I. Mexicanos perdidos en México (1975)

2 de noviembre


He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.


3 de noviembre


No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse. Hasta entonces yo había asistido cuatro veces al taller y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado siempre ocurrían cosas: leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.

El método era el idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor.

Por otra parte no puedo decir que Álamo fuera un buen crítico, aunque siempre hablaba de la crítica. Ahora creo que hablaba por hablar. Sabía lo que era una perífrasis, no muy bien, pero lo sabia. No sabía, sin embargo, lo que era una pentapodia (que, como todo el mundo sabe, en la métrica clásica es un sistema de cinco pies), tampoco sabía lo que era un nicárqueo (que es un verso parecido al falecio), ni lo que era un tetrástico (que es una estrofa de cuatro versos). ¿Que cómo sé que no lo sabía? Porque cometí el error, el primer día de taller, de preguntárselo. No sé en qué estaría pensando. El único poeta mexicano que sabe de memoria estas cosas es Octavio Paz (nuestro gran enemigo), el resto no tiene ni idea, al menos eso fue lo que me dijo Ulises Lima minutos después de que yo me sumara y fuera amistosamente aceptado en las filas del realismo visceral. Hacerle esas preguntas a Álamo fue, como no tardé en comprobarlo, una prueba de mi falta de tacto. Al principio pensé que la sonrisa que me dedicó era de admiración. Luego me di cuenta que más bien era de desprecio. Los poetas mexicanos (supongo que los poetas en general) detestan que se les recuerde su ignorancia. Pero yo no me arredré y después de que me destrozara un par de poemas en la segunda sesión a la que asistía, le pregunté si sabía qué era un rispetto. Álamo pensó que yo le exigía respeto para mis poesías y se largó a hablar de la crítica objetiva (para variar), que es un campo de minas por donde debe transitar todo joven poeta, etcétera, pero no lo dejé proseguir y tras aclararle que nunca en mi corta vida había solicitado respeto para mis pobres creaciones volví a formularle la pregunta, esta vez intentando vocalizar con la mayor claridad posible.

– No me vengas con chingaderas, García Madero -dijo Álamo.

– Un rispetto, querido maestro, es un tipo de poesía lírica, amorosa para ser más exactos, semejante al strambotto, que tiene seis u ocho endecasílabos, los cuatro primeros con forma de serventesio y los siguientes construidos en pareados. Por ejemplo… -y ya me disponía a darle uno o dos ejemplos cuando Álamo se levantó de un salto y dio por terminada la discusión. Lo que ocurrió después es brumoso (aunque yo tengo buena memoria): recuerdo la risa de Álamo y las risas de los cuatro o cinco compañeros de taller, posiblemente celebrando un chiste a costa mía.

Otro, en mi lugar, no hubiera vuelto a poner los pies en el taller, pero pese a mis infaustos recuerdos (o a la ausencia de recuerdos, para el caso tan infausta o más que la retención mnemotécnica de éstos) a la semana siguiente estaba allí, puntual como siempre.

Creo que fue el destino el que me hizo volver. Era mi quinta sesión en el taller de Álamo (pero bien pudo ser la octava o la novena, últimamente he notado que el tiempo se pliega o se estira a su arbitrio) y la tensión, la corriente alterna de la tragedia se mascaba en el aire sin que nadie acertara a explicar a qué era debido. Para empezar, estábamos todos, los siete aprendices de poetas inscritos inicialmente, algo que no había sucedido en las sesiones precedentes. También: estábamos nerviosos. El mismo Álamo, de común tan tranquilo, no las tenía todas consigo. Por un momento pensé que tal vez había ocurrido algo en la universidad, una balacera en el campus de la que yo no me hubiera enterado, una huelga sorpresa, el asesinato del decano de la facultad, el secuestro de algún profesor de Filosofía o algo por el estilo. Pero nada de esto había sucedido y la verdad era que nadie tenía motivos para estar nervioso. Al menos, objetivamente nadie tenía motivos. Pero la poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito. (Estos animales son las serpientes, los gusanos, las ratas y algunos pájaros.) Lo que sucedió a continuación fue atropellado pero dotado de algo que a riesgo de ser cursi me atrevería a llamar maravilloso. Llegaron dos poetas real visceralistas y Álamo, a regañadientes, nos los presentó aunque sólo a uno de ellos conocía personalmente, al otro lo conocía de oídas o le sonaba su nombre o alguien le había hablado de él, pero igual nos lo presentó.

No sé qué buscaban ellos allí. La visita parecía de naturaleza claramente beligerante, aunque no exenta de un matiz propagandístico y proselitista. Al principio los real visceralistas se mantuvieron callados o discretos. Álamo, a su vez, adoptó una postura diplomática, levemente irónica, de esperar los acontecimientos, pero poco a poco, ante la timidez de los extraños, se fue envalentonando y al cabo de media hora el taller ya era el mismo de siempre. Entonces comenzó la batalla. Los real visceralistas pusieron en entredicho el sistema crítico que manejaba Álamo; éste, a su vez, trató a los real visceralistas de surrealistas de pacotilla y de falsos marxistas, siendo apoyado en el embate por cinco miembros del taller, es decir todos menos un chavo muy delgado que siempre iba con un libro de Lewis Carroll y que casi nunca hablaba, y yo, actitud que con toda franqueza me dejó sorprendido, pues los que apoyaban con tanto ardimiento a Álamo eran los mismos que recibían en actitud estoica sus críticas implacables y que ahora se revelaban (algo que me pareció sorprendente) como sus más fieles defensores. En ese momento decidí poner mi grano de arena y acusé a Álamo de no tener idea de lo que era un rispetto; paladinamente los real visceralistas reconocieron que ellos tampoco sabían lo que era pero mi observación les pareció pertinente y así lo expresaron; uno de ellos me preguntó qué edad tenía, yo dije que diecisiete años e intenté explicar una vez más lo que era un rispetto; Álamo estaba rojo de rabia; los miembros del taller me acusaron de pedante (uno dijo que yo era un academicista); los real visceralistas me defendieron; ya lanzado, le pregunté a Álamo y al taller en general si por lo menos se acordaban de lo que era un nicárqueo o un tetrástico. Y nadie supo responderme.

La discusión no acabó, contra lo que yo esperaba, en una madriza general. Tengo que reconocer que me hubiera encantado. Y aunque uno de los miembros del taller le prometió a Ulises Lima que algún día le iba a romper la cara, al final no pasó nada, quiero decir nada violento, aunque yo reaccioné a la amenaza (que, repito, no iba dirigida contra mí) asegurándole al amenazador que me tenía a su entera disposición en cualquier rincón del campus, en el día y a la hora que quisiera.

El cierre de la velada fue sorprendente. Álamo desafió a Ulises Lima a que leyera uno de sus poemas. Éste no se hizo de rogar y sacó de un bolsillo de la chamarra unos papeles sucios y arrugados. Qué horror, pensé, este pendejo se ha metido él solo en la boca del lobo. Creo que cerré los ojos de pura vergüenza ajena. Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear. Para mí aquél era uno de estos últimos. Cerré los ojos, como ya dije, y oí carraspear a Lima. Oí el silencio (si eso es posible, aunque lo dudo) algo incómodo que se fue haciendo a su alrededor. Y finalmente oí su voz que leía el mejor poema que yo jamás había escuchado. Después Arturo Belano se levantó y dijo que andaban buscando poetas que quisieran participar en la revista que los real visceralistas pensaban sacar. A todos les hubiera gustado apuntarse, pero después de la discusión se sentían algo corridos y nadie abrió la boca. Cuando el taller terminó (más tarde de lo usual) me fui con ellos hasta la parada de camiones. Era demasiado tarde. Ya no pasaba ninguno, así que decidimos tomar juntos un pesero hasta Reforma y de allí nos fuimos caminando hasta un bar de la calle Bucareli en donde estuvimos hasta muy tarde hablando de poesía.

En claro no saqué muchas cosas. El nombre del grupo de alguna manera es una broma y de alguna manera es algo completamente en serio. Creo que hace muchos años hubo un grupo vanguardista mexicano llamado los real visceralistas, pero no sé si fueron escritores o pintores o periodistas o revolucionarios. Estuvieron activos, tampoco lo tengo muy claro, en la década de los veinte o de los treinta. Por descontado, nunca había oído hablar de ese grupo, pero esto es achacable a mi ignorancia en asuntos literarios (todos los libros del mundo están esperando a que los lea). Según Arturo Belano, los real visceralistas se perdieron en el desierto de Sonora. Después mencionaron a una tal Cesárea Tinajero o Tinaja, no lo recuerdo, creo que por entonces yo discutía a gritos con un mesero por unas botellas de cerveza, y hablaron de las Poesías del Conde de Lautréamont, algo en las Poesías relacionado con la tal Tinajero, y después Lima hizo una aseveración misteriosa. Según él, los actuales real visceralistas caminaban hacia atrás. ¿Cómo hacia atrás?, pregunté.

– De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido.

Dije que me parecía perfecto caminar de esa manera, aunque en realidad no entendí nada. Bien pensado, es la peor forma de caminar.

Más tarde llegaron otros poetas, algunos real visceralistas, otros no, y la barahúnda se hizo imposible. Por un momento pensé que Belano y Lima se habían olvidado de mí, ocupados en platicar con cuanto personaje estrafalario se acercaba a nuestra mesa, pero cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No dijeron «grupo» o «movimiento», dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y después cantamos una canción ranchera. Eso fue todo. La letra de la canción hablaba de los pueblos perdidos del norte y de los ojos de una mujer. Antes de ponerme a vomitar en la calle les pregunté si ésos eran los ojos de Cesárea Tinajero. Belano y Lima me miraron y dijeron que sin duda yo ya era un real visceralista y que juntos íbamos a cambiar la poesía latinoamericana. A las seis de la mañana tomé otro pesero, esta vez solo, que me trajo hasta la colonia Lindavista, donde vivo. Hoy no fui a la universidad. He pasado todo el día encerrado en mi habitación escribiendo poemas.


4 de noviembre


Volví al bar de la calle Bucareli pero los real visceralistas no han aparecido. Mientras los esperaba me dediqué a leer y a escribir. Los habituales del bar, un grupo de borrachos silenciosos y más bien patibularios, no me quitaron la vista de encima.

Resultado de cinco horas de espera: cuatro cervezas, cuatro tequilas, un plato de sopes que dejé a medias (estaban semipodridos), lectura completa del último libro de poemas de Álamo (que llevé expresamente para burlarme de él con mis nuevos amigos), siete textos escritos a la manera de Ulises Lima (el primero sobre los sopes que olían a ataúd, el segundo sobre la universidad: la veía destruida, el tercero sobre la universidad: yo corría desnudo en medio de una multitud de zombis, el cuarto sobre la luna del DF, el quinto sobre un cantante muerto, el sexto sobre una sociedad secreta que vivía bajo las cloacas de Chapultepec, y el séptimo sobre un libro perdido y sobre la amistad) o más exactamente a la manera del único poema que conozco de Ulises Lima y que no leí sino que escuché, y una sensación física y espiritual de soledad.

Un par de borrachos intentaron meterse conmigo pero pese a mi edad tengo suficiente carácter como para plantarle cara a cualquiera. Una mesera (se llama Brígida, según supe, y decía recordarme de la noche que pasé allí con Belano y Lima) me acarició el pelo. Fue una caricia como al descuido, mientras iba a atender otra mesa. Después se sentó un rato conmigo e insinuó que tenía el pelo demasiado largo. Era simpática pero preferí no contestarle. A las tres de la mañana volví a casa. Los real visceralistas no aparecieron. ¿No los volveré a ver más?


5 de noviembre


Sin noticias de mis amigos. Desde hace dos días no voy a la facultad. Tampoco pienso volver al taller de Álamo. Esta tarde fui otra vez al Encrucijada Veracruzana (el bar de Bucareli) pero ni rastro de los real visceralistas. Es curioso: las mutaciones que sufre un establecimiento de esta naturaleza visitado por la tarde o por la noche e incluso por la mañana. Cualquiera diría que se trata de bares diferentes. Esta tarde el local parecía mucho más cochambroso de lo que en realidad es. Los personajes patibularios de la noche aún no hacen acto de presencia, la clientela es, cómo diría, más huidiza, más transparente, también más pacífica. Tres oficinistas de baja estofa, probablemente funcionarios, completamente borrachos, un vendedor de huevos de caguama con la cestita vacía, dos estudiantes de prepa, un señor canoso sentado a una mesa comiendo enchiladas. Las meseras también son diferentes. A las tres de hoy no las conocía aunque una de ellas se me acercó y me dijo de golpe: tú debes ser el poeta. La afirmación me turbó pero también, debo reconocerlo, me halagó.

– Sí, señorita, soy poeta, ¿pero usted cómo lo sabe?

– Brígida me habló de ti.

¡Brígida, la camarera!

– ¿Y qué fue lo que te dijo? -dije sin atreverme todavía a tutearla.

– Pues que escribías unas poesías muy bonitas.

– Eso ella no puede saberlo. Nunca ha leído nada mío -dije ruborizándome un poco pero cada vez más satisfecho del giro que iba tomando la conversación. También pensé que Brígida sí pudo haber leído algunos de mis versos: ¡por encima de mi hombro! Esto ya no me gustó tanto.

La camarera (de nombre Rosario) me preguntó si le podía hacer un favor. Hubiera debido decir «depende», como me ha enseñado (hasta la extenuación) mi tío, pero yo soy así y dije órale, de qué se trata.

– Me gustaría que me hicieras una poesía -dijo.

– Eso está hecho. Cualquier día de éstos te la hago -dije tuteándola por primera vez y ya embalado pidiéndole que me trajera otro tequila.

– Yo te invito la copa -dijo ella-. Pero la poesía me la haces ahora.

Intenté explicarle que un poema no se escribía así como así.

– ¿Y a qué se debe tanta prisa?

La explicación que me dio fue un tanto vaga; según parece se trataba de una promesa hecha a la Virgen de Guadalupe, algo relacionado con la salud de alguien, un familiar muy querido y muy añorado que había desaparecido y vuelto a aparecer. ¿Pero qué pintaba un poema en todo eso? Por un instante pensé que había bebido demasiado, que llevaba muchas horas sin comer y que el alcohol y el hambre me estaban desconectando de la realidad. Pero luego pensé que no era para tanto. Precisamente una de las premisas para escribir poesía preconizadas por el realismo visceral, si mal no recuerdo (aunque la verdad es que no pondría la mano en el fuego), era la desconexión transitoria con cierto tipo de realidad. Sea como sea lo cierto es que a aquella hora los clientes en el bar escaseaban, por lo que las otras dos camareras poco a poco se fueron acercando a mi mesa y ahora me hallaba rodeado en una posición aparentemente inocente (realmente inocente) pero que a cualquier espectador no avisado, un policía, por ejemplo, no se lo parecería: un estudiante sentado y tres mujeres de pie a su lado, una de ellas rozando su hombro y brazo izquierdos con su cadera derecha, las otras dos con los muslos pegados al borde de la mesa (borde que seguramente dejaría marcas en esos muslos), sosteniendo una inocente conversación literaria pero que, vista desde la puerta, podría parecer cualquier otra cosa. Por ejemplo: un proxeneta en plena plática con sus pupilas. Por ejemplo: un estudiante rijoso que no se deja seducir.

Decidí cortar por lo sano. Me levanté como pude, pagué, dejé un cariñoso saludo para Brígida y me fui. En la calle el sol me cegó durante unos segundos.


6 de noviembre


Hoy tampoco he ido a la facultad. Me levanté temprano, tomé el camión con destino a la UNAM, pero me bajé antes y dediqué gran parte de la mañana a vagar por el centro. Primero entré en la Librería del Sótano y me compré un libro de Pierre Louys, después crucé Juárez, compré una torta de jamón y me fui a leer y a comer sentado en un banco de la Alameda. La historia de Louys, pero sobre todo las ilustraciones, me provocaron una erección de caballo. Intenté ponerme de pie y marcharme, pero con la verga en ese estado era imposible caminar sin provocar las miradas y el consiguiente escándalo no ya sólo de las viandantes sino de los peatones en general. Así que me volví a sentar, cerré el libro y me limpié de migas la chamarra y el pantalón. Durante mucho rato estuve mirando algo que me pareció una ardilla y que se desplazaba sigilosamente por las ramas de un árbol. Al cabo de diez minutos (aproximadamente) me di cuenta que no se trataba de una ardilla sino de una rata. ¡Una rata enorme! El descubrimiento me llenó de tristeza. Ahí estaba yo, sin poder moverme, y a veinte metros, bien agarrada a una rama, una rata exploradora y hambrienta en busca de huevos de pájaros o de migas arrastradas por el viento hasta la copa de los árboles (dudoso) o de lo que fuere. La congoja me subió hasta el cuello y tuve náuseas. Antes de vomitar me levanté y salí corriendo. Al cabo de cinco minutos a buen paso la erección había desaparecido.

Por la noche estuve en la calle Corazón (paralela a mi calle) viendo un partido de fútbol. Los que jugaban eran mis amigos de infancia, aunque decir amigos de infancia tal vez sea excesivo. La mayoría todavía está en prepa y otros han dejado de estudiar y trabajan con sus padres o no hacen nada. Desde que yo entré en la universidad el foso que nos separaba se agrandó de golpe y ahora somos como de dos planetas distintos. Pedí que me dejaran jugar. La iluminación en la calle Corazón no es muy buena y la pelota apenas se veía. Además, cada cierto tiempo pasaban automóviles y teníamos que parar. Recibí dos patadas y un pelotazo en la cara. Suficiente. Leeré un poco más a Pierre Louys y después apagaré la luz.


7 de noviembre


La Ciudad de México tiene catorce millones de habitantes. No volveré a ver a los real visceralistas. Tampoco volveré a la facultad ni al taller de Álamo. Ya veremos cómo me las arreglo con mis tíos. He terminado el libro de Louys, Afrodita, y ahora estoy leyendo a los poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas.


8 de noviembre


he descubierto un poema maravilloso. De su autor, Efrén Rebolledo (1877-1929), nunca me dijeron nada en mis clases de literatura. Lo transcribo:


El vampiro

Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos

por tus cándidas formas como un río,

y esparzo en su raudal, crespo y sombrío,

las rosas encendidas de mis besos.


En tanto que descojo los espesos

anillos, siento el roce leve y frío

de tu mano, y un largo calosfrío

me recorre y penetra hasta los huesos.


Tus pupilas caóticas y hurañas

destellan cuando escuchan el suspiro

que sale desgarrando las entrañas,


y mientras yo agonizo, tú sedienta,

finges un negro y pertinaz vampiro

que de mi sangre ardiente se sustenta.


La primera vez que lo leí (hace unas horas) no pude evitar encerrarme con llave en mi cuarto y proceder a masturbarme mientras lo recitaba una, dos, tres, hasta diez o quince veces, imaginando a Rosario, la camarera, a cuatro patas encima de mí, pidiéndome que le escribiera un poema para ese ser querido y añorado o rogándome que la clavara sobre la cama con mi verga ardiente.

Ya aliviado, he tenido ocasión de reflexionar sobre el poema.

El «raudal crespo y sombrío» no ofrece, creo, ninguna duda de interpretación. No sucede lo mismo con el primer verso de la segunda cuarteta: «en tanto que descojo los espesos anillos", que bien pudiera referirse al «raudal crespo y sombrío» uno a uno estirado o desenredado, pero en donde el verbo «descojer» tal vez oculte un significado distinto.

«Los espesos anillos» tampoco están muy claros. ¿Son los rizos del vello púbico, los rizos de la cabellera del vampiro o son diferentes entradas al cuerpo humano? En una palabra, ¿la está sodomizando? Creo que la lectura de Pierre Louys aún gravita en mi ánimo.


9 de noviembre


He decidido volver al Encrucijada Veracruzana, no porque espere encontrar a los real visceralistas sino por ver una vez más a Rosario. Le he escrito unos versitos. Hablo de sus ojos y del interminable horizonte mexicano, de las iglesias abandonadas y de los espejismos de los caminos que conducen a la frontera. No sé por qué, creo que Rosario es de Veracruz o de Tabasco, incluso puede que de Yucatán. Acaso lo mencionó ella. Puede que sólo sea imaginación mía. Tal vez la confusión esté propiciada por el nombre del bar y Rosario no sea ni veracruzana ni yucateca sino del DF. En todo caso, he creído que unos versos que evoquen tierras diametralmente distintas de las suyas (en el supuesto de que sea veracruzana, algo de lo que estoy cada vez más dudoso) resultarán más prometedores, al menos en lo que a mis intenciones respecta. Después pasará lo que tenga que pasar.

Esta mañana he deambulado por los alrededores de la Villa pensando en mi vida. El futuro no se presenta muy brillante, máxime si continúo faltando a clases. Sin embargo lo que me preocupa de verdad es mi educación sexual. No puedo pasarme la vida haciéndome pajas. (También me preocupa mi educación poética, pero es mejor no enfrentarse a más de un problema a la vez.) ¿Tendrá novio Rosario? ¿Si tiene novio, será un tipo celoso y posesivo? Es demasiado joven para estar casada, pero tampoco puedo descartar esa posibilidad. Creo que le gusto, eso resulta evidente.


10 de noviembre


Encontré a los real visceralistas. Rosario es de Veracruz. Todos los real visceralistas me dieron sus respectivas direcciones y yo a todos les di la mía. Las reuniones se celebran en el café Quito, en Bucareli, un poco más arriba del Encrucijada, y en la casa de María Font, en la colonia Condesa, o en la casa de la pintora Catalina O'Hara, en la colonia Coyoacán. (María Font, Catalina O'Hara, esos nombres evocan algo en mí, aunque todavía no sé qué.)

Por lo demás todo terminó bien, aunque estuvo a punto de acabar en tragedia.

Las cosas sucedieron así: llegué a eso de las ocho de la noche a! Encrucijada. El bar estaba lleno y la concurrencia no podía ser más miserable y patibularia. En un rincón incluso había un ciego que tocaba el acordeón y cantaba. Pero yo no me arredré y me acodé en el primer hueco que vi en la barra. Rosario no estaba. Se lo pregunté a la camarera que me atendió y ésta me trató de veleta, de caprichoso y de presumido. Con una sonrisa, eso sí, como si no le pareciera mal del todo. Francamente no entendí qué quería decir. Después le pregunté de dónde era Rosario y me dijo que de Veracruz. También le pregunté de dónde era ella. Del mero DF, dijo. ¿Y tú? Yo soy el jinete de Sonora, le dije de golpe y sin venir a cuento. En realidad nunca he estado en Sonora. Ella se rió y así hubiéramos podido seguir de plática durante un buen rato, pero se tuvo que ir a atender una mesa. Brígida, en cambio, sí que estaba y cuando ya iba por mi segundo tequila se acercó y me preguntó qué pasaba. Brígida es una mujer de rostro ceñudo, melancólico, ofendido. La imagen que tenía de ella era distinta, pero aquella vez estaba borracho y ahora no. Le dije qué hubo, Brígida, tantos años. Intentaba dar una impresión de desenvoltura, incluso de alegría, aunque no puedo decir que me hallara alegre. Brígida me cogió una mano y se la llevó al corazón. Al principio di un salto y mi primera intención fue apartarme de la barra, tal vez salir corriendo del bar, pero me aguanté.

– ¿Lo sientes? -dijo.

– ¿Qué?

– Mi corazón, pendejo, ¿no lo sientes latir?

Con las yemas de los dedos exploré la superficie que se me ofrecía: la blusa de lino y los pechos de Brígida enmarcados por un sostén que adiviné muy pequeño para contenerlos. Pero ni rastro de latidos.

– No siento nada -dije con una sonrisa.

– Mi corazón, buey, ¿no lo escuchas latir, no sientes cómo se rompe de a poco?

– Oye, perdona, no escucho nada.

– Cómo vas a escuchar con la mano, cabrón, sólo te pido que sientas. ¿No sienten nada tus dedos?

– La verdad… no.

– Tienes la mano helada -dijo Brígida-. Qué dedos más bonitos, cómo se nota que no has tenido que trabajar nunca.

Me sentí mirado, estudiado, taladrado. A los borrachines patibularios que estaban en la barra les había interesado la última observación de Brígida. Preferí de momento no enfrentarme a ellos y declaré que se equivocaba, que por supuesto tenía que trabajar para pagarme los estudios. Brígida ahora aprisionaba mi mano como si estuviera leyendo las líneas de mi destino. Eso me interesó y me despreocupé de los potenciales espectadores.

– No seas víbora -dijo-. Conmigo no necesitas mentir, te conozco. Eres un hijito de papá, pero tienes grandes ambiciones. Y tienes suerte. Llegarás a donde te propongas. Aunque aquí veo que te extraviarás varias veces, por culpa tuya, porque no sabes lo que quieres. Necesitas una piel que esté contigo en las buenas y en las malas. ¿Me equivoco?

– No, perfecto, sigue, sigue.

– Aquí no -dijo Brígida-. Estos mamones chismosos no tienen por qué enterarse de tu destino, ¿verdad?

Por primera vez me atreví a mirar abiertamente a los lados. Cuatro o cinco borrachines patibularios seguían con atención las palabras de Brígida, uno incluso contemplaba mi mano con fijeza sobrenatural, como si se tratara de su propia mano. Les sonreí a todos, no fuera a ser que se enfadaran, dándoles a entender de esa manera que yo no tenía nada que ver en ese asunto. Brígida me pellizcó el dorso. Tenía los ojos ardientes, como si estuviera a punto de iniciar una pelea o de echarse a llorar.

– Aquí no podemos hablar, sígueme.

La vi cuchichear con una de las meseras y luego me hizo una seña. El Encrucijada Veracruzana estaba lleno y sobre las cabezas de los parroquianos se elevaba una nube de humo y la música de acordeón del ciego. Miré la hora, eran casi las doce, el tiempo, pensé, se había ido volando.

La seguí.

Nos metimos en una especie de bodega y cuarto trastero estrecho y alargado en donde se apilaban las cajas de botellas y los implementos de limpieza del bar (detergentes, escobas, lejía, un utensilio de goma para limpiar los cristales, una colección de guantes de plástico). Al fondo, una mesa y dos sillas. Brígida me indicó una. Me senté. La mesa era redonda y su superficie estaba cubierta de muescas y nombres, la mayoría ininteligibles. La camarera permaneció de pie, a pocos centímetros de mí, vigilante como una diosa o como un ave de rapiña. Tal vez esperaba a que yo le pidiera que se sentara. Conmovido por su timidez, así lo hice. Para mi sorpresa, procedió a sentarse sobre mis rodillas. La situación era incómoda y sin embargo a los pocos segundos noté con espanto que mi naturaleza, divorciada de mi intelecto, de mi alma, incluso de mis peores deseos, endurecía mi verga hasta un límite imposible de disimular. Brígida seguramente se apercibió de mi estado pues se levantó y, tras volver a estudiarme desde lo alto, me propuso un guagüis.

– Qué… -dije.

– Un guagüis, ¿quieres que te haga un guagüis?

La miré sin comprender, aunque como un nadador solitario y exhausto la verdad poco a poco se fue abriendo paso en el mar negro de mi ignorancia. Ella me devolvió la mirada. Tenía los ojos duros y planos. Y una característica que la distinguía de entre todos los seres humanos que yo hasta entonces conocía: miraba siempre (en cualquier lugar, en cualquier situación, pasara lo que pasara) a los ojos. La mirada de Brígida, decidí entonces, podía ser insoportable.

– No sé de qué hablas -dije.

– De mamártela, mi vida.

No tuve tiempo para responder y tal vez fue mejor así. Brígida, sin dejar de mirarme, se arrodilló, me abrió la cremallera y se metió mi verga en la boca. Primero el glande, al que propinó varios mordisquitos que no por leves fueron menos inquietantes y después el pene entero sin dar muestras de atragantarse. A! mismo tiempo, con su mano derecha fue recorriendo mi bajo vientre, mi estómago y mi pecho dándome a intervalos regulares unos pescozones cuyos morados aún conservo. El dolor que sentí probablemente contribuyó a hacer más singular mi placer pero al mismo tiempo evitó que me viniera. De tanto en tanto Brígida levantaba los ojos de su trabajo, sin por ello soltar mi miembro viril, y buscaba mis ojos. Yo entonces cerraba los míos y recitaba mentalmente versos sueltos de! poema «El vampiro» que más tarde, repasando el incidente, resultaron no ser en absoluto versos sueltos del poema «El vampiro» sino una mezcla diabólica de poesías de origen vario, frases proféticas de mi tío, recuerdos infantiles, rostros de actrices adoradas en mi pubertad (la cara de Angélica María, por ejemplo, en blanco y negro), paisajes que giraban como arrastrados por un torbellino. Al principio intenté defenderme de los pescozones, pero al comprobar la inutilidad de mis esfuerzos dediqué mis manos a la cabellera de Brígida (teñida de color castaño claro y no muy limpia, según pude comprobar) y a sus orejas, pequeñas y carnosas, aunque de una dureza casi sobrenatural como si en ellas no hubiera ni un solo gramo de carne o grasa, sólo cartílago, plástico, no, metal apenas reblandecido, en donde colgaban dos grandes aros de plata falsa.

Cuando el desenlace era inminente y yo, ante la conveniencia de no gemir, alzaba mis puños y amenazaba a un ser invisible que reptaba por las paredes de la bodega, la puerta se abrió de golpe (pero sin ruido), apareció la cabeza de una camarera y de sus labios salió una escueta advertencia:

– Aguas.

Brígida cesó de inmediato en su cometido. Se levantó, me miró a los ojos con una expresión de quebranto y después, tironeándome del saco, me llevó hasta una puerta que yo hasta entonces no había advertido.

– Hasta otra, mi vida -dijo con una voz mucho más ronca de lo usual mientras me empujaba al otro lado.

De golpe y porrazo me encontré en los servicios del Encrucijada Veracruzana, una habitación rectangular, larga, estrecha y lóbrega.

Caminé unos pasos a la deriva, aún aturdido por la celeridad de los hechos que acababan de ocurrir. Olía a desinfectante y el suelo estaba húmedo, en algunos tramos encharcado. La iluminación era escasa, por no decir nula. En medio de dos lavamanos desportillados vi un espejo; me miré de reojo; el azogue correspondió con una imagen que me erizó los pelos. En silencio, procurando no chapotear sobre el suelo por el que fluía, lo vi en ese momento, un delgado río procedente de uno de los retretes, me volví a acercar al espejo picado por la curiosidad. Éste me devolvió un rostro cuneiforme, de color rojo oscuro, perlado de sudor. Di un salto hacia atrás y estuve a punto de caerme. En uno de los excusados había alguien. Lo sentí rezongar, maldecir. Un borrachín patibulario, sin duda. Entonces alguien me llamó por mi nombre:

– Poeta García Madero.

Vi dos sombras junto a los urinarios. Estaban envueltas en una nube de humo. ¿Dos maricones, pensé, dos maricones que conocen mi nombre?

– Poeta García Madero, acérquese, hombre.

Aunque lo que la lógica y la prudencia me indicaban era que buscara la puerta de salida y sin más dilación me marchara del Encrucijada, lo que hice fue dar dos pasos en dirección a la humareda. Dos pares de ojos brillantes, como de lobos en medio de un vendaval (licencia poética, pues yo nunca he visto lobos; vendavales sí, y no se ajustan demasiado a la estola de humo que envolvía a los dos tipos) me observaron. Los escuché reír. Ji ji ji. Olía a marihuana. Me tranquilicé.

– Poeta García Madero, le cuelga el aparato.

– ¿Qué?

– El pene… Lo llevas colgando.

Manoteé mi bragueta. Efectivamente, con las prisas y el susto no había acertado a guardarme el pajarito. Enrojecí, pensé en mentarles la madre pero me contuve, alisé mis pantalones y di un paso en dirección a ellos. Me parecieron conocidos e intenté penetrar la oscuridad que los envolvía y descifrar sus rostros. Fue en vano.

Entonces una mano y después un brazo surgieron del huevo de humo que los protegía y me ofrecieron la bacha de marihuana.

– No fumo -dije.

– Es mota, poeta García Madero. Golden Acapulco.

Negué con la cabeza.

No me gusta-dije.

El ruido proveniente de la habitación de al lado me sobresalto. Alguien levantaba la voz. Un hombre. Después alguien gritaba. Una mujer. Brígida. Imaginé que el dueño del bar le estaría pegando y quise acudir en su defensa, aunque la verdad es que Brígida no me importaba mucho (en realidad, no me importaba nada). Cuando estaba a punto de dar media vuelta en dirección a la bodega las manos de los desconocidos me sujetaron. Entonces vi salir sus rostros de la humareda. Eran Ulises Lima y Arturo Belano.

Di un suspiro de alivio, casi aplaudí, les dije que los había estado buscando durante muchos días y luego hice otro intento de acudir en ayuda de la mujer que gritaba, pero no me dejaron.

– No te metas en problemas, esos dos siempre están así -dijo Belano.

– ¿Quiénes dos?

– La mesera y su patrón.

– Pero le está pegando -dije, y en efecto, el sonido de las bofetadas ahora era claramente audible-. Eso no lo podemos permitir.

– Ah, qué poeta García Madero -dijo Ulises Lima.

– No lo podemos permitir, pero a veces los ruidos nos engañan. Hágame caso y confíe en mí -dijo Belano.

Tuve la impresión de que sabían muchas cosas del Encrucijada y hubiera querido hacerles algunas preguntas al respecto, pero no lo hice por no parecer indiscreto.

Al salir de los lavabos la luz del bar me hirió los ojos. Todo el mundo hablaba a gritos. Otros cantaban siguiendo la melodía del ciego, un bolero o eso me pareció, que hablaba de un amor desesperado, un amor que los años no podían aplacar, aunque sí volver más indigno, más innoble, más atroz. Lima y Belano llevaban tres libros cada uno y parecían estudiantes como yo. Antes de salir nos acercamos a la barra, hombro con hombro, pedimos tres tequilas que nos tomamos de un solo trago y luego salimos riéndonos a la calle. Al abandonar el Encrucijada miré hacia atrás por última vez con la vana esperanza de ver aparecer a Brígida en la puerta de la bodega, pero no la vi.

Los libros que llevaba Ulises Lima eran:

Manifeste electrique aux paupiers de jupes, de Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Jean-Jacques Faussot, Jean-Jacques N'Guyen That, Gyl Bert-Ram-Soutrenom F.M., entre otros poetas del Movimiento Eléctrico, nuestros pares de Francia (supongo).

Sang de satin, de Michel Bulteau.

Nord d'eté naitre opaque, de Matthieu Messagier.

Los libros que llevaba Arturo Belano eran:

Le parfait criminel, de Alain Jouffroy.

Le pays ou tout est permis, de Sophie Podolski.

Cent mille milliards de poemes, de Raymond Queneau. (Este último estaba fotocopiado y los cortes horizontales que exhibía Ia fotocopia más el desgaste propio de un libro manoseado en exceso, lo convertían en una especie de asombrada flor de papel, con los pétalos erizados hacia los cuatro puntos cardinales.)

Más tarde nos encontramos con Ernesto San Epifanio, que también llevaba tres libros. Le pedí que me los dejara anotar. Eran éstos:

Little Johnny's Confession, de Brian Patten.

