3. Cerca de los reyes

He venido del país de Babel

para hacer resonar un grito en todo el mundo.

Mani


Uno

Mientras esperaba a que llegara su turno para entrar en el salón del Trono, Mani no podía apartar los ojos de la puerta monumental ante la que estaban alineados los hombres de la guardia con sus gorros de fieltro color rojo sangre. ¿No era aquella puerta la que evocaba su «Gemelo» cuando hablaba de conquistar Ctesifonte? Había sido necesario que él fuera hasta las orillas del Indo, que conociera a aquel príncipe y que sanara a su hija, para obtener esa carta de introducción, dirigida por Ormuz a su propio padre, Sapor, el nuevo señor del Imperio…

En el vestíbulo, dejó que le describieran una vez más el ceremonial. En los labios del jefe de protocolo se repetía como un exorcismo una palabra, padham. Así era como llamaban, en los tiempos de los sasánidas, al pañuelo blanco que debía colocarse ante la boca cualquiera que se acercase a los objetos sagrados, por temor a que fueran mancillados por el aliento de un mortal; el del mago en el momento de oficiar ante el altar del fuego, o el de cualquier hombre que hablara en audiencia pública a la persona del rey de reyes.

Por eso, los cortesanos guardaban siempre un padham en la manga, y los dignatarios del palacio ofrecían uno a los visitantes extranjeros, al mismo tiempo que se preocupaban de enseñarles el gesto de veneración: el índice de la mano derecha extendido hacia adelante y hacia arriba, ligeramente curvado, así como de inculcarles las frases convenidas, ya que tanto en Ctesifonte, como en el Egipto de las dinastías y, por otra parte, en Roma, aunque de un modo más puntilloso, el soberano era augusto. Para dirigirse a él, no se podía usar ni un nombre ni un título, sino unas fórmulas consagradas de las que nadie podía apartarse: «¡Vosotros, personajes divinos!», «¡Vosotros, los dioses inmortales!» o, al menos, «¡Vuestra divinidad!».

En el reglamento de la corte, cada disposición tenía como objetivo ahondar el abismo entre el monarca y el resto de los mortales. Todo contribuía a forjar esa imagen de inhumano poder, de celeste pompa y de perennidad. La bóveda del salón del Trono era tan alta que parecía construida por una congregación de gigantes, y, a lo largo de las paredes, hasta donde alcanzaba la vista, sólo se veían tapices, ni una pulgada que revelara la desnudez original de las superficies.

Al fondo de la gigantesca estancia, no había más que un estrado, protegido por una cortina alrededor de la cual se distribuía la asamblea de los cortesanos. A diez codos, las personas de sangre real; diez codos más lejos, los íntimos de Sapor, el rey de reyes, sus comensales, sus consejeros más cercanos, los dignatarios religiosos, exégetas y recitadores del Avesta, así como los sabios, los astrólogos y los médicos de renombre; otros diez codos más allá, se encontraban los que divertían al rey, bufones, juglares, acróbatas y bailarines, todos ellos personajes muy considerados en la corte sasánida, mucho más que los arquitectos, los pintores y los poetas, pero, a pesar de todo, sin comparación con los músicos. Conforme a los deseos debidamente codificados del fundador de la dinastía, a los compositores y a los maestros reconocidos de instrumentos y de canto se les trataba igual que a los príncipes reales y se colocaban, pues, a diez codos de la colgadura, pero a la izquierda. Detrás de ellos se alineaban los músicos y los cantores de segundo orden, y diez codos más lejos, la masa de tañedores de laúd, de «zand» o de mandolina.

Para despertar al lánguido auditorio, un redoble de tambores precedía al clamor ritual: «Hombres, que vuestra lengua cuide de preservar vuestra cabeza, vuestro Señor está entre vosotros». Luego, mientras los músicos de la primera fila ejecutaban el aire previsto para ese día, y que ya no se oiría antes del mismo día del año siguiente, unas manos invisibles separaban la cortina.

Todos se prosternaban con la frente contra el suelo, esperando que un nuevo clamor los autorizara a alzar la vista: el soberano estaba allí, ídolo inmóvil, cegador derroche de oro; oro tejido en el traje, en el cojín, en la colgadura; oro macizo en el trono, oro cincelado en los collares, en los anillos, en las fíbulas; hasta la barba estaba espolvoreada de oro, polvo deslumbrante que salpicaba también los labios, las pestañas y las cejas.

Sobre el monarca podía contemplarse la legendaria corona que pesaba más que un hombre, y que ninguna cabeza, aunque fuera imperial, habría sido capaz de llevar; pero había que acercarse para descubrir que estaba sujeta por una fina cadena cuyo eslabón estaba clavado en la bóveda, de tal manera que cuando el rey se retiraba, la corona seguía suspendida, como por milagro, sobre el trono vacío; los hombres divinizados envejecen y mueren, la majestad permanece.

De lejos, la ilusión era total; sólo se contemplaba a un ser de leyenda, inconcebible, nacido de todos los terrores de los mortales, de sus morbosos deseos, una aparición suntuosa que petrificaba, que fascinaba, que imponía su misión.

¡Y era a aquel monstruo fabuloso al que Mani había ido a domar!

Por el momento, el hijo de Babel no cesaba de repetirse mentalmente cada paso o cada gesto, de rememorar las palabras que había decidido pronunciar, sobre todo las primeras, las de los instantes en que se está aturdido, aquellas que de ordinario se balbucean bajo las miradas inquisidoras y que, entre todas, son las más importantes; las rumiaba sin descanso, con nerviosismo.

Luego, una voz gritó su nombre. Se volvió para asegurarse de que había oído bien. Demasiado tarde, porque la puerta estaba ya abierta y una mano le empujó. ¡ Ay de aquel que hiciera esperar al divino Sapor! Mani avanzó a lo largo de la alfombra ribeteada que conducía a los peldaños del trono, pero tenía la sensación de ir a la deriva, de tal manera había perdido toda noción de las distancias. El rey le parecía cercano, como podía serlo el sol de Mardino, cercano hasta el deslumbramiento, hasta la insolación, y sin embargo, el camino alfombrado que llevaba hasta él le parecía interminable, pedregoso, empinado, y lo recorría con una impresión de extremada lentitud, de ahogo y de opresión. Era la hora de la duda y del arrepentimiento. Arrepentimiento por no haber escuchado los prudentes consejos de Maleo, quien, hasta la entrada del palacio, le conjuraba aún a renunciar. Arrepentimiento por no haber permanecido oculto en su palmeral, «como una ramilla de hisopo entre las piedras», habría dicho Sittai. Hacía dos años de aquello. ¡Dos años! ¡Una eternidad! A Mani le vino a la memoria, pero sus recuerdos estaban cargados de bruma, como si pertenecieran a una vida anterior.

Invocó a su «Gemelo», a su Doble. ¡Que se manifestara, por favor! Necesitaba asegurarse de que estaba allí, con él, que caminaba a su lado por ese camino de prueba, que tomaría la palabra cuando su propia boca le fallara. «Conserva la serenidad, Mani, olvida el oro, ignora la pompa, no te dejes deslumbrar jamás por un ser humano, aunque sea rey o profeta. El destino ha depositado en él lo que ha depositado en ti y en todos. Lo importante es ser consciente de ello. Dentro de mil años, sólo se hablará de Sapor porque tu camino se cruzó con su corte.»

Llegó por fin a la altura del chambelán. Éste le hizo señas para que se prosternara y luego le cuchicheó que estaba autorizado para levantarse. Antes de hablar, Mani sacó de la manga el padham inmaculado.

– ¡Honra al más poderoso de los hombres! ¡Que se cumplan sus más nobles deseos!

La fórmula era inusitada. El dignatario frunció el entrecejo y el rostro altanero del rey se estremeció con un asombro de mortal; pero no se había dicho nada que fuera irreverente. Finalmente, Mani fue invitado con un gesto a presentarse.

– Soy un médico del país de Babel.

– Mi hijo bienamado me ha hecho llegar una carta elogiosa con respecto a ti. Parece que supiste agradarle.

– La Providencia quiso que sanara a su hija a la que él creía perdida.

– ¿Cómo sanas?

– Mediante la palabra y las plantas.

– ¿Y el cuchillo, el fuego y las sanguijuelas?

– En eso, otros son más hábiles que yo.

Mani no lo sabía, pero la palabra «sanguijuela» era una trampa, dada la aversión de Sapor por ese tratamiento y por aquellos que lo utilizaban. Tranquilizado sobre ese punto, el monarca prosiguió:

– Mi hijo hace mención, igualmente, a ciertas ideas que querrías difundir.

– Me ha sido revelado un mensaje.

Entre los cortesanos se elevaron murmullos, pero nadie se atrevió a opinar por adelantado sobre la reacción del monarca, quien, por su parte, esperaba que Mani prosiguiera. Y como la continuación se hacía esperar, interrogó a su visitante con un principio de irritación:

– ¿Qué mensaje? Te escuchamos.

– Ha comenzado una era nueva que necesita una nueva fe, una fe que no sea la de un solo pueblo, de una sola raza ni de una sola enseñanza.

Mani no tenía necesidad de precisar a qué pueblo, a qué raza y a qué enseñanza se estaba refiriendo. Entre los dignatarios de la segunda fila se agitó un pañuelo.

– ¡Yo conozco a ese hombre!

A Mani le bastó volverse para divisar entre la multitud de magos la barba rubia de Kirdir.

– Es un nazareno, el más pérfido enemigo de nuestra religión. Se cruzó en mi camino cuando yo estaba en la India junto a nuestro ejército victorioso. Nuestro señor, el divino Artajerjes, me había ordenado encender un inmenso fuego sagrado en aquella región para celebrar el triunfo de la gloriosa dinastía y ahogar las voces impías; pero este nazareno multiplicó los maleficios para impedirme ejecutar ese acto de piedad.

Kirdir lo había conseguido. Desde ese momento, los asistentes podían sentirse ofendidos por la actitud de ese médico de Babel hacía el difunto rey de reyes. Ahora, de todos aquellos que tenían los ojos clavados en Mani, Sapor parecía el menos hostil, uno de los pocos que estaban aún dispuestos a escuchar su defensa.

– Sólo estoy aquí para transmitir un mensaje al primero de los hombres -prosiguió Mani-. El Cielo ha dado a su juicio más peso que a todas las opiniones. ¡Ojalá reciba mis palabras con serenidad, sin dejarse distraer por la hostilidad de la que algunos quieren rodearme!

– Si he consentido en recibirte, es para escuchar tu mensaje. Tienes la palabra.

– Vuestro Imperio se ha extendido al oeste hacia el país de Aram, Adiabena y Osroena, donde los nazarenos son numerosos; al este, hacia Bactriana, India y Turan, donde se venera a Buda. Mañana, el reino de la dinastía se extenderá hacia unas regiones donde no se tiene costumbre de adorar a Ahura Mazda, y tendrá innumerables súbditos que profesarán toda clase de creencias. ¿Sería prudente humillarlos hasta transformarlos en traidores? ¿Quién es el mejor aliado de la dinastía? ¿El que intenta conciliar a los hombres o el que atrae sobre ella el resentimiento de sus propios súbditos?

En los rasgos del soberano podía sospecharse un esbozo de aprobación que Kirdir se apresuró a disipar.

– ¡El mejor aliado de la dinastía! -se burló-. ¡Estoy en presencia de nuestro divino señor y me veré obligado a explicar en qué un adorador de Ahura Mazda es mejor aliado de la dinastía que un nazareno! Puesto que los corazones no comprenden ya las palabras veladas, ¿me darían la libertad de hablar sin rodeos? He tenido en las manos algunos de los textos que los nazarenos propagan por las ciudades del Imperio; me han contado, igualmente, lo que dicen en sus reuniones. ¿Mi divino señor desea saber en qué términos hablan de nuestra religión, de nuestras leyes, de nuestras tradiciones y de la dinastía? Esa gente pretende que toda la descendencia de los sasánidas está maldita.

A Sapor no le complacía que semejantes palabras fueran pronunciadas, aunque estuvieran atribuidas a los nazarenos, y su mano se crispó sobre la empuñadura del cetro. Kirdir no se mostró en modo alguno asustado y prosiguió con voz más fuerte, más rabiosa también, pero con una rabia controlada.

– ¿No se ha dicho en el Avesta que el esplendor divino acompaña al jvedodah, el matrimonio entre hermano y hermana, que borra los pecados mortales y expulsa a los demonios? ¿No está escrito que ningún acto de piedad es tan agradable al Cielo? ¿No hemos aprendido que, a imagen del gran Darío, todos nuestros soberanos, así como los magos y los guerreros deben unirse al pariente más cercano, su hermana, su hija o su madre cuando ésta se queda viuda? ¿No ha convertido nuestro divino señor a su hermana, la divina reina Azur Anahít, en su esposa preferida entre todas? Pues bien, para los nazarenos, todos nosotros estamos condenados al Infierno, y también nuestro divino señor y su divina reina y hermana, ya que lo que para nosotros es suprema piedad es para ellos suprema abominación.

Al pronunciar unas frases tan inconvenientes, Kirdir arriesgaba la cabeza. Pero su audacia había surtido efecto. Todos adivinaban la razón y la víctima de la cólera que descomponía ahora el rostro del monarca.

