CAPÍTULO PRIMERO — RELATO DEL DOCTOR CLAIR

Como sabes, empezó Clair, soy un gran cazador, por lo menos esta es la fama que tengo, aunque raras veces disparo un tiro. Cierta destreza innata, mezclada con una gran dosis de suerte, han hecho que nunca haya vuelto con las manos vacías. Pues bien, el primero de octubre, recuerda bien esta fecha, al caer la noche, aún no había disparado un solo tiro. En circunstancias normales eso no me habría preocupado, ya que prefiero ver vivos a los animales que matarlos; desgraciadamente, ya tengo que matar demasiados para mis experimentos. Pero había invitado para el día siguiente al alcalde de Rouffignac, pues necesitaba su cooperación para un proyecto que ahora no viene a cuento. Ahora bien, este hombre es un gran amante de los venados y por esto me decidí a hacer una pequeña incursión nocturna. Cuando el sol estaba ya declinando, atravesé el claro de Magnou en pleno bosque. Lo conoces tan bien como yo: cubierto de arbustos y de brezos y rodeado de encinas y castaños; de día es muy pintoresco, pero al caer la noche es siniestro. No es que sea impresionable, pero me apresuré. Cuando iba a entrar nuevamente en el bosque, mi pie quedó cogido en una raíz, me caí de cabeza contra un tronco y quedé sin conocimiento.

Cuando me reanimé, no murmuré el clásico «¿Dónde estoy?» Un dolor lacerante recorría mi cabeza, mis oídos zumbaban y, por un momento, temí una rotura de cráneo. Afortunadamente no fue así. Mi reloj de pulsera señalaba la una de la madrugada. Era noche cerrada, y el viento soplaba, haciendo crujir las ramas de los árboles. Sobre un claro del bosque, la luna iluminaba una nube parda, aureolándola de un fantástico encanto.

Me senté, buscando mi fusil que, por suerte, había descargado antes de caerme. Tuve que hurgar un poco la húmeda hierba a mi alrededor antes de encontrarlo. Utilizándolo como bastón me levanté lentamente, la cara vuelta hacia el claro. A medida que me levantaba iba aumentando el campo que abarcaba mi vista, y entonces fue cuando ví la cosa.

Al principio, me pareció una masa negra, una especie de cúpula que dominaba los arbustos, un masa indefinible en la débil claridad. Inmediatamente después la luna se desprendió un instante de los velos que la cubrían, y divisé, por espacio de un segundo, un caparazón curvado, reluciente como el metal. Debo confesar que tuve miedo. Este claro de Magnou está por lo menos a media hora de camino de la carretera más próxima a través del bosque, y, desde que el viejo que le dio nombre murió, no pasa por allí más de un alma muy de tarde en tarde. Levantándome tras un castaño observé el claro. Nada se movía. Ni una luz. Sólo esta enorme masa indefinida, oscuridad sobre la oscuridad del bosque.

Después, súbitamente, cesó el viento y en el silencio apenas interrumpido por algún crujido de hojas muertas, oí un débil gemido a lo lejos.

Soy médico. Aunque maltrecho yo mismo, ni por un momento pensé en dejar de socorrer al así gemía, con lamentos más propios de un hombre que de un animal. Busqué mi lámpara eléctrica, la encendí y dirigí el haz luminoso ante mí. La luz arrancó reflejos de un enorme caparazón metálico y lenticular al que me acerqué con el alma en un hilo. Los lamentos venían del otro lado. Di la vuelta al artefacto, hundiéndome en la maleza, arañándome, tropezando, maldiciendo, devorado de pronto por una inmensa curiosidad que había desplazado al miedo. Los gemidos eran más claros y me encontré ante una puerta metálica, trampa abierta sobre el interior de la cosa.

Mi lámpara iluminó un corto pasillo absolutamente vacío, cerrado por un tabique de metal blanco. Sobre el piso metálico yacía un hombre, o por lo menos creí de momento que era un hombre. Su largo cabello era blanco y parecía vestido con una especie de funda de color verde que brillaba como la seda. Una sangre oscura brotaba de una herida en la cabeza. Cuando me inclinaba sobre él, sus lamentos cesaron, tuvo un escalofrío y murió.