Tonigth at Noon, de Adrián Henri.

The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.


11 de noviembre


Ulises Lima vive en un cuarto de azotea de la calle Anáhuac, cerca de Insurgentes. El habitáculo es pequeño, tres metros de largo por dos y medio de ancho y los libros se acumulan por todas partes. Por la única ventana, diminuta como un ojo de buey, se ven las azoteas vecinas en donde, según dice Ulises Lima que dice Monsiváis, se celebran todavía sacrificios humanos. En el cuarto sólo hay un colchón en el suelo, que Lima enrolla por el día o cuando recibe visitas y utiliza como sofá; también hay una mesa minúscula cuya superficie cubre del todo su máquina de escribir y una única silla. Los visitantes, obviamente, deben sentarse en el colchón o en el suelo o permanecer de pie. Hoy éramos cinco: Lima, Belano, Rafael Barrios y Jacinto Requena, y la silla la ocupó Belano, el colchón Barrios y Requena, Lima se mantuvo de pie todo el rato (incluso a veces dando vueltas por su cuarto) y yo me senté en el suelo.

Hablamos de poesía. Nadie ha leído ningún poema mío y sin embargo todos me tratan como a un real visceralista más. ¡La camaradería es espontánea y magnífica!

A eso de las nueve de la noche apareció Felipe Müller, que tiene dieciocho años y que por lo tanto, hasta mi irrupción, era el más joven del grupo. Luego salimos todos a cenar a un café chino y estuvimos hasta las tres de la mañana caminando y hablando de literatura. Coincidimos plenamente en que hay que cambiar la poesía mexicana. Nuestra situación (según me pareció entender) es insostenible, entre el imperio de Octavio Paz y el imperio de Pablo Neruda. Es decir: entre la espada y la pared.

Les pregunté dónde podía comprar los libros que ellos llevaban la otra noche. La respuesta no me sorprendió: los roban en la Librería Francesa de la Zona Rosa y en la Librería Baudelaire, de la calle General Martínez, cerca de la calle Horacio, en la Polanco. También quise saber algo acerca de los autores y entre todos (lo que lee un real visceralista es leído acto seguido por los demás) me instruyeron sobre la vida y la obra de los eléctricos, de Raymond Queneau, de Sophie Podolski, de Alain Jouffroy.

Felipe Müller me preguntó, tal vez un poco picado, si sabía francés. Le contesté que con un diccionario me las podía arreglar. Más tarde le hice la misma pregunta. ¿Tú sí que sabes francés, mano? Su respuesta fue negativa.


12 de noviembre


Encuentro en el café Quito con Jacinto Requena, Rafael Barrios y Pancho Rodríguez. Los vi llegar a eso de la nueve de la noche y les hice una seña desde mi mesa en la cual llevaba unas tres horas provechosamente invertidas en la escritura y en la lectura. Me presentan a Pancho Rodríguez. Es tan bajito como Barrios, pero con cara de niño de doce años aunque en realidad tiene veintidós. Casi a la fuerza, simpatizamos. Pancho Rodríguez habla hasta por los codos. Gracias a él me entero de que antes de la llegada de Belano y Müller (que aparecieron en el DF después del golpe de Pinochet y por lo tanto son ajenos al grupo primigenio), Ulises Lima había sacado una revista con poemas de María Font, de Angélica Font, de Laura Damián, de Barrios, de San Epifanio, de un tal Marcelo Robles (del que no he oído hablar) y de los hermanos Rodríguez, Pancho y Moctezuma. Según Pancho, uno de los dos mejores poetas jóvenes mexicanos es él, el otro es Ulises Lima, de quien se declara su mejor amigo. La revista (dos números, ambos de 1974) se llamaba Lee Harvey Oswald y la financió íntegramente Lima. Requena (que aún no pertenecía al grupo) y Barrios corroboran las palabras de Pancho Rodríguez. Allí estaba la simiente del realismo visceral, dice Barrios. Pancho Rodríguez no es de la misma opinión. Según él, Lee Harvey Oswald debió continuar, la cortaron justo en el mejor momento, cuando la gente empezaba a conocernos, dice. ¿Qué gente? Pues los otros poetas, claro, los estudiantes de Filosofía y Letras, las chavitas que escribían poesía y que acudían semanalmente a los cien talleres abiertos como flores en el DF. Barrios y Requena no están de acuerdo, aunque hablan con nostalgia de la revista.

– ¿Hay muchas poetisas?

– Decirles poetisas queda un poco gacho -dijo Pancho.

– Se les dice poetas -dijo Barrios.

– ¿Pero hay muchas?

– Como nunca antes en la historia de México -dijo Pancho-. Levantas una piedra y encuentras a una chava escribiendo de sus cositas.

– ¿Y cómo Lima fue capaz de financiar él solo Lee Harvey Oswald? -pregunté.

Me pareció prudente no insistir por el momento en el tema poetisas.

– Ah, poeta García Madero, un tipo como Ulises Lima es capaz de hacer cualquier cosa por la poesía -dijo Barrios soñadoramente.

Después hablamos sobre el nombre de la revista, que a mí me pareció genial.

– A ver si lo he entendido. Los poetas, según Ulises Lima, son como Lee Harvey Oswald. ¿Es así?

– Más o menos -dijo Pancho Rodríguez-. Yo le sugerí que le pusiera Los bastardos de Sor Juana, que suena más mexicano, pero nuestro carnal se muere por las historias de los gringos.

– En realidad Ulises creía que ya existía una editorial que se llamaba así, pero estaba equivocado y cuando se dio cuenta de su error decidió ponerle a su revista ese nombre -dijo Barrios.

– ¿Qué editorial?

– La P.-J. Oswald, de París, la que publicó un libro de Mathieu Messagier.

– Y el cabrón de Ulises pensaba que la editorial francesa se llamaba Oswald por el asesino. Pero ésta era la Pe Jota Oswald y no la Ele Hache Oswald y un día se dio cuenta y entonces decidió apropiarse del nombre.

– El nombre del francés debe ser Pierre-Jacques -dijo Requena.

– O Paul-Jean Oswald.

– ¿Su familia tiene dinero? -pregunté.

– No, la familia de Ulises no tiene dinero -dijo Requena-. En realidad, su familia es su madre, ¿no? Yo al menos no conozco a nadie más.

– Yo conozco a toda su familia -dijo Pancho-. Yo conocí a Ulises Lima mucho antes que todos ustedes, mucho antes que Belano, y su mamá es su única familia. Y les aseguro que no tiene luz.

– ¿Y cómo pudo financiar dos números de una revista?

– Vendiendo mota -dijo Pancho. Los otros dos se quedaron callados, pero no lo desmintieron.

– No me lo puedo creer -dije.

– Pues es así. La luz viene de la marihuana.

– Carajo.

– La va a buscar a Acapulco y luego la reparte entre sus clientes del DF.

– Cállate, Pancho -dijo Barrios.

– ¿Por qué me voy a callar? ¿Que el chavo este no es un chingado real visceralista? ¿Por qué me voy a callar, entonces?


13 de noviembre


Hoy he seguido a Lima y a Belano durante todo el día. Hemos caminado, hemos tomado el metro, camiones, un pesero, hemos vuelto a caminar y durante todo el rato no hemos dejado de hablar. De vez en cuando ellos se detenían y entraban en casas particulares y yo entonces me tenía que quedar en la calle esperándolos. Cuando les pregunté qué era lo que hacían me dijeron que llevaban a cabo una investigación. Pero a mí me parece que reparten marihuana a domicilio. Durante el trayecto les leí los últimos poemas que he escrito, unos once o doce, y creo que les gustaron.


14 de noviembre


Hoy fui con Pancho Rodríguez a casa de las hermanas Font.

Llevaba unas cuatro horas en el café Quito, ya había ingerido tres cafés con leche y mi entusiasmo por la lectura y la escritura comenzaba a languidecer cuando apareció Pancho y me pidió que lo acompañara. Accedí encantado.

Las Font viven en la colonia Condesa, en una elegante y bonita casa de dos pisos con jardín y patio trasero de la calle Colima.

El jardín no es nada del otro mundo, hay un par de árboles raquíticos y el césped no está bien cortado, pero el patio trasero es otra cosa: los árboles allí son grandes, hay plantas enormes, de hojas de un verde tan intenso que parecen negras, una pileta cubierta de enredaderas (en la pileta, no me atrevo a llamarla fuente, no hay peces pero sí un submarino a pilas, propiedad de Jorgito Font, el hermano menor) y una casita completamente independiente de la casa grande, que en otro tiempo probablemente hizo las veces de cochera o de establo y que actualmente comparten las hermanas Font.

Antes de llegar Pancho me puso sobreaviso:

– El papá de Angélica está un poco chalado. Si ves algo raro no te asustes, tú haz lo mismo que hago yo y como si lloviera. Si se pone pesado, lo abaratamos y ya está.

– ¿Lo abaratamos? -dije sin saber muy bien qué era lo que me proponía-. ¿Entre tú y yo? ¿En su propia casa?

– Su mujer nos quedaría eternamente agradecida. El tipo está completamente tocadiscos. Hace cosa de un año ya se pasó una temporadita en la casa de la risa. Pero eso no se lo digas a las Font, al menos no les digas que yo te lo dije.

– Así que el tipo está loco -dije yo.

– Loco y arruinado. Hasta hace poco tenían dos coches, tres sirvientas y daban fiestas por todo lo alto. Pero no sé qué cables se le cruzaron al pobre diablo y un día perdió la chaveta. Ahora está en la ruina.

– Pero mantener esta casa debe costar dinero.

– Es de propiedad y es lo único que les queda.

– ¿Qué hacía el señor Font antes de enloquecer? -pregunté.

– Era arquitecto, pero muy malo. Él fue el que diagramó los dos números de Lee Harvey Oswald.

– Carajo.

Cuando tocamos el timbre salió a abrirnos un tipo calvo, de bigotes y con pinta de desquiciado.

– Es el padre de Angélica -me susurró Pancho.

– Me lo imagino -dije.

El tipo se acercó a la puerta de calle a grandes zancadas, nos miró con una mirada que expelía odio concentrado y yo me alegré de estar al otro lado de la reja. Tras dudar unos segundos, como si no supiera qué hacer, abrió la puerta y se abalanzó hacia nosotros. Yo di un salto hacia atrás pero Pancho extendió los brazos y lo saludó efusivamente. El hombre entonces se detuvo y extendió una mano vacilante antes de franquearnos la entrada.

Pancho echó a andar rápidamente hacia la parte trasera de la casa y yo lo seguí. El padre de las Font volvió a la casa grande hablando solo. Mientras nos internábamos por un pasillo lleno de flores que comunicaba exteriormente el jardín delantero del trasero Pancho me explicó que otro de los motivos de desasosiego del pobre señor Font era su hija Angélica:

– María ya perdió la virginidad -dijo Pancho-, pero Angélica todavía no, aunque está a punto, y el viejo lo sabe y eso lo enloquece.

– ¿Cómo lo sabe?

– Misterios de la paternidad, supongo. El caso es que se lo pasa todo el día pensando en quién será el gandalla que desvirgue a su hija y eso resulta excesivo para un hombre solo. Yo en el fondo lo entiendo, si estuviera en su lugar me pasaría lo mismo.

– ¿Pero tiene a alguien en mente o sospecha de todos?

– Sospecha de todos, por supuesto, aunque hay dos o tres descartados: los jotos y su hermana. El viejo no es tonto.

No entendí nada.

– El año pasado Angélica ganó el premio de poesía Laura Damián, ¿te das cuenta?, con sólo dieciséis años.

En mi vida había oído hablar de ese premio. Según me contó Pancho después, Laura Damián era una poetisa que murió antes de cumplir los veinte años, en 1972, y sus padres instauraron el premio en su memoria. Según Pancho el premio Laura Damián era uno de los más apreciados por la gente especial del DF. Lo miré como preguntándole con los ojos qué clase de imbécil eres tú, pero Pancho, tal como esperaba, no se dio por aludido. Después levanté la vista al cielo y creí notar que una cortina se movía en una de las ventanas del segundo piso. Tal vez sólo fuera una corriente de aire, pero no dejé de sentirme observado hasta que traspuse el umbral de la casita de las hermanas Font.

Allí sólo estaba María.

María es alta, morena, de pelo negro y muy lacio, nariz recta (absolutamente recta) y labios finos. Parece de buen carácter aunque no es difícil adivinar que sus enfados pueden ser prolongados y terribles. La encontramos de pie en medio de la habitación, ensayando pasos de danza, leyendo a Sor Juana Inés de la Cruz, escuchando un disco de Billie Holiday y pintando con aire distraído una acuarela en donde aparecen dos mujeres con las manos entrelazadas, a los pies de un volcán, rodeadas de riachuelos de lava. Su recibimiento es frío al principio, como si la presencia de Pancho le resultara molesta pero la tolerara por respeto a su hermana y porque en equidad la casita del patio no es sólo suya sino de ambas. A mí ni me mira.

Para colmo me permito hacer una observación un tanto banal acerca de Sor Juana, lo que la predispone aún más en mi contra (un albur nada oportuno sobre los archifamosos versos: Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis y que luego intenté vanamente remediar recitando aquellos de Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, / dulce ficción por quien penosa vivo).

Así que de pronto allí estábamos los tres, sumidos en un silencio tímido u hosco, depende, y María Font ni siquiera nos miraba aunque yo de vez en cuando la miraba a ella o miraba su acuarela (o mejor dicho la espiaba a ella y espiaba su acuarela) y Pancho Rodríguez, a quien la hostilidad de María o de su padre parecía no importarle nada, miraba los libros silbando una canción que por lo que pude escuchar nada tenía que ver con lo que estaba cantando Billie Holiday, hasta que por fin apareció Angélica y entonces comprendí a Pancho (¡él era uno de los que pretendía desvirgar a Angélica!) y casi comprendí al padre de las Font, aunque para mí, debo admitirlo francamente, la virginidad no tiene ninguna importancia (yo mismo, sin ir más lejos, soy virgen. A menos que considere la fellatio interrumpida de Brígida como un desvirgamiento. ¿Pero eso es hacer el amor con una mujer? ¿No tendría simultáneamente que haberle lamido el sexo para considerar que en efecto hicimos el amor? ¿Para que un hombre deje de ser virgen debe introducir su verga en la vagina de una mujer y no en su boca o en su culo o en su axila? ¿Para considerar que de verdad he hecho el amor debo previamente eyacular? Todo esto es complicado).

Pero a lo que iba. Apareció Angélica y a juzgar por la manera en que saludó a Pancho quedó claro, al menos para mí, que éste tenía ciertas posibilidades sentimentales con la poetisa laureada. Fui presentado fugazmente y dejado otra vez de lado.

Entre ambos desplegaron un biombo que dividía la habitación en dos y luego se sentaron en la cama y los oí hablar en susurros.

Me acerqué a María e hice unas cuantas observaciones sobre la calidad de su acuarela. Ni siquiera me miró. Opté por otra táctica: hablé del realismo visceral y de Ulises Lima y Arturo Belano. Consideré asimismo (intrépidamente: los susurros al otro lado del biombo me ponían cada vez más nervioso) como una obra real visceralista la acuarela que tenía ante mis ojos. María Font me miró por primera vez y sonrió:

– Me importan un carajo los real visceralistas.

– Pero yo pensé que tú formabas parte del grupo, quiero decir del movimiento.

– Ni loca… Si al menos hubieran buscado un nombre menos asqueroso… Soy vegetariana. Todo lo que suene a vísceras me produce náuseas.

– ¿Qué nombre le hubieras puesto tú?

– Ay, no sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.

– Creo que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca. Además lo que nosotros pretendemos es crear un movimiento a escala latinoamericana.

– ¿A escala latinoamericana? No me hagas reír.

– Bueno, a largo plazo eso es lo que queremos, si no he entendido mal.

– ¿Y tú de dónde has salido?

– Soy amigo de Lima y Belano.

– ¿Y cómo es que nunca te he visto por aquí?

– Es que los conocí hace poco…

– Tú eres el chavo del taller de Álamo, ¿verdad?

Enrojecí, la verdad es que no sé por qué. Admití que allí nos conocimos.

– Así que ya existe una Sección Surrealista Mexicana en Cuernavaca -dijo María pensativamente-. Tal vez debería irme a vivir a Cuernavaca.

– Lo leí en el Excelsior. Son unos viejitos que se dedican a pintar. Un grupo de turistas, creo.

– En Cuernavaca vive Leonora Carrington -dijo María-. ¿No te estarás refiriendo a ella?

– Nooo -dije. No tengo idea de quién es Leonora Carrington.

Oímos entonces un gemido. No era de placer, eso lo supe en el acto, sino de dolor. Caí entonces en la cuenta de que desde hacía un rato no se oía nada al otro lado del biombo.

– ¿Estás bien, Angélica? -dijo María.

– Claro que estoy bien, sal a dar un paseo, por favor, y llévate al tipo ese -respondió la voz ahogada de Angélica Font.

Con un gesto de desagrado y hastío María arrojó los pinceles al suelo. Por las manchas de pintura que pude apreciar en las baldosas comprendí que no era la primera vez que su hermana le pedía un poco más de intimidad.

– Ven conmigo.

La seguí hasta un rincón apartado del patio, junto a un alto muro cubierto de enredaderas, en donde había una mesa y cinco sillas metálicas.

– ¿Tú crees que están…? -dije y me arrepentí de inmediato de mi curiosidad que quería compartida. Por suerte María estaba demasiado enojada como para tomármelo en cuenta.

– ¿Cogiendo? No, ni pensarlo.

Durante un rato permanecimos en silencio. María tamborileaba con los dedos sobre la superficie de la mesa y yo me crucé de piernas un par de veces y me dediqué a estudiar la flora del patio.

– Bueno, qué esperas, léeme tus poemas -dijo.

Leí y leí hasta que se me durmió una pierna. Al finalizar no me atreví a preguntarle si le había gustado. Después María me invitó un café en la casa grande.

En la cocina, cocinando, encontramos a su madre y a su padre. Los dos parecían felices. Me los presentó. El padre ya no tenía aspecto de desquiciado y se mostró bastante amable conmigo; preguntó qué estudiaba, si podía compaginar las leyes con la poesía, qué tal estaba el bueno de Álamo (parece que se conocen o que en su juventud fueron amigos). La madre habló de cosas vagas que apenas recuerdo: creo que mencionó una sesión de espiritismo en Coyoacán, a la que había asistido hacía poco, y el ánima en pena de un cantante de rancheras de los cuarenta. No sé si lo decía en broma o en serio.

Junto a la tele encontramos a Jorgito Font. María no le dirigió la palabra ni me lo presentó. Tiene doce años, el pelo largo y viste como un mendigo. A todo el mundo trata con el apelativo de naco. A su madre le dice mira, naca, no voy a hacer esto, a su padre, escucha, naco, a su hermana, mi buena naca o mi paciente naca, y a mí me dijo quihubo, naco.

Los nacos, hasta donde sé, son los indios urbanos, los indios citadinos, pero tal vez Jorgito lo emplee con otra acepción.


15 de noviembre


Hoy, nuevamente en casa de las Font.

Las cosas, con ligeras variantes, han sucedido exactamente igual que ayer.

Pancho y yo nos encontramos en el café chino El Loto de Quintana Roo, cerca de la Glorieta de Insurgentes, y tras tomar varios cafés con leche y algunas cosas más sólidas (que pagué yo), partimos rumbo a la colonia Condesa.

Una vez más el señor Font acudió al llamado del timbre y su estado en nada se diferenciaba del de ayer, antes al contrario progresaba a grandes pasos en el camino de la locura. Los ojos se le salían de las órbitas cuando aceptó la mano jovial que Pancho, impertérrito, le ofreció; a mí no dio señales de reconocerme.

En la casita del patio sólo estaba María: pintaba la misma acuarela que ayer y sostenía en la mano izquierda el mismo libro que ayer, pero en el tocadiscos sonaba la voz de Olga Guillot y no la de Billie Holiday.

Su saludo fue igual de frío.

Pancho, por su parte, repitió la rutina del día anterior y tomó asiento en un silloncito de mimbre, mientras esperaba la llegada de Angélica.

Esta vez me cuidé de expresar cualquier juicio de valor sobre Sor Juana y me dediqué primero a observar los libros y luego, a un lado de María pero guardando una prudente distancia, la acuarela. Ésta había experimentado cambios sustanciales. Las dos mujeres en la falda del volcán, que recordaba en una actitud hierática, al menos seria, ahora se daban pellizcos en los brazos; una de ellas reía o simulaba reír; la otra lloraba o simulaba llorar; en los riachuelos de lava (pues seguían siendo de color rojo o bermejo) flotaban envases de jabón para lavadoras, muñecas calvas y cestas de mimbre repletas de ratas; los vestidos de las mujeres estaban rotos o mostraban parcheaduras; en el cielo (o al menos en la parte superior de la acuarela) se gestaba una tormenta; en la parte inferior María había transcrito el parte meteorológico del día para el DF.

El cuadro era horroroso.

Después llegó Angélica, radiante, y entre ella y Pancho volvieron a desplegar el biombo separador. Estuve un rato pensando mientras María pintaba: ya no me quedaba la menor duda de que Pancho me arrastraba hasta la casa de las Font para que la entretuviera mientras él y Angélica se dedicaban a sus asuntos. No me pareció muy justo. Antes, en el café chino, le había preguntado si se consideraba un real visceralista. Su respuesta fue ambigua y extensa. Habló de la clase obrera, de la droga, de Flores Magón, de algunas figuras señeras de la Revolución Mexicana. Luego dijo que ciertamente sus poemas aparecerían en la revista que próximamente iban a sacar Lima y Belano. Y si no me publican, que se vayan a chingar a su madre, dijo. No sé por qué pero tengo la impresión de que lo único que le interesa a Pancho es acostarse con Angélica.

– ¿Estás bien, Angélica? -dijo María cuando empezaron, calcados a los de ayer, los gemidos de dolor.

– Sí, sí, estoy bien. ¿Puedes salir a dar una vuelta?

– Claro -dijo María.

Una vez más nos instalamos resignadamente junto a la mesa metálica, bajo la enredadera. Yo tenía, sin motivo aparente, el corazón destrozado. María se puso a contarme historias de su infancia y de la infancia de Angélica, unas historias decididamente aburridas que se notaba que las contaba únicamente para matar el tiempo y que yo fingía que me interesaban. La escuela, las primeras fiestas, la prepa, el amor que ambas mostraban por la poesía, las ganas de viajar, de conocer otros países, Lee Harvey Oswald, en donde ambas publicaron, el premio Laura Damián que obtuvo Angélica… Llegado a este punto, no sé por qué, tal vez porque María se calló durante un momento, quise saber quién había sido Laura Damián. Fue pura intuición. María dijo:

– Una poeta que murió muy joven.

– Eso ya lo sé. A los veinte años. ¿Pero quién era? ¿Cómo es que nunca he leído nada de ella?

– ¿Has leído a Lautréamont, García Madero? -dijo María.

– No.

– Pues entonces es normal que no sepas nada de Laura Damián.

– Ya sé que soy un ignorante, perdona.

– No he querido decir eso. Sólo que eres muy joven. Además, el único libro publicado de Laura, La fuente de las musas, está en edición no venal. Es un libro póstumo sufragado por sus padres, que la querían mucho y eran sus primeros lectores.

– Deben tener mucho dinero.

– ¿Por qué crees eso?

– Si son capaces de conceder de su propio bolsillo un premio anual de poesía, es que tienen mucho dinero.

– Bueno, sin exagerar. A Angélica no le dieron mucho. En realidad la importancia del premio es más de prestigio que económica. Y tampoco el prestigio es excesivo. Ten en cuenta que es un premio que sólo se concede a poetas menores de veinte años.

– La edad que tenía Laura Damián al morir. Qué morboso.

– No es morboso, es triste.

– ¿Y tú fuiste a la entrega del premio? ¿Lo dan los padres en persona?

– Claro.

– ¿En dónde?, ¿en su casa?

– No, en la facultad.

– ¿En qué facultad?

– En Filosofía y Letras. Laura estudiaba allí.

– Carajo, qué morboso.

– Yo no le veo el morbo por ninguna parte. Me parece que el único morboso eres tú, García Madero.

– ¿Sabes una cosa? Me jode que me digas García Madero. Es como si yo te dijera Font.

– Todos te llaman así, no veo por qué yo tendría que llamarte de otra forma.

– Bueno, es igual, cuéntame más cosas de Laura Damián. ¿Tú nunca te has presentado al premio?

– Sí, pero ganó Angélica.

– ¿Y antes de Angélica, quién lo ganó?

– Una chava de Aguascalientes que estudia medicina en la UNAM.

– ¿Y antes?

– Antes no lo ganó nadie porque el premio no existía. El año que viene tal vez me vuelva a presentar o tal vez no.

– ¿Y qué harás con el dinero si ganas?

– Me iré a Europa, seguramente.

Durante unos segundos ambos permanecimos en silencio, María Font pensando en países desconocidos y yo pensando en todos los hombres desconocidos que le harían el amor sin piedad. Cuando me di cuenta me sobresalté. ¿Me estaba enamorando de María?

– ¿Cómo murió Laura Damián?

– La atropelló un coche en Tlalpan. Era hija única, sus padres quedaron destrozados, creo que la madre incluso intentó suicidarse. Debe ser triste morirse tan joven.

– Debe ser tristísimo -dije imaginando a María Font en brazos de un inglés de dos metros, casi albino, que le metía una lengua larga y rosada por entre sus labios delgados.

– ¿Sabes a quién tendrías que preguntarle cosas de Laura Damián?

– No, ¿a quién?

– A Ulises Lima. Él era amigo de ella.

– ¿Ulises Lima?

– Sí, no se separaban casi nunca, estudiaban juntos, iban al cine juntos, se prestaban libros, vaya, eran muy buenos amigos.

– No tenía idea -dije.

Escuchamos un ruido proveniente de la casita y durante un rato ambos permanecimos a la expectativa.

– ¿Qué edad tenía Ulises Lima cuando Laura Damián murió?

María tardó en responderme.

– Ulises Lima no se llama Ulises Lima -dijo con la voz enronquecida.

– ¿Quieres decir que ése es su nombre literario?

María hizo una señal afirmativa con la cabeza, la vista perdida en los intrincados dibujos de la enredadera.

– ¿Cómo se llama, entonces?

– Alfredo Martínez o algo así. Ya lo he olvidado. Pero cuando lo conocí no se llamaba Ulises Lima. Fue Laura Damián la que le puso el nombre.

– Carajo, qué noticia.

– Todos decían que estaba enamorado de Laura. Pero yo creo que nunca se acostaron. Me parece a mí que Laura murió virgen.

– ¿A los veinte años?

– Claro, por qué no.

– No, si está claro,

– Qué triste, ¿verdad?

– Pues sí, es triste. ¿Y qué edad tenía entonces Ulises o Alfredo Martínez?

– Uno menos, diecinueve o dieciocho.

– Y le sentaría como un tiro la muerte de Laura, supongo.

– Se enfermó. Estuvo, dicen, al borde de la muerte. Los médicos no sabían qué tenía, sólo que se les estaba yendo para el otro barrio. Yo lo fui a ver al hospital y estaba para el arrastre. Pero un día se puso bien y ahí se acabó todo, tan misteriosamente como había empezado. Después Ulises dejó la universidad y fundó su revista, ¿la conoces, verdad?

– Lee Harvey Oswald, sí, la conozco -mentí. Acto seguido me pregunté por qué cuando estuve en el cuarto de azotea de Ulises Lima no me habían dejado ver un número, aunque sólo fuera para hojearlo.

– Qué nombre más horrible para una revista de poesía.

– A mí me gusta, no lo encuentro tan malo.

– Es de pésimo gusto.

– ¿Qué nombre le hubieras puesto tú?

– No sé. Sección Surrealista Mexicana, tal vez.

– Interesante.

– ¿Sabes que fue mi papá el que compuso toda la revista?

– Algo así me dijo Pancho.

– Es lo mejor de la revista, el diseño. Ahora todos odian a mi papá.

– ¿Todos? ¿Todos los real visceralistas? ¿Y por qué lo iban a odiar? Al contrario.

– No, no los real visceralistas, los otros arquitectos de su estudio. Supongo que le envidian el carisma que tiene con los jóvenes. El caso es que no lo tragan y ahora se lo están haciendo pagar. Por lo de la revista.

– ¿Por Lee Harvey Oswald?

– Claro, como mi papá la compuso en el estudio, ahora lo hacen responsable de lo que pueda pasar.

– ¿Pero qué puede pasar?

– Mil cosas, se ve que tú no conoces a Ulises Lima.

– No, no lo conozco -dije-, pero me estoy haciendo una idea.

– Es una bomba de tiempo -dijo María.

En ese momento me di cuenta que ya había oscurecido y que no podíamos vernos, sólo escucharnos.

– Mira, tengo que decirte algo, hace un momento te mentí. Nunca he tenido en mis manos la revista y me muero por echarle un vistazo, ¿me la puedes prestar?

– Claro, te la puedo regalar, tengo varios números.

– ¿Y me podrías prestar también un libro de Lautréamont?

– Sí, pero ése me lo tienes que devolver sin falta, es uno de mis poetas favoritos.

– Lo prometo -dije.

María entró en la casa grande. Me quedé solo en el patio y por un momento me pareció mentira que afuera estuviera el DF. Luego sentí voces en la casita de las Font y una luz se encendió. Pensé que eran Angélica y Pancho, pensé que al cabo de un rato Pancho saldría al patio a buscarme, pero no pasó nada. Cuando María volvió con dos ejemplares de la revista y con los Cantos de Maldoror, también se dio cuenta de que en la casita estaban las luces encendidas y durante unos segundos permaneció expectante. De pronto, cuando menos lo esperaba, me preguntó si yo aún era virgen.

– No, claro que no -mentí por segunda vez aquella tarde.

– ¿Y te costó mucho dejar de serlo?

– Un poco -dije después de pensar un momento mi respuesta.

Noté que su voz otra vez había enronquecido.

– ¿Tienes novia?

– No, claro que no -dije.

– ¿Y con quién lo hiciste, entonces? ¿Con una puta?

– No, con una muchacha de Sonora a la que conocí el año pasado -dije. -Sólo nos vimos tres días.

– ¿Y no lo has hecho con nadie más?

Estuve tentado de contarle mi aventura con Brígida, pero finalmente decidí que era mejor no hacerlo.

– Con nadie más -dije y me sentí fatal.


16 de noviembre


He llamado a María Font por teléfono. Le dije que quería verla. Le supliqué que nos viéramos. Nos citamos en el café Quito. Cuando llega, a eso de las siete de la tarde, varios tipos la siguen con la mirada desde que entra hasta que se sienta en la mesa en donde la aguardo.

Está preciosa. Viste una blusa oaxaqueña, bluejeans muy ceñidos y sandalias de cuero. Al hombro lleva un morral de color marrón oscuro, con dibujos de caballitos de color crema en los bordes, lleno de libros y papeles.

Le pedí que me leyera un poema.

– No seas pesado, García Madero -dijo ella.

No sé por qué, su respuesta me entristeció. Tenía, creo, una necesidad física de escuchar de sus labios uno de sus poemas. Pero tal vez el ambiente no fuera el más indicado, el café Quito es un hervidero de voces, gritos, risas. Le devolví el libro de Lautréamont.

– ¿Ya lo has leído? -dijo María.

– Claro -dije-, me he pasado toda la noche sin dormir, leyendo, también leí Lee Harvey Oswald, es una revista estupenda, qué lástima que ya no salga. Tus textos me encantaron.

– ¿Y todavía no te has ido a la cama?

– Todavía no, pero me siento bien, superdespierto.

María Font me miró a los ojos y sonrió. Una mesera se acercó y le preguntó qué iba a tomar. Nada, dijo María, ya nos íbamos. En la calle le pregunté si tenía algo que hacer y me dijo que nada, que lo único que pasaba era que el café Quito no era de su agrado. Caminamos por Bucareli hasta Reforma, cruzamos y nos internamos por la avenida Guerrero.

– Éste es el barrio de las putas -dijo María.

– No tenía idea -dije yo.

– Cógeme del brazo, no sea que me confundan.

La verdad es que al principio no advertí ninguna señal que singularizara aquella calle de las que acabábamos de dejar. El tráfico era igual de denso y la muchedumbre que circulaba por las aceras en nada se diferenciaba de la que fluía por Bucareli Pero luego (tal vez influido por la advertencia de María) fui percibiendo algunas discordancias. Para empezar, la iluminación. El alumbrado público en Bucareli es blanco, en la avenida Guerrero era más bien de una tonalidad ambarina. Los automóviles: en Bucareli era raro encontrar un coche estacionado junto a la acera, en la Guerrero abundaban. Los bares y las cafeterías, en Bucareli eran abiertos y luminosos, en la Guerrero, pese a abundar, parecían replegados sobre sí mismos, sin ventanales a la calle, secretos o discretos. Para finalizar, la música. En Bucareli no existía, todo era ruido de máquinas o de personas, en la Guerrero, a medida que uno se internaba en ella, sobre todo entre las esquinas de Violeta y Magnolia, la música se hacía dueña de la calle, la música que salía de los bares y de los coches estacionados, la que salía de las radios portátiles y la que caía por las ventanas iluminadas de los edificios de fachadas oscuras.

– Me gusta esta calle, algún día voy a vivir aquí -dijo María.

Un grupo de putitas adolescentes estaba detenida junto a un viejo Cadillac estacionado en el bordillo. María se detuvo y saludó a una de ellas:

– Qué hay, Lupe, me alegro de verte.

Lupe era muy delgada y tenía el pelo corto. Me pareció tan hermosa como María.

– ¡María! Híjoles, mana, cuánto tiempo -dijo y luego le dio un abrazo.

Las que acompañaban a Lupe siguieron recostadas sobre el capó del Cadillac y sus ojos se posaron sobre María escrutándola parsimoniosamente. A mí apenas me miraron.

– Pensé que te habías muerto -dijo María de golpe. La brutalidad de su afirmación me dejó helado. La delicadeza de María tiene estos cráteres.

– Bien viva que estoy. Pero casi. ¿No es verdad, Carmencita?

La llamada Carmencita dijo «ixtles» y siguió estudiando a María.

– La que se rindió fue Gloria, ¿la conociste, no? Qué sacón de onda, mana, pero a esa ruca nadie la quería.

– No, no la conocí -dijo María con una sonrisa en los labios.

– Se la cargaron los tiras -dijo Carmencita.

– ¿Y se ha hecho algo? -dijo María.

– Nelson -dijo Carmencita-. ¿Para qué? La ruca estaba lurias con sus historias secretas. Le entraba a todano, así que ni modo.

– Pues qué triste -dijo María.

– ¿Y a ti cómo te va en la uni? -dijo Lupe.

– Más o menos -dijo María.

– ¿Todavía te balconea el toro ese?

María se rió y me miró.

– Aquí la carnal es bailarina -dijo Lupe a sus amigas-. Nos conocimos en la Danza Moderna, la escuela que está en Donceles.

– Bájale de pasas a tu cake -dijo Carmencita.

– Es verdad, Lupe rolaba por la Escuela de Danza -dijo María.