– ¡Miserable médico de Babel! ¿Es ése el sentimiento que profesas por los seres divinos de nuestra dinastía? ¡Sufrirás la suerte que nuestra ley reserva a los profanadores!

Los guardias acudieron para sujetar al culpable. Cuando sintió sus bruscas manos abatirse sobre sus brazos y sus hombros, Mani tuvo la impresión de que, a su alrededor, todas las imágenes se nublaban. Impotente, mudo de terror, se sentía a punto de desmayarse. Un solo pensamiento le mantuvo en pie: ¡el «Gemelo», su compañero celeste, no podía abandonarle en ese día! Cerró los ojos intentando entrever su semblante tranquilizador.

Súbitamente, se produjo un tumulto, salpicado de risas apenas ahogadas. La extrema tensión que pesaba sobre la corte se alivió como por milagro. Un padham se agitaba y pareció que sólo con verlo había bastado para que los rasgos de Sapor se relajaran.

– ¡Que el eternamente joven Juvanoé se acerque!

La súbita alegría del soberano se reflejó al instante en todos los rostros, exceptuando el del interesado, el cual no apreciaba las burlas que suscitaba cada una de sus intervenciones. Preceptor del monarca desde la infancia, era el decano de los magos de la corte, donde nadie habría pensado poner en duda su erudición y su persistente lucidez. Sólo le perjudicaba ese nombre de Juvanoé, «hombre joven», muy extendido entre los nobles y los magos, pero que resultaba molesto sobre los hombros de un nonagenario. Así, el bufón del rey había convertido al anciano mago en su blanco favorito, imitando de maravilla su voz áspera, su porte taciturno, el movimiento pendular de su barba algodonosa y el desorden de sus dedos huesudos. Cualquier ciudadano que, a lo largo de los últimos veinte años, hubiera tenido la ocasión de compartir una sola de las veladas de Sapor, no podría por menos de asociar al venerable preceptor con la imagen del bufón, cuyo nombre, por otra parte, nadie recordaba, de tal manera se había acostumbrado todo el mundo a darle el de su víctima.

El augusto pupilo sonrió, como cualquier mortal, pero apenas comenzó a hablar Juvanoé, frunció el entrecejo para advertir a todos que el intermedio divertido había terminado.

– Durante toda mi larga vida, he tenido el privilegio de recordar a mi divino señor las cualidades que harían de él un gran rey a imagen de sus predecesores más gloriosos: la buena religión, el buen sentido, la fuerza del perdón, el amor de los súbditos, la alegría, la generosidad, la justicia…

– No lo he olvidado -se impacientó Su Divinidad, que no ignoraba nada de la interminable lista.

– Este hombre de Babel ha sido acusado de cosas graves que merecerían un castigo; pero si mi señor se niega a pasar por un tirano a los ojos de la posteridad, tiene el deber de escuchar su defensa. ¡Así es nuestra ley!

Sapor envolvió a su preceptor en una mirada afectuosa y filial. Luego, divertido, se encogió de hombros y gritó a un secretario:

– ¡Escribe que en el día de hoy he decidido conceder una túnica de honor al venerable mago Juvanoé, que ha evitado que cometiera una injusticia indigna de nuestra dinastía!

Y mientras el anciano mago, resplandeciente, se retiraba agitadamente andando hacia atrás para volver a su sitio, el soberano se volvió hacia Mani, declarándose ahora dispuesto a escucharle, aunque el verdugo estuviera aún al alcance de la voz.

Las palabras del hijo de Babel se escaparon como el suspiro de un superviviente.

– Al intentar contradecirme, el respetado mago Kirdir no ha hecho más que apoyar mis palabras con el más desgarrador de los ejemplos. Cada uno de nosotros se siente trastornado, amenazado, ofendido; todos nos damos cuenta ahora hasta qué punto los odios religiosos pueden afectar nuestra existencia y la del Imperio. Yo mismo debería sentirme tan turbado como todos vosotros, ya que soy de descendencia parta y entre mis antepasados siempre hubo matrimonios entre hermano y hermana, por fidelidad a las costumbres y por deseo de efectuar un acto agradable al Cielo.

»Sí, los nazarenos están indignados con esos matrimonios a los que llaman incestuosos. Sin embargo, está escrito en su Biblia que Dios creó al primer hombre y a la primera mujer y que por ellos solos la Tierra comenzó a poblarse. ¡Fue, pues, necesario que los hijos de aquella única pareja se unieran entre ellos! La humanidad entera ha nacido de matrimonios incestuosos. Los partidarios del Avesta podrían, pues, a su vez, burlarse de los partidarios de la Biblia; pero ¿a qué vienen las disputas, las imprecaciones, las burlas? Cada pueblo tiene costumbres que se han inscrito en sus leyes y que se atribuyen a la voluntad divina. ¿Será ésta diferente para cada pueblo? La verdad es que no sabemos nada de la voluntad divina, no sabemos nada de la divinidad, ni su nombre, ni su apariencia, ni sus cualidades. Los hombres dan a Dios innumerables nombres y todos son verdaderos y también falsos. Si Él tuviera un nombre, no podría escribirse con nuestras palabras ni pronunciarse con nuestras bocas. Se dice que es rico y poderoso. Riqueza y poder son sólo cualidades a escala de los hombres, pero no significan nada a escala de Dios. También se le atribuyen deseos, temores, irritaciones y humores; algunos dicen que está celoso de una estatua, ofendido por un gesto, preocupado por nuestra forma de hablar, de estornudar, de vestirnos o de desnudarnos. Yo, Mani, he venido a traer un mensaje nuevo a todos los pueblos. Me he dirigido en primer lugar a los nazarenos, entre los que pasé mi infancia y mi juventud. Les he dicho: escuchad la palabra de Jesús, es un sabio y un limpio de corazón, pero escuchad también la enseñanza de Zoroastro, aprended a encontrar la Luz que brilló en él antes que en todos los demás, cuando el mundo entero estaba sumergido en la ignorancia y en la superstición. Si algún día mi esperanza prevaleciera, sería el fin de los odios.

»Vuelvo, pues, mi mirada hacia el mago Kirdir y le digo con el respeto que le es debido: tú has sabido describir el mal que amenaza al Imperio y yo he prescrito el remedio; tú has hablado como un paciente y yo he hablado como un médico.

– Este hombre es hábil acallando nuestra desconfianza -dijo el mago-, pero sigue sin confesar a qué religión invoca.

– Invoco a todas las religiones y a ninguna. Se ha enseñado a los hombres que deben pertenecer a una creencia como se pertenece a una raza o a una tribu. Y yo les digo: os han mentido. Aprended a encontrar en cada creencia, en cada idea, la substancia luminosa y a separar los desperdicios. Aquel que siga mi camino podrá invocar a Ahura Mazda, a Mitra, a Cristo y a Buda. A los templos que elevaré, cada cual vendrá con sus plegarias.

»Yo respeto todas las creencias y, a los ojos de todos, ése es mi crimen. Los cristianos no escuchan cuando les hablo de las bondades del Nazareno y me reprochan que no hable mal de los judíos ni de Zoroastro. Los magos no me oyen cuando elogio a su profeta; quieren oírme maldecir a Cristo y a Buda. Y es que cuando reúnen al rebaño de los fieles, no lo hacen en torno al amor sino al odio; sólo se sienten solidarios frente a los otros y no se reconocen como hermanos más que en las prohibiciones y los anatemas. Y yo, Mani, pronto seré considerado el enemigo de todos, en lugar del amigo de todos. Mi crimen es querer conciliarios y lo pagaré, porque se unirán para condenarme. Sin embargo, cuando los hombres se hayan hastiado de los ritos, de los mitos y de las maldiciones, recordarán que un día, en los tiempos en que reinaba el gran Sapor, un humilde mortal hizo resonar un grito en todo el mundo.

El soberano estaba intrigado.

– La religión que quieres propagar, ¿tendrá templos y magos?

– Tendrá lugares de culto y Elegidos. Éstos se consagrarán a la oración y a la enseñanza, al arte y a la escritura, y al ejercicio de la justicia, como lo hacen los magos de hoy, a condición, sin embargo, de que renuncien a desear fortuna, gloria o poder.

Esta reserva suscitó en el monarca una satisfacción evidente. Kirdir agitó de nuevo su padham, pero Sapor se había vuelto ya hacia su jorrambash, el encargado de la cortina, que estaba permanentemente a su lado, y, con un leve movimiento de los dedos, le dio una orden. En los segundos que siguieron se vio acudir a dos escribas, que se sentaron a los pies del soberano. Era la señal de que la deliberación había terminado y el monarca se disponía a legislar, con un procedimiento que se llevaba a cabo desde los tiempos de los partos: el rey de reyes dictaba en lenguaje simple su deseos, que uno de los secretarios repetía en voz alta, no palabra por palabra, sino adaptándolo, como por traducción simultánea, a la jerga ampulosa de las ordenanzas oficiales, que el otro escriba se ocupaba de inscribir, con hermosa caligrafía, en el registro reservado con ese fin.

«En el día de hoy, hemos decidido…», dijo el soberano, y el secretario amplió: «Nosotros, el divino Sapor, rey de reyes del Irán y del No-Irán, dios entre los hombres, hombre entre los dioses…»

Sapor dejó que se transcribiera antes de proseguir:

«… que autorizamos a nuestro fiel súbdito Mani a propagar con toda libertad, por las ciudades y pueblos del Imperio, su mensaje celeste que ha obtenido nuestro soberano beneplácito. Se da la orden a todos los reyes, sátrapas, gobernadores y funcionarios, de ofrecerle asistencia como si fuera nuestro emisario en todos los lugares».

Dos

Al abandonar el palacio, Mani no pudo hacer otra cosa que andar, andar recto hacia adelante, golpeando con su único talón sano la calzada polvorienta de Ctesifonte. La gente se volvía a su paso, señalándole con el dedo para mostrar a los chiquillos aquel diablo extranjero medio loco, aquel mequetrefe poco agraciado que había bajado de las nubes. ¿Qué otra idea de él podían tener ese día?

Pero al día siguiente, no más tarde del día siguiente, toda esa gente comprendería. Desde el alba, los heraldos irían a pregonar en las plazas públicas el edicto donde se mencionaba este nombre: «Mani, médico del país de Babel». Entonces, se divulgarían por toda la capital los relatos, convenientemente aderezados, de su audiencia en el palacio, la gente se complacería en describir su estrafalaria vestimenta y todos se jactarían de haber reconocido en su calle su paso inspirado y la capa de un color que parecía reflejar al cielo. Antes de diez días, los correos partirían hacia las más lejanas regiones sasánidas llevando las órdenes del rey de reyes, copiadas y selladas con cera y sal.

Mani tenía veintiséis años, y aquellas calles, aquella tierra de Mesopotamia, aquel Imperio y el universo entero no eran ya lo suficientemente vastos para sus pasos. ¿Podemos imaginarnos a Jesús, a quien él amaba tanto, partiendo hacia Roma después de haber predicado en las aldeas de Galilea, entrando en el palacio del cesar Tiberio y abandonando el monte Palatino provisto de un edicto que le autorizara a difundir su enseñanza en la ciudad y en las provincias, con orden terminante a todos los Herodes y a todos los Poncio Pilatos de facilitar su misión?

Esta comparación es la que Mani tenía en la mente aquel día. La apariencia de las cosas alentaba sus más insensatas esperanzas e, incapaz de calmar sus ideas o sus pasos, andaba y andaba, ebrio, transfigurado.


Sus amigos le esperaban ante las verjas del palacio, pero él salió sin verlos. Allí estaban Denagh, Pattig, Maleo y Cloe; le llamaron, pero él estaba sordo; se lanzaron tras él, pero siguió su trayectoria, como un trozo de roca escapado de una catapulta. Las mujeres, agotadas, tuvieron que detenerse, así como su padre. Sólo Maleo le siguió. Desde la época de los Túnicas Blancas, había conservado aquella obstinación para alcanzarle siempre.

Al llegar a su altura, y habiéndosele adelantado incluso algunos pasos para intentar leer en sus ojos extraviados si corría así por dicha o por rabia, Maleo, jadeante, le suplicó que anduviera más despacio, que se volviera hacia él, en fin, que respondiera. Pero Mani no le habló de Sapor ni del salón del Trono; le anunció simplemente su intención de partir.

– ¿Partir? Hemos recorrido el Imperio, de Ctesifonte a Deb, de Deb a Ctesifonte, por los caminos, por los ríos y por el Gran Mar. ¿Adonde ir ahora?

– A los cuatro climas, al lejano horizonte de las llanuras, y más lejos, más lejos, al umbral de cada criatura. ¿Me seguirás?

Antes incluso de que su amigo respondiera, prosiguió como si no pudiera detenerse, como si sus palabras se hubieran desbocado:

– De ahora en adelante, a los que vengan a mí no les diré ya que esperen, los invitaré a unirse a mi comitiva. Seremos cientos, miles, levantaremos más polvo que un ejército, trazaremos sobre la piel del mundo un surco que no se borrará jamás.

Y diciendo esto, apresuró el paso. Maleo no intentó ya alcanzarle. Se sentó pesadamente sobre una gran piedra, mientras su amigo se alejaba.

