hasta la cocina, eché una buena cantidad de ginebra en el vaso, lo llené de hielo, y volví al despacho. A esa calma no correspondía ninguna ebullición interna, como suele decirse, ningún sentimiento o emoción no ya pasibles de ser repertoriados, sino ni siquiera lo bastante intensos como para ser percibidos; si había algo, era semejante a los residuos infinitesimales de las operaciones matemáticas, tan insignificantes que ni siquiera son tenidos en cuenta; era igual que si todo lo que había sido hasta ese momento, la ductilidad interna, sus tironeos contradictorios, los cambios súbitos, exaltantes o dolorosos, los matices cromáticos y dinámicos semejantes a los de una masa líquida, hubiesen coagulado de golpe, petrificándose, y sometidos a una presión tan intensa que, como iba a poder verificarlo dentro de poco, terminarían por estallar en mil pedazos. Me acerqué a Haydée y le extendí el vaso de ginebra; ella lo agarró con docilidad, tomó un trago lento y largo, y me lo devolvió. Yo estaba tomando a mi vez un trago cuando advertí que Haydée había alzado los ojos para toparse al fin con los míos, pero en lugar de la mirada suplicante y llorosa que había tenido hasta ese momento, tenía los dientes apretados, que podían verse por entre los labios que se fruncían, terribles, sin dejar de moverse, reuniéndose en una especie de círculo arrugado, más parecidos a un ano que a una boca, y que su expresión hacía pensar en una mancha incandescente de odio.


Todo eso no tenía la menor importancia desde luego, y ya el deseo había sido devorado con tanta minucia, por tantas mandíbulas que sería cansador ponerse a enumerarlas, que era como si la masa de odio incandescente ardiera en algún astro perdido de la más remota de las constelaciones y sus llamas hubieran estado tratando de alcanzar, infructuosas, un tronco petrificado en el planeta Tierra. No, únicamente no existía ninguna posibilidad de que las llamas alcanzaran el tronco, sino peor todavía: en el tronco ya no quedaba una sola fibra que no hubiese estado petrificada y por ende insensible al fuego, desde millones de años atrás. Como ella estaba sentada en el sillón y yo parado a cincuenta centímetros de ella más o menos, con el puño en el que apretujaba un pañuelo me aplicó sin mucha fuerza un golpe en los testículos que, por suerte, y gracias al viejo postulado de que la función hace al órgano, habían casi desaparecido junto con el aditamento que pretende capitanearlos, detrás del vértice piloso del pubis, vegetación apenas un poco más exuberante en la selva enrulada del delta hacia el que convergen, para diseminarse en el océano del acontecer, los ríos incesantes y misteriosos de todos los deseos y de todos los delirios. Cuando empezó a darme puñetazos, la mayor parte inhábiles y blandos y que casi nunca llegaban a destino, Haydée, modulando sus frases al ritmo de los golpes que me daba y que yo, después de dejar el vaso sobre el escritorio paraba con los antebrazos, me dijo que si todo eso había sucedido, la culpa era mía, únicamente mía, por una serie de razones que enumeraba dando grititos ahogados, para no despertar a Alicia probablemente o porque, como hacía mucho calor y la ventana estaba abierta, no quería que la oyeran los vecinos tal vez, o quizás, y esta me parece la explicación más plausible, ya que diez minutos antes se había puesto a aullar sin importársele tres pepinos, porque sólo podía emitir esa voz entrecortada y susurrante, al mismo tiempo ronca y aguda, a través de una garganta estrangulada de odio. Por mí podía acusarme de haber largado la bomba atómica en Nagasaki o de haber violado a la Virgen María, me daba lo mismo: de todos modos yo ya sabía que la voz ronca y aguda conque me lanzaba todas sus acusaciones no era la suya y que, igual que un ventrílocuo, la entidad que por control remoto la dirigía desde su infancia, obligándola a chapalear en redondo en el fango arcaico del que no se libraría hasta la muerte, escupía su odio descabellado a través de su garganta. Por fin se calmó, volvió a su sillón, encendió un cigarrillo, y se quedó fumando, pensativa. Yo tomaba mi ginebra helada también en silencio, parado cerca del escritorio, sintiendo el sudor que me corría por la frente, por los pómulos, por las mejillas, que goteaba por el mentón y por las mandíbulas, que chorreaba desde la nuca por los omóplatos y que brotaba directamente en la espalda, de tal modo que tenía la camisa empapada y pegada a la piel. Al cabo de un rato, una voz que tampoco era la mía, empezó a mascullar entre dientes, abriéndose paso por entre las vísceras petrificadas, acompañada de resoplidos y de contracciones faciales excesivas. ¡Por la nena! ¡Por la nena! y, sin que haya habido la menor deliberación de mi parte el vaso salió volando, chocó contra la oreja de Haydée y, sin romperse, rebotó varias veces en el suelo hasta que se detuvo cerca de la pared. Haydée apenas si desvió un poco la cabeza al recibir el vaso en la oreja y después de echarme una mirada distraída, siguió fumando ensimismada, frotándose de tanto en tanto la oreja con los nudillos, al parecer sin oír mis resoplidos que duraron hasta que sin que "yo", que ya había desertado el puesto de comando, le haya sugerido ninguna orden, "mi" cuerpo compacto, de una pieza, envuelto en piel sudorosa recubierta a su vez por ropas estivales claras y livianas, se dirigió a la cocina en busca de un tercer vaso de ginebra. Entre las muchas cosas ridículas a las que la superstición atribuye generalmente existencia, tales como el hombre, la sociedad, el mundo cuatridimensional, las reencarnaciones de Buda y el campo electromagnético, el carácter es probablemente la más ridícula, puesto que hete aquí como se dice que la diosa estructuro-cacharelo-kleiniana, el amor de mi vida en una palabra, el centro luminoso en cuya compañía durante años estuve sintiéndome, a causa de sus perfecciones, larva, viscosidad y negrura, acababa de mandar al suplicio quizás, a la muerte más que seguro, a una vecina de veinticinco años -arrogante y todo lo que se quiera y capaz de mandarnos al pelotón de fusilamiento el día que por desgracia el poder hubiese caído en sus manos, pero ese es su problema-, por sumisión a los designios turbios de su madre, y con el pretexto infame de que lo hacía por la nena, por mi propia hija, hete aquí como se dice que eso había ocurrido en mi propia casa, después de meses, de años de impotencia y de desprecio, y que cuando Haydée me lo dijo ya no habíamás nadie dentro de mí capaz de tomar la decisión de hacer o pensar algo un poco más sensato que tirarle el vaso contra la oreja, mascullar sin cesar ¡Porta nena!¡Por la nena!, e ir por fin hasta la cocina a buscar un tercer vaso de ginebra con hielo. Que me cuelguen si hubiese podido prever que, después de cuarenta años de derivar, incierto pero viviente, debatiéndome en las redes del tiempo fútil y del espacio irrisorio, iba a encontrarme una madrugada de diciembre forcejeando en la cocina con una cubetera bajo el chorro de agua de la canilla, y enteramente vacío, o pétreo, o desertificado por dentro, en el centro de un mundo hirviendo de reptiles a mi alrededor.


Pero todo esto es historia antigua, pasó hace siete meses más o menos, de modo que porque la madre de mi hija, psicoanalista reputada por otra parte, brillante y hermosísima, excelente esposa y de lo más viciosa en la cama cuando tiene realmente ganas, lo cual nunca viene mal, mande al suplicio y a la muerte más que seguro a una vecina de veinticinco años que sabíamos tener en las rodillas cuando tenía la edad de nuestra hija, no voy a pasarme el santo día rememorando la cosa tratando de entender como se dice dónde estuvo la falla en nuestra pareja ni rompiéndome la cabeza para saber de qué modo reconstruir como dicen en las revistas femeninas, nuestra relación. Después de dos o tres días de borrachera, me hice una valija y me vine a la casa de mi madre. Podía haber venido nomás con lo puesto porque de todos modos me bañaba una vez cada quince días y durante tres meses no salí una sola vez a la calle. Mi madre, ciega a causa de la diabetes, se estaba muriendo en su dormitorio, en la cama de matrimonio que mi padre había desertado veinte años atrás por otra menos exigente, la tumba. Cuando entraba en la pieza a verla, ella me palpaba las mejillas con sus manos ya casi transparentes y me llamaba su bebé; sentada en la cama sin siquiera apoyarse contra la pila de almohadas aplastadas en el respaldar, flaca, blanca y gris y un poco evanescente, reducida a sus nervios ya casi insensibles, a sus órganos en su mayor parte inactivos, a sus reflejos mudos, que se obstinaban en persistir en un espacio-tiempo del que ella se había ausentado desde hacía años.

Para elaborar como se dice la ruptura, Haydée se llevó a Alicia a pasar el verano en Punta del Este -en enero la farmacéutica vino a juntárseles- mezclándose a la muchedumbre indolente y bronceadade los ganadores, psicoanalistas y cardiólogos presentes en todos los congresos internacionales, ejecutivos de agencias publicitarias o de empresas extranjeras, pintores que lograron entrar en el mercado americano o japonés, estrellas de cine o de televisión, escritores que, siguiendo los consejos de sus agentes, escribieron un best-seller, editores que obtuvieron los derechos por la autobiografía de algún ex presidente americano, ejecutivos de casas de discos, militares, especuladores, hombres políticos, financistas especializados en el blanqueo de capitales, directores de diarios, corredores de autos, jugadores de tennis o futbolistas, y hasta guerrilleros arrepentidos que, a cambio de una autocrítica, pudieron conservar en sus cuentas suizas los millones de dólares obtenidos unos años antes mediante secuestros y asaltos que ellos llamaban expropiaciones hechas en nombre de la clase trabajadora. Hacía un calor matador. Yo me levantaba a las dos o tres de la tarde, a causa de los somníferos, de los tranquilizantes, y de los varios litros de vino diarios que me servía directamente de la damajuana, cuando me sentaba a mirar la televisión a eso de las cuatro de la tarde, de modo que al emerger del sillón a las dos de la mañana podía irme tranquilo para la cama, seguro de que apenas me echase resoplando sobre la sábana tibia me quedaría dormido. A decir verdad, aunque me quedaba sentado todos los días durante diez horas a tres metros del televisor, no miraba nada en especial, y las imágenes que desfilaban en la pantalla y los sonidos envasados que resonaban en la pieza, parecían las representaciones inconexas, fugaces y arbitrarias, por no decir recónditas y fantasmales, de mi propia conciencia en disgregación, pero el hecho de tenerlas delante, en lo exterior y no entre los pliegues del cerebro entumecido, en las puntas nerviosas hipersensibilizadas o en las emanaciones intolerables y súbitas de la memoria, me permitía llegar hasta la noche no enteramente destrozado. A veces me despertaba a la mañana, habiendo decidido arrancarme del marasmo, y entonces me afeitaba, me daba una ducha, me ponía ropa limpia, y me volvía a meter en la cama. Un médico amigo me dio un certificado, de modo que obtuve licencia en el diario por tres meses -el director estaba lo más contento de no verme durante un tiempo-, y durante los tres meses no me asomé al balcón ni a la terraza ni salí una sola vez a la calle. Cada tres o cuatro días, recibía una tarjeta de Alicia, con una vista en colores de Punta del Este, que, sin leer, iba apilando junto con las anteriores en el rincón de la correspondencia sin abrir, incluidas las cartas de Pichón Garay desde París y las del Matemático desde Suecia, en un estante de la biblioteca.