– ¿Y cómo es que ahora se dedica a este jale? -dijo una que hasta ese momento no había hablado, la más bajita de todas, casi una enana.

María la miró y se encogió de hombros.

– ¿Te vienes a tomar un café con leche con nosotros? -dijo.

Lupe consultó su reloj en la muñeca derecha y luego miró a sus amigas.

– Es que estoy trabajando.

– Sólo un rato, luego vuelves -dijo María.

– A la goma el trabajo, ahí nos vemos -dijo Lupe y echó a andar con María. Yo las seguí.

Torcimos en Magnolia, a la izquierda, hasta la avenida Jesús García. Luego caminamos otra vez hacia el sur, hasta Héroes Revolucionarios Ferrocarrileros, en donde nos metimos en una cafetería.

– ¿Este chavo es el que ahora te agasaja? -oí que le decía Lupe a María.

María volvió a reírse.

– Es sólo un amigo -dijo, y a mí-: Si aparece por aquí el chulo de Lupe, nos tendrás que defender a las dos, García Madero.

Pensé que bromeaba. Luego sopesé la posibilidad de que hablara en serio y la situación se me pintó francamente atractiva. En aquel momento no imaginaba otro incidente mejor para quedar bien ante los ojos de María. Me sentí feliz, con toda la noche a nuestra disposición.

– Mi hombre es grueso -dijo Lupe-. No le gusta que ande rolando por ahí con desconocidos. -Era la primera vez que hablaba mirándome directamente a mí.

– Pero yo no soy una desconocida -dijo María.

– No, mana, tú no.

– ¿Sabes cómo conocí a Lupe? -preguntó María.

– No tengo ni idea -dije.

– En la Escuela de Danza. Lupe era la amiguita de Paco Duarte, el bailarín español. El director de la Escuela.

– Iba a verlo una vez a la semana -dijo Lupe.

– No tenía idea de que estudiaras danza -dije.

– Yo no estudio nada, sólo iba a pisar -dijo Lupe.

– No me refería a ti sino a María -dije.

– Desde los catorce años -dijo María-. Muy tarde ya para ser una buena bailarina. Qué le vamos a hacer.

– Pero si tú bailas superbien, mana. Superraro, pero es que allí todos están medio zafados. ¿Tú la has visto bailar? -Dije que no-. Te quedarías prendado de ella.

María hizo un gesto negativo con la cabeza. Cuando llegó la mesera pedimos tres cafés con leche y Lupe pidió además una torta de queso sin frijoles.

– No los digiero bien -explicó.

– ¿Cómo sigues del estómago? -dijo María.

– Más o menos, a veces me duele mucho, otras veces me olvido de que existe. Son los nervios. Cuando no lo puedo soportar me doy un prix y asunto solucionado. ¿Y tú qué? ¿Ya no vas a la Escuela de Danza?

– Menos que antes -dijo María.

– Esta mensa me pilló una vez en la oficina de Paco Duarte -dijo Lupe.

– Casi me morí del ataque de risa -dijo María-. La verdad es que no sé por qué me puse a reír. Igual estaba enamorada de Paco y fue en realidad un ataque de histeria.

– Huy, no lo creo, mana, ese gabacho no era tu tipo.

– ¿Y qué estabas haciendo con el tal Paco Duarte? -dije yo.

– La neta, pues nada. Lo conocía de una vez en la avenida y como él no podía venir ni yo podía ir a su casa, él está casado con una gringa, pues iba yo a verlo a la Escuela de Danza. Además, creo que eso era lo que le gustaba al muy puerco. Cogerme en su oficina.

– ¿Y tu chulo te dejaba aventurarte tan lejos de tu zona? -dije.

– ¿Y tú qué sabes cuál es mi zona, chavo? ¿Tú qué sabes si tengo chulo o no tengo chulo?

– Oye, perdona si te he ofendido, pero María hace un momento dijo que tu chulo era un tipo violento, ¿no?

– Yo no tengo chulo, chavito. ¿Qué te crees, que por estar conversando conmigo ya me puedes insultar?

– Cálmate, Lupe, nadie te está insultando -dijo María.

– Este buey ha insultado a mi hombre -dijo Lupe-. Si él te llega a oír te da cran, chavito, te vence en un tris tras. Seguro que a ti te gustaba la verga de mi hombre.

– Oye, yo no soy homosexual.

– Todos los amigos de María son putos, eso es sabido.

– Lupe, no te metas con mis amigos. Cuando ésta estuvo enferma -me dijo María-, entre Ernesto y yo la llevamos a un hospital para que la curaran. Hay que ver qué pronto olvidan los favores algunas personas.

– ¿Ernesto San Epifanio? -dije yo.

– Sí -dijo María.

– ¿Él también estudia danza?

– Estudiaba -dijo María.

– Ay, Ernesto, qué buenos recuerdos tengo de él. Me acuerdo que me levantó él sólito y me metió en volandas en un taxi. Ernesto es puto -me explicó Lupe-, pero es fuerte.

– No fue Ernesto el que te metió en el taxi, cabrona, fui yo -dijo María.

– Esa noche pensé que me iba a morir -dijo Lupe-. Estaba puestísima y de pronto me encontré con mareos y vomitando sangre. Cubos de sangre. Yo creo que en el fondo no me hubiera importado morirme. Lo único que hacía era acordarme de mi hijo y de la promesa rota y de la Virgen de Guadalupe. Había inflado hasta que salió la luna, poco a poco, y como no me encontraba bien la enana que viste hace un rato me convidó un poco de flexo. En mala hora, el cemento debía estar babeado o yo ya estaba muy mal, el caso es que me empecé a morir en un banco de la plaza San Fernando y fue entonces cuando apareció aquí mi cuatacha y su amigo el puto angelical.

– ¿Tienes un hijo, Lupe?

– Mi hijo se murió -dijo Lupe mirándome fijamente a los ojos.

– ¿Pero qué edad tienes entonces?

Lupe me sonrió. Su sonrisa era grande y bonita.

– ¿Qué edad me calculas?

Preferí no arriesgarme y no dije nada. María le pasó una mano por el hombro. Ambas se miraron y se sonrieron o se guiñaron un ojo, no sé.

– Un año menos que María. Dieciocho.

– Las dos somos Leo -dijo María.

– ¿Tú qué signo eres? -preguntó Lupe.

– No sé, la verdad es que nunca me ha preocupado eso.

– Pues entonces eres el único mexicano que no sabe su signo -dijo Lupe.

– ¿En qué mes naciste, García Madero? -dijo María.

– En enero, el seis de enero.

– Eres Capricornio, como Ulises Lima.

– ¿El famoso Ulises Lima? -dijo Lupe.

Le pregunté si lo conocía. Temí que me dijeran que Ulises Lima también iba a la Escuela de Danza. ¡Me vi a mí mismo, en una microfracción de segundo, bailando en las puntas de los pies en un gimnasio vacío! Pero Lupe dijo que sólo de oídas, que María y Ernesto San Epifanio hablaban a menudo de él.

Después Lupe se puso a hablar de su hijo muerto. El bebé tenía cuatro meses cuando murió. Había nacido enfermo y Lupe le había prometido a la Virgen que dejaría la calle si su hijo se curaba. Los tres primeros meses mantuvo la promesa y el niño, según ella, pareció mejorar. Pero al cuarto mes tuvo que volver a hacer la calle y el niño se murió. Me lo quitó la Virgen por haber roto mi juramento. Por aquel tiempo Lupe vivía en un edificio de Paraguay, cerca de la plaza de Santa Catarina, y le dejaba el niño a una vieja para que se lo cuidara por las noches. Una mañana, al volver, le dijeron que su hijo se había muerto. Y eso fue todo, dijo Lupe.

– La culpa no es tuya, no seas supersticiosa -dijo María.

– ¿Cómo no va a ser mía, quién rompió su promesa, quién dijo que iba a dejar esta vida y luego no cumplió?

– ¿Y por qué entonces la Virgen no te mató a ti y sí a tu niño?

– La Virgen no mató a mi hijo -dijo Lupe-. Se lo llevó, que es bien distinto, mana. A mí me castigó sin su presencia, a él se lo llevó a una vida mejor.

– Ah, bueno, si lo ves así no hay ningún problema, ¿verdad?

– Claro, así está todo solucionado -dije yo-. ¿Y ustedes cuándo se conocieron, antes o después del niño?

– Después -dijo María-, cuando ésta iba de torpedo loco por la vida. Yo creo que querías morirte, Lupe.

– Si no hubiera sido por Alberto hubiera felpado -suspiró Lupe.

– Alberto es tu… novio, supongo -dije yo-. ¿Lo conoces? -le pregunté a María y ésta hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Es su padrote -dijo María.

– Pero la tiene más grande que tu amiguito -dijo Lupe.

– ¿No te estarás refiriendo a mí, verdad? -dije yo.

María se rió.

– Se está refiriendo a ti, por supuesto, estúpido -dijo.

Me puse colorado y luego me reí. María y Lupe también se

rieron.

– ¿De qué tamaño la tiene Alberto? -dijo María.

– Del mismo que su cuchillo.

– ¿Y de qué tamaño es su cuchillo? -dijo María.

– Así.

– No exageres -dije yo aunque más me hubiera valido cambiar de conversación. Para intentar remediar lo irremediable, dije-: No hay cuchillos tan grandes. -Me sentí peor.

– Ay, mana, ¿y cómo estás tan segura con eso del cuchillo? -dijo María.

– Tiene el cuchillo desde los quince años, se lo regaló una puta de la Bondojo, una ruca que ya se murió.

– ¿Pero tú le has medido la cosita con el cuchillo o hablas sólo a tientas?

– Un cuchillo tan grande es un estorbo -insistí yo.

– Se lo mide él, no necesito medírselo yo, a mí qué más me da, se lo mide él mismo y se lo mide a cada rato, una vez al día, lo menos, dice que para comprobar que no se le ha achicado.

– ¿Tiene miedo de que se le reduzca la pilila? -dijo María.

– Alberto no tiene miedo de nada, es un gandalla de los de verdad.

– ¿Entonces por qué lo del cuchillo? La verdad es que yo no lo entiendo -dijo María-. ¿Y nunca, por casualidad, se ha cortado?

– Alguna vez, pero adrede. El cuchillo lo maneja muy bien.

– ¿Quieres decirme que tu pinche padrote a veces se hace cortes en el pene por gusto? -dijo María.

– Pues sí.

– No me lo puedo creer.

– La neta. Le da por ahí, no todos los días, ¿eh?, sólo cuando está nervioso o muy pasado. Pero medírsela, lo que se dice medírsela, pues casi siempre. Dice que es bueno para su hombría. Dice que es una costumbre que aprendió en el tambo.

– Ese cabrón debe ser un psicópata -dijo María.

– Tú es que eres muy delicada, mana, y no entiendes estas cosas. ¿Qué tiene de malo, digo yo? Todos los pinches hombres siempre están midiéndose la verga. El mío lo hace de verdad. Y con un cuchillo. Además, es el cuchillo que le regaló su primera piel, que para él más bien fue como una madre.

– ¿Y de verdad lo tiene tan grande?

María y Lupe se rieron. La imagen de Alberto se fue agrandando y adquiriendo un carácter amenazador. Ya no deseé que apareciera por allí ni defender a todo trance a las muchachas.

– Una vez, en Azcapotzalco, en un garito dedicado al asunto, hicieron un reventón de mamadas y había una ruca de por ahí que las ganaba todas. No había ninguna pulga que pudiera tragarse enteras las vergas que la ruca aquella se tragaba. Entonces Alberto se levantó de la mesa en donde estábamos y dijo espérenme un momentito, que voy a solucionar un negocio. Los que estaban en nuestra mesa le dijeron ya rugiste, Alberto, se ve que lo conocían. Yo mentalmente supe que la pobre ruca ya estaba derrotada. Alberto se plantó en medio de la pista, se sacó el vergajo, lo puso en acción con un par de golpecitos y se lo metió en la boca a la campeona. Ésta era dura de verdad y le hizo el esfuerzo. Poquito a poco empezó a tragarse la verga entre las exclamaciones de asombro. Entonces Alberto la cogió de las orejas y se la metió entera. Para luego es tarde, dijo y todos se rieron. Hasta yo me reí aunque la verdad es que también sentía algo de vergüenza y algo de celos. En los primeros segundos la ruca pareció que aguantaba, pero luego se atragantó y empezó a ahogarse…

– Carajo, qué bestia es tu Alberto -dije.

– Pero sigue contando, ¿qué pasó? -dijo María.

– Pues nada. La ruca empezó a golpear a Alberto, a intentar separarse de él, y Alberto empezó a reírse y a decirle so, yegua, so, yegua, como si estuviera montando una yegua brava, ¿me entiendes, no?

– Claro, como si estuviera en un rodeo -dije.

– A mí eso no me gustó nada y le grité déjala, Alberto, que la vas a desgraciar. Pero yo creo que él ni me oyó. Mientras tanto la cara de la ruca cada vez estaba más congestionada, roja, con los ojos muy abiertos (cuando hacía los guagüis los cerraba) y empujaba a Alberto por las ingles, lo tironeaba desde los bolsillos hasta el cinturón, digamos. Inútilmente, claro, porque a cada tirón que ella daba para separarse Alberto le daba otro de las orejas para impedírselo. Y él llevaba todas las de ganar, eso se veía enseguida.

– ¿Y por qué no le mordió el aparato? -dijo María.

– Porque era un reventón de amigos. Si lo llega a hacer, Alberto la hubiera matado.

– Tú estás loca, Lupe -dijo María.

– Tú también, todas estamos locas, ¿no?

María y Lupe se rieron. Yo quise saber el final de la historia.

– No pasó nada -dijo Lupe-. La vieja no pudo más y se puso a vomitar.

– ¿Y Alberto?

– Él se retiró un poco antes, ¿no? Se dio cuenta de lo que venía y no quiso que le manchara los pantalones. Así que dio un salto como de tigre, pero para atrás, y no le cayó encima ni una gotita. La gente del reventón lo aplaudió a rabiar.

– ¿Y tú estás enamorada de ese energúmeno? -dijo María.

– Enamorada, lo que se dice enamorada, pues no sé. Lo quiero un chingo, eso sí. Tú también lo querrías si estuvieras en mi lugar.

– ¿Yo? Ni loca.

– Es muy hombre -dijo Lupe con la mirada perdida más allá de los ventanales-, ésa es la mera verdad. Y me comprende mejor que nadie.

– Te explota mejor que nadie, querrás decir -dijo María echándose hacia atrás y golpeando la mesa con las manos. Del golpe las tazas saltaron.

– Cámara, no te pongas así, mana.

– Es verdad, no te pongas así, ella es dueña de hacer con su vida lo que quiera -dije yo.

– Tú no te metas, García Madero, tú ves estas cosas desde fuera, no entiendes una mierda de lo que estamos hablando.

– Tú también las ves desde fuera. Carajo, tú vives con tus padres, tú no eres una puta, perdona, Lupe, lo digo sin ánimo de ofender.

– No, si tú a mí no me ofendes, chavito -dijo Lupe.

– Cállate, García Madero -dijo María.

La obedecí. Durante un rato los tres nos mantuvimos en silencio. Después María se puso a hablar del Movimiento Feminista y citó a Gertrude Stein, a Remedios Varo, a Leonora Carrington, a Alice B. Toklas (tóclamela, dijo Lupe, pero María no le hizo el menor caso), a Única Zurn, a Joyce Mansour, a Marianne Moore y a otras cuyos nombres no recuerdo. Las feministas del siglo xx, supongo. También citó a Sor Juana Inés de la Cruz.

– Ésa es una poeta mexicana -dije.

– Y también una monja, eso ya lo sé -dijo Lupe.


17 de noviembre


Hoy he ido a casa de las Font sin Pancho. (No puedo andar colgado de Pancho todo el día.) Al llegar, sin embargo, empecé a sentirme nervioso. Pensé que el papá de María me correría a patadas, que yo no iba a saber tratarlo, que se arrojaría encima de mí. No tuve valor para tocar el timbre y durante un rato estuve dando vueltas por el barrio pensando en María, en Angélica, en Lupe y en la poesía. También, sin querer, me dio por pensar en mi tía, en mi tío, en lo que hasta ahora era mi vida. La vi placentera y vacía y supe que nunca más volvería a ser así. Me alegré profundamente de ello. Después volví caminando a buen paso hasta la casa de las Font y toqué el timbre. El señor Font se asomó a la puerta y desde allí me hizo una seña como diciéndome no te vayas, espera un poco, ahora te abro. Luego desapareció, pero la puerta sólo quedó entornada. Al cabo de un rato volvió a aparecer y cruzó el jardín arremangándose la camisa y con una gran sonrisa en la cara. La verdad es que lo encontré mejor. Me franqueó la entrada, me dijo tú eres García Madero, ¿verdad?, y me dio la mano. Yo le dije cómo está usted, señor, y él me dijo llámame Quim, nada de señor, en esta casa esos formalismos no se estilan. Al principio no entendí cómo quería que lo llamara y dije ¿Kim? (he leído a Rudyard Kipling), pero él dijo no, Quim, diminutivo de Joaquín en catalán.

– Pues órale, Quim -dije con una sonrisa de alivio, incluso de alegría-. Yo me llamo Juan.

– No, mejor a ti te sigo diciendo García Madero. Todos te llaman así -dijo él.

Después me acompañó un trecho por el jardín (me llevaba cogido del brazo) y antes de soltarme dijo que María le había contado lo de ayer.

– Te lo agradezco, García Madero -dijo-. Jóvenes como tú hay pocos. Este país se está yendo a la mierda y ya no sé cómo lo vamos a arreglar.

– Sólo hice lo que hubiera hecho cualquiera -dije un poco a ciegas.

– Hasta los jóvenes, que en teoría son la esperanza del cambio, se están convirtiendo en unos motos y en unos puteros. Esto no tiene arreglo, esto sólo se arregla con la revolución.

– Estoy totalmente de acuerdo, Quim -dije.

– Según mi hija, te comportaste como un caballero.

Me encogí de hombros.

– Ella tiene unas amistades que para qué te cuento, ya las irás conociendo -dijo-. En parte, no me molesta. Uno tiene que conocer gente de todas las clases, a veces es necesario empaparse de realidad, ¿no? Creo que eso lo dijo Alfonso Reyes, puede ser, no importa. Pero a veces María se excede, ¿no? Y yo no la critico por eso, que se empape de realidad, pero que se empape, no que se exponga, ¿verdad? Porque si uno se empapa demasiado se expone a convertirse en víctima, no sé si me sigues.

– Te sigo -dije.

– En víctima de la realidad, sobre todo si se tienen amigos o amigas, cómo te diría, magnéticos, ¿no? Gente que inocentemente atrae las desgracias o que atrae a los verdugos, ¿me sigues, verdad, García Madero?

– Cómo no.

– Por ejemplo, esa Lupe, la muchachita que vieron ayer. Yo también la conozco, no creas, ha estado aquí, en mi casa, comiendo con nosotros y durmiendo, una noche o dos, no te voy a exagerar, no pasa nada con una noche o dos, pero es que esa muchacha tiene problemas, ¿verdad?, atrae los problemas, a eso me refería cuando te decía lo de la gente magnética.

– Entiendo -dije-. Son como un imán.

– Exacto. Y en este caso, pues lo que el imán atrae es algo malo, muy malo, pero como María es muy joven, pues no se da cuenta y no ve el peligro, ¿verdad?, y lo que ella quiere es hacer el bien. Hacer el bien a los que lo necesitan, sin preocuparse de los riesgos que ello entraña. En una palabra, mi pobre hija quiere que su amiga, o su conocida, abandone la vida que lleva.

– Ya veo por dónde va, señor, quiero decir Quim.

– ¿Ya ves por dónde voy? ¿Por dónde voy?

– Te refieres al chulo de Lupe.

– Muy bien, García Madero, ahí está el punto de la cuestión. El chulo de Lupe. ¿Porque para él, vamos a ver, qué es Lupe? Su medio de vida, su trabajo, su oficina, su chamba en una palabra. ¿Y qué hace un empleado cuando se queda sin chamba, eh? Dime, qué hace.

– ¿Se enfada?

– Se enfada muchísimo. ¿Y con quién se va a enfadar? Pues con el que lo ha corrido de la chamba, de eso no te quepa duda, no se va a enfadar con el vecino, aunque puede, pero en primer lugar se va a enfadar con el que lo dejó sin trabajo, claro. ¿Y quién está serrándole el piso para que se quede sin trabajo? Pues mi hija. Así que, ¿con quién se va a enfadar? Pues con mi hija. Y de paso con su familia, ya sabes como es esta gente, las venganzas suelen ser horrorosas e indiscriminadas. Hay noches, te lo juro, que tengo unas pesadillas horribles -se rió un poco, mirando el césped, como si recordara sus pesadillas-, para ponerle los pelos de punta al más bragado. A veces sueño que estoy en una ciudad que es México pero que al mismo tiempo no es México. Quiero decir: es una ciudad desconocida, pero yo la conozco de otros sueños, ¿no te estaré aburriendo, verdad?

– No, cómo se te ocurre.

– Como te decía, es una ciudad vagamente desconocida y vagamente conocida. Y yo doy vueltas por unas calles interminables tratando de encontrar un hotel o una pensión en donde me quieran alojar. Pero no encuentro nada. Sólo encuentro a un mudo fulero. Y lo peor de todo es que está atardeciendo y yo sé que cuando caiga la noche mi vida no va a valer nada, ¿verdad? Voy a estar como aquel que dice a merced de las fuerzas de la naturaleza. Es cabrón el sueñecito -añadió reflexivo.

– Bueno, Quim, voy a ver si están las muchachas.

– Claro -dijo, pero sin soltarme del brazo.

– Ya me pasaré a despedir más tarde -dije por decir algo.

– Me gustó lo que hiciste anoche, García Madero. Me gustó que cuidaras a María y no te pusieras caliente delante de tantas putas.

– Hombre, Quim, sólo estaba Lupe… Y las amigas de mis amigas son mis amigas -dije enrojeciendo hasta las orejas.

– Bueno, vaya a visitar a las muchachas, creo que tienen otro invitado, ese cuarto es más concurrido que… -no encontró el símil y se rió.

Me alejé de él lo más aprisa que pude.

Cuando estaba a punto de entrar en el patio me volví y Quim Font aún seguía allí, riéndose muy bajito y mirando las magnolias.


18 de noviembre


Hoy he vuelto a casa de las Font. Quim salió a abrirme y me dio un abrazo. En la casita encontré a María, Angélica y Ernesto San Epifanio. Estaban los tres sentados en la cama de Angélica. Al entrar inconscientemente juntaron sus cuerpos, como para impedirme que viera lo que compartían. Me parece que esperaban a Pancho. Cuando se dieron cuenta de que era yo sus rostros no se relajaron.

– Tendrías que acostumbrarte a cerrar la puerta con llave -dijo Angélica-. Así no nos llevaríamos estos sobresaltos.

Al contrario que María, el rostro de Angélica es muy blanco, pero con una tonalidad que no sabría decir si olivácea o rosada, creo que olivácea, con los pómulos salientes, la frente amplia y los labios más abultados que los de su hermana. Al verla o mejor dicho al ver que ella me miraba (las otras veces que estuve allí de hecho no me miró), sentí que una mano de dedos largos y finos, pero al mismo tiempo muy fuerte, se cerraba sobre mi corazón, imagen que seguramente no gustará a Lima y a Belano, pero que se ajusta como un guante a lo que sentí entonces.

– Yo no fui la última en entrar -dijo María.

– Sí que fuiste la última. -El tono de Angélica era seguro, casi autoritario, y por un momento pensé que parecía la hermana mayor, no la menor-. Ponle pestillo a la puerta y siéntate en alguna parte -me ordenó a mí.

Hice lo que me decían. Las cortinas de la casita estaban corridas y la luz que entraba era de color verde con estrías amarillas. Me senté en una silla de madera, junto a una de las estanterías y les pregunté qué era lo que miraban. Ernesto San Epifanio levantó el rostro y me estudió durante unos segundos.

– ¿Tú no eres el que tomó nota de los libros que yo llevaba el otro día?

– Sí. Brian Patten, Adrián Henri y otro que ahora no recuerdo.

– The Lost Fire Brigade, de Spike Hawkins.

– Ése mismo.

– ¿Y ya los has comprado? -El tono era ligeramente sarcástico.

– Todavía no, pero estoy en ello.

– Tienes que ir a una librería especializada en literatura inglesa. En las librerías normales de México no los encontrarás.

– Sí, sí, Ulises me dijo de una librería adonde van ustedes.

– Ay, Ulises Lima -dijo San Epifanio acentuando mucho las íes-. Seguramente te va a mandar a la Librería Baudelaire, en donde hay mucha poesía francesa, pero muy poca poesía inglesa… ¿Y quiénes somos nosotros?

– ¿Nosotros, qué nosotros? -dije yo sorprendido. Las hermanas Font seguían contemplando e intercambiándose unos objetos que yo no podía ver. De vez en cuando se reían. La risa de Angélica era como un manantial.

– Los usuarios de la librería.

– Ah, los real visceralistas, claro.

– No me hagas reír. Pero si en ese grupo sólo leen Ulises y su amiguito chileno. Los demás son una pandilla de analfabetos funcionales. Me parece que lo único que hacen en las librerías es robar libros.

– Pero después los leerán, ¿no? -concluí un poco amoscado.

– No, te equivocas, después se los regalan a Ulises y a Belano. Éstos los leen, se los cuentan y ellos van por ahí presumiendo que han leído a Queneau, por ejemplo, cuando la verdad es que se han limitado a robar un libro de Queneau, no a leerlo.

– ¿Belano es chileno? -dije tratando de desviar la conversación hacia otro tema y porque además, sinceramente, no lo sabía.

– ¿No te habías dado cuenta? -dijo María sin levantar la vista de lo que fuera que estuviera mirando.

– Pues sí, le había notado un acento un poco distinto, pero me pareció que tal vez fuera, no sé, tamaulipeco o yucateco…

– ¿Te pareció yucateco? Ay, García Madero, bendita inocencia. Belano le pareció yucateco -le dijo San Epifanio a las Font y los tres se rieron.

Yo también me reí.

– No parece yucateco, pero podría serlo -dije-. Además, yo no soy un especialista en yucatecos.

– Pues no es yucateco. Es chileno.

– ¿Y hace mucho que vive en México? -dije por decir algo.

– Desde el putsch de Pinochet -dijo María sin levantar la cabeza.

– Desde mucho antes del golpe -dijo San Epifanio-. Yo lo conocí en 1971. Lo que pasa es que después volvió a Chile y cuando sucedió el golpe regresó a México.

– Pero entonces nosotras no te conocíamos -dijo Angélica.

– Belano y yo fuimos muy amigos durante esa época -dijo San Epifanio-. Los dos teníamos dieciocho y éramos los poetas más jóvenes de la calle Bucareli.

– ¿Se puede saber qué están mirando? -dije.

– Fotos mías. Es posible que te desagraden, pero si quieres puedes verlas tú también.

– ¿Eres fotógrafo? -dije levantándome y dirigiéndome a la cama.

– No, sólo soy poeta -dijo San Epifanio haciéndome un hueco-. Con la poesía tengo de sobras, aunque un año de éstos voy a cometer la vulgaridad de ponerme a escribir cuentos.

– Toma -Angélica me pasó un montoncito de fotos ya descartadas por ellas-, hay que mirarlas siguiendo un orden cronológico.

Debían de ser unas cincuenta o sesenta fotos. Todas estaban tomadas con flash. Todas eran del interior de una habitación, seguramente un cuarto de hotel, menos dos, en donde se veía una calle nocturna, deficientemente iluminada, y un Mustang rojo con algunas personas dentro. Los rostros de los que estaban en el Mustang eran borrosos. El resto de las fotos mostraba a un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, aunque puede que sólo tuviera quince, rubio, de pelo corto, y a una muchacha tal vez dos o tres años mayor que él, y a Ernesto San Epifanio. Sin duda había una cuarta persona, la que sacaba las fotos, pero a ésa no se la veía nunca. Las primeras fotos eran del muchacho rubio, vestido y después paulatinamente con menos ropa. A partir de la foto número quince aparecía San Epifanio y la muchacha. San Epifanio iba vestido con una americana morada. La muchacha con un elegante vestido de fiesta.

– ¿Quién es él? -dije.

– Tú calla y mira las fotos, luego pregunta -dijo Angélica.

– Es mi amor-dijo San Epifanio.

– Ah. ¿Y ella?

– Es su hermana mayor.

Aproximadamente por la foto número veinte el muchacho rubio comenzaba a vestirse con la ropa de su hermana. La muchacha, que no era tan rubia y estaba un poco gordita, hacía gestos obscenos al desconocido que los fotografiaba. San Epifanio, por el contrario, se mantenía, al menos en las primeras fotos, dueño de sí, sonriente pero serio, sentado en un sillón de skay, o en el borde de la cama. Todo esto, sin embargo, no era más que un espejismo, pues a partir de la foto número treinta o treintaicinco San Epifanio también se desnudaba (su cuerpo, de piernas largas y brazos largos, parecía excesivamente delgado, esquelético, mucho más de lo que realmente era). Las fotos siguientes mostraban a San Epifanio besando el cuello del adolescente rubio, sus labios, sus ojos, su espalda, su verga a media asta, su verga enhiesta (una verga, por lo demás, notable en un muchacho de apariencia tan delicada), bajo la siempre atenta mirada de la hermana que a veces aparecía de cuerpo completo y a veces sólo parte de su anatomía (un brazo y medio, la mano, algunos dedos, la mitad de la cara), e incluso en ocasiones sólo su sombra proyectada en la pared. Tengo que confesar que nunca en mi vida había visto algo parecido. Nadie, por descontado, me advirtió que San Epifanio era homosexual. (Sólo Lupe, pero Lupe también dijo que yo era homosexual.) Así que traté de no exteriorizar mis sentimientos (que, por lo menos, eran confusos) y seguí mirando. Tal como temía las siguientes fotos mostraban al lector de Brian Patten enculando al adolescente rubio. Sentí que enrojecía y de pronto me di cuenta que no sabía cómo, de qué manera iba a mirar a las Font y a San Epifanio cuando concluyera mi examen de las fotos. El rostro del muchacho encula-do se retorcía en una mueca que presumí de placer y de dolor mezclados. (O de teatro, pero eso lo pensé mucho más tarde.) El rostro de San Epifanio parecía afilarse por momentos, como una hoja de afeitar o como una navaja intensamente iluminada Y el rostro de la hermana observadora pasaba por todas las fases gestuales posibles, desde una alegría brutal hasta la más profunda melancolía. En las últimas fotos se veía, en diferentes poses, a los tres acostados en la cama, fingiendo dormir o sonriendo al fotógrafo.

– Pobre chavo, parece que está allí a la fuerza -dije para picar a San Epifanio.

– ¿A la fuerza? La idea se le ocurrió a él. Es un pequeño pervertido.

– Pero lo quieres con toda tu alma -dijo Angélica.

– Lo quiero con toda mi alma, pero nos separan demasiadas cosas.

– ¿Como qué? -dijo Angélica.

– El dinero, por ejemplo, yo soy pobre y él es un niño rico v mimado, acostumbrado al lujo, a los viajes, a que no le falte absolutamente nada.

– Pues aquí no parece ni rico ni mimado, hay algunas fotos verdaderamente siniestras -dije yo en un arranque de sinceridad.

– Su familia tiene mucho dinero -dijo San Epifanio.

– Entonces podrían haber ido a un hotel un poco mejor. La iluminación es de película del Santo.

– Es el hijo del embajador de Honduras -dijo San Epifanio lanzándome una mirada funesta-, Pero esto no se lo digas a nadie -añadió después, arrepentido de haberme confesado su secreto.

Devolví el mazo de fotos, que San Epifanio guardó en un bolsillo. A pocos centímetros de mi brazo izquierdo estaba el brazo desnudo de Angélica. Reuní valor y la miré a la cara. Ella también me miraba. Creo que enrojecí ligeramente. Me sentí feliz. Lo estropeé todo de inmediato.

– ¿Hoy no ha venido Pancho? -dije como un imbécil.

– Todavía no -dijo Angélica-. ¿Qué te han parecido las fotos?

– Gruesas -dije.

– ¿Sólo gruesas? -San Epifanio se levantó y se sentó en la silla de madera en donde antes había estado yo. Desde allí me observó con una de sus sonrisas afiladas.

– Bueno: tienen su poesía. Pero si te dijera que me parecieron sólo poéticas, te mentiría. Son unas fotos extrañas. Yo diría que es pornografía. No en un sentido peyorativo, pero creo que es pornografía.

– Todo el mundo tiende a encasillar las cosas que escapan de su comprensión -dijo San Epifanio-. ¿Te excitaron las fotos?

– No -dije con rotundidad, aunque la verdad es que no estaba seguro-. No me excitaron, pero no me desagradaron.

– Entonces no es pornografía. Para ti, al menos, no debería serlo.

– Pero me gustaron -admití.

– Entonces di sólo eso: te han gustado, no sabes por qué te han gustado, tampoco eso importa demasiado, punto.

– ¿Quién es el fotógrafo? -dijo María.

San Epifanio miró a Angélica y se rió.

– Eso sí que es un secreto. Me hizo jurar que no lo diría a nadie.

– Pero la idea fue de Billy, ¿qué más da quién haya sido el fotógrafo? -dijo Angélica.

Así que el hijo del embajador de Honduras se llamaba Billy; muy apropiado, pensé.

Y después, no sé por qué, sospeché que las fotos las había tomado Ulises Lima. Y acto seguido pensé en la para mí novedosa nacionalidad de Belano. Y luego me puse a mirar a Angélica, pero sin que se me notara mucho, mayormente cuando ella no me miraba a mí, la cabeza metida dentro de un libro de poesía (Les Lieux de la douleur, de Eugéne Savitzkaya), del que sólo se asomaba para terciar en la conversación que ahora sostenían María y San Epifanio sobre el arte erótico. Y luego volví a pensar en la posibilidad de que las fotos las hubiera tomado Ulises Lima y recordé también lo que oí en el café Quito, que Lima traficaba con drogas, y si traficaba con drogas, y eso casi era un hecho, pensé, también podía traficar con otras cosas. Y en ésas estaba cuando apareció Barrios del brazo de una norteamericana muy simpática (siempre sonreía) llamada Bárbara Patterson y de una poetisa a la que no conocía, llamada Silvia Moreno, y entonces todos nos pusimos a fumar marihuana.

Mucho más tarde, lo recuerdo vagamente (aunque no por el efecto de la mota, que apenas sentí), alguien volvió a sacar el tema de la nacionalidad de Belano, tal vez fuera yo, no lo sé, y todos se pusieron a hablar de él, quiero decir a hablar mal de él, menos María y yo, que en determinado momento como que nos alejamos del grupo, física y espiritualmente, pero incluso lejos (tal vez por efecto de la mota) yo pude aún seguir escuchando lo que decían. También hablaban de Lima, de sus viajes por el estado de Guerrero y por el Chile de Pinochet consiguiendo marihuana que luego revendía a novelistas y pintores del DF. ¿Pero cómo podía Lima ir a comprar marihuana en el otro extremo del continente? Oí risas. Creo que yo también me reí. Creo que me reí mucho. Tenía los ojos cerrados. Ellos dijeron: Arturo obliga a Ulises a trabajar mucho más, los riesgos ahora son mayores, y la frase se me quedó grabada en la cabeza. Pobre Belano, pensé. Después María me cogió de la mano y nos fuimos de la casita, como cuando allí estaba Pancho y Angélica nos echaba, sólo que esta vez no estaba Pancho ni nadie nos había echado.

