1. El palmeral de los Túnicas Blancas

En medio de los hombres he caminado con sabiduría y astucia…

Mani


Uno

El hijo que Mariam esperaba era Mani.

Dicen que nació en el año 527 de los astrónomos de Babel, el octavo día del mes de Nisan -según la era cristiana el 14 de abril del 216, un domingo-. En Ctesifonte reinaba Artabán, el último soberano parto, y en Roma gobernaba despóticamente Caracalla.

Su padre había partido ya, no muy lejos por el camino, pero hacia un mundo extraño y cerrado. Río abajo de Mardino, a dos jornadas de marcha a lo largo del gran canal excavado por los antiguos al este del Tigris, se encontraba el palmeral donde Sittai reinaba como maestro y guía. Allí vivían unos sesenta hombres de todas las edades, de todos los orígenes, hombres de ritos exagerados que la historia habría ignorado si su camino no se hubiera cruzado un día con el de Mani. A imitación de otras comunidades surgidas en aquel tiempo a orillas del Tigris y también del Orontes, del Eufrates o del Jordán, se proclamaban cristianos y a la vez judíos, pero los únicos verdaderos cristianos y los únicos verdaderos judíos. También predecían que el fin del mundo estaba próximo. Sin duda alguna, cierto mundo se moría…

En la lengua del país se llamaban «Hallé Hewaré», palabras armenias que significaban «Túnicas Blancas».

Esos hombres habían elegido la proximidad del agua, ya que esperaban de ella pureza y salvación, e invocaban a Juan Bautista, a Adán, a Jesús de Nazaret y a Tomás, al que consideraban su gemelo, pero más que a ninguno, a un oscuro profeta llamado Elcesai del que procedían su libro santo y sus enseñanzas: «Hombres, desconfiad del fuego, no es más que decepción y engaño, lo veis cerca cuando está lejos, lo veis lejos cuando está cerca, el fuego es magia y alquimia, es sangre y tortura. No os reunáis en torno a los altares en los que se eleva el fuego de los sacrificios, alejaos de aquellos que degüellan a las criaturas creyendo que agradan al Creador, separaos de los que inmolan y matan. Huid de la apariencia del fuego, antes bien, seguid el camino del agua porque todo lo que ella toca encuentra de nuevo su pureza primera y toda vida nace de ella. Si un animal dañino muerde a alguno de vosotros, que se apresure hacia el curso de agua más cercano y se meta en él invocando con confianza el nombre del Altísimo; si alguno de vosotros está enfermo, que se sumerja siete veces en el río y la fiebre se disolverá en la frescura del agua».


Al día siguiente a su llegada al palmeral, Pattig fue conducido en procesión hacia el recinto de los bautismos. Toda la comunidad lo acompañaba. Había algunos niños, muy pocos, algunas cabezas canas, pero la mayoría parecía tener entre veinte y treinta años. Todos se habían acercado al recién llegado para mirarle de hito en hito y salmodiar por él un fragmento de oración.

A una señal de Sittai, Pattig se había introducido totalmente vestido en el agua del canal, hundiéndose en ella hasta la frente, y luego, incorporándose, se había quitado una a una sus prendas de ropa, adornos del tiempo de impiedad, de los que se había desprendido con repugnancia, esperando que una corriente dócil se los llevara. Mientras se elevaba un canto, el hombre, que se había visto delgado y desnudo ante tantos ojos escrutadores, intentaba cubrirse con las dos manos temblorosas, pues si bien el sol de primavera calentaba ya, el agua del Tigris guardaba aún fresco el recuerdo de las nieves del Tauro.

Pero esto no era más que una primera prueba. Tenía que sumergirse en el canal una segunda vez y luego dejar que le cortaran la barba y los cabellos, antes de que le metieran la cabeza bajo la superficie del agua una última vez, mientras resonaban estas palabras: «El hombre antiguo acaba de morir, el hombre nuevo acaba de nacer bautizado tres veces en el agua purificadora. Bienvenido seas entre tus hermanos. Mientras vivas, guarda esto en tu memoria: nuestra comunidad es como el olivo. El ignorante coge su fruto y lo muerde; al encontrarlo amargo, lo tira lejos. Pero ese mismo fruto, cogido por el iniciado, maduro y tratado, revelará un sabor exquisito y proporcionará, además, aceite y luz. Así es nuestra religión. Si te acobardas al primer sabor de amargura, jamás alcanzarás la Salvación».

Pattig había escuchado con contrición, había pasado la mano sin pesar por sus cabellos rapados y por el resto de su barba y se había prometido volver la espalda a su vida pasada y someterse sin un estremecimiento de duda a las reglas de la comunidad. Sabía, sin embargo, que en el palmeral el tiempo no era más que una serie de obligaciones. Primero la oración, el canto y los actos rituales, bautismos cotidianos, discretos o solemnes, aspersiones y abluciones diversas, ya que la menor mácula, real o supuesta, era un pretexto para renovadas purificaciones; luego venía el estudio de los textos sagrados, el Evangelio según Tomás, el Evangelio según Felipe o el Apocalipsis de Pedro, releídos y comentados cien veces por Sittai y copiados incansablemente por aquellos «hermanos» que se distinguían por la mejor caligrafía; a estas obligaciones, que enardecían el fervor de Pattig y su insaciable curiosidad, se añadían otras que no eran en modo alguno de su agrado.

En efecto, los Túnicas Blancas se jactaban de tener las tierras mejor cuidadas y las más fecundas de los alrededores, que les proporcionaban su alimento así como un abundante excedente que ellos iban a vender a las localidades vecinas. A Pattig le horrorizaba esta última actividad: partir por la mañana temprano con un cargamento de melones o de calabazas, extender la mercancía en la plaza de un pueblo, esperar a pleno sol a algún cliente tiñoso, soportar mil chirigotas… ¿Cómo podría soportarlo ese hijo de la nobleza parta? Se lo confió un día a Sittai, pero su respuesta fue inapelable: «Ya sé que te agradan la oración y el estudio y que en ellos encuentras placer. El trabajo de los campos y la venta de nuestros frutos en el pueblo son las únicas actividades que te impones para agradar al Altísimo, ¿y desearías que se te dispensara de ellas?». Asunto concluido. Durante largos años, Pattig se agotaría labrando los campos de la comunidad, cuando a dos jornadas de allí, a orillas de ese mismo canal, sus propios campesinos araban las tierras que le pertenecían, pero de las que había renunciado a alimentarse.

Y es que los Túnicas Blancas se sometían a estrictas observancias alimentarias; no contentos con prohibirse la carne y las bebidas fermentadas y con practicar frecuentes ayunos, jamás se llevaban a la boca lo que provenía del exterior. Sólo comían el pan sin levadura que salía de su horno, y quien partiera pan griego era, a sus ojos, un impío. De igual manera, sólo consumían las frutas y hortalizas producidas por su tierra, a las que se referían como «plantas machos», ya que a todo lo que se cultivara en otra parte se le llamaba «planta hembra» y estaba prohibido a los miembros de la secta.

¿Por qué asombrarse de semejante denominación? Lo que es femenino está prohibido, lo que está prohibido es femenino; para esos hombres había en esto una equivalencia perfecta. En los sermones de Sittai, esta palabra se repetía sin cesar en el sentido de «nefasto», «diabólico», «turbio» o «peligroso para el alma». Él mismo evitaba nombrar a las mujeres de las Escrituras, si no era para ilustrar la calamidad de la que podían haber sido causa. Evocaba de buen grado a Eva y a Betsabé y sobre todo a Salomé, pero rara vez a Sara, a María o a Rebeca. Pattig aprendió pronto que en el palmeral estaba mal visto mencionar a su esposa o a su madre, incluso la palabra «nacimiento» no era decente más que si se hablaba del bautismo o de la entrada en la comunidad, si no, era mejor decir «llegada». Sin embargo, la prohibición de matrimonio era inusitada en las comunidades a orillas del agua. ¿No se había casado Juan Bautista? Pero Sittai había querido establecer una regla más rigurosa, de la que sus adeptos se enorgullecían: cuando para alcanzar el cielo se ha elegido el camino estrecho, ¿no es el más merecedor aquel que más sufre y se abstiene y se priva?

Por eso, Pattig no intentó siquiera saber si Mariam había dado a luz en su ausencia ni de qué hijo era desde entonces padre. ¿Cómo pedir permiso a Sittai para acudir junto al recién nacido sin hacerle creer que tenía remordimientos, dudas, o que estaba pensando en reanudar su vida anterior? Entonces se resignó, su curiosidad se fue debilitando y terminó por no pensar más en ello, o muy poco.

Así pues, cuál no sería su sorpresa cuando el propio Sittai le ordenó, al cabo de algunos meses, que fuera a su casa:

– Si lo que ha venido al mundo es una niña, que se quede con su madre; pero si es un niño, su lugar está entre nosotros, no le puedes dejar para siempre en manos impuras.

Pattig tomó el camino de Mardino, verdad es que acompañado por dos «hermanos».


Cuando llegó ante su casa, se detuvo al otro lado de la verja para gritar:

– ¡Utakim!

La sirvienta, que salió descalza y con un pañal en la mano, tuvo que acercarse mucho al visitante para reconocer su cabeza rapada y como reducida. Pattig dejó que le mirara de arriba abajo.

– Dime, Utakim, ¿ha dado a luz tu señora?

– ¡No pensarás que ha estado embarazada trece meses!

Los compañeros de Pattig sonrieron, pero él se limitaba a formular sus preguntas:

– ¿Es un niño?

– Sí, un hermoso niño hambriento y gritón.

Al evocar al recién nacido, el semblante de la sirvienta se iluminó con una súbita jovialidad que Pattig no se dignó tomar en cuenta.

– ¿Le han dado ya un nombre?

– Se llama Mani, como lo habías decidido.

– Di a tu señora que vendré a buscar a mi hijo cuando esté destetado.

Una vez entregado su mensaje, le dio la espalda para partir con gestos de sonámbulo cuando Utakim gritó:

– ¿Sabes siquiera si mi señora ha sobrevivido?

El efecto fue inmediato. Pattig se sobresaltó y volvió sobre sus pasos, visiblemente contrariado de no poder terminar su misión como lo había proyectado; tuvo que violentarse para articular:

– ¿Mariam se encuentra bien?

Fue entonces cuando Utakim, a su vez, se dio la vuelta con el rostro súbitamente ensombrecido. Sin una palabra más, se dirigió arrastrando los pies hacia la casa, mientras Pattig se agitaba, la llamaba, la conminaba a detenerse, a responderle. Pero la sirvienta se había vuelto sorda. Él dudó, consultó con la mirada a sus dos compañeros que, inquietos por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, le aconsejaron que se fuera. Pero ¿cómo podía hacerlo? Necesitaba saber lo que pasaba. Cruzó la valla y se precipitó hacia la casa como si ésta hubiera vuelto a ser suya.

En ese momento, Mariam, que estaba ocupada en la huerta detrás de las cocinas, apareció poniendo las manos a modo de bocina; Utakim, trastornada, le hizo señas con gestos desesperados de que se callara, que desapareciera. Quería que Pattig penetrara en la casa, que escapara por un momento de sus guardianes, pero Mariam no la vio y comenzó a gritar el nombre de su marido al que creía de regreso. Pattig, tranquilizado al saber que estaba con vida y sin preguntar nada más, huyó para reunirse con sus «hermanos».

Se alejaron los tres, recogiéndose los faldones de sus tres túnicas blancas. Mariam supo que ya no podría alcanzarlos.


En medio de la tormenta que desde ese momento la arrastraba, la joven madre no sabía a qué dios encomendarse, aunque excluía, de entrada, el de Sittai. ¿Debía llevarse a su hijo lejos de allí, hacia Media, su patria de origen? ¿Pero en qué casa viviría? Su padre había muerto y sus hermanos se habían repartido sus posesiones. Pensando con sensatez, ella no podía abandonar su propiedad, sus tierras, sus sirvientes, renunciar a toda esperanza de recuperar a su esposo, para ir a vagar por los caminos en busca de aquel o aquella que tuviera a bien acogerla. ¿Qué hacer, entonces? ¿Amamantar a su hijo, esperando que un padre imprevisible viniera a arrebatárselo para siempre?

Esos tiempos de angustia para Mariam eran también tiempos de desolación para Mesopotamia. Sin embargo, aquel año se había hablado de paz entre romanos y partos. El emperador Caracalla había pedido, incluso, la mano de la hija de Altaban, quien había aceptado. Debían unirse en una ceremonia en Ctesifonte, en el templo de Mitra, la única divinidad venerada con igual devoción por los dos soberanos. La ciudad se disponía, pues, a festejar la paz y la boda.