Algo es más que seguro: desde el primer vagido ciego que dio mi cuerpito flojo y ensangrentado al salir a la luz del día por entre los labios rugosos que ahora estaban cerrándose definitivamente en la habitación de al lado, desde el primer latido, empecé a rodar otra vez de vuelta hacia la oscuridad de la que provenía, y el año pasado llegué por fin al último escalón, húmedo y resbaloso a causa de la masa informe que, desde un infinito de negrura, día a día, lo carcome. Hasta que una mañana, en marzo, mi madre amaneció muerta. Las entrañas que mantuvieron durante nueve meses en la ilusión la masa de cartílagos y nervios que no pretendía otra cosa que perdurar indefinidamente en el paraíso tibio de lo idéntico, y la dejaron caer, todavía inacabada e inhábil en el torbellino de lo exterior, se paralizaron por completo y empezaron a fundirse y a confundirse otra vez en el Del mismo modo que ella me expelió de su vientre al mundo, el mundo la expelió a ella del suyo, exactamente igual a como, cualquiera de estos días a pesar de las ilusiones y de los espejismos en los que se acuna, el mundo mismo será expelido a su vez del vientre del ser para ahogarse en su propia nada. Lo cierto es que la enterramos a la mañana siguiente y que un par de días después, recién bañado y afeitado, habiendo interrumpido, por decisión propia, la ingestión de alcohol, somníferos y tranquilizantes, salí a la terraza y empecé a pasearme despacio, frágil y todavía tembloroso, bajo el sol de otoño.


Aunque todavía falta un poco para que anochezca, los letreros luminosos ya brillan duplicándose, invertidos en el suelo mojado por la lluvia. Cuando cierro detrás de mí la puerta de calle y me dispongo a abrir el paraguas, advierto que, durante los cinco minutos de conversación que acabo de tener con mi hermana sentada frente al televisor, la lluvia ha parado. A causa probablemente de la noche que se avecina, pero también de las nubes que siguen acumulándose, el cielo está tan negro como a mediodía, pero gracias a la lluvia la temperatura ha subido un poco, lo que promete más lluvia para dentro de un rato y al mismo tiempo me permite salir de impermeable, bastante más liviano que el sobretodo, y dejar los guantes en reserva en los bolsillos delimpermeable. A pesar de la hora -las seis y media más o menos- la calle está bastante de la tiranía quizás, las telenovelas probablemente, retienen a la gente en sus casas, en las que ya se ven, a través de las ventanas, las luces encendidas. Los autos, los colectivos, pasan rápido levantando con sus cubiertas que adhieren al asfalto un rumor de agua. Junto a los cordones corre un agua rugosa hacia los desagües de las esquinas. En los sectores rotos de las veredas, donde faltan las baldosas, la lluvia se ha acumulado formando estanques cuadrados, rectangulares, oblongos, en forma de T o de L, según la cantidad de baldosas que faltan y el orden en el que se han despegado, y las cosas que se reflejan en esos charcos, fachadas de casas, fragmentos de árboles, o de vidrieras, o de cielo, yo mismo en contra picado cuando me detengo un momento a contemplarlos, ganan, a pesar de que la oscuridad del aire también se adensa al duplicarse, en nitidez, en contraste y en cohesión, ganando también realidad al aislarse durante unos segundos, en los límites estrictos de su propia imagen, del vasto mundo amorfo, incierto y contradictorio al que pertenecen. El letrero luminoso lila, en la vereda de enfrente del bar, sigue en cortocircuito, y me paro a mirarlo un momento, en medio de la vereda casi vacía, las grandes letras de neón lila que anuncian ZAPATOS y que parpadean rápidas, chirriando un poco y sacando algunas chispas a la altura de la Z y de la primera A, de modo tal que un resplandor lila un poco más vivo se enciende y se apaga, rápido pero discontinuo, sobre la vereda.

Cuando me cruzo para mirar de más cerca, deduzco que Vilma y Alfonso no están en el bar, porque las mesas pegadas a la vidriera están vacías, pero para asegurarme empujo la puerta encortinada y entro: la decena de clientes no parece notar mi presencia cuando me paseo un poco entre las mesas, saludo al cajero alzando la mano, y vuelvo a salir a la calle.

Ni rastro de Vilma y Alfonso, a quienes me imagino todavía en el salón Capri o en el bar del hotel Iguazú distribuyendo carpetas amarillas a los futuros vendedores y tomando los primeros cócteles de la noche, y cuando empiezo a alejarme del bar, no puedo menos que asombrarme de un levísimo sentimiento de decepción, tanto la lectura de los comentarios de Alfonso a La brisa en el trigo ha despertado en mí la curiosidad, e incluso una especie de intimidad con el comentarista y su pequeño mundo.

El deseo de saber más sobre el intríngulis como se dice, aunque ya me parece presentirlo todo, me hace vacilar un momento cuando llego a San Martín, más iluminada que el resto de la ciudad en el anochecer de invierno, y estoy a punto de tomar el rumbo del hotel Iguazú, pero después de unos segundos me decido por la dirección contraria y, dejando atrás San Martín, me interno en una lateral más oscura en dirección al Parque del Palomar; al cruzar una bocacalle diviso, una cuadra y media hacia el norte, la silueta del Conquistador en neón verde, las piernas abiertas, las manos aferradas a la empuñadura de la espada ancha de neón igualmente verde cuya punta se apoya en la base del rectángulo de neón rojo que enmarca toda la figura, el monstruo de neón verde sin espalda, sin reverso y que, constituido de dos partes delanteras vigila desde la altura, apoyado en su espada ancha, al mismo tiempo del norte y el sur.


Con su presencia amenazadora y muda, el gigante de neón parecedesaprobar mi interés por lo irrazonable, el lado turbio de las cosas que, por el hecho mismo de trabajar contra lo establecido, lasvuelve mucho más interesantes. Por separado, el best-seller de la década y sus marionetas inconsistentes son, y esto es más que seguro, la inepcia integral, pero, introduciendo lo irrazonable, los comentarios de puño y letra de Alfonso los reintegran al espesor contradictorio del mundo real; lo irrazonable es más excitante no únicamente para mí, sino incluso para el propio Alfonso, y en cierto sentido hasta el incoloro Walter Bueno sale ganando en la operación.

A quince metros del palomar, sumergido ahora en la oscuridad, las primeras gotas de lluvia me sorprenden, frías y gruesas, picándome de refilón en la frente, en el filo de la nariz, y estrellándose apagadamente contra la coronilla de lacabeza y los hombros protegidos por el impermeable; en vez de abrir el paraguas, apuro un poco el paso y subo los tres escalones que conducen a la jaula, refregando a propósito los zapatos contra el suelo de portland para excitar los cuerpitos tensos que, más que seguro, deben ya estar alertas en la oscuridad, pero por más que intento sacudirlos con el ruido de mis zapatos, del que la suela de goma contribuye a reducir la intensidad, y hasta con la punta del paraguas que golpeo varias veces contra el piso, las palomas siguen inmóviles, y a no ser por algunos aleteos aislados, semejantes al temblor autónomo de un párpado o de un músculo secundario en un cuerpo en reposo, ningún signo de excitación general, aparte de un fluido indefinible de desconfianza o de extrañeza tal vez, me llega desde el recinto oscuro. Es cierto que la lluvia, adensándose, se ha puesto a repicar sobre el techo de tejas del palomar, y que quizás las palomas, incapaces de reaccionar a dos estímulos diferentes a la vez, están tratando de elaborar el rumor que rodea ahora su morada, la lluvia banal que, a causa de su interrupción de algunas horas, adquiere, como cada vez que recomienza, la novedad de lo insólito, llenando de estupor y de ansiedad sus sesitos sin memoria.


En vez de correr para protegerme del agua, opto por caminar despacio, pegándome a la pared en la vereda desierta, de tan cerca que por momentos el paraguas, contra el que el tableteo de la lluvia es incesante, a veces roza o choca alguna saliente de las fachadas, balcones de planta baja, molduras, letreritos bajos que sobresalen de las paredes, al costado de las puertas, anunciando alguna profesión o un comercio. De tanto en tanto, algún paseante refugiado en el umbral de una puerta me mira pasar más con desconfianza que con curiosidad. El agua, sacudida por la lluvia que sigue cayendo, corre en torrentes hacia los desagües de las esquinas, que ya empiezan a saturarse, y la claridad que proyecta en las bocacalles él alumbrado público está enteramente atravesada de masas líquidas que, substituidas instantáneamente, al precipitarse, por nuevas masas líquidas, parecen una miríada discontinua y en suspensión, agitándose en una órbita fija, únicos elementos móviles en el interior de un sistema regido por la más perfecta inmovilidad, como un simulacro de nieve sacudiéndose dentro de una bola de cristal. En la esquina iluminada, el agua me impide seguir avanzando, no únicamente la que cae del cielo negro, sino sobre todo la que cubre la calle, y que de un momento a otro desbordará los cordones para cubrir también las veredas, de modo que en la entrada profunda de un negocio que ocupa toda la ochava, entre dos vidrieras iluminadas llenas de prendas femeninas, polleras, vestidos, sacos de cuero y de piel, corpiños y bombachas blancas y negras festoneadas de puntilla, saltos de cama transparentes, cinturones de piel de víbora o de yacaré, lo que hasta no hace mucho tenía la costumbre de llamar "yo", la llamita increíble y frágil que sigue ardiendo a pesar de los torbellinos de agua y de noche que se sacuden en lo exterior, espera apoyándose con las dos manos en el mango del paraguas que he vuelto a cerrar, y que chorrea agua, que la lluvia amaine para continuar su caminata.

Aunque no deben ser ni las siete y media, ya es noche cerrada y no se ve, como se dice, ni un alma en la calle. Desde el lugar en el que estoy parado, lo que cae ya no son masas líquidas y fijas, en suspensión en el mismo punto, sino, hecha visible por la incidencia de la luz, lluvia verdadera, es decir varas líquidas, transparentes y parcialmente brillantes que, cuando chocan contra el pavimento abovedado y contra la superficie líquida que se expande en la calle, levantan, cada una, una especie de corola lisa y fugaz, surgiendo del pequeño tumulto que producen las gotas al estrellarse, de modo que todo el suelo visible está continuamente lleno de esas formaciones idénticas, pasajeras y vivaces.


Durante unos minutos, aparte de la lluvia y de la impresión que me asalta, súbita, de estar todavía vivo, en el lugar en el que estoy y en ningún otro, diciéndome a mí mismo con calma pero con obstinación estar vivo es esto, esto, y ninguna otra cosa, aparte de estar otra vez bien encastrado, tenue y frágil, en el presente, no pasa nada, hasta que, alzando la cabeza, habiendo adivinado su presencia antes de captarlo con los sentidos, veo un coche que avanza, despacio, por la transversal a oscuras, a una cuadra y media más o menos, de modo que cuando pasa por la bocacalle iluminada para internarse otra vez en la calle oscura, su lentitud se confirma, de igual modo que el modelo, de los más recientes, que ya había adivinado por la altura y por la separación relativamente grande de los faros que antes de llegar a la bocacalle mandaron una señal para anunciar su presencia, y después descendieron otra vez a una posición más atenuada.