«¿Cómo podría seguirle otra vez?», se preguntó el tirio. No hablaba de aquella carrera absurda por las calles de la capital, pensaba en ese viaje más absurdo aún, en ese periplo por todos los rincones del mundo al que Mani acababa de invitarle.

«Invitar… ¿Será ésa la palabra adecuada?», volvió a interrogarse Maleo, y la fatiga convirtió la sonrisa que esbozaba en una mueca de dolor. Desde aquel primer encuentro en el refectorio del palmeral jamás había podido negarle nada a Mani. Solía discutir, refunfuñar, echar pestes, jurarse que… ¿Para qué? Siempre terminaba haciendo exactamente lo que quería su amigo. Y si, a veces, intentaba resistirse, era Cloe, su propia esposa, la que intercedía en favor del otro.

Sin embargo, ni él ni ella compartirían jamás las preocupaciones del Mensajero, Y quizá fuera eso lo singular de su amistad. Frecuentar a un fundador de una creencia sin que éste intentara imponer sus convicciones sólo podía imaginarse porque Mani era lo que era, el apóstol de una fe generosa, y porque su dios no iba en busca de adoradores.

Al tirio no le interesaban las ideas religiosas; simplemente, había conocido a un sabio, un sabio enamorado de la belleza, un ser al que todo hombre habría deseado tener como amigo. Él no podía desdeñar semejante privilegio. Mientras sus piernas pudieran llevarle, le seguiría.

Mientras Maleo estaba sumido así en sus pensamientos, Mani estaba ensimismado en los suyos. Había caminado hasta las orillas del Tigris, y allí, en un lugar menos frecuentado que otros, su euforia se había desvanecido para dejar paso a la angustia.

Cuando no tenía protección ni introducción real, soñaba con apresar el mundo sólo con sus manos. ¡Pero ahora le ofrecían el mundo, los caminos se allanaban, la conquista debía comenzar! ¿Conquistar sin armas? ¿Arrastrar su pierna lisiada de país en país, enfrentarse con los sátrapas, con las naciones, con las castas, con las sectas, con las hermandades? ¿Poner desorden entre los rebaños agrupados, trastornar los rituales osificados y las opacidades de todo hombre? ¿Enseñar, escribir, dibujar, debatir sin descanso y luego partir de nuevo hacia la etapa del día siguiente para reunir a otras multitudes? ¿Inventar para cada auditorio el tono que seduce, desampara, consuela y fustiga a la vez, hasta que la humanidad entera estuviera reformada?

Como solía sucederle, sus meditaciones comenzadas en monólogo tomaron pronto la forma de diálogo con su alter ego, su «Gemelo».

– ¿Cuánto tiempo se me ha concedido para todo lo que tengo que hacer?

«Eso no lo sabrás», le dijo el Otro.

– ¿Podría al menos saber si aún dispongo de siete años, si alcanzaré la edad de Cristo y de Alejandro?

«¿Qué importancia tiene eso si posees la eternidad y el instante? El tiempo es el anzuelo de las Tinieblas, no te dejes engañar, ¡que cada día no tengas otro cuidado que no sea tu misión!»

– ¿Podría al menos saber si veré el fin de mi obra?

«Confíame el porvenir; camina, tu destino galopa ya lejos delante de ti. ¡En Beth-Lapat la gente se impacienta!»


Desde que fue publicado el edicto imperial, no había ciudad donde Mani no fuera esperado, pero él no perdió el tiempo dudando y tomó la dirección de Beth-Lapat.

Sólo era un pueblo grande de Susiana, sin pasado ni prestigio, pero se decía que a Sapor, que se había detenido en él varias veces, le habían agradado su aire y sus aguas y que había encargado a sus arquitectos efectuar allí trabajos de ampliación; según ciertos rumores, el soberano acariciaba la idea de convertirlo un día en su residencia de verano. Sin duda, esperaba sacar provecho de su emplazamiento entre Mesopotamia y Pérsida y, por lo tanto, entre los dos extremos del Imperio sasánida, el Occidente semita y el Oriente de habla aria. ¿Fue ésta la razón que empujó a Mani a empezar su periplo en Beth-Lapat?

Aunque no había visitado jamás aquella aldea, sabía que en ella se había desarrollado una activa comunidad cristiana, a la que dirigirse en primer lugar. Pero pronto tuvo que rendirse ante la evidencia: ya no vivía en el tiempo de las peregrinaciones anónimas y no tenía, como en Deb, la oportunidad de encaminar sus pasos hacia el lugar de su elección.

Apenas se enteraron de la llegada del visitante y de su séquito, los notables del lugar acudieron corriendo con el reyezuelo local a la cabeza. Éste, sacando el pecho, reivindicó el privilegio de alojar bajo su techo al protegido del divino Sapor. De tal manera que cuando Mani replicó que había adquirido la costumbre de elegir un jardín como residencia, al pie del árbol más venerable, el hombre se enfadó, recitó pomposamente su genealogía, que le hacía remontarse hasta los más antiguos dinastas y, con la aprobación de los escribas que le rodeaban, se permitió insistir. Rechazar su invitación significaba que se desdeñaba su ascendencia o bien que se ponía en duda la piedad de su casa. A pesar del apuro de Denagh y del cansancio de Pattig, Mani no cedió. Sería al pie del árbol adonde iría la gente a escuchar sus enseñanzas; sería allí y en ningún otro lugar donde pasaría la noche.

A decir verdad, la actitud era poco conciliadora, y quizá, incluso, inútilmente ofensiva; sin embargo, era la única prudente, ya que, a lo largo de sus viajes, el hijo de Babel debería enfrentarse a esta clase de asaltos, dictados, con frecuencia, por los más puros instintos de hospitalidad, pero la mayoría de las veces, por consideraciones menos estimables, como el deseo de un notable de subrayar su preeminencia recibiendo en su casa a un protegido de Sapor, si es que no tenía la intención de espiar a Mani, a sus compañeros y a la gente de la región que se mostrara peligrosamente sensible a sus enseñanzas.

En efecto, desde el comienzo del periplo apareció esta ambigüedad. Si bien los dignatarios de las provincias no podían hacer otra cosa que aparentar la más rastrera sumisión cuando se trataba de obedecer las órdenes del rey de reyes, si como consecuencia debían dispensar el mejor recibimiento a las personas que habían sabido obtener su divina benevolencia, no ignoraban lo pasajeros que son los favores, los del soberano más que los otros, y aunque contemplaban al visitante con envidia, tenían constantemente en la mente su posible desgracia; llegado el momento, tenían que estar preparados para probar que jamás habían dejado de desconfiar.

Con respecto a Mani, el asunto era aún más evidente. Las noticias corrían deprisa por el Imperio. Bastaba que un cortesano cuchicheara algo al oído de un vitaxe y que éste dejara caer una palabra durante un banquete de hidalgüelos, para que, tres semanas más tarde, el asunto se discutiera en las plazas de los pueblos. De este modo se conocieron los debates del salón del Trono y se relataron las palabras de Kirdir, lo que provocó un gran recelo hacia el médico de Babel.

En Beth-Lapat, Mani fue recibido, pues, con la cortesía conveniente, pero todos estaban sobre aviso. Cuando al atardecer se instaló en la colina al pie de un árbol, un níspero, los dignatarios y, por supuesto, los magos, se colocaron en las primeras filas de la multitud mientras los soldados merodeaban por allí, por lo demás, con aire benevolente y respetuoso ante el acontecimiento que estaban presenciando.

En el preámbulo, el visitante consideró un deber decir hasta qué punto se consideraba honrado por la confianza que le había manifestado el rey de reyes, y cuan conmovido estaba por el recibimiento que se le había dispensado en Beth-Lapat.

A continuación, después de presentar con algunas frases sus credenciales, expresó su esperanza de ver a todos los súbditos del Imperio reunidos en torno a una sabiduría común. «La misma chispa divina está en todos nosotros, no pertenece a ninguna raza ni a ninguna casta, no es macho ni hembra; todos debemos alimentarla de belleza y conocimientos y así conseguirá resplandecer; un hombre es grande sólo por la Luz que hay en él.»

Los oyentes de categoría que estaban allí intercambiaron miradas ofendidas. Ellos, que estaban orgullosos de su raza; ellos, a los que Artajerjes había encargado que hicieran respetar la jerarquía de las castas, a fin de que cada cual mirara con veneración a aquellos que la Providencia había hecho nacer por encima de él y con compasión a aquellos que había colocado más abajo; ellos, a quienes se les había inculcado que ésa era la base del orden sasánida y de todo orden terrestre o celeste, veían cómo aquel médico de Babel clamaba ante ellos y, lo que era peor, ante la multitud de los súbditos, ante la gente común, zapateros, tenderos, mozos de cuerda o tejedores de alfombras, que había que ignorar las castas e incluso despreciar la pertenencia a una raza. En otros tiempos, ese hombre habría sido arrestado desde sus primeras palabras, encarcelado, molido a palos y, quizá, decapitado. ¡Pero el que hablaba así era el emisario protegido del rey de los reyes! Renunciando a comprender, algunos notables prefirieron desaparecer silenciosamente, pero no sucedió así con los jóvenes magos, algunos de los cuales se retiraron ruidosamente y mostrando su furor.


A lo largo de sus viajes, Mani terminó por adquirir una indeleble reputación de agitador. Cada vez que tomaba la palabra, aparecían provocadores que buscaban el incidente, ingeniándose para hacerle decir las frases más sediciosas. Él mismo no evitaba la provocación, ya que formaba parte de los instrumentos que manejaba, y aunque supo a veces mantenerla soterrada, atenuar las críticas y no arriesgarse a pronunciar las palabras que habrían sembrado la división, en cuanto se le interrogaba con un poco de insistencia, respondía, cualesquiera que fuesen las intenciones del interlocutor. Si se trataba del espíritu de raza, de las barreras de las castas, del ritual de los magos o de las divinidades celosas, hablaba sin rodeos y sin contemplaciones; y si la reunión degeneraba, él se contentaba con encogerse de hombros.

– ¡Son los crujidos de la vieja piel del mundo! -decía-. Comenzaré a inquietarme cuando mis palabras sean tan suaves a los oídos de los hombres como las plumas de una almohada.

Generalmente, tales explicaciones estaban dirigidas a Denagh. Ahora, ella era la persona más cercana a Mani. Al caer el día, cuando el hijo de Babel se tendía al pie de su árbol o cuando las inclemencias le obligaban a hacerlo bajo el techo de algún fiel, Denagh nunca estaba lejos. En la comitiva, todos podían observar que su compañera le rodeaba de una ferviente atención, todos adivinaban el lugar particular que ella ocupaba, aunque nadie sabía con certeza en qué se habían convertido el uno para el otro, ni con qué palabras, con qué miradas o con qué amistad se envolvían cuando se encontraban solos.

Por otra parte, ¿quién habría tenido la audacia de preguntarlo? Un día, Pattig intentó abordar el tema con rodeos y precauciones.

– Bendito seas, hijo mío, bendito sea el día en que la Providencia me hizo seguir tus huellas. Mi corazón se llena de alegría cada vez que oigo a las gentes celebrar tus méritos, tu vida de asceta, todas esas privaciones que impones a tu cuerpo de hombre joven.

– ¿Qué mérito habría -le interrumpió Mani-, en privarse de un placer que no se hubiera probado?

Pattig prefirió alejarse, contentándose con farfullar una fórmula de bendición para disimular. Mani ni siquiera lo había mirado mientras le respondía, pero después de dejarle dar unos pasos, le llamó de la manera más respetuosa:

– ¡Mar Pattig!

Su padre acudió solícito, pero sólo para oír estas palabras:

– Mar Pattig, ¿cuándo dejarás de ser un Túnica Blanca?

El tono desengañado y la respetuosa designación hacían la pregunta más desgarradora a los ojos del padre, que quiso defenderse:

– Abandoné la Comunidad y a todos mis hermanos para seguirte, me he arrodillado ante ti, yo, que soy tu padre, he escuchado con humildad todos tus sermones…

– Me has escuchado cada día, mar Pattig, pero sigues hablando como un Túnica Blanca, y tus palabras me ofenden.

– ¡Sólo te he dicho palabras que alababan tus méritos!

– El que se impone privaciones para recibir elogios no merece ningún elogio, ya que es más vanidoso que el peor de los corrompidos. El sabio sólo ayuna para estar más cerca de sí mismo, él solo es juez, él solo es testigo. Si te privas, no lo hagas para conformarte con las exigencias de una comunidad, ni por miedo al castigo, ni siquiera con la esperanza de amontonar méritos que puedas hacer valer en otro mundo. A mis ojos, esas cuentas son sórdidas.

Pattig se obligó a sonreír.

– Hijo mío, si me estás diciendo que hay que hacer el bien por el bien, sin ni siquiera esperar recompensa, tu mérito es aún mayor.

Mani le miró al fin, pero con una mirada de desolación.

– ¿Me has oído alguna vez hablar del bien o del mal? ¡Esas palabras pervertidas no pertenecen a mi lenguaje! Mi «Gemelo» celeste me previno. Yo diré una cosa y los hombres, incluso los más cercanos, comprenderán otra. He dicho que en todo ser se mezclan Luz y Tinieblas, y que se necesita toda la sutileza del sabio para separarlas…

Luego respiró profundamente, como si intentara recuperar la serenidad.

– En realidad, has venido a preguntarme lo que Denagh es para mí.

