Bob Shaw Los mundos fugitivos

PARTE I — El regreso a Land

Capítulo 1

El solitario astronauta había caído desde el mismo límite del espacio, atravesando miles de kilómetros de una atmósfera cada vez más densa, en una caída que duró más de un día. En las últimas etapas, el viento empujó su cuerpo, desplazándolo hacia el extremo oeste de la capital. Quizás por inexperiencia, quizás por el ansia de librarse de la presión de la bolsa de descenso, había abierto demasiado pronto el paracaídas. Éste se desplegó a unos quince kilómetros por encima de la superficie planetaria, y como consecuencia fue impulsado por el aire hasta las regiones escasamente pobladas que quedaban al otro lado del río Blanco.

Toller Maraquine II, que llevaba ocho días patrullando por aquella zona, observó con sus potentes prismáticos la mancha de color crema que constituía el paracaídas. Era un objeto indefinido, apenas tan brillante como las estrellas diurnas, aparentemente inmóvil en su sitio, bajo el gran borde curvo del planeta hermano que ocupaba el centro del cielo. El propio desplazamiento de la aeronave de Toller le dificultaba el mantener centrado el paracaídas en su campo de visión; sin embargo pudo distinguir una diminuta figura colgada debajo, sintiendo por ello una creciente ansiedad.

¿Qué información traería el astronauta?

El solo hecho de que la expedición durase más de lo esperado era un buen augurio, en opinión de Toller; en cualquier caso, sería un alivio recoger a aquel hombre y llevarlo hasta Prad.

Patrullar por aquella monótona región, sin nada más que hacer que responder a los amistosos saludos de los campesinos, era tedioso hasta el límite, y Toller estaba deseando volver a la ciudad, en donde al menos podría encontrar una compañía cálida y un vaso de vino decente. Le quedaba también pendiente un asunto sumamente agradable con Hariana, una guapa rubia del Gremio de los Tejedores. La había perseguido apasionadamente durante varios días, y cuando le pareció que ella estaba a punto de entregarse, le enviaron a aquella fastidiosa misión.

El globo navegaba plácidamente gracias a la brisa del este, precisando sólo algún empuje ocasional de los motores de propulsión para secundar a la misma velocidad el movimiento lateral del paracaídas. A pesar de la sombra proporcionada por la elíptica cámara de gas, el calor se hacía cada vez más intenso en la plataforma superior, y Toller sabía que los doce hombres que componían la tripulación estaban tan ansiosos como él de ver terminada la misión. Las camisas color azafrán de los uniformes estaban empapadas de sudor. Su comportamiento era lo más relajado posible dentro de la obligada observancia de la disciplina de a bordo.

Sesenta metros por debajo de la barquilla se deslizaban silenciosamente los campos estriados de la región, formando dibujos en franjas que se extendían hasta el horizonte. Habían transcurrido ya cincuenta años desde la migración a Overland, y los granjeros kolkorroneses tuvieron tiempo de imponer sus diseños al colorido natural del paisaje. En un planeta sin estaciones, las hierbas comestibles y otros vegetales tendían a ser muy variados, siguiendo cada planta su propio ciclo de maduración; pero los campesinos las habían seleccionado cuidadosamente en grupos sincrónicos para obtener las seis cosechas al año tradicionales del Viejo Mundo desde el comienzo de la historia. Cada campo de cereales presentaba sus propias variaciones lineales de color, desde los suaves verdes de los brotes jóvenes hasta el dorado a punto de la cosecha y el marrón negro de la tierra recién arada.

—Hay otra nave más al sur de nosotros, señor —gritó Niskodar, el piloto—. A la misma altitud o un poco más arriba. A unos tres kilómetros.

Toller localizó la nave —una veta oscura en el brumoso horizonte púrpura— y desvió los prismáticos hacia ella. La imagen ampliada mostraba las insignias azules y amarillas del Servicio del Espacio, hecho que causó cierta sorpresa en Toller. En los ocho días anteriores había divisado varias veces la nave, que patrullaba el sector sur adyacente al suyo, pero siempre cada una en el límite de su zona, y los contactos visuales habían sido fugaces. Ahora había penetrado en el territorio asignado a Toller y, según parecía, se acercaba dispuesta a interceptar la caída del paracaidista.

—Coge el luminógrafo —dijo al teniente Feer, que estaba en el puente junto a él—. Envía mis saludos al comandante de esa nave y aconséjale que desvíe su rumbo. Desempeño una misión para la Reina y no toleraré interferencias ni obstrucciones.

—Sí, señor —replicó Feer de inmediato, obviamente complacido de que aquel incidente supusiese una novedad en el antedía.

Abrió una caja y sacó el luminógrafo, que era de los más ligeros, de diseño reciente, con tablillas de espejo plateado en lugar de las convencionales estructuras de vidrio insertadas. Feer apuntó el instrumento, manipuló el disparador y se produjo un ruidoso castañeteo. Durante un minuto no llegó ninguna respuesta; después una diminuta luz comenzó a parpadear rápidamente en la nave distante.

Buen antedía, capitán Maraquine, decía el mensaje. La condesa Vantara le devuelve sus saludos. Ha decidido tomar personalmente el mando de esta misión; en consecuencia se le ordena que vuelva a Prad de inmediato.

