Un publicitario de Dinners Club se haría echar a patadas si propusiese un argumento de venta tan grosero, y eso dejando de lado el hecho de que el que lo inventó era tan experto en la materia como lo eran los tres otros vivillos de los que hablaba hace un momento. Justamente el último de estos tres se sentó un día al lado de la estufa pretendiendo que a partir de ese momento iba a empezar a poner todo en duda, menos desde luego lo que es obviamente falso, no fuera a ser que si se atrevía a afirmar en voz alta lo que todo el mundo sabe en su fuero interno, lo agarraran a sopapos e incluso se la cortaran en rebanadas. Y todo eso con el fin de permitirle al general Negri y a sus cómplices tirar viva a la gente de los helicópteros, o fusilarlos sin juicio previo después de haberlos sometido por puro placer al tormento.
– En la puerta dentro de diez minutos entonces. ¿Anotó bien la dirección? -le digo a Vilma por teléfono, y antes de colgar miro mi reloj pulsera: son las dos en punto.
Parado en la vereda, compruebo que ya no llueve, pero las nubes color pizarra se acumulan en el cielo. Como los negocios están todavía cerrados, hay muy poca gente por la calle, pero sin duda a causa del frío, de la lluvia, y de los tiempos que corren, no habrá mucha más dentro de una hora, cuando los negocios empiecen a abrir. Detrás del vidrio de la ventana en la planta alta, en la vereda de enfrente, Berta me sonríe y me hace una seña con la mano en la que sostiene un vaso, como si estuviera brindando conmigo. Le contesto alzando la mano. Dejando el vaso en alguna parte detrás suyo, Berta se da vuelta un momento, y después abre la ventana y me dice algo. Como no la entiendo, me cruzo de vereda y le lanzo una sonrisa interrogativa.
– No -dice Berta. -Dónde vas con esta lluvia decía.
– Salí a ver si pasa alguna rubia en auto y me invita a subir. ¿Cómo está Mauricio?
– Loco como siempre -dice Berta. -Pero tranquilo.
– ¿Está ahí arriba? -le digo. -No -dice Berta. -Hoy fue al hospital. Dice que está preparando un informe secreto para las Naciones Unidas.
– Si por lo menos le hicieran caso -le digo.
– Cállate -dice Berta. -Vos sos más loco que él todavía.
El coche cereza dobla en la esquina, casi sin ningún ruido, y avanza despacio hacia nosotros, probablemente porque Vilma está buscando la dirección, pero ahora debe haberme visto parado en la vereda porque acelera un poco.
– Ese auto me gusta -le digo a Berta. -Le hago dedo.
Vilma, sin parar el motor, frena a mi lado cuando extiendo el brazo, y baja la ventanilla.
– ¿Viste? -le digo a Berta.
– Más loco que mi marido todavía -dice Berta y cierra la ventana.
– Parecían Romeo y Julieta -dice Vilma. -Me pongo celosa.
– ¿De veras? -le digo. Y, bajando a la calle, paso por delante del auto, abro la puerta, y me instalo junto a ella en el asiento delantero. En el de atrás, todavía está la pila desordenada de carpetas amarillas que anoche Alfonso, impaciente por saber si había leído sus anotaciones al best-seller de la década, dejó caer con negligencia. Arrancamos.
– Me causa un placer infinito este paseo -dice Vilma, aferrándose al volante y acelerando después de pasar la esquina.
– Infinito no significa nada -le digo. -Es un superlativo vago de mucho, que ya es la vaguedad misma.
Siguiendo mis indicaciones, Vilma toma en dirección al río. Y después de quedarse un momento pensativa, dice que no está de acuerdo, que no es un superlativo de mucho, sino una suposición, y vuelve a quedarse callada. Como si la ausencia de Alfonso disminuyera su aplomo, hoy está seria, un poco tensa quizás, aunque su familiaridad para conmigo da la impresión de haber aumentado por alguna razón inexplicable, la costumbre quizás, ya que desde hace más o menos cuarenta horas, cuando nos vimos por primera vez en la mesa del bar, hemos venido haciendo progresos espectaculares en lo relativo a nuestra intimidad, aunque, al fin de cuentas, no hayamos intercambiado una sola confidencia. Sin Alfonso parece otra persona, ni mejor ni peor que la primera, únicamente diferente, y no logro saber si esa diferenciación es voluntaria, pero me hace pensar en esos dúos cómicos de los espectáculos de variedades que, cuando actúan por separado, tratan de construirse un personaje completamente diferente al que interpretan en el binomio. Estoy por retomar la conversación interrumpida de anoche, cuando volvíamos del aeropuerto, pero como me demoro un poco tratando de encontrar un pretexto discreto para reiniciarla, es ella quién, adelantándoseme, vuelve a ponerla en el tapete: probablemente usted -es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"-está intrigado por el empecinamiento de Alfonso en demoler el libro de Walter Bueno que, dicho sea de una buena vez, no merece ni medio minuto de conversación, dice. Y después de una pausa en la que, con gran lentitud, se dedica a encender un cigarrillo, echar la primera bocanada de humo, y dejar el cigarrillo encendido en el cenicero abierto del tablero de dirección, agrega que también a ella la intriga, pero que, a decir verdad, aunque cree adivinar las razones, no puede admitir sobre la cuestión más que meras conjeturas. Cuando fue a verlo por primera vez a la distribuidora, uno de los primeros temas de conversación había sido La brisa del trigo, que Vilma había leído al llegar de vuelta de Europa, porque una amiga lo había recomendado, y, sin conocer la opinión de Alfonso, ella, Vilma,le había dicho lo que pensaba, es decir que se trataba de una inepcia incalificable, y a partir de ese momento, dice Vilma, Alfonso no volvió a dejarla escapar, y no únicamente la nombró, "asesora literaria de Bizancio Libros", sino que empezó a tratarla de convencer para que escribiera el artículo. Reina, el psiquiatra -Es amigo suyo, ¿no?-, le había hecho llegar a ella, a Vilma, mi artículo, y ella se lo había pasado a su vez a Alfonso quien, entusiasmado por la lectura, había sacado un montón de fotocopias que le distribuía a todo el mundo. Cuando empezaron a preparar el seminario en la ciudad, Alfonso le dijo que estaba pensando seriamente en proponerme la dirección "literaria" de la futura sucursal, y que si yo no aceptaba, iba a tratar de convencerme para por lo menos escribiera el famoso artículo. Vilma deja de hablar durante medio minuto, y después, girando de un modo fugaz la cabeza para tratar infructuosamente de encontrar mi mirada, me lanza la pregunta: Y usted, ¿lo va a escribir?