Así pues, Caracalla llegó un día, vestido con su larga blusa gala, estrechamente vigilado por sus pretorianos y seguido por sus falanges. Pero apenas habían cruzado el puente de Seleucia cuando resonó un grito entre sus filas. Era la señal convenida para que cada romano se lanzara, blandiendo el sable, sobre el parto más cercano. Los hijos de la nobleza, adornados con afeites y enfundados en sus trajes de gala, fueron masacrados; entre ellos había varios miembros del clan Kamsaragán al cual pertenecía Mariam. Luego, les llegó el turno a los ciudadanos, hombres, mujeres y niños, que se habían congregado para ser testigos de ese memorable encuentro. Los romanos saquearon e incendiaron palacios y templos, el de Nabu el primero, como para cumplir el funesto oráculo de la estatua.

Dicen que fue entonces cuando Artabán y los jefes de las siete grandes familias reunieron a sus tropas en el parque de Aspanabr, a fin de repeler a los invasores. Pero ¿para qué? No se trataba de una invasión, era un simple golpe de mano, muy del estilo de Caracalla. Al cabo de una hora, los romanos abandonaron la ciudad para ir a reunirse con el grueso de sus tropas que estaban acampadas en el exterior de las murallas, alrededor del desfiladero de Mahozé. Los Inmortales, el cuerpo de élite, hubiera querido lanzarse en su persecución, pero Artabán los contuvo, temiendo una emboscada, persuadido de que la acción de Caracalla no tenía otro objetivo que excitar al ejército parto para que saliera de la ciudad y terminara aniquilado.

Al cabo de tres días, decepcionados, sin duda, porque el enfrentamiento no había tenido lugar, los romanos comenzaron su venganza. Durante semanas y meses, en el transcurso del primer año de la vida de Mani, el huracán Caracalla devastó Mesopotamia, destrozando los sarcófagos de los antiguos reyes, quemando los campos de trigo, arrancando las vides y decapitando campesinos y palmeras.

Fue un milagro que Mani se salvara. Las tropas romanas habían llegado a los límites del pueblo y Mariam se había encerrado en la casa con su hijo, con Utakim, con sus sirvientes y algunos campesinos esclavos. Esperaban lo inevitable, pero lo inevitable se alejó. Un día corrió el rumor, propagado no se sabe cómo a través de las desiertas callejuelas: Caracalla había muerto, asesinado en Harrán, al norte de Mesopotamia, por sus propios soldados. De Roma a Ctesifonte, el crimen fue acogido sin desbordamientos de tristeza.


A lo largo de aquel año de tormenta, Pattig no volvió jamás a pisar la tierra de Mardino, nunca fue a buscar noticias. Sólo reapareció mucho más tarde, cuando Mani acababa de cumplir cuatro años. Como la vez anterior, se presentó con dos «hermanos» guardianes y, como la vez anterior, permaneció al otro lado de la verja.

– ¡Utakim! He venido a buscar a mi hijo.

La sirvienta no se mostró acogedora. Apoyada en la puerta, le habló de lejos, desde la otra punta del pequeño patio, con la voz potente de la gente de campo.

– Mariam está dándole el pecho. Puedes esperar fuera, a menos que quieras entrar para verlos.

Sólo de pensar en encontrarse ante su mujer medio desnuda, Pattig enrojeció y dirigió hacia sus compañeros una mirada forzada, como para disculparse, intentando disimular.

– No voy a entrar, Utakim, no vale la pena. ¿Crees que va a amamantarle durante mucho tiempo?

– Tu mujer acaba de ponerle al pecho y cuando éste se agote le dará el otro. Tardará un rato.

– No estoy hablando sólo de hoy -se impacientó Pattig-. El niño está entrando en su cuarto año y quiero saber cuánto tiempo más le va a alimentar así.

– ¡Ven a preguntárselo, entra! En este momento no puede levantarse, pero nada le impide hablarte.

– No he venido para entrar en esta casa. ¿No podrías responderme tú misma? ¡También tú amamantaste en tu juventud!

– He visto amamantar a decenas de madres y no he conocido dos que sean iguales. Algunas tienen tan poca leche que su hijo deja el pecho sin haberse saciado; otras amamantan durante años cuatro niños a la vez. Mariam es de formas generosas, sus senos son grandes y de una blancura resplandeciente. No se le va a agotar la leche tan pronto.

– ¡Pero algún día habrá que destetar al niño!

– Tienes razón, señor, no sería bueno para él mamar demasiado tiempo; habrá que destetarle antes del Noruz.

– ¿Del próximo Noruz? ¡Pero si la fiesta acaba de pasar! ¡Tendré que esperar todavía un año!

– Es posible que Mani esté destetado antes, pero ¿para qué hacer diez viajes inútiles? Si vienes para el Noruz, el niño estará vestido para partir y sus cosas preparadas. Prometido.

Cuando Pattig apenas se había alejado, internándose por el camino alto a la sombra de los almendros de ramas nevadas de pétalos, los «hermanos» le abrumaron a críticas:

– Muy ingenuo debes de ser para dejarte engañar así por esa vieja bruja descalza. Hemos soportado dos largas jornadas a pleno sol, tenemos ante nosotros otras dos de regreso y tú dejas que te despidan con unas cuantas palabras melosas. ¿Qué dirá mar Sittai, nuestro padre? Aun cuando hubiéramos tenido que esperar, deberías al menos haber insistido para ver al niño. ¡Aunque sólo fuera para asegurarte de que aún está aquí!

Demasiado afectado para mantenerse firme en cualquier decisión, Pattig consintió en volver sobre sus pasos. En el pequeño patio, en el mismo lugar donde Utakim había estado apoyada, Mariam estaba sentada sobre una losa, con un tupido abanico de menta fresca entre las manos, del que separaba las briznas muertas.

Los «hermanos» se reían sarcásticamente cada vez más. Pattig se sentía humillado.

– Así que Utakim se ha burlado de mí.

Mariam enrojeció.

– Estaba amamantando a tu hijo. Acaba de terminar.

– Cuando llegué, acababa de empezar y había para largo; apenas he vuelto la espalda y ya ha acabado, tú has cogido esa menta y has expurgado la mitad. ¿Podría al menos ver a mi hijo?

Mariam se apresuró a llamar a Mani y éste hizo irrupción en el marco de la puerta, donde se quedó inmóvil, observando y dejándose observar. Ciertamente, en su rostro se podían descubrir los rasgos finos, esbozados, tan propios de los rostros de niños. Sin embargo, lo primero que se veía en él eran las cejas, anchas y negras, que se juntaban y se arqueaban para formar, por encima de la nariz, como una tercera ceja; luego, la mirada, franca, directa, pero rebosante de emociones contenidas y de infinitas preguntas.

Y cuando, después de algunos instantes, avanzó en dirección a los desconocidos, lo hizo arrastrando una pierna, la pierna derecha, no como una rama muerta, sino de forma majestuosa, como se arrastraría por detrás un vestido de ceremonia.

– Cojea -comprobó Pattig con un tono un poco acusador.

– Nació con esa pierna torcida, cojeará toda su vida. ¿Lo quieres aún?

Adivinando toda la rabia que su madre dejaba traslucir en sus palabras, el niño volvió a acurrucarse contra ella, antes de señalar con el dedo a Pattig balbuceando:

– Calacalacala.

– ¿Qué dice?

– ¡Caracalla! Con este nombre se asusta a los niños en Mardino cuando no está su padre para hacerles obedecer. Si se niegan a dormir o a comer, si se alejan demasiado de la casa o si ensucian las sábanas, Caracalla vendrá a degollarlos. Como degolló a mis primos, como estuvo a punto de degollarnos a todos aquí, grandes y chicos, apenas hace dos años.

– Ignoraba que los romanos hubieran llegado hasta Mardino.

– ¿En qué mundo vives, Pattig?

– En un mundo sin fuego ni guerra.

Y añadió, de nuevo impasible:

– Es en ese mundo donde va a crecer Mani.

– ¿Y yo, Pattig, en qué mundo voy a vivir sin mi marido y sin mi hijo?

– Ten confianza en los designios de Dios y no retengas más a este niño. Dámelo, soy su padre y me pertenece.

Se acercaba para coger al niño cuando Mariam comenzó a temblar. Utakim vino corriendo.

– Me prometiste volver a buscarle en el próximo Noruz.

– Tú que me has mentido y engañado ¿cómo te atreves a hablarme de promesas?

– Te lo suplico, Pattig -sollozaba Mariam-. Allí donde vives no encontrarás una nodriza para amamantarle; déjamelo aún estos pocos meses. ¿No vas a tenerlo tú toda la vida?

Los compañeros de Pattig le ordenaban que se llevara a su hijo sin tardanza, pero él flaqueó de nuevo frente a las lágrimas de una mujer a la que ya había hecho sufrir tanto, frente a la mirada asustada de un niño que le tomaba por un monstruo sanguinario.


A su regreso al palmeral, el culpable fue convocado por Sittai, que le ordenó escuchar de rodillas lo que tema que decirle:

– Si te encargué esa misión fue porque te creía el más capaz para llevarla a cabo. Pero no te engañes, Pattig, has de saber que ese hijo ya no es tuyo, pertenece a nuestra comunidad, pertenece a Dios, si no, ¿por qué Él le hizo venir al mundo justo cuando abandonabas a tu mujer y tu casa? ¿No ves en ello una señal, un mandamiento del Altísimo? He tomado ya una decisión: no volverás a Mardino, seré yo quien traiga al niño. Mañana me pondré en camino. Me acompañarán doce hermanos y no perderé el tiempo parlamentando con mujeres.

Dos

Sin duda, Mani debió de resistirse el día en que los Túnicas Blancas fueron a recogerle. Sin duda hasta gritaría, cuando le sumergieron tres veces en el agua del canal y le arrancaron la ropa, pero a pesar de su tierna edad, tuvo que conformarse con su ley, llevar la túnica blanca, comer su comida, esbozar sus gestos e imitar sus rezos. Muy pronto, el niño no supo ya quién era, ni por qué milagro había ido a parar en medio de aquellos extraños.

No volvería a ver a su madre y, durante años, ni siquiera oiría hablar de ella. ¿Y se puede decir que vivió con su padre? Se trataban, como lo hacían todos los «hermanos» del palmeral, pero Mani no era hijo de nadie, era hijo de la comunidad. Sólo podía llamar «padre» a Sittai, sólo a él debía obedecer, igual que Pattig le llamaba «padre» y le obedecía.

Obedecer, someterse, arrodillarse… el niño no podía hacer otra cosa. Sin embargo, desde el primer instante de su secuestro, algo en él siguió siendo rebelde. Como un jirón de alma refractario.

En el anodino paisaje de los devotos, ¿qué otra guarida puede haber si no es la soledad? Mani aprendió pronto a conquistarla, a cultivarla, a defenderla contra todos. Se buscó un espacio de descanso separado de la comunidad, un reino de niño que ningún pie de hombre pisaba, al que acudía en cuanto le era posible. Era un lugar donde el canal del Tigris serpenteaba por en medio de una hilera de palmeras, algunas de las cuales crecían rectas, muy juntas, formando una apretada media luna, y otras se inclinaban sobre el agua como para beber. Había que atreverse a saltarlas y, entonces, se encontraba uno en una península de aromas y de sombra, pero de una sombra que no ahuyenta la luz, sino que, por el contrario, la aspira, la filtra y la destila, para prodigarla a aquellos que saben recibirla. Allí, Mani se sentaba o se tendía, lloraba, exultaba o soñaba. Y a menudo hablaba solo, a voz en grito, sin miedo de descubrirse.

Pero esos momentos eran escasos, ya que en el palmeral jamás había tiempo libre. Se vivía siempre entre dos ritos, entre dos trabajos. Constantemente, Mani tenía que alejarse con pena de su refugio para ir a mezclarse sin placer con la multitud informe de los Túnicas Blancas. De todos aquellos hombres que se llamaban «hermanos», ninguno había sabido ser un amigo. A los ojos asustados del niño, habían seguido siendo, durante ocho años, diferentes carceleros que se vestían sin alegría y hablaban con brusquedad; y si Mani imitaba devotamente sus ritos hasta tal punto que parecía idéntico a ellos, era porque había probado los castigos que Sittai infligía a la menor falta, tanto a los mayores como a los pequeños: ayunos obligatorios, flagelación, acarreo de agua en barricas desbordantes o interminables letanías de arrepentimiento.

A veces, la penitencia era menos común, lo cual significaba una ocasión para sonreír o reír a carcajadas, una ocasión muy apreciada por los «hermanos», como cuando el viejo Simeón, culpable de haber proferido reniegos obscenos, fue condenado a trepar a una palmera y quedarse agarrado a ella, a la espera de que Sittai le autorizara a bajar.