Después creo que me dormí.

Desperté a las tres de la mañana, estaba tirado al lado de Jorgito Font.

Me levanté de un salto. Alguien me había quitado los zapatos, el pantalón y la camisa. Los busqué a tientas, procurando no despertar a Jorgito. Lo primero que encontré fue mi morral, con mis libros y mis poemas, en el suelo, a los pies de la cama. Un poco más allá, extendidos en una silla, hallé el pantalón, la camisa y la chamarra. Los zapatos no estaban por ninguna parte. Los busqué debajo de la cama y sólo encontré varios pares de tenis pertenecientes a Jorgito. Me vestí y estuve considerando la posibilidad de encender la luz o de salir descalzo. Me acerqué a la ventana, sin resolverme por ninguna de las dos opciones. Al descorrer las cortinas me di cuenta de que estaba en el segundo piso. Contemplé el patio oscuro y tras unos árboles la casita de las Font ligeramente iluminada por la luna. No tardé en darme cuenta de que no era la luna la que iluminaba la casita sino una farola encendida justo debajo de mi ventana, un poco a la izquierda, colgando por la parte de afuera de la cocina. La luz era mínima. Traté de vislumbrar la ventana de las Font. No vi nada, sólo ramas y sombras. Durante unos segundos sopesé la posibilidad de volver a la cama y dormir hasta que amaneciera, pero se me ocurrieron varias razones para desistir. Primero: hasta entonces nunca había dormido fuera de casa sin que mis tíos lo supieran; segundo: supe que iba a ser imposible conciliar otra vez el sueño; tercero: tenía que ver a Angélica, ¿para qué?, lo he olvidado, pero entonces sentí la necesidad urgente de verla, de mirarla dormir, de acurrucarme a los pies de su cama como un perro o como un niño (metáfora horrible, pero cierta). Así que me deslicé hasta la puerta y mentalmente le dije adiós, Jorgito, gracias por hacerme un hueco, ¡cuñado! (que viene del latín cognatus), y dándome valor con esta palabra, dándome impulso, salí felinamente de la habitación hacia un pasillo oscuro como la noche más negra, o como un cine en donde todo hubiera hecho crac, incluidos algunos ojos, y me puse a tantear por las paredes hasta encontrar, tras un periplo demasiado prolongado y angustioso como para relatarlo con detalle (además detesto los detalles), la sólida escalera que comunicaba la segunda planta con la primera. Ya allí, inmóvil como una estatua de sal (es decir palidísimo y con las manos fijas en un gesto mitad enérgico, mitad dubitativo), se me plantearon dos alternativas. O buscaba la sala y el teléfono y llamaba de inmediato a mis tíos que para entonces probablemente ya habrían despertado a más de un honesto policía, o buscaba la cocina, que según mis recuerdos quedaba a la izquierda, junto a una especie de comedor de uso diario. Sopesé los pros y los contras de ambas líneas de acción y opté por la más silenciosa, que era la de abandonar cuanto antes la casa grande de la familia Font. No fue ajena a la decisión la repentina imagen o ensoñación de Quim Font sentado en la oscuridad, en un sillón de orejeras, envuelto en una nubécula de azufre rojizo. Con gran esfuerzo conseguí serenarme. En la casa todos dormían, aunque, al contrario que en la mía, allí no se escuchaban los ronquidos de nadie. Transcurridos unos segundos, los suficientes como para convencerme de que ningún peligro, al menos inminente, se cernía sobre mí, me puse en marcha otra vez. En esta ala de la casa el resplandor de la farola del patio iluminaba tenuemente mi camino y no tardé en encontrarme en la cocina. Allí, abandonando mi hasta ahora extrema cautela, cerré la puerta, encendí la luz y me dejé caer sobre una silla, agotado como si hubiera recorrido un kilómetro cuesta arriba. Después abrí el refrigerador, me serví un vaso de leche hasta los bordes y me hice un sándwich de jamón y queso, con salsa de ostras y mostaza de Dijon. Cuando terminé de comer aún tenía hambre, por lo que me preparé un segundo sándwich, esta vez de queso, lechuga y pepinillos guarnecidos con dos o tres variedades de chile. Este segundo sándwich no aplacó mi apetito, por lo que decidí explorar en busca de algo más sólido. En el fondo del refrigerador, en un envase de plástico, encontré los restos de un pollo con mole; en otro recipiente encontré un poco de arroz, los restos de la comida de aquel día, supongo, y luego busqué pan de verdad, bolillos, no pan de molde, y comencé a prepararme la cena. Para beber, escogí una botella de Lulú sabor fresa, cuyo gusto en realidad más bien es de jamaica. Comí sentado en la cocina, en silencio, pensando en el futuro. Vi tornados, huracanes, maremotos, incendios. Después lavé la sartén, el plato, los cubiertos, recogí las migas y descorrí el pestillo de la puerta que daba al patio. Antes de salir, apagué la luz.

La casita de las Font estaba cerrada por dentro. Llamé una vez y susurré el nombre de Angélica. Nadie me contestó. Miré hacia atrás, las sombras del patio, la pileta que se erguía como un animal irascible me disuadieron de regresar a la habitación de Jorgito Font. Volví a llamar, esta vez un poco más fuerte. Esperé unos segundos y decidí cambiar de táctica, me desplacé unos metros a la izquierda y di unos golpes con la punta de los dedos en el frío cristal de la ventana. María, dije, Angélica, María, ábranme, soy yo. Después me quedé en silencio, a la espera de algún resultado, pero en el interior de la casita nadie se movió. Exasperado, aunque más correcto sería decir exasperadamente resignado, me arrastré otra vez hacia la puerta y me dejé resbalar con la espalda apoyada en ésta y la mirada perdida. Intuí que finalmente me quedaría allí, dormido, de una manera u otra a los pies de las hermanas Font, como un perro (¡un perro mojado por la noche inclemente!), tal como hacía unas horas yo mismo, de forma imprudente e intrépida, había deseado. De buena gana me hubiera echado a llorar. Para contrarrestar los nubarrones que se cernían sobre mi futuro inmediato, me dio por repasar todos los libros que tenía que leer, todos los poemas que tenía que escribir. Después pensé que si me dormía probablemente la sirvienta de los Font me iba a encontrar allí y procedería a despertarme evitándome la vergüenza de ser hallado por la señora Font o por alguna de sus hijas o por Quim Font en persona. Aunque si era este último el que me encontraba, argüí con algo de esperanza, probablemente pensaría que había sacrificado una noche de plácido sueño en aras de una fiel vigilancia de sus hijas. Si me despiertan invitándome a un café con leche, concluí, nada estará perdido, si me despiertan a patadas y me corren sin más explicaciones, ya no habrá ninguna esperanza para mí y además, ¿cómo le explico yo a mi tío que he atravesado todo el DF descalzo? Creo que fue esta perspectiva la que volvió a despertarme, tal vez la desesperación me hiciera, inconscientemente, aporrear la puerta con la nuca, lo cierto es que de pronto sentí unos pasos en el interior de la casita. Unos segundos después la puerta se abrió y una voz susurrada y soñolienta me preguntó qué hacía allí.

Era María.

– Me he quedado sin zapatos. Si los encontrara me iría a mi casa de inmediato -dije.

– Pasa -dijo María-. No hagas ruido.

La seguí con las manos extendidas, como un ciego. De pronto tropecé con algo. Era la cama de María. La oí ordenarme que me acostara, luego la vi deshacer el camino (la casita de las Font es verdaderamente grande) y cerrar sin ruido la puerta que había quedado semiabierta. No la oí regresar. La oscuridad entonces era total, aunque tras unos instantes, yo estaba sentado en el borde de la cama, no acostado como me había ordenado, distinguí el contorno de la ventana a través de las enormes cortinas de lino. Después sentí que alguien se metía en la cama y se estiraba y después, pero no sé cuánto tiempo pasó, sentí que esa persona se levantaba apenas, probablemente reclinada sobre un codo, y me jalaba hacia sí. Por el aliento supe que estaba a pocos milímetros del rostro de María. Sus dedos recorrieron mi cara, desde la barbilla hasta los ojos, cerrándolos, como invitándome a dormir, su mano, una mano huesuda, me bajó la cremallera de los pantalones y buscó mi verga; no sé por qué, tal vez debido a lo nervioso que estaba, afirmé que no tenía sueño. Ya lo sé, dijo María, yo tampoco. Luego todo se convirtió en una sucesión de hechos concretos o de nombres propios o de verbos, o de capítulos de un manual de anatomía deshojado como una flor, interrelacionados caóticamente entre sí. Exploré el cuerpo desnudo de María, el glorioso cuerpo desnudo de María en un silencio contenido, aunque de buena gana hubiera gritado, celebrando cada rincón, cada espacio terso e interminable que encontraba. María, menos recatada que yo, al cabo de poco comenzó a gemir y sus maniobras, inicialmente tímidas o mesuradas, fueron haciéndose más abiertas (no encuentro de momento otra palabra), guiando mi mano hacia los lugares que ésta, por ignorancia o por despreocupación, no llegaba. Así fue como supe, en menos de diez minutos, dónde estaba el clítoris de una mujer y cómo había que masajearlo o mimarlo o presionarlo, siempre, eso sí, dentro de los límites de la dulzura, límites que María, por otra parte, transgredía constantemente, pues mi verga, bien tratada en los primeros envites, pronto comenzó a ser martirizada entre sus manos; manos que en algunos momentos me supieron en la oscuridad y entre el revoltijo de sábanas a garras de halcón o halcona tironeando con tanta fuerza que temí quisiera arrancármela de cuajo y en otros momentos a enanos chinos (¡los dedos eran los pinches chinos!) investigando y midiendo los espacios y los conductos que comunicaban mis testículos con la verga y entre sí. Después (pero antes me había bajado los pantalones hasta las rodillas) me monté encima de ella y se lo metí.

– No te vengas dentro -dijo María.

– Lo intentaré -dije yo.

– ¿Cómo que lo intentarás, cabrón? ¡No te vengas dentro!

Miré a ambos lados de la cama mientras las piernas de María se anudaban y desanudaban sobre mi espalda (hubiera querido seguir así hasta morirme). A lo lejos discerní la sombra de la cama de Angélica y la curva de las caderas de Angélica, como una isla contemplada desde otra isla. De improviso sentí que los labios de María succionaban mi tetilla izquierda, casi como si me mordiera el corazón. Di un salto y se lo metí todo de un envión, con ganas de clavarla en la cama (los muelles de ésta comenzaron a crujir espantosamente y me detuve), al tiempo que le besaba el pelo y la frente con la máxima delicadeza y aún me sobraba tiempo para cavilar cómo era posible que Angélica no se despertara con el ruido que estábamos haciendo. Ni noté cuando me vine. Por supuesto, alcancé a sacarla, siempre he tenido buenos reflejos.

– ¿No te habrás venido dentro? -dijo María.

Le juré al oído que no. Durante unos segundos estuvimos ocupados respirando. Le pregunté si ella había tenido un orgasmo y su respuesta me dejó perplejo:

– Me he venido dos veces, García Madero, ¿no te has dado cuenta? -preguntó con toda la seriedad del mundo.

Dije sinceramente que no, que no me había dado cuenta de nada.

– Todavía la tienes dura -dijo María.

– Parece que sí -dije yo-. ¿Te la puedo meter otra vez?

– Bueno -dijo ella.

No sé cuánto tiempo pasó. Otra vez me corrí fuera. Esta vez no pude ahogar mis gemidos.

– Ahora mastúrbame -dijo María.

– ¿No has tenido ningún orgasmo?

– No, esta vez no he tenido ninguno, pero me lo he pasado bien. -Me cogió la mano, seleccionó el índice y me lo guió alrededor de su clítoris-. Bésame los pezones, también puedes morderlos, pero al principio muy despacio -dijo-. Luego muérdelos un poco más fuerte. Y con la mano cógeme del cuello. Acaricíame la cara. Méteme los dedos en la boca.

– ¿No prefieres que te… chupe el clítoris? -dije en un intento vano de encontrar las palabras más elegantes.

– No, por ahora no, con el dedo basta. Pero bésame las tetas.

– Tienes unos senos riquísimos. -Fui incapaz de repetir la palabra tetas.

Me desnudé sin salir de debajo de las sábanas (de improviso me había puesto a sudar) y acto seguido procedí a ejecutar las instrucciones de María. Sus suspiros primero y sus gemidos después me la volvieron a empalmar. Ella se dio cuenta y con una mano me acarició la verga hasta que ya no pudo más.

– ¿Qué te pasa, María? -le susurré al oído temeroso de haberle hecho daño en la garganta (aprieta, susurraba ella, aprieta) o de haberle mordido demasiado fuerte un pezón.

– Sigue, García Madero -sonrió María en la oscuridad y me besó.

Cuando terminamos me dijo que se había venido más de cinco veces. A mí, la verdad, me costaba hacerme a la idea, que estimaba fantástica, pero cuando me dio su palabra no tuve más remedio que creerla.

– ¿En qué piensas? -dijo María.

– En ti -mentí; en realidad pensaba en mi tío y en la Facultad de Derecho y en la revista que iban a sacar Belano y Lima-. ¿Y tú?

– Pienso en las fotos -dijo.

– ¿En qué fotos?

– En las de Ernesto.

– ¿Las fotos pornográficas?

– Sí.

Los dos temblamos al unísono. Teníamos las caras pegadas. Hablábamos, vocalizábamos, gracias a nuestras narices separadoras, pero aún así sentí con mis labios moverse sus labios.

– ¿Quieres que lo hagamos otra vez?

– Sí -dijo María.

– Bueno -dije un poco mareado-, si en el último momento te arrepientes, avísame.

– ¿Arrepentirme de qué? -dijo María.

La parte interior de sus muslos estaba empapada de mi semen. Sentí frío y no pude evitar suspirar profundamente en el momento en que volví a penetrarla.

María gimió y yo empecé a moverme cada vez con mayor entusiasmo.

– Procura no hacer mucho ruido, no quiero que Angélica nos oiga.

– Tú procura no hacer ruido -dije yo, y añadí-: ¿Qué le has dado a Angélica para que duerma tan profundamente? ¿Un somnífero?

Los dos nos reímos bajito, yo sobre su nuca y ella hundiendo la cara en las almohadas.

Al finalizar no tenía ánimo (del latin animus y éste de la palabra griega que designa soplo) ni para preguntar si se lo había pasado bien y lo único que anhelaba era quedarme poco a poco dormido con María en mis brazos. Pero ella se levantó y me obligó a vestirme y a seguirla en dirección al baño de la casa grande. Al salir al patio me di cuenta que ya estaba amaneciendo. Por primera vez en aquella noche pude ver con algo más de claridad la figura de mi amante. María vestía un camisón blanco, con bordados rojos en las mangas, y tenía el pelo recogido con una cinta o un trozo de cuero trenzado.

Después de secarnos pensé en llamar por teléfono a mi casa, pero María dijo que mis tíos seguramente estarían durmiendo y que lo podía hacer más tarde.

– ¿Y ahora qué? -le dije.

– Ahora a dormir un poco -dijo María pasando su brazo por mi cintura.

Pero la noche o el día aún me deparaba una última sorpresa. En la casita, acurrucados en un rincón, descubrí a Barrios y a su amiga norteamericana. Los dos roncaban. De buena gana los hubiera despertado con un beso.


19 de noviembre


Hemos desayunado todos juntos. Quim Font, la señora Font, María y Angélica, Jorgito Font, Barrios, Bárbara Patterson y yo. El desayuno consistió en huevos revueltos, lonchas de jamón frito, pan, mermelada de mango, mermelada de fresa, mantequilla, paté de salmón y café. Jorgito se bebió un vaso de leche. La señora Font (¡me dio un beso en la mejilla al verme!) hizo unas tortitas que llamó crépes, pero que en modo alguno se le parecen. El resto del desayuno lo preparó la sirvienta (cuyo nombre ignoro o he olvidado, algo que me parece imperdonable), los platos los lavamos entre Barrios y yo.

Después, cuando Quim se marchó a trabajar y la señora Font comenzó a planear su día laboral (trabaja, eso me dijo, como periodista en una nueva revista dedicada a la familia mexicana), me decidí finalmente a llamar a casa. Sólo encontré a mi tía Martita, que al oírme se puso a gritar como una loca y luego a llorar. Tras una serie ininterrumpida de invocaciones a la Virgen, llamadas a la responsabilidad, relatos fragmentados de la noche «que había hecho pasar a mi tío», advertencias en un tono más cómplice que recriminatorio del castigo inminente que mi tío seguramente cavilaba aquella misma mañana, pude por fin hablar y asegurarle que estaba bien, que había pasado la noche con unos amigos y que no iría a casa hasta «que el sol se ocultara», pues pensaba salir disparado a la universidad. Mi tía prometió que llamaría ella al trabajo de mi tío y me hizo jurar que en lo que me restaba de vida telefonearía a casa cuando decidiera pasar la noche afuera. Durante unos segundos reflexioné sobre la conveniencia de llamar personalmente a mi tío, pero finalmente decidí que no era necesario.

Me dejé caer sobre un sillón y no supe qué iba a hacer. Tenía el resto de la mañana y el resto del día a mi disposición, es decir era consciente de que estaban a mi disposición y en esa medida se me antojaban distintos de otras mañanas y de otros días (en donde yo era un alma en pena, errando por la universidad o por mi virginidad), pero a las primeras de cambio no supe qué podía hacer, tantas eran las posibilidades que se me ofrecían.

La ingestión de alimentos, comí como un lobo mientras la señora Font y Bárbara Patterson hablaban de museos y familias mexicanas, me había producido una ligera soñolencia y había despertado al mismo tiempo el deseo de volver a coger con María (a quien durante el desayuno evité mirar y cuando lo hice procuré adaptar mi mirada al concepto de amor fraterno o de desinteresada camaradería que supuse reconocería su padre, quien por cierto no mostró el más mínimo asombro al encontrarme en horas tan tempranas instalado en su mesa), pero María se preparaba para salir, Angélica se preparaba para salir, Jorgito Font ya se había marchado, Bárbara Patterson estaba en la ducha y sólo Barrios y la sirvienta vagaban como restos de un naufragio innominable por la amplia biblioteca de la casa grande, así que para no estorbar y por un ligero afán de simetría, crucé por enésima vez el patio y me instalé en la casita de las hermanas, en donde las camas estaban sin hacer (lo que denotaba a las claras que era la sirvienta o fámula o mucama -o aguerrida naca, como la llamaba Jorgito- la que se ocupaba de ellas, matiz que en vez de disminuir mi consideración por María, la agrandaba, dotándola de un puntito frívolo y despreocupado que no le sentaba mal) y contemplé el teatro de mi «pórtico a la maravilla», húmedo aún, y aunque en buena ley debería haberme puesto a llorar o a rezar, lo que hice fue tumbarme en una de las camas sin hacer (la de Angélica, como comprobé más tarde, no la de María) y me quedé dormido.

Me despertó Pancho Rodríguez propinándome una serie de golpes (incluida una patada, aunque no estoy seguro) por todo el cuerpo. Sólo mi buena educación me impidió no saludarlo con un puñetazo en la quijada. Tras darle los buenos días salí al patio y me lavé la cara en la fuente (lo que denota que aún estaba dormido), con Pancho a mis espaldas murmurando palabras ininteligibles.

– No hay nadie en la casa -dijo-. He tenido que entrar saltando por la barda. ¿Qué haces tú aquí?

Le dije que había pasado la noche allí (añadiendo, para desdramatizar, pues el aleteo de la nariz de Pancho me alarmó, que también Barrios y Bárbara Patterson lo habían hecho) y luego intentamos entrar a la casa grande por la puerta trasera, la de la cocina, y por la puerta principal, pero ambas estaban cerradas a cal y canto.

– Si nos ve algún vecino y avisa a la policía -dije-, lo vamos a tener difícil para explicar que no estamos intentando robar.

– Me importa madre. A mí me gusta conejear de vez en cuando en las casas de mis cuadernas -dijo Pancho.

– Es más -dije ignorando el comentario de Pancho-, me parece que he visto moverse una cortina en la casa de al lado. Si viene la policía…

– ¿Has cogido con Angélica, ojete? -dijo Pancho de pronto, dejando de mirar por las ventanas delanteras de la casa de los Font.

– Por supuesto que no -le aseguré.

No sé si me creyó o no me creyó. Lo cierto es que ambos volvimos a saltar la barda y emprendimos la retirada de la colonia Condesa.

Mientras caminábamos (en silencio, por el parque España, por Parras, por el parque San Martín, por Teotihuacán, a esa hora transitados sólo por amas de casa, sirvientas y vagabundos), pensé en lo que me dijo María sobre el amor y sobre el dolor que el amor dejaría caer sobre la cabeza de Pancho. Para cuando llegamos a Insurgentes Pancho había recuperado su buen humor y hablaba de literatura, me recomendaba autores, trataba de no pensar en Angélica. Luego tomamos por Manzanillo, nos desviamos por Aguascalientes y volvimos a torcer al sur por Medellín hasta llegar a la calle Tepeji. Nos detuvimos delante de un edificio de cinco pisos y Pancho me invitó a comer con su familia.

Subimos en ascensor hasta el último piso.

Allí, en vez de entrar, tal como yo esperaba, en uno de los departamentos, trepamos por la escalera hasta la azotea. Un cielo gris, pero brillante como si hubiera ocurrido un ataque nuclear, nos recibió en medio de una profusión vibrante de macetas y flores multiplicadas en los pasillos y en los lavaderos.

La familia de Pancho vivía en dos cuartos de azotea.

– Temporalmente -explicó Pancho-, hasta que tengamos feria para una casa por aquí cerca.

Fui presentado formalmente a su mamá, doña Panchita, a su hermano Moctezuma, de diecinueve años, poeta catuliano y sindicalista, y a su hermano pequeño, Norberto, de quince, estudiante de prepa.

Uno de los cuartos cumplía durante el día las funciones de comedor y sala de la tele, y por la noche de dormitorio de Pancho, de Moctezuma y de Norberto. El otro era una especie de ropero o closet gigantesco, en donde además estaba el refrigerador, los utensilios de cocina (la cocina, portátil, la sacaban al pasillo durante el día y la metían en este cuarto durante la noche) y el colchón donde descansaba doña Panchita.

Al empezar a comer se nos unió un tal Piel Divina, de veintitrés años, vecino de azotea, que fue presentado como poeta real visceralista. Poco antes de que me marchara (muchas horas después, el tiempo pasó volando), le pregunté otra vez cómo se llamaba y él dijo Piel Divina con tanta naturalidad y seguridad (mucha más de la que yo hubiera empleado para decir Juan García Madero) que por un momento llegué a creer que en los meandros y pantanos de nuestra República Mexicana existía de veras una tal familia Divina.

Después de comer, dona Panchita se dedicó a sus telenovelas favoritas y Norberto se puso a estudiar, los libros extendidos sobre la mesa. Entre Pancho y Moctezuma lavaron los platos en un fregadero desde donde se veía buena parte del parque de las Américas y más atrás las moles amenazadoras -como venidas de otro planeta, un planeta, además, inverosímil- del Centro Médico, el Hospital Infantil, el Hospital General.

– Lo bueno de vivir aquí, si no te fijas en las apreturas -dijo Pancho-, es que estás cerca de todo, en el mero corazón del DF.

Piel Divina (a quien, obviamente, Pancho y su hermano, ¡e incluso doña Panchita!, llamaban Piel), nos invitó a ir a su cuarto en donde guardaba, dijo, algo de marihuana del último reventón.

– Para luego es tarde, mi buen carnal -dijo Moctezuma.

El cuarto de Piel Divina era, al contrario que los dos cuartos que ocupaban los Rodríguez, un ejemplo de desnudez y austeridad. No vi ropa tirada, no vi enseres domésticos, no vi libros (Pancho y Moctezuma eran pobres, pero en los lugares más insospechados de su vivienda pude ver ejemplares de Efraín Huerta, Augusto Monterroso, Julio Torri, Alfonso Reyes, el ya mencionado Catulo traducido por Ernesto Cardenal, Jaime Sabines, Max Aub, Andrés Henestrosa), sólo una colchoneta y una silla -no tenía mesa- y una maleta de piel, de buena calidad, en donde guardaba su ropa.

Piel Divina vivía solo, aunque por sus palabras y por las de los hermanos Rodríguez deduje que no hacía mucho había vivido allí una mujer (y su hijo), ambos temibles, que al marcharse arramblaron con gran parte de los muebles.

Durante un rato estuvimos fumando marihuana y mirando el paisaje (que como ya he dicho se componía básicamente de las siluetas de los hospitales, de un sinfín de azoteas semejantes a aquella en la que estábamos y de un cielo de nubes bajas que se movían lentamente hacia el sur) y después Pancho se puso a contar su aventura de aquella mañana en la casa de las Font y su encuentro conmigo.

Fui interrogado al respecto, esta vez por los tres, y no consiguieron sacarme nada que ya no le hubiera dicho a Pancho. En algún momento se pusieron a hablar de María. Por sus palabras, enrevesadas, creí entender que Piel Divina y María habían sido amantes. También, que éste tenía prohibida la entrada en casa de la familia Font. Quise saber por qué. Me explicaron que la señora Font los sorprendió una noche mientras cogían en la casita. En la casa grande daban una fiesta en honor a un escritor español que acababa de llegar a México y en determinado momento de la fiesta la señora Font quiso presentarle a su hija mayor, es decir a María, y no la halló. Así que, del brazo del escritor español, salió en su busca. Cuando llegaron a la casita ésta estaba con las luces apagadas y desde el fondo sintieron un ruido como de golpes, golpes rítmicos y sonoros. La señora Font sin duda no pensó en lo que hacía (si hubiera reflexionado antes de actuar, dijo Moctezuma, se hubiera llevado al español de regreso a la fiesta y hubiera vuelto sola a averiguar qué ocurría en el cuarto de su hija), pero, bueno, ella no pensó en nada y encendió la luz. En el fondo de la casita descubrió, horrorizada, a María, vestida únicamente con una blusa, los pantalones bajados, chupándole la verga a Piel Divina mientras éste le propinaba palmadas en las nalgas y en el sexo.

– Palmadas muy fuertes -dijo Piel Divina-. Cuando encendieron la luz miré su culo y lo tenía enrojecido. La verdad es que me asusté.

– ¿Pero por qué le pegabas? -dije con rabia y temiendo sonrojarme.

– Pues porque ella se lo había pedido, mi buen inocencio -dijo Pancho.

– Me cuesta creerlo -dije.

– Cosas más extrañas se han visto -dijo Piel Divina.

– La culpa de todo la tiene una francesa que se llama Simone Darrieux -dijo Moctezuma-. Sé que María y Angélica invitaron a la tal Simone a una reunión feminista y al salir estuvieron hablando de sexo.

– ¿Quién es esa Simone? -dije.

– Una amiga de Arturo Belano.

– Yo me acerqué a ellas. Qué tal, compañeras, les dije, y las muy putas estaban hablando del Marqués de Sade -dijo Moctezuma.

El resto de la historia era predecible. La mamá de María quiso decir algo pero no pudo. El español, que según Piel Divina empalideció visiblemente ante la visión del trasero levantado y oferente de María, la cogió del brazo con la solicitud que se emplea con los enfermos mentales y la arrastró otra vez hacia la fiesta. En el repentino silencio que de pronto se hizo en la casita Piel Divina los escuchó conversar en el patio, palabras rápidas, como si el cabrón gachupín caliente le estuviera proponiendo algo deshonesto a la pobre señora Font recostada en la fuente.

Pero luego sintió sus pasos alejarse en dirección a la casa grande y María le dijo que siguieran.

– Eso sí que no me lo puedo creer -dije yo.

– Lo juro por mi vieja -dijo Piel Divina.

– ¿Después de haber sido sorprendidos, María quiso seguir haciendo el amor?

– Ella es así -dijo Moctezuma.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -dije yo cada segundo más acalorado.

– Yo también he cogido con ella -dijo Moctezuma-, no existe en el DF una chava más apasionada que ésa, aunque nunca le he pegado, eso sí que no, a mí esas cosas raras no me gustan. Pero a ella sí, me consta.

– Yo no le pegué, buey, lo que pasa es que María estaba obsesionada con el Marqués de Sade y quería probar eso de los azotes en las nalgas -dijo Piel Divina.

– Eso es algo muy de María -dijo Pancho-, es muy consecuente con sus lecturas.

– ¿Y siguieron cogiendo? -dije yo. O susurré, o aullé, no lo recuerdo, sí que recuerdo que di varias chupadas ininterrumpidas a la bacha de mota y que me tuvieron que repetir varias veces que la pasara, que no era para mí solo.

– Pues sí, seguimos cogiendo, es decir ella siguió mamándomela y yo seguí dándole golpes con la mano abierta en el culo, pero cada vez con menos fuerza o cada vez con menos ganas, yo creo que la aparición de su mamá pues me había afectado, a mí sí, y como que ya no tenía ganas de coger, como que me había enfriado y ahora sólo quería levantarme y tal vez ir a dar una vuelta por la fiesta, creo que estaban algunos poetas famosos, el gachupín, la Ana María Díaz y el señor Díaz, los papas de Laura Damián, el poeta Álamo, el poeta Labarca, el poeta Berrocal, el poeta Artemio Sánchez, la actriz televisiva América Lagos, y también pues como que tenía un poco de miedo a que apareciera por allí otra vez la mamá de María, pero esta vez acompañada del chingado arquitecto y entonces sí que la iba a amolar.

– ¿Estaban los padres de Laura Damián? -dije.

– Los meros padres de la casta diva -dijo Piel Divina-, y otras celebridades, no te creas, a mí me gusta fijarme en los detalles, antes los había visto por la ventana, había saludado al poeta Berrocal, en un tiempo asistí a su taller, no sé si se acordó de mi o qué. También yo creo que tenía hambre, de sólo imaginar las cosas que estaban comiendo en la otra casa se me ponían los dientes pelones. No me hubiera importado aparecer allí, con María, claro, y ponerme a comer feamente. Me sentía muy naylon, debía ser por la mamada. Pero la mera verdad es que yo no pensaba en la mamada, ¿me entiendes? No pensaba en los labios de María, ni en su lengua que me envolvía la verga, ni en su saliva que a esas alturas me bajaba por los pelos de los huevos…

– No te la prolongues -dijo Pancho.

– No le pongas tanta crema a tus tacos -dijo su hermano.

– No la hagas cansada -dije yo por no ser menos, aunque en realidad me sentía agotadísimo.

– Bueno, pues se lo dije. Le dije: María, dejémoslo para otra ocasión o para otra noche. Generalmente cogíamos aquí, en mi casa, sin límite de tiempo, aunque ella nunca se quedó una noche entera, siempre se iba a las cuatro de la mañana o a las cinco, y era una chinga porque yo siempre me ofrecía para acompañarla, no la iba a dejar que se fuera sola a esas horas. Y ella me dijo sigue, no te pares, no hay problema. Y yo entendí que me decía que le siguiera dando palmadas en el trasero, ¿tú qué hubieras entendido? -lo mismo, dijo Pancho-, así que reanudé los golpes, bueno, con una mano la golpeaba y con la otra le acariciaba el clítoris y las tetas. La verdad, cuanto antes hubiéramos acabado, mejor. Yo estaba dispuesto. Pero claro, no me iba a venir sin que ella se viniera. Y la muy puta se tardaba horrores y eso empezó a enardecerme y como que cada vez le iba dando más fuerte. En las nalgas, en las piernas, pero también en el coño. ¿Ustedes lo han hecho así alguna vez, muchachos? Bueno, se lo recomiendo. Al principio el sonido, el sonido de las palmadas, como que no sabe muy bien, te desconcentra, es algo como demasiado crudo en un plato en donde las cosas son más bien cocidas, pero luego como que se acopla a lo que estás haciendo, y los gemidos de ella, los de María, también se acoplan, cada golpe produce un gemido, y eso va in crescendo, y llega un momento en que sientes sus nalgas ardiendo, y las palmas de tus manos también arden, y la verga te empieza a latir como si fuera un corazón, plonc plonc plonc…

– No te azotes, mano -dijo Moctezuma.

– Es la neta. Ella tenía mi verga en su boca, pero no apretándola, no chupándola, sino sólo acariciándola con la punta de la lengua. La tenía como una pistola dentro de su funda. ¿Ves la diferencia? No como una pistola en la mano, sino como una pistola enfundada, en la sobaquera o en la cartuchera, a ver si me explico. Y también ella latía, le latían las nalgas y las piernas y los labios de la vagina y el clítoris, lo sé porque entre golpe y golpe la acariciaba, le pasaba la mano por ahí y lo notaba y eso me ponía calentísimo y tenía que hacer esfuerzos para no venirme. Y gemía, pero cuando la golpeaba gemía más, cuando no la golpeaba gemía mucho (yo no le podía ver la cara), pero cuando la golpeaba eran mucho más potentes, digo, los gemidos, como si le partieran el alma, y a mí lo que me daban ganas era de voltearla y metérselo, pero eso ni pensarlo, se hubiera enojado, es lo gacho de María, las cosas con ella son fuertes pero tienen que ser a su manera.

– ¿Y qué pasó luego? -dije yo.

– Pues que se vino y yo me vine y nada más.

– ¿Nada más? -dijo Moctezuma.

– Nada más, te lo juro. Nos limpiamos, bueno, yo me limpié, me peiné un poco, ella se puso los pantalones y salimos a ver qué pasaba en la fiesta. Ahí nos separamos. Ése fue mi error. Separarme de ella. Yo me puse a hablar con el maestro Berrocal, que estaba solo en un rincón. Luego se nos juntó el poeta Artemio Sánchez y una chava que iba con él, una tipa de unos treinta años que dizque era secretaria de redacción de la revista El Guajolote y yo ahí mismo le empecé a preguntar si no necesitaba poemas o cuentos o textos filosóficos para la revista, le dije que tenía material inédito de sobras, le hablé de las traducciones de mi carnal Moctezuma, y mientras platicaba iba buscando con el rabillo del ojo la mesa de los canapés pues me había entrado un hambre de la chingada, y entonces vi aparecer otra vez a la mamá de María seguida de su papá y un poco más atrás al famoso poeta español y ahí se acabó todo: me pusieron de patitas en la calle y con la advertencia de no volver a pisar nunca más su casa.

– ¿Y María no hizo nada?

– Pues no. No hizo nada. Yo a las primeras me hice como el que no entendía de qué iba el asunto, vaya, como si el asunto no fuera conmigo, pero luego, mano, ya para qué disimular, quedó claro que me iban a echar como a un pinche perro. Me dio pena que me lo hicieran delante del maestro Berrocal, para qué más que la verdad, el cabrón seguro que se estaría riendo por dentro mientras yo retrocedía en dirección a la puerta, pensar que hubo un tiempo en que se podría decir que lo admiraba.