No le respondo. Acabamos de dejar atrás la avenida del puerto, y estamos entrando en el puente sobre la laguna, que desemboca en el camino de la costa y en la ruta a Paraná.
Ahora no hay más que pantanos desolados, ranchos dispersos, semiderruidos y desiertos, y el cielo vasto, increíblemente oscuro y bajo, aunque por ahora no llueve, que cubre la tierra chata hasta el horizonte lejano, el cielo tormentoso en el apogeo del invierno que, privándonos desde hace por lo menos una semana del espacio abierto en el que titilan los cuerpos luminosos que, insondables y periódicos, nos visitan, nos confina en nuestra bola exigua de fango en la que chapaleamos hasta que un buen día, por obra de la misma sinrazón que nos trajo a la superficie, sin haber entendido nada del tumulto al mismo tiempo interno y exterior, aniquilados, nos hundimos. Recién después del desvío a Paraná, que dejamos a nuestra derecha siguiendo por el camino de la costa, Vilma vuelve a formular su pregunta.
– No -le digo.
Sin dejar de mirar el camino vacío, Vilma asiente, varias veces, y enciende un segundo cigarrillo, aunque el primero, al que no le ha dado más que un par de chupadas, termina de consumirse, humeando todavía, en el cenicero del auto.
– En la próxima calle, doble a la derecha -le digo.
– ¿Calle? -dice Vilma. -¿Hay calles por aquí?
– Es arena -le digo. -Más transitable cuando está mojada.
Aminorando, nos internamos en el callejón arenoso. Desde la puerta de una casa de ladrillos sin revocar una vieja inmóvil contra el rectángulo negro de la abertura, nos mira pasar, y desde detrás de la casa, dos o tres perros salen corriendo y nos persiguen un trecho, ladrando sin convicción hasta que se cansan, casi de inmediato a decir verdad, y se vuelven trotando al rancho, con un aire de satisfacción pueril, probablemente habiéndonos olvidado en el instante mismo de darse vuelta, sin que les haya quedado más que seguro de su brusca agitación sensorial otra cosa que unos estremecimientos musculares y nerviosos cada vez más leves en las terminaciones remotas de sus cuerpitos tibios y palpitantes. Avanzamos un buen trecho, dando bandazos ligeros, agitando al pasar el agua de los charcos superficiales formados por la lluvia en los desniveles de la calle tortuosa, en la que no hay lugar más que para un solo vehículo, y dividida en dos a todo lo largo por una franja de yuyos grises que crecen entre las huellas y que, cuando son demasiado altos, chasquean, doblegándose, contra el paragolpes delantero. Al fondo de la calle, primero un espacio pantanoso y después un riacho, nos interceptan. Vilma frena y apaga el motor. Bajamos.
El cielo parece incluso más bajo y el aire está cada vez más oscuro.
No hay ningún otro ruido como no sea el chasquido de nuestros pasos entre los yuyos mojados y el sonido de nuestras voces, pero al cabo de un momento dejamos de hablar y nos detenemos, de modo que el silencioes total, y que me cuelguen si de golpe el mundo no se vuelve bruscamente real, compacto, denso, gracias tal vez a la escasez de elementos que lo componen, el espacio desnudo y pantanoso, cubierto de vegetación grisácea, el riacho de no más de veinte metros de ancho más luminoso que el cielo y que el aire, el cuerpo de Vilma, que se ha alejado inmovilizándose a cierta distancia y que refulge un poco envuelto en el impermeable blanco -comprado en Londres o en París sin la menor duda-, más irrefutable y nítido que la totalidad improbable de lo exterior, de la que pareciera ser, en este momento, la síntesis o el emblema. "Yo mismo" cobro a mi vez realidad, como si un cable desconectado, en alguna región ignorada o inaccesible entre los muchos paisajes sombríos de mi interior, hubiese vuelto, por puro azar, a hacer contacto. El auto color cereza abandonado en el extremo del camino arenoso, anacronismo lustroso y un poco chillón, parece incorporarse, por su forma o sus dimensiones, o a causa de su color quizás -mancha geométrica de un rojo vivo- a la monotonía verde y gris del paisaje, adquiriendo una vivacidad misteriosa, una vida nueva sin nada que ver con su utilidad, con su costo, ni siquiera con la acción de causa a efecto, de la que soy perfectamente consciente, y que ha venido a depositarlo en este punto y en ningún otro del universo ilimitado. Con pasos lentos, Vilma y yo caminamos todavía un poco, alejándonos uno del otro, y los dos del coche abandonado, reconcentrándonos en nuestro silencio, como si estuviéramos buscando el lugar óptimo para observamos mutuamente incluidos de un modo exacto en lo exterior donde vamos cobrando, segundo tras segundo, cada vez más densidad y nitidez. Ahora trato de imaginarme a mí mismo visto desde afuera, esforzándome, no sin nostalgia, sentimiento que desde meses no me visitaba, preguntándome cómo mi aspecto externo podría reflejar esta sensación inesperada de armonía que, igual que todo lo que aparece en este mundo, por puro capricho, me visita. Durante un minuto por lo menos, algo dentro de mí se vuelve fluido, fácil, fértil, y, cuando trato de aprehender con la mirada, en el lugar más pobre del universo, mi pertenencia a este presente que me acoge, benévolo, me saltan, inesperadas, pero de ningún modo bruscas, las lágrimas.