El color cereza del auto me tranquiliza: es en coches del mismo modelo de color verde oliva, que los hombres del general Negri suelen pasearse por la ciudad y parándose de tanto en tanto ante alguna casa, o en plenacalle, junto al cordón de la vereda, sin detener el motor, bajan armados y meten a los golpes en el asiento trasero a algún paseante desprevenido, del que nunca más se vuelven a tener noticias, a menos que no aparezcan sus restos mutilados -los testículos en la boca y los senos cortados al ras revelan el estilo del general Negri- una mañana cualquiera, en algún baldío o flotando aguas abajo, devuelto por el río después de varios días de inmersión. Si el color cereza me tranquiliza, la lentitud me intriga un poco, ya que evoca menos un. avance prudente a causa del agua que cubre la calle, que un aire de indolencia, casi de pereza, e incluso de anacronismo teniendo en cuenta la potencia evidente del motor, que gira tal vez en segunda velocidad, y el tiempo desproporcionadamente largo que le lleva a la máquina color cereza recorrer los cien metros de distancia entre la última bocacalle iluminada que acaba de cruzar y ésta en la que estoy parado entre las dos vidrieras llenas de prendas femeninas, observándolo cuando llega a la esquina, aminora todavía más, con la intención de doblar, ya que, casi a paso de hombre, el auto rojo comienza la maniobra, pero cuando empieza a bordear la esquina para encaminarse hacia el sur, frena, sin parar el motor, recula unos metros, y atraviesa la bocacalle, con tanta lentitud inhábil, que mi mirada baja hacia la patente sin alcanzar a descifrarla ni aun cuando, con la torpeza orgánica de un escarabajo, viene a detenerse junto al cordón a tres metros de donde estoy parado, haciendo desbordarhacia la vereda el agua de la calle. Los ocupantes se mueven deformes silenciosos y confusos detrás de los vidrios empañados por dentro y chorreando agua por fuera, y los limpiaparabrisas, funcionando continuamente, no logran despejar los chorros de agua que vienen a estrellarse contra los vidrios. Pero por fin la ventanilla delantera, con la misma lentitud propia del auto entero, comienza a bajar, y que me la corten en rebanadas si no es Alfonso en persona quien aparece por el rectángulo y sacude el brazo en mi dirección.

– Ni más ni menos que el maestro Tomatis -grita, riéndose.

Sacudiendo el paraguas en el aire para secarlo un poco en vez de abrirlo, avanzo unos pasos por la vereda y me inclino hacia él.

– Alfonso -le dijo con jovialidad melancólica, pero alzando la voz a causa del estruendo de la lluvia. -Cuanto más grande más zonzo.

La voz de Vilma Lupo me grita algo desde el asiento trasero en penumbra, y como no le entiendo, me inclino un poco más hacia la ventanilla abierta, comprobando que Julio César Parola, el especialista en marketing de Buenos Aires, está sentado al lado de Alfonso, y que la cabeza rubia de Vilma, proyectándose hacia adelante, parece flotar sobre el respaldar del asiento delantero entre las dos cabezas masculinas.

– ¿Cómo? -le digo.

– Le pregunto si está estudiando para mojarrita -dice Vilma.

– Suba, suba. Lo secuestramos -dice Alfonso. Haciendo girar el paraguas cerrado en el aire para referirme al auto color cereza le digo:

– ¿Esta máquina impresionante se la debemos a Somerset Maugham?

Parola mira su reloj pulsera, impaciente, en vez de reírse, pero Vilma y Alfonso, como de costumbre, al unísono, lanzan una carcajada.

– Las ruedas son una contribución de André Maurois -dice Vilma, y desapareciendo de entre las dos cabezas masculinas, se inclina en la penumbra y abre la puerta trasera. Cuando me instalo junto a ella, me empieza a palpar el impermeable, las mejillas -tiene las manos tibias- y la cabeza.

– Está todo mojado -dice.

– Lo llevamos al amigo Parola al aeropuerto, y después volvemos a la ciudad. Media hora -dice Alfonso.

– Bueno -le digo. -Pero preste atención al volante que morir en su compañía puede resultar sumamente comprometedor.

– La gente diría -dice Vilma- tuvo una muerte horrible: murió conversando con Alfonso.

Y que me cuelguen si tenía proyectado encontrarme a las ocho de la noche, en medio de una lluvia torrencial como se dice, rodando en el auto de Alfonso, prácticamente a paso de hombre, en dirección alaeropuerto. Mi sistema filosófico, el casualismo, demuestra una vez su pertinencia: es obvio que la lluvia, por fuerte que sea. no puede impedirme realizar el paseo del anochecer, uno de los tres elementos, junto con la higiene corporal y la abstinencia de alcohol, de mi reconstitución física y mental, pero una lluvia un poco fuerte no hubiese bastado para obligarme a buscar refugio en ese negocio, y debo por lo tanto mi viaje al aeropuerto al empeoramiento imprevisible de las condiciones climáticas: por otra parte, si acaban de salir del Hotel Iguazú, me pregunto cómo diablos pudo hacer Alfonso para pasar por la esquina en la que yo estaba parado, ya que se encuentra al norte y no al sur del hotel, es decir en dirección opuesta al aeropuerto. Si el determinismo y no la casualidad rigiesen el mundo, yo tendría que estar en este momento en la cocina de mi casa, tomando la sopa frente a mi hermana, y oyendo el ronroneo de la televisión, antes de subir a leer un rato en mi cuarto para meterme después en la cama.


La aparición del sistema solar no es menos casual que la del auto cereza, y las masas de materia que se dispersaron después de una explosión cualquiera sin duda, quedaron girando, por cuestiones de masa, de velocidad, de inercia, de gravedad -todas palabras que no tienen el menor sentido por otra parte, flatus vocis como se dice-, alrededor de un cuerpo que llaman el sol, el cual por casualidad también, a causa de una distancia que nadie dispuso, alumbra y calienta la tierra. Todo esto es un fenómeno aleatorio y está ocurriendo por ahora -a decir verdad la cuestión me importa tres pepinos- y hace falta una mentalidad de pequeño propietario para pensar de otra manera: entiendo que si se ha comprado un terreno en Córdoba, se aspire a la eternidad de lo creado, aunque más no sea para no tener la impresión, después de años de sacrificios, de haber hecho un mal negocio.

Cualquier hecho o cosa que se analice muestra de inmediatosu origen casual, el imperativo categórico kantiano por ejemplo, las pirámides de Egipto, o la forma de las nubes. Basta tener un poco de imaginación para encontrar la casualidad en algún punto del recorrido.

A propósito de Egipto, mi concepción del universo da la siguiente definición de Napoleón: un pedo que la casualidad se tiró en Córcega, y, siguiendo la misma concepción, obtenemos para el imperio romano: puesto que en esos tiempos el mundo era considerado plano, podemos imaginarlo como una bosta de vaca, chata y circular, con Augusto transformado en mosca verde, asentado en el centro y royendo sin descanso hacia la periferia.

– Usted me dice Tomatis si le estoy errando al camino -dice Alfonso, que se ha puesto grave de golpe, concentrándose en el volante.

– Por ahora va bien -le digo. -Apenas llegamos a la avenida de circunvalación, el aeropuerto está indicado.

– No se ve un cuerno con esta lluvia -dice Vilma, con un tono más bien despreocupado a tal punto que, desinteresándose de la cosa, se recuesta suspirando contra el respaldar del asiento.

– ¿Le parece que vamos a horario? -dice Parola.

– Son veinte minutos de auto más o menos -digo.

El tal Parola ni siquiera juzga necesario responderme. Estoy por repetir la frase, pensando que no me ha escuchado, cuando siento la mano de Vilma que se aferra a mi muslo y lo aprieta, con la intención evidente de sugerirme que me calle. Trato de encontrar su mirada en la penumbra del automóvil, y Vilma sacude la cabeza y se encoge de hombros, queriendo significar más o menos No vale la pena que pierda el tiempo tratando de ser amable con este plomazo, y después, inclinándose hacia el asiento delantero, con la más melodiosa y falsa de las entonaciones, seleccionada de entre la vasta gama de la que la creo capaz, se dirige al especialista de marketing de Buenos Aires.

– Parola -dice. -Estuvo regia la conferencia de esta mañana. Yo pude comprobarlo esta tarde en los seminarios de grupo.

– Lo importante es que la gente se sienta motivada -dice Parola.

– Tengo el palpito de que de aquí va a salir un lindo equipo devendedores -dice Alfonso, y después, echándose un poco hacia atrás en el asiento, dirigiéndose a mí pero sin dar vuelta la cabeza, para seguir vigilando el camino. -Esta es la parte menos romántica del asunto, aunque trabajar con material humano es siempre apasionante. Espero que no lo aburramos.

– Al contrario -le digo. -Me tienen fascinado. Únicamente Vilma y Alfonso se ríen. El tal Parola sigue ignorándome.

– Hay un mercado casi virgen para conquistar en el norte. Santiago del Estero, el Chaco, Formosa, Corrientes y Misiones -dice.

– Incluso el Paraguay -dice Alfonso. -Es uno de mis viejos sueños el Paraguay.

– No se nos ponga romántico usted también, Alfonso -dice Vilma.

– Mi viejo sueño después de usted, señora -dice Alfonso.

Siguiendo una serie de carteles indicadores, Alfonso entra en la avenida de circunvalación y acelera un poco.

– Los poetas siempre tienen razón -dice Alfonso.

– Ya indican el aeropuerto.

Rodamos en silencio. Al cabo de dos o tres minutos, Parola mira la hora y murmura, no muy convencido.

– Sí, sí, probablemente vamos a horario.

– ¿Quiere que acelere más todavía? Piense que si nos matamos en un accidente, la vida intelectual de este país se retrasaría durante un siglo por lo menos – dice Alfonso.


Como si no lo hubiese escuchado, Parola se inmoviliza en el asiento y se queda contemplando la lluvia a través del parabrisas. La mano de Vilma, en la penumbra del asiento delantero, me aprieta de nuevo el muslo en signo de complicidad, pero esta vez no se retira. Para ser totalmente franco, debo reconocer que si el primer apretón me sorprendió, sin darme tiempo a ningún otro tipo de reacción, el segundo, por parecerme superfluo, y a causa de la permanencia de la mano, depositada con blandura sobre el muslo, me puso en alerta, induciéndome a considerar de una manera diferente la proximidad de Vilma, casi pegada a mí en el asiento trasero a pesar del espacio vacío que hay entre ella y la puerta de su lado, de modo tal que yo estoy prácticamente rozando con el hombro la que está del mío, para no dar la impresión de estar aprovechándome de la situación.