Pero la víctima más asidua de ese humor provocado por las penitencias seguía siendo Maleo, un tirio, el más barrigón de los «hermanos» y el más joven, exceptuando a Mani. Era incluso más nuevo en la comunidad que este último. Su padre, un mercader de apariencia próspera, había llegado inopinadamente al palmeral tres años antes, sin que, a decir verdad, se supieran los verdaderos motivos de tan repentina fe. Se rumoreó entonces que acababa de sufrir reveses de fortuna, que había perdido familia y bienes y que, acosado por los acreedores, había buscado refugio en aquel lugar para ocultar sus desgracias y conseguir que le olvidaran. Al cabo de algunos meses, murió ahogado; sin duda, había perdido el deseo de vivir. De este modo, Maleo se convirtió, como Mani, en hijo de nadie.

Con la diferencia, sin embargo, de que Mani había abandonado Mardino demasiado joven, de que habían transcurrido demasiados años desde su infantil plenitud, vivida entre Mariam y Utakim, días felices que reposaban enterrados en un rincón confuso de su memoria. Sus más bellas reminiscencias de olores y de sabores permanecían modeladas en la amargura, en la insuperable amargura del niño desvalido, desamparado, abandonado, o al menos, mal protegido por el ser más querido. Desde entonces, sólo estaba presente en él esa adversidad cotidiana que le envolvía, esa muralla opaca que se erguía del palmeral al cielo, más allá de la cual nada osaba existir. Mientras que Maleo había vivido en el vasto mundo una verdadera infancia, cuyas costumbres conservaba y de la que sentía nostalgia.

Para convencerse de ello, bastaba con oírle reír. Entre los Túnicas Blancas, la risa comenzaba con un carraspeo, culminaba con una risa burlona e hiposa y se terminaba con una fórmula de mortificación. La risa de Maleo venía de otra parte. Se expansionaba, retumbaba y se pavoneaba; si nadie le hacía eco, se aumentaba de su propio soplo y cuando se la creía reprimida, estallaba en carcajadas, sobre todo en los momentos de intenso recogimiento colectivo. Esos descarríos le valían al joven tirio unos castigos apenas más ligeros que los que sufría al regreso de sus fugas; sin embargo, sólo eran ausencias de algunas horas, pero Sittai acusaba al adolescente de aprovecharlas para atracarse de toda clase de manjares prohibidos. Sin duda, no estaba en un error, ya que viendo al barrigón y mofletudo Maleo entre todos esos rostros invariablemente demacrados, quedaba claro que se resignaba mal a la frugalidad ambiente.

Ocurrió aquel día, a la hora de la segunda comida, la del crepúsculo, en la que, como de costumbre, todos los «hermanos» estaban reunidos en el refectorio, repartidos en tres largas mesas paralelas; Sittai presidía la de en medio, los más ancianos le rodeaban y Maleo se sentaba al otro extremo de la misma mesa, muy cerca de la puerta. Para comenzar, se pusieron a rezar. Pensar que se trataba de mascullar una oración para salir del paso sería desconocer las costumbres del palmeral. Después de haber recitado la habitual acción de gracias, Sittai se lanzó a una monótona homilía. Todos los «hermanos» estaban de pie, con la cabeza inclinada, esperando que terminara para saltar sobre la comida. Pero su maestro no tenía prisa. El hambre es una enemiga -explicaba-; antes que satisfacerla, el hombre virtuoso debe dominarla, como debería poder dominar todos los deseos de la carne. Era su tema preferido a la hora del apetito: el cuerpo -decía-, es una muía, su jinete es el espíritu, a veces no hay más remedio que pararse para alimentar al animal, pero no es él quien debe elegir el camino ni las etapas; vergüenza y desdicha para el jinete que se doblega a su montura.

Las mesas de los Túnicas Blancas estaban sobriamente abastecidas: aceitunas, pepinos, almendras, nabos, algunas frutas, pan y agua. Sin embargo, sesenta pares de ojos miraban de reojo estos modestos alimentos. Una dura jornada en los campos había seguido a la última comida, que se tomaba justo después de la oración del alba. Con todo, había que tener paciencia, meditar y mortificarse, puesto que al hambre se añadía la vergüenza de tener hambre y, por anticipado, los remordimientos por cada bocado de placer.

Maleo, sin poder aguantar más, adelantó una mano temblorosa hacia la cesta más cercana, no sin haber verificado antes que a su alrededor todas las cabezas estaban inclinadas y todos los párpados cerrados. Cogió un dátil amarillo, tierno y jugoso, que se apresuró a engullir antes de recomponer el más piadoso semblante.

Esperó algunos instantes antes de comenzar a comérselo, lentamente y sin ruido, con el cuello tan inclinado que la mandíbula le chocaba contra el pecho al masticar. Al hundirse lentamente en el fruto, sus dientes liberaban un jugo azucarado que él recogía con la lengua, paseaba por la boca y dejaba después que se deslizara por su garganta con una culpable delectación.

Y aún seguía deleitándose cuando el «padre» acabó por fin su discurso y los «hermanos», con una prisa mal contenida, tomaron asiento como un solo hombre en los altos bancos. Mareado por el alboroto que le rodeaba, Maleo comenzó a masticar sin disimulo, pero cuando se estaba sentando, un instante después que los demás, unos ojos acusadores le miraron fijamente: los de Gara, el propio sobrino de Sittai, que estaba frente a él. Maleo le dirigió una sonrisa de ángel, pero el hombre, obedeciendo sólo a su deber, se inclinó hacia su vecino y le cuchicheó al oído una acusación; el otro, después de haber lanzado al muchacho la misma mirada indignada, susurró la noticia a su otro vecino, provocando así una verdadera cadena de delación que, de un extremo a otro de la mesa, propaló el relato del crimen.

Cuando le llegó el turno a Pattig, escuchó gravemente la denuncia y, frunciendo el entrecejo, reprobó el imperdonable pecadillo del adolescente, pero en el momento de inclinarse hacia el oído de su vecino, pareció dudar. Él, que había sido educado en las costumbres de la nobleza parta, ¿cómo podría practicar la delación? Sin embargo, precisamente porque Sittai le había reprochado tanto su ascendencia, sus arrebatos de orgullo, su desprecio hacia ciertas tareas, ahora se imponía evitar toda actitud que le distinguiera del común de los adeptos. Así era el espíritu de la Comunidad, para el que toda compasión, toda tolerancia y toda indulgencia eran sospechosas y cualquier gesto magnánimo parecía mancillado por el orgullo.

¡Incorregible Pattig, siempre dispuesto a seguir los peores caminos por las mejores razones del mundo! Delante de Sittai, temblaba más que cualquier otro «hermano», se arrodillaba, se golpeaba el pecho y se humillaba, cuando hubiera bastado abandonar aquel palmeral llevando a su hijo de la mano para acceder a una vida risueña. Pero ni se le ocurría. En ocho años, ni siquiera se había atrevido a revelar a Mani el lazo de sangre que los unía, contentándose con dedicarle, de lejos, sonrisas enigmáticas que irritaban al muchacho y le hacían desconfiar. Sin embargo, Pattig no era un cobarde, o al menos, su cobardía era muy singular: estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero no su alma. Y era esa piadosa flaqueza el origen de todas sus mezquindades.

Cuando el grave asunto del dátil que se había comido Maleo llegó a conocimiento de Sittai, este último se levantó, sombrío, ceremonioso, ofendido.

– ¿Quién de entre nosotros querría comer al lado de la podredumbre? ¿No hemos venido a este lugar bendito para sustraernos a la impureza del mundo? Pero todos nuestros esfuerzos se habrán perdido, todos nuestros sacrificios serán inútiles si uno solo de nosotros cede a la vil tentación, si la impureza del mundo llega a su cuerpo y a su alma, ya que todos quedaremos mancillados.

Luego, pronunció la sentencia:

– Maleo, pasarás entre tus «hermanos» con un tazón donde cada uno de ellos te echará el hueso de un dátil que se haya comido. Ése será tu único aumento. A continuación, vendrás a mostrarme el tazón vacío. Puesto que el dátil te ha arrastrado al pecado, vas a poder apreciar, más allá de su dulce sabor, su realidad ósea.

Un regocijado alboroto siguió a la sentencia, aunque pronto se fue apagando. En aquella asamblea que tanto se preocupaba de rehuir los alimentos prohibidos, las comidas se acompañaban de un ritual lleno de gravedad. Qué lejos se estaba allí de los banquetes de Nabu, de Dioniso o de Mitra, de esos festines orgiásticos en los que el cuerpo se convierte en templo para celebrar ruidosamente todos los sabores de la tierra. El refectorio era un lugar sombrío donde cualquier placer, por ser culpable, debía compensarse con privaciones. Mientras uno de los «hermanos» leía algún texto santo, los adeptos, encaramados en unos bancos altos y obligados por ello a doblar el cuello, como cisnes, encima de las mesas, cogían los alimentos entre el pulgar y el índice y los introducían en un tazón de agua, salmodiando a cada bocado: «¡Marame barej!», «¡Señor, te pedimos tu bendición!».

Así fue como Maleo, en medio de un concierto de murmullos, pasó con su escudilla y cada uno de los «hermanos» le dio de limosna un hueso, sin decir palabra, pero con gestos de rumiantes ofendidos y desdeñosos. Uno de aquellos virtuosos personajes, al darse cuenta de que el hueso que acababa de depositar era demasiado pequeño, se apresuró a añadir otro, satisfecho de no haber fallado en su papel de justiciero.

Mani fue el único que se distinguió de todos ellos. En el momento de depositar su óbolo, metió resueltamente los dedos en la escudilla y agarró un buen puñado de huesos que se metió furtivamente en el bolsillo, haciendo una mueca bondadosa y consoladora. Maleo, por su parte, guardándose mucho de manifestar su agradecimiento, volvió a su sitio y dio comienzo a su incongruente comida. Pero, al saber que en esa asamblea contaba con un amigo, su corazón se sintió aliviado. Le pareció que los huesos habían conservado un regusto dulce y que eran exquisitamente crujientes. Algunos «hermanos» observaron su aspecto sereno, poco arrepentido y, en algunos momentos, hasta impúdicamente regocijado, y pensaron que estaba poseído por el diablo.


Más que gratitud, fue una verdadera devoción lo que Maleo sintió desde ese día por su joven bienhechor. Se prometió seguirle a todas partes, protegerle contra todos, soportar en su lugar mil flagelaciones e innumerables días de ayuno. Por algunos huesos de dátil escamoteados, por una mueca vagamente cómplice, estaba dispuesto a compartir con Mani lo más valioso que poseía en el mundo.

Al día siguiente del incidente, en el momento en que la comunidad se reunía en la Santa Casa para el culto del alba, Maleo acudió con entusiasmo. Sabía que debería, una vez más, mascullar el interminable ritual, pero no le importaba. Ese día, un amigo estaría allí, repitiendo en el mismo instante, en la misma sala fría e inhóspita, los mismos gestos. A la salida, fueron caminando juntos y el tirio, en cuanto se alejaron de los otros «hermanos», le preguntó con gravedad:

– Si te digo mi secreto, ¿prometes no traicionarme jamás?

Mani se sintió irritado. Si bien comprendía fácilmente que Maleo fuera a la búsqueda de un amigo, a él le era indiferente. Al cabo de tantos años vividos entre los Túnicas Blancas, había conseguido forjarse una soledad, una querida e irreemplazable soledad con la que se envolvía como si fuera una cota de mallas. Compartirla era perderla. Deseaba poder volver, cada vez que tuviera la ocasión, a su discreta guarida, solo, sin otra compañía que él mismo. ¿Por qué permitir que un ronroneo humano le machacara los oídos? No queriendo herir al adolescente, que con tanta frecuencia era el chivo expiatorio de Sittai y de tantos otros «hermanos», esbozó una sonrisa amable, pero evitó responderle y apresuró el paso. A pesar de todo, el tirio se aferraba a él, le perseguía, se ponía delante, detrás, dando saltitos con una pierna y luego con la otra, infatigable y sordo a todas las reticencias:

– ¡Promete que no vas a denunciarme!

Esta vez, Mani se encogió de hombros, diciendo con impertinencia y con el tono del que no se acuerda ya de qué se trata:

– ¿Denunciarte? ¿Acaso he denunciado alguna vez a alguien?

Aparentemente tranquilizado, Maleo recobró el aliento antes de decir de un tirón como si se tratara de una sola palabra:

– Conozco-a-una-mujer.

Luego, con la boca abierta, esperó la avalancha de preguntas que su joven amigo no dejaría de lanzar sobre él.