Entonces penetré hasta el fondo del pasillo. La pared era lisa sin solución de continuidad, pero observé a la derecha, a la altura de mi mano, un saliente rojizo que empujé. La pared se abrió y un rayo de luz azulada me cegó. A tientas, di dos pasos y oí como la pared se cerraba detrás de mí.

Protegiendo mis ojos con la mano los abrí poco a poco y pude ver una habitación hexagonal de unos cinco metros de diámetro, por dos de lado. Las paredes estaban cubiertas de raros aparatos y en el centro de la habitación, sobre tres butacas muy bajas, estaban tumbados tres seres, muertos o desmayados. Entonces pude examinarlos con calma.

En seguida me convencí de que no eran hombres. En general, la forma era la misma que la de nuestra especie: cuerpo vertical, dos piernas y dos brazos y la cabeza redonda sobre un cuello. Pero ¡cuántas diferencias en el detalle! ¡Sus proporciones son más armoniosas que las nuestras, aunque sean de gran estatura; las piernas son largas, así como los brazos; sus grandes manos tienen siete dedos iguales, de los que, según me enteré más tarde, dos de ellos son oponibles. Su frente estrecha y alta, sus ojos inmensos, su nariz pequeña, las orejas minúsculas, la boca de finos labios y la cabellera de un blanco platino dan a su fisonomía un extraño aspecto. Pero más raro es el color de su piel, de un verde pálido y delicado con reflejos sedosos. Como vestido no llevaban más que una malla pegada al cuerpo, de color igualmente verde, bajo la cual se dibujaba su musculatura. Uno de los seres tumbados allí tenia la mano materialmente aplastada y de ella goteaba la sangre sobre el piso, dejando una mancha verde.

Después de un momento de indecisión me acerqué al que estaba más cerca de la puerta y toqué su mejilla. Estaba tibia y firme bajo la presión del dedo. Destapé un frasco que llevaba encima y traté de hacerle sorber un poco de vino. La reacción fue inmediata. Abrió los ojos de un verde pálido, fijó en mí su mirada por espacio de unos segundos y se incorporó corriendo hacia los aparatos de la pared. Hacía ya unos años que no jugaba al rugby, pero en mi vida había logrado un placage tan rápido. En un instante la idea de que corría a buscar un arma me cruzó el cerebro, y de ninguna manera quería dejarlo pasar. Resistió poco tiempo, con energía, pero sin fuerza. Cuando dejó de debatirse, lo solté y le ayudé a levantarse. Entonces fue cuando se produjo lo más extraordinario: aquel ser me miró a los ojos y sentí que se formaban en mi mente pensamientos que me eran extraños.

Como tú sabes, desempeñé cierto papel en la polémica que tiempos atrás opuso a los médicos de esta región contra aquel charlatán que pretendía curar a los enajenados, reeducando su cerebro por medio de la transmisión de pensamientos. Había escrito sobre esa cuestión dos o tres artículos que juzgaba definitivos, solventando de una vez para siempre este problema y relegando su pretensión a la categoría de curanderismo sin fundamento. Por esta razón, se mezcló a mi perplejidad cierta dosis de despecho y por espacio de unos segundos mandé mentalmente a paseo el ser que tenía ante mi y que estaba probando mi error. Se dio cuenta do ello y algo parecido a una expresión de temor cruzó su rostro. Me dediqué entonces a calmarlo, manifestando en voz alta que no llevaba ninguna mala intención.

Volviendo la cabeza a su compañero herido, se precipitó hacia él, tuvo un gesto de impotencia y, dirigiéndose a mí, me pidió si podía hacer alguna cosa por él. No articuló una sola palabra, pero oí dentro de mí una voz sin timbre y sin acento. Me acerqué al herido y sacando de mi bolsillo un trozo de cuero y un pañuelo limpio, lo utilicé para improvisar un garrote. La sangre dejó de manar. Entonces intenté averiguar si había algún médico en la dotación. No fui comprendido hasta que substituí en mi pensamiento la palabra médico por la de «cuidador».

— Me temo que ha muerto — respondió el ser de verde piel.

Salió para buscarlo. Regresó sin el médico, pero me indicó que en las otras habitaciones varios de sus compañeros estaban heridos. Cuando me estaba preguntando lo que debía hacer, el que yo había cuidado volvió en sí y poco después lo hizo el tercero, encontrándome rodeado por tres extraños en nuestro mundo.