Otro hecho digno de ser destacado es que la proximidad constante de Vilma, sus rozamientos probablemente involuntarios, y sus toquetees familiares -no me olvido que esta mañana en el salón Capri empezó a darme golpecitos en el pecho con los nudillos con la jovialidad más inesperada- tiene como consecuencia imprevista un levísimo latido en el vértice del pubis, un grumo tibio de sensación, fugaz, y únicamente perceptible a causa de un largo período de marasmo o anestesia en la zona de dicho vértice. Cuando entré en el auto hace un rato, la mano tibia de Vilma, tocándome el pelo y las mejillas para verificar los efectos de la lluvia, había hecho como dicen nacer en mí una confusión rápida, arcaica y agradable, sin que para nada la región de mí cuerpo que goza desde casi dos años de la benevolencia de la Papesa, haya sido notificada de esa confusión. Únicamente la mano que permanece sobre el muslo parece transmitir, incluso a través de la lana del pantalón, la anulación momentánea de la dispensa. Y que me cuelguen si no entreveo, a causa de eso, y a pesar del paseo cotidiano, de la higiene corporal y de la abstinencia alcohólica, un relumbrón rápido de pesadilla.

– ¿Todo bien atrás? -dice Alfonso, después de un rato de silencio.

– Al pelo -dice Vilma.

– No diga Tomatis que no lo tratamos bien en Bizancio -dice Alfonso.

– El problema -dice Parola- es que mañana tengo una conferencia en la Patagonia.

– ¿Libros también? -dice Vilma, y la mano me oprime fugazmente el muslo, queriendo significar más o menos: Tirémosle la lengua a ver con qué nos sale este papanatas.

No. Lana. Exportación de lana -dice Parola.

– Qué interesante -dice Vilma, y retira la mano.

Envuelto por el rumor de la lluvia que golpea contra el techo y contra los vidrios, el silencio que se hace en el interior caldeado del auto parece lleno de pensamientos evidentes pero incomunicables, y el único sobre el que puedo pronunciarme con alguna certeza, el mío, puede resumirse de la siguiente manera: Aquí estoy viajando en auto en dirección al aeropuerto en medio de la lluvia, con tres desconocidos, dos de los cuales vi por primera vez hace veinticuatro horas, lo que no nos impide tratamos como si fuésemos de la familia, y el tercero, que ni siquiera me dirigió el saludo cuando entré en el auto, representa un compendio viviente de todo lo que odio. Pero lo más probable es que tener que soportar al tercer individuo durante veinte minutos no es lo más grave que los dos primeros me tienen reservado. De golpe, la lluvia recrudece, lo que acentúa todavía más el silencio en el interior del auto y, aunque nadie lo profiera en voz alta, es palpable como se dice que, después de haber registrado con los sentidos esa recrudescencia, los ocupantes le dedicamos, por algunos segundos, nuestros pensamientos. Cruzamos Santo Tomé envuelta en una doble capa de agua y oscuridad, agujereada de tanto en tanto por las luces del alumbrado público, por el umbral de alguna puerta o por el rectángulo amarillo de alguna ventana, y ahora entramos en la autopista o en lo que pensamos que es la autopista, ya que apenas si alcanzamos a ver, a través de las masas blanquecinas de lluvia, el fragmento de espacio que iluminan los faros. De tanto en tanto, los de algún auto que viene en dirección opuesta, nos proveen una referencia exterior que nos permite representamos, llenando instintivamente con la imaginación los detalles que el agua y la noche han borrado para los sentidos, la autopista entera que, por lo menos para mí que la he recorrido mil veces, no es ahora más que una reminiscencia incierta. Al cabo de un momento, Alfonso dice:

– Aquellas deben ser las luces del aeropuerto. Y Parola:

– Espero que estemos llegando a horario. Oprimiéndome el muslo, y como saliendo de una especie de somnolencia, Vilma dice jovialmente:

– Se ve que extraña Buenos Aires, Parola ¿eh?

Parola no le contesta, pero se mueve un poco en el asiento delantero, inclinándose para recoger su portafolio que probablemente yace a sus pies, y preparándose a bajar del auto, aunque todavía faltan por lo menos dos kilómetros para llegar. Por las mismas razones impenetrables que lo han hecho venir casi a paso de hombre, Alfonso acelera de un modo brusco, haciendo bramar el motor, pero al cabo de algunos metros parece cambiar de idea y vuelve a disminuir la velocidad.

Por fin entramos en los terrenos del aeropuerto iluminado: el estacionamiento en el que las carrocerías de una docena de coches brillan bajo la lluvia, reflejando las luces del edificio largo y chato coronado en uno de los extremos por la torrecita de control, que se levanta entre el estacionamiento y las largas hileras de luces de las pistas de aterrizaje.

Dos o tres avioncitos se sacuden un poco bajo la lluvia, a un costado

de las pistas, casi pegados por el fuselaje al edificio, al pie de la torre de control. Sin detener el motor, Alfonso para el coche frente a la entrada.

– Bajen así ganamos tiempo y además no se mojan. Yo voy al estacionamiento -dice.

– Usted es un amor, Alfonso -dice Vilma.

Bajamos, atravesando rápido, bajo la lluvia, la vereda ancha, y entramos en el hall iluminado, detrás de Parola que, sin siquiera detenerse para mantenemos la puerta abierta, se dirige casi corriendo hacia el mostrador de embarque y se pone a hablar con una empleada. Quince o veinte personas, diseminadas en el hall, en asientos de plástico adosados a la pared, en los taburetes del bar, mirando la pista a través de los ventanales, parecen esperar desde hace rato un acontecimiento ya improbable. Vilma se para riéndose y, agarrándome la mano, la lleva a sus mejillas.

– Tóqueme, tóqueme. Mire qué mojada que estoy -dice, pero con idéntica imprevisibilidad, deja caer mi mano y, dándose vuelta, se dirige con paso rápido hacia Parola que discute en el mostrador con la empicada.


La iluminación exagerada, blanca, del hall, dentro del paralelepípedo chato del aeropuerto depositado en la oscuridad saturada de agua de la llanura, los viajeros impacientes que se pasean o esperan sentados en actitudes convencionales, los mosaicos claros del suelo atravesados de rastros aguachentos y barrosos, las voces que repercuten en el cubículo demasiado grande para lo que contiene en este momento, contribuyen a densificar de un modo súbito lo exterior aumentando mi sensación de fragilidad, de inexistencia, sin que parezca haber por el momento una sola grieta por la que, subiendo desde la zona negra en la que yacen, algunos de los fragmentos enmohecidos de lo que antes sabía llamar "yo", aflore para ser, aunque más no fuese durante unos segundos, vivaz y olvidado de sí mismo, contemporáneo del acontecer.

Una corriente de aire que sopla a mis espaldas, y un ruido de pasos precipitados me anuncian la llegada de Alfonso que, parándose junto a mí con las llaves del auto todavía en la mano, me da un golpecito en elbrazo, murmurando:

– ¿Se le fue el avión? -mientras sacude la cabeza hacia Parola que, justo en ese momento, deja de hablar con la empleada y se dirige hacia nosotros precedido por Vilma.

– Recién ahora está por aterrizar -dice Vilma. -El mal tiempo.

– Son ellos los que no están a horario -dice Parola, parándose junto a nosotros y dejando vagar su mirada por sucesivos puntos del espacio para no dejarla encontrarse con la nuestra. El clima de francachela un poco mecánica que reina entre el dispositivo Vilma/Alfonso y mi persona parece incomodarlo e incluso irritarlo. Todo lo que lleva puesto, zapatos, pantalón, saco, impermeable, pullóver, camisa, corbata, reloj pulsera, anillos, el portafolio que tiene en la mano, es de primera calidad en una combinación perfectamente armónica de tonos que los grandes árbitros internacionales de la moda han declarado vigentes, sin la menor disonancia, todo probablemente comprado

en el extranjero, en Europa o en los Estados Unidos, y más que seguro que con lo que le ha costado el conjunto una familia modesta comería un año entero, pero que me cuelguen con un gancho del prepucio ome la corten en rebanadas si, a pesar de la ropa que lleva puesta, de sus relaciones y del alto concepto en que se tiene a sí mismo, es algo más que el ejemplar indiferenciado de un producto fabricado en serie, sin más espesor que una silueta de madera terciada.

– Todo parece indicar que tengo que pagarles un whisky -dice Alfonso.

Vilma extiende la mano hacia él con expresión admirativa, como si nos lo estuviera presentando.

– The right man in the right place, always -dice, en un inglés fluido y casi sin acento.

– Aunque a lo mejor me está insultando, se lo pago igual -dice Alfonso. Nos dirigimos hacia el bar, cerca de los ventanales que dan sobre la pista. Aunque camina al mismo ritmo que nosotros, Parola se mantiene a cierta distancia marcando con la posición y la actitud general de su cuerpo, su no pertenencia a nuestro grupo, con el mismo empecinamiento con que un primate, hallándose por error entre una familia de especie ligeramente diferente de la suya, y a pesar de la hospitalidad un poco convencional que se le brinda, se obstina en delimitar su territorio. Y hete aquí como se dice que un primate de la misma familia que la suya -ropas caras, portafolio, relaciones bien ubicadas, alto concepto de sí mismo-, apoyado contra el mostrador del bar, con un vaso de whisky en la

mano, abre los brazos sonriendo al verlo llegar. Parola se adelanta con rapidez y lo saluda. También Alfonso parece conocerlo, porque Parola Bis le dirige un gesto amistoso con el vaso. Pero nos instalamos en la otra punta del mostrador, la más cercana al ventanal.

– ¿Whisky para todo el mundo, entonces? -dice Alfonso, con aire decidido.

– No yo tomo agua -le digo.

– No coincide con su reputación -dice Alfonso – ¿Está con antibióticos?

– Para nada -le digo. -Estoy tomándome unas vacaciones.

En sus ojitos afligidos brilla de pronto una vacilación húmeda. La ropa que lleva puesta es probablemente más cara que la de los dos Parolas, menos convencional y más juvenil, a pesar de que es más viejo que ellos, pero hay algo, un contraste entre su ropa y su persona, en el modo de llevarla quizás, o en los estremecimientos de su bigote entrecano o la aflicción constante de su mirada por encima de su campera de cuero y de sus pullóveres de cachemira, que delata el espesor hormigueante de su interior, el carnaval sombrío de los fantasmas que trabajan contra sí mismo. Algo que me refleja.

Alfonso se inclina hacia mí, bajando un poco la voz, y mirando a los costados, como si estuviésemos conspirando:

– Pero cena con nosotros esta noche, ¿de acuerdo? -susurra.

– De acuerdo -le digo.

Alivio y esperanza atraviesan, fugaces, su mirada y, lleno de satisfacción, alzando la voz, le dice al mozo que está esperando del otro lado del mostrador:

– Dos whiskys, hielo y un agua mineral para el señor.

El mozo me dirige una mirada interrogativa:

– ¿Con gas o sin gas?

– Con gas -le digo.

– Con gas no tengo -dice el mozo, echándose a reír.

– Si será vivo -dice Vilma.

Indolente, el mozo se dirige hacia el otro extremo del bar.