Toller se tragó las maldiciones de rabia que le inspiró aquel mensaje. No conocía personalmente a la condesa Vantara, pero sabía que además de ostentar el rango de capitán del Espacio, era nieta de la Reina, y que habitualmente utilizaba su parentesco real para abusar de su autoridad. Otros comandantes enfrentados a una situación similar se habrían retirado, quizás tras una protesta simbólica, por temor a perjudicar sus carreras; pero Toller era por naturaleza incapaz de aceptar lo que para él constituía un insulto. Su mano se fue instintivamente a la empuñadura de la espada que en otra época había pertenecido a su abuelo, y miró con el ceño fruncido hacia la nave intrusa, mientras pensaba una respuesta para el imperioso mensaje de la condesa.

—Señor, ¿desea reconocer el mensaje?

Las maneras del teniente Feer eran absolutamente correctas, pero un cierto brillo en sus ojos demostró que disfrutaba viendo a Toller enfrentado a una peligrosa decisión. Aunque su rango era inferior, en edad le superaba, y suscribía con casi total convencimiento la opinión general de que Toller había logrado prematuramente su puesto de capitán merced a la influencia de su familia. Era evidente que la perspectiva de presenciar un duelo entre dos privilegiados tenía un fuerte atractivo para él.

—Desde luego que deseo reconocerlo —dijo Toller, disimulando su irritación—. ¿Cuál es el apellido de esa mujer?

—Dervonai, señor.

—Muy bien. Olvida ese tratamiento afectado de condesa, y dirígete a ella como capitán Dervonai. Dile: tenemos en cuenta su amable ofrecimiento de apoyo, pero en este caso la presencia de otra nave sería probablemente un estorbo más que una ayuda. Continúe con su misión y no me impida la ejecución de las órdenes directas de la Reina.

Una expresión de satisfacción apareció en el rostro alargado de Feer mientras enviaba las palabras de Toller a la otra nave; no esperaba que se produjese un enfrentamiento directo tan rápidamente. Sólo hubo una breve pausa antes de que llegase la respuesta:

Su muestra de descortesía, por no decir insolencia, es tenida en cuenta, pero me abstendré de informar a mi abuela en caso de que se retire en el acto. Le aconsejo sea prudente.

—¡Zorra arrogante!

Toller arrancó el luminógrafo de las manos de Feer, lo apuntó y manipuló el disparador:

Considero más prudente ser acusado ante su Majestad de descortesía, que por la traición que supondría el que abandonase mi misión. En consecuencia, le recomiendo que vuelva a sus labores.

—¡Sus labores! —el teniente Feer, que pudo leer el mensaje desde el costado, se rió entre dientes cuando Toller le devolvió el luminógrafo—. No creo que a la dama navegante le agrade eso, señor. Me pregunto cuál será su respuesta.

—Ahí la tienes —dijo Toller, habiendo alzado sus prismáticos justo a tiempo para observar la estela que expulsaron los propulsores de la otra nave—. Se retira ofendida de la escena o bien se dirige directamente a nuestro objetivo. Y si lo que he oído sobre la condesa Vantara es cierto… ¡Sí! ¡Se trata de una carrera!

—¿Desea la velocidad máxima?

—¿Qué otra cosa, si no? —dijo Toller—. Y dile a los hombres que se pongan los paracaídas.

Ante la mención de los paracaídas, la expresión divertida de Feer se desvaneció y se transformó en preocupación.

—Señor, no creerá que ella irá a…

—Cualquier cosa puede ocurrir cuando dos naves se disputan una parte del espacio — le interrumpió Toller con un tono jovial en la voz, castigando sutilmente al teniente por la inconveniencia de su actitud—. Una colisión podría producir fácilmente muertes, y preferiría que eso ocurriese en el bando contrario.

—Sí, señor. Enseguida, señor.

Feer se dio vuelta, haciendo ya una señal hacia el operador de los motores, y un momento después los propulsores principales empezaban a rugir al serles aplicada la máxima potencia continua. La proa de la alargada barquilla se elevó, al tiempo que la fuerza propulsora hacía rotar toda la nave sobre su centro de gravedad, pero el timonel corrigió la posición modificando el ángulo de los motores. Pudo hacerlo con una sola mano gracias a una palanca y un retén, ya que los motores eran de los más modernos y ligeros, formados por tubos de metal unidos.

Hasta hacía relativamente poco, cada propulsor utilizaba todo un tronco de árbol de brakka, y en consecuencia era pesado y difícil de manejar. La fuente de energía seguía siendo una mezcla de cristales de halvell y pikon, que a lo largo de la historia habían sido extraídos del suelo por el sistema radicular de los brakkas. Ahora, sin embargo, los cristales se obtenían directamente de la tierra mediante sofisticados métodos químicos que habían sido desarrollados por el padre de Toller, Cassyll Maraquine.