Pattig, desprevenido, levantó las dos manos en un gesto de defensa. Su hijo prosiguió:

– Sus ropas dibujan los contornos de mi reino vagabundo.

Y esta vez fue Mani el que se levantó y se alejó, con un paso más saltarín que nunca, dejando a su padre dando vueltas en la cabeza indefinidamente a esa confesión de dos caras.

Nadie más osó interrogar al hijo de Babel sobre su compañera. Ni siquiera Cloe, a quien, sin embargo, le corroía la curiosidad. La mujer permanecía en Ctesifonte para ocuparse de su familia y de los asuntos de Maleo mientras este último andaba por los caminos, pero era en su casa donde Mani residía cuando pasaba por la capital del Imperio, y ella no podía evitar observarle, pensativa. ¿Por qué le había afirmado él, antaño, que ninguna mujer ocuparía jamás un lugar a su lado? ¿Habría aparecido ella en su vida demasiado pronto? ¿Le habría mentido él, simplemente por amistad hacia Maleo? Y tantas otras preguntas que la hija del griego no podía formular a nadie, apenas a sí misma, y que creía desterrar de su mente mostrándose más solícita con Denagh, pero que volvían a obsesionarla cada vez que veía a la otra mujer sentada junto a Mani y con los ojos clavados en sus labios.

Denagh. La trenza que caía sobre su pecho velaba el moreno rosáceo de su cuello inclinado. De la muchacha se desprendía una juventud sin arrogancia, una belleza sin afeites y sin espejos, pero una belleza definitiva, como el último argumento de un debate. Anudada a la cintura, llevaba una gruesa banda de lana, enrollada a modo de cinturón. Una tarde, el cielo comenzó a oscurecerse y se levantó un viento fresco. Denagh se estremeció y, desatándose el cinturón, se cubrió los hombros con él. Pintado con trazos finos sobre la tela, había un rostro, el suyo, rodeado de flores. Todos reconocieron en él el pincel de Mani, y la tela se convirtió para los fieles en una reliquia venerada. Los que se acercaban para rozarla, respiraban el perfume que se desprendía de ella, una mezcla de áloe, ámbar, nenúfar y almizcle tibetano que el propio Mani había compuesto.

¿No dijo él un día que en los Jardines de Luz todo sería perfume y color, que nada seguiría siendo substancia?


En la comitiva de Mani reinaba una atmósfera de fiesta apacible, aunque en ella se abordaban permanentemente temas austeros. Todos se sentían obligados a cultivar un arte, a menudo la música y el canto, puesto que éstos ocupaban un lugar de honor en el país sasánida, pero también la poesía y, evidentemente, la pintura y la caligrafía a imitación del maestro; el maestro, que les autorizaba a agruparse a su alrededor cuando tensaba la tela o apomazaba el pergamino, cuando preparaba barnices y colores e, incluso, cuando trazaba los contornos y se ponía a pintar. Nunca se dejaba distraer por la presencia de los discípulos, no parecía que sus miradas pesaran sobre su mano; y con frecuencia, mientras pintaba, se ponía a hablar y sus palabras se dejaban subrayar por sus pinceladas. Esos momentos eran los más intensos y los discípulos hubieran deseado que se prolongaran hasta el Infinito; permanecían en el mismo sitio durante horas, conteniendo la respiración por miedo a que se rompiera el encanto.

A pesar de que todos sus compañeros le rodeaban de una muda veneración, la presencia de Mani no era jamás opresiva. Si bien el hijo de Babel pedía a sus discípulos más cercanos, sus Elegidos, aquellos a quienes un día llamarían los Perfectos, que se consagraran al arte, a la enseñanza, a la meditación, y que se deshicieran de toda posesión, repetía sin cesar que se podía ir a él sin abandonar el trabajo ni las propiedades, sin apartarse de las propias costumbres y modo de vida, a condición de no perjudicar a las criaturas y de no dejar morir a los sabios.

– Así pues -se escandalizaba un día un disidente-, ¿en tu religión hay dos morales?

Mani ni siquiera pensó en negarlo.

– Hay un camino arduo que toman aquellos que aspiran a la perfección y un camino llano para el resto de los seres humanos.

– Pero si los dos caminos conducen a la salvación, ¿qué ventajas tendré si elijo el camino difícil?

– Si pronuncias la palabra «ventajas» es que ya has elegido.

A lo largo de las etapas, los fieles se multiplicaban, sobre todo en las ciudades, entre los artesanos, los comerciantes, los extranjeros y los mestizos. No cabía la menor duda, Mani seducía a los que vivían encerrados en el orden estricto de las religiones y de las castas, a los que sufrían por sentirse desgarrados entre diferentes adhesiones, a los que no se creían sentados desde siempre y para siempre en un mullido cojín de privilegios.

Sin embargo, donde sus enseñanzas se propagaban más despacio era en el seno de la casta más desprovista. ¿Cómo iba a obtener la adhesión entusiasta de los campesinos si decía: «No matéis al árbol, no dañéis a la tierra»? Por el contrario, ganó para su causa a algunos ilustres representantes de la casta de los guerreros, como Peroz y Mirhshah, dos hermanos de Sapor. Y sobre todo, evidentemente, al precursor de todos, el hijo menor del rey de reyes, Ormuz, que se proclamaba ya abiertamente discípulo de Mani y que, a la vez que seguía adorando a Ahura Mazda, mandó acuñar en Deb unas monedas que llevaban en el reverso la efigie de Buda. A decir verdad, la mayoría de sus iguales le censuraban, así como los magos. Ante los altares del fuego de Ctesifonte, de Pérsida y de Atropatena se celebraban reuniones tormentosas. ¡Buda en las monedas sasánidas! ¡Quién lo hubiera creído! ¿Y por qué no, mañana, la cruz del Nazareno?

Exclamaciones e interrogaciones que no se dirigían, evidentemente, a Mani. Que quisiera conmocionar así el orden del Imperio, sacudir los fundamentos sobre los que habían sido establecidas la dinastía sasánida y la Religión Verdadera confirmaba, a los ojos de todos, el juicio implacable de Kirdir, «un nazareno de la especie más hipócrita, un lobo de dos patas». Pero ¿y Sapor? ¿Por qué el divino rey de reyes, señor del Imperio, querría destruir con sus manos lo que constituía el fundamento de su poder?

En los conciliábulos de los nobles y de los magos se prefería creer que había sido engañado. En cuanto estuviera convenientemente informado de los estragos causados por el hereje, sin duda alguna le retiraría su protección y le infligiría el castigo ejemplar que la ley había previsto. Una delegación, formada por los príncipes de sangre real y los magos de mayor categoría, se presentó ante el Trono, encargada de las quejas.

– Ese tal Mani conduce una horda de mendigos que se abaten sobre cada localidad del Imperio como las langostas sobre un oasis. Desafía los mandamientos celestes e incita al vulgo a despreciar a aquellos a quienes el nacimiento ha colocado por encima de sus cabezas. El artesano se quiere convertir en escriba, el escriba quiere ser noble, el respeto y la autoridad se pierden, el orden de la dinastía se derrumba y corre por todo el Imperio que es nuestro divino señor en persona quien ha querido que esto sea así…

Sapor escuchó. Se ensimismó en una larga meditación y luego se levantó inesperadamente. Los cortesanos sólo tuvieron tiempo de inclinarse con el rostro contra el suelo. Cuando se atrevieron a mirar de nuevo hacia el trono, la cortina estaba ya cerrada.

¿Se habría conmovido el rey de los reyes por lo que le habían revelado? ¿Le habría incomodado el tono empleado por los príncipes y los magos? En todo caso, a los miembros de la delegación no se les infligió ningún castigo, pero tampoco se tomó ninguna medida en contra de Mani.

Pasaron algunas semanas y no sucedió nada. Los conciliábulos y las discusiones se reanudaron. Si el divino Sapor no había reaccionado -pensaba Kirdir-, era porque no valoraba el alcance de los peligros o porque vacilaba. Si se produjera un incidente grave, el monarca se vería obligado a tomar partido resueltamente.

Tres

Kirdir no tuvo necesidad de suscitar el incidente grave, ya que fue Mani quien creó todas las condiciones para que se produjera, al decidir súbitamente ir a Ecbatana, metrópoli de Media, de donde su padre era originario, y feudo secular de los magos. La visita en sí misma tenía trazas de provocación, tanto más cuanto que el hijo de Babel se ocupó de anunciarlo con varias semanas de anticipación en un sermón público pronunciado en la plaza mayor de Seleucia, barrio de Ctesifonte, precisando que ese viaje sería duro y que no animaba a sus fieles a seguirle; pero le siguieron a cientos.

Entre sus adversarios, fue Kirdir el que decidió acudir allí en persona, no sin haber tomado antes la precaución de hacerse acompañar por Bahram, el hijo mayor de Sapor. Ni entre la casta de los magos ni entre la de los guerreros tenía Mani enemigos más feroces. Kirdir veía en el hijo de Babel una amenaza para el nuevo orden religioso que los magos intentaban imponer en el Imperio, mientras que Bahram veía en él, sobre todo, a un aliado de su hermano menor Ormuz, al que le enfrentaba una tenaz rivalidad. Evidentemente, la suerte de Denagh no había hecho más que envenenar las cosas: que una joven de la nobleza, codiciada por Bahram, hubiera preferido seguir al médico de Babel en sus vagabundeos con el consentimiento de Ormuz, era un ultraje que no podía olvidarse. ¡El episodio de Ecbatana no sería más que el preludio de las venganzas venideras!


La primera prueba que la comitiva de Mani tuvo que afrontar fue el frío. El otoño tocaba a su fin. Los días fueron aún agradables mientras caminaron por las llanuras de Mesopotamia, pero en cuanto se internaron por los caminos de montaña tuvieron que usar ropas de abrigo. A seis parasangas de Ecbatana encontraron las primeras extensiones de nieve, que los nativos de los pantanos palpaban con fascinación.

Por suerte, la comitiva no estaba formada por las «hordas de mendigos» de los que los magos se complacían en burlarse. En efecto, entre los fieles había mercaderes prósperos que consideraban un deber vestir, calzar y alimentar a los ascetas. Uno de ellos era Maleo, quien, a la hora en que las discusiones religiosas se animaban, siempre encontraba ocupación en otra parte, generalmente junto a las monturas, ya que se había atribuido la tarea de evitar a Mani todas las preocupaciones terrenales. Como tenía la experiencia de las caravanas, se reveló como el más eficaz de los organizadores. Se podía ver, incluso, amontonados sobre los lomos de las mulas, abrigos y mantas de lana guardados en reserva para mayores inclemencias. No iban a resultar superfluas, como lo marcaba un gigantesco león colocado a la entrada de Ecbatana, que llevaba en lo alto de su melena un copo blanco, minúsculo, pero humillante para la estatua más célebre del Imperio, esculpida precisamente a modo de talismán para proteger a la ciudad contra las nevadas.

A la llegada de Mani, las calles de Ecbatana estaban desiertas o lo parecían. El viento matinal se había calmado; el sol, en medio del cielo, apenas estaba velado y sus jóvenes rayos se esforzaban en entibiar la atmósfera. La comitiva atravesó una calle bordeada de tiendecillas todas cerradas. Sin embargo, no era la hora de la comida ni la de la siesta. ¿Qué otro momento escogería la población para trabajar, pasearse, hacer recados y compras?

– ¿Dónde está la gente? -murmuró Denagh ingenuamente.

– Espiándonos detrás de las rejas de las ventanas. Aparentemente han recibido orden de permanecer en su casa.

Mani había respondido mientras daba una palmada a su montura; luego miró a Denagh con aire de regocijo, por lo que ella presintió que había motivo para inquietarse. Por otra parte, él prosiguió con un acento de radiante desafío:

– A las puertas de la ciudad nos han dejado pasar sin la menor pregunta. Ahora nos están observando sin cortarnos el paso. No sé aún cuál es el lugar que han elegido para esperarnos. Quizá frente a la ciudadela.

Denagh, como todos los de la comitiva, divisaba ya, por encima de las casas bajas, la sombría silueta de lo que había sido antaño el último baluarte de Darío. Cuando Alejandro invadió Persia, el rey de reyes había mandado construir en Ecbatana un castillo de mil habitaciones, tan vasto como una ciudad, una especie de monstruosa caja de caudales donde encerrar, tras ocho pesadas puertas de hierro, a sus mujeres y a sus hijos más jóvenes, así como su tesoro. El conjunto era ya una ruina, pero se había reconstruido un ala donde, de cuando en cuando, residía algún miembro de la familia reinante.

Por las calles cercanas a la ciudadela patrullaban los soldados en grupos de diez, a pie o a caballo, ajetreándose como si estuvieran en un campo de maniobras, sin una mirada para la caravana que se acercaba. Denagh preguntó a Mani si no sería prudente volver sobre sus pasos, pero éste no quiso escucharla. Aunque estuviera amenazado de secuestro y de muerte, pasaría la noche en la ciudad, ya que nadie podía ignorar que estaba provisto de la más alta autorización. Para subrayar mejor sus palabras, saltó a tierra y soltó la brida. Sus compañeros le imitaron, de suerte que ahora los soldados estaban entre ellos y a su alrededor; un hervidero de soldados agitándose en medio de ellos, pero sin tocar a nadie.