Un rumor creciente me saca de mi ensimismamiento, y aunque ha estado repiqueteando en mi cabeza, en mi cara, en mis hombros desde hace varios segundos, tardo en darme cuenta de que es la lluvia la que lo produce. A cincuenta metros de distancia, Vilma alza los brazos, sacudiéndolos con energía y jovialidad, y se queda inmóvil otra vez, mirando la superficie del río que, de lisa y luminosa que estaba hasta hace unos momentos, se vuelve rugosa y turbia a causa de las gotas que se estrellan contra ella. Ahora la lluvia es tan densa, que Vilma se echa a correr, no en mi dirección, sino directamente hacia el auto, y cuando nos reunimos junto a él, puedo oír resonar el agua gruesa contra la chapa color cereza de la carrocería.
Antes de poner en marcha el motor, Vilma saca un pañuelo y se seca la cara, las manos, los cabellos rubios que, colgando contra las sienes, están ahora más oscuros y retorcidos. Yo me paso la manga del impermeable por la cara.
Reculando con lentitud hasta que encuentra un espacio lo bastante amplio y firme que le permita dar la vuelta, Vilma jadea un poco a causa de la carrera, pero enciende un cigarrillo, le da dos o tres chupadas, y lo deposita en el cenicero abierto. Cuando estamos cruzando el puente sobre la laguna el cielo y el aire, transformados en una única penumbra líquida, borronean la ciudad extendida al pie del agua, y como las luces del alumbrado público no se han encendido todavía, tenemos la impresión de estar atravesándola en plena noche, con la luz de los faros que van creando, al desplazarse, brillos y sombras fugaces y espectrales, no únicamente en las fachadas y en la fronda de los árboles, sino también en las masas oblicuas de lluvia que chocan y rebotan contra el asfalto. Vilma deja el coche en el estacionamiento del hotel y atravesamos corriendo la entrada embanderada, mientras el "portero negro" mantiene, con deferencia convencional, abierta la puerta de vidrio que da al hall iluminado. Cuando le extiende a Vilma la llave, el conserje me lanza una mirada fugaz, en la que chispean astillas de complicidad, pero que rebota contra mis ojos impasibles y serios: porque un ganapán almidonado, que echaría a golpes más que seguro a un pobre tipo nada más que porque su ropa está por debajo de lo que las normas de la gerencia han decretado como admisible, no voy a darle la ilusión de que formamos parte de la misma conspiración sólo porque tengo un impermeable nuevo y me he bañado y afeitado esta mañana. En el ascensor, Vilma me pasa el dorso de las manos por las mejillas y me dice otra vez Mire que frías, con la misma jovialidad neutra con que podría mostrarme un paisaje a través de la ventanilla de un tren.
Vilma me invita a sentarme en un sillón, y a esperarla un ratomientras se toma un baño caliente. Yo obedezco, pero apenas se encierra en el cuarto de baño, me levanto y empiezo a pasearme por la pieza iluminada, amplia y bastante lujosa, en la que sus pertenencias, dispersas con cierto desorden, revelan sus entradas y salidas rápidas, entre dos conferencias del seminario o entre dos aperitivos. Una botella de gin, llena hasta mitad y dos vasos limpios reposan en una bandeja sobre el escritorio de patas torneadas adosado a la pared bajo la ventana, oculta detrás de una cortina crema, un poco más oscura que el tono marfilino de las paredes. Como la cama de matrimonio no está deshecha y los ceniceros de vidrio brillan limpios en los lugares convencionales que suelen ocupar en las habitaciones de hotel, deduzco que la mucama ha debido pasar mientras nosotros paseábamos en auto. En una de las mesas de luz hay una carpeta amarilla de Bizancio Libros y, del mismo lado, sobre la alfombra, un montoncito idéntico cerca de la cama, y en la otra mesa de luz, al lado del teléfono, un prospecto ilustrado del hotel que, sin saber al principio por qué, despierta mi interés, incitándome a agarrarlo y a sentarme otra vez en el sillón, estudiándolo.
