1 de enero
Hoy me di cuenta de que lo que escribí ayer en realidad lo escribí hoy: todo lo del treintaiuno de diciembre lo escribí el uno de enero, es decir hoy, y lo que escribí el treinta de diciembre lo escribí el treintaiuno, es decir ayer. Lo que escribo hoy en realidad lo escribo mañana, que para mí será hoy y ayer, y también de alguna manera mañana: un día invisible. Pero sin exagerar.
2 de enero
Salimos del DF. Para entretener a mis amigos les hice algunas preguntas delicadas, que también son problemas, enigmas (sobre todo en el México literario de hoy), incluso acertijos. Empecé con una fácil: ¿Qué es el verso libre?, dije. Mi voz resonó en el interior del coche como si hubiera hablado por un micrófono.
– El que no tiene un número fijo de sílabas -dijo Belano.
– ¿Y qué más?
– El que no rima -dijo Lima.
– ¿Y qué más?
– El que no tiene una colocación precisa de los acentos -insistió Lima.
– Bien. Ahora una más difícil. ¿Qué es un tetrástico?
– ¿Qué? -dijo Lupe a mi lado.
– Un sistema métrico de cuatro versos -dijo Belano.
– ¿Y un síncopa?
– Ah, jijos -dijo Lima.
– No lo sé -dijo Belano-. ¿Algo sincopado?
– Frío, frío. ¿Se rinden?
Lima fijó la vista en el espejo retrovisor. Belano me miró a mí durante un segundo, pero luego miró lo que había detrás de mí. Lupe también miró hacía atrás. Yo preferí no hacerlo.
– Un síncopa -dije-, es la supresión de uno o varios fonemas en el interior de una palabra. Ejemplo: Navidad por Natividad, Lar por Lugar. Bien. Sigamos. Ahora una fácil. ¿Qué es una sextina?
– Una estrofa de seis versos -dijo Lima.
– ¿Y qué más? -dije yo.
Lima y Belano dijeron algo que no entendí. Sus voces parecían flotar en el interior del Impala. Pues hay algo más, dije yo. Y se lo dije. Y luego les pregunté si sabían lo que era un gliconio (que es un verso de la métrica clásica que se puede definir come una tetrapodia logaédica cataléctica in syllabam), y un hemíer. (que, en la métrica griega, es el primer miembro del hexámet dactílico), o un fonosimbolismo (que es la significación autónoma que pueden asumir los elementos fónicos de una palabra o verso). Y Belano y Lima no supieron ni una sola respuesta, no digamos Lupe. Así que les pregunté si sabían lo que era una epanortosis, que es una figura lógica que consiste en volver sobre lo que ya se ha dicho para matizar lo afirmado o para atenuarlo o incluso para contradecirlo, y también les pregunté si sabían lo que era un pitiámbico (no lo sabían), y un mimiambo (no lo sabían), y un homeoteleuton (no lo sabían), y una paragoge (sí lo sabían), y además pensaban que todos los poetas mexicanos y la mayoría de los latinoamericanos eran paragógicos, y entonces yo les pregunté si sabían qué era un hápax o hápax legómenon, y como no lo sabían se lo dije. El hápax era un tecnicismo empleado en lexicografía o en trabajos de crítica textual para indicar que una voz se ha registrado una sola vez en una lengua, en un autor o en un texto. Y eso nos dio qué pensar durante un rato.
– Ponnos ahora una más fácil -dijo Belano.
– Bien. ¿Qué es un zéjel?
– Carajo, no lo sé, qué ignorante soy -dijo Belano.
– ¿Y tú, Ulises?
– Me suena a árabe.
– ¿Y tú, Lupe?
Lupe me miró y no dijo nada. A mí me dio un ataque de risa, supongo que de los nervios que tenía, pero igual les expliqué lo que era un zéjel. Y cuando acabé de reírme le dije a Lupe que no me reía de ella ni de su incultura (o rusticidad) sino de todos nosotros.
– A ver, ¿qué es un saturnio?
– Ni idea -dijo Belano.
– ¿Un saturnio? -dijo Lupe.
– ¿Y un quiasmo? -dije yo.
– ¿Un qué? -dijo Lupe.
Sin cerrar los ojos, y al mismo tiempo que los veía a ellos, vi el coche que avanzaba como una flecha por las avenidas de salida del DF. Sentí que flotábamos.
– ¿Qué es un saturnio? -dijo Lima.
– Fácil. En la poesía latina arcaica, un verso de interpretación dudosa. Algunos creen que tiene naturaleza cuantitativa, otros que acentual. Si se admite la primera hipótesis, el saturnio puede ser analizado en un dímetro yámbico cataléctico y un itifálico, aunque presenta otras variantes. Si se acepta la acentual estaría formado por dos hemistiquios, el primero con tres acentos tónicos y el segundo con dos.
– ¿Qué poetas usaron el saturnio? -dijo Belano.
– Livio Andrónico y Nevio. Poesía religiosa y conmemorativa.
– Sabes mucho -dijo Lupe.
– Pues la verdad es que sí -dijo Belano.
A mí me volvió a dar el ataque de risa. La risa salió expelida del coche de forma instantánea. Huérfano, pensé.
– Sólo es cuestión de memoria. Memorizo las definiciones y ya está.
– No nos has dicho qué es un quiasmo -dijo Lima.
– Un quiasmo, un quiasmo, un quiasmo… Bueno, un quiasmo consiste en presentar en órdenes inversos los miembros de dos secuencias.
Era de noche. La noche del 1 de enero. La madrugada del 1 de enero. Miré hacia atrás y me pareció que nadie nos seguía.
– A ver, ésta -dije-. ¿Qué es un proceleusmático?
– Ésa te la has inventado tú, García Madero -dijo Belano.
– No. Es un pie de la métrica clásica que consta de cuatro sílabas breves. No tiene un ritmo determinado y por lo tanto puede ser considerado como una simple figura métrica. ¿Y un moloso?
– Ésa sí que te la acabas de inventar -dijo Belano.
– No, te lo juro. Un moloso, en la métrica clásica, es un pie formado por tres sílabas largas en seis tiempos. El ictus puede recaer en la primera y tercera sílabas o sólo en la segunda. Tiene que combinarse con otros pies para formar metro.
– ¿Qué es un ictus? -dijo Belano.
Lima abrió la boca y luego la volvió a cerrar.
– Un ictus -dije yo-, es la pulsación, el compás temporal. Ahora debería hablarles del arsis, que en la métrica románica es el tiempo fuerte del pie, es decir la sílaba sobre la que recae el ictus, pero mejor seguimos con las preguntas. Ahí les va una fácil, al alcance de cualquiera. ¿Qué es un bisílabo?
– Un verso de dos sílabas -dijo Belano.
– Muy bien, ya era hora -dije yo-. De dos sílabas. Muy raro y además el más corto posible en la métrica española. Casi siempre aparece ligado a versos más largos. Ahora uno difícil. ¿Qué es el asclepiadeo?
– Ni idea -dijo Belano.
– ¿Asclepiadeo? -dijo Lima.
– Viene de Asclepíades de Samos, que fue el que más lo usó, aunque también lo emplearon Safo y Alceo. Tiene dos formas: el asclepiadeo menor es de doce sílabas distribuidas en dos cola (miembros) eólicos, el primero formado por un espondeo, por un dáctilo y por una sílaba larga, el segundo por un dáctilo y por una dipodia trocaica cataléctica. El asclepiadeo mayor es un verso de dieciséis sílabas por la inserción entre los dos cola eólicos de una dipodia dactilica cataléctica in syllabam.
Empezamos a salir del DF. íbamos a más de ciento veinte por hora.
– ¿Qué es una epanalepsis?
– Ni idea -oí que decían mis amigos.
El coche pasó por avenidas oscuras, barrios sin luz, calles en donde sólo había niños y mujeres. Luego volamos por barrios en donde aún celebraban el fin de año. Belano y Lima miraban hacia delante, hacia el camino. Lupe tenía la cabeza pegada al cristal de la ventana. Me pareció que se había quedado dormida.
– ¿Y qué es una epanadiplosis? -Nadie me contestó-. Es una figura sintáctica que consiste en la repetición de una palabra al principio y al final de una frase, de un verso o de una serie de versos. Un ejemplo: Verde que te quiero verde, de García Lorca.
Durante un rato estuve callado y me puse a mirar por la ventana. Tuve la impresión de que Lima se había perdido, pero por lo menos no nos seguía nadie.
– Sigue -dijo Belano-, alguna sabremos.
– ¿Qué es una catacresis? -dije.
– Ésa me la sabía, pero se me ha olvidado -dijo Lima.
– Es una metáfora que ha entrado en el uso normal y cotidiano del lenguaje y que ya no se percibe como tal. Ejemplos: ojo de aguja, cuello de botella. ¿Y una arquiloquea?
– Ésa sí que me la sé -dijo Belano-. Es la forma métrica que usaba Arquíloco, seguro.
– Gran poeta -dijo Lima.
– Pero en qué consiste -dije yo.
– No lo sé, te puedo recitar de memoria un poema de Arquíloco, pero no sé en qué consiste una arquiloquea -dijo Belano.
Así que les dije que una arquiloquea era una estrofa de dos versos (dístico), y que podía presentar varias estructuras. La primera estaba formada por un hexámetro dactilico seguido de un trímetro dactilico cataléctico in syllabam. La segunda… pero entonces comencé a quedarme dormido y me escuché hablar o escuché mi voz que resonaba en el interior del Impala diciendo cosas como dímetro yámbico o tetrámetro dactilico o dímetro trocaico cataléctico. Y entonces escuché que Belano recitaba:
Corazón, corazón, si te turban pesares
invencibles, ¡arriba!, resístele al contrario
ofreciéndole el pecho de frente, y al ardid
del enemigo oponte con firmeza. Y si sales
vencedor, disimula, corazón, no te ufanes,
ni, de salir vencido, te envilezcas llorando en casa.
Y entonces yo abrí los ojos con gran esfuerzo y Lima preguntó si aquellos versos eran de Arquíloco. Belano dijo simón y Lima dijo qué gran poeta o qué poeta más chingón. Después Belano se dio vuelta y le explicó a Lupe (como si a ella le importara) quién había sido Arquíloco de Paros, poeta y mercenario, que vivió en Grecia alrededor del 650 antes de Cristo, y Lupe no dijo nada, lo que me pareció un comentario muy apropiado. Después me quedé medio dormido, la cabeza apoyada en la ventana, y escuché que Belano y Lima hablaban de un poeta que escapaba del campo de batalla, sin importarle la vergüenza y el deshonor que tal acto acarreaba, al contrario, vanagloriándose de él. Y entonces yo empecé a soñar con un tipo que atravesaba un campo de huesos y el tipo en cuestión no tenía rostro o al menos yo no podía verle el rostro porque lo observaba desde lejos. Yo estaba bajo una colina y apenas había aire en ese valle. El tipo iba desnudo y tenía el pelo largo y al principio pensé que se trataba de Arquíloco pero en realidad podía ser cualquiera. Cuando abrí los ojos aún era noche cerrada y ya habíamos salido del DF.
– ¿Dónde estamos? -dije.
– En la carretera de Querétaro -dijo Lima.
Lupe también estaba despierta y miraba con ojos que parecían insectos el paisaje oscuro del campo.
– ¿Qué miras? -le dije.
– El carro de Alberto -dijo ella.
– No nos sigue nadie -dijo Belano.
– Alberto es como un perro. Tiene mi olor y me va a encontrar -dijo Lupe.
Belano y Lima se rieron.
– ¿Cómo te va encontrar si desde que salimos del DF no he bajado de los ciento cincuenta kilómetros? -dijo Lima.
– Antes de que amanezca -dijo Lupe.
– A ver -dije-, ¿qué es una albada?
Ni Belano ni Lima abrieron la boca. Supuse que estaban pensando en Alberto, así que yo también me puse a pensar en él. Lupe se rió. Sus ojos de insecto me buscaron:
– A ver, sabelotodo, ¿sabes tú qué es un prix?
– Un toque de marihuana -dijo Belano sin volverse.
– ¿Y qué es muy carranza?
– Alguien que es viejo -dijo Belano.
– ¿Y lurias?
– Déjame que conteste yo -dije, pues todas las preguntas en realidad iban dirigidas a mí.
– Bueno -dijo Belano.
– No lo sé -dije tras pensar un rato.
– ¿Tú lo sabes? -dijo Lima.
– Pues no -dijo Belano.
– Loco -dijo Lima.
– Eso es, loco. ¿Y jincho?
Ninguno de los tres lo sabíamos.
– Si es muy fácil. Jincho es indio -dijo Lupe riéndose-. ¿Y qué es la grandiosa?
– La cárcel -dijo Lima.
– ¿Y quién es Javier?
Un convoy de cinco camiones de transporte pasó por el carril de la izquierda en dirección al DF. Cada camión parecía un brazo quemado. Durante un instante sólo se escuchó el ruido de los camiones y el olor a carne chamuscada. Después la carretera se sumió otra vez en la oscuridad.
– ¿Quién es Javier? -dijo Belano.
– La policía -dijo Lupe-. ¿Y la macha chaca?
– La marihuana -dijo Belano.
– Ésta es para García Madero -dijo Lupe-. ¿Qué es un guacho de orégano?
Belanoy Lima se miraron y sonrieron. Los ojos de insecto de Lupe no me miraban a mí sino a las tinieblas que se desplegaban amenazantes por la ventana trasera. A lo lejos vi las luces de un coche, luego las de otro.
– No lo sé -dije, mientras imaginaba el rostro de Alberto: una nariz gigantesca que venía tras nosotros.
– Un reloj de oro -dijo Lupe.
– ¿Y un carcamán? -dije yo.
– Un carro, pues -dijo Lupe.
Cerré los ojos: no quería ver los ojos de Lupe y apoyé la cabeza en mi ventana. Vi en sueños el carcamán negro, imparable, en donde viajaba la nariz de Alberto y uno o dos policías de vacaciones dispuestos a rompernos la madre.
– ¿Qué es un rufo? -dijo Lupe.
No le contestamos.
– Un carro -dijo Lupe y se rió.
– A ver, Lupe, contéstame ésta, ¿qué es el manicure? -dijo Belano.
– Fácil. El manicomio -dijo Lupe.
Por un momento me pareció imposible que yo hubiera hecho el amor con esa mujer.
– ¿Y qué quiere decir dar cuello? -dijo Lupe.
– No lo sé, me rindo -dijo Belano sin mirarla.
– Lo mismo que dar caña -dijo Lupe-, pero distinto. Cuando a alguien le dan cuello lo eliminan, cuando a alguien le dan caña puede que lo eliminen, pero también puede que se lo estén cogiendo. -Su voz sonó igual de siniestra que si hubiera dicho antibaquio o palimbaquio.
– ¿Y qué es dar labiada, Lupe? -dijo Lima.