La industria química y la metalurgia eran la base de la inmensa fortuna y poder de la familia Maraquine, a la vez que la causa de casi todos los problemas personales de Toller con sus padres. Éstos pretendían que Toller se preparase para reemplazar a su padre en las riendas del imperio industrial de la familia, perspectiva que él contemplaba con horror. Su relación con ellos se había hecho aún más tensa desde que entró en el Servicio del Espacio en busca de aventuras y estímulos. Estas dos cosas habían resultado menos satisfactorias de lo que él había esperado, lo cual era una de las razones de su determinación a no ser apartado en este caso concreto…

Volvió su atención al astronauta, que estaba aún a más de un kilómetro de la ondulada superficie de los campos. No tenía ningún sentido correr hacia el lugar estimado de aterrizaje del paracaidista, pero Vantara podría reforzar su posición si afirmaba encontrarse allí antes que él. Toller supuso que ella habría interceptado por casualidad el mensaje del luminógrafo enviado a palacio a primera hora del día, y después habría decidido caprichosamente asumir el mando de esta interesante fase de lo que había sido una tediosa misión.

Estaba considerando la posibilidad de enviar un último mensaje de aviso, cuando advirtió una línea oscura en el oeste del horizonte. Los prismáticos le confirmaron que había una masa de agua bastante grande, y al consultar los mapas descubrió que se trataba del lago Amblaraate. Tenía más de siete kilómetros de ancho, lo que significaba que el astronauta dispondría de muy pocas posibilidades de caer fuera de sus límites; sin embargo, estaba atravesado por una línea de pequeños islotes entre los cuales un paracaidista experimentado podría seleccionar un lugar adecuado para aterrizar.

Toller llamó a Feer para mostrarle el mapa.

—Creo que nos espera un buen entretenimiento —dijo—. Los islotes no parecen demasiado grandes. Si esa semilla voladora logra posarse en uno de ellos, la tarea de elevar de nuevo al astronauta requerirá la habilidad de un experto. Me pregunto si la «dama navegante», como usted la ha llamado, seguirá con ganas de reclamar ese honor.

—Lo importante es que el mensajero y sus despachos sean conducidos a salvo hasta la Reina —replicó Feer—. ¿Tiene alguna importancia quién lo recoja?

Toller le dedicó una amplia sonrisa.

—Oh, sí, teniente: tiene mucha importancia.

Se inclinó sobre la baranda de la barquilla, disfrutando del fresco de la corriente de aire, y observó la otra nave acercarse en su curso convergente. La distancia era aún demasiado grande para que pudiera distinguir con claridad a la tripulación, incluso con los prismáticos; pero sabía por referencia que todas eran mujeres. La misma reina Daseene era quien había insistido en que se permitiese a las mujeres entrar en el Servicio del Espacio. Eso había ocurrido en la situación de emergencia que se había producido veintiséis años atrás, en la época de la amenazadora invasión del Viejo Mundo, pero su existencia se había conservado hasta el presente; sin embargo, por razones prácticas, se había decidido no usar ya tripulaciones mixtas. Toller, que había pasado la mayor parte de su servicio activo en la región más aislada de Overland, no se había encontrado con ninguna de las pocas aeronaves tripuladas por mujeres, y tenía curiosidad por averiguar si el sexo influiría o no en las técnicas de manejo de la nave.

Como había imaginado, las dos embarcaciones llegaron al lago Amblaraate cuando el paracaidista aún estaba bastante alto. Toller calculó cuál de las islas sería el lugar más apropiado para el aterrizaje, ordenó que la nave descendiese unos treinta metros y comenzó a moverse en círculo a velocidad lenta y constante alrededor de una zona triangular de hierba. Para fastidio suyo, Vantara adoptó una táctica similar, situándose en el lado opuesto del círculo. Las dos naves rotaban como unidas a los extremos de una barra invisible, mientras los chorros intermitentes de los propulsores espantaban a las colonias de pájaros que anidaban en la isleta.

—Esto es un estúpido derroche de cristales —gruñó Toller.

—Un derroche escandaloso —asintió Feer, permitiéndose una leve sonrisa al recordar que su comandante era reprimido a menudo por el intendente general porque, debido a su estilo de vuelo impulsivo, gastaba mucho más pikon y halvell que cualquier otro capitán.

—Esa mujer debería aterrizar y…

Toller se interrumpió cuando el paracaidista, habiendo elegido aparentemente el mismo lugar de aterrizaje que los que le esperaban, recogió parte del casquete, incrementando la velocidad de caída y desviando el ángulo de descenso.

—¡Descendamos lo más aprisa posible! —ordenó Toller—. Usad los cuatro cañones de anclaje en el primer contacto; debemos aterrizar en el primer intento.

La sonrisa volvió al rostro de Toller cuando vio que llegaba el momento crucial y su nave se encontraba bien situada al oeste de la isla, de modo que una simple maniobra natural la capacitaría para un aterrizaje con viento en contra. Parecía como si la rueda de la fortuna del aire se hubiera declarado en contra de Vantara… Observó otra vez la nave de la condesa y se sorprendió al ver que ya abandonaba el vuelo e iniciaba un descenso precipitado hacia la isla, obviamente pretendiendo realizar un aterrizaje ilegal a favor del viento.

—Perra… —susurró Toller—. ¡Perra estúpida!

Contemplo con impotencia como la otra nave, que había aumentado su velocidad aprovechando la brisa, atravesaba los niveles inferiores del aire y se dirigía al centro de la isla.

«Demasiado aprisa», pensó. «¡Los anclajes no soportaran la tensión!».