La ilustración del prospecto es una fotografía standard de una pieza de hotel, idéntica a ésta en la que estoy en este momento, tomada desde una perspectiva muy semejante a la mía, de modo que reproduce, sin los objetos aleatorios de Vilma, lo que estoy viendo ahora, sentado en el sillón: la cama en primer plano, la mesa de luz con su velador, la puerta del baño, la pared con una ampliación fotográfica en colores que representa las cataratas del Iguazú, y una porción de la pared de enfrente, con la mesa de patas torneadas, la silla, y la cortina crema que oculta la ventana. Por hallarse más cerca del objetivo, la cama matrimonial es lo primero que llama la atención, y me entretengo unos segundos comparándola con la que aparece en la fotografía: es idéntica a ella, pero resulta difícil saber si es la misma o alguna de las camas innumerables, seguramente iguales a la que estoy viendo, instaladas en las otras habitaciones del hotel. Ahora comprendo que lo que ha despertado mi interés es la yuxtaposición del modelo y de su imagen, uno al lado de la otra, la cama inerte y maciza y su reproducción reducida en la fotografía en color, sin poder decidir cuál de las dos contiene a la otra, a menos que, separadas y de orden diferente para los sentidos, no se engloben mutuamente para el pensamiento en un reflejo sin fin como dos espejos contrapuestos. Paso las yemas de los dedos por la superficie lisa de la imagen impresa en el papel satinado del prospecto, y después, con el sentimiento de estar realizando un acto vagamente clandestino, me inclino un poco hacia adelante y, estirando el brazo, hago deslizar las yemas por la madera barnizada de la cama, y aunque la sensación difiere de la que me ha dejado la fotografía no es, a pesar de su evidente rugosidad, más convincente que la primera, en lo relativo a un supuesto aumento de realidad que debiera darse por probado. Una tercera cama, modelo inquebrantable de las dos e inaccesible a los sentidos, me viene a la memoria, pero la variedad sin medida de sus múltiples copias, con su procesión efímera de madera, hierro, telas, piedra, plumas, lana, tierra fría, apareciendo en mi mente con simultaneidad vertiginosa, barre en un instante la superstición del modelo único y la arrumba en el desván de lo irrazonable.
Vilma emerge envuelta en una salida de baño blanca y se para en medio de la pieza, mirándome.
– La naturaleza imita al arte -le digo.
Estoy por pensar que ha tomado mi cita por una galantería, pero su sonrisa, que ha comenzado de un modo convencional, cristaliza en una expresión enigmática, de la que no alcanzo a darme cuenta si es sonrisa, reminiscencia, reflexión o plan, o titilación interna sin mediación voluntaria y quizás sin imágenes, somnolencia sombría semejante a la de una casa vacía plantada en lo exterior con las ventanas cerradas.
A causa del cuello largo y blanco, y de los cabellos rubios retorcidos en hebras gruesas, me hace pensar más que nunca en las bellezas de Botticelli, un poco cursis a causa de su irrealidad justamente, bellezas genéricas como la gracia Voluptas o la Flora de la primavera, o Venus saliendo del mar como ella misma de su bañadera, demasiado consciente de los efectos destinados a procurar la impresión de lo bello, que tal vez corresponden a sus cánones ideales pero no necesariamente a los del observador, en quien la compulsión turbia de su propio deseo lo induce a buscar un objeto menos consciente de sí mismo y más aleatorio. Pero cuando deja caer, despacio, la salida de baño a sus pies y, con una sonrisa un poco más amplia y más enigmática que me llena de perplejidad, la pisotea un poco, con el pretexto quizás de secarse las plantas y los dedos, viendo enteramente el cuerpo blanco y el triángulo rubio del pubis, me viene a la memoria la ninfa Calatea cuyo nombre significa, literalmente, la muy blanca, y todas esas asociaciones mitológicas me sirven para traducir la impresión que me causa la desnudez de Vilma Lupo: algo al mismo tiempo pasado de moda e inmemorial, descalificándose un poco por haberse ofrecido a mí justamente y al mismo tiempo inaccesible a causa de su misterio y de su autonomía, despertando mi reticencia por el simple hecho de no ser mi propio cuerpo, y atrayéndome con la inexorabilidad de un polo magnético.
Desnudos, nos desplazamos con las rodillas en la cama buscando una
posición adecuada. Espere, no, así, murmura de tanto en tanto Vilma, mientras tratamos de acomodamos, rozándonos, frotándonos, juntándonos y volviéndonos a separar, hasta que, Vilma en cuatro patas, yo de rodillas detrás de ella, encontramos por fin el lugar óptimo, y me dispongo a pegarme a ella. El deseo, abolido en apariencia desde hace meses, ha vuelto a manifestarse con su obstinación habitual, ingobernable y sin finalidad precisa, convirtiéndome en el instrumento pasivo de la manía repetitiva del todo, mandándome a explorar, con la punta escarlata, caliente y ciega, que vibra impaciente y me arrastra con la fuerza de mil caballos, la noche orgánica que, con la misma independencia respecto a la voluntad de su portadora, late, se humedece y se abre para recibirme. Por juntarse, los dos fragmentos separados del rompecabezas, desplazándose uno hacia el otro más rápido que dos meteoros en la noche sideral, van dejando una estela de pena, de violencia, de traiciones, sin lograr a pesar de todo que, cuando enganchan, cuando los dos fragmentos se encastran por fin uno en el otro, el diseño sea más claro y la razón de ser de ese viaje vertiginoso adquiera algún sentido. Que me cuelguen si por el contrario ahora que estoy adentro, oyendo vagamente los gemidos de Vilma que me llegan remotos, por entre mis propios bramidos, como si vinieran de una estrella muerta, no percibo que, en lugar de alcanzar una supuesta unidad, las dos partes que se frotan no constituyen, a causa de la privacidad absoluta de sus sensaciones, dos universos diferentes, irreducibles uno al otro y mutuamente incomprensibles, englobando cada uno por su lado la totalidad de lo que existe, y que apenas si se tocan por ese punto de carne húmeda y tibia, como por el punto que tienen de común dos circunferencias tangentes. Como a medida que la grupa de Vilma se yergue su cabeza se hunde contra la sobrecama, de modo que su espalda forma un declive pronunciado hacia la nuca en la que se sacuden las hebras gruesas y retorcidas de sus cabellos mojados puedo ver, sobre la mesa de luz, antes de entrecerrar los ojos a causa de la presión creciente del orgasmo, la carpeta amarilla de Bizancio, yaciendo en un mundo arcaico y olvidado, y la última gota no ha terminado de brotar que, igual que si hubiese sido programado en función de ella, suena, inesperado, el teléfono. Vilma lo deja sonar tres o cuatro veces antes de atender.