Pensé en algo sexual, en el sexo de Lupe que sólo había tocado pero no visto, pensé en el sexo de María y en el sexo de Rosario. Creo que íbamos a más de ciento ochenta por hora.
– Pues dar una oportunidad -dijo Lupe y me miró como si adivinara mis pensamientos-: ¿Qué te creías tú, García Madero? -dijo.
– ¿Qué significa de empalme? -dijo Belano.
– Algo divertido, pero que viene a cuento -dijo Lupe implacable.
– ¿Y un chavo giratorio?
– Pues uno que fuma mota -dijo Lupe.
– ¿Y un coprero?
– Uno que le entra a la cocaína -dijo Lupe.
– ¿Y echar pira? -dijo Belano.
Lupe lo miró y luego me miró a mí. Sentí cómo los insectos saltaban de sus ojos y se posaban en mis rodillas, uno en cada una. Un Impala blanco idéntico al nuestro pasó como una exhalación en dirección al DF. Cuando desapareció por la ventana trasera tocó la bocina varias veces, deseándonos suerte.
– ¿Echar pira? -dijo Lima-. No lo sé.
– Cuando varios hombres abusan de una mujer -dijo Lupe.
– Una violación múltiple, sí señor, te las sabes todas, Lupe -dijo Belano.
– ¿Y sabes tú lo que quiere decir que has entrado en la rifa? -dijo Lupe.
– Claro que lo sé -dijo Belano-. Quiere decir que ya te metiste en el problema, que estás inmiscuido quieras o no quieras. También puede entenderse como una amenaza velada.
– O no tan velada -dijo Lupe.
– ¿Y tú que dirías? -dijo Belano-. ¿Nosotros hemos entrado en la rifa o no?
– Nosotros tenemos todos los números, chavo -dijo Lupe.
Las luces de los coches que nos seguían desaparecieron de pronto. Tuve la impresión de que éramos los únicos que deambulaban a aquella hora por las carreteras de México. Pero pasados unos minutos, a lo lejos, las volví a ver. Eran dos coches y la distancia que nos separaba parecía haber disminuido. Miré hacia adelante, sobre el parabrisas había varios insectos aplastados. Lima conducía con las dos manos en el volante y el carro vibraba como si hubiéramos entrado en una carretera no asfaltada.
– ¿Qué es un epicedio? -dije.
Nadie me contestó.
Durante un rato permanecimos todos en silencio mientras el Impala se abría paso en la oscuridad.
– Dinos qué es un epicedio -dijo Belano sin volverse.
– Es una composición que se recita delante de un cadáver -dije-. No hay que confundirlo con el treno. El epicedio tenía forma coral dialogada. El metro usado era el dáctilo epítrito, y más tarde el verso elegiaco.
Sin comentarios.
– Joder, qué bonita es esta pinche carretera -dijo Belano al cabo de un rato.
– Haznos más preguntas -dijo Lima-. ¿Cómo definirías tú, García Madero, un treno?
– Pues igual que un epicedio, sólo que no se recitaba delante de un cadáver.
– Más preguntas -dijo Belano.
– ¿Qué es una alcaica? -dije.
Mi voz sonó extraña, como si no hubiera sido yo el que hablaba.
– Una estrofa formada por cuatro versos alcaicos -dijo Lima-: dos endecasílabos, un eneasílabo y un decasílabo. La empleó el poeta griego Alceo, de ahí el nombre.
– No son dos endecasílabos -dije-. Son dos decasílabos, un eneasílabo y un decasílabo trocaico.
– Puede ser -dijo Lima-. Al fin y al cabo qué más da.
Vi que Belano encendía un cigarrillo con el encendedor del coche.
– ¿Quién introdujo la estrofa alcaica en la poesía latina? -dije.
– Hombre, eso lo sabe todo el mundo -dijo Lima-. ¿Tú lo sabes, Arturo?
Belano tenía el encendedor en la mano y lo miraba fijamente, aunque su cigarrillo ya estaba encendido.
– CÍaro -dijo.
– ¿Quién? -dije yo.
– Horacio -dijo Belano y metió el encendedor en su agujero y luego bajó el cristal de la ventana. El aire que entró nos despeinó a Lupe y a mí.
3 de enero
Desayunamos en una gasolinera en las afueras de Culiacán, huevos rancheros, huevos fritos con jamón, huevos con bacon y huevos pasados por agua. Bebimos dos tazas de café cada uno y Lupe se tomó un vaso grande con jugo de naranja. Pedimos cuatro tortas de jamón y queso para el camino. Luego Lupe se metió en el baño de mujeres, y Belano, Lima y yo pasamos al baño de hombres, donde procedimos a lavarnos la cara, las manos y el cuello, y a hacer nuestras necesidades. Cuando salimos el cielo era de un azul profundo, como pocas veces he visto, y los coches que subían en dirección al norte no escaseaban. Lupe no estaba por ninguna parte por lo que, tras esperar un tiempo prudencial, fuimos a buscarla al baño de mujeres. La encontramos lavándose los dientes. Ella nos miró y salimos sin decir nada. Junto a Lupe, inclinada sobre el otro lavamanos, había una mujer de unos cincuenta años, peinándose delante del espejo una cabellera negra que le llegaba hasta la cintura.
Belano dijo que teníamos que acercarnos a Culiacán a comprar cepillos de dientes. Lima se encogió de hombros y dijo que a él le daba igual. Yo opiné que no teníamos tiempo que perder, aunque en realidad el tiempo era lo único que nos sobraba. Al final prevaleció la decisión de Belano. Compramos los cepillos de dientes y otros utensilios de aseo personal que nos harían falta en un supermercado en las afueras de Culiacán y luego dimos media vuelta, sin entrar en la ciudad, y nos marchamos.
4 de enero
Pasamos como fantasmas por Navojoa, Ciudad Obregón y Hermosillo. Estábamos en Sonora, aunque ya desde Sinaloa yo tenía la impresión de estar en Sonora. A los lados de la carretera veíamos a veces alzarse una pitahaya, nopales y sahuaros en medio de la reverberación del mediodía. En la biblioteca municipal de Hermosillo, Belano, Lima y yo buscamos el rastro de Cesárea Tinajero. No hallamos nada. Cuando volvimos al coche encontramos a Lupe dormida en el asiento trasero y a dos hombres de pie en la acera, inmóviles, contemplándola. Belano creyó que podían ser Alberto y uno de sus amigos y nos separamos para abordarlos. Lupe tenía el vestido subido hasta las caderas y los hombres, con las manos dentro de los bolsillos, se estaban masturbando. Largo de aquí, dijo Arturo y los tipos se fueron volviéndose a mirarnos mientras retrocedían. Luego estuvimos en Caborca. Si la revista de Cesárea se llamaba así, por algo sería, dijo Belano. Caborca es un pueblo pequeño, al noroeste de Hermosillo. Para llegar allí tomamos la carretera federal hasta Santa Ana y de Santa Ana nos desviamos hacia el oeste por una carretera pavimentada. Pasamos por Pueblo Nuevo y Altar. Antes de llegar a Caborca vimos una desviación y un letrero con el nombre de otro pueblo: Pitiquito. Pero seguimos adelante y llegamos a Caborca y estuvimos dando vueltas por la municipalidad y la iglesia, hablando con todo el mundo, buscando infructuosamente a alguien que pudiera darnos noticia de Cesárea Tinajero hasta que empezó a caer la noche y volvimos a subir al carro, porque por no tener Caborca ni siquiera tenía una pensión o un hotelito en donde poder alojarnos (y si lo tenía no lo encontramos). Así que esa noche dormimos en el coche y cuando despertamos volvimos a Caborca, pusimos gasolina y nos fuimos a Pitiquito. Tengo una corazonada, dijo Belano. En Pitiquito comimos muy bien y fuimos a ver la iglesia de San Diego del Pitiquito, desde afuera, porque Lupe dijo que no quería entrar y nosotros tampoco teníamos muchas ganas.
5 de enero
Vamos en dirección noreste, por una buena carretera, hasta Cananea, luego en dirección sur, por una carretera de terracería, hasta Bacanuchi, y luego hasta 16 de Septiembre y luego hasta Arizpe. Ya no acompaño a Belano y Lima a hacer sus preguntas. Me quedo en el coche junto con Lupe o nos vamos a tomar una cerveza. En Arizpe la carretera vuelve a mejorar y bajamos hasta Banámichi y Huépac. De Huépac volvemos a subir a Banámichi, esta vez sin detenernos y otra vez a Arizpe, de donde salimos en dirección este, por una senda infernal, hasta Los Hoyos, y desde Los Hoyos, por una carretera notablemente mejor, hasta Nacozari de García.
En la salida de Nacozari un patrullero nos para y nos pide los papeles del coche. ¿Es usted de Nacozari, agente?, le pregunta Lupe. El patrullero la mira y dice que no, que cómo se le ocurre, es de Hermosillo. Belano y Lima se ríen. Se bajan a estirar las piernas. Luego se baja Lupe y cruza unas palabras al oído con Arturo. El otro patrullero también se baja de su carro y se acerca a parlamentar con su compañero, ocupado en descifrar los papeles del coche de Quim y el permiso de conducir de Lima. Los dos patrulleros miran a Lupe, que se interna unos metros fuera de la carretera, por un paisaje rocoso y amarillo en donde de tanto en tanto sobresalen manchas más oscuras, plantas minúsculas y de un color marrón verde lila que encoge el estómago. Un marrón, un verde y un lila expuestos permanentemente a un eclipse.
¿Y ustedes de dónde son?, dice el segundo patrullero. Del DF escucho que responde Belano. ¿Mexiquillos?, dice el patrullero. Más o menos, dice Belano con una sonrisa que me asusta. ¿Quién es este pendejo?, pienso, pero no pienso en el policía sino en Belano y también en Lima, que se apoya en el capó y mira un punto en el horizonte, entre las nubes y los quebrachos.
Después el policía nos devuelve los papeles y Lima y Belano le preguntan por el camino más corto para llegar a Santa Teresa. El segundo patrullero vuelve a su coche y saca un mapa. Cuando nos vamos los patrulleros nos dicen adiós con las manos levantadas. El camino pavimentado pronto vuelve a convertirse en camino de terracería. No hay coches, sólo de vez en cuando una camioneta cargada con sacos o con hombres. Pasamos por pueblos llamados Aribabi, Huachinera, Bacerac y Bavispe antes de darnos cuenta de que nos hemos perdido. Poco antes de que anochezca aparece de repente un pueblo, a lo lejos, que tal vez sea Villaviciosa y tal vez no, pero ya no tenemos ánimo para buscar el camino de acceso. Por primera vez veo a Belano y a Lima nerviosos. Lupe es inmune al influjo del pueblo. En lo que a mí respecta no sé qué pensar, puede que sienta cosas extrañas, puede que sólo tenga ganas de dormir, incluso puede que esté soñando. Después volvemos a internarnos por un camino en pésimo estado y que parece interminable. Belano y Lima me piden que les haga preguntas difíciles. Supongo que se refieren a preguntas de métrica, retórica y estilística. Les hago una y luego me duermo. Lupe también está dormida. En lo que tardo en quedarme dormido escucho a Belano y Lima hablar. Hablan del DF, hablan de Laura Damián y de Laura Jáuregui, hablan de un poeta al que nunca hasta ahora había oído mencionar, y se ríen, parece simpático ese poeta, parece una buena persona, hablan de gente que saca revistas y que por lo que dicen colijo que es gente ingenua o sencilla o puramente desesperada. Me gusta escucharlos hablar. Belano habla más que Lima, pero los dos se ríen bastante. También hablan del Impala de Quim. A veces, cuando los baches del camino son numerosos, el coche da unos saltos que a Belano no le parecen normales. A Lima lo que no le parece normal es el ruido que hace el motor. Antes de quedarme profundamente dormido me doy cuenta de que ninguno de los dos sabe nada de automóviles. Cuando despierto estamos en Santa Teresa. Belano y Lima están fumando y el Impala circula por las calles del centro de la ciudad.
Nos alojamos en un hotel, el Hotel Juárez, en la calle Juárez, Lupe en una habitación y nosotros tres en otra. La única ventana de nuestra habitación da a un callejón. En el extremo del callejón que da a la calle Juárez se juntan sombras que parlamentan en voz baja, aunque de tanto en tanto alguien profiere un insulto o se pone a gritar sin que venga a cuento, e incluso, tras un periodo de observación prolongado, una de las sombras es capaz de levantar un brazo y señalar la ventana del Hotel Juárez, desde donde yo observo. En el otro extremo se acumula la basura, y la oscuridad es, si cabe, mayor, aunque entre los edificios destaca uno, levemente más iluminado, la fachada trasera del Hotel Santa Elena, con una puerta diminuta que nadie usa, salvo un empleado de la cocina que sale en una ocasión con un cubo de basura y que al volver se detiene junto a la puerta y estira el cuello para contemplar el tráfico de la calle Juárez.
6 de enero
Belano y Lima han estado toda la mañana en el Registro Municipal, en la oficina del censo, en algunas iglesias, en la Biblioteca de Santa Teresa, en los archivos de la universidad y del único periódico, El Centinela de Santa Teresa. Nos juntamos para comer en la plaza principal, junto a una curiosa estatua que conmemora el triunfo de los lugareños sobre los franceses. Por la tarde, Belano y Lima reanudan sus investigaciones, han quedado citados, dicen, por el número uno de la Facultad de Filosofía y Letras, un pendejo llamado Horacio Guerra que es, sorpresa, el doble exacto, pero en pequeñito, de Octavio Paz, incluso en el nombre, fíjate bien, García Madero, dijo Belano, ¿el poeta Horacio vivió en época de Octavio Augusto César? Le dije que no lo sabía. Déjame pensar, le dije. Pero ellos no tenían tiempo de nada y se pusieron a hablar de otras cosas y cuando se fueron yo volví a quedarme solo con Lupe, y pensé en invitarla al cine, pero como los que llevaban el dinero eran ellos y a mí se me olvidó pedirles no pude invitar a Lupe al cine, como era mi propósito, y nos tuvimos que conformar con caminar por Santa Teresa y mirar los escaparates de las tiendas del centro y luego volver al hotel y ponernos a ver la televisión en una sala junto a la recepción. Allí encontramos a dos viejitas que después de mirarnos un rato nos preguntaron si éramos marido y mujer. Lupe dijo que sí. Yo no tuve más remedio que seguirle la corriente. Aunque durante todo el rato estuve pensando en lo que me había preguntado Belano o Lima, si Horacio vivió en época de Octavio, y a mí me parecía que sí, en principio yo hubiera dicho que sí, pero también me latía que Horacio no era muy partidario de Octavio que digamos, y Lupe hablaba con las viejitas, unas viejitas muy chismosas, la verdad, y yo no sé por qué seguía pensando en Octavio y en Horacio y escuchando con la oreja izquierda la telenovela que daban en la tele y con la oreja derecha la cháchara de Lupe y las viejitas, y de pronto mi memoria hizo plopf, como una pared blanda que se derrumba, y vi a Horacio luchando contra Octavio u Octaviano y a favor de Bruto y de Casio, que habían asesinado a César y querían reinstaurar la República, carajo, ni que hubiera tomado LSD, vi a Horacio en Filipos, con veinticuatro años, sólo un poco mayor de lo que eran Belano y Lima, sólo siete años mayor que yo, y el cabrón de Horacio, que miraba la lejanía se daba la vuelta, sin avisar, ¡y me miraba a mí! Hola, García Madero, decía en latín, aunque yo entendía de puta madre el latín, soy Horacio, nacido en Venusia el 66 a.C, hijo de un liberto, el padre más cariñoso que nadie podría desear, enrolado como tribuno con las huestes de Bruto, dispuesto a marchar a la batalla, la batalla de Filipos, que perderemos, pero en la que mi destino me impele a luchar, la batalla de Filipos, en donde se juega la suerte de los hombres, y entonces una de las viejitas me tocó el brazo y me preguntó qué era lo que me había traído a la ciudad de Santa Teresa, y vi los ojos sonrientes de Lupe y los ojos de la otra vieja que miraban a Lupe y a mí y echaban chispas y contesté que estábamos de viaje de novios, de luna de miel, señora, dije, y luego me levanté y le dije a Lupe que me siguiera y nos fuimos a su habitación en donde nos dedicamos a coger como locos o como si nos fuéramos a morir mañana, hasta que se hizo de noche y oímos las voces de Lima y Belano que habían vuelto a su habitación y hablaban, hablaban, hablaban.