– Me fascina el humor de nuestro pueblo -dice Alfonso, entrecerrando admirativo los ojos, con aire de pensador.

– A mí también -dice Vilma. -Pero siempre me queda la duda: ¿es o no de la policía?


Nos reímos, haciendo movimientos afirmativos y entendidos con la cabeza, y después nos quedamos en silencio, pero cuando el mozo viene a depositar el pedido nos reímos otra vez, lo que parece satisfacer al mozo, que interpreta nuestra risa como un renuevo de celebración de su ocurrencia de hace un momento. Alfonso me sirve el agua mineral, extiende el vaso a Vilma, y después, recogiendo el suyo de sobre el mostrador, lo agita un poco haciéndolo tintinear, se toma un trago, lo paladea, sacude afirmativamente la cabeza, y con un segundo trago lo vacía del todo, dejando únicamente los pedazos de hielo. Después deposita el vaso sobre el mostrador y, buscando al mozo con la mirada, le hace una señal con el índice, consistente en sacudirlo verticalmente encima del vaso vacío. El mozo trae la botella y se lo vuelve a llenar. Detrás de su cabeza calva, de la cabeza rubia, un poco más alta, de Vilma Lupo que está parada a su lado, inmóvil, con su vaso de whisky en la mano, se levantan los ventanales que dan sobre la pista en la que vienen a estrellarse los torbellinos de lluvia que, adensándose hacia el horizonte invisible, a pesar de las hileras bajas de luces, o quizás a causa de ellas, forman una especie de nube opaca, grisácea, atravesada de tanto en tanto de brillos y de reflejos inestables y diminutos.

En algún punto de la masa grisácea y agitada, flotando a cinco o seis metros del suelo, una luz roja parpadea, y únicamente después de unos segundos de fijar la vista en ella me doy cuenta de que está avanzando hacia nosotros. Unos segundos más, y el avión entero, gradual, emerge de la lluvia, la trompa alargada, los reactores laterales que cuelgan de las alas invisibles y, en un plano ligeramente superior, la luz roja que parpadea en la punta de la cola. Hostigado por la lluvia cuyas salpicaduras, al chocar contra él, rebotan y se arremolinan a su alrededor, el aparato progresa a duras penas, se arrastra casi, como si estuviese desplazándose por un medio inadecuado, igual que Gulliver en Liliput, para no aplastar por imprevisión a sus huéspedes, o el albatros de Baudelaire entorpecido por el peso de sus propias alas. Su estructura metalizada, lavada por el agua, relumbra al cruzar las hileras de luces de las pistas laterales y, a medida que se acerca, una vibración casi imperceptible a causa de la agitación constante de la lluvia, va haciéndose cada vez más aparente, igual que un temblor orgánico de valetudinario. Lo fantasmal de su presencia se acentúa a medida que se aproxima, ya que los parabrisas de la cabina de comando, sobre la nariz del fuselaje, recuerdan al emerger desde la noche lluviosa el antifaz truculento de una marioneta gótica. Durante un momento, da la impresión de haberse inmovilizado, lo que después resulta ser cierto, porque, con la precaución de un ciego, ya demasiado próximo del ventanal del aeropuerto, ha comenzado una maniobra que parece incompatible con su naturaleza, consiste en girar a la izquierda para internarse en una pista lateral, paralela al edificio del aeropuerto. Por fin, después de varios tanteos timoratos, logra entrar en la pista y avanza unos metros por ella, hasta que vuelve a detenerse, para empezar a recular, paralelo a las instalaciones del aeropuerto, habiendo hecho coincidir de un modo aproximativo la puerta por la que deben subir y bajar los pasajeros con la del hall iluminado en el que, viéndolo llegar cuando menos se lo esperaban, los viajeros impacientes comienzan a agitarse ante la inminencia de la subida a bordo. El avión se ha inmovilizado tan cerca del edificio, que a través de la hilera regular de ventanillas que le perforan el flanco, detrás de lluvia, se divisan confusamente los pasajeros que ya están levantándose de sus asientos. Parola se acerca a nosotros.

– Bueno-dice. -No estamos muy a horario, pero tampoco es catastrófico. Vamos a ir aproximándonos con mi amigo.

Le da la mano a Vilma, a Alfonso y, por distracción, a causa del apuro de la partida, me la tiende también a mí, que ostentosamente simulo no haberla visto, dejándolo una fracción de segundo con la mano en el aire, lo que lo hace lamentarse interiormente de su error, a juzgar por la expresión de odio que relampaguea en sus ojos y que yo ignoro echando miradas falsamente distraídas a mi alrededor: porque un maniquí relleno de paja quiera implicarme en formalidades estúpidas, que por ocurrir además en público pueden resultar incluso comprometedoras, no voy a andar sacando la mano del bolsillo para ponerme en ridículo estrechándole la suya que vaya a saber dónde anda metiendo cuando nadie lo vigila. Como si hubiese aire donde está parado Parola, succionado de golpe por la más perfecta inexistencia, me dirijo a Vilma y Alfonso:

– Voy a hablar por teléfono -dijo, dándome vuelta y dirigiéndome hacia los teléfonos anaranjados adosados a la pared, del otro lado del hall, mientras hurgo en el bolsillo del pantalón buscando una ficha.

– No te espero entonces -dice mi hermana. -Qué lástima. Te había preparado una buena sopa.

– Mañana a mediodía -le digo.

– Me olvidaba. Llamó Alicia. Dice que no dejes de ir a buscarla el viernes a la noche para pasar el fin de semana con nosotros -dice mi hermana. -No me olvido -le digo. -Pero recién somos miércoles.

– Se te oye lejos. ¿Dónde estás?

– En el aeropuerto -le digo.

– ¿En el aeropuerto? ¿Con este tiempo? ¿Qué estás haciendo en el aeropuerto?

– Estoy con unos amigos, pero nos volvemos a comer a la ciudad -le digo.

– No empieces otra vez a tomar -dice mi hermana.

Nos despedimos. Cuelga, y cuelgo a mi vez: cuando me doy vuelta, compruebo que Vilma y Alfonso avanzan en mi dirección y al llegar junto a mí, Alfonso se da vuelta discretamente para verificar que Parola no puede escucharlo, y dice en voz baja:

– Los servicios de este hijo de puta me costaron dos mil quinientos dólares.

– No me imaginaba que fuese tan plomo -dice Vilma.

– Y eso no es nada -dice Alfonso-. Está también bastante metido con los militares.

– Un plomazo -dice Vilma. -Pesadísimo.

– Es la última vez que me saca un mango -dice Alfonso.

– Es bastante buen profesional -dice Vilma.

– Nada del otro mundo -dice Alfonso.

– Yo he estudiado marketing también. Estos tipos sirven para darle lustre a los seminarios. Pero después de ésta, kaput.

Cerrando los ojos, Alfonso sacude varias veces la cabeza, como se suele hacer cuando se sale del agua o para ahuyentar un pensamiento desagradable, y después mete la mano en el bolsillo del pantalón, sacando las llaves y extendiéndoselas a Vilma.

– A partir de ahora, le confío las llaves hasta el viernes a la mañana, señora -dice.

Bajo la lluvia, corremos los tres hasta el estacionamiento, dando saltitos para evitar los charcos de agua que se forman en los desniveles del asfalto. Alfonso insiste para que me instale en el asiento delantero, al lado de Vilma que se sienta frente al volante. Al entrar en el auto, mis zapatos chocan contra una pila de carpetas amarillas de la distribuidora arrumbadas en un rincón del piso, y recogiéndolas, se las alcanzo a Alfonso, instalado en el asiento de atrás con expresión satisfecha. Pero cuando las está recibiendo para dejarlas caer sin precauciones en el asiento trasero, la luz interior del coche cereza se apaga y arrancamos. Con habilidad, al mismo tiempo que enciende un cigarrillo, Vilma saca despacio el auto del estacionamiento, hasta que entramos en el camino asfaltado del aeropuerto que conduce a la autopista. Nadie dice una palabra, pero que me cuelguen si no sé de antemano cuál será nuestro próximo tema de conversación. Un fluido de pensamientos similares que emanan desde mi izquierda y desde el asiento trasero sumido en la oscuridad, flota en el interior del coche y converge hacia mi persona, mientras la brasa del cigarrillo que cuelga de los labios entreabiertos de Vilma -puedo ver su perfil gracias al resplandor rojizo que se proyecta desde el tablero de dirección- se intensifica a cada chupada. Recién cuando entramos en la autopista, me doy cuenta de que Alfonso se ha dispuesto a abrir la boca, no sin antes removerse un poco en el asiento, encender también él un cigarrillo, y carraspear dos o tres veces, tratando de encontrar el tono más indolente y casual para formular su pregunta, ¿he tenido tiempo de hojear el ejemplar anotado de La brisa del trigo?


Y, con una risita, para demorar tal vez mi respuesta por temor de que sea negativa, agrega que, bueno, anotado es mucho decir, que sus comentarios no son más que las observaciones deshilvanadas de un buenconocedor de los usos y costumbres de la región, y un poquito también, por qué no, del alma humana. Cuando le contesto que, efectivamente, he estado hojeándolo esta tarde, Alfonso entra en una especie de agitación o de acaloramiento -ya me tiene acostumbrado- y, aunque no habla, también en Vilma la expectativa parece aumentar, porque la brasa de su cigarrillo, que vigilo de reojo, se intensifica a intervalos cada vez más cortos, de modo tal que el humo de los cigarrillos y el tufo a alcohol -quién hubiese podido imaginarlo- me ahogan un poco. Y como también para mi respuesta he asumido el tono más neutro e indiferente del mundo, puedo permitirme simular que estamos por cambiar de conversación y pregunto, de la manera más amable y convencional del mundo: -¿Puedo bajar un poquitito la ventanilla? Casi al unísono, Vilma y Alfonso responden afirmativamente, con la misma solicitud conque le acordarían a una pierna de cordero la autorización de entrar en el horno. La lluvia, el aire en el que nos desplazamos, la noche de invierno, la llanura invisible que estamos atravesando, ululan, silban, braman apagadamente cuando bajo un par de centímetros el vidrio de la ventanilla y unas chispas de agua helada, colándose por la abertura, vienen a estrellarse de tanto en tanto, contra mi perfil, sobresaltándome durante unos segundos hasta que me acostumbro a ellas y termino por encontrarlas agradables, lo mismo que al aire frío que renueva la atmósfera caldeada y llena de humo en el interior del auto. Yo había observado muchos anacronismos en el libro, digo con suavidad en voz alta, pero el estilo y la concepción general son tan de baja estofa que me pareció superfluo ocuparme de los detalles. Hay tantos errores por página que llevaría una vida repertoriarlos. Usted ha hecho un verdadero trabajo de hormiga. Alfonso no responde de inmediato, aunque por la agitación evidente de su silencio, me doy cuenta de que mi respuesta lo ha satisfecho, pero cuando se decide a hablar, su satisfacción se canaliza en un comentario elogioso que le dirige a Vilma, felicitándola por la destreza con que maneja el auto. Durante alrededor de un minuto entablan un diálogo convencional, un poco absurdo, sobre el tema, intercalando risitas y sobrentendidos, uno de esos dúos privados a los que ya empiezo a acostumbrarme, y con los que parecen celebrar en código el cumplimiento de algún designio planeado de antemano.