No me amenazaron, pues el primero les contó lo sucedido. Entonces me enteré que cuando no se miran a la cara o cuando están alejados los unos de los otros, no hay transmisión de pensamiento. Su lenguaje consiste en una serie de modulados susurros, muy rápidos.

Aquél al que yo había reanimado, cuyo nombre, según nuestra fonética, podría convertirse en Souilik, salió de la estancia y volvió llevando en sus brazos el cadáver del médico de a bordo.

¡Qué noche pasé! Hasta el alba estuve haciendo curas y vendajes a esos desconocidos. Sin contar dos muertos, eran diez. Entre ellos había cuatro «mujeres». ¡Cómo describirle la belleza de estas criaturas! La vista se acostumbraba pronto al extraño color de su piel y no veía más que la gracia de sus formas y la elegancia de sus movimientos. Al lado de ellos el más perfecto atleta habría parecido tosco y la más hermosa muchacha, desgarbada. Aparte de dos brazos rotos y varias contusiones, observé algunas heridas que parecían hechas por cascos de metralla. Les cuidé lo mejor que pude ayudado por dos de las mujeres. Mientras, me enteré de buena parle de su historia, que no voy a resumir, pues más tarde tuve ocasión de enterarme de muchas más cosas.

Amaneció, un amanecer húmedo. El cielo estaba cubierto y pronto empezó a caer la lluvia sobre la caparazón curvada del artefacto. En un intervalo en que paró de llover, salí y di una vuelta alrededor del aparato. Parecía una lenteja completamente lisa, sin mirillas visibles, construida con un metal pulido, sin pintura, ligeramente azul. En el lado opuesto a la entrada había dos boquetes de unos 30 centímetros de diámetro. Me volví al oír ruido de pasos; Souilik y dos compañeros se acercaban, llevando un tubo de metal amarillo y algunas láminas metálicas.

La reparación fue rápida. Souilik rozó con el tubo de metal amarillo el borde de los agujeros del casco. No surgió ninguna chispa y, sin embargo, el metal se fundió rápidamente. Cuando tuvieron pulidos los agujeros, colocaron sobre cada uno una plancha, y volvió a funcionar el tubo amarillo. La plancha se ablandó, se adhirió al casco, obturando de tal manera los agujeros que me fue imposible distinguir la soldadura.

Regresé al interior con Souilik y entré en una habitación situada precisamente bajo la parte perjudicada del casco. La doble pared interior ya estaba reparada, pero el contenido de la habitación ofrecía todavía un deplorable aspecto. Debía ser el laboratorio y contenía una alargada mesa en el centro, llena todavía de restos de cristales rotos, y los enmadejados y complicados andamiajes medio aplastados. Un ser de gran estatura estaba intentando restablecer las conexiones.

Souilik me miró, y sentí que su pensamiento me invadía.

— ¿Por qué nos han atacado los habitantes de este planeta? Nosotros no les hacíamos ningún mal, intentábamos simplemente tomar contacto con vosotros, tal como ya lo hemos hecho en otros planetas. Sólo habíamos encontrado parecida hostilidad en las Galaxias Malditas. Dos de los nuestros han muerto y hemos tenido que destruir el aparato que nos atacó. Nuestro ksill sufrió una avería y tuvimos que hacer un aterrizaje forzoso aquí, lo que nos causó más desperfectos y heridos. ¡Y lo peor es que aun no sabemos si podremos reemprender la marcha!

— Siento infinitamente lo ocurrido, creedme. Pero actualmente la Tierra está en manos de dos Imperios rivales y confunden fácilmente cualquier aparato desconocido con un enemigo. ¿Dónde os han atacado, en el Este o en el Oeste de este país?

— En el Oeste. ¿Pero es que estáis todavía en el período de guerras sobre un mismo planeta?

— ¡Oh, sí! Precisamente, hace pocos años, una guerra de éstas ha ensangrentado el mundo entero.

El «hombre» de gran estatura pronunció una corta frase:

— No nos será posible partir antes de un par de días — me tradujo Souilik —. Vas a marcharte y comunicarás a los habitantes de este planeta que, aunque pacíficos, tenemos medios para defendernos.

— En efecto, puedo marcharme — dije — Pero no creo que en esta región paséis ningún peligro. Sin embargo, para evitar cualquier incidente, no hablaré de vuestra presencia. En esta época del año, no pasa por aquí ni una persona cada mes. Si lo permitís, esta noche vendré a veros.