– ¿A Berrocal? Qué pendejo eres, Piel -dijo Pancho.

– La verdad es que al principio se portó bien conmigo. Ustedes de eso saben poco, son del DF, se han criado aquí, yo llegue sin conocer a nadie y sin un puto peso. De eso hace tres años, y tenía veintiuno. Fue como una carrera de obstáculos. Y Berrocal se portó bien conmigo, me acogió en su taller, me presentó gente que me podía enchufar en un trabajo, en su taller conocí a María. Mi vida ha sido como un bolero -dijo de pronto con voz soñolienta Piel Divina.

– Bueno, sigue: Berrocal te miraba y se reía -dije yo.

– No, no se reía, pero por dentro yo creo que se reía. Y Artemio Sánchez también me miraba, pero tenía un pedo tan grande que ni se enteró de qué iba el asunto. Y la secretaria de redacción de El Guajolote, yo creo que era la que más espantada estaba, y no le faltaban motivos porque la cara de la mamá de María era de las que ponen los pelos de punta, les juro que pensé que podía ir armada. Y yo pese a todo retrocedía con lentitud, aunque, carnales, ganas no me faltaban de salir corriendo, y era porque no perdía la esperanza de ver aparecer a María, de que María se abriera paso entre los invitados y entre sus padres y me cogiera del brazo o pasara su mano por mi hombro, María es la única mujer que conozco que no abraza a los hombres por la cintura sino por los hombros, y me sacara de allí de una forma decente, digo, que saliera de allí conmigo.

– ¿Y apareció?

– Aparecer, lo que se dice aparecer, no. La vi, eso sí. Asomó su cabeza, durante un segundo, por entre los hombros y las cabezas de algunos cabrones.

– ¿Y qué hizo?

– Nada, chingada madre, no hizo nada.

– Tal vez no te vio -dijo Moctezuma.

– Claro que me vio. Me miró a los ojos, pero a su manera, ya saben cómo es ella, a veces te mira y es como si no te viera o como si te atravesara con la mirada. Y luego desapareció. Así que yo me dije hoy has perdido, ñero, no la hagas de tos, vete tranquilo. Y comencé a retirarme en forma y en eso que se me abalanza la jija de la chingada de la mamá de María, y yo pensé esta vieja lo menos me patea los huevos o me abofetea, vaya, pensé, se acabó la retirada en orden, es mejor que corra, pero para entonces ya tenía a la muy puta encima de mí, como si me fuera a besar o a morder, y qué creen que me dice…

Los hermanos Rodríguez no dijeron nada, seguramente sabían la respuesta.

– ¿Te mentó la madre? -dije tentativamente.

– Me dijo: qué vergüenza, qué vergüenza, sólo eso, pero unas diez veces por lo menos y a menos de un centímetro de mi cara.

– Parece mentira que esa bruja cabrona haya parido a María y a Angélica -dijo Moctezuma.

– Casos más raros se han visto -dijo Pancho.

– ¿Sigues siendo amante de ella? -dije yo.

Piel Divina me escuchó, pero no me contestó.

– ¿Cuántas veces has cogido con ella? -dije yo.

– Ya ni me acuerdo -dijo Piel Divina.

– ¿Pero qué preguntas son ésas? -dijo Pancho.

– Nada, curiosidad -dije yo.

Esa noche me fui muy tarde de la casa de los hermanos Rodríguez (comí con ellos, cené con ellos, posiblemente hubiera podido quedarme a dormir con ellos, su generosidad era ilimitada). Cuando llegué a Insurgentes, a la parada de autobuses, comprendí de pronto que ya no tenía ganas ni fuerzas para la larga y bizantina discusión que me aguardaba en casa.

Poco a poco fueron pasando los autobuses que debía tomar, hasta que finalmente me levanté del bordillo en donde estaba sentado meditando y mirando el tráfico o mejor dicho los faros de los coches que iluminaban mi cara, y emprendí el camino rumbo a la casa de la familia Font.

Antes de llegar llamé por teléfono. Contestó Jorgito. Le dije que llamara a su hermana. Al poco se puso María. Quería verla. Me preguntó dónde estaba. Le dije que cerca de su casa, en la plaza Popocatépetl.

– Espera un par de horas -dijo ella- y luego vienes. No toques el timbre. Salta la barda y entra sin hacer ruido. Te estaré esperando.

Suspiré profundamente, casi le dije que la quería (pero no se lo dije) y luego colgué. Como no tenía dinero para meterme en una cafetería, me quedé en la misma plaza, sentado en un banco, escribiendo mi diario y leyendo un libro con poemas de Tablada que me había dejado Pancho. Al cabo de dos horas justas, me levanté y dirigí mis pasos hacia la calle Colima.

Miré a ambos lados antes de dar un salto y encaramarme sobre la barda. Me dejé caer procurando no estropear las flores que la señora Font (o la sirvienta) cultivaba en aquel lado del jardín. Después caminé en la oscuridad rumbo a la casita.

María me estaba esperando bajo un árbol. Antes de que yo dijera nada me dio un beso en la boca. Su lengua entró hasta la garganta. Olía a cigarrillos y a comida cara. Yo olía a cigarrillos y a comida pobre. Pero las dos comidas eran buenas. Todo el miedo y toda la tristeza que sentía se evaporaron en el acto. En vez de irnos a su casita nos pusimos a hacer el amor allí mismo, de pie bajo el árbol. Para que sus gemidos no se oyeran María me mordió el cuello. Antes de venirme saqué la verga (María dijo ahhhh cuando se la saqué tal vez demasiado abruptamente) y eyaculé sobre la hierba y las flores, supongo. En la casita Angélica dormía profundamente o fingía dormir profundamente, e hicimos otra vez el amor. Y luego yo me levanté, sentía el cuerpo como si me lo estuvieran partiendo y sabía que si le decía que la quería el dolor se iba a ir de inmediato, pero no dije nada y revisé los rincones más alejados, a ver si descubría a Barrios y a la Patterson durmiendo en uno de ellos, pero no había nadie más que las hermanas Font y yo.

Después nos pusimos a hablar y Angélica se despertó y encendimos la luz y estuvimos hablando hasta tarde. Hablamos de poesía, de Laura Damián, del premio homónimo y de la poeta muerta, de la revista que pensaban sacar Ulises Lima y Belano, de la vida de Ernesto San Epifanio, de cómo sería la cara de Huracán Ramírez, de un pintor amigo de Angélica que vivía en Tepito y de los amigos de María de la Escuela de Danza. Y después de mucha plática y muchos cigarrillos Angélica y María se durmieron y yo apagué la luz y me metí en la cama y mentalmente le hice el amor a María otra vez.


20 de noviembre


Militancias políticas: Moctezuma Rodríguez es trotskista. Jacinto Requena y Arturo Belano fueron trotskistas.

María Font, Angélica Font y Laura Jáuregui (la ex compañera de Belano) pertenecieron a un movimiento feminista radical llamado Mexicanas al Grito de Guerra. Allí se supone que conocieron a Simone Darrieux, amiga de Belano y propagandista de cierto tipo de sadomasoquismo.

Ernesto San Epifanio fundó el primer Partido Comunista Homosexual de México y la primera Comuna Proletaria Homosexual Mexicana.

Ulises Lima y Laura Damián planeaban fundar un grupo anarquista: queda el borrador de un manifiesto fundacional. Antes, a los quince años, Ulises Lima intentó ingresar en lo que quedaba del grupo guerrillero de Lucio Cabañas.

El padre de Quim Font, también llamado Quim Font, nació en Barcelona y murió en la batalla del Ebro.

El padre de Rafael Barrios militó en el sindicato ferrocarrilero clandestino. Murió de cirrosis.

El padre y la madre de Piel Divina nacieron en Oaxaca y, según dice el mismo Piel Divina, murieron de hambre.


21 de noviembre


Fiesta en casa de Catalina O'Hara.

Por la mañana hablé con mi tío por teléfono. Me preguntó cuándo pensaba volver. Siempre, le dije. Tras un silencio embarazoso (seguramente no entendió mi respuesta, pero no quiso admitirlo), me preguntó en qué estaba metido. En nada, le dije. Esta noche te quiero ver en casa como Dios manda, dijo, o atente a las consecuencias, Juan. Detrás de él escuché llorar a mi tía Martita. Por supuesto, le dije. Pregúntale si se está drogando, le dijo mi tía, pero mi tío dijo ya te oye y luego me preguntó si tenía dinero. Para camiones, dije y ya no pude hablar más.

En realidad no me quedaba dinero ni para camiones. Aunque luego las cosas tomaron un giro imprevisto.

En casa de Catalina O'Hara estaban Ulises Lima, Belano, Müller, San Epifanio, Barrios, Bárbara Patterson, Requena y su novia Xóchitl, los hermanos Rodríguez, Piel Divina, la pintora que comparte el taller con Catalina, además de mucha gente desconocida y de la que no había oído hablar, que aparecieron y desaparecieron como un río oscuro.

Cuando María, Angélica y yo hicimos acto de presencia la puerta estaba abierta y al entrar sólo vimos a los hermanos Rodríguez que estaban sentados en la escalera que da al segundo piso compartiendo una bacha de marihuana. Los saludamos y nos sentamos a su lado. Creo que nos esperaban. Después Pancho y Angélica subieron y nosotros nos quedamos solos. De la parte de atrás de la casa llegaba una música siniestra, aparentemente tranquilizadora, es decir con sonidos de pájaros, patos, ranas, el viento, el mar, incluso pisadas de personas sobre tierra o hierba reseca, pero que en conjunto resultaba sobrecogedora, como la música de fondo de una película de terror. Luego llegó Piel Divina, besó a María en la mejilla (yo miré para otro lado, hacia una pared llena de grabados de mujeres o de sueños de mujeres) y se puso a conversar con nosotros. No sé por qué, tal vez por timidez, mientras ellos hablaban (Piel Divina era un asiduo de la Escuela de Danza, estaba en la onda de María) paulatinamente me fui desconectando, ensimismando, y me puse a pensar en los extraños hechos que había vivido esa mañana en casa de los Font.

Al principio todo discurrió de forma natural. Me senté a la mesa a compartir el desayuno con la familia, la señora Font me dio los buenos días amablemente, Jorgito ni me miró (estaba medio dormido), la sirvienta al llegar me hizo un saludo que denotaba simpatía; hasta ahí todo bien, tan bien que en algún momento llegué a pensar que acaso podía quedarme a vivir en la casita de María para el resto de mi vida. Pero entonces apareció Quim y su sola visión me erizó los pelos. Parecía no haber dormido en toda la noche, parecía recién salido de una sala de torturas o de una timba de verdugos, tenía el pelo revuelto, los ojos enrojecidos, no se había afeitado (ni duchado) y las manos las llevaba sucias con algo que en el dorso parecía manchas de yodo y en los dedos manchas de tinta. Por supuesto, no me saludó, aunque yo le di los buenos días de la manera más afable posible. Su mujer y sus hijas lo ignoraron. Al cabo de unos minutos, yo también lo ignoré. Su desayuno fue mucho más frugal que el nuestro: ingirió dos tazas de café negro y luego se fumó un cigarrillo arrugado que extrajo no de una cajetilla sino del bolsillo, mirándonos de una manera singular, como si nos retara pero al mismo tiempo como si no nos viera. Terminado el desayuno se levantó y me pidió que lo siguiera, que quería hablar un rato conmigo.

Miré a María, miré a Angélica, no vi en sus expresiones nada que me aconsejara desobedecer, lo seguí.

Era la primera vez que entraba al estudio de Quim Font y me sorprendió el tamaño de la habitación, mucho más pequeña que las otras de la casa. Allí se amontonaban sin orden ni concierto fotos y planos pegados con chinchetas en las paredes o desparramados por el suelo. Una mesa de delineante y una banqueta eran los únicos muebles y ocupaban más de la mitad del espacio del estudio. Olía a tabaco y a sudor.

– He estado trabajando casi toda la noche, no he podido pegar ojo -dijo Quim.

– ¿Ah, sí? -dije yo, mientras pensaba que ya la había amolado, que Quim seguramente me oyó llegar la noche anterior, que nos vio a María y a mí por el único y exiguo ventanuco del estudio y que ahora venía la regañina.

– Sí, mira mis manos -dijo.

Extendió las dos manos a la altura de su pecho. Temblaban considerablemente.

– ¿En algún proyecto? -pregunté con amabilidad mientras miraba los papeles extendidos sobre la mesa.

– No -dijo Quim-, en una revista, en una revista que va a salir próximamente.

No sé por qué, pero de inmediato pensé (o supe, como si él mismo me lo hubiera dicho) que se refería a la revista de los real visceralistas.

– Les voy a dar en la madre a todos los que me han criticado, sí señor -dijo.

Me aproximé a la mesa y estudié los diagramas y dibujos, levantando lentamente las hojas que se amontonaban sin orden ni concierto. El proyecto de revista era un caos de figuras geométricas y nombres o letras trazadas al azar. No me cupo ninguna duda de que el pobre señor Font estaba al borde del colapso nervioso.

– ¿Qué te parece, eh?

– Interesantísimo -dije.

– Ya se van a enterar esos pendejos de lo que es la vanguardia, ¿verdad? Y eso que faltan los poemas, ¿ves? Aquí irán los poemas de ustedes.

El espacio que me señaló estaba lleno de rayas, rayas que imitaban la escritura, pero también de dibujitos, como cuando en los cómics alguien blasfema: serpientes, bombas, cuchillos, calaveras, tibias cruzadas, pequeñas explosiones atómicas. Por lo demás, cada página era un compendio de las ideas desmesuradas que Quim Font poseía sobre diseño gráfico.

– Mira, éste es el anagrama de la publicación.

Una serpiente (que tal vez sonreía, pero que más probablemente se retorcía en un espasmo de dolor) se mordía la cola con expresión golosa y sufriente, los ojos clavados como alfileres en el hipotético lector.

– Pero si aún nadie sabe cómo se va a llamar la revista -dije.

– Es igual. La serpiente es mexicana y además simboliza la circularidad. ¿Tú has leído a Nietzsche, García Madero? -dijo de pronto

Confesé, con pesar, que no. Luego contemplé cada una de las páginas de la revista (eran más de sesenta) y cuando ya me disponía a irme, Quim me preguntó qué tal iban mis relaciones con su hija. Le dije que bien, que María y yo nos entendíamos cada día mejor, y después opté por callarme.

– Los padres sufrimos mucho -dijo-, sobre todo en el DF. ¿Cuántos días hace que no duermes en tu casa?

– Tres noches -dije.

– ¿Y tu madre no está preocupada?

– Los llamé por teléfono, saben que estoy bien.

Quim me miró de arriba a abajo.

– No tienes muy buen aspecto, muchacho.

Me encogí de hombros. Ambos permanecimos durante un rato sin decir nada, pensativos, él tamborileando con los dedos sobre la mesa y yo mirando viejos planos de casas ideales (y que probablemente Quim nunca llegaría a ver realizadas) colgados con chinchetas de las paredes.

– Ven conmigo -dijo.

Lo seguí hasta su habitación, en el segundo piso, que era como cinco veces el tamaño de su estudio.

Abrió el closet y sacó una camisa deportiva de color verde.

– Pruébatela, a ver qué tal te queda.

Dudé unos momentos, pero los gestos de Quim eran perentorios, como si no hubiera tiempo que perder. Dejé mi camisa a los pies de la cama, una cama enorme en donde hubieran podido dormir Quim, su mujer y sus tres hijos, y me enfundé la camisa verde. Me iba bien.

– Te la regalo -dijo Quim. Luego se metió una mano en el bolsillo y me alargó unos billetes-; Para que invites a María a un refresco.

La mano le temblaba, el brazo extendido le temblaba, el otro brazo, que colgaba a su costado, también le temblaba y con la cara hacía visajes horribles que me obligaban a mantener la vista ocupada en cualquier otra parte. Le di las gracias, pero le aseguré que eso no podía aceptarlo.

– Qué raro -dijo Quim-, todo el mundo acepta mi dinero, mis hijas, mi hijo, mi mujer, mis empleados -usó el plural, aunque yo a esas alturas sabía perfectamente que no tenía ningún empleado, si acaso la sirvienta, pero él no se refería a la sirvienta-, incluso a mis jefes les encanta mi dinero y por eso se lo quedan.

– Muchísimas gracias -dije.

– ¡Cógelo y métetelo en el bolsillo, chingado!

Cogí el dinero y lo guardé. Era bastante, aunque no tuve suficiente prestancia como para contarlo.

– Te lo devolveré apenas pueda -dije.

Quim se dejó caer de espaldas en la cama. Su cuerpo hizo un ruido apagado y luego vibró. Por un instante me pregunté si no sería una cama de agua.

– No te preocupes, muchacho. Estamos en este mundo para ayudarnos. Tú me ayudas con mi hija, yo te ayudo con algo de suelto para tus gastos, digamos una mesada extra, ¿no?

Su voz sonaba cansada, a punto de caer agotado y dormirse, pero sus ojos seguían abiertos contemplando nerviosamente el cielorraso.

– Me gusta cómo me ha quedado la revista, les cerraré la boca a todos esos cabrones -dijo, pero ya su voz era un susurro.

– Ha quedado perfecta -dije.

– Claro, no por nada soy arquitecto -dijo él. Y después de un rato-: Nosotros también somos artistas, lo que pasa es que lo disimulamos retebién, ¿no?

– Claro que sí -dije.

Me pareció que roncaba. Miré su cara: tenía los ojos abiertos. ¿Quim?, dije. No contestó. Muy despacio, me acerqué a él y toqué el colchón. Algo en el interior de éste respondió a mi gesto. Burbujas del tamaño de una manzana. Me di la vuelta y abandoné el dormitorio.

El resto del día lo pasé con María y detrás de María.

Llovió un par de veces. Cuando acabó de llover, la primera vez, salió un arcoiris. La segunda vez no salió nada, nubes negras y la noche en el valle.

Catalina O'Hara es pelirroja, tiene veinticinco años, un hijo, está separada, es bonita.

También conocí a Laura Jáuregui, que fue compañera de Arturo Belano. Fue a la fiesta con Sofía Gálvez, el amor perdido de Ulises Lima.

Las dos son bonitas.

No, Laura es mucho más bonita.

Bebí más de la cuenta. Los real visceralistas pululaban por todas partes aunque más de la mitad eran en realidad estudiantes universitarios disfrazados.

Angélica y Pancho se fueron temprano.

En determinado momento de la noche, María me dijo: el desastre es inminente.


22 de noviembre


Desperté en casa de Catalina O'Hara. Mientras desayunaba, muy temprano (María no estaba, el resto de la casa dormía), con Catalina y su hijito Davy, a quien tenía que llevar a la guardería, recordé que la noche anterior, cuando ya sólo quedábamos unos pocos, Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque esto no lo dijo.

Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas.

– En nuestra lengua, claro está -aclaró-; en el mundo ancho y ajeno el paradigma sigue siendo Verlaine el Generoso.

Una loca, según San Epifanio, estaba más cerca del manicomio florido y de las alucinaciones en carne viva mientras que los maricones y los maricas vagaban sincopadamente de la Ética a la Estética y viceversa. Cernuda, el querido Cernuda, era un ninfo y en ocasiones de gran amargura un poeta maricón, mientras que Guillen, Aleixandre y Alberti podían ser considerados mariquita, bujarrón y marica, respectivamente. Los poetas tipo Carlos Pellicer eran, por regla general, bujarrones, mientras que poetas como Tablada, Novo, Renato Leduc eran mariquitas. De hecho, la poesía mexicana carecía de poetas maricones, aunque algún optimista pudiera pensar que allí estaba López Velarde o Efraín Huerta. Maricas, en cambio, abundaban, desde el matón (aunque por un segundo yo escuché mafioso) Díaz Mirón hasta el conspicuo Hornero Aridjis. Debíamos remontarnos a Amado Nervo (silbidos) para hallar a un poeta de verdad, es decir a un poeta maricón, y no a un fileno como el ahora famoso y reinvindicado potosino Manuel José Othón, un pesado donde los haya. Y hablando de pesados: mariposa era Manuel Acuña y ninfo de los bosques de Grecia José Joaquín Pesado, perennes padrotes de cierta lírica mexicana.

– ¿Y Efrén Rebolledo? -pregunté yo.

– Un marica menorcísimo. Su única virtud es la de ser si no el único, el primer poeta mexicano que publicó un libro en Tokio, Rimas japonesas, 1909. Era diplomático, por supuesto.

El panorama poético, después de todo, era básicamente la lucha (subterránea), el resultado de la pugna entre poetas maricones y poetas maricas por hacerse con la palabra. Los mariquitas, según San Epifanio, eran poetas maricones en su sangre que por debilidad o comodidad convivían y acataban -aunque no siempre- los parámetros estéticos y vitales de los maricas. En España, en Francia y en Italia los poetas maricas han sido legión, decía, al contrario de lo que podría pensar un lector no excesivamente atento. Lo que sucedía era que un poeta maricón como Leopardi, por ejemplo, reconstruye de alguna manera a los maricas como Ungaretti, Montale y Quasimodo, el trío de la muerte.

– De igual modo Pasolini repinta a la mariquería italiana actual, véase el caso del pobre Sanguinetti (con Pavese no me meto, era una loca triste, ejemplar único de su especie, o con Dino Campana, que come en mesa aparte, la mesa de las locas terminales). Para no hablar de Francia, gran lengua de fagocitadores, en donde cien poetas maricones, desde Villon hasta nuestra admirada Sophie Podolski cobijaron, cobijan y cobijarán con la sangre de sus tetas a diez mil poetas maricas con su corte de filenos, ninfos, bujarrones y mariposas, excelsos directores de revistas literarias, grandes traductores, pequeños funcionarios y grandísimos diplomáticos del Reino de las Letras (véase, si no, el lamentable y siniestro discurrir de los poetas de Tel Quel). Y no digamos nada de la mariconería de la Revolución Rusa en donde, si hemos de ser sinceros, sólo hubo un poeta maricón, uno solo.

– «¿Quién? -le preguntaron.

– ¿Maiacovski?

– No.

– ¿Esenin?

– Tampoco.

– ¿Pasternak, Blok, Mandelstam, Ajmátova?

– Menos.

– Dilo de una vez, Ernesto, que me estoy comiendo las uñas.

– Sólo uno -dijo San Epifanio-, y ahora te saco de la duda, pero eso sí, maricón de las estepas y de las nieves, maricón de la cabeza a los pies: Khlebnikov.

Hubo opiniones para todos los gustos.

– Y en Latinoamérica, ¿cuántos maricones verdaderos podemos encontrar? Vallejo y Martín Adán. Punto y aparte. ¿Macedonio Fernández, tal vez? El resto, maricas tipo Huidobro, mariposas tipo Alfonso Cortés (aunque éste tiene versos de maricona auténtica), bujarrones tipo León de Greiff, ninfos abujarronados tipo Pablo de Rokha (con ramalazos de loca que hubieran vuelto loco a Lacan), mariquitas tipo Lezama Lima, falso lector de Góngora, y junto con Lezama todos los poetas de la Revolución Cubana (Diego, Vitier, el horrible Retamar, el penoso Guillén, la inconsolable Fina García) excepto Rogelio Nogueras, que es un encanto y una ninfa con espíritu de maricón juguetón. Pero sigamos. En Nicaragua dominan mariposas tipo Coronel Urtecho o maricas con voluntad de filenos, tipo Ernesto Cardenal. Maricas también son los Contemporáneos de México…

– ¡No -gritó Belano-, Gilberto Owen no!

– De hecho -prosiguió imperturbable San Epifanio-, Muerte sin fin es, junto con la poesía de Paz, La Marsellesa de los nerviosísimos y sedentarios poetas mexicanos maricas. Más nombres: Gelman, ninfo, Benedetti, marica, Nicanor Parra, mariquita con algo de maricón, Westphalen, loca, Enrique Lihn, mariquita, Girondo, mariposa, Rubén Bonifaz Nuño, bujarrón amariposado, Sabines, bujarrón abujarronado, nuestro querido e intocable Josemilio Pe, loca. Y volvamos a España, volvamos a los orígenes -silbidos-: Góngora y Quevedo, maricas; San Juan de la Cruz y Fray Luis de León, maricones. Ya está todo dicho. Y ahora, algunas diferencias entre maricas y maricones. Los primeros piden hasta en sueños una verga de treinta centímetros que los abra y fecunde, pero a la hora de la verdad les cuesta Dios y ayuda encamarse con sus padrotes del alma. Los maricones, en cambio, pareciera que vivan permanentemente con una estaca removiéndoles las entrañas y cuando se miran en un espejo (acto que aman y odian con toda su alma) descubren en sus propios ojos hundidos la identidad del Chulo de la Muerte. El chulo, para maricones y maricas, es la palabra que atraviesa ilesa los dominios de la nada (o del silencio o de la otredad). Por lo demás, y con buena voluntad, nada impide que maricas y maricones sean buenos amigos, se plagien con finura, se critiquen o se alaben, se publiquen o se oculten mutuamente en el furibundo y moribundo país de las letras.

– ¿Y Cesárea Tinajero, es una poeta maricona o marica? -preguntó alguien. No reconocí la voz.

– Ah, Cesárea Tinajero es el horror -dijo San Epifanio.


23 de noviembre


Le conté a María que su padre me dio dinero.

– ¿Crees que soy una puta? -dijo.

– ¡Por supuesto que no!

– ¡Pues entonces no aceptes la lana de ese viejo loco! -dijo.

Esta tarde fuimos a una conferencia de Octavio Paz. En el metro María no me dirigió la palabra. Nos acompañó Angélica y allí, en la Capilla Alfonsina, nos encontramos con Ernesto San Epifanio. A la salida nos metimos en un restaurante de la calle Palma atendido por octogenarios. El restaurante se llamaba La Palma de la Vida. De pronto me sentí atrapado. Los meseros, que de un momento a otro se iban a morir, la indiferencia de María, como si ya se hubiera cansado de mí, la sonrisa de San Epifanio, lejana e irónica, e incluso Angélica que estaba igual que siempre, me parecieron una trampa, un comentario jocoso sobre mi propia existencia.

Para colmo, según ellos, yo no había entendido nada de la conferencia de Octavio Paz y puede que tuvieran razón, sólo me había fijado en las manos del poeta que llevaban el compás de las palabras que iba leyendo, seguramente un tic adquirido en su adolescencia.

– Este chavo es un compendio de incultura -dijo María-, el ejemplar típico de la Facultad de Derecho.

Preferí no contestarle. (Aunque se me ocurrieron varias respuestas.) ¿En qué pensé entonces? En mi camisa que apestaba. En el dinero de Quim Font. En la poeta Laura Damián muerta tan joven. En la mano derecha de Octavio Paz, en sus dedos índice y medio, en su dedo anular, en sus dedos pulgar y meñique que cortaban el aire de la Capilla como si en ello nos fuera la vida. También pensé en mi casa y en mi cama.

Después aparecieron dos tipos de pelo largo y pantalones de cuero. Parecían músicos pero eran estudiantes de la Escuela de Danza.

Durante mucho rato dejé de existir.

– ¿Por qué me odias, María? ¿Qué te he hecho? -le pregunté al oído.

Ella me miró como si le hablara desde otro planeta. No seas ridículo, dijo.

Ernesto San Epifanio escuchó su respuesta y me sonrió de una forma inquietante. ¡En realidad todo el mundo la escuchó y todos me sonrieron como si yo me estuviera volviendo loco! Creo que cerré los ojos. Intenté meterme en alguna conversación. Intenté hablar de los poetas real visceralistas. Los seudomúsicos se rieron. En algún momento María besó a uno de ellos y Ernesto San Epifanio me dio unas palmadas en la espalda. Recuerdo que le atrapé la mano en el aire o le agarré el codo y le dije mirándolo a los ojos que se estuviera tranquilo, que yo no necesitaba ninguna clase de consuelo. Recuerdo que María y Angélica decidieron irse con los bailarines. Recuerdo haberme oído gritar en algún momento de la noche:

– ¡La pasta de tu padre me la gané!

Pero no recuerdo si estaba María para escucharme o si para entonces ya estaba solo.


24 de noviembre


He vuelto a casa. He vuelto a la facultad (pero no he entrado). Me gustaría acostarme con María. Me gustaría acostarme con Catalina O'Hara. Me gustaría acostarme con Laura Jáuregui. A veces me gustaría irme a la cama con Angélica, pero Angélica cada minuto que pasa está más ojerosa, más pálida, más delgada, más ausente.


25 de noviembre


Hoy sólo he visto a Barrios y a Jacinto Requena en el café Quito y nuestra conversación ha sido más bien melancólica, como si estuviéramos en las vísperas de algo irreparable. De todos modos, nos reímos bastante. Me contaron que una vez Arturo Belano dio una conferencia en la Casa del Lago y que cuando le tocó hablar se olvidó de todo, creo que la conferencia era sobre poesía chilena y Belano improvisó una charla sobre películas de terror. Otra vez, la conferencia la dio Ulises Lima y no fue nadie. Así estuvimos hasta que cerraron.


26 de noviembre


No encontré a nadie en el café Quito y no tenía ganas de sentarme en una mesa y ponerme a leer en medio del bullicio tristón de aquella hora. Durante un rato estuve caminando por Bucareli, llamé a María por teléfono, no la encontré, pasé dos veces frente al Encrucijada Veracruzana, a la tercera entré y allí, junto a la barra, estaba Rosario.

Pensé que no me reconocería. ¡Yo mismo, por momentos, no me reconozco! Pero Rosario me miró y me sonrió y al cabo de un rato, lo que tardó en atender una mesa llena de borrachínes patibularios, se acercó a donde yo estaba.

¿Ya has escrito mi poesía? -dijo sentándose a mi lado. Rosario tiene los ojos oscuros, yo diría que negros, y las caderas anchas.

– Más o menos -dije con una ligerísima sensación de triunfo.

– A ver, léemela.

– Mis poemas no son para ser recitados, sino para ser leídos -dije. Creo que José Emilio Pacheco hace poco afirmó algo similar.

– Pues por eso, léemelo -dijo Rosario.

– Lo que quiero decir es que mejor lo lees tú.

– No, mejor tú. Si lo leo yo, igual no lo entiendo.

Cogí al azar uno de mis más recientes poemas y se lo leí.

– No lo entiendo -dijo Rosario-, pero es igual, se te agradece.

Durante un instante estuve aguardando a que me invitara a pasar a la bodega. Pero Rosario no era Brígida, eso se notaba de inmediato. Luego me puse a pensar en el abismo que separa al poeta del lector y cuando me quise dar cuenta ya estaba profundamente deprimido. Rosario, que se había marchado a atender otras mesas, volvió junto a mí.

– ¿A Brígida también le has escrito unos versitos? -dijo mirándome a los ojos, sus piernas rozando el borde de la mesa.

– No, sólo a ti -dije.

– Ya me platicaron lo que pasó el otro día.

– ¿Qué pasó el otro día? -dije intentando mostrarme frío, amable, eso también, pero frío.

– La pobre Brígida ha llorado por ti -dijo Rosario.

– ¿Y cómo es eso? ¿Tú la has visto?

– Todas la hemos visto. Va como loca por tus huesos, señor poeta. Tú debes de tener algo especial con las mujeres.

Creo que me ruboricé aunque al mismo tiempo me sentí halagado.

– No es nada… especial -murmuré-. ¿Ella te ha contado algo?

– Me ha contado muchas cosas, ¿quieres que te las diga?

– Bueno -dije, aunque en realidad no estaba muy seguro de querer escuchar las confidencias de Brígida. Casi instantáneamente me aborrecí por esto. El ser humano es desagradecido, me dije, olvidadizo, ingrato.

– Pero aquí no -dijo Rosario-. Dentro de un rato me voy a tomar una hora libre. ¿Sabes dónde está la pizzería del gringo? Espérame allí.

Le dije que eso haría y salí del Encrucijada Veracruzana. Afuera el día se había nublado y un viento fuerte obligaba a las personas a caminar más aprisa que de costumbre o a protegerse en los umbrales de las tiendas. Al pasar delante del café Quito eché una mirada y no vi a ningún conocido. Por un instante pensé en llamar otra vez a María, pero no lo hice.

La pizzería estaba llena y la gente comía de pie las raciones que el gringo en persona cortaba con un gran cuchillo de cocina. Durante un rato lo estuve observando. Pensé que el negocio le debía de dar bastante dinero y me alegré porque el gringo parecía simpático. Todo lo hacía él: preparar la masa, poner el tomate y la mozzarella, meter las pizzas en el horno, cortarlas, entregarlas a los clientes que se amontonaban en la barra, preparar más pizzas y vuelta a empezar. Todo, menos cobrar y dar el cambio. De esta operación se encargaba un muchacho de unos quince años, moreno, con el pelo muy corto y que a cada rato consultaba con el gringo en voz muy baja, como si aún no supiera muy bien los precios o estuviera flojo en matemáticas. Al cabo de un rato me fijé en otro detalle curioso. El gringo no se separaba jamás de su gran cuchillo de cocina.

– Ya estoy aquí -dijo Rosario tirándome de una manga.

No parecía la misma en la calle que en el interior del Encrucijada Veracruzana. Al aire libre su cara era menos firme, sus facciones más transparentes, volatilizadas, como si en la calle corriera el riesgo de convertirse en la mujer invisible.

– Caminamos un ratito y luego te invitas algo, ¿okey?

Echamos a andar en dirección a Reforma. Rosario me tomó del brazo al cruzar la primera calle y ya no me soltó.

– Quiero ser como tu mamá -dijo-, pero no me malinterpretes, yo no soy una puta como la Brígida esa, yo quiero ayudarte, tratarte bien, quiero estar contigo cuando seas famoso, mi vida.

Esta mujer debe estar loca, pensé, pero no dije nada, me limité a sonreír.


27 de noviembre


Todo se está complicando. Están sucediendo cosas horribles. Por las noches me despierto gritando. Sueño con una mujer con la cabeza de una vaca. Sus ojos me miran con fijeza. En realidad, con una tristeza conmovedora. Para colmo, he tenido una pequeña conversación de «hombre a hombre» con mi tío. Me hizo jurarle que no tomaba drogas. No, le dije, no tomo drogas, te lo juro. ¿Nada de nada?, dijo mi tío. ¿Eso qué quiere decir?, dije yo. ¡Cómo que qué quiere decir!, rugió él. Pues eso, ¿qué quiere decir?, sé un poco más preciso, por favor, dije yo encogiéndome como un caracol. Por la noche telefoneé a María. No estaba, pero hablé un rato con Angélica. ¿Cómo estás?, me dijo. La verdad es que no muy bien, dije yo, en realidad bastante mal. ¿Estás enfermo?, dijo Angélica. No, nervioso. Yo tampoco estoy muy bien, dijo Angélica, apenas duermo. Me hubiera gustado preguntarle más cosas, de ex virgen a ex virgen, pero no lo hice.