De modo que después de un minuto de oírlos pacientemente delirar, lelanzo a Alfonso como se dice a quemarropa:

– Usted parece haberlo conocido bien a Waltercito.

Alfonso da la impresión de haber hecho una interpretación correcta de lo que viene implícito en mi pregunta, y que podría resumirse de la siguiente manera: Ya me las tiene llenas con sus sobreentendidos de tres por cinco de modo que si de veras tiene la intención de valerse de mí para aplastar de un modo definitivo a esa cucaracha de Walter Bueno, o con algún designio inconfesable, es mejor que vaya poniendo las canas sobre la mesa de una buena vez, no vaya a ser que yo termine perdiendo la paciencia. Bien bien, dice, lo que se dice bien, sería exagerar un poco, pero en efecto el sujeto ese tuvo su primer -y único por otro lado- nombramiento de maestro en el pueblo en el que él, Alfonso, vivía, antes de mudarse de un modo definitivo a Rosario, cuando instaló su propia distribuidora. Como antes de crear Bizancio andaba en otros negocios, viajaba mucho de modo que sus contactos con el individuo de marras eran esporádicos.

Si él y la pobre Blanca -su mujer- seguían viviendo en el pueblo era porque tenían unos campos que administrar y porque Blanca era también maestra en la escuela del pueblo, y no había podido obtener su traslado a Rosario. Como ella era delicada de salud él, es decir Alfonso, había decidido que debían seguir viviendo en el pueblo para evitarle a Blanca el traqueteo de los viajes. Alfonso modula su relato, un poco lento, entrecortado por silencios debidos a las vacilaciones a que supuestamente lo obligan los esfuerzos de la reminiscencia, dosificando con habilidad la entonación de cada una de las frases, de modo tal que el inquisidor, sentado bien rígido en el asiento de adelante, con la mirada fija en el segmento de círculo que traza el limpiaparabrisas, retenga el esquema siguiente.

La pobre Blanca, señora seria, maestra de escuela dedicada con abnegación a su trabajo a pesar de su salud delicada, Alfonso, su marido, propietario de campo por fatalidad pero que ejerce un trabajo cultural por afinidad electiva como se dice, y dispuesto a desgastarse en viajes continuos y engorrosos para preservar la salud de su mujer, y por último Walter Bueno, ganapán arribista, arrumbado en un segundo plano, borroso y casual. Por supuesto que no pienso dejarme embaucar por los eufemismos del propietario-gerente de Bizancio Libros que, percibo sin darme vuelta ni modificar en lo más mínimo mi actitud, se remueve un poco en la penumbra del asiento trasero, probablemente con una inquietud semejante a la del alumno que acaba de pasar un examen oral y no está seguro del efecto que su exposición le ha causado a los examinadores. Después de una pausa deliberada, que debe estar acrecentando su ansiedad, y con un tono desenvuelto, suave y desinteresado, le pregunto:

– ¿Pero llegaron a ser realmente amigos?


De un modo brusco, para tirar el cigarrillo, Vilma abre la ventanilla de su lado, así que el silbido, el bramido de la noche lluviosa, la corriente de aire frío se intensifican al entrar en la atmósfera caldeada del auto, sobresaltándome un poco, y cuando la vuelve a cerrar, casi de inmediato, Alfonso aventura una respuesta llena de circunloquios y de generalidades, en la que las precisiones que, obligado por las circunstancias, va introduciendo, le exigirían un análisis semántico de una gran sutileza a un oyente desprevenido: ¿acaso es posible ser amigo, si se toma la palabra en su sentido estricto, con un tipo de personalidad como la de Walter Bueno? Por ejemplo él, es decir Alfonso, podría, dice, ser amigo de alguien como usted, es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"; no pretende serlo, puesto que acaba de conocerme, aunque ha oído hablar mucho de mí desde hace tiempo, pero es evidente que se ha establecido desde ayer, desde el contacto de visu, una simpatía mutua, en fin, no quiere prejuzgar sobre mis propios sentimientos, pero lo que él quiere decir, dice, cayendo momentáneamente en un acceso fugaz de agitación, es que nuestras personalidades -la señora es testigo de la impresión favorable que he hecho sobre su persona- podrían concordar, en algún futuro próximo o lejano, en ese beneplácito mutuo que se otorgan las almas y que se llama la amistad. Consciente de que su introito pseudofilosófico y que su descarado lustre de zapatos me importan lo que se dice tres pepinos y que he estado oyéndolos como quien oye llover, Alfonso, después de un carraspeo, no tiene más remedio que conceder algunas precisiones, lo que hace que Vilma, sentada junto a mí, se enderece en su asiento y, aferrándose al volante, gire levemente la cabeza, de unos milímetros apenas, hacia atrás, para concentrar, alerta, su atención: aparte de eso, dice Alfonso, de la diferencia de temperamento y de sus viajes frecuentes que lo mantenían alejado del pueblo, sí, se habían visto bastante seguido y habían compartido los tres, al principio sobre todo, algunos buenos momentos; y la pobre Blanca, concede Alfonso, a causa quizás de la descendencia que debido a su fragilidad no pudo tener, pudo volcar en esa amistad un poco del instinto materno -elemento básico del alma femenina- que en diez años de casados no había podido expresar de un modo más natural.


Y, juzgando al parecer haber encontrado el tono justo, ni demasiado vago ni demasiado preciso, presintiendo probablemente que si no da más detalles por iniciativa propia, puedo insistir para que me aclare algunos puntos oscuros, Alfonso, con el fin de ganarme de mano, continúa: podían haberlo recibido como a un hijo, si la completa anestesia moral de Walter Bueno no hubiese sido un obstáculo insalvable para esperar de él cualquier tipo de reciprocidad afectiva.

Por otra parte, su arribismo mediocre le impedía integrarse en la vida social del pueblo, ya que estaba obsesionado por ir a triunfar a la capital, cosa que terminó logrando, aunque ya se sabe a qué precio.

Y ese arribismo lo condujo a, llegado el momento, esquivar susresponsabilidades, ya que su partida del pueblo, cuando se le presentó la primera oportunidad en Buenos Aires, fue tan rápida que había interrumpido su trabajo en la escuela, importándosele un rábano desequilibrar con su ausencia brusca, sin dar tiempo a que se le encontrara un reemplazante, la armonía del trabajo escolar, lo que por añadidura había sido una mortificación suplementaria para la pobre Blanca, que había debido realizar ad honorem las tareas de su colega, lo que había terminado por quebrantar su salud y ser una causa más de su terrible accidente, en el cual el surmenage había jugado un papel importante. El temperamento de Blanca, empalma el discurso de Alfonso desviándose imperceptiblemente en otra dirección al mismo tiempo que el coche cereza, llegando al final de la autopista, toma una curva para internarse en la ruta que atraviesa Santo Tomé, el temperamento de Blanca la indujo siempre al sacrificio, a no esquivar, como muchos otros, sus responsabilidades, y para ella el trabajo en la escuela había sido siempre una motivación importante -la terminología es de Alfonso-, ya que no se le escapaba lo vital que es la educación para el desarrollo en un medio rural.


Las afueras de Santo Tomé en la que alternan casitas modestas de ladrillo sin revocar y baldíos que conozco de memoria, están sumidas en la más negra oscuridad, pero nuestros faros iluminan de tanto en tanto una fachada, una alcantarilla, un grupo de árboles negruzcos y lustrosos a causa del lavado insistente, semejante al frote compulsivo e innecesario de un obsesivo, de la lluvia helada; y cuando las luces del alumbrado público, más al centro, iluminan un poco cada cruce de transversal, el pueblo no da la impresión de ser menos triste, desierto y oscuro. Alfonso hace silencio otra vez, no muy convencido, tengo la impresión, de que sus deslizamientos digresivos hayan obtenido el efecto deseado, o sea mantener sus respuestas en una vaguedad brumosa, y es más que seguro que no se equivoca puesto que, cuando deja de hablar, me dispongo a reclamarle cómo deberé orientar la conversación para sonsacarle por fin las precisiones que busco, precisiones que, por otra parte, ni siquiera para mí mismo son totalmente claras. Demás está decir que el intercambio de frases que venimos haciendo desde el aeropuerto, tiene el tono más desinteresado, mundano y casual que pueda concebirse, y que si hubiésemos estado hablando del mal tiempo o de si los escandinavos hacen o no ruido al tomar la sopa, nuestro diálogo le hubiese dado a un observador desinteresado la impresión de estar oyendo una serie de banalidades durante una reunión social como se dice. Convencido de que por el momento me será difícil obtener algo más preciso de Alfonso, me vuelvo ligeramente hacia Vilma Lupo.

– ¿Y usted lo conoció?-le digo.

Vilma se remueve un poco en su asiento, y se aferra con más fuerza al volante, vacilando unos segundos antes de responder, como si esperara que Alfonso lo haga en su lugar, y después dice:

– ¿A Walter Bueno? Ni por las tapas.

– ¿Es la expresión adecuada para referirse al autor de un best-seller?-pregunto, no dirigiéndome a ella, sino en general, como si estuviese interrogándome a mí mismo, lo que provoca la risa desproporcionada en relación con la comicidad real de la frase, no de Vilma y Alfonso separadamente, sino del dispositivo Vilma/Alfonso, la entidad que, por momentos, forman a dúo, y que es algo más complicado, inasible y turbio que la mera suma de sus individualidades. Cuando el dispositivo hace silencio, Vilma explica: hace apenas un año que ella conoce a Alfonso, porque ha estado viviendo en Europa -Londres, Roma- desde el setenta y tres; el año pasado resolvió volverse a Rosario, con tan mala suerte (risa breve del dispositivo connotando inteligencia mutua) que a los dos o tres días de haber llegado, aterrizó en Bizancio Libros. De modo que a Walter Bueno lo conoce por referencias, y por haber leído La brisa en el trigo. A ningún interlocutor atento podría escapársele lo que subyace en las palabras de Vilma, que, por la agitación que lo sacude, Alfonso parece aprobar sin restricciones, y que interpreto de la siguiente manera: Estoy perfectamente al tanto de todo lo que quiere saber, pero no estoy dispuesta a soltar una sola palabra, de modo que para cualquier información suplementaria sobre este asunto tan delicado, le ruego dirigirse a la persona que se encuentra sentada en este mismo momento a sus espaldas, en el asiento trasero. Y para acentuar todavía más su autonomía completa respecto de esa persona, Vilma cambia de una manera brusca de conversación y sin modificar en nada su estilo mundano y jovial, me dice:

– Alfonso pasa el día en Rosario mañana. Es un hombre muy ocupado, pero sus esclavos tenemos la tarde libre antes del gran final del viernes, y como deja el auto a mi disposición, ¿qué le parece Tomatis si lo paso a buscar después del almuerzo así me muestra la ciudad y en vez de hablar tanto de libros hablamos un poco de literatura?

– ¿Por qué no? -le digo.