7 de enero
Cosas en claro: Cesárea Tinajero estuvo aquí. No encontramos rastros suyos ni en el Registro, ni en la universidad, ni en los archivos parroquiales, ni en la Biblioteca, que atesora, no sé por qué, los archivos del viejo hospital de Santa Teresa convertido ahora en el Hospital General Sepúlveda, un héroe de la Revolución. Sin embargo, en el Centinela de Santa Teresa le permitieron a Belano y a Lima espulgar la hemeroteca correspondiente del periódico y en las noticias del año de 1928 se menciona, el 6 de junio, a un torero de nombre Pepe Avellaneda, que lidió en la plaza de Santa Teresa a dos toros bravos de la ganadería de don José Forcat con notable éxito (dos orejas) y de quien se hace una semblanza y entrevista en el número correspondiente al 11 de junio de 1928, en donde, entre otras cosas, se dice que el tal Pepe Avellaneda viaja en compañía de una mujer llamada Cesárea Tinaja (sic), la cual es oriunda de la Ciudad de México. No hay fotos que ilustren la noticia, pero el periodista local dice de ella que «es alta, atractiva y discreta», lo que francamente no sé qué querrá decir, salvo que lo diga para acentuar la asimetría entre la mujer que acompaña al torero y éste, a quien describe, un poco chocarreramente, como hombre bajito, de no más de metro cincuenta de estatura, muy delgado, con el cráneo grande y abollado, descripción que a Belano y a Lima les recuerda la figura de un torero de Hemingway (autor al que desgraciadamente aún no he leído), el típico torero de Hemingway sin suerte y valiente y más bien triste, más bien mortalmente triste, dicen, aunque yo no me atrevería a decir tanto con tan poco en donde sostenerme, y además una cosa es Cesárea Tinajero y otra cosa es Cesárea Tinaja, algo que mis amigos pasan por alto achacándolo a una errata, a una mala transcripción o una mala audición por parte del periodista e incluso a un error intencionado por parte de Cesárea Tinajero, decir mal su apellido, una broma, una forma humilde de tapar una pista humilde.
El resto de la noticia es intrascendente, Pepe Avellaneda habla de los toros: dice cosas incomprensibles o incongruentes, pero lo dice en voz tan baja que nunca suena a pedante. Una última pista, el Centinela de Santa Teresa del 10 de julio, anuncia la partida del torero (y presumiblemente de su acompañante) rumbo a Sonoyta en cuya plaza compartirá cartel con Jesús Ortiz Pacheco, torero regiomontano. Así que Cesárea y Avellaneda estuvieron en Santa Teresa más o menos durante un mes, evidentemente sin hacer nada, de turismo, recorriendo los alrededores o encerrados en su hotel. En cualquier caso, según Lima y Belano, ya tenemos a alguien que conoció a Cesárea Tinajero, que la conoció bien, y que verosímilmente aún vive en Sonora, aunque con los toreros nunca se sabe. A mi argumento de que el tal Avellaneda posiblemente esté muerto, manifestaron que entonces nos quedarían sus familiares y amigos. Así que ahora buscamos a Cesárea y al torero. De Horacio Guerra contaron anécdotas disparatadas. Se reafirman en que se trata del doble de Octavio Paz. De hecho, dicen, aunque con el poco tiempo que lo han tratado no sé cómo pueden saber tanto de él, sus acólitos de este rincón perdido del estado de Sonora son la réplica exacta de los acólitos de Paz. Como si en la provincia olvidada unos poetas y ensayistas y profesores igualmente olvidados reprodujeran los gestos que los medios de comunicación difunden de sus ídolos.
Al principio, afirman, Guerra se mostró interesadísimo en saber quién era Cesárea Tinajero, pero su interés se desplomó cuando Belano y Lima le confirmaron la naturaleza vanguardista de su obra y lo escasa que ésta era.
8 de enero
No encontramos nada en Sonoyta. Al volver nos detuvimos otra vez en Caborca. Belano insistió en que no podía ser mera casualidad que Cesárea llamase así a su revista. Pero una vez más no hallamos nada que delatase la presencia de la poeta en el pueblo.
En la hemeroteca de Hermosillo, en cambio, nos dimos de bruces, el primer día de búsqueda, con la noticia de la muerte de Pepe Avellaneda. En viejas hojas apergaminadas leímos que el torero había muerto en la plaza de toros de Agua Prieta, embestido por el toro mientras ejecutaba el lance de la muerte, algo que nunca se le había dado excesivamente bien a Avellaneda dada su baja estatura: para matar a según qué toros tenía que dar un salto y durante ese salto su pequeño cuerpo quedaba inerme, vulnerable a la más mínima cabezada del animal.
La agonía no fue larga. Avellaneda se terminó de desangrar en la habitación de su hotel, el Excelsior de Agua Prieta, y dos días después fue enterrado en el cementerio de la misma población. No hubo misa. Al sepelio asistió el alcalde y las principales autoridades municipales, el torero regiomontano Jesús Ortiz Pacheco, más algunos aficionados taurinos que lo vieron morir y que quisieron tributarle un último adiós. La noticia nos hizo reflexionar sobre dos o tres cuestiones que quedaban como entre interrogantes, además de decidirnos a visitar Agua Prieta.
En primer lugar, según Belano, lo más probable era que el periodista hablara de oídas. Cabía, ciertamente, la posibilidad de que el principal periódico de Hermosillo tuviera un corresponsal en Agua Prieta y que éste hubiera telegrafiado a su redacción el trágico suceso, pero lo que quedaba claro (no sé por qué, por otra parte) era que aquí, en Hermosillo, se había embellecido la historia, alargándola, puliéndola, haciéndola más literaria. Una pregunta: ¿quién veló el cadáver de Avellaneda? Una curiosidad: ¿quién era el torero Ortiz Pacheco cuya sombra parecía no despegarse de la sombra de Avellaneda? ¿Realizaba junto a éste la gira sonorense o su presencia en Agua Prieta era pura casualidad? Tal como temíamos, no volvimos a encontrar más noticias de Avellaneda en la hemeroteca de Hermosillo, como si luego de testificar la muerte del torero el más absoluto olvido hubiera caído sobre él, lo que por otra parte, cerrado el filón informativo, era de lo más natural. Así que nos dirigimos a la Peña Taurina Pilo Yáñez, situada en la parte vieja de la ciudad, en realidad un bar familiar con un ligero aire español, en donde se juntaban los fanáticos de la tauromaquia hermosillense. Allí nadie tenía noticias de un torero chaparrito de nombre Pepe Avellaneda, pero cuando les dijimos la época en que estuvo activo, los años veinte, y la plaza en que murió, nos remitieron a un viejito que sabía todo sobre el torero Ortiz Pacheco, ¡otra vez!, aunque su favorito era Pilo Yáñez, el Sultán de Caborca (de nuevo Caborca), apodo que a nosotros, poco enterados de los laberintos por los que discurre el toreo mexicano, nos pareció más propio de un boxeador.
El viejito se llamaba Jesús Pintado y recordaba a Pepe Avellaneda, Pepín Avellaneda, dijo, un torero sin suerte, pero valiente como pocos, sonorense, puede que sí, tal vez de Sinaloa, tal vez de Chihuahua, aunque su carrera la hizo en Sonora o sea que por lo menos fue sonorense de adopción, muerto en Agua Prieta, en un cartel que compartía con Ortiz Pacheco y Efrén Salazar, en la fiesta mayor de Agua Prieta, en mayo de 1930. ¿Señor Pintado, sabe usted si tenía familia?, preguntó Belano. El viejito no lo sabía. ¿Sabe usted si viajaba con una mujer? El viejito se rió y miró a Lupe. Todos viajaban con mujeres o las conseguían allí donde estuvieran, dijo, los hombres en aquella época estaban locos y también algunas mujeres. ¿Pero usted no lo sabe?, dijo Belano. El viejito no lo sabía. ¿Ortiz Pacheco está vivo?, dijo Belano. El viejito dijo que sí. ¿Sabe usted dónde lo podríamos encontrar, señor Pintado? El viejito nos dijo que tenía un rancho en las cercanías de El Cuatro. ¿Eso qué es, dijo Belano, un pueblo, una carretera, un restaurante? El viejito nos miró como si de pronto nos reconociera de algo; después dijo que era un pueblo.
9 de enero
Para entretener el viaje me puse a hacer dibujos que son enigmas que me enseñaron en la escuela hace siglos. Aunque aquí no hay charros. Aquí nadie usa sombrero charro. Aquí sólo hay desierto y pueblos que parecen espejismos y montes pelados.
– ¿Qué es esto? -dije.
Lupe miró el dibujo como si no tuviera ganas de jugar y se quedó callada. Belano y Lima tampoco lo sabían.
– ¿Un verso elegíaco? -dijo Lima.
– No. Un mexicano visto desde arriba -dije-. ¿Y esto?
– Un mexicano fumando en pipa -dijo Lupe.
– ¿Y esto?
– Un mexicano en triciclo -dijo Lupe-. Un niño mexicano en triciclo.
– ¿Y esto?
– Cinco mexicanos meando dentro de un orinal -dijo Lima.
– ¿Y esto?
– Un mexicano en bicicleta -dijo Lupe.
– O un mexicano en la cuerda floja -dijo Lima.
– ¿Y esto?
– Un mexicano pasando por un puente -dijo Lima.
– ¿Y esto?
– Un mexicano esquiando -dijo Lupe.
– ¿Y esto?
– Un mexicano a punto de sacar las pistolas -dijo Lupe.
– Carajo, te las sabes todas, Lupe -dijo Belano.
– Y tú ni una -dijo Lupe.
– Es que yo no soy mexicano -dijo Belano.
– ¿Y ésta? -dije yo, mientras le mostraba el dibujo primero a Lima y después a los otros.
– Un mexicano subiendo por una escalera -dijo Lupe.
– ¿Y ésta?
– Híjole, ésta es difícil -dijo Lupe.
Durante un rato mis amigos dejaron de reírse y miraron el dibujo y yo me dediqué a mirar el paisaje. Vi algo que de lejos parecía un árbol. Al pasar junto a él me di cuenta que era una planta: una planta enorme y muerta.
– Nos rendimos -dijo Lupe.
– Es un mexicano friendo un huevo -dije yo-. ¿Y éste?
– Dos mexicanos en una de esas bicicletas para dos -dijo Lupe.
– O dos mexicanos en la cuerda floja -dijo Lima.
– Ahí les va uno difícil -dije.
– Fácil: un zopilote con sombrero charro -dijo Lupe.
– ¿Y éste?
– Ocho mexicanos hablando -dijo Lima.
– Ocho mexicanos durmiendo -dijo Lupe.
– Incluso ocho mexicanos contemplando una pelea de gallos invisibles -dije yo-. ¿Y éste?
– Cuatro mexicanos velando un cadáver -dijo Belano.
10 de enero
El viaje hacia El Cuatro fue accidentado. Nos pasamos casi todo el día en la carretera, primero buscando El Cuatro, que según nos habían dicho estaba unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Hermosillo, por la carretera federal y luego, al llegar a Benjamín Hill, a la izquierda, hacia el este, por un camino de terracería en el que nos perdimos y volvimos a salir a la federal, pero esta vez unos diez kilómetros al sur de Benjamín Hill, lo que nos llevó a pensar que El Cuatro no existía, hasta que de nuevo nos metimos por la desviación de Benjamín Hill (en realidad para llegar a El Cuatro es mejor coger la primera bifurcación, la que está a diez kilómetros de Benjamín Hill) y dimos vueltas y vueltas por parajes que a veces parecían lunares y a veces exhibían pequeñas parcelas verdes, y que siempre eran desolados, y luego llegamos a un pueblo llamado Félix Gómez y allí un tipo se paró delante de nuestro coche con las piernas abiertas y los brazos en jarra y nos insultó y luego otras personas nos dijeron que para llegar a El Cuatro había que ir por allí y luego girar por allá y luego llegamos a un pueblo llamado El Oasis, que en modo alguno era como un oasis sino que más bien parecía resumir en sus fachadas todas las penalidades del desierto y luego volvimos a salir a la federal y entonces Lima dijo que los desiertos de Sonora eran una mierda y Lupe dijo que si la dejaran conducir a ella ya hacía tiempo que hubiéramos llegado, a lo que Lima respondió frenando en seco y bajándose de su asiento y diciéndole a Lupe que manejara ella. No sé qué pasó entonces, lo cierto es que todos nos bajamos del Impala y estiramos las piernas, a lo lejos veíamos la federal y algunos coches que iban hacia el norte, probablemente hacia Tijuana y los Estados Unidos, y otros hacia el sur, hacia Hermosillo o hacia Guadalajara o hacia el DF, y entonces nos pusimos a hablar del DF, nos pusimos a tomar el sol (a comparar nuestros antebrazos tostados) y a fumar y a hablar del DF y Lupe dijo que ya no echaba de menos a nadie. Cuando lo dijo pensé que era extraño, pero que yo tampoco echaba de menos a nadie, aunque me guardé de decirlo. Luego todos volvieron a subirse, menos yo, que me entretuve lanzando terrones a ninguna parte, lo más lejos que podía, y aunque sentía que me llamaban no giraba la cabeza ni hacía el menor gesto de volver con ellos, hasta que Belano dijo: García Madero, o subes o te quedas, y entonces me di la vuelta y empecé a caminar en dirección al Impala, sin querer me había alejado bastante y mientras regresaba miré el coche de Quim y pensé que estaba bastante sucio, me imaginé a Quim mirando su Impala con mis ojos o a María mirando el Impala de su padre con mis ojos y en efecto, no tenía buena pinta, el color casi había desaparecido bajo la capa de polvo del desierto.