Mani se detuvo y levantó las manos, como lo hacía cuando deseaba que su comitiva se detuviera. Él había reanudado la marcha, solo, por la explanada que llevaba a la ciudadela, cuando de pronto, obedeciendo a alguna señal convenida, cinco escuadras de soldados de infantería se lanzaron hacia él rodeándolo por todas partes y formando con sus cuerpos una barrera inmóvil. Con un empeño irrisorio, algunos fieles, y sobre todo las mujeres, intentaron apartar a los soldados para liberar a Mani, pero éste les pidió que se alejaran. Sólo Denagh se obstinó en forzar la línea de los militares, quienes, de pronto, le abrieron paso ostensiblemente como si tuvieran instrucciones especiales relativas a la muchacha de la trenza, que corrió a reunirse con el Mensajero.

Bahram, subido en la más alta de las atalayas, observaba con delectación la escena junto a Kirdir; sin que se le hubiera molestado, sin que se le hubiera dirigido la menor palabra de amenaza, Mani se encontraba encerrado con su compañera en esa extraña prisión, cuyos muros pronto se hicieron más gruesos con una segunda fila de soldados. Pasaron la noche, y luego el día, y de nuevo la noche en el mismo lugar, sin fuego, agua ni comida, y también sin mantas, calentándose sólo con su mutua presencia reconfortante, mientras que los hombres de la guardia se relevaban por turno cada dos horas.

Hasta dos días después, cuando le informaron de que «el hereje» acababa de desmayarse en los brazos de Denagh, no ordenó el hijo mayor de Sapor que cesara el castigo. Y mientras los fieles se precipitaban a prestar auxilio a los secuestrados y se apresuraban a llevarse a Mani fuera de Ecbatana, temiendo que al recuperar el conocimiento decidiera prolongar su estancia, Bahram se fue a celebrar un banquete, haciendo resonar su risa por toda la ciudad. Si Mani se quejaba al rey de reyes, el príncipe siempre podría alegar que no había hecho más que asegurar al máximo la protección del visitante y que nadie le había levantado la mano.

Pero Sapor no lo entendió así. En cuanto se propagó la noticia, convocó a su hijo a Ctesifonte, y allí, ante una multitud de estupefactos cortesanos, le acusó de desobediencia, le tachó de libertino e incapaz y luego ordenó que le encerraran en un pabellón de caza.

Ese día, mientras los jinetes de la guardia imperial iban a buscar a Bahram, otro destacamento tomaba el camino de Kengavar, donde se encontraba Mani, a fin de llevarle con urgencia a la capital. Con urgencia y solo. Como Sapor no había tolerado jamás la más leve ofensa a la dignidad de su cargo, desde el momento en que su hijo había sido humillado en público, nadie se aventuraba a imaginar qué trato se infligiría a aquel que, según la opinión general, era el culpable de los desórdenes.

Antes de separarse de sus compañeros, el hijo de Babel les hizo recomendaciones para que prosiguieran la obra emprendida. Quiso decir una palabra a cada uno de sus allegados, pero el oficial le conminó a abreviar su despedida.

Cuatro

Cuando Mani se presentó en el palacio, le condujeron al despacho del darbadh que dirigía la casa imperial. Éste le hizo esperar algunos minutos, se ausentó y, a su regreso, le rogó que le siguiera. Sin embargo, no le llevó al salón del Trono, sino, después de atravesar dédalos y jardines, hasta una puerta baja cincelada que cerró rápidamente tras él.

A Mani le costó trabajo reconocer a Sapor en ese hombre que estaba sentado en aquella habitación sin lujos. Esta vez no había derroche de oro. Desde luego, sus ropas estaban hechas con telas nobles que exhalaban la armonía de los motivos simétricos, pero no habrían desentonado sobre los hombros de un cortesano, como tampoco los largos cabellos rizados, perfumados con sándalo. Los gestos estaban desprovistos de la elegancia circunspecta de las audiencias solemnes, y los dedos, acostumbrados a las leves señas de mando, parecían consolarse de su inutilidad triturando las bolas rosáceas de un pasatiempo.

Al descubrir, como con un relámpago tardío, que se encontraba en presencia del monarca divinizado, el hijo de Babel puso la rodilla en tierra rebuscando en su manga para sacar el pañuelo ritual.

– Deja ese padham, Mani, hay alientos menos puros que el tuyo. Y levántate, ven a sentarte a mi derecha en este cojín.

Aunque continuara dando órdenes sucesivas, la voz se había suavizado y sonaba temblorosa. Sin duda, debido a la incomodidad del actor que acaba de emerger de su papel.

– Los informes que me llegan de las provincias afirman que tus enseñanzas se propagan, que en las grandes ciudades comunidades enteras te invocan. En este palacio, algunas personas se alegran de tus éxitos, otras se angustian o se indignan a causa de los incidentes que se multiplican.

Mani no pensó en justificarse. El soberano no parecía esperar una respuesta, sino sopesar las palabras que pronunciaría a continuación.

– Lo que ha sucedido hasta ahora me preocupa poco; temía resistencias mucho más brutales que las chiquilladas de mi hijo.

– Por mí, ese episodio está olvidado. Cada día que me alejo de él es un siglo; no guardo ningún rencor.

– En eso estás equivocado, la vida me ha enseñado lo contrario. La existencia es un rosario de dudas, una sucesión de arreglos de cuentas que se pueden saldar con mezquindad o con magnanimidad, pero que se tiene el deber de saldar. La impunidad me resulta insoportable, aunque sea yo el beneficiario, y, como guardián del Imperio, no tengo derecho a tolerarla. Mi hijo pagará durante mucho tiempo su debilidad de alma y su desobediencia.


El tono de las últimas frases situaba de nuevo a Mani en presencia del Sapor del salón del Trono.

– ¿No perdonáis jamás?

– Únicamente a aquellos a los que mi misericordia aplastaría más dolorosamente que el castigo. Mi hijo mayor no tiene ese temple. A ti también tengo algo que reprocharte.

La transición fue tan brusca que Mani se sobresaltó.

– ¿Cómo dejaste que Bahram te humillara así? ¿Has olvidado que viajas y enseñas por todo el Imperio bajo mi protección, que llevas contigo mi confianza y mi autoridad y que al permitir que se mofen de ellas es a mí a quien rebajas?

Una vez pasado el instante de sorpresa, el hijo de Babel se irguió y dijo con una voz llena de orgullo y de desafío:

– Tengo también otro mentor, un protector celeste que no teme el insulto.

Sapor soltó una risa breve y afectada, que en su rostro adquiría un valor de excusa.

– No te he pedido que vinieras para sermonearte. Me he irritado como me irrito cada vez que hablo de ese hijo. Le guardo rencor por burlarse de la protección que yo te había ofrecido y, sobre todo, me entristece verle convertirse en un juguete en las manos de los magos de Media.

«Compréndeme, no siento hostilidad hacia los magos, ya que un ser como Juvanoé ha estado más cerca de mí que mi padre; me enseñó todo lo que sé, y en él no hay más que pureza, lealtad y sabiduría; pero no todos tienen ese temple. Por un mago que se sacrifica hay cuarenta que sólo sueñan con el poder y que no viven más que para conspiraciones e intrigas. Dictan a todo el mundo cómo vestir, comer, beber, toser, eructar, llorar, estornudar, qué fórmula farfullar en cada circunstancia, qué mujer desposar, en qué momento evitarla o abrazarla, y de qué manera. Hacen que grandes y chicos vivan en el terror de la impureza y de la impiedad.

»Se han apropiado de las mejores tierras de cada región, han amasado riquezas, sus templos rebosan de oro, de esclavos y de grano; cuando el hambre hace estragos, son los únicos que no la sufren. A lo largo de los reinados, han ido acumulando prerrogativas. No hay un adolescente que sepa alinear dos caracteres sin que un mago le haya guiado la mano; no puede concluirse un acto de venta sin que ellos perciban su parte, ni puede resolverse un litigio sin su arbitraje. Los magos también deciden si un decreto real es conforme a la ley divina, ley que, evidentemente, ellos interpretan a su conveniencia. Pero me resigno, evito contrariarlos, no intento privarlos de esos privilegios excesivos. ¿Te imaginas al rey de reyes capaz de tanta paciencia?

Mani se sorprendió esbozando un gesto de compasión, mientras el señor del Imperio proseguía su acusación.

– ¿Crees que todo esto les basta? ¡Sería no conocer a los magos de Media! Es el Trono, es mi Trono lo que codician, ni más ni menos, y como no pueden apoderarse de él, quieren envilecerlo y someterlo a su agobiante tutela.

»Un día que mi padre, el divino Artajerjes, consumido por la fiebre, sentía la muerte próxima, los magos más eminentes vinieron a la cabecera de su lecho llevando como un tesoro algunas páginas copiadas del Avesta que se pusieron a recitar con gran solemnidad en medio de un sofocante humo de incienso. ¿Qué querían? ¿Reconfortar a su señor, hacerle menos penosas esas horas que le quedaban? ¿Describirle un mundo mejor en el que olvidaría sus sufrimientos, en el que ocuparía un lugar entre los gloriosos soberanos del pasado? No, nada de todo eso les habría hecho acudir desde todos los rincones del Imperio. Si se habían desplazado era con el único objetivo de hacer firmar a mi padre, envejecido y debilitado, un edicto que autorizaba al jefe de los magos a designar el sucesor al Trono. Por supuesto, el asunto estaba presentado de otra manera: según el Avesta, los ángeles del Cielo son lo únicos que tienen la facultad de nombrar al futuro rey de reyes, pero, según otro pasaje del Avesta, la elección de los ángeles debe ser comunicada al jefe de los magos, quien se encarga de informar a los hombres.

«Tratándose de mí, el problema no se planteaba; yo he contribuido tanto como mi padre a edificar este Imperio y compartió el Trono conmigo cuando aún vivía. Pero cuando yo ya no esté aquí, los magos restablecerán esa extravagante disposición. Por otra parte, andan murmurando al oído de mis hijos y de mis hermanos que cualquiera que ambicione acceder un día al poder, deberá doblegarse a sus deseos. ¿Comprendes ahora mi cólera cuando veo a uno de mis protegidos humillado por Bahram bajo la mirada satisfecha de los magos? No dudo que tengas otro mentor, Mani, que está muy por encima de las codicias terrestres, muy por encima de los rencores, pero es mi protección la que pediste, médico de Babel. Yo te la ofrecí y tú la aceptaste, y te has valido de ella en todas las regiones que has visitado. ¡No tienes ya derecho a abandonar! ¡Ni a traicionarme!

¿Abandonar? ¿Traicionar?

– El Cielo ha querido que yo viniera a este palacio, que mi esperanza floreciera en el seno de este Imperio bajo este reinado bendito. ¿Por qué querría yo traicionaros?

– Sin duda, no tienes intención de traicionarme, pero me has traicionado.

Mani no comprende, tanto menos cuanto que el tono es benevolente, casi amistoso, sin relación alguna, en todo caso, con una acusación tan grave.

– Has venido a hablarme, Mani, de una fe nueva que, respetando la sabiduría de Zoroastro y el culto a Ahura Mazda, prohibiría a los hombres de religión poseer tierras y oro, y los confinaría en la oración, la enseñanza y la meditación. Tú querrías ver triunfar esa fe porque ése es el mensaje que te ha sido revelado, y yo deseo igualmente verla propagarse porque conviene a la dinastía. Tú predicas la armonía entre los pueblos y las creencias para obedecer las órdenes del Altísimo, y yo invoco en mis deseos la misma armonía, porque es necesaria para la cohesión del Imperio y su prosperidad. El Cielo y yo perseguimos la misma presa, Mani, y fuiste tú quien me lo hizo comprender. El Cielo y yo encontramos los mismos enemigos cruzados en nuestro camino. Quiero combatirlos, aniquilarlos, y esperaba encontrar en ti al aliado providencial, pero tú te obstinas en traicionarme.

Mani está desconcertado. En cuanto cree comprender, Sapor se encarga de confundirle. Ante cualquier otra persona que no fuera el rey de reyes habría explotado, pero en esta circunstancia tiene que mostrar su cólera de una manera encubierta.

– Sigo sin comprender en qué he podido traicionaros, pero si lo he hecho, mi castigo es la muerte y estoy dispuesto a afrontarla.

El soberano echó la cabeza hacia atrás. Se habría dicho que ponía por testigo al rayo de sol que se introducía por el tragaluz labrado a modo de rosetón. Se enroscó en los dedos su rosario de perlas y luego confesó:

– Siento más afecto por ti que por mis propios hijos. Mientras yo viva, ninguna mano se alzará contra ti, ni la mía ni ninguna otra, pero ¿por qué te obstinas en hablar de abolir las castas?

Así que era eso, se dijo Mani, casi feliz de haber comprendido al fin a dónde quería ir a parar Sapor. Estaba poniendo en orden sus ideas para justificarse, cuando el monarca le dispensó de ello.