Me marché cojeando bajo la lluvia. Mientras anclaba, atravesando el bosque, la cara hostigada por la maleza húmeda, reflexionaba sobre la inverosímil aventura. Mi decisión estaba tomada: por la noche volvería.

Encontré mi coche y regresé al pueblo. Mi vieja nodriza se horrorizó al verme: tenía una profunda herida en la cabeza y el cabello ennegrecido por la sangre coagulada. Le conté una vaga historia del accidente, me curé, tomé un baño y comí de buena gana. El día me pareció terriblemente largo, y al atardecer, preparé mi coche. Sin embargo, esperé la noche cerrada para irme, dando un gran rodeo.

Oculté mi coche en el bosque, pues no quería llamar la atención dejándolo en la carretera. Después me interné bajo los árboles en dirección al claro de Magnou. Cuando estuve suficientemente alejado de la carretera encendí mi lámpara eléctrica. Llegué a la proximidad del claro. Ví salir de él una luz verdosa, muy débil, parecida a la de la esfera de un reloj luminoso. Di unos pasos más, tropecé en algo y, con gran ruido, caí cuan largo soy. Entonces, con un ligero rumor los arbustos y malezas se inclinaron hacia mí y, cuando me levanté, me encontré en la imposibilidad absoluta de avanzar.

No fue la impresión de un muro. Ni mucho menos. Simplemente, a partir de cierto limite, indicado por un circulo de vegetación inclinada hacia el exterior, el aire parecía al principio viscoso, después se convertía rápidamente en una masa compacta, sin que el límite fuese neto e invariable. Alguna vez pude adelantar unos pocos decímetros, pero en seguida, sin brutalidad, era rechazado. Tampoco noté molestia alguna al respirar. Ocurría como si, desde el lugar ocupado por el platillo volante, hubieran salido oleadas de ondas repulsivas. Durante diez minutos me empeñé en querer franquear el cerco, sin conseguirlo. Ahora comprendo perfectamente el temor que, al día siguiente, sintió Le Bousquet. Pero eso, ya te lo contaré después

Finalmente, llamé en voz baja y. entonces, un fuerte rayo luminoso surgió del platillo y, atravesando las ramas, me envolvió. Al mismo tiempo el muro elástico cedió un poco y avancé unos dos metros. Después volvió a endurecerse y, esta vez, fui preso en su interior sin poder avanzar ni retroceder. El haz luminoso me alcanzó. Cegado, volví la cabeza y me quedé estupefacto: un metro detrás mío se paraba en seco, como cortado, sin iluminar más lejos, y tengo la seguridad que alguien colocado en la prolongación de su trayecto, pero algunos centímetros más lejos del límite, no habría percibido ninguna luz. Después, en Ela he visto otros prodigios, pero de momento éste me pareció totalmente inverosímil y carente de sentido.

Sentí que me tocaban la espalda y volví la cabeza nuevamente. Una de las «mujeres» estaba ante mí. Esta vez no tuve ninguna sensación de transmisión de pensamiento y, sin embargo, supe en seguida que su nombre era Essine y que venía a buscarme. Con gran sorpresa comprobé que caminábamos sin dificultad y un momento después me encontré ante el artefacto.

Fui recibido con gran cordialidad y, aparentemente, sin desconfianza, Souilik se limitó a decirme:

— Ya te dije que teníamos medios de defensa. Me interesé por los heridos. Todos habían mejorado; después del caos y la confusión del aterrizaje forzoso de la noche pasada, los Hiss — ¿te había dicho que se llaman así? — se habían reorganizado rápidamente y completando mis primeros cuidados, muy rudimentarios, puesto que desconocía totalmente su anatomía en aquellos momentos, habían puesto en marcha su maravilloso generador de rayos bióticos, del que ya te hablaré más tarde.

El interior del platillo ya estaba preparado, pero muchos de los múltiples aparatos de «laboratorio» estaban destrozados. El hombre de gran estatura, cuyo nombre era Aass, estaba trabajando en ellos acompañado de otros dos y de una mujer. Ví sobre su verde cara una expresión preocupada, exactamente igual a la que ponía mi padre cuando sus cálculos no le satisfacían. De pronto, se volvió hacia mi y transmitió:

— ¿Sería posible encontrar en la Tierra dos kilos de tungsteno?