Pero no. Mani no tuvo ni un sobresalto de sorpresa ni profirió la menor exclamación. ¿Acaso Maleo se molestó o se sintió desanimado? Todo lo contrario. La impasibilidad de su compañero le pareció la expresión del más completo asombro. Le creyó subyugado, anonadado de sorpresa y admiración, sintió que su triunfo estaba cerca y se entusiasmó:

– No permaneceré mucho tiempo en este maldito palmeral. En cuanto cumpla quince años, me marcharé. Ella vendrá conmigo y nos iremos a vivir a Ctesifonte. Allí encontraré un empleo de dependiente con algún mercader tirio o palmireno. Acompañaré a las caravanas a Egipto, a la India y a Armenia. La estoy viendo, bella como una estatua griega, envuelta en un largo vestido de seda bordada en oro y pedrería, descendiendo lentamente la escalera de mi palacio de Ctesifonte, rodeada de doce esclavas blancas y negras.

Saliendo de su silencio, Mani entró un instante en el juego de su interlocutor, sólo para sembrar una duda:

– ¿Cómo has hecho para construirte un palacio, tú que sólo eres un dependiente de un mercader de Ctesifonte?

Pero Maleo necesitaba mucho más para desconcertarse:

– No seré dependiente mucho tiempo; pronto tendré mi propio negocio, con agentes en Antioquía, en Palmira, en Petra, en Deb, en Berenice… Entonces podré construirme un palacio en Ctesifonte y otro en Tiro. Y un tercero, si quiero, en las montañas de Media, donde instalaré a la dama cada vez que ella quiera huir de los grandes calores y de las epidemias.


Ya no pasaba un día sin que Maleo hablara de «la dama» con las palabras más exquisitas, y con frecuencia también, las más ampulosas. Y si bien Mani no le animaba, si evitaba siempre interrogarle sobre ella, sobre su nombre o su edad, ya no manifestaba la misma indiferencia. Le escuchaba a menudo con atención y compartía algunas de sus emociones; y a veces, cuando el tirio bogaba por sus parlanchines ensueños, se embarcaba con él en silencio. También él pensaba en la dama y se sorprendía, en su soledad, queriendo adivinar a qué podría parecerse, y bajo qué árboles habría podido Maleo conocerla.

Ambos solían ir, como todos los «hermanos», al mercado del pueblo vecino para vender los productos de la comunidad. Era el único lugar donde tenían la oportunidad de encontrarse con mujeres, la mayoría de las veces campesinas con siluetas de calabaza, cargadas con canastos y golpeando el suelo con paso dolorido. Por otra parte, miraban con desprecio a los Túnicas Blancas, esos hombres que no eran hombres, esos seres flacos de pálidas mejillas, que, año tras año, amasaban el oro de sus abundantes cosechas sin que jamás mujer ni hijo gozaran de él, esa horda huidiza e indeseable a la cual se atribuían los peores vicios y las prácticas más inconfesables.

Verdad es que algunas, al ver a Mani solo, en cuclillas, rodeado de sus mercancías, pensativo y miserable, se compadecían de él, le tocaban la frente diciendo «hijo mío» y, finalmente, le compraban sus últimos nísperos con su último pashiz de cobre o de estaño. El «hijo» se esforzaba por tener un aire ausente, pero su ternura le encendía el pecho. ¡Hubiera deseado tanto retener algunos instantes más aquellos ojos llenos de arrugas que le habían sonreído!

A veces las acompañaban mujeres más jóvenes, de doce o trece años. Iban pintadas y tenían esos andares a ratos artificiosos, a ratos sumisos o traviesos, tan característicos de aquellas cuya infancia se acaba, cuya suerte está echada, de aquellas que al año siguiente estarán encintas y pesadas, y que, al otro año, se confundirán con sus madres. Contra ellas, sobre todo, Sittai solía prevenir a los «hermanos»: «No cojáis nada de su mano, no os sentéis en el lugar donde ellas han podido sentarse, y sobre todo, no os paréis a mirarlas, son bellas el tiempo de una cosecha y se marchitan en cuanto las poseen».

¿Sería una de ellas «la dama» de Maleo?


Un día, cuando los muchachos volvían de un trabajo que les había llevado al lindero del pueblo, una piedra rozó la oreja de Mani, que se sobresaltó; pero fue Maleo quien gritó, quien recogió rápidamente una piedra del tamaño de un huevo y quien se puso en guardia con los brazos en posición defensiva, gritando:

– ¡Muéstrate, si eres un hombre!

A modo de respuesta, les llegó un silbido de chiquillo y, entre las ramas de un melocotonero, apareció una manita que se agitaba. Tranquilizado, Maleo tiró el proyectil por detrás del hombro escupiendo un reniego.

– ¿Le conoces? -se asombró Mani.

– Quizá -respondió Maleo, que evidentemente habría preferido encontrarse en otra parte.

– ¿Quiénes?

– Una chica.

Cuando estuvo ante ellos, Mani vio que en sus rodillas se veían aún las huellas de caídas recientes, que sus cabellos claros estaban recogidos en un gorro deshilachado y que, a modo de joya, lucía un collar de rabos de cereza trenzados. En la mano que no lanzaba las piedras, tenía un melocotón que mordía con fuerza, recién robado en el huerto de la Comunidad; luego, se levantaba el faldón de su blusa para limpiarse la barbilla. Era sólo una niña.

– Espero no haberte herido -le dijo a Mani.

– No le has hecho sangre -respondió Maleo-, ¡pero hubieras podido saltarle un ojo!

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la chiquilla.

– Mani -respondió de nuevo Maleo.

– ¿El amigo inseparable del que me has hablado?

Dijo esto acercándose a Mani, cuyo rostro escrutaba ostensiblemente.

– Me dijiste que leía mucho, que tenía una hermosa letra, tres cejas y una pierna torcida, pero olvidaste decirme que era mudo.

Dignamente, Mani reanudó la marcha. Maleo le llamó y la niña corrió tras él.

– Yo me llamo Cloe. Maleo y yo jugamos con frecuencia. Podrías venir con nosotros.

Mani prosiguió su camino y Cloe se encogió de hombros. Maleo permaneció rezagado un momento y luego corrió para alcanzar a su amigo.

– No debería haberle hablado de tu pierna. Discúlpame. Le hablaba tanto de ti… y quería que te reconociera si algún día te veía pasar.

– No tienes que disculparte por tan poco, jamás pensé mantener mi defecto en secreto.

En lugar de parecer ofendido, Mani mostró, por el contrario, un semblante exageradamente regocijado, antes de decir:

– Así que es ella la dama de la que tanto me has hablado. Supongo que si me la describiste tan fielmente fue para que yo también pudiera reconocerla si algún día la veía pasar. ¿Es ella la que comparabas con una estatua griega?

– ¡Es ella! -fanfarroneó Maleo.

– Es verdad que hay estatuas de todas las dimensiones…

Pero al decir esto y como para atenuar el efecto de sus propias burlas, rodeó con un brazo amistoso los hombros del tirio. Este último se enardeció:

– Admitamos que te he ocultado cosas, pero no he dicho ninguna mentira. Si yo viera en aquel ciruelo un brote florecido y dijera «allí hay una ciruela», ¿estaría mintiendo? De ningún modo, simplemente me habría adelantado una estación a la verdad.

Tres

La dama, esa niña que parecía un chico y que silbaba, se llamaba, pues, Cloe. Sin embargo, en su pueblo, aquel cuyas tierras lindaban con las del palmeral, a nadie se le habría ocurrido jamás llamarla así. Ni a las mujeres, a las que ayudaba a abrir los higos para ponerlos a secar en los tejados, ni a los campesinos, que la dejaban coger de los árboles la fruta que quería comer. Entraba en todas partes sin llamar, mientras pudiera permitírselo, ya que aún no había accedido a la molesta dignidad de núbil. Todos amaban a Cloe, ladrona y generosa, pero ladrona de manzanas y generosa en sonrisas. Para ellos, era y sería siempre «la hija del griego».

En efecto, la chiquilla pertenecía a una de aquellas familias de colonos, cuyos antepasados habían llegado antaño a Oriente a guerrear en el ejército de Alejandro, y luego, a la muerte del macedonio, habían elegido permanecer en tierra conquistada, por lo que habían comprado una hacienda y tomado mujer para tener descendencia. El padre de Cloe llevaba todavía con orgullo el nombre de su antepasado, Carias, y creía vivir aún, como él, tras las huellas de Alejandro. Los escasos momentos de pasión por los que a veces atravesaba se producían cuando conseguía un auditorio para narrar, una vez más, la gran batalla de Arbelas, cuando el ejército del Conquistador había aniquilado a las tropas de Darío, cuando tantos valientes se habían reunido, los tracios, los odrisios, los jinetes peonios, los arqueros cretenses, los mercenarios de Andrómaca, la Falange y los Compañeros. Sobre todo, aquellos irreemplazables Compañeros de los que el padre de Cloe hablaba con familiaridad, imitando a uno, sermoneando a otro, hasta ese instante crucial del relato en que hacía intervenir a su antepasado, diciendo «nosotros los Carias», y complaciéndose entonces en la confusión que leía en los ojos de su oyente.

Es necesario recordar que la batalla de Arbelas había tenido lugar veinte generaciones antes, pero eso no importaba, el tiempo no es más que el tonel donde fermentan los mitos, el de Alejandro más que cualquier otro, y sobre todo en Mesopotamia. Esa tierra le había sepultado joven y joven le había conservado, como un eterno novio sin arrugas, y el número de sus años, treinta y tres, había permanecido como la edad de la inmortalidad. Era él, Alejandro, quien presidía el paso del tiempo. ¿No habían elegido los astrónomos de Babel la fecha de su muerte como comienzo de la nueva era? Desde entonces se habían sucedido muchos reyes, pero lo único que hicieron fue reinar a la sombra del macedonio; los primeros fueron sus propios generales, a continuación sus descendientes y luego, cuando el poder cayó en manos de los partos, sus soberanos tuvieron buen cuidado de añadir constantemente a sus nombres el título de «El heleno», «amigo de los griegos», para afirmarse, también ellos, como los legítimos guardianes de la noble herencia de Alejandro.

Si cinco siglos después el rey de reyes en persona experimentaba la necesidad de invocar el recuerdo del Conquistador, ¿cómo podía sorprender que el padre de Cloe cultivara su parcela de leyenda, él, que no poseía ya ni la menor apariencia de grandeza, ni tierras, ni oro, ni caballos, ni sirvientes? Era un frágil anciano de barba rojiza que vagaba por una casa inmensa, pero deteriorada; vivía solo con Cloe, que le había nacido, en el ocaso de su vida, de una esclava ya difunta. Padre e hija no ocupaban más que un ala, aun así demasiado grande para ellos; el resto no era más que tejados desplomados, paredes derruidas y puertas carcomidas por la corrosión y los gusanos.

La chiquilla vagaba por aquellas ruinas, escondrijos inagotables, montículos de polvo y de piedra que pisaba sin nostalgia. Maleo había ido a jugar allí a veces, cuando se fugaba, y un caluroso día de tammuz había persuadido a Mani de que le acompañara. Les tocaba trabajar en el mercado del pueblo y, nada más llegar, un negociante de Nippur les había comprado toda la carga, dándoles así la ocasión de callejear. Esperaban encontrarse con Cloe, pero era su padre el que vagabundeaba pensativo, con un bastón en la mano.

– ¿De quién sois hijos, niños?

– Hemos venido a ver a Cloe -prefirió decir Mani.

– ¿A mi hija?

– Sí, que Dios la bendiga.

– ¡Que Dios la bendiga! ¡Que Dios la bendiga! -repitió Carias con una jovialidad algo desdentada.

Y contemplaba de arriba abajo al extravagante granujilla que se expresaba así.

– Acércate para que te vea, hijo mío. ¿No serás uno de esos locos del palmeral?

Pero el griego vio en los rasgos del adolescente tal dulzura, tal inocencia y tanta melancólica gravedad que terminó por tranquilizarse.

– No me parecéis muy temibles. Seguidme, mi hijita no debe estar lejos. Os daré jarabe de moras que os refrescará la cabeza.

Pasando por encima de ruinas y escombros, llegaron al ala habitada de la casa. Cloe no estaba allí, pero a su padre le importó poco, encantado como estaba de haber conseguido un nuevo y cándido auditorio ante el cual podría contar una vez más las hazañas del antepasado y la gloria de Alejandro. Hablaba gesticulando mucho, en el dialecto arameo de la región, debidamente salpicado de palabras griegas, sobre todo cuando se trataba de términos militares. Maleo le escuchaba con fascinación, al contrario que su joven amigo, quien, poco sensible a las proezas guerreras, se distraía mirando unas curiosas marcas en la pared.