– Es inútil que me expongas tu doctrina en esa materia, ya que yo podría perfectamente ser de tu misma opinión. Soy el rey de reyes y no necesito invocar una casta o una raza, son ellas las que me invocan a mí. Pero si bien estamos luchando contra los magos, no podemos perder la adhesión de la casta de los guerreros al mismo tiempo. Los guerreros son todos los gobernadores de provincias, todos los comandantes del ejército, todos los príncipes. Si toda esa gente se pusiera del lado de los magos, te aplastarían, tu esperanza sería barrida, y ni siquiera yo, Sapor, rey de reyes, señor del Imperio, podría hacer nada por ti. Quizá, incluso, fuera arrastrado en tu caída. Cada vez que hablas, ganas para tu causa a letrados, artesanos, burgueses, esclavos también, me han dicho, y muchas mujeres y muchos extranjeros. Pero esos adeptos no servirán de nada a la hora del gran enfrentamiento.

Luego prosiguió sin recuperar el aliento, pero con una voz súbitamente sigilosa y ligeramente turbada.

– Esta mañana he dado órdenes que te conciernen. En cada uno de mis palacios habrá un puesto para ti. En la sala de audiencia y también en mi consejo privado. Allí donde yo vaya, tú me acompañarás.

– Tengo que dar un mensaje a las naciones…

– Tus discípulos lo harán en tu nombre. De ahora en adelante formas parte de mis allegados. Tu periplo será una marcha triunfal, sin incidentes humillantes, sin provocaciones ni refriegas ni alborotos. Quiero que hombres de todas las castas y de todas las razas se reúnan a tu alrededor, pero sobre todo, guerreros, príncipes, sátrapas… quiero que ganes adeptos incluso entre los magos. Si lo consigues…

Sapor se interrumpió, pareció vacilar una última vez y luego, por una especie de pudor o algún sentimiento similar, bajó súbitamente los ojos en el momento de concluir:

– Si lo consigues, se promulgará un edicto para anunciar que el rey de reyes ha decidido abrazar la religión de Mani.


De su primera visita al palacio, que le daba solamente el derecho a predicar, Mani había salido con aire exultante y paso de conquistador. De su segunda entrevista, a pesar de que el rey de reyes le había prometido convertirse y le había pedido que reuniera a todos sus súbditos en torno suyo y de su mensaje, salió abrumado, como si llevara a la vez la cruz de Cristo y la corona de los sasánidas.

¿Qué le sucedía? ¿No se estaba acercando su mayor esperanza cien veces más deprisa de lo esperado? Mañana, el rey de reyes; pasado mañana, el Imperio; pronto sus ideas animarían a la humanidad entera. Ya no era solamente un sueño solitario, una promesa de su «Gemelo» a la orilla de un canal del Tigris. Él no era ya ese vagabundo mendicante, sembrador de palabras; el triunfo estaba al alcance de su mano.

Sin embargo, fue a encerrarse en la habitación que aún ocupaba en casa de Maleo cada vez que pasaba por Ctesifonte. Aquel día no volvería a salir de ella, como tampoco al día siguiente; permanecía postrado en el ayuno y la contemplación, sin dirigir una palabra tranquilizadora a la multitud de adeptos que poblaban cada rincón de la casa y del jardín. Sólo Denagh se atrevió a entrar un momento para, sin el menor ruido, depositar un cántaro de agua en el alféizar de la ventana cerrada.

Extraño, a decir verdad, y desconcertante, ese encuentro entre él, el niño cojo del palmeral y Sapor, al que las inscripciones llamaban «descendiente de los dioses, noble hermano del Sol y de la Luna, señor de los cuatro horizontes…». ¿Qué parentesco podía haber entre ellos, qué connivencia, qué intimidad, qué pensamiento común? Sin embargo, el monarca había esbozado gestos de excusa; sin embargo, había enrojecido y había apartado los ojos y luego, para ocultar su timidez, había huido en cuanto hubo confesado su deseo de abrazar su fe.

¿Abrazar la fe de Mani? ¿Convertirse? ¿Él, el rey de reyes, se pondría de rodillas y rogaría a Mani que le bendijera mediante la imposición de manos? ¿No sería aquello un enorme y cruel engaño?

Una vez más, la perplejidad del hijo de Babel desembocó en un diálogo con su «Gemelo» que le dijo con el más firme de los tonos:

«¡Sapor tiene más ambiciones para ti que las que tú tienes para ti mismo! Hoy por hoy, es el hombre más poderoso de la Tierra, sus ejércitos son capaces de vencer a los de Roma y a los de China; ya se da el título de soberano de Oriente y de Occidente y se considera sucesor de Alejandro. Y tú, Mani, has venido a anunciarle que ha comenzado una nueva era. ¡Desearía tanto que fuera verdad! El hecho de que la Revelación haya coincidido con el principio de su reinado, ¿no es una señal del Cielo, dirigida a él, Sapor, para asegurarle que sus ambiciones son legítimas y conformes a los designios de la Providencia? Quiere creer en ti, quiere que seas el digno sucesor de los profetas más santos, que seas igual que Zoroastro, e incluso más grande que Zoroastro. ¡Después de todo, los príncipes que reinaban en tiempos de Zoroastro no eran más grandes que Sapor!».

– ¡Sería el adorno del reinado de Sapor!

«¿Por qué no podría ser él el instrumento de tu reinado? ¿Y por qué hablas de adorno? Este monarca quiere que le ayudes a reducir el poder de los magos, y te necesita para establecer la armonía entre las comunidades que gobierna. Cuando haya conquistado todas las tierras que codicia, cuando tenga bajo su autoridad tantos pueblos diferentes, ¿cómo podrá mantener la cohesión del Imperio? ¿Imponiendo a todos la religión ancestral de los persas y construyendo por todas partes templos del fuego para que la arrogancia de los magos sea aún más ostentosa? ¿Dejando proliferar a los sectarios de los dioses únicos, todas esas religiones celosas y pendencieras que preparan para el Imperio y para todos los Imperios milenios de fuego y de sangre? Sólo tú, Mani, puedes evitar ese extravío de los hombres.»

– Este rey quiere conquistar el mundo con las armas, ¿y yo tengo que asociarme con él, yo que detesto herir la corteza de una higuera?

Cuando al cabo de tres días salió al fin de su retiro, Mani no conservaba en sus palabras ni en su voz ningún rastro de las dudas que le habían asaltado. A los aún numerosos fieles que le esperaban les anunció que el triunfo estaba próximo, que estaban en vías de ganar el Imperio y que, debido precisamente a esa esperanza, el mensaje debía llegar sin demora a los pueblos más alejados. Pidió a sus mejores discípulos que se desperdigaran por las provincias de los cuatro imperios, desde China hasta Egipto y Axum, y desde Roma hasta Palmira. «Las antiguas religiones estaban destinadas a una sola región, a una sola lengua. Mi religión es de tal manera que debe manifestarse en todas las regiones y en todas las lenguas a la vez…»

Él mismo, menos libre ahora para desplazarse, comenzó a escribir con frenesí cientos de epístolas, himnos, salmos, y libros que no se contentaba con caligrafiar de su propia mano, sino que adornaba, ilustraba y cubría de dorados, la única circunstancia en la cual se dignaban sus dedos tocar el oro.

De este periodo data una de las obras más asombrosas de todos los tiempos, un libro que Mani tituló simplemente «La imagen», y en el cual explicaba el conjunto de sus creencias mediante una sucesión de pinturas, sin recurrir a las palabras. ¿Qué mejor manera tenía de dirigirse a todos los hombres más allá de las barreras del lenguaje?

Cinco

Desde ese momento, la silueta de Mani formó parte del paisaje de la corte. Si alguna vez desaparecía para celebrar una reunión con sus fieles, Sapor le mandaba llamar, hasta tres veces en el mismo día, a fin de consultarle sobre todo lo que turbaba su espíritu de hombre y de soberano, ya se tratase de su salud, de los astros, del humor de su hermana y esposa Azur Anahít, de las perfidias cotidianas de los magos o de las relaciones entre el Imperio y las otras potencias, sometidas o adversarias.

A la cabeza de éstas estaba Roma, eterna rival de los partos y luego de los sasánidas. Su historia no estaba hecha de ímpetus dinásticos, pero los más grandes entre sus emperadores ambicionaban, como Sapor y antes que él su padre Artajerjes, reunir bajo sus águilas de bronce las dos vertientes del mundo.

Romanos y persas, dos olas enemigas a las que una obsesión común condenaba a rodar impetuosamente la una hacia la otra, a estrellarse la una contra la otra.

Los sasánidas, cuyas tierras se adentraban hasta muy lejos en las estepas de Asia, habían querido que una región ajena a su cultura y a sus cultos, esa Mesopotamia semita y ya parcialmente cristianizada; su sueño era desplegar sus estandartes sobre todas las tierras situadas entre el Tigris y el río Strimón, cerca del cual nació Alejandro, a fin de que un día Ctesifonte no fuera ya una frontera del Imperio, sino su centro.

En esa misma época, Roma estaba totalmente vuelta hacia el Oriente, el Oriente que ella idolatraba, divinizaba, y del que esperaba gloria y salvación. Por eso, elevaba al poder a los pretorianos que llegaban de Siria o de Arabia, sus escasos filósofos estaban formados en Egipto y aceptaba que se difundieran creencias tales como las de Adonis, de Hermes Trismegisto, de Mitra el indoiranio, del Sol Invencible de Emesa e incluso, la más improbable de todas, la de un activista judío que antaño se había rebelado contra Roma. Por añadidura, se acariciaba la idea de construir, no lejos del Ponto Euxino, en la unión de Europa y de Asia, en el emplazamiento de la antigua colonia griega de Bizancio, una segunda capital para el Imperio, una metrópoli con porvenir que algunos se atrevían ya a llamar -¡oh presunción sacrilega!- la nueva Roma.

De las dos potencias que se disputaban el mundo, ¿cuál prevalecería? La ola sasánida tenía sus oportunidades. Mientras la autoridad de la «divina dinastía» se afirmaba bajo la égida de los reyes fundadores, Roma se disolvía en la anarquía. Sólo durante los reinados de Artajerjes y Sapor se habían sucedido veinticuatro cesares, como si a modo de cetro se transmitieran un mango de puñal. Los ciudadanos llegaban a desconocer el nombre de su soberano del momento y las legiones no sabían a quién obedecer; en cuanto la Ciudad aclamaba a un nuevo emperador, otro militar, en las Galias, en Dacia o incluso en Italia, se había rebelado ya. Hacía tiempo que las aguas del Rubicón habían perdido su virginidad.

Si unos bárbaros tales como los hunos, los sármatas o los alanos amenazaban alguna provincia sasánida, el rey de reyes enviaba contra ellos a un caballero de alto linaje, un valiente spahdar, quien, una vez terminada su misión, se apresuraba a ir a prosternarse con orgullo a los pies de su soberano para recibir algunas palabras de elogio y una túnica de honor. Por el contrario, cuando esos mismos bárbaros o los persas asaltaban el limes del Imperio Romano, el emperador sentía que se resbalaba ya de su trono. No era difícil prever que cuando las legiones hubieran rechazado al enemigo, su comandante, aureolado por su reciente gloria, marcharía sobre Roma para apoderarse del poder. Y si no lo deseaba ni tenía la audacia para hacerlo, lo que constituía una excepción, sus centuriones le proclamaban imperator a pesar suyo. La única salida para todo sucesor sagaz de Augusto era ponerse en persona a la cabeza de sus tropas con la esperanza de recibir con sus propias manos los laureles del triunfo; pero apenas se hubiera alejado de la Ciudad, comenzarían las conspiraciones.

Y tampoco en el frente estaría fuera de peligro. Los historiadores aún se preguntan si el emperador Gordiano, tercero de este nombre, un adolescente que guerreaba al norte de Mesopotamia, fue herido de muerte por algún tirador mercenario a sueldo de los sasánidas o por orden de su prefecto del Pretorio, Marco Julio Filipo. En todo caso, fue a este último a quien los rumores de la Urbs imputaron el crimen, lo que hacía de él, según las costumbres constitucionales de la época, el más lógico heredero del difunto. En la lista de los emperadores romanos aparece con el nombre de Filipo el Árabe, ya que había nacido en el seno de una tribu nómada, en el lindero del desierto de Arabia. Una tribu que muy pronto se adhirió, según parece, a la fe del Nazareno. El obispo Eusebio de Cesarea, historiador de la Iglesia, afirma que Filipo fue, mucho antes que Constantino, el primer emperador cristiano que acudía en secreto a las catacumbas y se confesaba con el común de los penitentes; sólo la fragilidad de su posición a la cabeza del Imperio le habría impedido clamar en voz alta lo que se cuchicheaba tanto en los barrios bajos del otro lado del Tíber como en las avenidas del Capitolio.

Gobernó cinco años, del 244 al 249. Expresadas así según el tardío calendario cristiano, estas cifras son irrelevantes; hay que trasladarlas al romano para comprender su alcance. El año 244 corresponde al 996 de la fundación de Roma, y el 249 al año 1001. Por lo tanto, el milenario de la Ciudad se celebró, con un fasto inaudito, bajo el augusto patronazgo de Filipo el Árabe. Colosales festejos, juegos de circo, desfiles y actos triunfales, sacrificios e incesantes celebraciones en las plazas públicas en torno a un tema pregonado incansablemente, quizá para conjurar la evidencia: la inmortalidad del Imperio y de su ley.

Un breve instante de reinado para ese enigmático guerrero beduino, pero ¡qué instante!