– Ah, qué buena sorpresa -dice. – ¿Cómo encontró Rosario? ¿Siempre en el mismo lugar?
– Todo anduvo perfecto esta mañana, y esta tarde nuestro amigo Tomatis me sacó nomás a pasear. Fue espléndido a pesar del mal tiempo. Todo está arreglado para mañana, no se preocupe. Los medios están informados, y es casi seguro que tendremos la televisión. Y usted cuándo llega: ¿mañana a las diez? ¿Quiere que lo vaya a buscar? Ya sabe que soy su esclava. Regio, regio. Lo espero en el hotel entonces, con el desayuno. Le mando un beso. Hasta mañana.
Vilma cuelga y me mira.
– Alfonso -dice. -Llega mañana a las diez, para el lunch. Es un ángel.
– Estoy seguro -le digo. -¿De qué clase son sus relaciones con él?
– ¿Recién ahora se le ocurre preguntarlo? -dice Vilma con cierto desdén, mientras se da vuelta hacia la mesa de luz buscando el encendedor y los cigarrillos, como si quisiera dar a entender que el tema no es lo bastante importante para ella y que en cambio el interés que parece despertar en mí me descalificara ligeramente. Como en los cinco minutos que acaban de transcurrir en silencio, ha fumado plácida el mismo cigarrillo, sin olvidárselo en el cenicero para encender otro casi inmediatamente, deduzco que su respuesta, que ha dejado traslucir cierta reprobación, ha sido más una lección abstracta de moral -y probablemente de una moral a la que ella no adhiere- que la expresión de algún sentimiento o emoción que tenga que ver con nuestras relaciones. Y ahora que han transcurrido más o menos dos minutos más, Vilma, dejando deslizar con indiferencia su mirada por el cielorraso blanco, dice que Alfonso es el hombre más bueno del mundo – loco como una cabra eso sí- y que sería un error grosero de mi parte desconfiar de él o no tomar en serio sus proyectos. Alfonso ha puesto muchas esperanzas en mi persona, y cuenta conmigo para el artículo contra Walter Bueno y, dentro de unos meses, para la dirección de la revista. No debo confundirme, a pesar de su agitación permanente y de su propensión alcohólica, dice Vilma, Alfonso es una luz para los negocios, y ella, Vilma, tiene la impresión de que ha sufrido mucho en la vida y que, por ejemplo, nunca se repuso completamente de la muerte de Blanca -Vilma la llama por su nombre como si la hubiese conocido. Mucha gente en Rosario afirma que se suicidó, pero la versión de Alfonso es que fue víctima de un accidente doméstico, y que tomó veneno creyendo que era bicarbonato. Del período Walter Bueno ella, Vilma, no sabe nada, pero le parece obvio que, siendo lo que es, La brisa en el trigo no puede constituir de ningún modo una referencia. Alguien que no escribe bien, dice Vilma, no puede transmitir nada verdadero. En cuanto a ella, a Vilma, dice, ¿vale realmente la pena contar que se casó a los dieciocho años con el hijo de un industrial rosarino, que al año siguiente ya se había separado y que seis meses más tarde se había ido a vivir a Europa -Londres y Roma principalmente- y que, harta de los europeos, se había vuelto el año pasado para instalarse otra vez en Rosario? No, dice Vilma, no vale la pena. Mejor cuénteme algo usted. A ver, ¿en qué está trabajando?
– Será en otra ocasión -le digo, saliendo de la cama.
– ¿Ya me abandona? -dice Vilma. -Pensé que cenábamos otra vez juntos.
– Hoy sí que no puedo -le digo. -Pero nos vemos mañana a mediodía.
– Lo mato si no viene -dice Vilma, con total indolencia, mirando distraída a su alrededor como si estuviese buscando en qué ocuparse cuando yo haya salido.
Ya es bien de noche. Dejando atrás la entrada embanderada del hotel, me aventuro en la vereda con paso rápido, pegándome a la pared para protegerme de la lluvia, que es menos densa ahora que hace un rato, cuando llegamos en auto desde la costa. Como pronto va a ser la hora de la cena, o quizás a causa de la lluvia, o de los tiempos que corren probablemente, las calles están desiertas, y apenas si cruzo tres o cuatro coches y unos pocos transeúntes durante las cinco o seis cuadras que me separan de mi casa, y cuando estoy subiendo las escaleras, sacudiéndome el agua de lluvia del pelo y de los hombros del impermeable que me empiezo a desabrochar, puedo oír que en la televisión, en las primeras informaciones de la noche, están comentando la, como la llaman ellos, misa solemne de esta mañana.
De modo que cuando desemboco en el living puedo ver al general Negri que, en la primera fila de bancos, se persigna de cara al altar, en su uniforme de ceremonia, más convencido más que seguro queyo mismo de que ninguna presencia habita el altar, el recinto enterode la iglesia, el universo, que no hay otra cosa que el flujo a la vez continuo y discontinuo, neutro y arcaico, cuajando de tanto en tanto en formas tercamente repetitivas que, a causa de su absurda obcecación por durar se exponen, aguijoneándolo incluso a veces, en conflicto con la pretensión de su propio deseo, contradictorias, al tormento. Pero el living está vacío, y las imágenes coloreadas que se suceden mediante saltos luminosos que vibran en la semipenumbra entibiada por el calor de la estufa, fluyen a su vez para nadie, del mismo modo que las vibraciones sonoras del televisor, idénticas a las que deben estar resonando en todos los livings de todas las casas de la ciudad y quizás de la región, a su vez flujo electrónico continuo y discontinuo al mismo tiempo, no más habitado que el otro más grande que lo incluye, de sentido o de plan, pero igualmente distante a pesar de su proximidad ilusoria, irreal e inaccesible.