Después volvimos a El Oasis y a Félix Gómez y por fin llegamos a El Cuatro, en el municipio de Trincheras, y allí comimos y le preguntamos al camarero y a los que estaban en la mesa de al lado si sabían dónde quedaba el rancho del ex torero Ortiz Pacheco, pero éstos no lo habían oído nombrar nunca, así que nos dedicamos a vagar por el pueblo, Lupe y yo sin abrir la boca y Belano y Lima hablando hasta por los codos, pero no de Ortiz Pacheco ni de Avellaneda ni de la poeta Cesárea Tinajero, sino de chismes del DF o de libros o de revistas latinoamericanas que habían leído poco antes de emprender este viaje errático, o de películas, en fin, hablaban de cosas que a mí se me antojaron frívolas y a Lupe posiblemente también porque los dos nos mantuvimos silenciosos, y después de mucho preguntar encontramos en el mercado (que a esa hora estaba desierto) a un tipo que tenía tres cajas de cartón llenas de pollitos y que nos supo indicar cómo llegar al rancho de Ortiz Pacheco. Así que volvimos a subirnos al Impala y emprendimos otra vez la marcha.
A mitad del camino que enlazaba El Cuatro con Trincheras debíamos desviarnos a la izquierda, por una pista que pasaba por las faldas de un cerro con forma de codorniz, pero cuando cogimos el desvío todos los cerros, todas las elevaciones, hasta el desierto nos pareció que tenía forma de codorniz, una codorniz en múltiples posiciones, por lo que vagamos por sendas que ni a camino de terracería llegaban, maltratando el coche y maltratándonos a nosotros mismos, hasta que la pista terminó en una casa, una construcción que parecía una misión del siglo XVII que surgiera de pronto de entre la polvareda, y un viejo salió a recibirnos y nos dijo que en efecto aquel era el rancho del torero Ortiz Pacheco, el rancho La Buena Vida, y que él era (pero eso lo dijo después de mirarnos fijamente durante un rato) el torero Ortiz Pacheco en persona.
Aquella noche disfrutamos de la hospitalidad del antiguo matador. Ortiz Pacheco tenía setentainueve años y una memoria que la vida en el campo, según él, en el desierto, según nosotros, había fortificado. Se acordaba perfectamente de Pepe Avellaneda (Pepín Avellaneda, el chaparro más triste que he visto en mi vida, dijo) y de la tarde en que un toro lo mató en la plaza de Agua Prieta. Él estuvo en el velorio, que se realizó en el salón del hotel y por donde pasaron a rendirle un último adiós la práctica totalidad de las fuerzas vivas de Agua Prieta, y en el entierro, que fue multitudinario, un broche negro para unas fiestas homéricas, dijo. Recordaba, por supuesto, a la mujer que iba con Avellaneda. Una mujer alta, como suelen gustarles a los chaparritos, callada, pero no por timidez o discreción, sino callada más bien como imposición, como si estuviera enferma y no pudiera hablar, una mujer de pelo negro, rasgos aindiados, delgada y fuerte. ¿Si era la amante de Avellaneda? De eso no cabía la menor duda. Su santa no, porque Avellaneda estaba casado y su mujer, a la que había abandonado hacía mucho, vivía en Los Mochis, Sinaloa, el torero, según Ortiz Pacheco, cada mes o cada dos meses (¡o cada vez que podía, chingados!) le mandaba dinero. El toreo, entonces, no era como ahora que hasta los novilleros se hacen ricos. Lo cierto es que Avellaneda por entonces vivía con esa mujer. El nombre de ella no lo recordaba, pero sabía que venía del DF y que era una mujer cultivada, una mecanógrafa o una taquígrafa. Cuando Belano nombró a Cesárea, Ortiz Pacheco dijo que sí, ése era su nombre. ¿Era una mujer interesada por los toros?, preguntó Lupe. No lo sé, dijo Ortiz Pacheco, puede que sí, puede que no, pero si alguien sigue a un torero a la larga este mundo acaba por gustarle. En cualquier caso, Ortiz Pacheco sólo había visto a Cesárea dos veces, la última en Agua Prieta, de lo que se deducía que no llevaban mucho tiempo siendo amantes. La influencia que ejerció sobre Pepín Avellaneda, sin embargo, fue notoria, según Ortiz Pacheco.
La noche antes de su muerte, por ejemplo, mientras los dos toreros bebían en un bar de Agua Prieta y poco antes de que ambos se marcharan al hotel, Avellaneda se puso a hablarle de Aztlán. Al principio Avellaneda hablaba como si le estuviera contando un secreto, como si en el fondo no tuviera ganas de hablar, pero a medida que pasaban los minutos se fue entusiasmando cada vez más. Ortiz Pacheco no tenía idea ni siquiera de qué significaba «Aztlán», una palabra que no había oído en su vida. Así que Avellaneda se lo explicó todo desde el principio, le habló de la ciudad sagrada de los primeros mexicanos, la ciudad-mito, la ciudad desconocida, la verdadera Atlántida de Platón, y cuando volvieron al hotel, medio borrachos, Ortiz Pacheco creyó que la culpa de aquellas ideas tan locas sólo podía ser de Cesárea. Durante el velorio ella estuvo sola la mayor parte del tiempo, encerrada en su habitación o en un rincón del salón principal del Excelsior habilitado como pompas fúnebres. Ninguna mujer le dio el pésame. Sólo los hombres, y en privado, pues a nadie se le escapaba que ella era sólo la querida. En el entierro no dijo una palabra, habló el tesorero de la municipalidad que además era, digamos, el poeta oficial de Agua Prieta, y el presidente de la asociación de tauromaquia, pero no ella. Tampoco, según Ortiz Pacheco, se la vio derramar ni una lágrima. Eso sí, se encargó de que el marmolista grabara unas palabras en la lápida de Avellaneda, Ortiz Pacheco no recordaba cuáles, palabras raras en todo caso, del estilo Aztlán, le parecía recordar, y que seguramente inventó ella para la ocasión. No dijo dictó sino inventó. Belano y Lima le preguntaron qué palabras eran esas. Ortiz Pacheco se puso a pensar durante un rato, pero finalmente dijo que las había olvidado.
Esa noche dormimos en el rancho. Belano y Lima lo hicieron en la sala (había muchas habitaciones, pero todas eran inhabitables), Lupe y yo en el coche. Cuando recién amanecía me desperté y oriné en el patio contemplando las primeras luces amarillo pálido (pero también azules) que se deslizaban sigilosas por el desierto. Encendí un cigarrillo y me estuve un rato mirando el horizonte y respirando. A lo lejos creí divisar una polvareda, pero luego me di cuenta que sólo era una nube baja. Baja y estática. Pensé que era raro no oír el ruido de los animales. De vez en cuando, sin embargo, si uno prestaba atención, se oía el canto de un pájaro. Cuando me di la vuelta vi a Lupe que me miraba asomada a una de las ventanas del Impala. Su pelo negro y corto estaba despeinado y parecía más delgada que antes, como si se estuviera volviendo invisible, como si la mañana la estuviera deshaciendo sin dolor, pero al mismo tiempo parecía más hermosa que antes.
Entramos juntos en la casa. En la sala, sentados cada uno en un sillón de cuero, encontramos a Lima, Belano y a Ortiz Pacheco. El viejo torero estaba arrebujado en un sarape y dormía con una expresión de pasmo dibujada en el rostro. Mientras Lupe preparaba café yo desperté a mis amigos. No me atreví a despertar a Ortiz Pacheco. Creo que está muerto, susurré. Belano se estiró, los huesos le crujieron, dijo que hacía mucho que no había dormido tan bien y luego él mismo se encargó de despertar a nuestro anfitrión. Mientras desayunábamos Ortiz Pacheco nos dijo que había tenido un sueño muy extraño. ¿Ha soñado con su amigo Avellaneda?, dijo Belano. No, para nada, dijo Ortiz Pacheco, he soñado que tenía diez años y mi familia se trasladaba de Monterrey a Hermosillo. En aquella época ése debía ser un viaje larguísimo, dijo Lima. Larguísimo, sí, dijo Ortiz Pacheco, pero feliz.
11 de enero
Fuimos a Agua Prieta, al cementerio de Agua Prieta. Primero del rancho La Buena Vida a Trincheras, y después de Trincheras a Pueblo Nuevo, Santa Ana, San Ignacio, Ímuris, Cananea y Agua Prieta, justo en la frontera con Arizona.
Al otro lado está Douglas, un pueblo norteamericano, y en medio la aduana y los policías de frontera. Más allá de Douglas, unos setenta kilómetros al noroeste, se encuentra Tombstone, en donde se reunían los mejores pistoleros norteamericanos. En una cafetería, mientras comíamos, oímos contar dos historias: en una se ilustraba el valor del mexicano y en la otra el valor del norteamericano. En una el protagonista era un natural de Agua Prieta y en la otra uno de Tombstone.
Cuando el que contaba la historia, un tipo con el pelo largo y canoso y que hablaba como si le doliera la cabeza, se marchó de la cafetería, el que la había escuchado se echó a reír sin motivo aparente, o como si sólo transcurridos unos minutos pudiera encontrarle un sentido a la historia que acababa de escuchar. En realidad, sólo eran dos chistes. En el primero, el sheriff y uno de sus ayudantes sacan a un preso de su celda y se lo llevan a un lugar apartado del campo para matarlo. El preso lo sabe y más o menos está resignado a la suerte que le espera. Es un invierno inclemente, está amaneciendo, y tanto el preso como sus verdugos se quejan del frío que se levanta en el desierto. En determinado momento, sin embargo, el preso se pone a reír y el sheriff le pregunta qué demonios le provoca tanta hilaridad, si se ha olvidado que lo van a matar y enterrar en donde nadie pueda encontrarlo, si se ha vuelto defínitivamente loco. El preso responde, y a eso se reduce todo el chiste, que lo que le hace gracia es saber que dentro de pocos minutos él ya no pasará más frío mientras que los hombres de la ley tendrán que hacer el camino de vuelta.
La otra historia cuenta el fusilamiento del coronel Guadalupe Sánchez, hijo pródigo de Agua Prieta, que en el momento de enfrentar el paredón de fusilamiento pidió, como última voluntad, fumarse un puro. El oficial que mandaba el pelotón le concedió el deseo. Le dieron su último habano. Guadalupe Sánchez lo encendió con calma y empezó a fumárselo sin prisa, saboreándolo y mirando el amanecer (porque esta historia, como la de Tombstone, también sucede al amanecer e incluso es probable que se desarrollen en el mismo amanecer, un 15 de mayo de 1912), y envuelto en el humo el coronel Sánchez estaba tan tranquilo, tan soñador o tan sereno, que la ceniza se mantuvo pegada al puro, puede que eso fuera precisamente lo que el coronel pretendía, ver con sus propios ojos si el pulso le flaqueaba, si un temblor le desvelaba en el último suspiro su falta de valor, pero se acabó el habano y la ceniza no cayó al suelo. Entonces el coronel Sánchez arrojó la colilla y dijo cuando quieran.
Ésa era la historia.
Cuando el destinatario de la historia dejó de reírse, Belano se hizo algunas preguntas en voz alta: el preso que va a morir en las afueras de Tombstone ¿es un natural de Tombstone?, ¿los naturales de Tombstone son el sheriff y su ayudante?, ¿el coronel Guadalupe Sánchez era natural de Agua Prieta?, ¿el oficial del destacamento de fusilamiento era natural de Agua Prieta?, ¿por qué mataron como a un perro al preso de Tombstone?, ¿por qué mataron como a un perro a mi coronel (sic) Lupe Sánchez? En la cafetería todos lo miraron, pero nadie le contestó. Lima lo cogió del hombro y dijo: vamonos, mano. Belano lo miró con una sonrisa y puso varios billetes sobre el mostrador. Después nos fuimos al cementerio y estuvimos buscando la tumba de Pepe Avellaneda, que murió por una cornada de toro o por ser demasiado bajito y torpe en el uso de la espada, una tumba con un epitafio escrito por Cesárea Tinajero, y por más vueltas que dimos no la encontramos. El cementerio de Agua Prieta era lo más parecido que habíamos visto nunca a un laberinto y el sepulturero más veterano del cementerio, el único que sabía con exactitud dónde estaba enterrado cada muerto, se había ido de vacaciones o estaba enfermo.
12 de enero
¿Si una sigue a un torero a la larga ese mundo acaba por gustarle?, dijo Lupe. Así parece, dijo Belano. ¿Y si una sale con un policía, el mundo del policía acabará por gustarle? Así parece, dijo Belano. ¿Y si una sale con un padrote, el mundo del padrote acabará por gustarle? Belano no contestó. Raro, porque él siempre procura contestar a todas las preguntas, aunque éstas no necesiten respuesta o no vengan al caso. Lima, por el contrario, cada vez habla menos, limitándose a conducir el Impala con expresión ausente. Creo que no nos hemos dado cuenta, ciegos como estamos, del cambio que Lupe empieza a experimentar.
13 de enero
Hoy hemos llamado al DF por primera vez. Belano habló con Quim Font. Quim le dijo que el padrote de Lupe sabía dónde estábamos y había salido en nuestra búsqueda. Belano le dijo que eso era imposible. Alberto nos estuvo siguiendo hasta la salida del DF y allí conseguimos despistarlo. Sí, dijo Quim, pero luego volvió a mi casa y me amenazó con matarme si no le decía hacia dónde nos dirigíamos. Cogí el teléfono y dije que quería hablar con María. Escuché la voz de Quim. Estaba llorando. ¿Bueno?, dije. Quiero hablar con María. ¿Eres tú, García Madero?, sollozó Quim. Pensé que estarías en tu casa. Estoy aquí, dije. Me pareció que Quim se sorbía los mocos. Belano y Lima estaban hablando en voz baja. Se habían apartado del teléfono y parecían preocupados. Lupe se quedó junto a mí, junto al teléfono, como si tuviera frío aunque no hacía frío, de espaldas, mirando hacia la gasolinera en donde estaba nuestro coche. Coge el primer bus y vuelve al DF, oí que decía Quim. Si no tienes dinero yo te lo mando. Tenemos dinero de sobra, dije. ¿Está María? No hay nadie, estoy solo, sollozó Quim. Durante un rato los dos guardamos silencio. ¿Cómo está mi coche?, dijo de repente su voz que llegaba desde otro mundo. Bien, dije, todo está bien. Estamos acercándonos a Cesárea Tinajero, mentí. ¿Quién es Cesárea Tinajero?, dijo Quim.