Deseoso de saborearlo plenamente, queriendo presidir él mismo la organización del Milenario y preocupado igualmente por alejar a sus rivales y tener a raya a las turbulentas hordas godas, Filipo el Árabe necesitaba un largo respiro en el conflicto con los sasánidas, y así envió a Ctesifonte a su propio hijo, que por aquel entonces tendría unos veinte años.

Al recibir al emisario en la solemnidad imponente del salón del Trono, al oírle hablar en griego con prestancia, pero también con una especie de impaciencia juvenil, sobre su deseo de obtener una paz ilimitada, el rey de reyes pensó primero en Armenia, que desde la época de los partos era el campo de enfrentamiento perpetuo entre Roma y Ctesifonte, ya que sus príncipes se veían obligados a maniobrar de manera lamentable entre los dos gigantes depredadores. Era en Armenia donde se situaba el astil de la balanza que provocaría el desempate entre el gran Imperio de Oriente y el de Occidente. Fue ella, pues, lo que Sapor exigió como precio de la paz.

El hijo de Filipo concedió todo y más. Las legiones se retirarían de Armenia y la nobleza local sería invitada a aceptar, desde ese momento, la soberanía del rey de reyes, con la esperanza de que el «basileus», como lo llamaba, «en su inconmensurable magnanimidad», no guardaría rencor a nadie por sus lealtades pasadas. Sapor asintió con un gesto condescendiente. Luego, moviéndose con toda la lentitud que requería su dignidad, cruzó los brazos, apoyando las manos en los hombros, señal en él de intensa reflexión. Si este árabe romano -se dijo- ha renunciado en algunos segundos a pretensiones seculares, es que está dispuesto a pagar cara, muy cara, la paz que mendiga. Con el fin de sondearle más, el sasánida se arriesgó a formular una petición desmedida. Sin duda, el hijo del César se ofendería, pero eso le permitiría, a continuación, trazar los límites de un acuerdo.

No queriendo implicar, de entrada, a su divina persona, ya que entonces no sería conveniente transigir en el menor detalle contencioso, Sapor hizo señas a su chambelán de que se acercara y le dictó al oído la postura que le encargaba expresar.

Armenia -dijo en substancia- no ha sido nunca para nosotros objeto de litigio. Si las legiones se retiraban de allí, no sería generosidad por su parte, sino simple prudencia, puesto que nuestros valientes ejércitos se están preparando para restablecer por la espada nuestros derechos eternos sobre esa porción indisputable de nuestros dominios. No, si el César de Roma quiere realmente la paz, con corazón sincero y sin ánimo de engaño, debe elegir la vía que han seguido tantos otros reyes que han sabido obtener nuestra benevolencia.

El emisario esperó, con su padham en la mano, a que el chambelán formulara la voluntad de su señor.

– Roma deberá pagar todos los años al divino Sapor, rey de reyes, hermano del Sol y de la Luna, soberano de Oriente y de Occidente, cien mil monedas de oro.

¡Un tributo! ¡El emperador romano pagaría al sasánida un tributo anual! ¡Se convertiría en su vasallo, con el mismo título que el kan de los sacios, el gran chamán de los vertios o el marzpan de los gedrosios! El joven emisario enrojeció, se clavó las uñas en las palmas de las manos y apretó con rabia en su puño el pañuelo blanco, deseando tirárselo a la cara, como una bola arrugada, a aquel que acababa de insultarle. Los cortesanos contenían la respiración, esperando ver al romano despedirse y correr a informar a su padre de la afrenta que le había sido infligida. Pero el hijo de Filipo no se movió de su sitio, abrió el puño y sus mejillas se fueron descongestionando hasta el punto de perder todo el color. Supo recuperar la compostura y se esforzó, incluso, en simular una sonrisa. Y cuando, al cabo de unos interminables segundos de silencio, salieron de su boca algunas frases coherentes, no intentó rechazar el principio de un tributo, sino que se limitó a negociar la cantidad y las modalidades de pago.

Sapor no osaba dar crédito a sus oídos. Imputó todo este episodio incongruente a la inexperiencia del emisario. No cabía la menor duda de que éste sería sermoneado y luego desautorizado cuando regresara junto a su padre.

Y sin embargo, no sucedió así. Filipo pagaría. Todos los años y la suma convenida. Tomaría la precaución de que el oro lo llevara una caravana de hombres de su tribu, a fin de que el nombre de Roma y el uniforme de sus legionarios no estuvieran expuestos a la humillación. Después de guardar así las apariencias y en cuanto se celebró su entronización, hizo publicar un edicto en virtud del cual se otorgaba, además de los títulos de imperator y de augustus, el de persicus maximus, «gran vencedor de los persas».


Evidentemente, Sapor no supo una palabra de aquellas fanfarronadas y al día siguiente de la tregua estaba exultante. Si alguna vez había tenido dudas sobre su glorioso destino, éstas se habían disipado. Nada le impedía ya pensar que había sido designado desde siempre por la Providencia para gobernar a todas las criaturas. ¿Cómo se le podría censurar? ¿Qué más habría podido esperar que ser el soberano de su único rival? Cada año, en invierno, cuando llegaba la caravana que transportaba hasta Ctesifonte el oro de la sumisión romana, se observaban tres días de fiesta, en los templos se ofrecían sacrificios y se distribuían tinajas enteras de víveres entre los necesitados. En la capital y luego en las provincias y en los reinos asociados, los pregoneros anunciaron a bombo y platillo la noticia, a fin de que todos la oyeran, desde el más poderoso sátrapa hasta el más modesto jefe de pueblo.

Aquello aseguraba a Sapor la sumisión de todos. ¿Qué mortal osaría hacer frente al hombre al que el César de Roma pagaba tributo?

Seis

El rey de reyes parecía colmado, por más que de cuando en cuando una palabra de cansancio revelara su creciente frustración. Puesto que los romanos se mostraban hasta ese punto desamparados y vulnerables, ¿no sería una ligereza por su parte contentarse con percibir un tributo cuando podría aniquilar de una vez por todas al enemigo moribundo? ¿Por qué dar tiempo a los romanos para recobrarse, perdiendo él mismo unos años preciosos? Hacía tiempo que había cumplido los cuarenta, ¿esperaría a haber envejecido para lanzarse a la conquista de Occidente? Pero un pacto es un pacto y Sapor no era hombre que traicionara su palabra y su sello. Él, cuya autoridad estaba hecha de mil juramentos de fidelidad, cometería un error si diera semejante ejemplo de felonía.

Su dilema pareció resuelto el día en que se enteró de la muerte de Filipo, asesinado por sus legiones sublevadas, como solía suceder, al mismo tiempo que su hijo, sus colaboradores y un gran número de cristianos, acusados de haberle apoyado.

Sapor convocó a los principales dignatarios del Imperio sasánida y a algunos buenos consejeros y les pidió que se expresaran libremente con respecto al camino que se debía seguir. El primero en agitar su padham fue Kirdir.

– Nuestro Señor -dijo- ha demostrado una generosidad extrema hacia los romanos. Él, cuyos ejércitos victoriosos habrían podido humillar a los infieles y aniquilar su Imperio ha dado pruebas de una paciencia, de una bondad y de un escrúpulo moral que le honran, pero que nuestros enemigos no merecen. Hubo un pacto entre nuestro señor y el cesar Filipo. Si este último lo cumplió no fue por sentido del honor, sino por pura falacia y por el terror que le inspiraba el poderío de la divina dinastía. Ahora que Filipo ha vuelto a las Tinieblas de Ahriman, Roma va a poder apreciar nuestra justa cólera, del mismo modo que durante demasiado tiempo apreció nuestra magnanimidad.

Incluso envuelta en elogios, la crítica con respecto a la política que se había seguido hasta entonces no se le escapó a nadie. Por otra parte, Kirdir no era el único en opinar así, puesto que todos los que intervinieron, ya fueran magos, príncipes o secretarios, recomendaron el recurso a las armas.

Aunque estuviera prohibido mirar a la persona del rey de reyes, unos y otros levantaban a veces un ojo furtivo para intentar juzgar sus sentimientos y su humor. No cabía la menor duda de que lo que decían los dignatarios coincidía con sus más íntimas preocupaciones. La guerra contra Roma se había retrasado durante mucho tiempo, demasiado tiempo. Ahora se imponía, y se había encontrado el motivo. El soberano se disponía a hablar buscando solamente las palabras adecuadas, ya que no quería dar la impresión de ceder a la conminación del mago, cuando Mani, que hasta ese momento había permanecido en la sombra, agitó su pañuelo. Apoyándose en el brazo derecho para levantarse del mullido cojín que le servía de asiento, comenzó por enumerar las ventajas que el rey de reyes había obtenido «gracias a su hábil política de tregua», extendiéndose sobre los años de prosperidad que acababa de atravesar el Imperio sasánida y sobre el lugar preponderante que había adquirido a los ojos de todas las naciones «el primero de los hombres». El preámbulo era astuto, ya que atenuaba los remordimientos del soberano y le colocaba en una postura más digna frente a todos los que le daban lecciones. Luego, Mani previno:

– Si las tropas de la dinastía parten al asalto del Imperio Romano, no hay duda de que conseguirán victorias pero obligarán a las legiones a unirse bajo un mismo mando. Antes que acabar con el enemigo, como algunos exigen, se le habrá administrado un remedio enérgico, doloroso pero eficaz, y saludable para él. ¿Es ése el objetivo que quieren alcanzar aquellos que han tomado la palabra antes que yo? ¿Y por esta locura querrían reemplazar la juiciosa política seguida por el señor del Imperio?

Sapor pareció turbado, incluso se leía la duda en sus ojos. A su alrededor se agitaron en desorden los pañuelos, pero ya no concedería la palabra, pues había llegado el momento de recuperar su ascendiente y de pronunciar el discurso decisivo:

– Para Nosotros, nada ha cambiado aún con respecto al tratado con los romanos. Cuando un cesar sustituye a otro, hay que cumplir los compromisos que su predecesor contrajo. En cuyo caso, Nosotros seguiremos respetando lealmente los nuestros. Pero si se interrumpiera el pago del tributo, responderemos con todo el vigor que tenemos derecho a utilizar con los traidores. Con el fin de prevenir cualquier eventualidad, tenemos la intención de hacer un llamamiento a todos nuestros vasallos, las tribus sometidas y los soldados mercenarios. Al primer acto de traición, nuestros ejércitos invencibles se desplegarán por el litoral de Occidente, Anatolia y Capadocia, y continuarán devastando mucho más allá las provincias de los romanos hasta que vengan a renovar ante Nosotros su humilde sumisión.

Después de que se les despidiera, los cortesanos se dispersaron por los pasillos del palacio, haciendo comentarios sobre la falacia intrínseca del enemigo, la proverbial cobardía de sus tropas y de sus jefes, y también sobre la imposibilidad demostrada de vencer al rey de reyes. Sólo Mani, sombrío, permanecía apartado y pronto fue olvidado por todos. En cuanto la sala del consejo se quedó vacía, fue a ver al chambelán para pedirle una audiencia privada ante Sapor, quien le recibió sin demora.

– Habría añadido algo, pero ya había tomado la palabra aquel que se expresa el último.

El monarca le hizo una seña para que prosiguiera.

– El señor del Imperio ha precisado que actuaría con rigor contra los romanos sólo en el caso en que dejaran de pagar el tributo. ¿He comprendido bien?

– Ya sabes que los adversarios de Filipo le reprocharon que firmara un acuerdo indigno y degradante. Quizá incluso le hayan matado a causa de ello.

– Quizá. Pero si por alguna razón que ignoro el nuevo cesar decide seguir pagando, ¿se le declarará la guerra a pesar de todo?

– He sido muy claro sobre ese tema. ¡Si cumplen su palabra, yo cumpliré la mía!

– Pero entonces ¿por qué obligar al tesoro, a los vasallos, a los caballeros, así como a todos los súbditos, al gasto excesivo que una movilización implica, antes incluso de conocer la postura de los romanos? Cuando se haya reunido el ejército, cuando las tribus sometidas y las tropas mercenarias estén reclutadas, querrán combatir, conseguir el botín, y ya no se podrá enviarlas a su casa con las manos varías. Esto ya ha sucedido en el pasado; se hace un llamamiento a filas a causa de una amenaza de guerra y luego, aunque la amenaza se aleje, se termina por hacer la guerra porque se ha reunido al ejército.

– No se planteará ese problema. Todos saben cuál es la actitud de los romanos. Y además ya he anunciado mi decisión y no voy a retractarme al respecto.

– El señor del Imperio no necesita retractarse de nada. Ha dicho que reuniría a sus tropas y lo va a hacer, pero nadie puede obligarle a convocar al mismo tiempo a los sátrapas, a todas las tribus, a todos los vasallos. Los preparativos pueden hacerse lentamente. Y si los romanos eligen el camino del desafío, la movilización podría acelerarse.

– No era ésa mi intención, pero consiento en aceptar tus argumentos y en seguir tus consejos. Quiera el Cielo que no tenga que arrepentirme. ¿Sabes, Mani, que de todas las personas presentes en el Consejo, ninguna otra habría podido hacerme cambiar de opinión? Si te escucho así, si me someto a tu opinión, es porque tienes un lugar en esta dinastía y en mi propio destino que ni siquiera tú sospechas.