Brusca, mi hermana sale de su dormitorio.
– Justo acaba de llamar Alicia -dice. -Quiere hablarte.
Cuando me lo pasa, el teléfono está tibio, de modo que deduzco que mi hermana ha estado hablando un buen rato, con Haydée quizás, antes de conversar con Alicia.
– A que adivino lo que me vas a decir -le digo a Alicia. -Que no tengo que olvidarme de ir a buscarte mañana.
– Sí -dice Alicia, con tono severo.
– No me había olvidado -le digo. -No valía la pena llamar todos los días.
– Sí valía -dice Alicia.
– Bueno, valía entonces -le digo.
– A las siete en punto -me dice. -Un beso. Y cuelga. Su severidad ostentosa, bastante cómica en definitiva, me deja sin embargo una impresión de fragilidad a la que ella misma, estoy seguro, es ajena, pero me doy cuenta, cuando entro en la cocina iluminada, de que a pesar de todo ha logrado comunicarle esa ansiedad a mi hermana.
– Por favor no te vayas a olvidar -me dice.
Ahora que hemos terminado de comer y que sabe que me dispongo a subir a mi cuarto me lo repite, riéndose esta vez, como si la ansiedad de que ha sido contagiada, semejante a un alcohol liviano de efectos poco duraderos, ya se estuviese disipando. La oigo canturrear en voz baja mientras subo, en la oscuridad lluviosa, la escalera de la terraza hasta que por fin, cuando estoy arriba, caminando como de costumbre en la negrura hacia mi cuarto, ningún sonido me llega desde abajo. Me siento, por dentro y por fuera, compacto, apretado, tranquilo, bien exterior, hendiendo con mi cuerpo el aire negro y helado, la luz de adentro brillando fija y firme, un poco más clara que de costumbre, bien presente entre las cosas del mundo que, a pesar de haber sido borradas por la noche, no están menos apostadas a mi alrededor en su lugar de siempre, viajando en mi compañía, por un tiempo todavía, en el interior del inmenso desplazamiento. Y ahora, sentado ante el escritorio, después de haber empujado hacia el borde la carpeta amarilla de Bizancio, la página del diario con mi artículo, el ejemplar ajado de La brisa en el trigo lleno de anotaciones marginales y de rayas rojas, azules, verdes y violetas, abro la carpeta color ladrillo, estudio durante un rato los manuscritos y sacando una hoja blanca, me pongo a copiar.
THE BLACK HOLE
El astrónomo ausculta el firmamento
explorando tenaz un agujero
por el que, hervor vertiginoso y lento,
pasa al no ser el universo entero.
Olvidado de sí, paciente, atento
a la espiral de ese resumidero,
no oye soplar contra su nuca el viento
de un maélstrom más hondo que el primero.
Es cierto que el espacio es espesura
y el tiempo esfinge donde el mundo aflora
para un chisporroteo que no dura.
El que lo sabe sin embargo ignora
que, mas grande, lo acecha otra negrura
la que en sí mismo se abre y lo devora.
Me desvisto despacio y, apagando la luz, en la penumbra rojiza a causa de la resistencia eléctrica, me meto entre las sábanas frías y, cuando apoyo la cabeza en la almohada, me vienen a la memoria, porque sí, inconexos y vacíos de toda presencia humana, los lugares que he recorrido durante el día, desfile autónomo y sin orden lógico, demorándose en mí, de un mundo del que ya estoy ausente. Y, poco a poco, anticipando el sueño que se avecina, empiezan a intercalarse entre esas imágenes de las que tal vez, empleando una dialéctica sutil, podría probar su origen empírico, otras de las que es imposible determinar la fuente, paisajes desconocidos y grises que no tienen existencia real en ningún punto del tiempo o del espacio y que son tan intensos y nítidos como los lugares más familiares.
Que me cuelguen si ahora Bueno padre no está esculpiendo mi estatua en una posición demasiado teatral, excesivamente erguido y solemne, de la que me avergüenzo un poco, lo que no me impide discurrir con cierta pedantería, mientras estoy posando, sobre el punto y la línea: según mis ideas rebuscadas a las que Bueno padre, mientras trabaja, no les presta la menor atención, el mundo está compuesto exclusivamente de puntos y de líneas porque es a la vez continuo y discontinuo: el punto representa el espacio y línea el tiempo, y pontifico con delectación sobre la línea de puntos, sobre los átomos como puntos, sobre la frase considerada como una línea y el punto que la termina y la separa de las otras. Pero por más que me esmero en atraer su atención, Bueno padre sigue trabajando en mi estatua demasiado erguida y teatral, y parece ignorar a propósito mi discurso, con una sonrisa abstraída y ligeramente burlona, como si hubiese reconocido en mi discurso pedante una maniobra de seducción. Tratando de despertar por fin su interés, cambio de tema y empiezo a hablar del número dieciocho, afirmando que nadie en realidad sabe lo que es el número dieciocho, que conoce los signos que lo denotan, pero que de la cantidad en sí no sabemos nada, cuando unos ruidos extraños que parecen provenir de la habitación de al lado, empiezan a inquietarme. Ahora Bueno padre y la estatua han desaparecido y yo estoy inmovilizado en una camilla, en la penumbra, con una luz intermitente, fuerte, que me da en los ojos.