14 de enero
Compramos ropa en Hermosillo y un traje de baño para cada uno. Después fuimos a recoger a Belano a la biblioteca (en donde pasó toda la mañana, convencido de que un poeta siempre deja huellas escritas, por más que las evidencias hasta ahora digan lo contrario) y nos marchamos a la playa. Alquilamos dos habitaciones en una pensión de Bahía Kino. El mar es azul oscuro. Lupe nunca lo había visto.
15 de enero
Una excursión: nuestro Impala enfiló por la pista que cuelga a un lado del golfo de California, hasta Punta Chueca, enfrente de la isla Tiburón. Después fuimos a El Dólar, enfrente de la isla Patos. Lima la llama la isla Pato Donald. Tirados en una playa desierta, estuvimos fumando mota durante horas. Punta Chueca-Tiburón, Dólar-Patos, naturalmente son sólo nombres, pero a mí me llenan el alma de oscuros presagios, como diría un colega de Amado Nervo. ¿Pero qué es lo que en esos nombres consigue alterarme, entristecerme, ponerme fatalista, hacer que mire a Lupe como si fuera la última mujer sobre la Tierra? Poco antes de que anocheciera seguimos subiendo hacia el norte. Allí se levanta Desemboque. El alma absolutamente negra. Creo que incluso temblaba. Y después volvimos a Bahía Kino por una carretera oscura en donde de tanto en tanto nos cruzábamos con camionetas llenas de pescadores que cantaban canciones seris.
16 de enero
Belano ha comprado un cuchillo.
17 de enero
Otra vez en Agua Prieta. Salimos a las ocho de la mañana de Bahía Kino. La ruta seguida ha sido de Bahía Kino a Punta Chueca, de Punta Chueca a El Dólar, de El Dólar a Desemboque, de Desemboque a Las Estrellas y de Las Estrellas a Trincheras. Unos 250 kilómetros por caminos en pésimo estado. Si hubiéramos cogido la ruta Bahía Kino-El Triunfo-Hermosillo, y de Hermosillo la federal hasta San Ignacio y desde allí la carretera que conduce hasta Cananea y Agua Prieta, sin duda hubiéramos hecho un viaje más cómodo y hubiéramos llegado antes. Todos decidimos, sin embargo, que era mejor viajar por caminos poco o nada transitados, además de que pasar otra vez por el rancho La Buena Vida nos seducía. Pero en el triángulo que forman El Cuatro, Trincheras y La Ciénega nos perdimos y finalmente decidimos seguir hacia adelante, hacia Trincheras, y posponer nuestra visita al viejo torero.
Cuando estacionamos el Impala en las puertas del cementerio de Agua Prieta había empezado a anochecer. Belano y Lima tocaron la campana del vigilante. Al cabo de un rato se asomó un hombre tan quemado por el sol que parecía negro. Llevaba gafas y tenía una gran cicatriz en el lado izquierdo de la cara. Nos preguntó qué queríamos. Belano dijo que estábamos buscando al sepulturero Andrés González Ahumada. El tipo nos miró y preguntó quiénes y para qué lo querían. Belano dijo que era por la tumba del torero Pepe Avellaneda. Queremos verla, dijimos. Yo soy Andrés González Ahumada, dijo el sepulturero, y éstas no son horas de visitar un camposanto. Ándele, sea comprensivo, dijo Lupe. ¿Y por qué esa curiosidad, si se puede saber?, dijo el sepulturero. Belano se acercó a la reja y conversó con el hombre en voz baja durante unos minutos. El sepulturero asintió varias veces y luego se metió en la garita y volvió a salir con una llave enorme con la que nos franqueó la entrada. Lo seguimos por la avenida principal del cementerio, un paseo bordeado de cipreses y viejos robles. Cuando nos internamos por las calles laterales, en cambio, vi algunos cactus propios de la región: choyas y sahuesos y también algún nopal, como para que los muertos no olvidaran que estaban en Sonora y no en otro lugar.
Ésta es la tumba de Pepe Avellaneda, el torero, nos dijo indicándonos un nicho en un rincón abandonado. Belano y Lima se acercaron y trataron de leer la inscripción, pero el nicho estaba en un cuarto piso y la noche ya descendía por las calles del cementerio. Ninguna tumba tenía flores, salvo una en donde colgaban cuatro claveles de plástico, y la mayoría de las inscripciones estaban cubiertas por el polvo. Belano entonces juntó los dedos de ambas manos formando una sillita o un estribo y Lima se subió hasta pegar la cara al cristal que protegía la foto de Avellaneda. Lo que hizo a continuación fue limpiar con una mano la lápida y leer en voz alta la inscripción: «José Avellaneda Tinajero, matador de toros, Nogales 1903-Agua Prieta 1930». ¿Eso es todo?, oí que decía Belano. Eso es todo, le respondió la voz de Lima, más ronca que nunca. Luego se dejó caer de un salto e hizo lo mismo que antes había hecho Belano: con las manos formó un peldaño por el que Belano trepó. Dame el encendedor, Lupe, lo oí decir. Lupe se acercó a esa figura patética que formaban mis dos amigos y sin decir nada le alcanzó una caja de cerillos. ¿Y mi encendedor?, dijo Belano. Yo no lo tengo, mano, dijo Lupe con una voz muy dulce a la que no terminaba de acostumbrarme. Belano encendió un cerillo y lo acercó al nicho. Cuando se le apagó encendió otro y luego otro. Lupe estaba apoyada en la pared de enfrente y tenía sus largas piernas cruzadas. Miraba el suelo y parecía pensativa. Lima también miraba el suelo pero su rostro sólo expresaba el esfuerzo de mantener a Belano en peso. Después de consumir unos siete cerillos y de haberse quemado un par de veces las puntas de los dedos, Belano desistió de su empeño y bajó. Volvimos sin hablar hasta la puerta de salida del cementerio de Agua Prieta. Allí, junto a la reja, Belano le dio unos billetes al sepulturero y nos marchamos.
18 de enero
En Santa Teresa, al entrar en un café con una gran luna detrás de la barra, pude apreciar cuánto habíamos cambiado. Belano no se afeita desde hace días. Lima es lampiño pero yo diría que no se ha peinado más o menos por las mismas fechas que Belano dejó de afeitarse. Yo estoy en los puros huesos (cada noche cojo un promedio de tres veces). Sólo Lupe está bien, quiero decir: está mejor de lo que estaba cuando salimos del DF.
19 de enero
¿Cesárea Tinajero era prima del torero muerto? ¿Era pariente lejana? ¿Hizo que inscribieran en la lápida su propio apellido, le dio su propio apellido a Avellaneda, como una forma de decir que aquel hombre era suyo? ¿Adjuntó su nombre al del torero como una broma? ¿Una forma de decir por aquí pasó Cesárea Tinajero? Poco importa. Hoy volvimos a llamar al DF. En casa de Quim todo está tranquilo. Belano habló con Quim, Lima habló con Quim, cuando quise hablar yo la comunicación se cortó pese a que teníamos monedas de sobra. Tuve la impresión de que Quim no quería hablar conmigo y colgó el teléfono. Después Belano telefoneó a su padre y Lima a su madre y después Belano telefoneó a Laura Jáuregui. Las dos primeras conversaciones fueron relativamente largas, formales, y la última muy corta. Sólo Lupe y yo no telefoneamos a nadie del DF, como si no tuviéramos ganas o no tuviéramos a nadie con quien hablar.
20 de enero
Esta mañana, mientras desayunábamos en un café de Nogales, vimos a Alberto al volante de su Camaro. Vestía una camisa del mismo color que el coche, amarillo reluciente, y a su lado iba un tipo con chaqueta de cuero y pinta de policía. Lupe lo reconoció enseguida: empalideció y dijo que ahí estaba Alberto. No dejó que el miedo se le trasluciera, pero yo supe que tenía miedo. Lima miró en la dirección que le indicaban los ojos de Lupe y dijo que en efecto, ahí estaba Alberto y uno de sus cuates del alma. Belano vio pasar el coche por delante de los ventanales del café y dijo que estábamos alucinando. Yo vi a Alberto con total claridad. Vamonos de aquí ahora mismo, dije. Belano nos miró y dijo que ni soñarlo. Primero íbamos a ir a la biblioteca de Nogales y luego, tal como lo habíamos planeado, volveríamos a Hermosillo a seguir con nuestra indagación. Lima estuvo de acuerdo. Me gusta tu obstinación, buey, dijo. Así que terminaron de desayunar (ni Lupe ni yo pudimos comer nada más) y luego salimos del café, nos metimos en el Impala y dejamos a Belano en las puertas de la biblioteca. Sean valientes, carajo, no vean fantasmas, dijo antes de desaparecer. Lima contempló durante un rato la puerta de la biblioteca, como si estuviera pensando en qué respuesta darle a Belano, y luego puso el coche en marcha. Tú lo viste, Ulises, dijo Lupe, era él. Creo que sí, dijo Lima. ¿Qué vamos a hacer si me encuentra?, dijo Lupe. Lima no contestó. Estacionamos el coche en una calle desierta, en una colonia de clase media, sin bares ni comercios a la vista salvo un almacén de frutas y Lupe se puso a contarnos episodios de su infancia y luego yo también me puse a contar historias de cuando era niño, para matar el tiempo, nada más, y aunque Ulises no abrió la boca en ningún momento y se puso a leer un libro, sin abandonar su asiento junto al volante, se notaba que nos estaba escuchando porque a veces levantaba la vista y nos miraba y sonreía. Pasadas las doce fuimos a buscar a Belano. Lima estacionó cerca de una plaza cercana y me dijo que fuera a la biblioteca. Él se quedaba con Lupe y el Impala, por si aparecía Alberto y había que salir huyendo. Recorrí aprisa, sin mirar hacia los lados, las cuatro calles que me separaban de la biblioteca. Encontré a Belano sentado en una larga mesa de madera oscurecida por los años, con varios volúmenes encuadernados del periódico local de Nogales. Cuando llegué levantó la cabeza, era el único usuario de la biblioteca, y con un gesto me indicó que me acercara y me sentara a su lado.
21 de enero
De la semblanza necrológica que el periódico de Nogales hizo en su día de Pepín Avellaneda sólo me queda la imagen de Cesárea Tinajero caminando por una triste carretera del desierto de la mano de su torero chaparro, un torero chaparro que, además, lucha por no seguir empequeñeciéndose, que lucha por crecer, y que en efecto, poco a poco va creciendo, hasta alcanzar el metro sesenta, pongamos por caso, y luego desaparece.
22 de enero
En El Cubo. Para ir de Nogales a El Cubo hay que bajar por la federal hasta Santa Ana, y de allí hacia el oeste, de Santa Ana a Pueblo Nuevo, de Pueblo Nuevo a Altar, de Altar a Caborca, de Caborca a San Isidro, de San Isidro hay que seguir por la carretera que va a Sonoyta, en la frontera con Arizona, pero hay que desviarse antes, por una carretera de tierra, y recorrer unos veinticinco o treinta kilómetros. El periódico de Nogales hablaba de «su fiel amiga, una abnegada maestra de El Cubo». En el pueblo vamos a la escuela y una sola mirada nos basta para darnos cuenta de que se trata de una construcción posterior a 1940. Aquí no pudo dar clases Cesárea Tinajero. Si escarbáramos debajo de la escuela, sin embargo, podríamos encontrar la vieja escuela.
Hablamos con la maestra. Enseña a los niños el español y el pápago. Los pápagos viven entre Arizona y Sonora. Le preguntamos a la maestra si ella es pápago. No, no lo es. Soy de Guaymas, nos dice, y mi abuelito era un indio mayo. Le preguntamos por qué enseña pápago. Para que no se pierda esta lengua, nos dice. En México sólo quedan unos doscientos pápagos. En efecto, son muy poquitos, reconocemos. En Arizona hay unos dieciséis mil, pero en México sólo doscientos. ¿Y en El Cubo cuántos pápagos quedan? Unos veinte, dice la maestra, pero no le hace, yo voy a seguir. Después nos explica que los pápagos no se nombran a sí mismos de esa manera, sino como ó'otham y que los pimas se autonombran óob y los seris konkáak. Le decimos que estuvimos en Bahía Kino, en Punta Chueca y El Dólar y escuchamos a los pescadores cantar canciones seris. La maestra se muestra extrañada. Los konkáak, dice, son apenas setecientos, si llegan, y no se dedican a la pesca. Pues esos pescadores, decimos, se habían aprendido una canción seri. Puede ser, dice la maestra, pero es más probable que los engañaran. Más tarde nos invitó a comer a su casa. Vive sola. Le preguntamos si no le gustaría irse a vivir a Hermosillo o al DF. Nos dice que no. Le gusta este lugar. Después vamos a ver a una vieja india pápago que vive a un kilómetro de El Cubo. La casa de la vieja es de adobes. Consta de tres habitaciones, dos vacías y una en donde vive ella y sus animales. El olor, sin embargo, apenas es perceptible, barrido por el viento del desierto que entra por las ventanas sin cristales.
La maestra le explica a la vieja en su lengua que nosotros queremos saber noticias de Cesárea Tinajero. La vieja escucha a la maestra y nos mira y dice: huy. Belano y Lima se miran durante un segundo y yo sé que están pensando si el huy de la vieja querrá decir algo en pápago o es la exclamación en que todos estamos pensando. Buena persona, dice la vieja. Vivió con un buen hombre. Los dos buenos. La maestra nos mira y sonríe. ¿Cómo era ese hombre?, dice Belano indicando mediante gestos diferentes estaturas. Mediano, dice la vieja, flaquito, mediano, ojos claritos. ¿Claritos así?, dice Belano cogiendo una rama almendrada de la pared. Claritos así, dice la vieja. ¿Mediano así?, dice Belano señalando con el índice una estatura más bien baja. Medianito, sí, dice la vieja. ¿Y Cesárea Tinajero?, dice Belano. Sola, dice la vieja, se fue con su hombre y volvió sola. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? El tiempo de la escuela, buena maestra, dice la vieja. ¿Un año?, dice Belano. La vieja mira a Belano y a Lima como si no los viera. A Lupe la mira con simpatía. Le pregunta algo en pápago. La maestra traduce: ¿cuál de ellos es tu hombre? Lupe sonríe, no la veo, está a mi espalda, pero sé que sonríe, y dice: ninguno. Ella tampoco tenía hombre, dice la vieja. Un día se fue acompañada y otro día volvió sola. ¿Siguió siendo maestra?, dice Belano. La vieja dice algo en pápago. Vivía en la escuela, traduce la maestra, pero ya no daba clases. Ahora las cosas son mejores, dice la vieja. No te creas, dice la maestra. ¿Y después qué pasó? La vieja habla en pápago, hila palabras que solo la maestra entiende, pero nos mira a nosotros y al final sonríe. Vivió un tiempo en la escuela y después se marchó, dice la maestra. Parece ser que adelgazó mucho, estaba en los huesos, pero no estoy muy segura, ella confunde algunas cosas, dice la maestra. Por otra parte, si tenemos en cuenta que no trabajaba, que no tenía un sueldo, me parece normal que adelgazara, dice la maestra. No le debía sobrar dinero para comer. Comía, dice la vieja de repente y todos damos un salto. Yo le daba comida, mi mamá le daba comida. Ella estaba en los puros huesos. Los ojos hundidos. Parecía un coralillo. ¿Un coralillo?, dice Belano. Un micruroides euryxanthus, dice la maestra, una serpiente venenosa. Ya se ve que eran muy amigas, dice Belano. ¿Y cuándo se marchó? Después de un tiempo, dice la vieja sin especificar a cuánto tiempo se refería. Para los pápagos, dice la maestra, más o menos tiempo es casi equivalente a más o menos eternidad. ¿Y cómo estaba cuando se marchó?, dice Belano. Delgada como un coralillo, dijo la vieja.