Podrían ser sólo manchas que un propietario más adinerado habría ordenado tapar con cal, pero los ojos de Mani reconocían líneas y colores. Se acercó y se puso a raspar superficialmente con la uña un polvo azulado que extendió sobre el dorso de la mano y luego fue trazando febrilmente con el índice los borrosos contornos. Carias, que hacía rato que le seguía con la mirada, interrumpió su relato para responder a sus preguntas sin formular:

– Fue un artesano de Dura-Europos quien pintó esa escena. Dicen que los colores eran brillantes y realzados con pan de oro. En esta casa patrimonial se alojaron muchos visitantes ilustres. Aquí mismo, en esta sala, celebraban sus festines, los más alegres y los mejor regados de Mesopotamia, puedes creerme.


Transcurrieron varias semanas antes de que los dos muchachos tuvieran de nuevo la ocasión de volver a casa de Carias, donde se repitió la misma escena: en la vasta sala donde antaño, según afirmaba el griego, tenían lugar los fastuosos banquetes, Maleo escuchaba sin desagrado un episodio de la cabalgada macedonia, mientras Mani, a algunos pasos de allí, sentado con las piernas cruzadas frente a la pared y con la barbilla levantada, estaba ensimismado en la contemplación de un fresco que sólo él veía; Cloe iba de un rincón a otro según le apetecía, escuchando un fragmento de epopeya o intentando en vano adivinar en los ojos maravillados de Mani la insondable visión que le deslumbraba.

Fue en el transcurso de esos largos ratos de silencio y de éxtasis cuando Mani sintió por primera vez que le invadía el irreprimible deseo de pintar. Extraño deseo para un Túnica Blanca, deseo impío, deseo culpable. En aquel medio refractario a toda belleza, a todo color, a toda elegancia de las formas, en aquella comunidad para la que el más modesto icono revelaba un culto idólatra, ¿qué clase de milagro hizo posible que el talento y la obra de Mani surgieran? Mani, que con la perspectiva de los siglos está considerado como el verdadero fundador de la pintura oriental y del que nacerían, por cada pincelada suya, mil vocaciones de artista, tanto en Persia como en India, en Asia Central, en China y en Tíbet Hasta tal punto que, en algunas regiones, se dice aún «un Mani» cuando se quiere decir, con puntos de exclamación, «un pintor, un verdadero pintor».


Ese día, a la hora de despedirse, el chiquillo que aún vivía en él hizo un gesto curioso que habría parecido divertido si no hubiera estado impregnado de emoción. Inclinándose envarado ante el padre de Cloe, solicitó de él permiso para restaurar la pintura mural. Carias se guardó bien de reírse, pues se dio cuenta de que el muchacho estaba a punto de llorar. Sólo pudo balbucear con dificultad su consentimiento, al cual Mani respondió con un apretón de manos de adulto.

El griego, mientras le miraba alejarse cojeando, se sintió dividido entre la preocupación por haber confiado semejante tarea a un niño y el sentimiento de que estaba tratando, a pesar de todo, con un ser muy particular que, por alguna razón, le turbaba a él, el viejo Carias, e incluso le intimidaba.

Durante las semanas siguientes, Mani se dedicó a los preparativos. Primero los pinceles, hechos con sus propias manos con unas cañas en cuya extremidad ató pelos de cabra, obtenidos en el pueblo, para que tuvieran un tacto suave, o pelos tupidos de liebre. Luego los colores, pálidos o chillones, que descubría o componía él mismo con pasión e ingenio: de la arena, separaba los granos de color ocre o ladrillo; machacando cáscaras de huevos, conseguía la tonalidad del marfil; con pétalos, bayas o pistilos, completaba los reflejos y los matices; para fijarlos, los mezclaba con la resina que extraía de los troncos de los almendros.

Cuando se presentó la ocasión para hacer una nueva visita a los griegos, Mani acudió con sus pertrechos que fue desembalando sin precipitación. En aquel horno que era Mesopotamia en verano, pinturas y resinas exhalaban toda una paleta de fragancias. Carias y Maleo se fueron a la terraza para charlar como padre e hijo a la sombra de una palmera florecida mientras Cloe cortaba rajas de sandía para que todos saciaran su boca sedienta.

Al acercarse a Mani para servirle, la chiquilla sólo pudo ver una mezcla de colores; azul cielo a modo de fondo y zonas imprecisas, terrosas o sanguinas. Permaneció tras él, mirando. Y lentamente, entre la maraña de líneas y de luces, creyó distinguir un rostro. Los dedos de Mani revoloteaban a su alrededor y, a cada pasada, afirmaban sus rasgos. Apareció un personaje, como un viajero que emergiera de una bruma de otoño, sus cejas, su nariz, sus labios parecían atravesar la pared para volver a tomar asiento en el banquete de los vivos.

Subyugada, Cloe se acercó más al adolescente, que se interrumpió y retrocedió un paso para admirar a su personaje. Estaba empapado en sudor. Con un gesto ingenuo, la hija del griego levantó el borde de su blusa para secar gota a gota aquel sudor condensado en las sienes, en el contorno de los ojos y en el débil bozo donde también brillaban algunas gotitas como el rocío que la hierba retiene. A Mani le gustaba el agradable olor de Cloe, ese pícaro perfume de fruta, pero en aquel instante ya no lo olía, sino que lo respiraba, llenaba el aire a su alrededor, le envolvía, le invadía. Cada vez que la blusa de la niña le rozaba la cara, sentía que sus gestos se entorpecían, que su respiración se hacía más débil, que los ojos se le estrechaban. Pronto sólo vio su pincel, ese trozo de caña que, como un estúpido, sostenía levantado a la altura de sus labios. Su mirada se clavó en él, como si todo lo demás hubiera dejado de existir súbitamente. Ya no sentía sus miembros ni su cuerpo entero, sólo reconocía aquella mano que sostenía el pincel, que lo apretaba, que se aferraba a él desesperadamente. Y cuando la hija del griego se apartó para que el muchacho pudiera reanudar su obra, le vio inmóvil, con el pincel en suspenso, como si se dispusiera a dar un último toque de color.

Entonces, Cloe hizo señas a su padre para que se acercara sin hacer ruido, pero al entrar en la habitación, Carias dio rienda suelta a su alegría:

– ¡Era así! ¡En tiempos de mis antepasados, esa esquina de la pared debía de ser exactamente así!

Evidentemente, para él no podía haber mejor elogio. La figura reanimada por los pinceles parecía declarar en favor de la época gloriosa que él solía evocar.

– ¿Quién es ese personaje?

– Juan Bautista -dijo Mani como si descifrara el nombre en la pared.

– Nada de eso -se burló el griego-. En esta sala no ha habido jamás un Bautista. Sería más bien la diosa Deméter, Madre de los Cereales, o Ártemis Cazadora, o quizá Dioniso, a los que estaban consagrados todos nuestros banquetes. O incluso…

Se acercó a la imagen que había reaparecido.

– También podría ser el dios Mitra, ya que el pintor que vino de Dura-Europos estaba al tanto de todos sus misterios. Ahora estoy seguro, es él quien está representado aquí. ¡Mira, aún se ve la marca de los rayos de sol dibujados alrededor de su rostro!

– Mitra -murmuró Mani, lleno de terror.

Y tirando su pincel salió corriendo de la sala sin un gesto de despedida.

– ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! -no cesaba de repetir.

¿No le habían enseñado desde la infancia a huir de los griegos? ¿No le habían prohibido comer su pan y entrar en sus casas? ¿Qué locura de orgullo le había inducido a arrogarse el derecho de hacer caso omiso de esas prohibiciones? Y ahora estaba pintando ídolos. Impío, infiel, maldito.

¿Dónde habría podido refugiarse, sino en su península que ni siquiera Maleo conocía? Habría deseado encerrarse allí, olvidarse de todo, sepultarse, y que nadie jamás encontrara su cuerpo. Sin tomar aliento, se inclinó sobre el agua para calmar sus ojos.

Ahora se encontraba tendido, con los codos apoyados en el lecho del canal y la cara pegada a la superficie del agua. Sus amplias mangas flotaban como velas náufragas. Permaneció allí un largo rato, entumecido, quizá adormilado. Cuando miró de nuevo, vio su imagen reflejada, al principio borrosa, pero cada vez más nítida a medida que la superficie del agua se aquietaba. Jamás había visto su rostro tan de cerca. Una gota de agua estaba suspendida de sus labios entreabiertos.

Dijo una vez más «¡maldito!». Pero sus labios en el agua permanecieron inmóviles.

Aunque quería crisparlos con una mueca desolada, los labios en el agua no se crispaban. Sonreían. Y, lentamente, sus labios los imitaban. No era ya el agua la que reflejaba su imagen, era su rostro el que imitaba a ese otro ser que era él mismo y que veía en el agua.

Y, súbitamente, unas palabras fluyeron de sus labios, unas palabras que no eran suyas, pero que, sin embargo, pronunciaba con su voz:

– ¡Salve, Mani, hijo de Pattig!

Le temblaba la mandíbula y sintió dolor. Hubiera querido responder, hacer preguntas, pero sus palabras, sus propias palabras se le quedaban en la garganta, mientras las palabras del otro salían de su boca dominada:

– Salve, Mani, de mi parte y de parte de Aquel que me ha enviado.


Es el propio Mani quien cuenta esta escena sucedida al borde del agua. Para él, como para aquellos a los que un día llamarán maniqueos, señala el comienzo de su Revelación. Así nacen las creencias, dirán algunos: un deslizamiento de lo imaginario en el viraje de la pubertad, un encuentro con la mujer, la mujer prohibida; y el deseo se desborda…

Sin duda. Mani necesitaba contemplarse en ese espejo de niño para pegar los pedazos de su memoria rota; sospechaba la verdad sobre su nacimiento, sobre su llegada al palmeral, y había ido recogiendo fragmentos, pero no se atrevía a colocarlos uno detrás de otro; fue necesario que aquella voz le llamara «hijo de Pattig», fue necesario que oyera de la boca de la «aparición» el nombre de Mariam.

«A los doce años, supe al fin qué mujer me había concebido y alumbrado, cómo fui engendrado en aquel cuerpo de carne y de quién provenía la simiente de amor que me había hecho nacer.»

Éstas son las propias palabras de Mani; transcritas unos años más tarde por sus discípulos.

Aunque era hijo de su siglo, posaba sobre esas cosas una mirada candida y ferviente. A la imagen que vio o creyó ver, a aquel resplandor anclado en la superficie del agua, lo llama en sus libros «mi Gemelo», «mi Doble», y habla de él como de un verdadero compañero. Un compañero de infortunio para el adolescente rebelde y, sobre todo, un valioso aliado contra los Túnicas Blancas, sus dogmas y sus prohibiciones.

Por eso, el día de aquel primer encuentro, cuando, aterrado a pesar de todo por la aparición, quiso arrepentirse de haber pintado en la pared el rostro del dios Mitra, oyó de la boca del «Gemelo» la respuesta que esperaba:

«Pinta lo que quieras, Mani. Aquel que me envía no conoce rival, toda belleza refleja Su belleza».

Cuatro

¿Podía, pues, el niño pintar sin terror, aunque fuera la imagen de un ídolo? Su «Gemelo» le dijo muchas otras cosas que ansiaba oír: que las creencias de los Túnicas Blancas no eran las suyas, que jamás había pertenecido a su religión, que la pureza de aquellos hombres no era más que vanidad y perversidad. Y que un día, cuando estuviera maduro para afrontar el mundo, abandonaría el palmeral.

Mani se prometió no hablar a nadie de todo esto, pero emanaba de él tal alegría, que se diría que su alma, en lugar de estar escindida, partida o desdoblada, acabara, por el contrario, de unirse estrechamente a sí misma después de una larga alienación. Había abandonado la casa de Carias como si huyera de un tugurio en llamas, pero días más tarde vuelve, se instala de nuevo ante la pared, recoge el pincel que tiró y, con algunos trazos ardientes, reaviva los rayos que adornaban la cabeza de Mitra. Había estado evitando a Maleo sin un gesto de consideración, pero ahora se vuelve de nuevo hacia él, más atento, más asiduo también en la amistad.

El tirio veía que su amigo había cambiado, que era diferente, pero ¿en qué era diferente?

Cuando los dos adolescentes se arrodillaban uno al lado del otro en la Santa Casa, lugar del culto, Mani no cantaba. Movía los labios, la barbilla, las cejas, para aparentar que cantaba, pero de su boca no salía ningún sonido. Y un día que estaban bregando juntos en el huerto de la comunidad, Maleo se dio cuenta de que Mani tampoco trabajaba. Levantaba la laya con esfuerzo, la bajaba lentamente, tan lentamente que cuando tocaba el suelo apenas lo arañaba, y luego, de cuando en cuando, mostrándose tan cansado como si hubiera labrado de verdad, se detenía, apoyaba delicadamente su herramienta contra el tronco liso de un granado y resoplaba.