De tanto en tanto, se oye un golpe que es, me doy cuenta sin verlo, el hacha del verdugo, y un ruido múltiple de pasos que son los de una muchedumbre. La luz es un instrumento de tortura, y los golpes del hacha suenan cada vez más fuerte, como si el verdugo estuviera aproximándose, y, a cada golpe, el rumor de pasos se acrecienta también, como si, al oír los golpes del hacha, la muchedumbre tratara, sin conseguirlo, de dispersarse. Adivinando que el verdugo se aproxima, y que debe haber muchas otras camillas como la mía, en las que el verdugo, al pasar, va ejecutando a los prisioneros extendidos, empiezo a forcejear tratando de liberarme, y como no lo consigo, me pongo a gritar, hasta que abro por fin los ojos: la luz que me tortura, intermitente, es la de la mañana, que penetra por la puerta entreabierta; los golpes del verdugo, los de la puerta que choca, movida por el viento, contra el marco, y los pasos de la muchedumbre espantada, la lluvia que golpea contra los vidrios de la ventana.
Por extraño que parezca después de un sueño semejante, me siento más bien eufórico, liviano, cuando salgo de la cama, por primera vez después de meses y meses, y bajo casi corriendo las escaleras a través de la lluvia, en dirección al cuarto de baño. Mi hermana, en cambio, se pasea silenciosa, un poco desorientada al parecer, por la casa en penumbras, en la que no brilla más que el fluorescente de la cocina: algún sueño tal vez que ha tenido anoche, olvidado al despertar sin duda porque de otro modo ya hubiese estado contándomelo y que, reactivando asociaciones que ella misma ignora, reminiscencias confusas de una región adversa y crepuscular, tiñendo sus emociones y arañando sus terminaciones nerviosas, la tironean esta mañana de un modo casi imperceptible hacia lo oscuro. Pero cuando vengo a tomar con ella unos mates en la cocina parece estar un poco mejor, y únicamente se ensombrece un poco cuando le digo que no volveré para el almuerzo. Sabiendo que no va a aceptar, le propongo acompañarme al hotel Iguazú. Hace por lo menos treinta años que no vamos juntos a ningún lado.
– Otro día -me dice. Hoy no puedo.
No hay ninguna reprobación en su negativa, y su convicción íntima de que mi vida entera ha sido un error ya irrecuperable, es más para ella un motivo de preocupación que de resentimiento. De modo que ahora que estoy poniéndome el impermeable y recogiendo el paraguas, preparándome para salir, es pensando más que seguro en mi propio bien que, con el tono que hubiese podido emplear nuestra madre muchos años atrás, me dice:
– No te olvides de ir a buscar a Alicia esta noche. Sacudo riéndome la cabeza mientras bajo las escaleras.
– No me olvido -le digo.
Ya no llueve, pero la oscuridad reconcentrada del cielo, gris verdosa, en el mediodía de invierno, anuncia agua para dentro de poco.
Como acaban de cerrar los negocios, hay bastante gente en la calle, y como es evidente que esa gente está volviendo a su casa para almorzar y descansar un rato mirando las informaciones de la una en la televisión, tengo la impresión, durante algunos segundos, de estar haciendo exactamente lo contrario de lo que hacen mis contemporáneos, lo que me produce una euforia sarcástica, pero un par de cuadras más adelante algo vacila en mi interior, como si la unidad recobrada comenzara otra vez a resquebrajarse y, sin siquiera proponérmelo, empiezo a caminar cada vez más despacio, hasta que me quedo parado, inmóvil, en medio de la vereda: qué hacer ahora, dónde ir, qué es todo esto que me rodea, y las preguntas, que se formulan solas, no surgen de ningún vértigo ni están acompañadas por ningún estremecimiento, pero tampoco podría hablar de calma; es una simple adecuación a la extrañeza neutra del mundo que, en este instante y en ningún otro, acaba de depositar ante mí, por puro azar, la evidencia. En el cuadrilátero líquido que se ha formado en la vereda, donde faltan cuatro baldosas, el cielo gris, el aire gris a mi alrededor, adensándose, se reflejan, a mis pies, de modo que inclinándome ligeramente hacia adelante, puedo contemplar, al mismo tiempo familiar y remota como todo lo existente, mi propia imagen.
El "portero negro" me abre la puerta vidriera, bajo la entrada embanderada del hotel, y cuando doy los primeros pasos por el hall, compruebo que la proliferación de carpetas amarillas ha ganado la mesita baja de vidrio colocada frente a unos sillones de cuero, y hasta el mostrador del conserje – no es el mismo de anoche- que me indica el salón Capri cuando le pregunto por el cóctel de Bizancio. La ocupación, en el sentido casi militar del término, del hotel por la distribuidora parece completa, porque cuando empiezo a recorrer los pasillos que llevan al salón Capri, cruzo un par de aspirantes a vendedores, cada uno con su respectiva carpeta amarilla bajo el brazo. El pasillo final, que es un poco más ancho que los anteriores, en el entrepiso, es en realidad una especie de antesala del salón, con su doble puerta tapizada de cuero claro, té con leche quizás, del mismo color que la alfombra, y la mesita de patas torneadas sobre la que pululan las carpetas amarillas. Un hombre y una mujer, cada uno con una copa en la mano, conversan contemplándose al mismo tiempo en el espejo colgado encima de la mesita. Ni siquiera me miran cuando paso junto a ellos -tal vez me han observado con disimulo a través del espejo- y, empujando una de las hojas de la puerta, entro en el salón.