Más tarde, poco antes de que anocheciera, la vieja nos acompañó a El Cubo a enseñarnos la casa en donde había vivido Cesárea Tinajero. Estaba cerca de unos corrales que se caían de viejos, las maderas de las trancas podridas, junto a una choza en donde probablemente guardaban utensilios de labranza aunque ahora estaba vacía. La casa era pequeña, con un patio reseco al lado, y cuando llegamos vimos luz a través de su única ventana delantera. ¿Llamamos?, dijo Belano. No tiene ningún sentido, dijo Lima. Así que volvimos caminando otra vez, por entre las lomas, hasta la casa de la vieja pápago y le agradecimos todo lo que había hecho por nosotros y luego le dimos las buenas noches y volvimos solos a El Cubo aunque en realidad la que se quedaba sola era ella.
Esa noche dormimos en casa de la maestra. Después de comer Lima se puso a leer a William Blake, Belano y la maestra se fueron a dar una vuelta por el desierto y al regresar se metieron en la habitación de ella, y Lupe y yo, después de lavar los platos, salimos a fumarnos un cigarrillo mirando las estrellas e hicimos el amor en el interior del Impala. Cuando volvimos a entrar a la casa encontramos a Lima dormido en el suelo, con el libro entre las manos, y un murmullo familiar que provenía de la habitación de la maestra y que nos indicaba que ni ella ni Belano iban a volver a aparecer en lo que quedaba de noche. Así que tapamos a Lima con una manta, preparamos nuestra cama en el suelo y apagamos la luz. A las ocho de la mañana la maestra entró en su habitación y despertó a Belano. El retrete estaba en el patio trasero. Al volver, las ventanas estaban abiertas y sobre la mesa había café de olla.
Nos despedimos en la calle. La maestra no quiso que la lleváramos en coche hasta la escuela. Cuando regresábamos a Hermosillo tuve la sensación no sólo de haber recorrido ya estas pinches tierras sino de haber nacido aquí.
23 de enero
Hemos visitado el Instituto Sonorense de Cultura, el Instituto Nacional Indigenista, la Dirección General de Culturas Populares (Unidad Regional Sonora), el Consejo Nacional de Educación, el Archivo de la Secretaría de Educación (Área Sonora), el Instituto Nacional de Antropología e Historia (Centro Regional Sonora), y la Peña Taurina Pilo Yáñez por segunda vez. Sólo en esta última hemos sido bien recibidos. Las pistas de Cesárea Tinajero aparecen y se pierden. El cielo de Hermosillo es rojo sangre. A Belano le pidieron los papeles, sus papeles, cuando él reclamaba los viejos libros de los maestros rurales en donde debía de estar escrito el destino que le tocó a Cesárea después de marcharse de El Cubo. Los papeles de Belano no están en regla. Una secretaria de la universidad le dijo que por menos podía ser deportado. ¿Adonde?, gritó Belano. Pues a su país, joven, dijo la secretaria. ¿Es usted analfabeta?, dijo Belano, ¿no ha leído ahí que soy chileno?, ¡mejor sería pegarme un tiro en la boca! Llamaron a la policía y nosotros salimos corriendo. No tenía idea de que Belano estuviera ilegal en el país.
24 de enero
Belano está cada día más nervioso y Lima más ensimismado. Hoy vimos a Alberto y a su amigo policía. Belano no lo vio o no lo quiso ver. Lima sí lo vio, pero le da igual. Sólo a Lupe y a mí nos preocupa (y mucho) el previsible encontronazo con su antiguo padrote. No pasa nada grave, dijo Belano para zanjar la discusión, al fin y al cabo nosotros los doblamos en número. Yo me puse a reír de los nervios que tenía. No soy cobarde, pero tampoco soy suicida. Ellos van armados, dijo Lupe. Yo también, dijo Belano. Por la tarde me mandaron a mí a los Archivos de Educación. Dije que estaba escribiendo un artículo para una revista del DF sobre las escuelas rurales de Sonora en la década de los treinta. Qué reportero más jovencito, dijeron las secretarias que se pintaban las uñas. Encontré la siguiente pista: Cesárea Tinajero había sido maestra durante los años 1930-1936. Su primer destino fue El Cubo. Después estuvo de maestra en Hermosillo, en Pitiquito, en Bábaco y en Santa Teresa. A partir de allí había dejado de pertenecer al cuerpo de maestros del estado de Sonora.
25 de enero
Según Lupe, Alberto ya sabe dónde estamos, en qué pensión vivimos, en qué coche viajamos y sólo espera el momento propicio para caernos por sorpresa. Fuimos a ver la escuela de Hermosillo en donde Cesárea había trabajado. Preguntamos por viejos maestros de los años treinta. Nos dieron la dirección del antiguo director. Su casa estaba junto a la ex penitenciaria del estado. El edificio es de piedra. Tiene tres plantas y una torre que sobresale de las demás torres de vigilancia y que produce en quien la observa una sensación de opresión. Una obra arquitectónica destinada a perdurar, dijo el director.
26 de enero
Viajamos a Pitiquito. Hoy Belano ha dicho que tal vez lo mejor sería volver al DF. A Lima le da igual. Dice que al principio se cansaba de tanto conducir pero que ahora le ha cogido gusto al volante. Incluso hasta cuando está dormido, se sueña manejando el Impala de Quim por estos caminos. Lupe no habla de volver al DF pero dice que lo mejor sería escondernos. Yo no quiero separarme de ella. Tampoco tengo planes. Adelante, entonces, dice Belano. Las manos, lo noto cuando me inclino hacia el asiento delantero para pedirle un cigarrillo, le tiemblan.
27 de enero
En Pitiquito no encontramos nada. Durante un rato estuvimos con el coche detenido en la carretera que va a Caborca y que luego se bifurca hacia El Cubo, pensando si hacerle una nueva visita a la maestra o no. La última palabra la tenía Belano y nosotros esperamos sin impacientarnos, mirando la carretera, los pocos coches que de vez en cuando pasaban, las nubes blanquísimas que el viento arrastraba desde el Pacífico. Hasta que Belano dijo vámonos a Bábaco y Lima sin decir una palabra encendió el motor y giró hacia la derecha y nos alejamos de allí.
El viaje fue largo y por lugares por donde no habíamos estado nunca, aunque, al menos para mí, la sensación de cosa vista persistió todo el tiempo. De Pitiquito fuimos a Santa Ana y enlazamos con la federal. Por la federal fuimos hasta Hermosillo. De Hermosillo cogimos la carretera que lleva hasta Mazatán, hacia el este, y de Mazatán a La Estrella. A partir de allí se acabó la carretera pavimentada y seguimos por caminos de terracería hasta Bacanora, Sahuaripa y Bábaco. Desde la escuela de Bábaco nos mandaron de vuelta a Sahuaripa, que era la cabecera municipal y supuestamente allí podíamos encontrar los registros. Pero era como si la escuela de Bábaco, la escuela del Bábaco de los años treinta, hubiera desaparecido barrida por un huracán. Volvimos a dormir, como en los primeros días, dentro del coche. Ruidos nocturnos: el de la araña lobo, el de los alacranes, el de los ciempiés, el de las tarántulas, el de las viudas negras, el de los sapos bufos. Todos venenosos, todos mortales. La presencia (más bien debería decir la inminencia) de Alberto es por momentos tan real como los ruidos nocturnos. Con las luces del coche encendidas, en las afueras de Bábaco adonde hemos vuelto no sé por qué, antes de dormirnos hablamos de cualquier cosa, menos de Alberto. Hablamos del DF, hablamos de poesía francesa. Luego Lima apaga las luces. Bábaco también está a oscuras.
28 de enero
¿Y si encontráramos a Alberto en Santa Teresa?
29 de enero
Esto encontramos: una maestra aún en activo nos cuenta que conoció a Cesárea. Fue en 1936 y nuestra interlocutora tenía entonces veinte años. Ella acababa de ganar la plaza y Cesárea hacía pocos meses que trabajaba en la escuela, por lo que fue natural que se hicieran amigas. No sabía la historia del torero Avellaneda ni la historia de ningún otro hombre. Cuando Cesárea dejó el trabajo tardó en comprenderlo, pero lo aceptó como una de las peculiaridades que distinguían a su amiga.
Durante un tiempo, meses, tal vez un año, desapareció. Pero una mañana la vio a la puerta de la escuela y reanudaron la amistad. Por entonces Cesárea tenía treintaicinco o treintaiséis años y ella la consideraba, aunque ahora se arrepentía de ello, una solterona. Consiguió trabajo en la primera fábrica de conservas que hubo en Santa Teresa. Vivía en un cuarto de la calle Rubén Darío, que por entonces estaba en una colonia del extrarradio y que para una mujer sola resultaba peligroso o poco recomendable. ¿Si sabía que Cesárea era poeta? No lo sabía. Cuando ambas trabajaban en la escuela, en muchas ocasiones la vio escribir, sentada en el aula vacía, en un cuaderno de tapas negras muy grueso que Cesárea llevaba siempre consigo. Suponía que era un diario de vida. En la época en que Cesárea trabajó en la fábrica de conservas, cuando se citaban en el centro de Santa Teresa para ir al cine o para que la acompañara de compras, cuando acudía tarde a las citas solía encontrarla escribiendo en un cuaderno de tapas negras, como el anterior, pero de formato más pequeño, un cuaderno que parecía un misal y en donde la letra de su amiga, de caracteres diminutos, se deslizaba como una estampida de insectos. Nunca le leyó nada. Una vez le preguntó sobre qué escribía y Cesárea le contestó que sobre una griega. El nombre de la griega era Hipatía. Tiempo después buscó el nombre en una enciclopedia y supo que Hipatía era una filósofa de Alejandría muerta por los cristianos en el año 415. Pensó, tal vez impulsivamente, que Cesárea se identificaba con Hipatía. No le preguntó nada más o si se lo preguntó ya lo había olvidado.
Quisimos saber si Cesárea leía y si recordaba algunos títulos. En efecto, leía mucho pero la maestra no recordaba ni uno solo de los libros que Cesárea sacaba de la biblioteca y que solía cargar a todas partes. Trabajaba en la fábrica de conservas de ocho de la mañana a seis de la tarde, por lo que mucho tiempo para leer no tenía, pero ella suponía que le robaba horas al sueño para dedicárselas a la lectura. Después la fábrica de conservas tuvo que cerrar y Cesárea durante un tiempo se quedó sin trabajo. Eso fue allá por 1945. Una noche, después de salir del cine, la acompañó a su cuarto. Por entonces la maestra ya se había casado y veía a Cesárea menos que antes. Sólo una vez había estado en aquel cuarto de la calle Rubén Darío. Su marido, aunque era un santo, no veía con buenos ojos su amistad con Cesárea. La calle Rubén Darío por entonces era como la cloaca adonde iban a dar todos los desechos de Santa Teresa. Había un par de pulquerías en las cuales, al menos una vez a la semana, se producía un altercado con sangre; los cuartos de las vecindades estaban ocupados por obreros sin empleo o por campesinos recién emigrados a la ciudad; la mayoría de los niños estaban sin escolarizar. Eso la maestra lo sabía porque Cesárea en persona había llevado a unos cuantos a su escuela y los había matriculado. También vivían algunas putas y sus padrotes. No era una calle recomendable para una mujer decente (tal vez el vivir en ese lugar fue lo que predispuso en contra de Cesárea al marido de la maestra), y si ésta todavía no lo había percibido fue porque la primera vez que estuvo allí fue antes de casarse, cuando era, según sus propias palabras, inocente y distraída.
Pero esta segunda visita fue diferente. La pobreza y el abandono de la calle Rubén Darío se le derrumbaron encima como una amenaza de muerte. El cuarto donde vivía Cesárea estaba limpio y ordenado, tal como cabía esperar del cuarto de una ex maestra, pero algo emanaba de él que le pesó en el corazón. El cuarto era la prueba feroz de la distancia casi insalvable que mediaba entre ella y su amiga. No era que el cuarto estuviera desordenado o que oliera mal (como preguntó Belano) o que su pobreza hubiera traspasado los límites de la pobreza decente o que la suciedad de la calle Rubén Darío tuviera su correlato en cada uno de los rincones de la habitación de Cesárea, sino algo más sutil, como si la realidad, en el interior de aquel cuarto perdido, estuviera torcida, o peor aún, como si alguien, Cesárea, ¿quién si no?, hubiera ladeado la realidad imperceptiblemente, con el lento paso de los días. E incluso cabía una opción peor: que Cesárea hubiera torcido la realidad conscientemente.
¿Qué vio la maestra? Vio una cama de hierro, una mesa llena de papeles en donde se apilaban, en dos montones, más de veinte cuadernos de tapas negras, vio los pocos vestidos de Cesárea colgados de una cuerda que iba de lado a lado de la habitación, una alfombra india, un velador y sobre el velador un hornillo de parafina, tres libros prestados por la biblioteca cuyos títulos no recordaba, un par de zapatos sin tacón, unas medias negras que salían de debajo de la cama, una maleta de cuero en un rincón, un sombrero de paja teñido de negro que colgaba de un minúsculo perchero clavado tras la puerta, y alimentos: vio un trozo de pan, vio un tarro de café y otro de azúcar, vio una tableta de chocolate a medio comer que Cesárea le ofreció y que ella rechazó, y vio el arma: una navaja de muelle, con el mango de cuerno y la palabra Caborca grabada en la hoja. Y cuando le preguntó a Cesárea para qué necesitaba un cuchillo, ésta le contestó que estaba amenazada de muerte y luego se rió, una risa, recuerda la maestra, que traspasó las paredes del cuarto y las escaleras de la casa hasta llegar a la calle, en donde murió. En ese momento a la maestra le pareció que caía sobre la calle Rubén Darío un silencio repentino, perfectamente tramado, el volumen de las radios bajó, el parloteo de los vivos se apagó de pronto y sólo quedó la voz de Cesárea. Y entonces la maestra vio o le pareció que veía un plano de la fábrica de conservas pegado en la pared. Y mientras escuchaba las palabras que Cesárea tenía que decirle, unas palabras que no vacilaban pero que tampoco atrepellaban, unas palabras que la maestra prefiere olvidar, pero que recuerda perfectamente e incluso comprende, ahora comprende, sus ojos recorrieron el plano de la fábrica de conservas, un plano que había dibujado Cesárea, en algunas zonas con gran cuidado en el detalle y en otras de forma borrosa o vaga, con anotaciones en los márgenes aunque la letra en ocasiones era ilegible y en otras estaba escrita con mayúsculas e incluso entre signos de exclamación, como si Cesárea con su mapa hecho a mano estuviera reconociéndose en su propio trabajo o estuviera reconociendo facetas que hasta entonces ignoraba. Y entonces la maestra tuvo que sentarse, aunque no quería hacerlo, en el borde de la cama y tuvo que cerrar los ojos y escuchar las palabras de Cesárea. E incluso, aunque cada vez se sentía peor, tuvo la entereza de preguntarle por qué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Cesárea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en la que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico. Y luego, ante la risa que provocó en la maestra una fecha tan peregrina, risita sofocada que apenas se escuchaba, Cesárea volvió a reírse, aunque esta vez el estruendo de su risa se mantuvo en los límites de su propia habitación.