En el momento en que la quilla toco la hierba, a cada lado de la barquilla aparecieron nubes de humo cuando los cañones de anclaje dispararon sus ganchos contra el suelo. La nave se detuvo bruscamente, distorsionándose las cámaras de gas. Durante un momento pareció que Toller iba a equivocarse en su predicción, pero luego las dos cuerdas del lado izquierdo de la barquilla se rompieron con un chasquido. La nave giró y se inclinó, tirando del ancla posterior para arrancarla del suelo, y se habría soltado del todo de no ser porque algún miembro de la tripulación que se encontraba cerca de la única ancla restante comenzó a soltar cuerda a la máxima velocidad posible, aflojando asi la tensión. Contra toda predicción, la cuerda única logro aguantar el esfuerzo sin romperse, y en seguida se hizo imposible para Toller llevar a cabo la maniobra de aterrizaje que pretendía: la aeronave de Vantara, escorándose y bamboleándose, se encontraba justo en medio de su línea de descenso.

—¡Anulad el aterrizaje! —gritó—. ¡Arriba! ¡Arriba!

Los propulsores principales se oyeron inmediatamente y, siguiendo las instrucciones para casos de emergencia, los hombres de la tripulación que no estaban ocupados en algo concreto corrieron hacia la popa para transferir su peso y ayudar a inclinar la proa de la nave hacia arriba. A pesar de la rapidez de las maniobras correctoras, la inercia de las toneladas de gas de la envoltura —que ejercían una resistencia desde arriba— disminuyó en mucho la respuesta de la nave. Durante unos segundos espantosamente largos continuo su descenso, mientras la masa del globo de la dama navegante crecía hasta llenar la panorámica; luego el horizonte comenzó a hundirse con una lentitud desesperante.

Desde su posición en el puente, Toller divisó la figura de largos cabellos de la condesa Vantara, una visión que fue reemplazada por las curvaturas de la otra cámara de gas que se deslizaban rápidamente, tan cerca que pudo distinguir cada una de las costuras de las bandas y las cintas de carga. Contuvo el aliento, deseando que él y su aeronave se elevaran verticalmente, y empezaba a tener esperanzas de que la colisión pudiera evitarse cuando se oyó un fuerte chasquido proveniente de abajo. El sonido —profundo, vibrante, estridente— le informó de que la quilla de su nave estaba desgarrando la cámara de gas de la otra.

Miró hacia popa y vio la nave de Vantara emergiendo por debajo de la suya. Al menos dos costuras habían cedido de la envoltura de lienzo barnizado, permitiendo al gas sustentador escapar a la atmósfera. Afortunadamente, los desgarros —aunque serios— no eran lo suficientemente graves como para causar una catástrofe: la cámara elíptica de gas empezó a deformarse y a arrugarse lentamente, haciendo que la barquilla de abajo bajara suavemente hacia la tierra.

Toller ordenó que su nave reemprendiese el vuelo normal y diese otra vuelta antes de aterrizar. La maniobra les ofreció a él y a su tripulación una excelente oportunidad de observar la nave de la condesa descender hasta el extremo de su correa y, como ignominia final, ser cubierta por la desmoronada cámara de gas. En cuanto quedó claro que nadie iba a morir o siquiera resultar herido, el alivio de la tensión provocó la risa en Toller. Tomando ejemplo de él, Feer y el resto de la tripulación se le unieron, y las risas llegaron a ser casi histéricas cuando el paracaidista —cuya existencia había quedado prácticamente olvidada— apareció en escena descendiendo, hizo un aterrizaje cómicamente torpe y terminó sentado en una zona cenagosa.

—Ya no hay prisa, de modo que quiero un aterrizaje impecable —dijo Toller—. Acercaos lentamente.

De acuerdo con sus instrucciones, la nave descendió en contra de la brisa con un movimiento continuo y se posó sobre la tierra con un estremecimiento apenas perceptible. En cuanto el cañón de anclaje hubo asegurado la aeronave, Toller saltó por encima de la baranda y cayó sobre la hierba.

Algunos miembros de la tripulación de Vantara estaban ya luchando desde debajo de los pliegues de la cámara de aire, pero Toller los ignoró y se encaminó hacia el paracaidista, que ya se había puesto en pie y recogía el desparramado casquete del paracaídas. Alzó la cabeza y saludó al ver a Toller aproximarse. Era un joven delgado de tez blanca que apenas parecía lo bastante mayor como para haber abandonado el hogar familiar, pero así y todo —y Toller se impresionó al pensarlo— había realizado la doble travesía del vacío que mediaba entre los dos mundos hermanos.

—Buen antedía, señor —dijo—. Soy el cabo Steenameert, señor. Traigo un mensaje urgente para su Majestad.

—Ya me lo imaginaba —dijo Toller sonriendo—. Tengo órdenes de transportarlo a Prad sin demora, pero creo que podremos aguardar un momento para que se quite ese traje espacial. No debe ser muy cómodo andar por ahí con el trasero mojado.

Steenameert le devolvió la sonrisa, agradeciendo el modo informal en que Toller había iniciado la relación.

—No ha sido uno de mis mejores aterrizajes.

—Los malos aterrizajes están a la orden del día —dijo Toller, mirando por detrás de Steenameert.