Desde luego, no transmitió las palabras Tierra, kilo, ni Tungsteno, pero comprendí el sentido de su pregunta, sin posibilidad de error.

— Me parece difícil — pensé en voz alta.

Hizo un gesto seco, y transmitió:

— j En este caso, estamos condenados a vivir sobre este planeta!

Al tiempo que percibí su pensamiento, percibí también la desesperación que lo avasallaba.

— Seguramente no me habéis comprendido — dije.

Uno de mis clientes era un ex director de una fundición y a menudo me había hecho admirar su colección de aceros especiales y metales raros. Siendo el tungsteno, de gran densidad, no sería imposible que el trozo que él poseía pesara dos kilos. Lo difícil sería convencerlo de que se desprendiera de él. Pero, aun en el peor de los casos, no sería imposible encontrar en otra parte esta cantidad de metal, aunque ello sería más largo. A medida que transmitía estas reflexiones, el rostro de mis huéspedes se iluminó. Les prometí que me ocuparía de ello en seguida y, sintiendo que les molestaba en su trabajo, me marché sin dificultad, salvo una lenta pero poderosa presión en la espalda cuando franquee el círculo.

Me presenté a las nueve en el castillo de la Roche. Mi cliente no estaba. Con el alma en un hilo, expliqué a su mujer el motivo de mi visita, alegando un experimento importante y urgente. No, el bloque expuesto no pesaba los dos kilos, pero el que tenía guardado en el cajón bajo la vitrina sobrepasaba este peso. Consintió en prestármelo, pero debí prometerle que se lo devolvería antes de un mes. En realidad, se lo devolví ocho días después o, mejor dicho, lo que le llevé fue uno equivalente.

Suponiendo que mis misteriosos amigos lo necesitaban cuanto antes, me dirigí en seguida al claro de Magnou. El círculo de contención ya no estaba. Me recibió Souilik, a quien hice entrega del bloque. No me quedé con ellos, pues tenía una cita a mediodía con el alcalde. Quedamos que pasaría todo el día siguiente, su último día sobre la Tierra, según ellos creían, en el platillo, pues querían hacerme numerosas preguntas sobre nuestro planeta. Por mi parte, pensaba proponerles que volviesen a tierra en algún sitio más seguro. En aquel momento pensaba en el Cáucaso o en el Sahara.

Hacia las cuatro de aquella tarde, cuando nos levantábamos de la mesa, llamaron a la puerta. No sé por qué razón presentí un grave contratiempo. Era Le Bousquet, un mal sujeto, cazador furtivo y factor de ferrocarril, que quería hablar con el señor alcalde.

Divertido por este imprevisto requerimiento, — Le Bousquet solía evitar cuidadosamente cualquier contacto con la autoridad — el alcalde me pidió que le permitiera recibirle en mi casa.

— En un momento habremos terminado, y usted y yo podremos continuar hablando de nuestro asunto.

Acepté e hice pasar en seguida a Le Bousquet.

Ya yo lo conocía por haberlo atendido en alguna ocasión, desde luego sin cobrar. En prueba de agradecimiento, me había indicado algunos buenos lugares de caza abundante.

No perdió el tiempo en cumplidos:

— Señor alcalde, en el claro de Magnou hay diablos.

Debí palidecer. ¡Mis «amigos» habían sido descubiertos!

— ¿Diablos? ¿Qué cuento es ése? — replicó el alcalde, hombre campechano y sin supersticiones.

— Sí, señor alcalde. Diablos. Los he visto.

— ¿Ah, sí? ¿Y a qué se parecen tus diablos?

— Parecen hombres. Hombres verdes. Y, además, también hay «diablas».

— A ver, explícate. ¿Cómo los has visto?

— Pues bien; me estaba paseando por el bosque, no lejos del claro. Oí el ruido de una rama al romperse, pensé que era un jabalí, cogí mi escopeta…

— ¡Ah. ¿Conque te paseabas con la escopeta, eh? Supongo que no tienes permiso.

— Hem…

— Vamos a dejarlo. Pasemos a tus diablos.

— Bueno, pues, cogí mi fusil, me volví y me encontré cara a cara con una diabla.

— ¡Caramba! ¿Era bonita?