A partir de ese momento, recuerda la maestra, la tensión que flotaba en el cuarto de Cesárea o la que ella percibía fue bajando hasta diluirse del todo. Después se marchó y no volvió a ver a Cesárea hasta quince días después. En aquella ocasión Cesárea le dijo que se marchaba de Santa Teresa. Traía un regalo de despedida, uno de los cuadernos de tapas negras, posiblemente el más delgado de todos ellos. ¿Aún lo conservaba?, preguntó Belano. No, ya no lo conservaba. Su marido lo leyó y lo tiró a la basura. O simplemente se perdió, la casa en la que ahora vivía no era la misma de entonces y en las mudanzas se suelen perder las cosas pequeñas. ¿Pero leyó el cuaderno?, dijo Belano. Sí, lo había leído, básicamente consistía en anotaciones, algunas muy sensatas, otras totalmente fuera de lugar, sobre el sistema de educación mexicano. Cesárea odiaba a Vasconcelos, aunque en ocasiones ese odio parecía más bien amor. Había un plan para la alfabetización masiva, que la maestra apenas entendió pues el borrador era caótico, y listas consecutivas de lecturas para la infancia, adolescencia y juventud que se contradecían cuando no eran claramente antagónicas. Por ejemplo: en la primera lista de lecturas para la infancia se encontraban las Fábulas de La Fontaine y de Esopo. En la segunda lista desaparecía La Fontaine. En la tercera lista aparecía un libro popular sobre el gangsterismo en los Estados Unidos, lectura tal vez, sólo tal vez, indicada para los adolescentes, pero en ningún caso para los niños, que en la cuarta lista desaparecía a su vez en beneficio de una recopilación de cuentos medievales. En todas las listas se mantenía La isla del tesoro de Stevenson y La edad de oro de Martí, libros que a la maestra le parecían más indicados para la adolescencia.
Después de aquel encuentro pasó mucho tiempo sin saber nada de ella. ¿Cuánto tiempo?, preguntó Belano. Años, dijo la maestra. Hasta que un día la volvió a ver. Fue en las fiestas de Santa Teresa, cuando la ciudad se llenaba de feriantes venidos de todos los rincones del estado.
Cesárea estaba detrás de un puesto de hierbas medicinales. La maestra pasó a su lado, pero como iba acompañada de su marido y de una pareja amiga le dio vergüenza saludarla. O tal vez no fue vergüenza sino timidez. E incluso puede que no fuera vergüenza ni timidez: simplemente dudó de que aquella mujer que vendía hierbas fuera su antigua amiga. Cesárea tampoco la reconoció a ella. Estaba sentada detrás de su mesa, un tablón colocado sobre cuatro cajas de madera, y hablaba con una señora acerca de la mercancía que tenía a la venta. Había cambiado físicamente: ahora era gorda, desmesuradamente gorda, y aunque la maestra no le vio ni una cana que afeara su cabello negro, alrededor de los ojos tenía arrugas y ojeras profundísimas, como si el trayecto hecho hasta llegar a Santa Teresa, hasta la feria de Santa Teresa, se hubiera dilatado durante meses, tal vez años.
Al día siguiente la maestra volvió sola y otra vez la vio. Cesárea estaba de pie y le pareció mucho más grande que en su recuerdo. Debía de pesar más de ciento cincuenta kilos y llevaba una falda gris hasta los tobillos que acentuaba su gordura. Los brazos, desnudos, eran como troncos. El cuello había desaparecido tras una papada de gigante, pero la cabeza aún conservaba la nobleza de la cabeza de Cesárea Tinajero: una cabeza grande, de huesos prominentes, el cráneo abombado y la frente amplia y despejada. Al contrario que el día anterior, esta vez la maestra se acercó y le dio los buenos días. Cesárea la miró y no la reconoció o se hizo como que no la reconocía. Soy yo, dijo la maestra, tu amiga Flora Castañeda. Al oír el nombre Cesárea arrugó el entrecejo y se levantó. Rodeó el tablón de las hierbas y se acercó a ella como si no pudiera verla bien a la distancia en que se encontraba. Le puso las manos (dos garras, según la maestra) en los hombros y durante unos segundos estuvo escrutándole la cara. Ay, Cesárea, qué desmemoriada eres, dijo la maestra por decir algo. Sólo entonces Cesárea sonrió (como una tonta, según la maestra) y le dijo que por supuesto, cómo se iba a olvidar de ella. Después estuvieron hablando durante un rato, las dos sentadas al otro lado de la mesa, la maestra en una silla de madera plegable y Cesárea en un cajón, como si ambas atendieran en sociedad el puestecito de hierbas. Y aunque la maestra se dio cuenta de inmediato de que tenían muy pocas cosas que decirse, le contó que ya tenía tres hijos y que seguía trabajando en la escuela, y le comentó a Cesárea sucesos absolutamente intrascendentes que habían acaecido en Santa Teresa. Y luego pensó en preguntarle a Cesárea si se había casado y si tenía hijos, pero no llegó a formular pregunta alguna pues se dio cuenta por sí misma que no se había casado ni tenía hijos, así que se contentó con preguntarle en dónde vivía, y Cesárea le dijo que a veces en Villaviciosa y otras veces en El Palito. La maestra sabía dónde quedaba Villaviciosa, aunque nunca había ido, pero El Palito era la primera vez que lo oía nombrar. Le preguntó dónde estaba ese pueblo y Cesárea dijo que en Arizona. La maestra entonces se rió. Dijo que ella siempre había sospechado que Cesárea acabaría viviendo en los Estados Unidos. Y eso era todo. Se separaron. Al día siguiente la maestra no fue al mercado y se pasó las horas muertas pensando si sería conveniente invitar a Cesárea a comer a su casa. Lo habló con su marido, discutieron, venció ella. Al día siguiente, a primera hora, volvió al mercado, pero cuando llegó el puesto de Cesárea estaba ocupado por una vendedora de paliacates. Nunca más volvió a verla.
Belano le preguntó si creía que Cesárea estaba muerta. Posiblemente, dijo la maestra.
Y eso fue todo. Tras la entrevista Belano y Lima estuvieron pensativos durante muchas horas. Nos alojamos en el Hotel Juárez. Al atardecer nos reunimos los cuatro en la habitación de Lima y Belano y estuvimos hablando sobre lo que íbamos a hacer. Según Belano, lo primero era ir a Villaviciosa, luego ya veríamos si volvíamos al DF o nos íbamos a El Palito. El problema con El Palito era que él no podía entrar en los Estados Unidos. ¿Por qué?, preguntó Lupe. Porque soy chileno, dijo. A mí tampoco me van a dejar entrar, dijo Lupe, y no soy chilena. Tampoco a García Madero. ¿A mí por qué?, dije yo. ¿Alguien tiene pasaporte?, dijo Lupe. Nadie tenía, excepto Belano. Por la noche Lupe se fue al cine. Cuando volvió al hotel dijo que no pensaba regresar al DF. ¿Y qué vas a hacer?, dijo Belano. Vivir en Sonora o pasar a los Estados Unidos.
30 de enero
Ayer por la noche nos descubrieron. Lupe y yo estábamos en nuestra habitación, cogiendo, cuando la puerta se abrió y entró Ulises Lima. Vístanse rápido, dijo, Alberto está en la recepción hablando con Arturo. Sin decir una palabra hicimos lo que nos ordenó. Metimos nuestras cosas en bolsas de plástico y bajamos a la primera planta procurando no hacer ruido. Salimos por la puerta de atrás. El callejón estaba oscuro. Vamos a buscar el carro, dijo Lima. En la avenida Juárez no había ni un alma. Nos alejamos tres calles del hotel, hasta el lugar en donde estaba estacionado el Impala. Lima temía que hubiera alguien junto al coche, pero el lugar estaba desierto y nos pusimos en marcha. Pasamos al lado del Hotel Juárez. Desde la calle se veía parte de la recepción y la ventana iluminada del bar del hotel. Allí estaba Belano, y enfrente de él se encontraba Alberto. Al policía que acompañaba a Alberto no lo vimos por ninguna parte. Belano tampoco nos vio y Lima no consideró prudente tocar la bocina. Dimos la vuelta a la manzana. El esbirro, dijo Lupe, probablemente había subido a nuestras habitaciones. Lima negó con la cabeza. Una luz amarilla caía sobre las cabezas de Belano y Alberto. Hablaba Belano, pero igual hubiera podido hablar el otro. No parecían enfadados. Cuando volvimos a pasar ambos se habían puesto a fumar. Bebían cerveza y fumaban. Parecían amigos. Hablaba Belano: movía la mano izquierda como si dibujara un castillo o el perfil de una mujer. Alberto no le quitaba la vista de encima y a veces sonreía. Toca el claxon, dije yo. Dimos otra vuelta. Cuando volvió a aparecer el Hotel Juárez Belano miraba por la ventana y Alberto se llevaba a los labios una lata de TKT. Un hombre y una mujer discutían en la puerta principal del hotel. El policía amigo de Alberto los contemplaba apoyado en el capó de un coche, a unos diez metros de distancia. Lima hizo sonar el claxon tres veces y aminoró la marcha. Belano ya nos había visto antes. Se dio la vuelta, se acercó a Alberto, le dijo algo, Alberto lo cogió de la camisa, Belano le dio un empujón y echó a correr. Cuando apareció por la puerta del hotel el policía se dirigió hacia él mientras se llevaba una mano al interior del saco. Lima tocó el claxon otras tres veces y detuvo nuestro Impala a unos veinte metros del Hotel Juárez. El policía sacó la pistola y Belano siguió corriendo. Lupe abrió la portezuela del coche. Alberto apareció en la acera del hotel con una pistola en la mano. Yo esperaba que llevara el cuchillo. En el momento en que Belano entró en el coche Lima arrancó y nos alejamos a toda velocidad por las calles mal iluminadas de Santa Teresa. Salimos, sin saber cómo, en dirección a Villaviciosa, lo que nos pareció de buen augurio. A eso de las tres de la mañana estábamos completamente perdidos. Bajamos del coche a estirar las piernas, no se veía ninguna luz por ningún lado. Nunca había visto tantas estrellas en el cielo.
Dormimos en el interior del Impala. Nos despertamos a las ocho de la mañana, ateridos de frío. Hemos estado dando vueltas y vueltas por el desierto sin encontrar ni un pueblo, ni una mísera ranchería. A veces nos perdemos por colinas peladas. A veces el camino discurre entre quebradas y riscos y luego bajamos otra vez al desierto. Por aquí estuvieron las tropas imperiales en 1865 y 1866. La sola mención del ejército de Maximiliano nos hace morirnos de risa. Belano y Lima, que ya antes de viajar a Sonora sabían algo de la historia del estado, dicen que hubo un coronel belga que intentó tomar Santa Teresa. Un belga al mando de un regimiento belga. Nos morimos de risa. Un regimiento belga-mexicano. Por supuesto, se perdieron, aunque los historiadores de Santa Teresa prefieren creer que fueron las fuerzas vivas del pueblo quienes los derrotaron. Qué risa. También está registrada una escaramuza en Villaviciosa, posiblemente entre la retaguardia de los belgas y los habitantes de la aldea. Lima y Belano conocen esta historia muy bien. Hablan de Rimbaud. Si hubiéramos hecho caso a nuestro instinto, dicen. Qué risa.
A las seis de la tarde encontramos una casa a un lado de la carretera. Nos dan tortillas con frijoles, que pagamos generosamente, y agua fresca que bebemos directamente de una jicara. Los campesinos nos miran comer sin hacer ni un solo gesto. ¿Dónde queda Villaviciosa? Al otro lado de esas colinas, nos dicen.
31 de enero
Hemos encontrado a Cesárea Tinajero. Alberto y el policía, a su vez, nos han encontrado a nosotros. Todo ha sido mucho más simple de lo que hubiera imaginado, pero yo nunca imaginé nada así. El pueblo de Villaviciosa es un pueblo de fantasmas. El pueblo de asesinos perdidos del norte de México, el reflejo más fiel de Aztlán, dijo Lima. No lo sé. Más bien es un pueblo de gente cansada o aburrida.
Las casas son de adobe aunque a diferencia de otras aldeas por donde hemos pasado este mes loco, las de aquí tienen, casi todas, un patio delantero y un patio trasero y algunos patios están encementados, lo que resulta curioso. Los árboles del pueblo se están muriendo. Hay, por lo que pude ver, dos bares, un almacén de comestibles y nada más. El resto son casas. El comercio se hace en la calle, en los bordillos de la plaza o bajo los arcos del edificio más grande del pueblo, la casa del presidente municipal, en donde al parecer no vive nadie.
Llegar hasta Cesárea no fue difícil. Preguntamos por ella y nos indicaron que fuéramos a los lavaderos, en la parte oriental del pueblo. Las artesas allí son de piedra y están puestas de tal manera que un chorrito de agua, que sale a la altura de la primera y que baja por un canalito de madera, basta para la colada de diez mujeres. Cuando llegamos sólo habían tres lavanderas. Cesárea estaba en el medio y la reconocimos de inmediato. Vista de espaldas, inclinada sobre la artesa, Cesárea no tenía nada de poética. Parecía una roca o un elefante. Sus nalgas eran enormes y se movían al ritmo que sus brazos, dos troncos de roble, imprimían al restregado y enjuagado de la ropa. Llevaba el pelo largo hasta casi la cintura. Iba descalza. Cuando la llamamos se volvió y nos enfrentó con naturalidad. Las otras dos lavanderas también se volvieron. Durante un instante Cesárea y sus acompañantes nos miraron sin decir nada: la que estaba a su derecha tendría unos treinta años, pero igual podía tener cuarenta o cincuenta, la que estaba a su izquierda no debía de pasar de los veinte. Los ojos de Cesárea eran negros y parecían absorber todo el sol del patio. Miré a Lima, había dejado de sonreír. Belano parpadeaba como si un grano de arena le estorbara la visión. En algún momento que no sé precisar nos pusimos a caminar rumbo a la casa de Cesárea Tinajero. Recuerdo que Belano, mientras atravesábamos callejuelas desiertas bajo un sol implacable, intentó una o varias explicaciones, recuerdo su posterior silencio. Después sé que alguien me guió a una habitación oscura y fresca y que me arrojé sobre un colchón y me dormí. Cuando desperté Lupe estaba a mi lado, dormida, sus brazos y piernas enlazando mi cuerpo. Tardé en comprender dónde me hallaba. Oí voces y me levanté. En la habitación contigua Cesárea y mis amigos hablaban. Cuando aparecí nadie me miró. Recuerdo que me senté en el suelo y que encendí un cigarrillo. De las paredes del cuarto colgaban matojos de hierbas atados con pita. Belano y Lima fumaban, pero el olor que percibí no era el del tabaco.