La condesa Vantara se dirigía a grandes pasos hacia él. Era una mujer alta, de pelo negro, cuya figura de altos pechos aún impresionaba más por el hecho de que caminaba airosamente erguida. Tras ella iba una mujer más baja y de constitución más robusta, con un uniforme de teniente y que intentaba afanosamente seguir el paso de su superior. Toller volvió su atención a Steenameert, avivando su admiración el pensar en la magnitud del viaje que el chico había realizado. A pesar de su juventud, Steenameert había visto cosas y participado en experiencias que Toller difícilmente podía imaginar. Le envidiaba, y al mismo tiempo sentía una profunda curiosidad sobre lo que habría descubierto en el viaje a Land, el primero desde la colonización de Overland, que había tenido lugar cincuenta años antes.

—Dígame, cabo —dijo—. ¿Cómo es el Viejo Mundo?

Steenameert le miró titubeante.

—Señor, el despacho es privado para su Majestad…

—¡Qué importa el despacho! De hombre a hombre, ¿qué ha visto allí? ¿Cómo es aquello?

En el rostro de Steenameert apareció una expresión de agradecimiento al tiempo que forcejeaba con su traje espacial, evidenciando claramente la necesidad de contar sus aventuras.

—¡Ciudades vacías! Grandes ciudades, al lado de las cuales Prad no es más que un pueblo. ¡Y todas vacías!

—¿Vacías? Pero… ¿Y los…?

—¡Señor Maraquine! —la condesa Vantara estaba aún a una docena de pasos, pero su voz fue lo suficientemente enérgica como para silenciar a Toller a media frase—. Estando pendiente su despido del Servicio por haber dañado deliberadamente una de las aeronaves de su Majestad, tomaré yo el mando de la suya. ¡Considérese arrestado!

La arrogancia y la injusticia de las palabras de Vantara interrumpieron momentáneamente la respiración de Toller, provocándole una oleada de furia tan intensa, que comprendió que por su bien debía contenerla. Adoptó una de sus más relajadas sonrisas, volviéndose lentamente hacia la condesa, y de inmediato deseó haberla conocido en otras circunstancias. Tenía uno de esos rostros que se caracterizaban por provocar en los hombres una desesperada admiración, y en las mujeres una desesperada envidia. Su cara era ovalada y de ojos grises, y tan perfecta que distinguía a su dueña de entre todas las otras mujeres que Toller había conocido en su vida.

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó Vantara—. ¿No ha oído lo que he dicho?

Sin intentar excusarse, Toller dijo:

—Déjese de tonterías. ¿Necesita ayuda para reparar su nave?

Vantara dirigió una furibunda mirada a la teniente que acababa de llegar, luego desvió la vista hacia el rostro de Toller.

—Señor Maraquine, me parece que no se da cuenta de la gravedad de su situación. Queda arrestado.

Toller suspiró.

—Escúcheme, capitana. Se ha comportado de un modo muy estúpido, pero afortunadamente no se ha producido ningún daño real y no será necesario que hagamos ningún informe oficial. Sigamos cada uno nuestro camino y olvidemos este triste incidente.

—Eso es lo que le gustaría, ¿no?

—Sería mejor que continuar con esta locura suya.

La mano de Vantara se desplazó hasta la culata de la pistola que llevaba en su cinturón.

—Le repito, señor Maraquine, que está arrestado.

Casi sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo, Toller asió instintivamente la empuñadura de su espada. La sonrisa de Vantara era terrible y perfecta.

—¿Qué se cree que puede hacer con esa ridicula pieza de museo?

—Ya que lo pregunta, se lo diré —dijo Toller, con un tono ligero y ecuánime—. Antes siquiera de que empuñase su pistola, podría separarle la cabeza del cuerpo, y si su teniente cometiera la tontería de intentar amenazarme sufriría el mismo destino. Incluso si le acompañasen otros dos miembros de su tripulación…, e incluso si lograsen disparar y acertarme con sus balas, aún sería capaz de correr hacia ellos y partirles en dos.

»Espero haberme explicado con claridad antes, capitana Dervonai: cumplo órdenes directas de su Majestad, y si alguien, sea quien fuere, tratara de impedirme que ejecute esas órdenes, su intento terminará en una terrible sangría.

Manteniendo una expresión imperturbable, Toller esperó a ver qué efecto producían sus palabras en Vantara.

El físico que había heredado de su abuelo era un recuerdo viviente de los días en que los militares constituían una casta independiente en Kolkorron. Era mucho más alto que la condesa y pesaba el doble que ella; pero sin embargo no estaba seguro de que las cosas resultaran en su favor. Esa mujer no parecía ser una persona acostumbrada a ser intimidada, cualesquiera que fuesen las circunstancias.

Hubo un tenso momento durante el cual Toller fue extremadamente consciente de que todo su futuro pendía de un hilo… y entonces, inesperadamente, Vantara soltó una complacida carcajada.

—¡Míralo, Jerene! —dijo, dando un codazo a su compañera—. Creo que se lo ha tomado en serio.

La teniente pareció desconcertada por un instante, luego logró esbozar una débil sonrisa.

—Este es un asunto muy serio… —comenzó a protestar él.