Ese día, Maleo no pudo por menos de preguntarle lo que estaba haciendo. Entonces Mani recogió una rama cortada, ya marchita pero aún verde, que hizo girar y restallar como un látigo.

– ¡Escucha este silbido! Es el aire que gime porque lo he ofendido. Si supieras escucharlo, le oirías decir: hazte más ligero sobre esta tierra, anda sin apoyar, evita los gestos bruscos, no mates a los árboles ni a las flores. Haz como si labraras la tierra, pero no la hieras, confórmate con acariciarla. Y cuando los demás se desgañiten, mueve los labios y no grites.

Evocando sus años de juventud en el palmeral de los Túnicas Blancas, Mani diría más tarde:

«En medio de aquellos hombres caminé con sabiduría y astucia, observando el descanso, no cometiendo injusticia, no infligiendo ninguna clase de sufrimiento, no manteniendo ninguna conversación a su manera y sin seguir su ley».

Hacía falta mucha astucia para vivir día tras día en el seno de aquella comunidad sin conformarse jamás con sus prácticas, pero sin que pareciera tampoco que se las contradecía. Y es que el adolescente debía guardar oculta su verdad, aprender, meditar, madurar durante largos años, hasta que estuviera preparado para afrontar el mundo. Mientras tanto, debía vivir fingiendo, aparentando, disimulando. Por otra parte, se aplicaba a ello con tenacidad y cuando a veces perdía el valor o la constancia se repetía: «Imitando los gestos del mundo es como se aprende su futilidad».

Sin embargo, subsistía un terreno donde Mani se guardaba bien de fingir. Entre todos los edificios del palmeral, sólo existía uno, la biblioteca, cuya puerta cruzaba sin hastío; pero por desgracia, en aquel mismo edificio, Sittai había fijado su domicilio. Sólo ocupaba una celda muy modesta, pero aun así estaba allí, muy cerca de los libros y de los lectores. Mientras Mani se limitaba a consultar las obras que el «padre» aprobaba, no se le molestaba, pero en cuanto se arriesgaba a hojear cualquier otro manuscrito, podía tener la seguridad de que unos minutos más tarde vería acercarse a Sittai o a un «hermano» a sus órdenes, profiriendo amenazas y maldiciones.

Ahora bien, en aquella biblioteca, en verdad muy rica y que nadie hubiera esperado encontrar en un rincón perdido del valle del Tigris, raras eran las obras a las que tenían acceso los adeptos, sobre todo los más jóvenes. Bastaba con que el autor fuera pagano para que, simplemente, sus escritos se juzgaran impíos. Sólo escapaban a los interdictos algunos tratados antiguos sobre medicina, plantas, astros y viajes. Si el autor era judío, había que verificar que no había ofrecido animales en sacrificio sobre un altar, a semejanza de Abraham, y que no había aprobado notoriamente semejantes prácticas; lo que explica que la Biblia, tal como se leía en el palmeral, tuviera censurada una parte importante de sus textos. Finalmente, si el autor era cristiano existían, de entrada, con respecto a él fuertes presunciones de herejía; por eso, de la veintena de Evangelios, cuyas copias poseía la biblioteca, sólo dos o tres estaban admitidos y el resto apenas estaba mejor considerado que las epístolas de Pablo de Tarso, al cual la gente de la secta jamás le había aplicado el epíteto de «santo», pero sí los de impío, traidor y príncipe de los herejes, puesto que, según la fórmula de Sittai, «había tergiversado la doctrina de Jesús para hacerla del agrado de los griegos».

Mani leía y releía los escasos libros que no le estaban prohibidos, antes de aprenderse de memoria largos pasajes que le habían gustado, o que le habían impresionado o intrigado. A veces, al recorrer con una mirada perezosa un texto que ya se sabía palabra por palabra, se sorprendía viendo en imágenes la escena evocada. Entonces se apoderaba de él el deseo de pintar. Aquello comenzaba siempre con un largo diálogo entre él y la página; luego, ésta se cubría, alrededor de la escritura aramea, de una escena con abundantes personajes, flores y animales míticos. No obstante, en ningún momento tenía la impresión de acompañar un texto, de ilustrarlo o iluminarlo, aunque este último término le habría complacido sobremanera; por el contrario, estaba persuadido de que si se leían atentamente sus imágenes, se comprendería su substancia sin recurrir a las palabras.

El arte de Mani se desarrollaba así en los márgenes de los libros, sin premeditación, pero con la hábil pasión de la madurez precoz. Primero trazaba con la tinta de los copistas los débiles contornos de los seres y de las cosas y luego los llenaba de luces. Minutos de felicidad, robados día tras día a la vigilancia de los «hermanos».

Pero el asunto tenía que descubrirse. La primera vez que un Túnica Blanca vio a Mani «ensuciar» las páginas de un libro santo, corrió a advertir a Sittai del sacrilegio que se estaba perpetrando. El muchacho no quiso suplicar ni huir. Embriagado por el instante de creación, no cedió al miedo, ni siquiera a la prudencia que se había impuesto. Y cuando el maestro se encontró ante él, se arriesgó a una confesión insolente:

– Aún no he terminado mi dibujo.

Apoderándose del libro, un ejemplar del Evangelio de Tomás, Sittai clavó su mirada en el frontispicio, en el que una pintura representaba a Jesús entre sus apóstoles. Ninguno de los personajes estaba figurado con su cuerpo, no eran más que trece rostros, el del Nazareno en el medio, con un disco solar detrás de la cabeza a la manera de las divinidades de Palmira. Muy cerca de él, se encontraba Tomás, su gemelo según la fe de la secta; y en torno a ellos, las otras caras, gravitando como planetas en un cielo azul y negro. Sittai contuvo la respiración. Tras él, los adeptos esperaban su veredicto en silencio.

Pero el veredicto tardaba en llegar. El maestro colocó el libro sobre una mesa, la más próxima a la ventana y, a la luz del día, lo contempló de nuevo. Esa figura que él miraba, le miraba también a él, existía más allá de la hoja, y llegó al convencimiento de que no había podido nacer de la imaginación del adolescente. Se puso lívido y su mirada se hizo más sombría como si el miedo se hubiera apoderado de él.

Mientras el hombre permanecía postrado, Mani recorría con la mirada las paredes, contra las cuales se amontonaban pergaminos, rollos de papiros y libros de hojas de palma atados con cuerdecillas gastadas. El muchacho reconocía cada obra por su encuademación y sus labios comenzaron a murmurar, por juego, el nombre de los autores: Tolomeo, Arriano, Marción, Bardesanes… Habría podido estar así horas sin cansarse, repasando de memoria lo que había retenido de cada uno de ellos y, a veces también, lo que había estado tentado de dibujar. Una sonrisa iluminó su rostro de niño maravillado. A su alrededor, todo había dejado de existir… hasta que esa frágil serenidad se rompiera al oír la primera palabra.

– ¿Quién te ha inspirado esta pintura, Dios o Satán? -dijo Sittai.

Sus ojos y su voz traicionaban su turbación y, al instante, se volvió y salió para señalar que no esperaba ninguna respuesta de la boca de Mani.


Los días siguientes, el maestro de la secta se mostró igualmente sombrío, como si meditara alguna acción ejemplar que se grabara para siempre en la blanda memoria del adolescente. También los «hermanos», a excepción de Maleo, tenían buen cuidado de no dirigir jamás la palabra al culpable, temerosos de que la cólera de Sittai los alcanzara, y por el santo terror que les inspiraba a todos el pecado aún impune.

Los días pasaban y la atmósfera del palmeral se hizo abrasadora sin que el sol del verano de Mesopotamia tuviera nada que ver con ello. Esta vez, la proximidad del Tigris no la atenuaba. El maestro sentía su poder amenazado. «¿No fui yo -se decía- el que, obedeciendo a un súbito impulso, decidió un día acudir a Ctesifonte, al templo del ídolo Nabu, para pescar al borde del estanque a un extraño príncipe parto que buscaba la verdad? ¿No fui yo, Sittai, el que insistió para que ese niño viniera a la Comunidad? Y cuando Pattig flaqueó, ¿no fui yo en persona quien se desplazó para traer al niño? ¿No he sido en todo esto el instrumento de una Voluntad Suprema? ¿Y no me he convertido, de alguna manera, en el padrino de Mani, su padre en la Comunidad?

»Y sin embargo, este muchacho que creo designado por la Providencia es el mismo que viola nuestra ley, ¡el mismo que con sus dedos sucios se atreve a reproducir los rasgos de la Santa Faz! ¿Con qué lenguaje debo hablarle? ¿Qué actitud debo adoptar? Y sobre todo, ¿cómo impedirle que propague la irreverencia y la confusión en este palmeral?»

Pero la confusión estaba ya sembrada entre los «hermanos». Algunos de ellos, ciertamente poco numerosos, se interrogaban: «¿No es a los doce años, al salir de la infancia, cuando se revelan los Elegidos y su sabiduría resplandece ante los ojos de sus mayores? ¡Como Jesús ante los doctores de la ley en el templo de Jerusalén, así también Mani!». Esta comparación irritaba a la mayoría de los Túnicas Blancas, que reprochaban ahora a Sittai su falta de firmeza frente al impío. Desde que la secta había sido fundada, cuarenta años atrás, era la primera vez que el guía era objeto de una controversia. «Si Mani fuera ese ser santo designado por la Providencia -decían sus adversarios-, habría podido elegir por compañero, entre tantos adeptos virtuosos, a cualquier otro que no fuera ese depravado de Maleo, que infringe a diario nuestras reglas de vida y que hace alarde de su desprecio por nuestra Comunidad.»

Ciertamente, el joven tirio no podía ser considerado un modelo de piedad. Iba a cumplir quince años, la edad reconocida como la de la madurez, y no ocultaba ya su deseo de abandonar el palmeral, como tampoco se privaba de hablar a todos de Ctesifonte, de su futuro negocio, de su palacio y de sus caravanas. Por otra parte, Sittai y los demás Túnicas Blancas habían renunciado a impedir sus fugas, conscientes de que ya no pertenecía a su ley.

Cuál no sería, pues, la sorpresa de Maleo cuando una noche, a su regreso del pueblo, tres «hermanos» de los más vigorosos saltaron sobre él, le inmovilizaron contra el suelo y luego le arrastraron hasta el atrio de la Santa Casa, donde le ataron a la palmera de los penitentes y, sin ninguna explicación, se dispusieron a darle una buena paliza.

Cuando Mani acudió corriendo, los tres látigos de bejuco trenzado se abatían sobre la espalda y las piernas de su amigo con una implacable regularidad, acompañados de las acostumbradas exhortaciones: «¡Confiesa tus faltas!», «¡Confiesa!», «¡Arrepiéntete!». Los alaridos del tirio se hacían cada vez más prolongados, más dolientes.

A un gesto de Sittai, la mano de los verdugos se hizo aún más dura y el adolescente aulló, de pronto, con un sobresalto de rabia:

– No soy aquí el único que se fuga, ¿por qué se me castiga a mí?

Una sonrisa iluminó el rostro de Sittai. Por fin llegaba la denuncia a la que aspiraba. Por eso, como si sólo esperara esas palabras, se acercó al torturado para que los verdugos suspendieran al instante sus golpes.

– ¿Quién estaba contigo?

Recobrando el sentido, Maleo se retractó.

– ¡Nadie! ¡Estaba solo!

– Ya sé que esta noche te has ido solo, pero los otros días ¿cuál de estos hermanos te ha acompañado?

– ¡Ninguno!

Sólo se oía el jadeo del adolescente torturado cuando Sittai, volviéndose con solemnidad hacia Mani, dijo con voz triunfante:

– Sé que eres tú, Mani, quien le acompaña en sus escapadas, y la mayoría de los hermanos también lo saben. Pero hubiera querido oírlo de tu boca.

Sittai casi gritaba y luego hizo una seña a los verdugos para que reanudaran su tarea. Mani se apresuró a responder:

– Si una palabra de mi boca puede evitar a Maleo este suplicio, la diré.

– Pues bien, dila, pronúnciala -aulló Sittai.

– Es verdad, he acompañado a Maleo en algunos paseos.

– ¿Adonde ibais?

Ya no era una valiente confesión lo que Sittai reclamaba, sino una denuncia.

– Íbamos al pueblo -confesó Mani.

– Eso lo sospechábamos, pero ¿a casa de quién ibais?

– A casa de diferentes personas.

– ¿A casa de los griegos?

– Algunas veces.