28 de noviembre


Siguen sucediendo cosas horribles, sueños, pesadillas, impulsos que sigo y que están completamente fuera de mi control. Como cuando tenía quince años y no paraba de masturbarme. ¡Tres pajas al día, cinco pajas al día, nada era suficiente! Rosario quiere casarse conmigo. Le dije que yo no creía en el matrimonio. Bueno, se rió ella, casarse, no casarse, lo que quiero decir es que NECESITO vivir contigo. ¿Vivir juntos, dije yo, en la MISMA casa? Pues claro, en la misma casa, o en el mismo CUARTO si no tenemos dinero para ALQUILAR una casa. Incluso en una cueva, dijo, no soy nada EXIGENTE. La cara le brillaba, no sé sí de sudor o de pura fe en lo que decía. La primera vez que lo hicimos fue en su casa, una vecindad perdida en la colonia Merced Balbuena, a pocos pasos de la Calzada de la Viga. El cuarto estaba lleno de postales de Veracruz y de fotografías de artistas de cine pegadas con chinchetas de las paredes.

– ¿Es la primera vez, papacito? -me preguntó Rosario.

No sé por qué le dije que sí.


29 de noviembre


Me muevo como arrastrado por las olas. Hoy he ido sin que nadie me invitara y sin anunciarme a casa de Catalina O'Hara. La encontré de casualidad, acababa de llegar, tenía los ojos enrojecidos, señal inequívoca de que había estado llorando. Al principio no me reconoció. Le pregunté por qué lloraba. Por asuntos de amores, dijo. Tuve que morderme la lengua para no decirle que si necesitaba a alguien ahí estaba yo, dispuesto a lo que fuera. Nos bebimos un whisky, lo necesito, dijo Catalina y después salimos a buscar a su hijo a la guardería. Catalina conducía como una suicida y me mareé. De vuelta a casa, mientras yo jugaba con su hijo en el asiento trasero, me preguntó si quería ver sus cuadros. Dije que sí. Al final nos acabamos media botella de whisky y Catalina después de acostar a su hijo volvió a llorar. No te acerques, me dije, es una MADRE. Luego pensé en tumbas, en coger sobre una tumba, en dormir sobre una tumba. Por suerte a los pocos minutos llegó la pintora con la que comparte la casa y el estudio y entre los tres nos pusimos a preparar la cena. La amiga de Catalina también está separada, pero evidentemente lo lleva mucho mejor. Mientras comíamos se dedicó a contar chistes. Chistes de pintores. Nunca había escuchado a una mujer contar chistes tan buenos (desgraciadamente no recuerdo ni uno). Después, no sé por qué, se pusieron a hablar de Ulises Lima y Arturo Belano. Según la amiga de Catalina había un poeta de dos metros de altura y cien kilos de peso, sobrino de una funcionaría de la UNAM, que los buscaba para pegarles. Ellos, sabedores de esa búsqueda, habían desaparecido. Sin embargo a Catalina O'Hara no la convenció esta versión; según ella nuestros amigos andaban tras los papeles perdidos de Cesárea Tinajero, ocultos en hemerotecas y librerías de viejo del DF. Salí de allí a las doce y cuando estuve en la calle de pronto no supe hacia dónde ir. Llamé por teléfono a María, dispuesto a contarle toda mi historia con Rosario (y de paso el affaire en la bodega con Brígida), y pedirle perdón, pero el teléfono sonó y sonó y nadie contestó a mi llamada. La familia Font al completo había desaparecido. Así que dirigí mis pasos hacia el sur, hacia el cuarto de azotea de Ulises Lima. Cuando llegué no había nadie, por lo que terminé encaminándome hacia el centro, una vez más, hacia la calle Bucareli. Ya allí, antes de ir al Encrucijada, me asomé a los ventanales del café Amarillo (el Quito había cerrado). En una mesa vi a Pancho Rodríguez. Estaba solo delante de un café con leche a medio consumir. Tenía un libro ante sí, una mano sobre las páginas para evitar que se cerrara, y su rostro estaba contraído en una expresión de dolor intenso. De vez en cuando hacía visajes que observados desde el ventanal resultaban espantosos. O el libro que leía lo afectaba de una forma desgarradora o estaba sufriendo un dolor de muelas. En determinado momento levantó la cabeza y miró hacia todas partes, como si intuyera que era observado. Me oculté. Cuando me volví a asomar Pancho seguía leyendo y de su rostro había desaparecido la expresión de dolor. En el Encrucijada aquella noche trabajaban Rosario y Brígida. Primero se me acercó Brígida. En su expresión percibí inquina, rencor, pero también el sufrimiento de aquellos que han sido rechazados. ¡Sinceramente, me dio pena! ¡Todo el mundo sufría! Le pedí un tequila y escuché sin inmutarme lo que tenía que decirme. Luego vino Rosario y dijo que no le gustaba verme de pie en la barra, escribiendo como un huérfano. No hay ninguna mesa desocupada, le dije y seguí escribiendo. Mi poema se llama «Todos sufren». No me importa que me miren.


30 de noviembre


Ayer por la noche ocurrió algo terrorífico. Estaba en el Encrucijada Veracruzana, apoyado en la barra, escribiendo indistintamente mi diario y algunos poemas (puedo saltar de una disciplina a otra sin ningún problema), cuando Rosario y Brígida empezaron a mentarse sus respectivas madres en el fondo del local. Los borrachines patibularios rápidamente tomaron partido por una u otra y empezaron a jalearlas con tanta energía que perdí de golpe la concentración necesaria para escribir, así que decidí esfumarme lo antes posible de aquel antro.

En la calle un aire fresco, ignoro qué hora era, pero era tarde, me golpeó en la cara y mientras caminaba fui recuperando si no la inspiración (¿existe la inspiración?) sí la disposición y las ganas de escribir. Doblé por el Reloj Chino y empecé a caminar en dirección a la Ciudadela buscando un café en el cual proseguir con mi trabajo. Atravesé el jardín Morelos, vacío y fantasmal pero en cuyos rincones se adivina una vida secreta, cuerpos y risas (o risitas) que se burlan del paseante solitario (o eso me pareció entonces), atravesé Niños Héroes, atravesé la plaza Pacheco (que conmemora al abuelito de José Emilio y que estaba vacía, pero esta vez sin sombras y sin risas) y cuando ya me disponía a tirar por Revillagigedo en dirección a la Alameda, de una esquina surgió o se materializó Quim Font. Me llevé un susto de muerte. Llevaba traje y corbata (pero algo había en el traje y en la corbata que no encajaban de ninguna manera), y arrastraba a una muchacha a quien tenía firmemente asida por el codo. Iban con mi misma dirección, aunque por la acera opuesta, y tardé unos segundos en reaccionar. La muchacha a la que Quim arrastraba no era Angélica, como irrazonablemente supuse al verla, aunque su estatura y su físico contribuían a la confusión.

La disposición de la muchacha a seguir a Quim era manifiestamente escasa, aunque tampoco se podía decir que oponía demasiada resistencia. Cuando estuve a su altura, íbamos por Revillagigedo rumbo a la Alameda, me los quedé mirando fijamente, como para asegurarme de que aquel transeúnte nocturno era Quim y no una visión, y entonces éste también me vio y no tardó más de un segundo en reconocerme.

– ¡García Madero! -gritó-. ¡Hombre, ven para acá!

Crucé la calle tomando o haciendo ver que tomaba unas precauciones inútiles (pues en ese momento no circulaba ningún vehículo por Revillagigedo), tal vez para dilatar en unos segundos mi encuentro con el padre de María. Cuando alcancé la otra acera la muchacha levantó la cabeza y me miró. Era Lupe, a quien había conocido en la colonia Guerrero. No dio señales de recordarme. Por supuesto, lo primero que pensé fue que Quim y Lupe buscaban un hotel.

– ¡Has llegado que ni caído del cielo, hombre! -dijo Quim Font.

Saludé a Lupe.

– Qué hubo -dijo ésta con una sonrisa que me heló el corazón.

– Estoy buscándole un refugio a esta señorita -dijo Quim-, pero no encuentro un pinche hotel decente en todo el barrio.

– Pues aquí hay bastantes hoteles -dijo Lupe-. Di mejor que no quieres gastarte mucho dinero.

– El dinero no es ningún problema. Si lo tienes, lo tienes, y si no lo tienes, pues no lo tienes.

Recién entonces noté que Quim estaba muy nervioso. La mano con la que tenía agarrada a Lupe le temblaba de forma espasmódica, como si el brazo de Lupe estuviera cargado de electricidad. Parpadeaba con fiereza y se mordía los labios.

– ¿Hay algún problema? -pregunté.

Quim y Lupe me miraron durante unos instantes (los dos parecían a punto de explotar) y después se rieron.

– Un chingo de problemas -dijo Lupe.

– ¿Conoces algún sitio en donde podamos ocultar a esta damisela? -dijo Quim.

Podía estar muy nervioso, sin duda, pero también estaba muy feliz.

– No sé -dije por decir algo.

– ¿En tu casa es imposible, verdad? -dijo Quim.

– Absolutamente imposible.

– ¿Por qué no me dejas resolver yo sola mis problemas? -dijo Lupe.

– ¡Porque nadie escapa de mi solidaridad! -dijo Quim guiñándome un ojo-. Y además porque sé que no serías capaz de hacerlo.

– Vamos a tomarnos un café con leche -dije yo-, y ya se nos ocurrirá algo.

– No me esperaba menos de ti, García Madero -dijo Quim-, sabía que no me ibas a dejar en la estacada.

– ¡Pero si te he encontrado de pura casualidad! -dije yo.

– Ay, las casualidades -dijo Quim respirando a pleno pulmón, como el titán de la calle Revillagigedo-, valen verga las casualidades. A la hora de la verdad todo está escrito. A eso los pinches griegos lo llamaban destino.

Lupe lo miró y le sonrió como se sonríe a los locos. Iba vestida con una minifalda y un suéter negro. El suéter me pareció que era de María, al menos olía a María.

Nos pusimos a caminar, doblamos a la derecha por Victoria hasta Dolores. Allí nos metimos en un café chino. Nos sentamos enfrente de un tipo de aspecto cadavérico que leía el periódico. Quim inspeccionó el local y luego se encerró unos minutos en el baño. Lupe lo siguió con la vista y por un instante su mirada me pareció la de una mujer enamorada. En ese momento no me cupo duda alguna de que se habían ido a la cama o de que pensaban hacerlo en los próximos minutos.

Cuando Quim volvió se había lavado las manos, la cara y echado agua en el pelo. Como no había toalla en el baño no se había secado y el agua le chorreaba por las sienes.

– Estos lugares me traen el recuerdo de uno de los momentos más horribles de mi vida -dijo.

Luego se quedó callado. Lupe y yo también permanecimos en silencio durante un rato.

– Cuando yo era joven conocí a un mudo, mejor dicho a un sordomudo -prosiguió Quim tras una breve reflexión-. El sordomudo frecuentaba la cafetería de estudiantes a la que siempre íbamos un grupo de amigos de Arquitectura. Entre ellos el pintor Pérez Camargo, seguro que conocen su obra o les suena. Y en la cafetería siempre encontrábamos al sordomudo que vendía lapiceros, juguetes, hojitas con el lenguaje de los sordormudos impreso, en fin, cosas sin importancia para sacarse algunos pesos extra. Era un tipo simpático y a veces venía a sentarse a nuestra mesa. La mera verdad, creo que algunos lo consideraban, de manera bastante estúpida, la mascota del grupo y creo que más de uno, por puro juego, aprendió algunos signos del lenguaje de los sordomudos. O puede que fuera el mismo sordomudo el que nos lo enseñara, ya no lo recuerdo. Una noche, sin embargo, entré en un café chino como éste, pero en la colonia Narvarte, y de sopetón me encontré al sordomudo. No sé qué demonios andaba haciendo yo por ahí, no era un barrio que visitara asiduamente, tal vez saliera de la casa de una amiga, lo cierto es que yo estaba un poco alterado, digamos que pasando por una de mis depresiones cíclicas. Era tarde. El chino estaba vacío. Yo me senté en la barra o en una mesa cercana a la puerta. Al principio pensé que era el único cliente del café. Pero cuando me levanté y fui al baño (¡a hacer alguna necesidad o a llorar a gusto!) encontré al sordomudo en la parte de atrás del café, en una especie de segunda habitación. Él también estaba solo y leía un periódico y no me vio. Lo que son las cosas. Al pasar no me vio y yo no lo saludé. No me sentí capaz de soportar su alegría, supongo. Pero cuando salí del baño de alguna manera todo había cambiado y decidí saludarlo. Él seguía allí, leyendo, y yo le dije hola, y le moví un poco la mesa para que notara mi presencia. Entonces el sordomudo levantó la vista, parecía medio dormido, me miró sin reconocerme y me dijo hola.

– Carajo -dije yo y se me pusieron los pelos de punta.

– Estamos en la misma onda, García Madero -dijo Quim mirándome con simpatía-, yo también sentí miedo. La verdad, a duras penas me controlé para no salir huyendo de aquel chino desconocido.

– No sé de qué tuviste miedo -dijo Lupe.

Quim no le hizo caso.

– Con gran esfuerzo me controlé para no salir dando gritos -dijo-. Me retuvo la certeza de que por el momento el sordomudo no me había reconocido y la obligación de pagar mi consumición. Sin embargo, no fui capaz de terminar el café con leche y cuando estuve en la calle eché a correr sin ninguna vergüenza.

– Ya me lo imagino -dije yo.

– Fue como ver al demonio -dijo Quim.

– El tipo hablaba sin ningún problema -dije yo.

– ¡Sin ningún problema! Levantó la vista y me dijo hola. Hasta tenía una voz bien timbrada, caray.

– No era el demonio -dijo Lupe-, aunque puede, nunca se sabe, pero yo no creo que en este caso fuera el demonio.

– Hombre, yo no creo en el demonio, Lupe, es una manera de hablar -dijo Quim.

– ¿Tú quién crees que era? -dije yo.

– Un chivato. Un confidente de la policía -dijo Lupe con una sonrisa de oreja a oreja.

– Pues tienes razón, es verdad -dije yo.

– ¿Y por qué se iba a acercar a nosotros fingiendo que era mudo? -dijo Quim.

– Sordomudo -dije yo.

– Pues porque eran estudiantes -dijo Lupe.

Quim miró a Lupe como si la fuera a besar.

– Qué inteligente eres, Lupita.

– No te burles de mí -dijo ella.

– Lo digo en serio, carajo.

A la una de la mañana salimos del café chino y nos pusimos a buscar un hotel. A eso de las dos lo encontramos finalmente en Río de la Loza. Por el camino me explicaron qué era lo que le pasaba a Lupe. Su padrote había intentado matarla. Cuando pregunté el motivo me dijeron que porque Lupe ya no quería trabajar por las tardes sino estudiar.

– Te felicito, Lupe -le dije-, qué es lo que vas a estudiar.

– Danza contemporánea -dijo ella.

– ¿En la Escuela de Danza, junto con María?

– Ahí mero. Con Paco Duarte.

– ¿Pero ya te has inscrito, así no más, sin pasar por ningún examen?

Quim me miró como desde otra dimensión:

– Lupe también tiene sus amigos influyentes, García Madero, y todos estamos dispuestos a ayudarla. No va a necesitar pasar por ningún examen de la chingada.

El hotel se llamaba La Media Luna y contra lo que yo esperaba, tras revisar el cuarto y hablar durante unos segundos a solas con el recepcionista, Quim Font se despidió de Lupe deseándole buenas noches y recomendándole que no se le fuera a ocurrir irse de allí sin avisar. Lupe se despidió de nosotros en la puerta de su cuarto. No nos acompañes, le dijo Quim. Más tarde, mientras caminábamos rumbo a Reforma me explicó que había tenido que dar una pequeña propina al recepcionista para que aceptara a Lupe sin hacer muchas preguntas, pero sobre todo, llegado el caso, sin avanzar demasiadas respuestas.

– El miedo que tengo -me dijo- es que esta noche su chulo visite todos los hoteles del DF.

Le sugerí que tal vez la policía podía solucionar el asunto o al menos ponerle coto a aquel hombre.

– No seas pendejo, García Madero, ese tal Alberto tiene amigos policías, si no cómo crees que organiza sus redes de prostitución. Todas las putas del DF están controladas por la policía.

– Hombre, Quim, me cuesta creerlo -le dije-, tal vez hay agentes que reciben su mordida para hacer la vista gorda, pero que todos…

– El negocio de la prostitución en el DF y en todo México lo controla la policía, entérate de una vez -dijo Quim. Y al cabo de un rato añadió-: En esto estamos solos.

En Niños Héroes cogió un taxi. Antes de subir me hizo prometerle que al día siguiente estaría a primera hora en su casa.


1 de diciembre


No fui a casa de las Font. Estuve todo el día cogiendo con Rosario.


2 de diciembre


Me encontré a Jacinto Requena paseando por Bucareli.

Fuimos a comprar dos trozos de pizza donde el gringo. Mientras comíamos me dijo que Arturo había hecho la primera purga en el realismo visceral.

Me quedé helado. Le pregunté a cuántos había echado. A cinco, dijo Requena. Supongo que yo no estoy entre ellos, dije yo. No, tú no, dijo Requena. La noticia me proporcionó un gran alivio. Los purgados eran Pancho Rodríguez, Piel Divina, y tres poetas a quienes no conocía.

Mientras yo permanezco en la cama con Rosario, pensé, la poesía de vanguardia mexicana experimenta sus primeras fisuras.

Todo el día deprimido, pero escribiendo y leyendo como una locomotora.


3 de diciembre


Debo reconocer que en la cama me lo paso mejor con Rosario que con María.


4 de diciembre


¿Pero a quién amo? Ayer llovió toda la noche. Los pasillos de la vecindad parecían las cataratas del Niágara. Hice el amor llevando la cuenta. Rosario estuvo fantástica, pero por mor al éxito del experimento preferí no advertírselo. Se vino quince veces. Las primeras le tenía que tapar la boca para que no despertara a los vecinos. Las últimas temí que le fuera a dar un ataque al corazón. A veces parecía desmayarse entre mis brazos y otras veces se arqueaba como si un fantasma estuviera jugando con su columna vertebral. Yo me vine tres veces. Luego salimos los dos al pasillo y nos bañamos con la lluvia que caía del pasillo de arriba. Es extraño: mi sudor es caliente y el sudor de Rosario es frío, reptiliano, y tiene un sabor agridulce (el mío es claramente salado). En total estuvimos cuatro horas cogiendo. Después Rosario me secó, se secó, arregló el cuarto en un santiamén (es increíble lo hacendosa y práctica que es esta mujer) y se puso a dormir pues al día siguiente tenía que trabajar. Yo me acomodé en la mesa y escribí un poema que titulé «15/3». Después me puse a leer a William Burroughs hasta que amaneció.


5 de diciembre


Hoy he cogido con Rosario de doce de la noche a cuatro y media de la mañana y he vuelto a cronometrarla. Se vino diez veces, yo dos. Sin embargo el tiempo empleado en hacer el amor fue mayor que el de ayer. Entre poema y poema (mientras Rosario dormía) hice algunos cálculos matemáticos. Si en cuatro horas te corres quince veces, en cuatro horas y media te deberías correr dieciocho veces, y en modo alguno diez. Lo mismo vale para mí. ¿Es posible que la rutina ya comience a afectarnos?

Luego está María. Cada día pienso en ella. Me gustaría verla, coger con ella, hablar con ella, llamarla por teléfono, pero a la hora de la verdad soy incapaz de dar un solo paso en su dirección. Y luego, cuando examino fríamente mis encuentros sexuales con ella y con Rosario, sin duda alguna tengo que reconocer que con Rosario me lo paso mejor. ¡Al menos aprendo más!


6 de diciembre


Hoy he cogido con Rosario de tres a cinco de la tarde. Se vino dos veces, puede que tres, no lo sé y prefiero dejar ese guarismo en el enigma, y yo dos veces. Antes de que se fuera a trabajar le conté la historia de Lupe. Contra lo que yo esperaba no manifestó ninguna simpatía por ella ni por Quim ni por mí. Le hablé también de Alberto, el chulo de Lupe, y para mi sorpresa demostró bastante comprensión por éste, reprochándole tan sólo, y ciertamente no de forma tajante, su oficio de padrote. Cuando le dije que el tal Alberto podía ser una persona muy peligrosa y que cabía el riesgo de que, de encontrar a Lupe, la dejara marcada, respondió que una mujer que abandona a su hombre se merecía eso y más.

– Pero tú no te tienes que preocupar, mi vida -dijo-, ésos no son tus problemas, gracias a Dios tú tienes a tu verdadero amor a tu lado.

La declaración de Rosario me entristeció. Por un instante me imaginé a ese Alberto que no conocía, con su verga enorme y su cuchillo enorme y una mirada feroz en la jeta y pensé que de encontrárselo por la calle Rosario se sentiría atraída por él. También: que de alguna manera ese hombre se interponía entre María y yo. Por un instante, digo, me imaginé a Alberto midiéndose la verga con su cuchillo de cocina y me imaginé las notas de una canción llena de evocaciones y sugerencias, aunque sería incapaz de decir de qué tipo, que entraba por la ventana (¡una ventana siniestra!) junto con el aire de la noche, y todo junto me produjo una gran tristeza.

– No se me achicopale, mi vida -dijo Rosario.

Y también me imaginé a María haciendo el amor con Alberto. Y a Alberto dándole palmadas en las nalgas a María. Y a Angélica haciendo el amor con Pancho Rodríguez (¡ex real visceralista, gracias a Dios!). Y a María haciendo el amor con Piel Divina. Y a Alberto haciendo el amor con Angélica y María. Y a Alberto haciendo el amor con Catalina O'Hara. Y a Alberto haciendo el amor con Quim Font. Y en el segundo postrero, como dice el poeta, imaginé finalmente a Alberto avanzando sobre una alfombra de cuerpos manchados de semen (un semen cuya densidad y color engañaban a la vista pues parecía sangre y mierda) hacia la colina en la cual yo estaba, quieto como una estatua, aunque con todas mis fuerzas quería huir, bajar corriendo por la ladera contraria y perderme en el desierto.


7 de diciembre


Hoy he ido a la oficina de mi tío y se lo he dicho:

– Tío -le dije-, estoy viviendo con una mujer. Por eso no voy a dormir a casa. Pero ni usted ni mi tía se tienen que preocupar porque sigo yendo a la facultad y pienso sacar la carrera. Por lo demás estoy muy bien. Desayuno bien. Como dos veces al día.

Mi tío me miró sin levantarse de su escritorio.

– ¿Con qué dinero piensas vivir? ¿Has encontrado trabajo o te mantiene ella?

Le contesté que aún no lo sabía y que de momento, en efecto, era Rosario la que pagaba mis gastos, por lo demás muy frugales.

Quiso saber quién era la mujer con la que vivía y se lo dije. Quiso saber qué hacía. Se lo dije, tal vez endulzando un poco las prosaicas aristas del trabajo de mesera de bar. Quiso saber qué edad tenía. A partir de ese momento, contra mi propósito inicial, todo fueron mentiras. Admití que Rosario tenía dieciocho cuando es casi seguro que tiene más de veintidós, puede que veinticinco, aunque esto lo calculo a volea, nunca se lo he preguntado, no me parece correcto recabar esta información si no es por iniciativa de ella.

– Sólo te pido que no quedes como un pendejo -dijo mi tío y me extendió un cheque por cinco mil pesos.

Antes de irme me rogó que esa noche llamara por teléfono a mi tía.

Fui al banco a cambiar el cheque y después estuve dando vueltas por algunas librerías del centro. Me asomé al café Quito, La primera vez no encontré a nadie. Comí allí y volví al cuarto de Rosario en donde estuve leyendo y escribiendo hasta tarde. Por la noche volví y encontré a Jacinto Requena muerto de aburrimiento. A excepción suya, me aseguró, ningún real visceralista asoma la nariz por el café. Todos temen encontrarse aquí con Arturo Belano, temor por lo demás infundado pues el chileno no aparece desde hace días. Según Requena (que de los real visceralistas sin duda es el más flemático), Belano ha empezado a echar a más poetas del grupo. Ulises Lima se mantiene en un discreto segundo plano, pero por lo visto apoya las decisiones de Belano. Le pregunto quiénes son los purgados en esta ocasión. Me nombra a dos poetas que no conozco y a Angélica Font, Laura Jáuregui y Sofía Gálvez.

– ¡Ha expulsado a tres mujeres! -exclamé sin poder evitarlo.

En la cuerda floja están Moctezuma Rodríguez, Catalina O'Hara y él mismo. ¿Tú, Jacinto? Muy movidoso está ese Belano, pues, dice Requena resignado. ¿Y yo? No, de ti nadie ha hablado por ahora, dice Requena con voz vacilante. Le pregunto el motivo de estas expulsiones. No lo sabe. Se reafirma en su primera opinión: una locura temporal de Arturo Belano. Luego me explica (aunque esto yo ya lo sé) que Bretón acostumbraba a practicar sin ninguna discreción este deporte. Belano se cree Bretón, dice Requena. En realidad, todos los capo di famiglia de la poesía mexicana se creen Bretón, suspira. ¿Y los expulsados qué dicen, por qué no forman un nuevo grupo? Requena se ríe. La mayoría de los expulsados, dice, ¡ni siquiera saben que han sido expulsados! Y a aquellos que lo saben no les importa nada el real visceralismo. Se podría decir que Arturo les ha hecho un favor.

– ¿A Pancho no le importa nada? ¿A Piel Divina no le importa nada?

– A ellos puede que sí. A los demás sólo les han quitado un lastre de encima. Ahora pueden irse tranquilamente con las huestes de los Poetas Campesinos o con los achichincles de Paz.

– Me parece muy poco democrático lo que está haciendo Belano -dije.

– Pues sí, la mera verdad es que no es muy democrático que digamos.

– Deberíamos ir a verlo y decírselo -dije.

– Nadie sabe dónde está. Él y Ulises han desaparecido.

Durante un rato nos quedamos mirando la noche de México en los ventanales.

Afuera la gente camina aprisa, encogida, no como si aguardaran una tormenta sino como si la tormenta ya estuviera aquí. Sin embargo nadie parece tener miedo.

Más tarde Requena se puso a hablar de Xóchitl y del hijo que iban a tener. Pregunté cómo se iba a llamar.

– Franz -dijo Requena.


8 de diciembre


Ya que no tengo nada qué hacer he decidido buscar a Belano y a Ulises Lima por las librerías del DF. He descubierto la librería de viejo Plinio el Joven, en Venustiano Carranza. La librería Lizardi, en Donceles. La librería de viejo Rebeca Nodier, en Mesones con Pino Suárez. En Plinio el Joven el único dependiente era un viejito que después de atender obsequiosamente a un «estudioso del Colegio de México» no tardó en quedarse dormido en una silla colocada junto a una pila de libros, ignorándome soberanamente y al que robé una antología de la Astronómica de Marco Manilio, prologada por Alfonso Reyes, y el Diario de un autor sin nombre, de un escritor japonés de la Segunda Guerra Mundial. En la librería Lizardi creo que vi a Monsiváis. Sin que se diera cuenta me acerqué a ver qué libro era el que estaba hojeando, pero al llegar junto a él, Monsiváis se dio la vuelta, me miró fijamente, creo que esbozó una sonrisa y con el libro bien sujeto y ocultando el título se dirigió a hablar con uno de los empleados. Atizado por su actitud, sustraje un librito de un poeta árabe llamado Omar Ibn al-Farid, editado por la universidad, y una antología de poetas jóvenes norteamericanos de City Lights. Cuando me marché Monsiváis ya no estaba. La librería Rebeca Nodier la atiende la propia Rebeca Nodier, una anciana de más de ochenta años, completamente ciega, con vestidos de color blanco recalcitrante a juego con su dentadura, armada con un bastón y que, alertada por el ruido, el piso es de madera, se presenta de inmediato al visitante a su librería, yo soy Rebeca Nodier, etcétera, para finalmente preguntar a su vez el nombre del «amante de la literatura» a quien tiene «el honor de conocer» e informarse sobre el tipo de literatura que éste busca. Le dije que me interesaba la poesía y la señora Nodier, para mi sorpresa, dijo que todos los poetas eran unos vagos pero que en la cama no estaban nada mal. Sobre todo si no tienen dinero, dijo. Luego me preguntó la edad. Diecisiete años, dije. Uy, pero si todavía es usted un escuincle, exclamó. Y luego: ¿no pensará robar alguno de mis libros? Le aseguré que antes muerto. Estuvimos platicando un rato y después me marché.


9 de diciembre


La mafia de los libreros mexicanos no desmerece en nada a la mafia de los literatos mexicanos. Librerías visitadas: la Librería del Sótano, en un sótano de la avenida Juárez en donde los empleados (numerosos y perfectamente uniformados) me sometieron a una vigilancia estricta y de la que pude salir con un libro de poemas de Roque Dalton, uno de Lezama Lima y uno de Enrique Lihn. La Librería Mexicana, atendida por tres samuráis, en la calle Aranda, cerca de la plaza de San Juan, en donde robé un libro de Othón, uno de Amado Nervo (¡magnífico!) y uno muy delgadito de Efraín Huerta. La librería Pacífico, en Bolívar con 16 de Septiembre, en donde robé una antología de poetas norteamericanos traducida por Alberto Girri y un libro de Ernesto Cardenal. Por la tarde, después de leer, escribir y coger un poco, la librería de viejo Horacio, en Correo Mayor, atendida por dos gemelas, de donde salí con una novela de Gamboa, Santa, para regalársela a Rosario, con una antología de poemas de Kenneth Fearing traducida y prologada por un tal doctor Julio Antonio Vila, en donde habla de forma más bien imprecisa y llena de interrogantes acerca de un viaje que el poeta Fearing hizo a México en la década del cincuenta, «viaje ominoso y fructuoso», dice el doctor Vila, y con un libro de budismo escrito por el aventurero de Televisa Alberto Montes. En lugar del libro de Montes yo hubiera preferido la autobiografía del ex campeón mundial de peso pluma Adalberto Redondo, pero uno de los inconvenientes de robar libros -sobre todo para un aprendiz como yo- es que la elección está supeditada a la oportunidad.


10 de diciembre


Librería Orozco, en Reforma, entre Oxford y Praga: Nueve novísimos poetas gachupines, Cuerpos y bienes, de Robert Desnos y El informe de Brodie, de Borges. Librería Milton, en Milton con Darwin: Una noche con Hamlet y otros poemas, de Vladimir Holan, una antología de Max Jacob y una antología de Gunnar Ekelof. Librería El Mundo, en Río Nazas: una selección de poemas de Byron, Shelley y Keats, Rojo y negro, de Stendhal (que ya he leído) y los Aforismos de Lichtenberg traducidos por Alfonso Reyes. Por la tarde, mientras ordenaba mis libros en el cuarto, he pensado en Reyes. Reyes podría ser mi casita. Leyéndolo sólo a él o a quienes él quería uno podría ser inmensamente feliz. Pero eso es demasiado fácil.


11 de diciembre


Antes no tenía tiempo para nada, ahora tengo tiempo para todo. Vivía montado en camiones y metros, obligado a recorrer la ciudad de norte a sur por lo menos dos veces al día. Ahora me desplazo a pie, leo mucho, escribo mucho, hago el amor cada día. En nuestro cuarto de vecindad ya comienza a crecer una pequeña biblioteca producto de mis hurtos y visitas a librerías. La última, la librería Batalla del Ebro: su dueño es un español viejito llamado Crispín Zamora. Creo que hemos simpatizado. La librería, por supuesto, está la mayor parte del tiempo desierta y a don Crispín le gusta leer pero no desdeña pasarse horas enteras hablando de lo que sea. También yo necesito a veces hablar. Le confesé que visitaba sistemáticamente las librerías del DF buscando a dos amigos desaparecidos, que robaba libros porque no tenía dinero (don Crispín de inmediato me regaló un ejemplar de Eurípides editado por Porrúa y traducido por el padre Garibay), que admiraba a Alfonso Reyes porque no sólo sabía griego y latín sino también francés, inglés y alemán, que ya no iba a la universidad. Todo lo que le cuento le hace gracia, menos que no estudie, pues tener una carrera es necesario. La poesía le produce desconfianza. Al aclararle que yo era poeta, dijo que desconfianza no era en realidad la palabra exacta y que él había conocido a algunos. Quiso leer mis poemas. Cuando se los traje noté que se quedaba un poco perplejo, pero acabada la lectura no dijo nada. Sólo me preguntó por qué utilizaba tantas palabras malsonantes. ¿Qué quiere decir, don Crispín?, pregunté. Blasfemias, groserías, tacos, insultos. Ah, eso, le dije, bueno, debe ser por mi carácter. Al irme esa tarde don Crispín me regaló Ocnos, de Cernuda, y me rogó que estudiara a aquel poeta, que también, por cierto, tenía un carácter de los mil demonios.


12 de diciembre


Después de acompañar a Rosario hasta las puertas del Encrucijada Veracruzana (todas las meseras, incluida Brígida, me saludan efusivamente, como si me hubiera convertido en alguien del gremio o de la familia, todas convencidas de que llegaré a ser alguien importante en la literatura mexicana), mis pasos me llevaron sin un plan preconcebido hasta Río de la Loza, hasta el hotel La Media Luna, en donde se hospeda Lupe.

En la recepción, una especie de cajón empapelado con flores y venados sangrantes mucho más siniestro de lo que recordaba, un tipo chaparrito, de espaldas anchas y cabezón, me dijo que allí no se alojaba ninguna Lupe. Exigí ver el registro. El recepcionista dijo que eso era imposible, que el registro era algo absolutamente confidencial. Argüí que se trataba de mi hermana, separada de mi cuñado, y que yo venía precisamente a traerle dinero para que pagara el hotel. El recepcionista debía tener una hermana en parecidas circunstancias, pues inmediatamente se volvió más comprensivo.

– ¿Su hermana de usted es una morenita muy delgada que atiende por Lupe?

– Esa misma.

– Espérese tantito, que la llamo.

Mientras el recepcionista subía a buscarla me puse a mirar el registro. La noche del 30 de noviembre había entrado una tal Guadalupe Martínez. También, ese mismo día, se había hospedado una Susana Alejandra Torres, un Juan Aparicio y una María del Mar Jiménez. Llevado por mi instinto pensé que Susana Alejandra Torres era la Lupe que yo buscaba y no Guadalupe Martínez. Decidí no esperar a que el recepcionista bajara y subí de tres en tres las escaleras hasta el segundo piso, habitación 201, en donde se hospedaba Susana Alejandra Torres.

Llamé una sola vez. Oí pasos, una ventana que se cerraba, cuchicheos, más pasos, y finalmente la puerta se abrió y me encontré cara a cara con Lupe.

Era la primera vez que la veía tan maquillada. Tenía los labios pintados de un rojo intenso, los ojos con rímel, las mejillas embadurnadas de purpurina. Me reconoció enseguida:

– El amigo de María -exclamó con no disimulada alegría.

– Déjame pasar -dije yo. Lupe miró a sus espaldas y luego me franqueó la puerta. La habitación era un revoltijo de ropas de mujer desparramadas por los lugares más peregrinos.