– Es un tema de conversación como cualquier otro. Llámeme por teléfono antes de salir, y yo la espero en la puerta de mi casa.

– Aún si no hubiese otras razones, la existencia de Bizancio queda justificada por haber suscitado este encuentro histórico -dice Alfonso.

– Va a ser un Yalta del espíritu -dice Vilma.

Lo que los tres parecemos pensar al mismo tiempo, sin que ninguno se decida a desplegarlo en palabras, nos induce a un silencio dubitativo que, después de algunos minutos, Alfonso aprovecha para lanzarse en una interminable disquisición diversiva, sobre un tema que podría resumirse más o menos como la redención universal por el libro, lo que pasado en limpio, y que me cuelguen si él mismo es consciente de lo que significan realmente sus palabras, podría obtenerse gracias a la multiplicación de puntos de venta, en el norte del país e incluso en el Paraguay, de su distribuidora. La punta de lanza como se dice de esa cruzada parecería ser la revista cultural en sentido amplio, lo que obviamente me coloca a la cabeza del movimiento. Mientras Alfonso perora, yo voy dándole instrucciones a Vilma, cuando entramos en la ciudad, para guiarla al restaurant que han elegido, probablemente el más caro de la ciudad, y que como por casualidad se encuentra a cincuenta metros del hotel Iguazú, con el fin de que ninguno de los clientes ricos del hotel, aconsejados por el portero, corra el riesgo de no encontrarlo. De modo que Vilma detiene el coche directamente en el estacionamiento del hotel y, apretujándonos los tres bajo mi paraguas contra el que repiquetea la lluvia, corremos hacia el restaurant. Vilma me toma del brazo y la calva de Alfonso viene casi pegada a mi axila, accesible gracias al brazo levantado que sostiene el paraguas. Al cruzar la calle nos dispersamos un poco pero en la vereda de enfrente nos volvemos a juntar, entre risas, interjecciones y resoplidos, ganados, por la misma disposición a la excitación infantil y a la irresponsabilidad en la que nos sumerge la carrera bajo la lluvia, de modo tal que cuando entramos, ruidosos, en el restaurant de lujo, exiguo como un dormitorio, los pocos clientes que hablan en voz baja, instalados desde hace rato, nos miran con cierta reprobación. Pero el mozo, que nos reconoce -me jugaría la cabeza que Vilma y Alfonso cenan aquí todas las noches desde que llegaron- nos instala con deferencia ultraprofesional.

– No. Agua, agua -le digo a Alfonso cuando me propone un aperitivo. Y, a través del vidrio empañado de mi vaso de agua mineral, lo veo mandarse de un solo trago el tercer whisky de la noche.

Sin ignorar las risitas socarronas de Vilma ni mis sacudimientos escépticos de cabeza, Alfonso, de humor festivo, y obstinadamente fiel a sus opiniones, se embarca en una apología detallada del arte como factor principal, son sus palabras, de la educación del hombre-masa. El fin último de Bizancio Libros es según Alfonso pedagógico y tanto el propietario-gerente como, por lo menos así lo espera, el resto del personal tienen como objetivo educar al pueblo.

– ¡Bizancio Libros, dice Alfonso enfatizando su afirmación mediante dos acentos esdrújulos, es mi Yásnaia Póliana! Que su declaración haya parecido aumentar el ambiente de jarana que reina en la mesa no da la impresión de molestarlo demasiado y él mismo se ríe un poco de su afirmación vehemente, de modo que cuando el mozo deposita en la mesa el balde de hielo con la botella de vino blanco adentro, se frota la manos y le hace al mozo la señal característica, que ya ha hecho en el bar del aeropuerto, consistente en sacudir el pulgar estirado sobre las copas vacías, para incitarlo a servir.


Ante el vino, se apodera de él una especie de entusiasmo, que me resulta fácil observar porque yo mismo lo he experimentado en otras épocas, y si bien esa euforia leve no borra el brillo húmedo y afligido de sus pupilas -me pregunto incluso si el alcohol no será una de las causas- cuando lo veo brindar con Vilma y entrechocar su copa con mi vaso de agua mineral, no puedo evitar en mí cierta envidia admirativa, en razón de la indolencia que practica respecto del fondo innegable de catástrofe sobre el que se asienta su vida mundana. A medida que va pasando de las botellas a las copas y de las copas a los aparatos digestivos el vino, que como decía euforiza a Alfonso, parece por el contrario sumir a Vilma en un estado de placidez creciente, haciéndola entrecerrar los ojos y esbozar una semisonrisa constante, lo que acentúa la cursilería botticelliana que me llamó la atención anoche en el bar, y me hace suponer que cuando la vi por primera vez ya debía andar por el tercer o cuarto aperitivo.

La manía de encender un nuevo cigarrillo cuando el anterior humea todavía olvidado en la muesca del cenicero reaparece y sus miradas, que se hacen ostentosamente fijas y admirativas cuando enfocan mi persona, reservan para Alfonso una vigilancia protectora y una tolerancia sin límites, todo eso de la manera más ostentatoria posible no por simulación o interés sino probablemente para expresar de ese modo su aprobación por el funcionamiento armónico de lo que ella considera la nueva alianza Vilma/ Alfonso/Tomatis. Que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si en veinticuatro horas nomás no me hicieron entrar en su círculo mágico, no me captaron como se dice, haciéndome deslizar de un modo casi imperceptible hacia el terreno de sus designios turbios y contradictorios, sin duda confusos incluso para ellos mismos, en los que sin embargo me reconozco mejor que en un espejo.


Debo escribir ese artículo, me exhorta bruscamente Alfonso cuando estamos llegando al postre, sacudiendo el índice enérgico casi contra la punta de mi nariz, tanto se ha inclinado sobre la mesa para ponerse a murmurar con furia, no sin antes haber echado algunas miradas prudentes a las mesas vecinas, ladeándose para evitar ser interceptado por la tercera botella de vino -una de blanco, dos de tinto- que ya está casi vacía: los elementos que él ha reunido en sus comentarios podrían servirme de base y él, desde luego, los pone a mi disposición por el tiempo que sea necesario. Según Alfonso, yo ya he demostrado la insignificancia artística del libro, pero es fundamental señalar también su falta total de representatividad.

La crítica oficial -es así como la terminología alfonsiana designa la caterva insana de vividores y empleados de los servicios de inteligencia que escribe en los diarios y en las revistas o aparece por televisión- pretende que La brisa en el trigo es un documento verídico de la vida cotidiana de los pueblos de la llanura, y que escenas, ambientes y personajes aparecen reflejados en el libro con total fidelidad. Alzando la voz, lo que sobresalta un poco a Vilma y hace desaparecer de sus labios durante unos segundos su sempiterna semisonrisa, Alfonso, esta vez con algún fundamento, vuelve a acalorarse, de modo tal que su bigote entrecano se pone a temblar, a contraerse y a estirarse: no hay una sola línea cierta en todo el libro, nada de lo que aparece escrito proviene de la vida real, todo es una ristra de invenciones calumniosas, que ofenden el decoro proverbial de nuestro pueblo, compuesto de gente sencilla y laboriosa. Por primera vez Vilma cruza conmigo una mirada de inteligencia sacudiendo con discreción la cabeza para significar que deberíamos irnos, porque las mesas vecinas empiezan a volverse hacia nosotros otra vez las caras reprobatorias, pero Alfonso, que a pesar de lo enfrascado que está en su argumentación enérgica, percibe la mirada, le dirige una sonrisa conciliadora, sin interrumpir para nada su discurso vehemente, hasta que lo remata con una conclusión conminatoria: usted -es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"-, que es un artista verdadero y un intelectual ponderado, tiene la obligación moral de demoler ese producto comercial pretendidamente representativo.


Los tres whiskys, la botella de vino blanco, las dos botellas de vino tinto no parecen haber hecho en Vilma más efecto que aumentar su placidez, o tal vez lo que contribuye a dar esa impresión es el contraste con Alfonso, a quien teniendo en cuenta el bamboleo ligero que hace oscilar a su cuerpo cuando se para junto a la mesa, optamos, Vilma y yo, por escoltar hasta la calle: se ve que desde hace rato ha parado de llover -ya es más de medianoche-, porque hay algunos tramos de las veredas o del asfalto que ya están secos, pero cuando alzo la vista hacia el cielo, no veo luna ni estrellas, ni siquiera nubes, nada como no sea una negrura espesa, baja, uniforme: más agua, más que seguro, para dentro de un rato, si se tiene en cuenta sobre todo que la temperatura ha subido un poco, a menos que traigamos todavía, circulando por nuestros cuerpos que a su vez atraviesan la ciudad desierta en la noche de invierno, el calor del restaurant. Nuestra alianza -al menos desde el punto de vista de ellos- parece haberse estrechado después de la cena, porque las palmaditas en el hombro, en las mejillas, e incluso el índice de Alfonso que se hunde en mi estómago – ¡Tiene que escribirlo!- expresan una nueva fase de nuestras relaciones, pero cuando empezamos a caminar hacia el hotel, Alfonso va en el medio, arrastrándonos del brazo a Vilma y a mí que, lanzándonos sonrisas de inteligencia por encima de su cabeza, pacientes, en realidad lo sostenemos. Bajo la entrada embanderada del hotel, sin "portero negro" a la vista a causa de la hora, Alfonso se cuelga de mi impermeable, aferrándolo con las dos manos a la altura del pecho, atrayéndome hacia su cara extraordinariamente móvil, la calva reluciente y llena de depresiones y de relieves que reproducen las anfractuosidades craneanas, los ojitos empañados y afligidos, el bigote entrecano infatigable que cubre el labio superior y que, a causa de los cigarrillos rubios que ha venido fumando uno tras otro, están teñidos por un reborde amarillento: en nuestra época, dice, todos los valores tradicionales, y no se está refiriendo a la mojigatería burguesa, se han perdido, y el arribismo y el egoísmo sensual del hombre-masa ocupan la vida pública y privada. El bestsellerismo prefabricado ha sustituido a la tradición nacional de un Sarmiento, de un Hernández, de un José Ingenieros, de un Calvez. Sus ojitos llorosos buscan los míos y al mismo tiempo los evitan, y las oscilaciones de su cuerpo se comunican al mío, de modo que oscilamos los dos en la vereda del hotel envueltos en la semisonrisa plácida y abiertamente comprensiva de Vilma que después de unos momentos, arranca, con suavidad pero con firmeza, las manos de Alfonso de mi impermeable. Sin convicción, Alfonso propone una última copa en el bar del hotel.

– No, no -dice Vilma. -Usted tiene que viajar mañana y yo tengo que estar lista a las nueve para el seminario. ¿Entonces Tomatis lo paso a buscar a las dos?

– Ha sido un gran placer, maestro -me dice Alfonso, dándome un abrazo demasiado largo, del que Vilma debe también arrancarme al cabo de unos segundos. -Le agradezco que me honre con su amistad. Y no falte al lunch del viernes: su presencia será un honor suplementario.

Entran en el hotel. El calor acumulado en el restaurant, a causa probablemente de la degradación general de la energía como la llaman, empieza a desgastarse al contacto del aire frío, de modo que apuro el paso, mientras en el interior de mi cabeza las experiencias de la velada, sometidas sin ruido a su propia combustión, arden, chisporrotean y se consumen.