– Una sola vez es ya demasiado. ¡Os habéis hundido en la impureza y en la impiedad!

Un clamor de aprobación acompañaba ahora cada frase de Sittai, que prosiguió con una voz cada vez más irritada, más acusadora:

– Y cuando ibais a casa de los griegos ¿no comíais jamás su pan?

Mani tiene ya en la mente su respuesta, da un paso con la cabeza levantada y se dispone a decir con orgullosa voz: «Sí, he comido pan griego como lo hicieron antes que yo los apóstoles de Jesús. Cuando Él los envió a predicar a las naciones, no llevaron consigo ni muela ni tortera. Sólo tenían, por todo equipaje, las ropas que llevaban puestas». Apenas dijera estas palabras, Sittai enrojecería y los Túnicas Blancas clamarían en su favor. Pero en el momento de hablar, cuando ya se había adelantado con paso desafiante, se le nubla la mente, los miembros se le aflojan, ya no manda en sus labios ni en sus manos y se queda allí, desconcertado, lastimoso, sollozando.

Sittai triunfa. Ha recuperado su autoridad y manda callar a los que protestan. Mira a Mani de hito en hito, de arriba abajo, antes de concluir, afectando generosidad:

– Hermanos, algunos de vosotros desearíais que se expulsara en este instante de nuestra comunidad a los dos jóvenes ignorantes que han violado nuestra ley, que desprecian nuestra tradición y que han dado pruebas de tanto orgullo y presunción. Pero no puedo tratar de la misma manera a estos dos pecadores. Maleo jamás ha pertenecido de pleno derecho a nuestra religión. Los que han venido a este lugar ya adultos han hecho una elección piadosa por la que serán recompensados. Los que vinieron de niños, han crecido en el seno de nuestra ley. Maleo no se cuenta entre los unos ni entre los otros. Le permitimos quedarse por fidelidad a su difunto padre, pero sepamos admitir que jamás formará parte de nuestra comunidad; pertenece a la impureza del mundo y ahora debe volver a ella. Tenerle aquí es arriesgarse a que corrompa a los más débiles de nuestros adeptos; esta noche hemos tenido la prueba. Sin la influencia nefasta de Maleo, sin las tentaciones permanentes a las que le somete, Mani se convertirá pronto en el cordero más dócil de este rebaño.

Cinco

Aquella noche, cuando Mani se tendió en la estera que desde siempre le servía de cama, el dormitorio estaba oscuro y desierto, ya que los «hermanos» estaban aún reunidos en la Santa Casa para las oraciones vespertinas. Sus voces entremezcladas le llegaban por oleadas. Luego, había periodos de un silencio opresivo. Mani se incorporó y dobló la pierna izquierda, la pierna sana, sobre la que se sentó con el rostro vuelto hacia la ventana, hacia la luna llena, hasta que su halo le impregnó los ojos; luego los cerró, como para digerir la luz así captada.

Entonces, se dibujó en su mente la misma imagen que había visto antaño en el agua del canal, su propia imagen, la de su «Gemelo», para que, solo con ella, el adolescente pudiera llorar.

– ¿Por qué me he humillado así delante de toda la Comunidad? ¿Por qué no pude responder a Sittai y confundirlo?

«No ha llegado la hora», respondió el Otro.

– ¿Por qué no se puede decir a esos hombres la verdad?

«¿No has leído jamás las palabras de Jesús? ¡No se tiran las perlas a los puercos! Sólo se desvela la verdad a aquellos que la merecen. Tú tienes por misión subyugar a reyes, trastornar las creencias, conmocionar al mundo, ¡y sólo piensas en asombrar a algunos Túnicas Blancas!»

– Con todo, es aquí donde he vivido desde la infancia y esos hombres son los únicos que frecuento.

«Tú jamás has pertenecido a los Túnicas Blancas, tu destino es otro, no envejecerás en medio de esa gente.»

Mani dejó de llorar cuando esas palabras se formaron en sus labios y, por espacio de un momento, acarició un sueño: ¿Y si partiera con Maleo ahora? Pero frente a su impaciencia, el Otro se revistió con la máscara serena del tiempo abolido.

«No Mani, no puedes descubrirte, es demasiado pronto aún para afrontar el mundo, nadie escucharía a un niño.»

Aunque Maleo había sido desterrado sin apelación, le autorizaron a permanecer algunas semanas más en el palmeral. Una tolerancia que no dejaba de tener relación con las heridas demasiado visibles que le habían infligido. Sittai, su verdugo, no quería ofrecer a la gente del pueblo vecino un espectáculo que pudiera avivar su desconfianza.

Mani estaba persuadido de que su amigo iba a rechazar esa clemencia tardía y sospechosa y que, en cuanto llegara la noche, aprovecharía para escapar. Pero el tirio no desdeñó la prórroga que le proponían. «¡No me gustaría llegar a casa de los griegos en semejante estado!», explicó a Mani. No deseaba presentarse ante la mujer de su vida y ante su futuro suegro como un adolescente flagelado y humillado. ¡Y puesto que podía esperar oculto a que las señales hubieran desaparecido…!

En realidad, Maleo no parecía tener mucha prisa en partir y cuando, veinte días después del incidente, un «hermano» fue a avisarle de parte de Sittai que tenía que partir, pareció desamparado.

– Ya es hora de que te confiese que te he mentido, Mani. Te he mentido mucho.

– No es el momento de confesiones, tus mentiras están olvidadas. Y no adoptes esa voz de despedida, nos volveremos a ver.

– No hablaba de las mentiras pasadas. Estoy hablando de ahora. Te he dejado creer que los griegos me esperaban, que estaban ansiosos por recibirme cuando abandonara el palmeral. ¡Pues bien, he mentido!

– ¿Carias no te quiere por yerno?

– ¿Crees que me he atrevido siquiera a proponérselo?

– ¡Vamos! Os he visto juntos cientos de veces, hablando y riendo, te quiere como a un hijo.

– ¡Mientras le interrogue sobre las hazañas de su antepasado en la batalla de Arbelas! Pero si hubiera podido sospechar un solo instante que yo soñaba con arrebatarle a su única hija para llevármela a Ctesifonte, no me habría vuelto a abrir su puerta jamás.

– ¿Tú qué sabes? Estoy seguro de que si le hubieras pedido realmente la mano de Cloe, habría aceptado sin la menor vacilación.

– ¡Quién negaría la mano de su hija a un Túnica Blanca!

Los dos amigos se echaron a reír, no muy alto, ya que podrían oírlos.


Mani no volvió a tener noticias suyas. Él mismo estaba bajo una constante vigilancia y cada vez que cruzaba la tapia que rodeaba el recinto le acompañaban dos «hermanos». Sólo encontraba la paz en su guarida secreta. ¿Por qué prodigio los Túnicas Blancas nunca le molestaban cuando iba o venía de allí? Se diría que aquel lugar le dotaba de una especie de invisibilidad y que el tiempo que allí pasaba no transcurría para él.

Sin embargo, un día, al saltar por encima de la palmera que servía de barrera, divisó una presencia extraña.

– ¡Cloe! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

El tono era brusco. Ningún otro ser humano había pisado aún el suelo de su península.

– Te seguí una vez, hace mucho tiempo, pero parecías tan ensimismado que no me atreví a acercarme.

Mani recobró enseguida el acento afectuoso que siempre adoptaba con la hija del griego. Su intrusión estaba perdonada.

– ¿Qué noticias tienes de Maleo?

– Ha encontrado donde alojarse al otro lado del canal, en casa de un granjero que necesitaba brazos para la recolección. Trabaja de la mañana a la noche hasta caer agotado. Sólo ha venido una vez a casa. Echamos de menos vuestras visitas. Mi padre me preguntó ayer si no querrías restaurar otras pinturas de nuestras paredes.

Sus cabellos de niña estaban sujetos con un pañuelo de mujer y haría unos gestos de pudor que Mani no conocía en día.

– Conservo un maravilloso recuerdo de aquellas escapadas. Veo aún a tu padre con Maleo, se volvían tan locuaces…

– Mani, cuando veníais a vernos, yo te miraba a ti sobre todo…

Como si no hubiera oído, el muchacho intentó conservar la misma entonación festiva.

– …su batalla de Arbelas que no terminaba nunca, el antepasado que llegaba siempre en el momento preciso para salvar a Alejandro, y esa risa feliz de Maleo…

Pero Cloe adoptó un aire grave.

– Mani, era a ti a quien yo miraba siempre. Mi padre también te quiere.

Una sonrisa había comenzado a relajar los rasgos de Mani, pero la reprimió y retrocedió un paso.

– ¿Y Maleo?

– Entre él y yo jamás hubo una promesa.

– Él sueña desde hace años…

– ¿Tengo que cargar con los sueños de los demás?

– Pero yo he prometido… -balbuceó Mani.

Con el brazo izquierdo, abrazó un árbol familiar, como para pedir su apoyo antes de pronunciar las palabras que alejarían de él a la «dama» de Maleo.

– En este palmeral, hice el juramento de no tomar nunca mujer. Mira, me he atado esta cuerda a la cintura…

Como si quisiera consolar a Cloe, añadió:

– En aquella época, no te conocía.

– No, no me conocías. ¿Has conocido jamás otra cosa que este palmeral? ¿Conocerás alguna vez otra cosa? ¿Amarás alguna vez a alguien?

– ¡He pronunciado unos votos! -insistió Mani, esforzándose en adoptar el más seco de los tonos.

Entonces, Cloe huyó. Su pañuelo mal atado se enganchó a una rama, pero ella no se detuvo para cogerlo.

Mani esperó a que estuviera lejos para llorar, para pedirle perdón en silencio. Y para perdonar a Maleo.

Un mes más tarde, Mani se enteró, por un rumor que corría por el palmeral, que Maleo se acababa de casar con la hija del griego y habían partido juntos a Ctesifonte.

Seis

Mani tuvo que esperar más, mucho tiempo más, hasta pasados ya sus años de adolescencia. Según la tradición consignada en los escritos de los discípulos, hasta la edad de veinticuatro años no recibió, «de labios de su Gemelo», las palabras tan esperadas: «Te ha llegado la hora de manifestarte a los ojos del mundo y de abandonar este palmeral».

Si permaneció durante tanto tiempo junto a los Túnicas Blancas a pesar de rechazar sus prácticas y sus creencias, a pesar de que vivir con ellos era para él un sufrimiento diario, fue quizá porque su deseo de partir se acompañaba de una inconfesable aprensión. Él, que había vivido toda su juventud en el universo cerrado de la secta, universo represivo y protector en el que se envejece y se amarga uno sin madurar realmente, universo pusilánime, desconfiado, inmerso en sus obsesiones y, finalmente, ignorante de todo lo que puede suceder más allá de la tapia que lo cercaba, ¿cómo podría pensar con ligereza en el enfrentamiento con el mundo?

Había dejado, pues, que transcurrieran los días, las semanas, todas iguales, lentas, sombrías. Hasta aquella mañana de abril, aquella mañana de la liberación, cuando, al despertarse, fue a lavarse la cara con el agua del canal del Tigris. Permaneció allí durante largo rato, inclinado, inmóvil, hasta mucho después de que todos los «hermanos» se hubieran ido. Luego, incorporándose lentamente, miró a la lejanía con deseo. El sol estaba ligeramente velado, el aire era tibio y lánguido, las palmas de las datileras se movían con el triste balanceo de las alas cautivas. Súbitamente, el tiempo de su vida le pareció de gran valor.

Había tomado una decisión: ¡antes de que llegara la noche, partiría!

«Partir -se repetía Mani-, partir es una fiesta, la única quizá, de mil formas diversas, con mil vestidos de gasa o de roble. ¿Han celebrado alguna vez otra cosa los hombres, eternos rehenes del horizonte?»

Para su partida del palmeral no eligió el engaño ni la huida, sino la ufanía y la frente alta, y también la ceremonia: primero, despojarse, separar lentamente de su piel esa otra piel blanca que, desde hacía veinte años, le envolvía y le ahogaba, respirar en la desnudez, mirar con desprecio su ropa vieja desparramada por el suelo, desplomada, vacía de todo espesor de vida.

Luego, renacer en los colores: «Mani llevaba un pantalón bombacho con las perneras teñidas de amarillo rojizo y verde puerro», cuenta una crónica muy antigua. Se había echado sobre los hombros un chaquetón azul cielo y aunque su blusa era blanca, estaba salpicada de flores dibujadas con embeleso, como se borda un ajuar de boda, por el propio pintor en sus tristes épocas de espera. Sin embargo, cuando más tarde los discípulos de Mani evocaran este día de ruptura, preferirían hablar de Natividad, olvidando a Mariam y Mardino, y los apretados pañales de Utakim. No -dirían-, de las entrañas de una mujer a las entrañas de una comunidad no se produjo un nacimiento, sino una gestación inacabada; se necesitaba otra cosa, veinte años de un lento viaje en torno a sí mismo. La conmoción del mundo se concibe en la paciencia.