Supe de inmediato que no estábamos solos. Lupe llevaba una bata verde y fumaba sin parar. Oí un ruido en el baño. Lupe me miró y luego miró hacia la puerta del baño que estaba entornada. Supuse que sería un cliente. Pero entonces vi, tirado en el suelo, un papel con dibujos, el proyecto de la nueva revista real visceralista y el descubrimiento me llenó de alarma. Pensé, de manera bastante ilógica, que María estaba en el baño, pensé que Angélica estaba en el baño, no supe cómo iba a justificar ante ellas mi presencia en el hotel La Media Luna.

Lupe, que no me quitaba la vista de encima, notó mi descubrimiento y se echó a reír.

– Ya puedes salir, es el amigo de tu hija -gritó.

La puerta del baño se abrió y apareció Quim Font enfundado en una bata blanca. Tenía los ojos llorosos y restos de lápiz de labio por la cara. Me saludó efusivamente. En la mano llevaba la carpeta con el proyecto de la revista.

– Ya ves, García Madero -dijo-, siempre trabajando, siempre con los ojos bien abiertos.

Después me preguntó si había pasado por su casa.

– Hoy no he ido -dije y volví a pensar en María y todo me pareció insoportablemente sórdido y triste.

Nos sentamos los tres en la cama, Quim y yo en los bordes y Lupe bajo las sábanas.

¡La situación, bien mirada, era insostenible!

Quim sonreía, Lupe sonreía y yo sonreía y ninguno se atrevía a decir nada. Un desconocido habría conjeturado que estábamos allí para hacer el amor. La idea era macabra. De sólo pensarlo sentí un temblor en el vientre. Lupe y Quim seguían sonriendo. Por decir algo me puse a hablar de la purga que estaba haciendo Arturo Belano en las filas del realismo visceral.

– Ya era hora -dijo Quim-, hay que echar a los aprovechados y a los ineptos. En el movimiento sólo deben quedar las almas puras como tú, García Madero.

– Eso es verdad -admití-, pero también creo que mientras más seamos, mejor.

– No, el número es una ilusión. García Madero. Para el caso que nos ocupa, cinco o cincuenta son lo mismo. Yo ya se lo había dicho a Arturo. Cortar cabezas. Reducir el círculo interno hasta convertirlo en un punto microscópico.

Me pareció que desvariaba y no dije nada.

– ¿Adonde íbamos a llegar con un pendejo como Pancho Rodríguez, dime tú?

– No sé -dije.

– ¿Acaso te parece buen poeta? ¿Te parece un ejemplar de artista de vanguardia mexicano?

Lupe no abría la boca. Sólo nos miraba y sonreía. Le pregunté a Quim si se sabía algo de Alberto.

– Somos pocos y aún seremos menos -dijo Quim enigmáticamente. No supe si se refería a Alberto o a los real visceralistas.

– También han expulsado a Angélica -dije.

– ¿A mi hija Angélica? Vaya, ésa sí que es una noticia, hombre, no tenía ni idea. ¿Y eso cuándo fue?

– No lo sé, me lo contó Jacinto Requena -dije.

– ¡Una poeta que ha ganado el premio Laura Damián! ¡Se necesita valor, ciertamente! ¡No lo digo porque sea mi hija!

– ¿Por qué no salimos a dar una vuelta? -dijo Lupe.

– A callar, Lupita, que estoy pensando.

– No seas sangrón, Joaquín, a mí no me hagas callar, yo no soy tu hija, ¿de acuerdo?

Quim se rió quedamente. Una risa conejil que apenas perturbó sus músculos faciales.

– Claro que no eres mi hija. Tú eres incapaz de escribir tres palabras sin una falta de ortografía.

– A poco crees que soy analfabeta, pendejo. Claro que soy capaz.

– No, no eres capaz -dijo Quim haciendo un esfuerzo desproporcionado para pensar. En la cara se le dibujó un gesto de dolor que me recordó el que vi en el rostro de Pancho Rodríguez, en el café Amarillo.

– A ver, ponme a prueba.

– No debieron hacerle eso a Angélica. Esos cabrones juegan con la sensibilidad ajena de una manera que me da vértigo. Tendríamos que comer algo. Me estoy mareando -dijo Quim.

– No seas ojo y ponme a prueba -dijo Lupe.

– Tal vez Requena exageró, tal vez Angélica pidió la baja voluntaria. Como habían expulsado a Pancho…

– Pancho, Pancho, Pancho. Ese hijo de la chingada no existe. No es nadie. A Angélica le importa madre si lo expulsan, si lo matan o le dan un premio. Es una especie de Alberto -añadió en voz baja y señalándome con la cabeza a Lupe.

– No te pongas así, Quim, yo lo decía porque fueron novios, ¿no?

– ¿Qué dices, Quim? -dijo Lupe.

– Nada que te importe.

– Ponme a prueba entonces, buey. ¿Quién te crees que soy?

– Raíz -dijo Quim.

– Eso está fácil, dame papel y lápiz.

Arranqué una hoja de mi libreta y se la alcancé junto con mi Bic.

– He llorado tanto -dijo Quim mientras Lupe se enderezaba en la cama, las rodillas levantadas, el papel apoyado en las rodillas-, tanto y tan inútilmente.

– Todo se tiene que arreglar -dije.

– ¿Has leído alguna vez a Laura Damián? -me preguntó con un aire ausente.

– No, nunca.

– Aquí está, a ver qué tal -dijo Lupe enseñándole el papel. Quim arrugó el ceño y dijo: regular-. Díctame otra, pero que esta vez sea difícil de verdad.

– Angustia -dijo Quim.

– ¿Angustia? Está fácil.

– Tengo que hablar con mis hijas -dijo Quim-, tengo que hablar con mi mujer, con mis colegas, con mis amigos. Tengo que hacer algo, García Madero.

– Tómatelo con calma, tienes tiempo, Quim.

– Oye, de esto ni una palabra a María, ¿eh?

– Entre tú y yo, Quim.

– ¿Qué tal me quedó? -dijo Lupe.

– Muy bien, García Madero, como debe de ser. Ya te regalaré el libro de Laura Damián.

– ¿Qué tal, eh? -Lupe me mostró el papel a mí. Había escrito la palabra angustia a la perfección.

– Mejor imposible -dije.

– Zarrapastrosa -dijo Quim.

– ¿Mande?

– Escribe la palabra zarrapastrosa -dijo Quim.

– Híjole, ésa sí que es difícil -dijo Lupe y se aplicó de inmediato.

– De esto, entonces, ni una palabra a mis hijas. A ninguna de las dos, cuento con tu palabra, García Madero.

– Por supuesto -dije.

– Ahora lo mejor es que te vayas. Voy a seguir un ratito dándole clases de español a esta burra y luego yo también me pondré en acción.

– De acuerdo, Quim, entonces ahí nos vemos.

Al levantarme la cama se movió y Lupe murmuró algo, pero no alzó los ojos del papel en el que escribía. Vi un par de borrones. Se estaba esforzando.

– Si ves a Arturo o a Ulises diles que lo que han hecho no está nada bien.

– Si los veo -dije yo encogiéndome de hombros.

– No es una buena manera de hacer amigos. Ni de conservarlos.

Hice como que me reía.

– ¿Necesitas dinero, García Madero?

– No, Quim, para nada, gracias.

– Ya sabes que cuentas conmigo. Yo también fui joven y alocado. Ahora vete. Nosotros de aquí a un ratito nos vestiremos y saldremos a comer algo.

– Mi bolígrafo -dije.

– ¿Qué? -dijo Quim.

– Me voy. Quiero mi bolígrafo.

– Déjala que termine -dijo Quim mirando a Lupe por encima del hombro.

– A ver, qué tal -dijo Lupe.

– Mal escrito -dijo Quim-, te tendría que dar unos cuantos azotes.

Pensé en la palabra zarrapastroso. Creo que yo tampoco la hubiera sabido escribir bien a la primera. Quim se levantó y fue al baño. Cuando salió llevaba en la mano un lapicero negro y oro. Me guiñó un ojo.

– Devuélvele el bolígrafo y escribe con esto -dijo.

Lupe me devolvió mi Bic. Adiós, le dije. No me devolvió el saludo.


13 de diciembre


Llamé a María. Hablé con la criada. No está la señorita María. ¿Cuándo llegará? Ni idea, de parte de quién. No quise darle mi nombre y colgué. Estuve en el café Quito a ver si aparecía alguien por allí, pero fue inútil. Volví a llamar a María. Nadie contestó el teléfono. Me fui caminando hasta Montes, donde vive Jacinto. No había nadie. Comí una torta en la calle y terminé dos poemas empezados ayer. Nueva llamada al domicilio de los Font. Esta vez contestó una voz de mujer inidentificable. Pregunté si era la señora Font.

– No, no soy -dijo la voz con un tono que me erizó los pelos.

Evidentemente, no era la voz de María. Tampoco era la de la criada con quien hacía poco había hablado. Sólo me quedaba Angélica o una extraña, tal vez la amiga de una de las hermanas.

– ¿Bueno, con quién hablo?

– ¿Con quién quiere hablar? -dijo la voz.

– Con María o con Angélica -dije yo sintiéndome al mismo tiempo estúpido y atemorizado.

– Soy Angélica -dijo la voz-. ¿Con quién hablo?

– Con Juan -dije yo.

– Qué tal, Juan. ¿Cómo estás?

No puede ser Angélica, pensé, es absolutamente imposible. Pero también pensé que en esa casa estaban todos locos y que sí que podía ser posible.

– Estoy bien -dije temblando-. ¿Está María?

– No está -dijo la voz.

– Bueno, ya volveré a llamar -dije.

– ¿Quieres dejarle un recado?

– ¡No! -dije y colgué.

Me tomé la temperatura con la mano. Debía de tener fiebre. En ese momento deseé estar con mis tíos, en mi casa, estudiando o viendo la tele, pero comprendí que no había vuelta atrás, que sólo tenía a Rosario y el cuarto de vecindad de Rosario.

Sin que me diera cuenta creo que me puse a llorar. Caminé al azar por las calles del DF y cuando quise orientarme me hallaba en medio de unas calles desangeladas de la colonia Anáhuac, entre arbolitos agonizantes y paredes descascaradas. Me metí en una cafetería de la calle Texcoco y pedí un café con leche. Me lo sirvieron tibio. No sé cuánto tiempo estuve allí.

Cuando salí ya era de noche.

Desde otro teléfono público volví a llamar a casa de las Font. Contestó la misma voz de mujer.

– Hola, Angélica, soy Juan García Madero -dije.

– Hola -dijo la voz.

Sentí náuseas. En la calle unos niños jugaban al fútbol.

– He visto a tu padre -dije-. Estaba con Lupe.

– ¿Cómo?

– En el hotel en donde tenemos a Lupe. Tu padre estaba allí.

– ¿Qué hacía allí? -Una voz sin inflexiones, como si estuviera hablando con la luna, pensé.

– Le hacía compañía -dije.

– ¿Lupe está bien?

– Como una rosa -dije-. El que no parecía muy bien era tu papá. Me pareció que había llorado, aunque cuando yo llegué se puso mejor.

– Ah -dijo la voz-. ¿Y por qué lloraría?

– No lo sé -dije-. Tal vez de arrepentimiento. O tal vez de vergüenza. Me pidió que no te lo dijera.

– ¿Que no me dijeras qué?

– Que lo había visto allí.

– Ah -dijo la voz.

– ¿Cuándo llegará María? ¿Sabes dónde está?

– En la Escuela de Danza -dijo la voz-. Y yo ahorita me iba también.

– ¿Adonde?

– A la universidad.

– Bueno, adiós, entonces.

– Adiós -dijo la voz.

Volví caminando hasta Sullivan. Cuando cruzaba Reforma, a la altura de la estatua de Cuauhtémoc, oí que me llamaban.

– Arriba las manos, poeta García Madero.

Al volverme vi a Arturo Belano y a Ulises Lima y me desmayé.

Cuando desperté estaba en el cuarto de Rosario, acostado, con Ulises y Arturo a cada lado de la cama intentando vanamente que bebiera una infusión que acababan de prepararme. Les pregunté qué había pasado, dijeron que me había desmayado, que vomité y que luego me puse a decir incoherencias. Les conté lo de mi llamada telefónica a casa de las Font. Dije que fue eso lo que me puso enfermo. Al principio no me creyeron. Después escucharon con atención una versión detallada de mis últimas aventuras y dieron su veredicto.

Según ellos, el problema radicaba en que no fue Angélica la persona con la que yo había hablado.

– Y eso, además, tú lo sabías, García Madero, por eso te pusiste enfermo -dijo Arturo-, de la pinche impresión.

– ¿Qué es lo que sabía?

– Que era otra persona y no Angélica -dijo Ulises.

– No, yo no lo sabía -dije.

– Inconscientemente sí -dijo Arturo.

– ¿Pero entonces quién era?

Arturo y Ulises se rieron.

– En realidad, la solución es muy fácil y divertida.

– No me amenaces más y suéltalo -dije.

– Piensa un poco -dijo Arturo-. A ver, utiliza la cabeza, ¿era Angélica?, evidentemente no, ¿era María?, menos. ¿Quién queda? La sirvienta, pero ella a la hora en que tú llamaste no está en casa y además ya antes habías hablado con ella y hubieras reconocido su voz, ¿verdad?

– Verdad -dije-. La sirvienta seguro que no.

– ¿Quién queda? -dijo Ulises.

– La mamá de María y Jorgito.

– No creo que fuera Jorgito, ¿verdad?

– No, Jorgito no pudo ser -admití.

– ¿Y a María Cristina la ves haciendo ese teatro?

– ¿Se llama María Cristina la mamá de María?

– Ése es su nombre -dijo Ulises.

– No, la neta es que no, ¿pero entonces quién? Ya no queda nadie.

– Alguien lo suficientemente loco como para imitar la voz de Angélica -dijo Arturo y me miró-. La única persona en esa casa capaz de hacer una broma perturbadora.

Los contemplé a ambos mientras la respuesta poco a poco iba formándose en mi cabeza.

– Caliente, caliente… -dijo Ulises.

– Quim -dije yo.

– No hay otro -dijo Arturo.

– ¡Qué hijo de la chingada!

Más tarde recordé la historia del sordomudo que me contó Quim y pensé en los maltratadores de niños que en su infancia han sido niños maltratados. Aunque ahora que lo escribo no consigo ver con la misma claridad que entonces la relación causa-efecto entre el sordomudo y el cambio de personalidad de Quim. Después salí hecho una fiera a la calle y gasté varias monedas en inútiles llamadas a casa de María. Hablé con su mamá, con la sirvienta, con Jorgito y a última hora de la noche con Angélica (esta vez sí, la Angélica de verdad), pero nunca estaba María, y Quim no se quiso poner al teléfono en ninguna ocasión.

Durante un rato Belano y Ulises Lima me acompañaron. Mientras hacía las primeras llamadas telefónicas les di a leer mis poemas. Dijeron que no estaban mal. La purga del real visceralismo es sólo una broma, dijo Ulises. ¿Pero los purgados saben que se trata sólo de eso? Claro que no, entonces no tendría ninguna gracia, dijo Arturo. ¿Así que no hay nadie expulsado? Claro que no. ¿Y ustedes qué han estado haciendo todo este tiempo? Nada, dijo Ulises.

– Hay un hijo de puta que nos quiere pegar -reconocieron más tarde.

– Pero ustedes son dos y él sólo uno.

– Pero nosotros no somos violentos, García Madero -dijo Ulises-. Al menos, yo no, y Arturo ahora tampoco.

Por la noche, entre llamada y llamada a casa de las Font, estuve con Jacinto Requena y Rafael Barrios en el café Quito. Les conté lo que me habían dicho Belano y Ulises. Deben de estar averiguando cosas de Cesárea Tinajero, dijeron.


14 de diciembre


A los real visceralistas nadie les da NADA. Ni becas ni espacios en sus revistas ni siquiera invitaciones para ir a presentaciones de libros o recitales.

Belano y Lima parecen dos fantasmas.

Si simón significa sí y nel significa no, ¿qué significa simonel?

Hoy no me siento muy bien.


15 de diciembre


A don Crispín Zamora no le gusta hablar de la guerra de España. Le pregunté, entonces, la razón por la que bautizó su librería con un nombre que evoca hechos marciales. Confesó que no se lo puso él, sino el propietario anterior, un coronel de la República que se cubrió de gloria en dicha batalla. En las palabras de don Crispín descubro un deje de ironía. Le hablo, a petición suya, del realismo visceral. Después de hacer algunas observaciones del tipo «el realismo nunca es visceral», «lo visceral pertenece al mundo onírico», etcétera, que más bien me desconciertan, postula que a los muchachos pobres no nos queda otro remedio que la vanguardia literaria. Le pregunto a qué se refiere exactamente con la expresión «muchachos pobres». Yo no soy precisamente un ejemplar de «muchacho pobre». Al menos no en el DF. Pero luego pienso en el cuarto de vecindad que Rosario comparte conmigo y mi desacuerdo inicial comienza a desvanecerse. El problema con la literatura, como con la vida, dice don Crispín, es que al final uno siempre termina volviéndose un cabrón. Hasta allí tenía la impresión de que don Crispín hablaba por hablar. De hecho, yo estaba sentado en una silla mientras él no paraba de moverse cambiando libros de lugar o quitándole el polvo a rimeros de revistas. En determinado momento, sin embargo, don Crispín se volvió y me preguntó cuánto le cobraría por acostarme con él. He visto que no andas sobrado de pesos y sólo por eso me atrevo a hacerte esta proposición. Me quedé helado.

– Ya la regó, don Crispín -dije.

– Hombre, no te lo tomes a mal, sé que soy viejo y por eso te propongo una transacción, digamos que una recompensa.

– ¿Es usted homosexual, don Crispín?

La pregunta, apenas formulada, supe que era estúpida y me sonrojé. No esperé su respuesta. ¿Se ha creído que yo soy homosexual? ¿No lo eres?, dijo don Crispín.

– Ay, ay, ay, qué metida de pata, por Dios, perdóname, hombre -dijo don Crispín y se echó a reír.

Mis ganas de salir huyendo de La Batalla del Ebro que experimenté al principio se evaporaron. Don Crispín me pidió que le dejara la silla porque la risa le podía provocar un ataque al corazón. Cuando se calmó, entre renovadas excusas, me dijo que lo comprendiera, que él era un homosexual tímido (¡para no hablar ya de mi edad, Juanito!) y que había perdido toda la práctica en el difícil cuando no enigmático arte de ligar. Debes pensar, y con razón, que soy un burro, dijo. Después me confesó que hacía por lo menos cinco años que no se acostaba con nadie. Antes de irme, por las molestias, insistió en regalarme la obra completa de Sófocles y Esquilo editada por Porrúa. Le dije que no había sido ninguna molestia, pero me pareció impertinente no aceptar su regalo. La vida es una mierda.


16 de diciembre


He enfermado de verdad. Rosario me ha obligado a quedarme en la cama. Antes de irse a trabajar ha salido a pedir prestado un termo a una vecina y me ha dejado medio litro de café. También cuatro aspirinas. Tengo fiebre. He empezado y terminado dos poemas.


17 de diciembre


Hoy ha venido a verme un médico. Ha mirado el cuarto, ha mirado mis libros y luego me ha tomado la presión y me ha tocado por diferentes partes del cuerpo. Después se ha puesto a hablar con Rosario en un rincón, en susurros, moviendo los hombros para dar mayor fuerza a sus palabras. Al marcharse le dije a Rosario que cómo era eso de que hiciera venir a un médico sin antes consultármelo. ¿Cuánto te has gastado?, le dije. Eso no importa, papacito, sólo importas tú.


18 de diciembre


Esta tarde estaba temblando de fiebre cuando la puerta se abrió y apareció mi tía y luego mi tío seguidos por Rosario. Creí que alucinaba. Mi tía se arrojó a la cama, en donde me cubrió de besos. Mi tío se mantuvo firme, esperó a que mi tía se desahogara y luego me palmoteo en un hombro. No tardaron en empezar las amenazas, las recriminaciones y los consejos. En una palabra, querían que me marchara a casa de inmediato o en su defecto a un hospital en donde pretendían someterme a una revisión exhaustiva. Me negué. Al final hubo amenazas y cuando se marcharon yo me reía a gritos y Rosario lloraba como una Magdalena.


19 de diciembre


A primera hora vinieron a visitarme Requena, Xóchitl, Rafael Barrios y Bárbara Patterson. Les pregunté quién les había dado mi dirección. Ulises y Arturo, dijeron. O sea, que ya han aparecido, dije. Han aparecido y han vuelto a desaparecer, dijo Xóchitl. Están terminando una antología de poetas jóvenes mexicanos, dijo Barrios. Requena se rió. No era verdad, según él. Lástima: por un momento me sentí esperanzado de que incluyeran textos míos en esa antología. Lo que están haciendo es juntando dinero para marcharse a Europa, dijo Requena. ¿Juntando cómo? Pues vendiendo mota a diestro y siniestro, dijo Requena. El otro día los vi por Reforma con un morral repleto de Golden Acapulco. No lo puedo creer, dije yo, pero recordé que la última vez que los vi llevaban, en efecto, un morral. Me dieron un poco, dijo Jacinto, y sacó algo de hierba. Xóchitl dijo que no me convenía fumar en el estado en que me encontraba. Le dije que no se preocupara, que ya me sentía mucho mejor. Tú eres la que no debe fumar, dijo Jacinto, si no quieres que nuestro hijo salga tarado. Xóchitl dijo que la marihuana no tenía por qué dañar al feto. No fumes, Xóchitl, dijo Requena. Lo que perjudica al feto son las malas ondas, dijo Xóchitl, la mala comida, el alcohol, los maltratos a la madre, no la marihuana. Por si acaso, tú no fumes, dijo Requena. Si ella quiere fumar que fume, dijo Bárbara Patterson. Chingada gringa, no se meta, dijo Barrios. Cuando hayas parido, haz lo que quieras, pero ahora te aguantas, dijo Requena. Mientras fumábamos Xóchitl se fue a sentar en un rincón del cuarto, junto a unas cajas de cartón en donde Rosario guardaba la ropa que no se ponía. Arturo y Ulises no están ahorrando dinero, dijo (aunque también están juntando una reservita, para qué lo vamos a negar), sino dándole los últimos toques a un asunto que va a dejar a todos con la boca abierta. La miramos esperando más noticias. Pero Xóchitl se quedó callada.


20 de diciembre


Esta noche he cogido con Rosario tres veces. Ya estoy sano. Sin embargo, y más que nada para satisfacerla a ella, sigo tomando las medicinas que compró.


21 de diciembre


Sin novedad. La vida parece haberse detenido. Todos los días hago el amor con Rosario. Cuando ella se va a trabajar, escribo y leo. Por las noches salgo a dar vueltas por los bares de Bucareli. A veces me paso por el Encrucijada y las meseras me atienden el primero. A las cuatro de la mañana vuelve Rosario (cuando tiene el turno de noche) y comemos algo ligero en nuestro cuarto, generalmente cosas que ella ya trae preparadas del bar. Luego hacemos el amor hasta que ella se duerme y yo me pongo a escribir.


22 de diciembre


Hoy he salido temprano a dar un paseo. Mi primera intención era dirigir mis pasos a la librería La Batalla del Ebro y platicar hasta la hora de comer con don Crispín, pero al llegar la librería estaba cerrada. Así que me puse a caminar sin rumbo, disfrutando del sol de la mañana y casi sin darme cuenta llegué a la calle Mesones, en donde está la librería Rebeca Nodier. Pese a que en mi primera visita ya había descartado esta librería como un objetivo apreciable, decidí entrar. No había nadie. Un aire viciado, dulzón, envolvía los libros y las estanterías. Sentí unas voces provenientes de la rebotica, por lo que deduje que la ciega se hallaba enfrascada en la resolución de algún negocio. Decidí esperar hojeando libros viejos. Allí estaba Ifigenia cruel y El plano oblicuo y los Retratos reales e imaginarios, además de los cinco volúmenes de Simpatías y diferencias, de Alfonso Reyes, y Prosas dispersas, de Julio Torri, y un libro de cuentos, Mujeres, de un tal Eduardo Colín del que jamás he oído hablar, y Li-Po y otros poemas, de Tablada, y los Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, de Renato Leduc, y los Incidentes melódicos del mundo irracional, de Juan de la Cabada, y Dios en la tierra y Los días terrenales, de José Revueltas. Pronto me cansé y tomé asiento en una sillita de mimbre. Me acababa de sentar cuando oí un grito. Lo primero que pensé fue que estaban asaltando a Rebeca Nodier y sin meditar lo que hacía me lancé hacia el interior de la librería. Tras la puerta me esperaba una sorpresa. Ulises Lima y Arturo Belano examinaban sobre una mesa un viejo catálogo y al irrumpir yo en la habitación levantaron las cabezas y por primera vez los vi sorprendidos de verdad. Junto a ellos, doña Rebeca miraba el cielorraso en una actitud pensativa o evocadora. No le había pasado nada. Fue ella la que gritó, pero su grito no fue de miedo sino de sorpresa.


23 de diciembre


Hoy no pasó nada. Y si pasó algo es mejor callarlo, pues no lo entendí.


24 de diciembre


Una navidad infame. Llamé a María. ¡Por fin he podido hablar con ella! Le conté lo de Lupe y dijo que lo sabía todo. ¿Qué es lo que sabes?, le dije.

– Pues que abandonó a su chulo y que por fin se decidió a estudiar en la Escuela de Danza -dijo.

– ¿Sabes dónde está viviendo?

– En un hotel -dijo María.

– ¿Sabes en qué hotel?

– Claro que lo sé. En La Media Luna. Voy todas las tardes a verla, la pobre está muy sola.

– No, no está muy sola, tu padre ya se encarga de hacerle compañía -dije.

– Mi padre es un santo y está dejándose el pellejo por escuincles despreciables como tú -dijo.

Quise saber a qué se refería con la frase «dejándose el pellejo».

– A nada.

– ¡Dime qué mierdas quieres decir!

– No grites -dijo ella.

– ¡Quiero saber en dónde estoy! ¡Quiero saber con quién hablo!

– No grites -insistió ella.

Después dijo que tenía que hacer y colgó.


25 de diciembre


He decidido no volver a acostarme con María nunca más, sin embargo las fiestas navideñas, la agitación que se percibe en la gente que camina por las calles del centro, los planes de la pobre Rosario (dispuesta a pasar el año nuevo en una sala de fiestas, conmigo, por supuesto, y bailando), no hacen sino renovar mis ganas de ver a María, de desnudarla, de sentir sus piernas otra vez sobre mi espalda, de golpear (si así ella me lo demandara) sus nalgas respingonas y perfectas.


26 de diciembre


– Hoy te tengo una sorpresa, papuchi -anunció Rosario nada más llegar a casa.

Se puso a besarme, dijo repetidas veces que me quería, prometió que dentro de poco se iba a poner a leer un libro cada quincena para estar «a mi altura», lo que acabó por abochornarme, y terminó confesándome que nadie antes la había hecho tan feliz.

Debo de estar haciéndome viejo, pues sus excesos verbales me ponen la piel de gallina.

Media hora después salimos y nos fuimos caminando hasta los baños públicos El Amanuense Azteca, en la calle Lorenzo Boturini.

Ésa era la sorpresa.

– Hay que estar bien limpitos ahora que se acerca el año nuevo -dijo Rosario guiñándome un ojo.

De buena gana la hubiera abofeteado allí mismo y luego me hubiera marchado para no volverla a ver nunca más en mi vida. (Tengo los nervios a flor de piel.)

Sin embargo, cuando traspusimos las puertas de cristal esmerilado de los baños, el mural o fresco que coronaba la recepción captó mi atención con una fuerza misteriosa.

El artista anónimo había pintado a un indio pensativo escribiendo en una hoja o en un pergamino. Aquél, sin duda, era el Amanuense Azteca. Detrás del amanuense se extendían unas termas en cuyas albercas, dispuestas de tres en fondo, se bañaban indios y conquistadores, mexicanos del tiempo de la colonia, el cura Hidalgo y Morelos, el emperador Maximiliano y la emperatriz Carlota, Benito Juárez rodeado de amigos y enemigos, el presidente Madero, Carranza, Zapata, Obregón, soldados de distintos uniformes o desuniformados, campesinos, obreros del DF y actores de cine: Cantinflas, Dolores del Río, Pedro Armendáriz, Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, Aceves Mejía, María Félix, Tin-Tan, Resortes, Calambres, Irma Serrano y otros que no reconocí pues estaban en las albercas más lejanas y ésos sí que eran verdaderamente chiquititos.

– ¿Padre, no?

Me quedé con los brazos en las caderas. Extático.

La voz de Rosario me hizo dar un respingo.

Antes de internarnos por los pasillos, con nuestras toallitas y jabones, descubrí también que a cada lado del mural una muralla de piedra circundaba las termas. Y tras las murallas, en una especie de llano o mar solidificado, vi animales borrosos, tal vez fantasmas de animales (o tal vez fantasmas botánicos) que acechaban las murallas y se multiplicaban en un sitio hirviente y al mismo tiempo silencioso.


27 de diciembre


Hemos vuelto a El Amanuense Azteca. Un éxito. Los reservados consisten en una diminuta habitación enmoquetada, con una mesa, un perchero y un diván, y una cabina de cemento en donde está la ducha y el vapor. La llave de paso del vapor, como en una película de nazis, está a ras de suelo. La puerta que separa ambos cubículos es gruesa y a la altura de la cabeza (aunque yo debo agacharme pues soy demasiado alto para el canon del arquitecto) se abre un inquietante y siempre empañado ojo de buey. Hay servicio de restaurante. Nos encerramos y pedimos cubalibres. Nos duchamos, tomamos baños de vapor, descansamos y nos secamos en el diván, nos volvemos a duchar. Hacemos el amor en la cabina del baño, en medio de una nube de vapor que vela nuestros respectivos cuerpos. Cogemos, nos duchamos, dejamos que el vapor nos asfixie. Sólo nos vemos las manos, las rodillas, a veces la nuca o la punta de los pechos.


28 de diciembre


¿Cuántos poemas he escrito?

Desde que esto empezó: cincuentaicinco poemas.

Total de páginas: 76.

Total de versos: 2.453.

Ya podría hacer un libro. Mi obra completa.


29 de diciembre


Esta noche, mientras esperaba a Rosario en la barra del Encrucijada Veracruzana, se me acercó Brígida e hizo una observación sobre el paso del tiempo.

– Sírveme otro tequila -le dije- y explícate.

En su mirada sorprendí algo que sólo puedo denominar con la palabra victoria, aunque era una victoria triste, resignada, atenta a los pequeños gestos de la muerte más que a los gestos de la vida.

– Digo que el tiempo pasa -dijo Brígida mientras llenaba mi vaso- y que tú, que antes eras un desconocido, ahora pareces de la familia.

– Me vale madre la familia -le dije mientras pensaba dónde demonios se había metido Rosario.

– No pretendía insultarte -dijo Brígida-. Tampoco pelearme contigo. En estas fechas prefiero no pelearme con nadie.

Me la quedé mirando un rato sin saber qué decirle. De buena gana le hubiera dicho tú estás tonta, Brígida, pero yo tampoco tenía ganas de pelearme con nadie.

– Digo -dijo Brígida mirando hacia atrás como para asegurarse de que Rosario aún no venía- que a mí también, cómo no, me hubiera gustado enamorarme de ti, a mí también me hubiera gustado vivir contigo, darte para tus gastos, hacerte la comida, cuidarte cuando te enfermaras, pero si no pudo ser, ni modo, hay que aceptar las cosas como son, ¿verdad? Pero hubiera sido lindo.

– Yo soy insoportable -le dije.

– Tú eres como eres y tienes un vergón que vale su peso en oro -dijo Brígida.

– Gracias -le dije.

– Sé lo que me digo -dijo Brígida.

– ¿Y qué más sabes?

– ¿Sobre ti? -ahora Brígida sonreía y ésa, supuse, era su victoria.

– Sobre mí, claro -le dije mientras vaciaba el vaso de tequila.

– Que vas a morir joven, Juan, que vas a desgraciar a Rosario.


30 de diciembre


Hoy he vuelto a casa de las Font. Hoy he desgraciado a Rosario.

Me levanté temprano, a eso de las siete de la mañana, y salí a caminar sin rumbo por las calles del centro. Antes de marcharme escuché la voz de Rosario que me decía: espérate tantito que ya te preparo el desayuno. No le contesté. Cerré la puerta sin hacer ruido y abandoné la vecindad.

Durante mucho rato caminé como si estuviera en otro país, sintiéndome ahogado y con náuseas. Cuando llegué al Zócalo mis poros por fin se abrieron, me puse a sudar sin reservas y la náusea desapareció.

Entonces un hambre voraz se apoderó de mí y entré en la primera cafetería que encontré abierta, en Madero, un local pequeño llamado Nueva Síbaris, en donde pedí un café con leche y una torta de jamón.

Cuál no sería mi sorpresa al encontrar sentado en la barra a Pancho Rodríguez. Estaba acabado de peinar (el pelo aún mojado) y tenía los ojos enrojecidos. No se sorprendió de verme. Le pregunté qué hacía allí, tan lejos de su barrio y a horas tan tempranas.

– He estado toda la noche de putas -dijo-, a ver si de una chingada vez me olvido de aquella que ya conoces.

Supuse que se refería a Angélica y mientras daba los primeros sorbos a mi café con leche me puse a pensar en Angélica, en María, en mis primeras visitas a la casita de las Font. Me sentí feliz. Me sentí con hambre. Pancho, por el contrario, parecía desganado. Para distraerlo le conté que había dejado la casa de mis tíos y que vivía con una mujer en una vecindad escapada de una película de los cuarenta, pero Pancho era incapaz de escucharme o de escuchar a cualquiera.

Después de fumarse un par de cigarrillos dijo que tenía ganas de estirar las piernas.

– ¿Adonde quieres ir? -dije, aunque en el fondo ya sabía la respuesta y si ésta, por otra parte, no era la que yo esperaba, estaba dispuesto a provocarla valiéndome de cualquier estratagema.

– A casa de Angélica -dijo Pancho.

– Ya rugiste -le dije y me apresuré a terminar el desayuno.

Pancho se adelantó a pagar mi cuenta (era la primera vez que lo hacía) y salimos a la calle. Una sensación de ligereza se instaló en nuestras piernas. De pronto Pancho ya no parecía tan estropeado por el alcohol ni yo tan sin saber qué hacer con mi vida, sino más bien todo lo contrario, la luz de la mañana nos devolvió renovados, Pancho nuevamente era jovial y rápido y se deslizaba por encima de las palabras, y los ventanales de una zapatería de la calle Madero me dieron la réplica cabal de mi imagen interior: un tipo alto, de facciones agradables, ni desgarbado ni enfermizamente tímido, que caminaba a grandes zancadas seguido de otro tipo más pequeño y más cuadrado en pos de su verdadero amor ¡o de lo que fuera!

Por supuesto, entonces no tenía ni idea de lo que el día nos iba a deparar.