—¿Dónde está tu sentido del humor, Toller Maraquine? —le cortó Vantara—. Desde luego… Ahora que lo pienso, siempre te has tomado demasiado en serio a ti mismo.

Toller se quedó perplejo.

—¿Quieres decir que nos hemos visto anteriormente?

Vantara se rió otra vez.

—¿No te acuerdas de que tu padre te llevó a palacio cuando eras pequeño, para la recepción del Día de la Migración? Ya entonces llevabas una espada, tratando de imitar a tu famoso abuelo.

Toller estaba seguro de que le estaba tomando el pelo, pero en prevención de que quizá fuera ésa la forma en que la condesa se retiraría de la pelea sin perder su honor, estaba dispuesto a ser condescendiente. Cualquier cosa sería mejor que seguir con aquel enfrentamiento inútil.

—Confieso que no me acuerdo de ti —dijo—, pero sospecho que es porque tu aspecto ha cambiado mucho más que el mío.

Vantara sacudió la cabeza, rechazando el cumplido implícito.

—No, es simplemente que tienes mala memoria. ¿Qué es tan importante con ese paracaidista por cuya custodia, hace sólo unos minutos, estabas dispuesto a arriesgar la seguridad de las dos naves?

Toller se volvió hacia Steenameert, que había estado escuchando el diálogo con interés.

—Sube a la nave, y que el cocinero te prepare algo de comer. Seguiremos nuestra conversación más cómodamente luego.

Steenameert saludó, recogió su paracaídas y se alejó arrastrándolo.

—Supongo que le habrás preguntado por qué la expedición duró mucho más de lo esperado —dijo Vantara en un tono ligero, como si el enfrentamiento nunca hubiera tenido lugar.

—Sí —Toller no sabía muy bien cómo tratar a la condesa, pero decidió llevar la relación de la forma más informal y amistosa posible—. Dijo que Land estaba vacío. Habló de ciudades vacías.

—¡Vacías! Pero… ¿qué ha sido de los supuestos hombres nuevos?

—La explicación, si es que hay alguna, debe estar en el despacho.

—En ese caso, debo visitar a mi abuela… a su Majestad, lo antes posible —dijo Vantara.

La referencia a su parentesco con la familia real era innecesaria, y Toller lo tomó como una señal de que debía mantener la distancia.

—Yo también debo volver a Prad lo más rápido que pueda —dijo, dando viveza a su tono—. ¿Estás segura de que no requieres ayuda para las reparaciones?

—¡Totalmente! Las costuras estarán arregladas antes de la noche breve; después seguiré mi camino.

—Sólo una cosa más —dijo Toller, cuando Vantara ya se daba la vuelta—. Hablando estrictamente, nuestras naves colisionaron; se supone que tendríamos que cumplimentar un informe del incidente. ¿Qué opinas tú?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Todo ese papeleo es bastante aburrido, ¿no?

Muy aburrido —dijo Toller sonriendo, y después saludó—. Adiós, capitana.

Observó a la condesa y a la oficial subalterna alejarse en dirección a la nave, y luego se volvió y desanduvo sus pasos hacia su propia embarcación. El gran disco del planeta hermano llenaba el cielo, y el oscurecimiento de su parte iluminada le indicó que no quedaba mucho más de una hora para el eclipse diario que llamaban noche breve.

Ahora, después de despedirse, era claramente consciente de hasta qué punto se había dejado manipular por Vantara. Si el culpable de tan increíble comportamiento en el aire y semejante arrogancia en la tierra hubiera sido un hombre, le habría dedicado un ataque verbal tan feroz que fácilmente podría haber provocado un duelo, y muy probablemente se le habría acusado en un informe oficial. En cierto modo, había quedado reducido y aturdido por la increíble perfección física de la condesa, y se había comportado como un influenciable adolescente. Era cierto que en definitiva había vencido a Vantara en el asunto principal…, pero considerando las cosas retrospectivamente, casi creía que se había preocupado más por impresionarla a ella que por llevar a cabo su misión.

Cuando llegó a su nave, había ya un hombre junto a cada una de las cuatro anclas, listos para partir. Subió por los peldaños de un costado de la barquilla y trepó por encima de la baranda; luego se detuvo a contemplar la nave de Vantara. Su tripulación estaba ocupada quitando la cámara de gas y extendiéndola sobre la hierba, bajo la supervisión de ella.

El teniente Feer se acercó a él.

—¿Potencia continua hacia Prad, señor?

«Si alguna vez me casara», pensaba Toller, «tendría que ser con esa mujer».

—Señor, le he preguntado si…

—Desde luego, potencia continua hacia Prad —dijo Toller—. Y trae a Steenameert a mi cabina luego de su refrigerio; quiero hablar con él en privado.

Fue a su cabina en la parte posterior de la plataforma principal y esperó a que el cabo apareciese.