— No estaba mal, ¡pero con la piel verde! Con el susto se me disparó la escopeta. No la toqué, pues el cañón apuntaba al suelo, pero tuvo miedo, hizo un gesto con la mano, y me encontré en el suelo como si hubiera recibido un puñetazo. Me dio la espalda y se puso a correr. Me levanté, furioso, y la perseguí. Corría más que yo y la perdí de vista. Llegué a unos 20 metros del claro ¡y me di de cabeza contra un muro!

¿Cómo puedo ser? ¡Si no hay ningún muro! ¡Conozco ese claro como la palma de mi mano!

— No me debo explicar, señor alcalde. Se muy bien que no hay ningún muro, pero era lo mismo. No podía adelantar. Además, los árboles estaban inclinados como si soplara el viento y sin embargo no lo había. >

Yo pensaba en mi propia experiencia y comprendí fácilmente el estupor de Le Bousquet.

— Como le digo, no pude dar un paso. Mire más allá de los árboles y vi a unos diez diablos atareados alrededor de una gran máquina que brillaba como la tapadera de un enorme puchero. Entraban y salían por una puerta. Reconocí a la «diabla» hablando con un diablo, pero estaba demasiado lejos para oír lo que decía. Entonces, lodos me miraron y se rieron. En aquel momento, algo cayó sobre mí sin que yo lo viera y fui rodando por la maleza cien metros más allá del claro. He corrido hasta la carretera y aquí estoy para avisarle.

El alcalde le observaba, escéptico:

— ¿Estás seguro de que no has empinado demasiado el codo, hoy? ¿Tal vez exceso de vino, o de ron?

— No, no, señor alcalde; apenas he bebido un par de litros de tinto en la comida, como todo el mundo.

— No sé. ¿Qué le parece, doctor?

Intente ganar tiempo y mentí sin escrúpulos:

— Desde luego, por poco averiado que tenga el hígado, dos litros son más que suficientes para este hombre. Tiene fama de borracho y el deliriam suele producir visiones de elefantes rosa, más que diablos verdes, pero nunca se sabe…

— Bueno, bueno. Ve a verme dentro de una hora en el Ayuntamiento. Ahora tengo que estar por asuntos más importantes que tus diablos.

Le Bousquet salió, moviendo la cabeza. Entonces el alcalde dijo:

— Evidentemente, aunque no se tambalee, está beodo. Diablos. ¡Habrase visto! Además, en todo caso es asunto del párroco, no mío.

Con el pensamiento lejos, asentí con la cabeza. ¿Cómo podía, sin ofenderle, dejar plantado al alcalde para avisar a mis «amigos»?

En realidad, no hubo manera. Tuve que discutir punto por punto la cuestión que nos ocupaba y no se marchó hasta las seis.

Salí inmediatamente y me fui a Rout'fignac. En la plaza se habían formado numerosos grupitos. Le Bousquet había hablado, y la noticia se difundía a cada minuto. Ya se hablaba de 200 diablos echando fuego por la boca. De momento, esto no me inquietó, pues nadie pensaba en ir a comprobar los hechos. El crepúsculo estaba dejando paso a la noche, el viento soplaba y parecía que iba a llover. Dejé Rout'fignac y tomé la carretera que conducía al bosque. Un kilómetro más lejos tuve que frenar. La luz de mis faros iluminó a una docena de labradores en quienes reconocí a mis habituales compañeros de caza. Todos llevaban escopetas. Paré.

— ¿Adonde vais? ¿A cazar o a la guerra? — A cazar diablos, señor Clair. — Pero, ¿cómo? ¿Habéis creído el cuento de este bromista de Le Bousquet? Estaba borracho perdido cuando ha contado su historia. El alcalde os lo confirmará.

Es posible que él estuviera borracho. Pero no María de Blanchard. Ella también los ha visto y casi pierde la razón del miedo. Su colega le está tendiendo.

— ¡Ah, caray! ¿Y ella también los ha visto en el claro de Magnou?

— Sí. Por esto vamos allá. Ya veremos si los diablos resisten a los perdigones.

— ¡Cuidado! Vais a cometer una tontería. No es asunto vuestro; corresponde a los gendarmes. A fin de cuentas, estos diablos no han hecho daño a nadie.

— En este caso, ¿por qué se esconden? Tal vez son espías rusos disfrazados.

— O americanos — dijo una voz que reconocí como la del contramaestre de las canteras.