Pancho, que durante la mitad del trayecto se mostró entusiasta, afable y extrovertido, durante la mitad final, conforme nos acercábamos a la colonia Condesa, varió su actitud y pareció sumirse otra vez en los antiguos miedos que su extraña (o más bien aparatosa y enigmática) relación con Angélica le provocaba. Todo el problema, me confesó nuevamente malhumorado, consistía en la diferencia social que separaba a su humilde familia trabajadora de la de Angélica, firmemente anclada en la pequeñaburguesía del DF. Para darle ánimos argüí que eso, sin duda, sería un problema para iniciar una relación amorosa, pero puesto que la relación ya estaba iniciada el foso de la lucha de clases se agostaba considerablemente. A lo que Pancho dijo que qué quería decir con que la relación ya estaba iniciada, pregunta un poco imbécil que preferí no contestar o contestar con un retruécano: ¿acaso eran Angélica y él dos personas normales, dos exponentes típicos e inmóviles de la pequeñaburguesía y del proletariado?

– No, pues no -dijo Pancho meditabundo mientras el taxi que habíamos tomado en Reforma con Juárez nos acercaba a velocidad de vértigo a la calle Colima.

Eso era lo que quería decir, le dije, que puesto que Angélica y él eran poetas, qué importaba que uno perteneciera a una clase social y el otro a otra.

– Pues mucho -dijo Pancho.

– No seas mecanicista, hombre -dije yo, cada vez más irreflexivamente feliz.

El taxista, de forma inesperada, apoyó mi discurso:

– Si usted ya se la benefició las barreras valen madre. Cuando el amor es bueno, lo demás no importa.

– ¿Ya ves? -dije yo.

– Pues no -dijo Pancho-, no lo veo muy claro.

– Usted éntrele con fe a su chava y déjese de chingaderas comunistas -dijo el taxista.

– ¿Cómo que chingaderas comunistas? -dijo Pancho.

– Pues eso de las clases sociales, oiga.

– Así que según usted las clases sociales no existen -dijo Pancho.

El taxista, que hablaba mirándonos por el espejo retrovisor, ahora se volvió, la mano derecha apoyada en el borde del asiento del copiloto, la izquierda firmemente aferrada al volante. Vamos a chocar, pensé.

– Para según qué, no. En el querer los mexicanos somos todos iguales. Ante Dios, también -dijo el taxista.

– ¡Pero qué chingaderas son éstas! -dijo Pancho.

– Le dijo Dimas a Gestas -replicó el taxista.

A partir de ese momento Pancho y el taxista se pusieron a discutir de religión y de política y yo aproveché para contemplar el paisaje que se sucedía monótono en la ventanilla: las fachadas de la Juárez y de la Roma Norte, y también me puse a pensar en María y en lo que me separaba de ella, que no era la clase social, sino más bien la acumulación de experiencia, y me puse a pensar en Rosario y en nuestro cuarto de vecindad y en las noches maravillosas que había vivido allí pero que sin embargo yo estaba dispuesto a cambiar por un ratito con María, por una palabra de María, por una sonrisa de María. Y también me puse a pensar en mis tíos e incluso me pareció verlos, alejándose por una de aquellas calles por las que pasábamos, tomados del brazo, sin volverse para mirar el taxi que se perdía zigzagueando peligrosamente por otras calles, inmersos en su soledad así como Pancho, el taxista y yo íbamos inmersos en la nuestra. Y entonces me di cuenta que algo había fallado en los últimos días, algo había fallado en mi relación con los nuevos poetas de México o con las nuevas mujeres de mi vida, pero por más vueltas que le di no hallé el fallo, el abismo que si miraba por encima de mi hombro se abría detrás de mí, un abismo que por otra parte no me atemorizaba, un abismo carente de monstruos aunque no de oscuridad, de silencio y de vacío, tres extremos que me hacían daño, un daño menor, es cierto, ¡un cosquilleo en la boca del estómago!, pero que por momentos se parecía al miedo. Y entonces, mientras iba con la cara pegada a la ventanilla, entramos en la calle Colima y Pancho y el taxista se callaron, o tal vez sólo Pancho se calló, como si diera por bien perdida su discusión con el taxista, y mi silencio y el silencio de Pancho me sobrecogieron el corazón.

Nos bajamos unos metros más allá de la casa de las Font.

– Aquí pasa algo raro -dijo Pancho mientras el taxista se alejaba alegremente mentándonos la madre.

A primera vista la calle presentaba un aspecto normal, pero yo también percibí un aire distinto al que tan vivamente recordaba. En la otra acera, sentados en el interior de un Camaro amarillo, vi a dos tipos. Nos miraban fijamente.

Pancho tocó el timbre. Durante unos segundos interminables no se produjo el menor movimiento en el interior de la casa. Uno de los ocupantes del Camaro, el que estaba sentado en el asiento del copiloto, se bajó y apoyó los codos en el techo del coche. Pancho lo estuvo mirando durante unos segundos y luego me repitió, en voz muy baja, que allí pasaba algo raro. El tipo del Camaro daba miedo. Recordé las primeras veces que estuve en la casa de las Font, de pie en la puerta, contemplando el jardín que a mis ojos se desplegaba lleno de secretos. De eso hacía poco y sin embargo me pareció que habían pasado varios años. Fue Jorgito quien salió a abrirnos.

Al llegar a la puerta nos hizo una seña que no entendimos y miró hacia donde estaba estacionado el Camaro. No contestó a nuestro saludo y cuando traspasamos la verja volvió a cerrar con llave. El jardín me pareció descuidado. El aspecto de la casa era distinto. Jorgito nos guió directamente hacia la puerta principal. Recuerdo que Pancho me miró interrogante y mientras caminábamos se volvió y examinó la calle.

– No te detengas, buey -le dijo Jorgito.

En el interior de la casa nos esperaban Quim Font y su mujer.

– Ya era hora de que vinieras, García Madero -me dijo Quim dándome un fuerte abrazo. No esperaba un recibimiento tan cálido. La señora Font estaba vestida con una bata de color verdinegro y zapatillas y parecía recién levantada, aunque después me enteré de que aquella noche apenas había dormido.

– ¿Qué pasa aquí? -dijo Pancho mirándome.

– Querrás decir qué no pasa -dijo la señora Font mientras acariciaba a Jorgito.

Quim, después de abrazarme, se acercó a la ventana y miró discretamente hacia afuera.

– No hay novedad, papi -dijo Jorgito.

Pensé de inmediato en los ocupantes del Camaro amarillo y poco a poco me fui haciendo una vaga idea de lo que ocurría en la casa de los Font.

– Nosotros estamos desayunando, muchachos, ¿quieren tomarse un cafecito? -dijo Quim.

Lo seguimos hasta la cocina. Allí, en la mesa de diario, estaban sentadas Angélica, María ¡y Lupe! Pancho ni se inmutó al verla, pero yo casi pegué un salto.

Lo que siguió a continuación es difícil de recordar, sobre todo porque María me saludó como si nunca nos hubiéramos peleado, como si nuestra relación pudiera reiniciarse de inmediato. Sólo sé que saludé a Angélica y a Lupe con naturalidad y que María me dio un beso en la mejilla. Después nos pusimos a tomar café y Pancho preguntó qué ocurría. Las explicaciones fueron variadas y tumultuosas y en medio de éstas la señora Font y Quim comenzaron a pelearse. Según la señora Font nunca había pasado unas fiestas de fin de año peores. Piensa en los pobres, Cristina, le replicó Quim. La señora Font se puso a llorar y se marchó de la cocina. Angélica salió tras ella, lo que provocó un movimiento por parte de Pancho que posteriormente se quedó en nada: se levantó de su silla, siguió a Angélica hasta la puerta y luego volvió a sentarse. Entre Quim y María, mientras tanto, me pusieron al corriente de la situación. El proxeneta de Lupe la había encontrado en el hotel La Media Luna. Tras una refriega, cuyos pormenores no entendí, Quim y ella consiguieron escapar del hotel y llegar a la calle Colima. De esto hacía un par de días. Advertida la señora Font, llamó a la policía y no tardó en acudir un patrullero. Éstos indicaron que si los Font querían presentar una denuncia tenían que ir a la comisaría. Cuando Quim les dijo que Alberto y otro tipo estaban allí, enfrente de su casa, los patrulleros fueron a hablar con el padrote y desde la verja Jorgito pudo ver que más bien parecían cuates de toda la vida. O el acompañante de Alberto también era policía, según afirmó Lupe, o los policías habían recibido una mordida lo suficientemente jugosa como para olvidarse del asunto. A partir de ese momento el cerco a la casa de los Font se estableció formalmente. Los patrulleros se marcharon. La señora Font volvió a llamar a la policía. Vinieron otros patrulleros y el resultado fue el mismo. Un amigo de Quim le recomendó a éste, por teléfono, que soportara como pudiera el cerco hasta que pasaran las fiestas. A veces, siempre según Jorgito, el único con agallas suficientes para espiar a los intrusos, venía otro coche, un Oldsmobile que se estacionaba detrás del Camaro, y Alberto y su acompañante, tras platicar un rato con los nuevos sitiadores, se largaban de forma ostentosa, incluso temeraria, haciendo rechinar los neumáticos y tocando el claxon. Al cabo de unas seis horas ya estaban de vuelta y el coche que los había reemplazado se marchaba. Estas idas y venidas, por descontado, quebrantaron el ánimo a los habitantes de la casa. La señora Font se negaba a salir, por miedo a que la secuestraran. Quim, ante el cariz que tomaba la situación, tampoco salía, según él por responsabilidad ante su familia, aunque yo creo qué más bien era por miedo a que le pegaran. Sólo Angélica y María habían traspasado el umbral de la calle, una sola vez y por separado, y el resultado fue nefasto. A Angélica la insultaron y a María, que temerariamente pasó junto al Camaro, la manosearon y la abofetearon. Cuando nosotros llegamos el único que se atrevía a salir a abrir la puerta era Jorgito.

Una vez puestos en antecedentes la reacción de Pancho fue inmediata.

Iba a salir y le iba a dar una madriza al tal Alberto.

Entre Quim y yo intentamos disuadirlo, pero no hubo nada que hacer. Así que tras hablar durante un cuarto de hora a solas con Angélica, Pancho dirigió sus pasos a la calle.

– Acompáñame, García Madero -dijo y yo como un tonto lo seguí.

Cuando salimos la determinación guerrera de Pancho había bajado varias décimas. Abrimos la puerta de calle con las llaves que nos había dado Jorgito, nos volvimos a mirar hacia la casa, me pareció ver a Quim observándonos desde la ventana de la sala y a la señora Font desde una ventana del segundo piso. Este asunto es bastante gacho, dijo Pancho. No supe qué contestarle, quién le había mandado abrir la boca.

– Mi historia con Angélica se ha acabado -dijo Pancho mientras probaba las llaves una tras otra sin acertar con la indicada.

En el Camaro había tres ocupantes y no dos como me pareció a primera hora de la mañana. Pancho se acercó a ellos con paso decidido y les preguntó qué era lo que querían. Yo me quedé unos metros detrás y el cuerpo de Pancho me ocultó la figura del padrote. Ni yo pude verlo ni él pudo verme. Pero escuché su voz, bien timbrada, como la de un cantante de rancheras, una voz arrogante pero no del todo desagradable, en modo alguno la voz que yo le hubiera puesto, una voz en donde no se percibía ni un ápice de vacilación y que contrastaba cruelmente con la de Pancho, que empezó a tartamudear y que hablaba demasiado alto, que se acercaba demasiado aprisa al insulto y a la agresión.

En ese momento, por primera vez después de todos los sucesos de aquella mañana, me di cuenta de que esos tipos eran peligrosos y quise decirle a Pancho que nos diéramos media vuelta y volviéramos a la casa de las Font. Pero Pancho ya estaba retando a Alberto.

– Bájate del carro, buey -dijo.

Alberto se rió. Hizo un comentario que no entendí. La puerta de su acompañante se abrió y fue el otro el que salió del coche. Era de estatura mediana, muy moreno, tirando a gordo.

– Lárgate de aquí, chavo. -Tardé en comprender que se dirigía a mí.

Luego vi que Pancho daba un paso atrás y Alberto se bajó del coche. Lo que siguió a continuación fue demasiado rápido. Alberto se acercó a Pancho (tuve la impresión de que le estaba dando un beso) y Pancho cayó al suelo.

– Déjalo solo, chavo -dijo el tipo moreno desde el otro lado, con los codos apoyados en el techo del coche. No le hice caso. Levanté a Pancho del suelo y volvimos para la casa. Cuando llegamos a la puerta me volví a mirar. Los dos tipos ya estaban otra vez dentro del Camaro amarillo y me pareció que se reían.

– Te dieron en la madre, ¿eh? -dijo Jorgito apareciendo de entre unos arbustos.

– El cabrón tenía una pistola -dijo Pancho-. Si me defiendo me hubiera disparado.

– Eso pensé yo -dijo Jorgito.

Yo no vi ninguna pistola, pero preferí callarme.

Entre Jorgito y yo llevamos a Pancho a la casa. Cuando ya íbamos por el camino de piedra que conduce al porche, Pancho dijo que no, que quería ir a la casita de María y Angélica, así que dimos la vuelta por el jardín. El resto del día fue más bien infame.

Pancho se encerró con Angélica en la casita. La sirvienta llegó tarde y se puso a hacer el aseo molestando a todo el que encontraba cerca. Jorgito quiso salir a la casa de unos amigos pero sus papas no lo dejaron. María, Lupe y yo nos pusimos a jugar a las cartas en el rincón del jardín en donde tuvimos nuestras primeras conversaciones. Por un instante tuve la ilusión de que estábamos repitiendo los gestos de cuando recién nos conocimos, cuando Pancho y Angélica se encerraban en la casita y nos ordenaban salir, pero ya todo era distinto.

A la hora de la comida, en la mesa de la cocina, la señora Font dijo que quería el divorcio. Quim se rió e hizo un gesto como dando a entender que su mujer se había vuelto loca. Pancho se puso a llorar.

Después Jorgito encendió la tele y él y Angélica se sentaron a ver un documental sobre las arañas. La señora Font nos sirvió café a los que aún quedábamos en la cocina. La sirvienta antes de marcharse avisó que al día siguiente no vendría. Quim habló con ella unos segundos, en el patio, y le entregó un sobre. María preguntó si era una nota de socorro para alguien. Por Dios, hija, dijo Quim, todavía no nos han cortado el teléfono. Era su aguinaldo de fin de año.

No sé en qué momento Pancho se marchó de la casa. No sé en qué momento yo decidí que me quedaría a pasar la noche allí. Sólo sé que Quim, después de cenar, me llevó aparte y me agradeció el gesto.

– No me esperaba menos de ti, García Madero -dijo.

– Estoy para lo que necesiten -contesté estúpidamente.

– Ahora vamos a olvidar todas las bromas que han habido entre tú y yo y nos vamos a concentrar en la defensa del castillo -dijo.

No entendí a qué se refería con lo de las bromas, sí entendí a lo que se refería con lo del castillo. Preferí no replicar y asentí con la cabeza.

– Lo mejor es que las muchachas duerman en la casa -dijo Quim-, por motivos de seguridad, ya me comprendes, cuando la situación es de extremo peligro lo conveniente es reunir a la tropa en un solo reducto.

Estuvimos de acuerdo en todo y aquella noche Angélica durmió en la habitación de huéspedes, Lupe en la sala y María en la habitación de Jorgito. Yo decidí dormir en la casita del patio, tal vez con la esperanza de que María me hiciera una visita, pero tras darnos las buenas noches y separarnos estuve esperando infructuosamente durante mucho rato, recostado en la cama de María, envuelto en el olor de María, con una antología de Sor Juana entre las manos, pero incapaz de leer, hasta que no pude más y salí a dar una vuelta por el jardín. Proveniente de una de las casas de la calle Guadalajara o de la avenida Sonora, llegaba el sonido asordinado de una fiesta. Fui hasta la barda y me asomé: el Camaro amarillo seguía allí aunque en su interior no se veía a nadie. Volví a la casa, la ventana de la sala estaba iluminada y tras pegar la oreja a la puerta escuché unas voces apagadas que no pude identificar. No me atreví a llamar. En vez de eso di la vuelta y entré por la puerta de la cocina. En la sala, sentadas en el sofá, estaban María y Lupe. Olía a marihuana. María iba con un camisón de dormir de color rojo, que al principio tomé por un vestido, con bordados blancos en el pecho que representaban un volcán, un río de lava y una aldea a punto de ser destruida. Lupe aún no se había puesto el pijama, si es que tenía, cosa que dudo, e iba con una minifalda y una blusa negra y el pelo despeinado, lo que le daba un aire misterioso y atractivo. Cuando me vieron se quedaron calladas. Me hubiera gustado preguntarles de qué hablaban pero en lugar de hacerlo tomé asiento junto a ellas y les anuncié que el coche de Alberto seguía afuera. Ya lo sabían.

– Nunca había pasado un fin de año tan extraño -dije. María nos ofreció una taza de café y luego se levantó y fue a la cocina. La seguí. Mientras esperaba que el agua hirviera la abracé por detrás y le dije que quería acostarme con ella. No me contestó. Quien calla otorga, pensé, y besé su cuello y su nuca. El olor de María, un olor al que empezaba a desacostumbrarme, me enardeció tanto que me puse a temblar. En el acto me separé de ella. Recostado contra la pared de la cocina, por un instante temí perder el equilibrio o desmayarme allí mismo y tuve que hacer un esfuerzo para recuperar la normalidad.

– Tienes un buen corazón, García Madero -dijo ella mientras salía de la cocina portando una bandeja con tres tazas de agua caliente, el Nescafé y el azúcar. La seguí como un sonámbulo. Me hubiera gustado saber qué había querido decir con que yo tenía buen corazón, pero ya no me volvió a hablar.

Pronto comprendí que mi presencia allí era molesta. María y Lupe tenían muchas cosas que decirse y todas me resultaban incomprensibles. Por un instante parecía que hablaban del tiempo y al instante siguiente parecía que hablaban de Alberto, el padrote siniestro.

Al llegar a la casita me sentía tan cansado que ni siquiera encendí la luz.

Fui hasta la cama de María a tientas, guiado únicamente por la débil luz que llegaba de la casa grande o del patio o de la luna, no lo sé, y me tiré boca abajo, sin desvestirme y de inmediato me quedé dormido.

Ignoro qué hora era entonces ni cuánto rato permanecí así, sólo sé que estaba bien y que cuando me desperté aún estaba oscuro y una mujer me acariciaba. Tardé en darme cuenta de que no era María. Durante unos segundos creí que estaba soñando o que me hallaba irremediablemente perdido en la vecindad, junto a Rosario. La abracé y busqué su rostro en la oscuridad. Era Lupe y sonreía como una araña.


31 de diciembre


Hemos celebrado el año nuevo como quien dice en familia. Durante todo el día estuvieron apareciendo y desapareciendo por la casa los amigos de toda la vida. No muchos. Un poeta, dos pintores, un arquitecto, la hermana menor de la señora Font, el padre de la desaparecida Laura Damián.

La aparición de este último estuvo rodeada de gestos extremos y misteriosos. Quim estaba en pijama y sin afeitarse, sentado en la sala viendo la tele. Yo abrí la puerta y el señor Damián entró precedido por un enorme ramo de rosas rojas que me entregó con un gesto tímido y molesto (o desasido y disgustado). Mientras llevaba las flores a la cocina y buscaba un florero o lo que fuera para depositarlas oí que le decía a Quim algo sobre las miserias de la vida cotidiana. Después hablaron de las fiestas. Ya no son lo que eran, dijo Quim. En efecto, dijo el padre de Laura Damián. Ni que lo digas. Todo tiempo pasado fue mejor, dijo Quim. Nos hacemos viejos, dijo el padre de Laura Damián. Entonces Quim dijo algo sorprendente: no sé, dijo, cómo te las arreglas para seguir vivo, yo ya hace tiempo que me hubiera muerto.

Siguió un silencio prolongado, sólo roto por las voces lejanas de la señora Font y de sus hijas que preparaban una piñata en el patio trasero y luego el padre de Laura Damián explotó en un sollozo. No pude aguantar la curiosidad y salí de la cocina procurando no hacer ruido, precaución innecesaria pues los dos hombres estaban absortos contemplándose mutuamente, Quim con aspecto de acabado de levantar, despeinado, ojeroso, legañoso, el pijama arrugado, las pantuflas a medio salir de los pies, unos pies delicados como pude apreciar, muy distintos de los pies de mi tío, por ejemplo, y el señor Damián con el rostro como se suele decir literalmente bañado en lágrimas, aunque las lágrimas sólo formaban dos surcos en sus mejillas, dos surcos profundos que parecían tragarse el rostro entero, las manos juntas, sentado en un sillón enfrente de Quim. Quiero ver a Angélica, dijo. Primero límpiate los mocos, dijo Quim. El señor Damián extrajo un pañuelo del bolsillo del saco y se lo pasó por los ojos y las mejillas y luego se sonó. La vida es dura, Quim, dijo mientras se levantaba de improviso y se dirigía como dormido al baño. Al pasar junto a mí ni siquiera me miró.

Después creo que estuve un rato en el patio ayudándole a la señora Font a preparar los arreglos de la cena que pensaba dar aquella última noche de 1975. Cada final de año doy una cena para nuestros amigos, dijo, ya es una tradición, aunque de buena gana este año no la haría, no estoy para fiestas, ya ves, pero hay que ser fuertes. Le dije que el padre de Laura Damián estaba en casa. Alvarito viene cada año, dijo la señora Font, dice que soy la mejor cocinera que conoce. ¿Qué vamos a comer esta noche?, pregunté.

– Ay, hijo, no tengo idea, me parece que voy a prepararles un poco de mole y luego me iré a acostar temprano, este año no estoy para grandes celebraciones, ¿no te parece?

La señora Font me miró y se echó a reír. Me parece que esta mujer no está bien de la cabeza. Después volvió a sonar el timbre insistentemente y la señora Font, tras permanecer a la expectativa durante unos segundos, me pidió que fuera a ver quién era. Al pasar por la sala vi a Quim y al padre de Laura Damián, cada uno con una copa en la mano, sentados en el mismo sofá, mirando otro programa en la tele. El visitante era uno de los poetas campesinos. Creo que estaba borracho. Me preguntó dónde estaba la señora Font y luego pasó directo hacia el patio trasero en donde se hallaba ésta con sus guirnaldas y banderitas mexicanas de papel, obviando el triste cuadro que componían Quim y el padre de Laura Damián. Subí a la habitación de Jorgito y desde allí vi al poeta campesino que se llevaba las manos a la cabeza.

Numerosas, en cambio, fueron las llamadas telefónicas. Llamó primero una tal Lorena, ex poeta real visceralista, para invitar a María y a Angélica a una fiesta de fin de año. Luego llamó un poeta paciano. Luego llamó un bailarín de nombre Rodolfo que quiso hablar con María, pero ella se negó a ponerse y me rogó que le dijera que no estaba, cosa que hice sin placer, automáticamente, como si ya estuviera más allá de los celos, lo que de ser verdad sería magnífico, pues los celos no sirven para nada. Después llamó el arquitecto principal del estudio de arquitectura de Quim. Sorprendentemente primero habló con él y luego quiso que se pusiera al teléfono Angélica. Cuando Quim me pidió que llamara a Angélica tenía lágrimas en los ojos y mientras Angélica hablaba o más bien escuchaba, me dijo que la poesía era lo más bonito que se podía hacer en esta tierra maldita. Palabras textuales. Yo, por no llevarle la contraria, asentí (creo que le dije: qué buena onda, Quim, respuesta a todas luces cretina). Después estuve un rato en la casita de las muchachas, hablando con María y Lupe o más bien dicho escuchándolas hablar mientras me preguntaba cuándo y cómo iba a acabar el cerco del padrote.

Sobre la cogida de la noche anterior con Lupe, todo sigue envuelto en el misterio, aunque la verdad es que hacía mucho que no me lo pasaba tan bien. A la una de la tarde hubo un simulacro de comida: primero comimos Jorgito, María, Lupe y yo, luego, a la una y media, la señora Font, Quim, el padre de Laura Damián, el poeta campesino y Angélica. Mientras lavaba los platos escuché que el poeta campesino amenazaba con salir y enfrentarse a Alberto, seguido de la advertencia de la señora Font que le decía: Julio, no seas menso. Después todos nos fuimos a comer el postre a la sala.

Por la tarde me duché.

Tenía el cuerpo lleno de magulladuras pero no sabía quién me las había hecho, si Rosario o Lupe, en cualquier caso no había sido María y eso, extrañamente, me dolió, aunque el dolor distó mucho de ser insoportable, como cuando la conocí. En el pecho, justo debajo de la tetilla izquierda, tengo un morado del tamaño de una ciruela. En la clavícula unos arañazos con forma de estelas diminutas. También en los hombros he descubierto algunas señales.

Cuando salí encontré a todos tomando café en la cocina, algunos sentados y otros de pie. María le había pedido a Lupe que contara la historia de la puta a la que Alberto casi había ahogado con su verga. Parecían como hipnotizados. De vez en cuando interrumpían el relato de Lupe y decían qué bárbaro o qué bárbaros e incluso una voz femenina (la de la señora Font o la de Angélica) dijo qué inmensidad, mientras Quim le decía al padre de Laura Damián: ya ves con qué elemento nos enfrentamos.

A las cuatro de la tarde se marchó el poeta campesino y poco después apareció la hermana de la señora Font. Los preparativos para la cena se aceleraron.

Entre las cinco y las seis arreciaron las llamadas telefónicas de personas que excusaban su presencia en la cena y a las seis y media la señora Font dijo que no podía más, se puso a llorar y subió a encerrarse en su habitación.

A las siete la hermana de la señora Font, ayudada por María y Lupe, puso la mesa y dejó la cocina preparada para la cena de fin de año. Pero faltaban unos ingredientes y se fue a buscarlos. Antes de irse Quim la hizo pasar a su estudio, sólo unos segundos. Al salir la hermana de la señora Font llevaba en la mano un sobre, supongo que con dinero, y desde el interior del estudio oí que el señor Font le decía que metiera el sobre en la cartera, que de lo contrario corría el peligro de que los ocupantes del Camaro amarillo se lo robaran, cosa que la hermana de la señora Font al principio pareció ignorar pero que hizo en el momento de abrir la puerta de la casa y marcharse. Para mayor seguridad, de todas maneras, Jorgito y yo la acompañamos hasta la puerta de calle. En efecto, el Camaro sigue allí, pero los ocupantes ni siquiera se movieron cuando la hermana de la señora Font pasó a su lado y se perdió en dirección a la calle Cuernavaca.

A las nueve nos sentamos a cenar. La mayor parte de los invitados se había excusado y sólo apareció una señora ya mayor, creo que prima de Quim, un tipo alto y flaco que fue presentado como arquitecto, o como ex arquitecto, según él mismo se encargó de rectificar, y dos pintores que no se enteraban de nada. La señora Font abandonó su habitación vestida con sus mejores galas y acompañada de su hermana, que tras volver y no contenta con supervisar los preparativos de la cena, dedicó los últimos minutos a ayudar a vestirla. Lupe, que a medida que se acercaba el fin de año se volvía cada vez más arisca, dijo que no tenía derecho a cenar con nosotros y que lo haría en la cocina, pero María se opuso de manera resuelta y al final, tras una discusión que francamente no entendí, terminó sentándose en la mesa principal.

El inicio de la cena fue extraordinario.

Quim se levantó y dijo que quería brindar por alguien. Yo supuse que sería por su mujer, que dada la situación en que se encontraba daba pruebas de una entereza fuera de lo corriente, pero el brindis fue ¡para mí! Habló de mi edad y de mis poemas, recordó mi amistad con sus hijas (cuando dijo esto miró fijamente al padre de Laura Damián, que asintió) y mi amistad con él, nuestras conversaciones, nuestros encuentros inesperados por las calles del DF, y finalizó su alocución, que en realidad fue breve aunque a mí me pareció eterna, pidiéndome, ya directamente a la cara, que cuando creciera y fuera un ciudadano adulto y responsable no lo juzgara con excesiva severidad. Al callarse, yo estaba rojo de vergüenza. María, Angélica y Lupe aplaudieron. Los pintores despistados también. Jorgito se metió debajo de la mesa y nadie pareció notarlo. La señora Font, a quien miré de reojo, parecía tan apenada como yo.

Pese a su inicio bullicioso, la cena de nochevieja fue más bien triste y silenciosa. La señora Font y su hermana se dedicaron a servir los platos, María apenas probó la comida, Angélica se sumió en un silencio más lánguido que hosco, Quim y el padre de Laura Damián a veces prestaban atención al arquitecto, que se dedicó a reñir con suavidad a Quim, pero por lo general se mantenían en una actitud distante; los dos pintores sólo conversaron entre sí y de vez en cuando con el padre de Laura Damián, que al parecer también coleccionaba obras de arte, y María y Lupe, que al inicio de la cena parecían las más dispuestas a pasárselo bien, terminaron levantándose para ayudar a las mujeres que servían la mesa y al final desaparecieron en la cocina. Así pasa la gloria del mundo, me dijo Quim desde el otro extremo de la mesa.

Entonces tocaron el timbre y todos dimos un salto. María y Lupe asomaron sus cabezas desde la cocina.

– Que alguien abra -dijo Quim, pero nadie se movió de su lugar.

Fui yo quien se levantó.

El jardín estaba oscuro y tras la verja distinguí dos siluetas. Pensé que eran Alberto y su policía. Irracionalmente me sentí con ganas de pelear y hacia ellos encaminé resueltamente mis pasos. Al acercarme un poco más, sin embargo, descubrí que quienes estaban allí eran Ulises Lima y Arturo Belano. No dijeron a qué venían. No se sorprendieron de verme. Recuerdo que pensé: ¡salvados!

Había comida de sobra y Ulises y Arturo fueron sentados a la mesa y la señora Font les sirvió la cena mientras los demás tomaban el postre o conversaban. Cuando terminaron de comer, Quim se los llevó a su estudio. El padre de Laura Damián no tardó en seguirlos.

Poco después Quim se asomó por la puerta entreabierta y llamó a Lupe. Los que estábamos en la sala parecíamos asistir a un funeral. María me dijo que la siguiera al patio. Habló conmigo un tiempo que me pareció prolongado pero que no debió de dilatarse más de cinco minutos. Esto es una trampa, me dijo. Después los dos entramos en el estudio de su padre.

Sorprendentemente quien llevaba la voz cantante era Álvaro Damián. Se había sentado en la silla de Quim (éste permanecía de pie en un rincón) y firmaba varios cheques al portador. Belano y Lima sonreían. Lupe parecía preocupada, pero resignada. María le preguntó al padre de Laura Damián qué se traían. El padre de Laura Damián levantó la mirada de su chequera y dijo que había que solucionar el asunto de Lupe a la brevedad posible.

– Me voy al norte, mana -dijo Lupe.

– ¿Cómo? -dijo María.

– Aquí, con éstos, en el carro de tu papá.

No tardé en comprender que Quim y el padre de Laura Damián habían convencido a mis amigos para que, fueran a donde fueran, se llevaran a Lupe con ellos y rompieran de esa manera el cerco de la casa.

Lo que más me sorprendió fue que Quim les prestara el Impala, eso sí que no me lo esperaba.

Cuando salimos de la habitación Lupe y María se fueron a hacer la maleta. Las seguí. La maleta de Lupe iba casi vacía pues en la fuga del hotel había olvidado gran parte de su ropa.

Cuando dieron las doce en la tele todos nos abrazamos. María, Angélica, Jorgito, Quim, la señora Font, su hermana, el padre de Laura Damián, el arquitecto, los pintores, la prima de Quim, Arturo Belano, Ulises Lima, Lupe y yo.

Hubo un momento en que ya nadie sabía a quien estaba abrazando o si los abrazos se repetían.

Hasta las diez de la noche era posible ver, al otro lado de la verja, las siluetas de Alberto y sus pistoleros. A las once ya no estaban y Jorgito incluso tuvo valor para salir al jardín, encaramarse a la barda y desde allí echar un vistazo a toda la calle. Se habían ido. A las doce y cuarto, todos nos trasladamos sigilosamente al garaje y empezaron las despedidas. Abracé a Belano y a Lima y les pregunté qué iba a pasar con el real visceralismo. No me contestaron. Abracé a Lupe y le dije que tuviera cuidado. En respuesta recibí un beso en la mejilla. El coche de Quim era un Ford Impala último modelo, de color blanco, y Quim y su mujer quisieron saber, como si en el último minuto se hubieran arrepentido, quién iba a ser el conductor.

– Yo -dijo Ulises Lima.

Mientras Quim le explicaba a Ulises algunas de las peculiaridades del coche, Jorgito dijo que nos diéramos prisa pues el padrote de Lupe acababa de volver. Durante unos instantes todos se pusieron a hablar en voz alta y la señora Font dijo: qué vergüenza, tener que llegar a esto. Entonces me fui corriendo hasta la casita de las Font, cogí mis libros y volví. El motor del coche ya estaba encendido y todos parecían estatuas de sal.

Vi a Arturo y a Ulises en los asientos delanteros y a Lupe en el asiento posterior.

– Alguien tiene que ir a abrir la puerta de la calle -dijo Quim.

Me ofrecí a hacerlo.

Estaba en la acera cuando vi encenderse las luces del Camaro y las luces del Impala. Parecía una película de ciencia ficción. Mientras un coche salía de la casa, el otro se acercó, como atraídos por un imán o por la fatalidad, que viene a ser lo mismo según los griegos.

Escuché voces, me llamaban, a mi lado pasó el coche de Quim, vi la silueta de Alberto que bajaba del Camaro y de un salto estaba junto al coche en donde iban mis amigos. Sus acompañantes, sin bajarse, le gritaban que rompiera una de las ventanas del Impala. ¿Por qué no acelera?, pensé. El padrote de Lupe empezó a patear las puertas. Vi a María que avanzaba por el jardín hacia mí. Vi las caras de los matones en el interior del Camaro. Uno de ellos fumaba un puro. Vi el rostro de Ulises y sus manos que se movían por el tablero de mandos del coche de Quim. Vi la cara de Belano que miraba impasible al padrote, como si la cosa no fuera con él. Vi a Lupe que se tapaba la cara en el asiento trasero. Pensé que el vidrio de la puerta no iba a resistir otra patada y de un salto me vi junto a Alberto. Luego vi que Alberto se tambaleaba. Olía a alcohol, seguramente ellos también habían estado celebrando el fin de año. Vi mi puño derecho (el único libre pues en la otra mano llevaba mis libros) que se proyectaba otra vez sobre el cuerpo del padrote y en esta ocasión lo vi caer. Sentí que me llamaban de la casa y no me volví. Pateé el cuerpo que estaba a mis pies y vi el Impala que por fin se movía. Vi salir a los dos matones del Camaro y los vi dirigirse hacia mí. Vi que Lupe me miraba desde el interior del coche y que abría la puerta. Supe que siempre había querido marcharme. Entré y antes de que pudiera cerrar Ulises aceleró de golpe. Oí un disparo o algo que parecía un disparo. Nos han disparado, hijos de la chingada, dijo Lupe. Me volví y a través de la ventana trasera vi una sombra en medio de la calle. En esa sombra, enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se concentraba toda la tristeza del mundo. Son fuegos artificiales, oí que decía Belano mientras nuestro coche daba un salto y dejaba atrás la casa de las hermanas Font, el Camaro de los matones, la calle Colima y en menos de dos segundos ya estábamos en la avenida Oaxaca y nos perdíamos en dirección al norte del DF.

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