La aeronave parecía viva otra vez: sus tablas y cordajes emitían crujidos ocasionales mientras la estructura se adaptaba a las tensiones de volar contra el viento. Toller estaba sentado ante su escritorio y jugaba distraídamente con los instrumentos de navegación, incapaz de apartar sus pensamientos de la condesa Vantara. ¿Cómo podía haber olvidado que la conoció siendo niño? Recordaba haber sido arrastrado en contra de su voluntad a las ceremonias del Día de la Migración, a la edad en que despreciaba la compañía de las mujeres; pero incluso entonces tendría que haberla distinguido entre el grupo de criaturas anodinas que jugaban en los jardines del palacio…

Sus meditaciones fueron interrumpidas cuando Steenameert llamó a la puerta y entró en el cuartito, limpiándose aún algún resto de comida de la barbilla.

—¿Me ha hecho llamar?

—Sí. Nos interrumpieron en un punto interesante de nuestra charla. Cuéntame algo más sobre las ciudades vacías. ¿No viste ningún ser vivo en ninguna parte?

Steenameert sacudió la cabeza.

—Nada, señor. Montones de esqueletos sí, miles; pero por lo que yo he visto, el hombre nuevo ya no existe. Su propia pestilencia parece haberse vuelto contra él, barriéndolo del planeta.

—¿Hasta dónde viajaste?

—No muy lejos, unos trescientos kilómetros como mucho. Como usted sabe, sólo llevábamos tres naves espaciales, y ninguna con propulsores laterales; dependíamos de los vientos para desplazarnos. Pero para mí fue suficiente, señor. Al cabo de un rato tuve una misteriosa sensación sobre aquel lugar, y supe que no había nadie extraño allí.

»Primero descendimos a sólo unos tres kilómetros de Ro-Atabri, la antigua capital. Estábamos en el centro del antiguo Kolkorron. Si hubiera habido algún ser vivo en Land, es allí donde tendríamos que haberlo encontrado. Lo lógico sería que estuviesen allí… —Steenameert hablaba fervientemente, como si tuviera un interés personal en convencer a Toller de que sus ideas eran ciertas.

—Probablemente tienes razón —dijo Toller—. A menos, desde luego, que algo tenga que ver con los pterthas. Por lo que me han contado, los peores fueron los que infestaron Kolkorron, mientras que el otro lado del globo estaba relativamente libre de ellos.

Steenameert se acaloró aún más.

—El segundo gran descubrimiento que hicimos es que los pterthas de Land son incoloros, igual que los de Overland. Parece que ya han vuelto a su estado neutro, señor. Supongo que el veneno que desarrollaron para usarlo contra los humanos ya cumplió su objetivo, y ahora están en un estado de alerta contra cualquier tipo de criatura que amenace los árboles de brakka.

—Esto es muy interesante —dijo Toller.

Pero a pesar de sus palabras, su atención se alejó cuando la imagen del rostro de la condesa comenzó a dar vueltas ante los ojos de su mente. «Me pregunto cómo podré arreglármelas para volver a verla. Y cuánto tardaré…»

—Yo creo —decía Steenameert— que lo lógico sería organizar una expedición. Muchas naves, bien equipadas y que transportasen colonizadores, para volver a asentarse en el Viejo Mundo, tal como predijo el rey Prad…

Toller había percibido de un modo inconsciente que Steenameert hablaba inusualmente bien para el rango que tenía, y ahora se dio cuenta de que también parecía más culto de lo que podía esperarse. Lo examinó con renovado interés.

—Has estado meditando sobre esto, ¿verdad? —dijo—. ¿Te gustaría volver a Land?

—¡Oh, sí, señor! —el barbilampiño rostro de Steenameert se sonrojó—. Si la reina Daseene decide enviar una flota a Land, estaré entre los primeros en ofrecerme voluntario para el viaje. Y si usted también se sintiese atraído, yo consideraría un honor el estar a su servicio.

Toller consideró la idea, y en su mente se representó la imagen lúgubre de una serie de aeronaves recorriendo los paisajes de ruinas cubiertas de malas hierbas donde yacían millones de esqueletos. La imagen le resultó aún menos atractiva por no haber en ella un lugar para Vantara. Si se fuese a Land, él y ella estarían literalmente en mundos diferentes… Le sorprendió descubrir que ya le hubiera adjudicado un lugar tan importante en el esquema de su vida, y sin apenas justificación, lo cual le demostró hasta qué punto aquella mujer había atravesado sus defensas emocionales.

—No puedo evitar que vuelvas al Viejo Mundo —dijo a Steenameert—. Pero creo que yo tengo aún bastante que hacer en Overland.

Capítulo 2

Lord Cassyll Maraquine respiró profunda y placenteramente al bajar los escalones frontales de su casa, que se hallaba situada al norte de la ciudad de Prad. Había estado lloviendo durante la última parte de la noche, y como consecuencia el aire era fresco y tonificante, lo cual le hizo desear no tener que pasar la mañana en las sofocantes dependencias de la residencia real. El palacio se encontraba a poco más de kilómetro y medio de distancia, visible como un destello de mármol rosado tras los frondosos árboles. Le hubiera gustado hacer el recorrido a pie, pero en aquellos días nunca parecía encontrar tiempo para tales placeres. La reina Daseene se había vuelto muy irritable con la edad, y él no quería arriesgarse a molestarla llegando tarde a su cita.

Fue hasta el carruaje que le esperaba, y saludó con la cabeza al conductor cuando subió. El vehículo partió inmediatamente, tirado por cuatro cuernazules, símbolo de la elevada categoría de Cassyll en Kolkorron. Sólo cinco años atrás estaba prohibido tener un carruaje que requiriese más de un cuernazul, pues los animales eran muy necesarios en el desarrollo de la economía del planeta, e incluso ahora los tiros de cuatro eran algo bastante raro.