A lo largo de las semanas siguientes, Sapor evitó mencionar los preparativos militares; sin embargo, en los pasillos del palacio, pocos fueron los que adivinaron un cambio de política; la actitud del rey de reyes se explicaba por su deseo de parecer sereno y despreciativo frente al riesgo de una guerra que todos, en Ctesifonte, juzgaban ganada por adelantado. Se decía ya que el soberano mandaría él mismo el gran ejército, secundado por uno de sus hijos, pero ¿por cuál? ¿Por el mayor, Bahram, que de nuevo gozaba del favor de su padre y al que apoyaba la mayoría de los magos y de los guerreros? ¿O bien por Ormuz, considerado como el más valiente y el más serio, pero del que se decía que su trato con Mani y su inclinación por sus ideas le había debilitado un poco?

Las especulaciones terminaron cuando, inopinadamente, llegó un embajador romano, portador de una misiva del nuevo emperador, Decio, «a su hermano, el divino rey de reyes», asegurándole que el pacto hecho con Filipo sería respetado, incluso en sus cláusulas secretas; por otra parte, el oro estaba ya en camino, transportado esta vez, no por el púdico intermedio de las caravanas beduinos, sino abiertamente ¡por un destacamento de pretorianos!

En Ctesifonte deberían haberse felicitado. Hasta entonces, el acto de vasallaje aceptado por Filipo era el hecho de un hombre solo, un usurpador que había llegado a la cima del Imperio por los caprichos de la fortuna y que estaba dispuesto a vender a bajo precio el tesoro y las provincias con tal de conservar el poder. ¡Ahora era Roma entera la que reconocía la preeminencia del rey de reyes!

Sin embargo, en la corte sasánida, el humor era de duelo. Los que deseaban el enfrentamiento se sentían defraudados, algunos pensaban incluso en tender una emboscada al emisario romano, con la esperanza de provocar lo irreparable. Con todo, el bando que deseaba la guerra, por muy poderoso que fuera, temía atraerse la cólera de Sapor con semejantes acciones. Éste se sentía dividido. Si bien la acción militar seguía seduciéndole, valoraba el significado del nuevo acto de vasallaje romano, que le halagaba y sobre todo le tranquilizaba en cuanto a la persistente debilidad del enemigo.

Numerosos eran los que, como Kirdir, explicaban la indecisión del soberano por la creciente influencia del «maldito nazareno de Babel». En efecto, nadie ignoraba las conversaciones cotidianas, mano a mano, entre los dos hombres. Sapor, que no podía olvidar que Mani había sido el único en prever el comportamiento de los romanos, confiaba en su juicio; cada vez que las ideas de guerra le daban vueltas en la cabeza, se desahogaba con él. Y el hijo de Babel sabía encontrar argumentos que le convencían.

– No hay duda de que los romanos están aterrados con la idea de ver a vuestro ejército invadir sus provincias y amenazar sus metrópolis. Ese terror que sienten es para vos fuente de grandes ventajas. Haced que dure esta situación, obtened de vuestro enemigo todo lo que su debilidad le obliga a acordaros, dejadle confirmar, año tras año, a los ojos de todas las naciones, la preeminencia de vuestra dinastía y de vuestra persona. ¿Por qué habría de abandonar el primero de los hombres la posición providencial que es hoy la suya, para someterse al azar de una empresa guerrera?

El monarca aceptó darse por satisfecho con esos argumentos mientras el enemigo continuara pagando el tributo. Pero en Roma no se arreglaba nada. Dos años después de la muerte de Filipo, su sucesor fue asesinado a su vez. No menos de cuatro pretendientes se disputaban ahora el poder. De cuando en cuando, uno de ellos enviaba un emisario ante el rey de reyes para granjearse su benevolencia y solicitar sus favores, lo que no dejaba de divertir a Sapor. ¿Soberano de Roma y, por añadidura, arbitro de las disputas entre sus generales? El sasánida no había soñado jamás con un privilegio tan descabellado.

Pero a finales del invierno siguiente el oro no llegó. No era que Roma tuviera una voluntad deliberada de incumplir el pacto hecho con Ctesifonte, sino que ninguno de los cuatro cesares estaba en condiciones de efectuar semejante pago. En la lucha contra sus rivales, cada uno de los pretendientes tenía una gran necesidad de todo el oro del que pudiera disponer.

En la corte sasánida, la guerra estuvo de nuevo en el orden del día. Magos y guerreros estaban enardecidos y Sapor no intentó ya resistirse. Y cuando en medio de aquel revuelo se aisló una vez más con Mani, no fue para oírle hablar de nuevo sobre los beneficios de la tregua.

– Te he escuchado siempre, médico de Babel, hasta el punto de seguir tus consejos en detrimento de mis propias inclinaciones. Ahora te toca a ti, mi protegido, mi compañero, adoptar mis opiniones; quiero que en esta batalla estés a mi lado, plenamente, con toda tu alma y toda tu inteligencia, tú, al que he convertido en pilar de mi reinado y de la dinastía.

»Esta guerra me ha sido impuesta. Durante mucho tiempo me he mostrado paciente y magnánimo, no he querido romper la tregua aunque hubiera podido hacerlo, ya que los magos me aseguraban, en nombre del Avesta, que sería legítimo y meritorio. Te he escuchado, pues, y he renunciado a movilizar mis ejércitos a fin de dar a los romanos una oportunidad de respetar sus compromisos. Ahora, han dejado de pagar el tributo, ellos mismos han violado el pacto que los protegía. Cualesquiera que sean las razones de esta felonía, no puedo tolerarla sin perder la estima y la sumisión de mis propios súbditos. La severidad del castigo debe estar a la medida de mi paciencia y de mi generosidad.

»Si consigo acabar con el Imperio de los cesares, esta guerra será la última. Una era de paz se instalará entre los hombres. Sé que te repugna derramar sangre, aunque sea la de mis enemigos, pero por estar a mi lado en esta batalla no traicionarás ninguno de tus principios, ya que por la pérdida de algunas vidas, otras, mucho más numerosas, serán preservadas.

»A lo largo de estos años mucha gente me ha prevenido contra ti, Mani. Envidiosos, celosos, pero también algunos hombres a los que creo adictos y sinceros. "Ese parto -me repetían- permanecerá a vuestro lado mientras contemporicéis, pero en cuanto llegue el tiempo de las conquistas, os abandonará. ¿Cómo podéis tener entre vuestros íntimos a un ser que se alegra de vuestros titubeos y que mañana se apenará por vuestras victorias?" ¿Han dicho la verdad? Lo ignoro. Sin embargo, es tu apoyo el que espero, es contigo con quien quiero llevar a cabo esta conquista.

Jamás Sapor se había dirigido a él en ese tono; ni a él ni a ninguna otra persona. Jamás había esperado con tanta impaciencia la reacción de un interlocutor; y las primeras frases de Mani le tranquilizaron.

– Es verdad que me repugna derramar sangre, pero no rechazo la conquista; si el señor del Imperio proyecta hoy invadir el país de Aram o Capadocia o Iberia, mi ambición es conquistar Roma, nada menos que Roma; Roma con todo su Imperio, y no me contentaré con ninguna provincia por muy vasta y próspera que sea. Quiero conquistar Roma y sé que está madura para la conquista. Ahora tengo en esa ciudad decenas de discípulos que me informan en sus epístolas de todo lo que allí se hace o se dice. Roma tiene sed de una fe nueva. Durante mucho tiempo ha tenido la convicción de que su Imperio era inmutable y su ley, eterna, de que la Tierra y el Mar le pertenecerían siempre y el Cielo la protegería infaliblemente. Hoy, Roma duda de sí misma, de sus efímeros soberanos, de su Imperio asediado en todas sus fronteras y de sus divinidades que olvidan protegerla; duda de su opulencia al contemplar sus barrios, que se llenan de miserables. Roma espera de los países del Levante un conquistador, como una mujer madura espera al amante; y no será la espada la que la conquiste, sino la palabra que hechiza. Sí, serán las palabras de amor las que le harán abrir los brazos.

»Estoy preparado para ir a Roma. Igual que antaño pude reunir en Deb a los adoradores de Buda y a los de Ahura Mazda, reuniré a los adeptos del Nazareno y a los de Mitra, sin que por ello tenga que perseguir a los filósofos ni denigrar a Júpiter. Predicaré una fe para todos los seres humanos, una fe cuyo centro estará en Ctesifonte, de la que seré el humilde mensajero y cuyo protector será el rey de reyes. ¿No sería esto una gran conquista, digna de Darío y de Alejandro, e incluso más grande, más noble, más duradera, sobre todo, que las conquistas del pasado?

Sapor estaba perplejo, pero no quiso aclarar los malentendidos. Prefirió tomarle la palabra a Mani.

– Tú hablas de conquista y yo hablo de conquista; es normal que no utilicemos las mismas armas, pero tenemos las mismas ambiciones. Juntos podemos edificar en este mundo lo que ningún ser ha podido edificar anteriormente. Ha habido reyes conquistadores, preocupados de conducir a todas las criaturas hacia una suerte mejor, pero no tenían a su lado a un Mensajero; ha habido profetas santos y elocuentes, capaces de describir a los hombres un futuro de esperanza, pero no tenían junto a ellos a un soberano poderoso que aumentaba las mismas ambiciones. ¡Por primera vez, un mensaje celeste coincide con un gran reinado!

»Un mundo nuevo va a tomar forma bajo nuestros ojos. Yo, el rey de reyes, y tú, el Mensajero de la Luz, iremos juntos a Armenia, al país de Aram, a Egipto, a África, a Capadocia y a Macedonia; en la propia Roma estableceré el reino de la dinastía justa, tú proclamarás la fe universal que abarcará todas las creencias. Comparte, pues, mi sueño como yo aspiro a compartir el tuyo; uniré al universo por mi poder, tú lo armonizarás por tu palabra.

»Los magos se congregan ante mi puerta, desearían que esta guerra, que esta conquista fuera la suya. Desearían que, en cada país invadido, se abolieran las creencias que les incomodan y que se impusiera a todos la religión de los arios. En otros lugares, los sectarios de los dioses celosos se disponen a saltar sobre el mundo para establecer por todas partes el reino de la intolerancia. Yo y tú, tú y yo somos los únicos que podemos aún impedírselo.

»Ven, avanza a mi lado a la cabeza de los ejércitos, no tienes más que decir una palabra y dejaré a los malditos magos en sus altares del fuego; te designaré ante mis vasallos, ante mis caballeros, ante todos mis súbditos, y les anunciaré que esta conquista se hará en tu nombre, en nombre de la nueva fe, cuyo Mensajero eres tú.

El soberano estaba ahora exaltado, casi suplicante, y Mani se sentía paralizado de sorpresa y de emoción. De su boca no salía ni una palabra. Después de algunos segundos de silencio, Sapor prosiguió, con el tono de su majestad recobrada.

– Sé que no decides nada sin consultar a esa voz celeste que te habla. Ve, recógete, medita, conversa con tu ángel y luego vuelve a darme la respuesta.


* * *

Así pues, Mani se fue a deambular solo por los jardines del palacio. Los guardias reconocían ya su cojera, su capa azul y su bastón, y le dejaban que siguiera el rito de sus visitas habituales. En efecto, allí ya tenía sus costumbres, senderos que le eran familiares, árboles que solía visitar y una charca, a cuyas orillas le agradaba particularmente ir a sentarse, con una pierna doblada y la otra extendida, igual que lo hacía, siendo niño, al borde del canal del Tigris; y allí encontraba de nuevo, en la guarida del soberano más poderoso del mundo, esa alquimia de paz y de tormenta que le permitía abstraerse en la meditación.

Para que su voz interior pudiera hacerse oír.

«Hay momentos, Mani, en que uno se encuentra con una espada en la mano. Se siente vergüenza de utilizarla, sin embargo, ahí está, fría, cortante, prometedora. Y el camino está trazado. Antes que tú, otros Mensajeros se encontraron en situaciones parecidas. Cada uno de ellos tuvo que hacer su elección solo. Y solo estás tú. Más que nunca. Solo contra la opinión de Sapor y de sus cortesanos. Solo contra las redes de la Providencia. Sin otra claridad que el rayo de Luz que hay en ti, deberás discernir y escoger.»

– Bastaría que dijera «sí» para que la espada del rey de reyes me abriera los caminos del vasto universo.

«Tu nombre sería entonces venerado por los hombres siglo tras siglo, se elevarían oraciones a Mani, se ofrecerían sacrificios en su nombre, se gobernaría en su nombre, se mataría sin remordimientos invocando su nombre.»

– Aún puedo negarme…

«Si te niegas, pones tu cuerpo deleznable y tus ingenuidades atravesados en los caminos de la guerra, te interpones, te obstinas, te aferras a cada jirón de paz o de tregua. Y tu nombre será maldito, borrado, y tu mensaje desfigurado.

– ¿Durante mucho tiempo?

«Quizá hasta la extinción de los fuegos del universo. Y no entrarás en Roma. Y tendrás que huir de Ctesifonte. ¿Qué eliges?»

Mani dio su respuesta de pie, mirando al Cielo a la cara:

– Mis palabras no derramarán sangre. Mi mano no bendecirá ninguna espada. Ni los cuchillos de los que ofrecen sacrificios. Ni siquiera el hacha de un leñador.

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