Mientras voy subiendo las escaleras, las voces y la música llena de ecos que propala el televisor, empiezan a atravesar remotas y al mismo tiempo familiares, mi cerebro, susurradas por un volumen discretamente bajo a causa de la hora, pero cuando llego al living compruebo que mihermana, cubierta hasta los hombros con una manta y apelotonada en el sillón, se ha dormido frente a las imágenes coloreadas que al sucederse unas a otras producen sobresaltos luminosos en el living en penumbra. Sin apagar el televisor, estoy por darle unos golpecitos suaves en el hombro para mandarla a la cama, pero antes de llegar a tocarla mi hermana abre los ojos y me sonríe: me quedé dormida, dice, y se despereza con bienestar, pero de manera evidente se desinteresa de golpe de mi persona y su mirada se concentra un momento en las imágenes coloreadas tratando de descifrarlas. Sin consultarla cruzo el living y apago el televisor, y después pongo la mano sobre el aparato para percibir su temperatura.

– Está al borde de la implosión -digo.

Mi hermana ni siquiera protesta: se revuelve un poco en el sillón y después, retirando la frazada, se levanta y se dirige a su dormitorio. Yo subo en la oscuridad del patio la escalera de la terraza, en la más densa oscuridad, sorteando macetas de plantas domésticas ahogadas de lluvia, pero mi cuerpo reconoce los obstáculos gracias a una especie de memoria espacial que, si tiene alguna deuda antigua con los sentidos, da la impresión de haberla olvidado, tanto lo que por costumbre sigo llamando todavía "yo", se desinteresa del recorrido, absorto como está en manipular, examinándolos con perplejidad, los rescoldos del día consumido. Después de encender la estufa a resistencia, sin siquiera desabotonar el impermeable, parado junto al escritorio, recojo el ejemplar ajado de La brisa en el trigo y, sosteniéndolo con la mano izquierda, hago deslizar rápidamente las hojas con el pulgar derecho, produciendo un rumor nítido en el silencio de la pieza, una corriente de aire levísima que me acaricia de un modo fugaz la cara, y un torbellino de signos impresos o manuscritos, que bailotean sustituyéndose unos a otros a causa del deslizamiento rápido de las páginas, semejante a una alucinación visual, cuyo carácter abstracto y fantasmal cobra un poco de vida gracias a las líneas de colores -verde, azul, rojo, violeta- que dan la impresión de ir barriendo los signos a toda velocidad, como si fueran gotas de una lluvia negra. Ahora que, después de haber apagado la luz, me introduzco estremeciéndome un poco entre las sábanas frías, no únicamente la habitación sino incluso "yo mismo" nos volvemos abstractos y fantasmales al resplandor rojizo de la resistencia eléctrica. Las cenizas del día transcurrido; todavía tibias, empiezan a dispersarse en el recinto impensable, sin lugar propio en ningún punto del tiempo y del espacio, a no ser la lucecita frágil y que sin embargo los abarca, y que en este mismo momento se descompone en un espectro de manchas fugaces, de astillas de imágenes, recurrentes o inéditas, sin ningún vínculo ni con la razón, ni con la voluntad, ni siquiera con la experiencia.


Ahora salgo a la calle en un día gris, desierto, de bordes un poco carcomidos, semejante a una fotografía vieja descubierta por casualidad en el fondo de un cajón, extraña y familiar al mismo tiempo, una fotografía de mí mismo, en movimiento, en la que puedo contemplarme desde afuera, siguiendo con interés y una angustia leve mis propios pasos: venciendo un A; sentimiento de culpa, cruzo la calle vacía blandiendo la barra de hierro, y empiezo a golpear un auto, gris como el aire en el que está incrustado, estacionado junto al cordón: la pintura gris se descascara a causa de los golpes y los vidrios saltan en pedazos, astillándose, pulverizándose y diseminándose sobre los adoquines grises entre los que brota un musgo aterciopelado, casi dorado de tan verde. Con la carrocería abollada, sin vidrios, el motor destripado emergiendo por el capot entreabierto, las gomas en yanta, el auto gris se desploma y "yo" con el bastón de hierro todavía en el aire, me quedo contemplándolo un momento con culpa y satisfacción. Me despierto y verifico, abriendo los ojos, e incorporándome un poco, el resplandor rojizo de la resistencia eléctrica, y apoyando otra vez la cabeza en la almohada murmuro, interpretando fugazmente mi sueño, autodestrucción, antes de volverme a dormir. Exactamente en el mismo momento -en todo caso es la impresión que tengo- vuelvo a abrir los ojos, el cuerpo como diluido entre las sábanas tibias, del mismo modo que el resplandor rojizo de la estufa a resistencia se diluye en la claridad grisácea y mate de la habitación, mientras por la rendija de los postigos entrecerrados, por el agujero de la cerradura, por el espacio libre que queda entre la base de la puerta y el piso de mosaicos amarillos, la luz verdosa y exangüe de la mañana, la leche lívida que baña, periódica, las cosas, separándolas después de la reunión de la noche homogénea que las borra y las aglutina, la droga llamada día que todos querrían, indefinidamente, tomar, fluye, gotea, se derrama, inexorable y desdeñosa, igual que un traficante para con sus adictos, y cuando salgo de la cama, descalzo, y abro la puerta que da a la terraza, a pesar de su palidez verdosa y crepuscular, el aire helado por el que se disemina, me dejo envolver no sin placer por el torrente silencioso que ocupa, simultáneo, todo el recinto, haciendo empalidecer todavía más el resplandor rojizo de la resistencia.


Cuando cierro la canilla de la ducha -deben ser las diez- me doy cuenta de que el agua sigue tamborilleando, pero ahora es la lluvia que golpea contra el tragaluz del baño. En la cocina, mientras tomo los primeros mates, abro, a pesar del frío, la puerta que da al patiecito desde el que arranca la escalera de la terraza, y contemplo el agua helada golpear las hojas de las plantas enmacetadas, correr por los escalones, precipitarse por el desnivel imperceptible de las baldosas hacia la rejilla del desagüe. Empiezo a pasearme sin finalidad precisa por la casa; aquí, en este dormitorio, en esa cama matrimonial, murió el primero, y en esta otra habitación, que da a la calle, la segunda, veinte años más tarde; en este mismo momento, la lluvia, minuciosa, debe estar arrastrando lo que queda de ellos cada vez más abajo, por entre los pliegues blandos del cascote que un día, y de un modo transitorio más que seguro, a causa de una explosión casual, frenó en un punto cualquiera del espacio y se puso a girar.

En este cuarto dormí hasta los dieciséis años, antes de mudarme a la terraza. Aparte de los muebles, de la penumbra invernal, la casa entera está vacía de todo rastro de vida, aparte de lo que llamo "yo" y que deambula a través del tiempo petrificado: lo que queda más bien en su lugar como decía, y que sigo llamando "yo" por costumbre, y del que me separa a decir verdad una distancia infinitesimal pero infranqueable, como sucede más o menos con las distintas partes de mi cuerpo, ya que ahora que lo pienso el dedo gordo del pie, naturaleza indescifrable en estado puro, me parece tan improbable y lejano como el cielo, rosa según dicen, de Marte. La voz de mi hermana, que viene subiendo las escaleras desde la calle, me saca del ensimismamiento en el que he quedado, de regreso en la cocina, con el mate ya frío en la mano.


Que me cuelguen si adivino de qué está compuesto el redondel humeante, color marfil, de la sopa, cuando me llevo a la boca la primera cucharada y la paladeo, bajo la mirada satisfecha de mi hermana, que controla el efecto que me produce pero que, más que seguro, a causa de la manía pueril de mantener en secreto sus recetas, respondería en forma evasiva si se lo preguntara. De un modo brusco dice en voz alta el noticiero, y va casi corriendo a prender la televisión. Yo me quedo sentado lo más tranquilo: porque un ignorante a sueldo del gobierno, que ha presentado todas las noticias a un censor militar antes de hacerlas públicas se ponga a transmitir acontecimientos supuestamente verídicos pero a decir verdad enteramente prefabricados, no voy a levantarme de la mesa y a dejar como mi hermana que se me enfríe la sopa, pero como el volumen está demasiado alto, me entero de que el general Negri, el intendente, el arzobispo, dos o tres dirigentes sindicales, el ministro de educación, el presidente de la bolsa de comercio y otros asesinos, secuestradores y tortura dores sin entrañas, han asistido esta mañana a una misa solemne como le dicen a esa farsa grotesca en la catedral. Del mismo modo que los teólogos inventan la encarnación y después decretan que es un milagro, estos pistoleros a sueldo de sí mismos blanden ese espantapájaros relleno de paja podrida que llaman Dios y lo sacuden en un intento de maniobra diversiva, ya que es evidente que Dios no existe y que me la corten en rebanadas si no tengo la prueba de lo que afirmo, y es la siguiente: no existe porque lo digo yo, y a quien intente refutarme preguntándome que quién soy yo para afirmarlo, ya mismo nomás le digo que nadie, nada, menos que nada, pero exactamente igual en todo caso que el obispo de Hipona, Santo Tomás o Descartes que, a pesar de ser tres perfectos legos en la cuestión, prefieren afirmar lo contrario. Dios no existe porque lo digo yo y punto. Es inútil que el muecín salmodie su cantilena al atardecer, o que el rabino guarde el arca en el recinto sacrosanto como le dicen, o que el sacerdote se prosterne por pura costumbre cuando pasa delante de la hostia, o que las viejas rameras europeas o americanas que ya no saben qué hacer con sus relojes Cartier vayan a buscar el punto nihuan en Oriente, donde por otra parte saben tanto de la cuestión como "yo" o los tres charlatanes que acabo de nombrar, inútil como venía diciendo hace un momento, porque nadie habita la materia ciega y caprichosa, estúpidamente repetitiva, por el momento desde luego, que se desplaza, no mediante deslizamientos, sino mediante explosiones, sin dirección ni plan.

Ya no sabiendo más que inventar para seguir emborrachándose de sangre humana hete aquí como dicen que se les ocurre la apuesta de Pascal que traducida en términos corrientes vendría a significar más o menos lo siguiente:


Mire Tomatis le damos a elegir a ver qué le parece, por un lado le proponemos una estadía por tiempo indeterminado en un hotel de lujo, con pileta de natación de agua de mar en una estación balnearia de moda y al mismo tiempo le mandamos dos lindas tetonas de veinte años, una negra y otra blanca para que le hagan lo que usted quiera y las puede cambiar por otras cuando lo desee, el bar y todos los restaurantes están también a su disposición, y todo esto por supuesto a usted no le cuesta un centavo, corre por cuenta la producción; por el otro lado lo dejamos chapaleando con la mierda hasta el cuello lo cual no cambia nada de su situación actual y al primer gesto suyo que no nos guste lo agarramos a sopapos y en una de ésas se la cortamos en rebanadas; nos damos cuenta de que la decisión no es nada fácil pero francamente con la mano en el corazón usted qué elegiría.

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