Aquel día, cuando Mani hubo terminado de arreglarse y se presentó ante los Túnicas Blancas reunidos bajo la bóveda de la Santa Casa, lo hizo mirando de frente, con un bastón en la mano y un libro bajo el brazo. Se percibía la seguridad de su paso, pero su barba rala dejaba traslucir aún cierta fragilidad.

Entró el último, y aunque la oración había comenzado ya, su aparición desencadenó murmullos. Los blancos hombros se volvían y si algún «hermano» permanecía recogido, su vecino le zarandeaba para mostrarle con la barbilla o con el codo al innombrable atrevido. Sólo el sacerdote, Sittai, aparentó proseguir su oficio, pero el último canto, de ordinario tan ferviente, fue despachado en dos compases apresurados y luego los adeptos salieron andando hacia atrás, con la cabeza inclinada y evitando pasar por la nave central en cuyo centro se encontraba Mani, envuelto en colores chillones, por lo que se retiraban rozando las paredes de las naves laterales. Parecían galeotes sin remos o pescadores sin redes.

Una vez fuera, se reunieron cerca de la puerta profiriendo imprecaciones, sintiéndose agraviados también por su indumentaria, por su repentina locura y por su criminal impiedad. Y cuando, una hora más tarde, Mani se aventuró por fin a salir, un clamor se elevó entre ellos. Cuando ya unas manos se tendían hacia él para agarrar sus ropas abigarradas, para hacerle pagar su provocación, Pattig, como si se acordara súbitamente que era padre y que tenía unos deberes, se interpuso, cogió por el brazo a su hijo con firmeza y le arrastró hasta la orilla del canal, donde los «hermanos» no pudieran espiarlos.

Mani se dejó conducir sin perder ni un ápice de su serenidad ni de su orgullo. Era Pattig, sobre todo, quien parecía inquieto, desamparado; aunque escrutando más de cerca su semblante, se habría podido descubrir en él una inconfesable felicidad: la de encontrarse, por primera vez en su vida, protegiendo a su hijo, apartándole de los peligros. Verdad es que, al día siguiente de la partida de Maleo, se había forjado entre ellos una discreta amistad, después de tantos años de alejamiento y de aparente indiferencia; pero en ningún momento había tenido Pattig la ocasión de semejante familiaridad, de coger a Mani por el brazo, apartarle de la Comunidad y sermonearle como el verdadero padre que era:

– ¡Qué ridícula idea te ha cruzado por la mente para que lleves este disfraz!

– No puedo dar crédito a mis oídos -respondió el hijo-. ¿Es realmente un Túnica Blanca el que intenta enseñarme de qué manera hay que vestirse para ir por el mundo?

Pattig se esperaba una respuesta más sumisa.

– ¿Por qué hablas en ese tono, como si estuvieras rodeado de enemigos? Aquí sólo tienes hermanos. Ven, sígueme, vamos a ver a mar Sittai. Sabes que te tiene en gran estima, estoy seguro de que estará dispuesto a olvidar este estúpido incidente.

– Yo no quiero que lo olvide. Quiero que conserve para siempre esa imagen ante sus ojos y que, dentro de veinte años, vea aún en sueños a Mani con ropas de colores.

– Domínate, Mani, recupera el sentido, ya no es momento para bravatas de chiquillo, el sínodo de los ancianos va a reunirse para ordenar tu expulsión. Quizá tenga tiempo aún de hablarles, de calmar su cólera.

– Yo deseo partir y el sínodo quiere que me marche, ¿por qué he de temer el enfrentamiento? Ellos, que creen castigarme, no hacen más que apresurar mi liberación.

– Partir, partir, no tienes otra palabra en los labios, pero ¿adónde irías? Has vivido siempre en esta Comunidad. Fuera de aquí, estarás perdido. Pronto te recogerán al borde de un camino como un fardo deshecho.

– ¿Me estás diciendo que hay suficiente sitio para mí en este miserable palmeral y que en el vasto mundo me sentiré limitado?

– Aquí al menos encuentras gente que te escucha y debate contigo, somos tu única familia. Y respecto a mí que te estoy hablando… eres de mi carne y de mi sangre, ¿lo ignorabas?

En el pasado, Pattig jamás había pronunciado estas palabras y ahora las lanza como un mal argumento, con la esperanza de desarmar a Mani, quien, de hecho, se siente turbado. Su mirada se vuelve vacía y ausente. El corazón le martillea en las sienes y, temiendo desfallecer, busca con la mano una pared donde apoyarse. Pattig le tiende la suya abierta como para acogerle, pero en cuanto el hijo la toca, en cuanto nota su áspero sudor, se arrepiente y se yergue, para anunciar con voz inexpresiva:

– Es ya demasiado tarde para que un hombre sea mi padre.

Hasta ese momento, ninguno de los dos se había permitido evocar, ni siquiera por alusión, el lazo de sangre que los unía; cada uno de ellos se contentaba con saber que el otro sabía, y esa muda complicidad daba a sus relaciones una emoción inalterable. Por lo tanto, las palabras pronunciadas por Pattig, no solamente acababan de traicionar un tácito y sabio acuerdo, sino que, dichas en esas circunstancias y con semejantes segundas intenciones, habían resonado en los oídos de Mani como algo agresivo y obsceno. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar sosegadamente antes de añadir con un tono que quería ser definitivo:

– Está escrito desde el alba de los tiempos que tú serías el medio por el cual yo vendría a este cuerpo. Pero no serás un obstáculo en mi camino.


Los ancianos de la Comunidad se habían reunido en la sala del sínodo, contigua a la Santa Casa. Allí estaban Sittai, que presidía, su sobrino Gara, un «hermano» de Edesa, otro de Farat y otro de Kashgar. En total cinco jueces instalados a todo lo ancho de la mesa maciza y, de pie, frente a ellos, el acusado con un rostro impasible.

A Sittai le correspondía hablar el primero.

– No nos hemos reunido para castigarte, Mani, sino para invitarte a arrepentirte. Has llevado durante veinte años el blanco de la pureza y ahora adoptas los colores del orgullo. Has vivido entre nosotros como una oveja dócil, como una novia tímida y decente, has guardado puro el cuerpo, no te has llevado a la boca más que alimentos puros, ¿por qué locura quieres hoy perder el beneficio de semejante gracia?

Mani parecía clavar la mirada no se sabe en qué punto de la pared, por encima de la cabeza de sus censores.

– Los alimentos, puros o impuros, terminan en deyecciones. ¿Habría, según vosotros, deyecciones puras e impuras?

– Te hemos convocado para escucharte con indulgencia, ¿por qué te muestras tan desdeñoso desde las primeras palabras?

– No existe en mí ningún resentimiento, pero os jactáis de haberme hecho vivir en la pureza, y yo os respondo que esa pureza que vosotros predicáis no corresponde a nada. Pretendéis que los frutos que salen de las tierras de la Comunidad son «machos» y puros, ¿no es eso lo que decís? ¿Por qué, entonces, los vendéis fuera a los aldeanos impuros que los muerden con sus dientes impuros?

– ¿Adonde quieres llegar?

– Es pura superstición hablar de alimentos puros o impuros; es pura necedad hablar de hombres puros o impuros; en todas las cosas y en cada uno de nosotros la Luz y las Tinieblas están mezcladas.

– ¿Y es para protestar contra nuestra exigencia de pureza por lo que te has quitado tu túnica blanca?

– No. Me he vestido así porque me dispongo a partir.

Dio un paso hacia la puerta. Sittai le llamó.

– Acabas de exponernos tus ideas, pero aún no las hemos discutido contigo ni las hemos debatido entre nosotros y ya te alejas.

A decir verdad, en aquel enfrentamiento era Mani el que demostraba más agresividad. Más tarde, perdonaría a Sittai que le hubiera arrancado de los brazos de su madre, que le hubiera secuestrado y aterrorizado durante veinte años. Más tarde, hablaría sin rabia del maestro de la secta y de la mutua fascinación que se había establecido entre ellos, pero con todo, en aquel momento había que saber romper, liberarse, escapar. Había que saber partir.

– No me voy a causa de ningún desacuerdo con vosotros, sino porque tengo que entregar un mensaje al mundo.

– ¿Y cuál es ese mensaje?

– No es aquí donde lo debo entregar. Oiréis mi grito cuando el mundo os haya enviado su eco.

– No eres razonable. Nos hemos reunido para escucharte y tú quieres partir sin ninguna explicación. Cuando un campesino consigue una semilla nueva, primero la prueba en una pequeña parcela; si agarra, puede permitirse sembrarla en todos los campos. Explícanos tu mensaje, nosotros te diremos lo que pensamos de él y te ayudaremos a discernir lo verdadero de lo falso.

– Lo que es verdadero es verdadero, lo que es falso es falso, vuestras opiniones o las mías importan poco.

La voz de Sittai se hizo más firme sin que, no obstante, pareciera hostil.

– No se trata solamente de opiniones. Somos cinco ancianos, fieles a los libros y a nuestras tradiciones, te hemos visto crecer, te hemos enseñado todo lo que sabes, ¡no puedes extremar tu orgullo hasta pretender que la opinión de un solo hombre como tú tiene más importancia que la nuestra!

– Fuiste tú mismo quien me lo enseñó, Sittai: no hay mayoría en la verdad. Bajo los cuatro climas, una infinidad de personas cultivan las más absurdas supersticiones, ¿acaso su gran número añade algún valor a sus creencias?

– ¡Pero los hermanos ante los cuales te encuentras no son la multitud informe, sino los más eruditos, los más sabios de los hombres!

– Las leyes del universo no han sido votadas por asambleas de sabios. Son lo que son, ¿en qué podrían modificarlas vuestras opiniones?

– Pareces muy seguro de ti mismo.

– Sólo estoy seguro del mensaje que me ha sido revelado.

– Aún falta saber si ese mensaje te viene de Dios o del diablo. ¿Te has preguntado alguna vez por qué el Cielo te habría elegido a ti? ¿Eres el más santo, el más piadoso, el más virtuoso?

– No interrogo sus designios. Quizá sea yo su preferido.

A Sittai se le agotaba la paciencia, pero siguió esforzándose por dominarse.

– Supongamos que el Altísimo te haya designado realmente, Mani. Habría querido entonces distinguir este palmeral, ¿no crees? Si tú eres santo y bendito, el árbol que te ha producido es igualmente bendito.

– Cuando nací, ¿qué hicieron del agua sucia en la que estuve sumergido durante nueve meses? La tiraron. Este palmeral es el agua en la cual estuvieron sumergidas mi infancia y mi adolescencia.

Era demasiado. Sittai, sin poder creer lo que estaba oyendo, hubiera querido hacer repetir al insolente la frase que acababa de proferir, pero Gara, su sobrino, había saltado ya de su asiento gritando «¡Hereje!», y un instante después, como para responder a su señal, la puerta se abrió y una horda de Túnicas Blancas inundó la sala vociferando, abalanzándose sobre Mani, lanzándole barro e intentando despojarle de sus ropas de colores.

Sittai intervino:

– ¡Todo hombre que se encuentre a menos de tres pies de él será excomulgado inmediatamente!

Los golpes se interrumpieron, pero cuando Mani, ya en el suelo, se atrevió a levantar la cabeza, una avalancha de barro fue a estrellarse contra su frente, chorreándole luego por las cejas y por el resto de la cara. Se desplomó de nuevo y a duras penas Pattig consiguió levantarle y arrancárselo a la horda.

Fue entonces cuando en medio de sus lágrimas Mani recuperó la sonrisa. ¿Cómo podía sorprenderse de haber sido maltratado? ¿Acaso creía que iban a aclamar triunfalmente a aquel que había escarnecido su ley? A decir verdad, era él quien había estado lamentable. Había bastado una bofetada y un chorro de barro para que perdiera toda prestancia y se encontrara llorando como un niño en brazos de su padre.

Se limpió la cara lentamente con el revés de la manga y se incorporó; levantó la tapa del cofre de madera tosca donde guardaba sus cosas y sacó de él su recado de escribir y sus pinceles para envolverlos en un pañuelo de lino que se anudó alrededor de la cintura.

Luego, se levantó, pero permaneció aún un largo rato con los brazos caídos, incapaz de poner un pie delante del otro, como si esperara de su voz interior una última confirmación.

«Sí, Mani, hijo de Babel, estás solo, despojado de todo, rechazado por los tuyos, y partes a la conquista del universo. En eso se reconocen los verdaderos comienzos.»

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