— Entonces, aun os incumbe menos. ¡Es de la incumbencia del Servicio de Seguridad del Territorio!

— ¡Sí, si!… Y mientras llegan, se nos largan. ¡Vamos allá!

Tomé rápidamente una decisión. No podía pensar en explicarles la verdad. Lo más urgente era, pues, avisar a los Hiss.

— En este caso, yo también iré. ¡Voy delante!

Sin darles tiempo de hablar, salí disparado en mi coche. Oí que me llamaban, pero me guardé de parar y, al contrario, aceleré.

Los gritos se perdieron en la lluvia que había empezado a caer. Paré algo después del camino que conduce al claro y oculté mi coche en un sendero, bajo los árboles. Corrí cuanto pude a través del bosque, tratando de utilizar lo menos posible mi lámpara eléctrica. La lluvia caía sobre el ramaje desnudo, el tronco de los árboles estaba frío y viscoso y mis pies resbalaban en el musgo empapado. A lo lejos, pasaron unos coches por la carretera.

Al fin llegué cerca del claro. Reinaba una luz verdosa que emanaba de una cúpula opalescente que ocupaba el lugar donde debía estar el «platillo». ¿Qué había pasado?

Aparté violentamente la última barrera de arbustos y penetré en el espacio descubierto batido violentamente por la lluvia. Toqué con la mano la base de la cúpula y comprendí: no era más que lluvia chorreando sobre una invisible superficie de repulsión. Mis amigos los Hiss tenían, desde luego, un paraguas original.

Llamé, sin atreverme a levantar demasiado la voz, pues podía denunciarme a los «cazadores de diablos», que ya debían estar en el bosque. Al cabo de unos minutos en la cortina de lluvia se distinguió una apertura, la franqueé y me encontré bajo cubierto, cara a Souilik.

¿Qué hay? — me transmitió.

— Os van a atacar. Mis compatriotas os han tomado por seres indeseables. ¡Debéis partir inmediatamente!

— No podemos salir antes de mañana. De todas formas, no podemos temer nada mientras tengamos nuestro «Essom»; en todo caso, nada que pueda venir de tus compatriotas.

Por «Essom», comprendía que quería referirse a la cortina repulsiva.

— ¿Es seguro que no os podéis marchar? — pregunté, preocupado por las complicaciones que preveía.

— Los motores no están repasados todavía y sería demasiado peligroso atravesar el «ahun» sin habernos alejado suficientemente de este planeta.

Como cada vez que él notaba que la transmisión de idea era imposible, pronunció la palabra.

— ¿Qué es el «ahun»?

No respondió.

Essinc, la «mujer», apareció entonces y me transmitió:

— Entra en el Ksill.

La seguimos. De nuevo me encontré en presencia de Aass, el Hiss de gran estatura que ya había visto en el laboratorio devastado. Se hizo repetir la conversación que habían tenido.

— ¿Qué medios de ataque posee tu pueblo?

— ¡Oh! son variados y algunos de ellos bastante poderosos (pensaba en la bomba atómica), pero los que ahora os amenazan no lo son mucho.

Hice una descripción mental de la escopeta de caza. Aass se tranquilizó:

— En este caso, no hay peligro, ni para nosotros ni para ellos.

En el exterior sonaron algunos disparos y acto seguido unas exclamaciones de sorpresa. Aass tocó un conmutador. Se apagó la luz y toda una parte de la pared pareció desvanecerse. Ví el claro del bosque como si hubiera estado en él e igual que si luciera el sol. Había cesado de llover y en la lamiera del bosque, junto a la entrada del camino, vi a dos siluetas humanas apuntando con sus fusiles. Cuatro Hiss los miraban tranquilamente. Sonaron nuevos disparos seguidos del mismo coro de sorpresa: los perdigones habían topado una vez mas contra la invisible barrera. Se les veía suspendidos en el aire, inmóviles, pequeños grupos de manchitas negras.

Aass susurró unas palabras al oído de Essine. Esta salió y momentos después todos los Hiss entraron en el aparato, dejando a los hombres ocupados en su inútil tarea.

Durante toda la noche, los Hiss trabajaron intensamente, actuando como si yo no existiera. Ni siquiera intentaron ocultarme el más mínimo detalle y pude observar cómo eran reparados buen número de complicados mecanismos, de los que no pude adivinar ni los principios en que se basaban, ni el uso a que estaban destinados.

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