Que me cuelguen si hubiese podido imaginar la capacidad organizativa de Vilma y de Alfonso. Hay por lo menos ochenta personas en el salón Capri, y todo el mundo parece a sus anchas, conversando en pequeños grupos alrededor de las mesas servidas, mientras los sacos blancos de los mozos se deslizan, ceremoniosos y ágiles, entre ellos. Las mesas están cubiertas de sandwiches de miga, de canapés multicolores, y de masas diminutas dispuestas artísticamente sobre las bandejas. En los extremos hay grandes ramos de flores. El rumor de las voces llena todo el salón, amplificándose al chocar contra el cielorraso y regresar a los oídos de los que las profieren. Sobre las sillas, en las esquinas de las mesas, bajo los brazos, sobresaliendo de los bolsillos enrolladas en cilindro, las carpetas amarillas, manchas vivas y geométricas que resaltan contra las vestimentas oscuras, parecen ser el denominador común o el único sentido legible del desorden indolente que reina en el salón. De tanto en tanto, los flashes de algunos fotógrafos relampaguean, y un cameraman, asistido por un ayudante que lo sostiene por la cintura, se pasea entre los asistentes con una cámara apoyada en el hombro, el ojo puesto en el visor. Es un equipo móvil de la televisión local. Avanzando unos pasos, empiezo a distinguir muchas caras conocidas entre los asistentes: dos o tres colegas del diario, tres o cuatro representantes de la Sociedad de Escritores, mi amigo Héctor, pintor suprematista que conversa con el gerente del Banco Provincial, y que es el primero que me reconoce ya que, sin dejar de hablar, me saluda alzando la copa que tiene en la mano. Reconozco a un corredor de autos y a la animadora de un programa infantil en la televisión, tres o cuatro profesores universitarios y algunos miembros del coro de la provincia, incluido el director. Una pareja de psicoanalistas, marido y mujer, amigos de Haydée, comen sanwiches de miga junto a una de las mesas y conversan con expresión seria, ignorando a los demás. Deduzco que entre los muchos desconocidos debe haber cardiólogos, ejecutivos, comentaristas deportivos, soplones del ejército. Estoy por internarme entre los asistentes, cuando una hilera de sillas arrimada a la pared atrae mi atención, de modo que giro hacia la izquierda y me acerco a contemplarlas. Como la gerencia del hotel no debe haberles permitido colgarlos para que no se hagan agujeros en la pared -únicamente la inevitable ampliación en color de las cataratas merece ese privilegio- una serie de retratos fotográficos de gran tamaño, en blanco y negro, está expuesta para decorar la recepción, la base del marco apoyada en el asiento de la silla y la parte superior contra el respaldo: son las fotografías de los autores faro de Bizancio Libros: Agatha Christie, André Maurois, Manuel Calvez, Morris West, Pearl S. Buck, Vicky Baum, pero sobre todo, en el medio, sobresaliendo gracias a una ampliación un tercio más grande que las demás, Somerset Maugham, la estrella indiscutible de la recepción, ostentando la altanería amarga propia del genio de cuarto orden que se adjudica, con modestia calculada, el segundo, sin abstenerse de cosechar los beneficios que solo deberían corresponder, en un mundo un poco más sensato, únicamente al primero.
Un golpecito en el hombro me sobresalta y, cuando me doy vuelta me topo, a quince centímetros de mi cara, con la calva reluciente, el bigote movedizo y entrecano, los ojitos afligidos de Alfonso que me auscultan, ansiosos y húmedos, a pesar del tono jovial con que inicia la conversación.
– ¿Vio el éxito? -dice.
– Parece un casamiento -le digo.
– Algo de eso hay -dice Alfonso. -Y según usted, ¿quién sería el novio?
– Todavía no estoy seguro -le digo. -Pero allá está la novia.
Vilma Lupo conversa con un hombre joven, bien vestido, o mejor dicho lo escucha hablar con satisfacción evidente, con su eterna semisonrisa, los cabellos rubios recogidos en una cola de caballo y tan absorta y encantada por lo que está oyendo que, sin darse cuenta, y con un placer un poco nervioso, se da a sí misma besitos en el dorso de la mano.
– Qué perspicacia -dice Alfonso. Justamente, tengo algunos proyectos en ese sentido.
– No me cabía la menor duda -le digo.
Me escruta. En sus ojitos que destilan aflicción, y que dejan entrever más que otros, a pesar de su luminosidad superficial, la negrura sin fondo de la que proviene toda mirada, hay algo contradictorio en relación con lo que nos rodea, el gran ruido exterior que, incesante, o continuamente renovado más bien, resuena sin necesidad aparente, se adelgaza y por fin se esfuma. Girando un poco la cabeza Vilma nos descubre, ensancha de un modo exagerado su sonrisa, mostrando agrado y sorpresa al mismo tiempo y, diciéndole algo a su interlocutor, se acerca rápido hacia nosotros.
– Ahora la fiesta está completa -dice al llegar.
– Acaba de empezar con su llegada -me dice Alfonso.
Se ríen. Les basta una fracción de segundo, un cruce rapidísimo de miradas, para instalar el dispositivo, ese sistema que sobrepasa la suma de los dos, y que me excluye, arrumbándome en una especie de inexistencia fugaz, remota, mineral, semejante a la de una piedra enterrada desde el comienzo del tiempo, pero inmediatamente después, apenas el pacto ha sido sellado, me encaran de nuevo, con la misma sonrisa jovial, se cuelgan de mí, cada uno de un brazo, y me arrastran hacia los invitados que conversan, reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, se ríen, comen y toman, hasta que me depositan, soltándome, junto a una de las mesas.
– ¿Qué le pido? -dice Alfonso. -¿Un agua mineral?
– No -le digo con lentitud, habiendo pensado bien mi decisión. Algo un poco más fuerte.