Cesárea estaba sentada cerca de la única ventana y de vez en cuando miraba hacia afuera, miraba el cielo, y entonces yo también, no se por qué, me hubiera puesto a llorar, aunque no lo hice. Estuvimos así mucho tiempo. En algún momento Lupe apareció por la habitación y sin decir nada se sentó a mi lado. Después los cinco nos levantamos de nuestros asientos y salimos a la calle amarilla, casi blanca. Debía de estar atardeciendo aunque el calor aún llegaba en oleadas. Caminamos hasta donde habíamos dejado el coche. Durante el trayecto sólo nos cruzamos con dos personas: un viejo que llevaba una radio a pilas en una mano y un niño de unos diez años que iba fumando. El interior del Impala estaba ardiendo. Belano y Lima se subieron delante. Yo quedé emparedado entre Lupe y la inmensa humanidad de Cesárea Tinajero. Después el coche salió profiriendo quejidos por las calles de tierra de Villaviciosa, hasta alcanzar la carretera.
Estábamos fuera del pueblo cuando vimos un coche que venía en sentido contrario. Probablemente aquél y el nuestro eran los dos únicos automóviles en muchos kilómetros a la redonda. Por un segundo pensé que nos íbamos a estrellar pero Lima se echó a un lado y frenó. Una nube de polvo cubrió nuestro precozmente envejecido Impala. Alguien maldijo. Puede que fuera Cesárea. Sentí que el cuerpo de Lupe se pegaba a mi cuerpo. Cuando la nube de polvo se deshizo, del otro coche se habían apeado Alberto y el policía y nos apuntaban con sus pistolas.
Me sentí enfermo: no podía oír lo que decían, pero los vi mover las bocas y supuse que nos ordenaban que bajáramos. Nos están insultando, escuché que decía Belano con incredulidad. Hijos de la chingada, dijo Lima.
1 de febrero
Esto es lo que pasó. Belano abrió la puerta de su lado y se bajó. Lima abrió la puerta de su lado y se bajó. Cesárea Tinajero nos miró a Lupe y a mí y nos dijo que no nos moviéramos. Que pasara lo que pasara no nos bajáramos. No empleó esas palabras, pero eso fue lo que quiso decir. Lo sé porque fue la primera y la última vez que me habló. No te muevas, dijo, y luego abrió la puerta de su lado y se bajó.
A través de la ventana vi a Belano que avanzaba fumando y con la otra mano en el bolsillo. Junto a él vi a Ulises Lima y un poco más atrás, balanceándose como un buque de guerra fantasma, vi la espalda acorazada de Cesárea Tinajero. Lo que sucedió a continuación fue confuso. Supongo que Alberto los insultó y les pidió que le entregaran a Lupe, supongo que Belano le dijo que la fuera a buscar, que era toda suya. Tal vez en ese momento Cesárea dijo que nos iban a matar. El policía se rió y dijo que no, que sólo querían a la putita. Belano se encogió de hombros. Lima miraba el suelo. Entonces Alberto dirigió su mirada de halcón hacia el Impala y nos buscó infructuosamente. Supongo que el sol que se ponía evitaba, con sus reflejos, que el padrote nos viera con claridad. Con la mano que sujetaba el cigarrillo Belano nos señaló. Lupe tembló como si la brasa del cigarrillo fuera un sol en miniatura. Ahí están, buey, son todos tuyos. De acuerdo, voy a ver cómo está mi mujer, dijo Alberto. El cuerpo de Lupe se pegó a mi cuerpo y aunque su cuerpo y mi cuerpo eran elásticos todo empezó a crujir. Su antiguo chulo sólo alcanzó a dar dos pasos. Al pasar junto a Belano éste se le arrojó encima.
Con una mano retuvo el brazo de Alberto que cargaba la pistola, la otra salió disparada del bolsillo empuñando el cuchillo que había comprado en Caborca. Antes de que ambos rodaran por el suelo, Belano ya había conseguido enterrarle el cuchillo en el pecho. Recuerdo que el policía abrió la boca, muy grande, como si de pronto todo el oxígeno hubiera desaparecido del desierto, como si no creyera que unos estudiantes se les estuvieran resistiendo. Luego vi a Ulises Lima abalanzarse sobre él. Sentí un disparo y me agaché. Cuando volví a asomar la cabeza del asiento trasero vi al policía y a Lima que daban vueltas por el suelo hasta quedar detenidos en el borde del camino, el policía encima de Ulises, la pistola en la mano del policía apuntando a la cabeza de Ulises, y vi a Cesárea, vi la mole de Cesárea Tinajero que apenas podía correr pero que corría, derrumbándose sobre ellos, y oí dos balazos más y bajé del coche. Me costó apartar el cuerpo de Cesárea de los cuerpos del policía y de mi amigo.
Los tres estaban manchados de sangre, pero sólo Cesárea estaba muerta. Tenía un agujero de bala en el pecho. El policía sangraba de una herida en el abdomen y Lima tenía un rasguño en el brazo derecho. Cogí la pistola que había matado a Cesárea y herido a los otros dos y me la guardé bajo el cinturón. Mientras ayudaba a Ulises a ponerse de pie, vi a Lupe que sollozaba junto al cuerpo de Cesárea. Ulises me dijo que no podía mover el brazo izquierdo. Creo que lo tengo roto, dijo. Le pregunté si le dolía. No me duele, dijo. Entonces no está roto. ¿Dónde chingados está Arturo?, dijo Lima. Lupe dejó de sollozar instantáneamente y miró hacia atrás: a unos diez metros de nosotros, montado a horcajadas sobre el cuerpo inmóvil del chulo, vimos a Belano. ¿Estás bien?, gimió Lima. Belano se levantó sin contestar. Se sacudió el polvo y dio unos pasos inseguros. Tenía el pelo pegado a la cara por efecto del sudor y constantemente se restregaba los párpados pues las gotas que caían de su frente y de las cejas se le metían en los ojos. Cuando se inclinó al lado del cadáver de Cesárea me di cuenta que le sangraban la nariz y los labios. ¿Qué vamos a hacer ahora?, pensé, pero no dije nada, en lugar de eso me puse a caminar para desentumecer mi cuerpo helado (¿pero helado por qué?) y durante un rato estuve contemplando el cuerpo de Alberto y la solitaria carretera que llevaba a Villaviciosa. De vez en cuando escuchaba los gemidos del policía que pedía que lo lleváramos a un hospital.
Cuando me volví vi a Lima y a Belano que hablaban apoyados en el Camaro. Oí que Belano decía que la habíamos cagado, que habíamos encontrado a Cesárea sólo para traerle la muerte. Después ya no oí nada hasta que alguien me tocó en el hombro y me dijo que subiera al carro. El Impala y el Camaro salieron de la carretera y entraron en el desierto. Poco antes de que cayera la noche volvieron a detenerse y bajamos. El cielo estaba cubierto de estrellas y no se veía nada. Oí conversar a Belano y a Lima. Oí los gemidos del policía que se estaba muriendo. Luego ya no oí nada. Sé que cerré los ojos. Más tarde Belano me llamó y entre los dos pusimos los cadáveres de Alberto y del policía en el maletero del Camaro y el cadáver de Cesárea en el asiento trasero. Hacer esto último nos costó una eternidad. Después nos pusimos a fumar o a dormir en el interior del Impala o a pensar hasta que finalmente amaneció.
Entonces Belano y Lima nos dijeron que era mejor que nos separáramos. Nos dejaban el Impala de Quim. Ellos se quedaban con el Camaro y con los cadáveres. Belano se rió por primera vez: un trato justo, dijo. ¿Ahora volverás al DF?, le preguntó a Lupe. No lo sé, dijo Lupe. Todo nos ha salido mal, perdona, dijo Belano. Creo que no se lo dijo a Lupe sino a mí. Pero ahora intentaremos arreglarlo, dijo Lima. También él se reía. Les pregunté qué pensaban hacer con Cesárea. Belano se encogió de hombros. No había más remedio que enterrarla junto con Alberto y el policía, dijo. A menos que quisiéramos pasar una temporada en la cárcel. No, no, dijo Lupe. Por descontado que no, dije yo. Nos dimos un abrazo y Lupe y yo nos montamos en el Impala. Vi que Lima intentaba subir por la puerta del conductor pero Belano se lo impedía. Los vi hablar durante un rato. Vi a Lima instalarse después en el asiento del copiloto y a Belano coger el volante. Durante un rato interminable no pasó nada. Dos coches detenidos en medio del desierto. ¿Podrás volver a la carretera. García Madero?, dijo Belano. Naturalmente, dije yo. Luego vi que el Camaro se ponía en marcha, vacilante, y durante un trecho los dos automóviles rodaron juntos por el desierto. Después nos separamos. Yo enfilé buscando la carretera y Belano giró hacia el oeste.
2 de febrero
No sé si hoy es el 2 de febrero o el 3. Puede que sea el 4 de febrero, tal vez incluso el 5 o el 6. Pero para mis propósitos lo mismo da. Éste es nuestro treno.
3 de febrero
Lupe me ha dicho que somos los últimos real visceralistas que quedan en México. Yo estaba tirado en el suelo, fumando, y me la quedé mirando y le dije no jales.
4 de febrero
A veces me pongo a pensar e imagino a Belano y a Lima cavando durante horas una fosa en el desierto. Después, al caer la noche, los veo alejarse de allí y perderse por Hermosillo, en donde abandonan el Camaro en una calle cualquiera. A partir de ese momento ya no hay imágenes. Sé que ellos pensaban seguir viaje en autobús hacia el DF, sé que ellos esperaban reunirse allí con nosotros. Pero ni Lupe ni yo tenemos ganas de volver. Nos veremos en el DF, dijeron. Nos veremos en el DF, dije yo antes de que los coches se separaran en el desierto. Nos dieron la mitad del dinero que les quedaba. Después, cuando estuvimos solos, yo le di la mitad a Lupe. Por si acaso. Ayer por la noche volvimos a Villaviciosa y dormimos en casa de Cesárea Tinajero. Busqué sus cuadernos. Estaban en un lugar bien visible, en la misma habitación en donde dormí la primera vez que estuve aquí. La casa no tiene luz eléctrica. Hoy desayunamos en uno de los bares. La gente nos miraba y no nos decía nada. Según Lupe, podríamos quedarnos a vivir aquí todo el tiempo que quisiéramos.
5 de febrero
Esta noche soñé que Belano y Lima dejaban el Camaro de Alberto abandonado en una playa de Bahía Kino y luego se internaban en el mar y nadaban hasta Baja California. Yo les preguntaba para qué querían ir a Baja California y ellos me contestaban: para escapar, y entonces una gran ola los ocultaba de mi vista. Cuando le conté el sueño, Lupe dijo que era una tontería, que no me preocupara, que Lima y Belano seguramente estaban bien. Por la tarde nos fuimos a comer al otro bar. Los parroquianos eran los mismos. Nadie nos ha dicho nada por estar ocupando la casa de Cesárea. A nadie parece importarle nuestra presencia en el pueblo.
6 de febrero
A veces pienso en la pelea como si fuera un sueño. Vuelvo a ver la espalda de Cesárea Tinajero como la popa de un buque que emerge de un naufragio de hace cientos de años. La vuelvo a ver arrojándose contra el policía y contra Ulises Lima. La veo recibiendo un balazo en el pecho. Finalmente la veo disparándole al policía o desviando la trayectoria del último disparo. La veo morir y siento el peso de su cuerpo. Después pienso. Pienso que tal vez Cesárea no tuvo nada que ver en la muerte del policía. Entonces pienso en Belano y en Lima, uno cavando una tumba para tres personas, el otro contemplando el trabajo con el brazo derecho vendado, y pienso entonces que fue Lima el que hirió al policía, que el policía se distrajo cuando Cesárea lo atacó y que Ulises aprovechó ese momento para desviar la trayectoria del arma y dirigirla contra el abdomen del policía. A veces, para variar, intento pensar en la muerte de Alberto, pero no puedo. Espero que los hayan enterrado junto con sus pistolas. O que hayan enterrado éstas en otro agujero del desierto. ¡Pero que en cualquier caso las hayan abandonado! Recuerdo que cuando metí el cuerpo de Alberto en el maletero revisé sus bolsillos. Buscaba el cuchillo con el que se medía el pene. No lo encontré. A veces, para variar, pienso en Quim y en su Impala, que probablemente nunca más verá. A veces me da risa. Otras veces no.
7 de febrero
La comida es barata. Pero aquí no hay trabajo.
8 de febrero
He leído los cuadernos de Cesárea. Cuando los encontré pensé que tarde o temprano los remitiría por correo al DF, a casa de Lima o de Belano. Ahora sé que no lo haré. No tiene ningún sentido hacerlo. Toda la policía de Sonora debe de ir tras las huellas de mis amigos.
9 de febrero
Volvemos al Impala, volvemos al desierto. En este pueblo he sido feliz. Antes de irnos Lupe dijo que podíamos regresar a Villaviciosa cuando quisiéramos. ¿Por qué?, le dije. Porque la gente nos acepta. Son asesinos, igual que nosotros. Nosotros no somos asesinos, le digo. Los de Villaviciosa tampoco, es una manera de hablar, dice Lupe. Algún día la policía atrapará a Belano y a Lima, pero a nosotros nunca nos encontrará. Ay, Lupe, cómo te quiero, pero qué equivocada estás.
10 de febrero
Cucurpe, Tuape, Meresichic, Opodepe.
11 de febrero
Carbó, El Oasis, Félix Gómez, El Cuatro, Trincheras, La Ciénega.
12 de febrero
Bamuri, Pitiquito, Caborca, San Juan, Las Maravillas, Las Calenturas.
13 de febrero
¿Qué hay detrás de la ventana?
Una estrella.
14 de febrero
¿Qué hay detrás de la
ventana?
Una sábana extendida.
15 de febrero
¿Qué hay detrás de la ventana?