El carruaje era un obsequio de la Reina y era lo correcto llevarlo cuando iba a visitarla, aunque su mujer y su hijo se burlasen a veces de él por el creciente relajo de sus costumbres. Siempre se tomaba a bien sus críticas, aunque empezaba a sospechar que realmente se estaba volviendo muy aficionado al lujo y a las comodidades. La inquietud y el deseo de aventura que caracterizaron a su padre parecían haberse saltado una generación para manifestarse en el joven Toller. En numerosas ocasiones había discutido con su hijo debido a su imprudencia y su desfasada costumbre de llevar espada; sin embargo, nunca había presionado demasiado sobre el asunto, porque en un rincón de su mente habitaba la idea de que actuaba movido por los celos, debido a la adoración que Toller profesaba hacia su abuelo muerto.

Al pensar en su hijo, Cassyll recordó que el chico dirigía la aeronave que había llegado el postdía anterior con los informes sobre la expedición a Land. En teoría, el contenido de aquellos despachos era secreto, pero su secretario ya había conseguido pasarle la información de que se había encontrado al Viejo Mundo despoblado, y libre de la especie mortífera de pterthas que había obligado a la humanidad a huir a través del vacío interplanetario.

La reina Daseene había convocado rápidamente a una reunión de consejeros escogidos, y el hecho de que hubiera requerido la presencia de Cassyll era un indicio de la dirección que habían tomado sus pensamientos. Él era un experto en el campo de la industria, y en ese contexto, el concepto conducía inexorablemente a las aeronaves; lo que implicaba que Daseene desearía recolonizar el Viejo Mundo para así convertirse en la primera de los gobernantes de la historia que sentara dominio en los dos planetas.

Cassyll sentía un desagrado instintivo por la idea de conquista, reforzada por el hecho de que su padre había muerto en un intento absolutamente inútil de conquistar Farland, el tercer planeta del sistema local; no obstante, en este caso no podía aplicarse ninguna censura filosófica o humanitaria. Land, el planeta hermano de Overland, pertenecía a su pueblo por derecho, y si no había ninguna población indígena que debiera ser sometida o masacrada, no veía ninguna objeción moral a una segunda migración interplanetaria. Por lo que a él concernía, sus únicas preguntas tendrían que ver con la proporción: ¿cuántas aeronaves querría la reina Daseene, y para cuándo las iba a necesitar?

Toller querrá tomar parte en la expedición, pensó Cassyll. La travesía sin duda conllevará riesgos, pero eso sólo servirá para reforzar su decisión de ir.

El carruaje llegó al río en seguida, y giró hacia el oeste en dirección al puente del Gran Glo, que era el principal acceso para ir al palacio. En los pocos minutos que estuvo en la curva de la avenida, Cassyll vio dos carruajes impulsados por vapor. Ninguno de ellos había sido construido en su fábrica y, una vez más, se sorprendió a sí mismo deseando disponer de más tiempo para dedicarlo a la experimentación de esa forma de transporte. Aún quedaban muchas mejoras por conseguir, especialmente respecto a la transmisión de la energía; pero la administración del imperio industrial Maraquine parecía requerirle todo su tiempo.

Mientras el carruaje cruzaba el recargado puente, el palacio apareció justo al frente: un bloque rectangular, que Daseene había convertido en asimétrico con la reciente construcción de una torre y un ala este en memoria de su marido. Los guardianes de la puerta principal saludaron a Cassyll cuando éste la atravesó. Sólo unos pocos vehículos esperaban a esa hora tan temprana, y en seguida distinguió el coche oficial del Servicio del Espacio que usaba Bartan Drumme, consejero técnico superior del jefe de Defensa Aérea. Para sorpresa suya, vio a Bartan esperando ociosamente junto al coche. Pese a sus cincuenta años, Drumme aún conservaba una figura delgada y fuerte, y sólo una cierta rigidez en el hombro izquierdo —resultado de una vieja herida de guerra— le impedía moverse como un hombre joven. Un soplo de intuición le dijo que Bartan estaba esperándole para verle antes de la reunión oficial.

—¡Buen antedía! —saludó Cassyll al descender de su carruaje—. Ojalá yo tuviera tiempo para haraganear por ahí tomando el fresco.

—¡Cassyll! —Bartan sonrió y se acercó a estrecharle la mano.

Los años apenas habían alterado los juveniles rasgos de su redondo rostro. Su permanente expresión de divertida irreverencia frecuentemente engañaba a la gente cuando apenas lo conocían, haciéndoles creer que era una persona superficial; pero con los años Cassyll había aprendido a respetarlo por su agilidad mental y su resistencia.

—¿Estabas esperándome? —dijo Cassyll.

—¡Exactamente! —replicó Bartan alzando las cejas—. ¿Cómo lo has sabido?

—Disimulabas tan bien como un golfillo paseándose ante la ventana de una panadería. ¿Qué ocurre, Bartan?

—Demos un paseo, hay tiempo antes de la reunión.

Bartan lo condujo a una zona vacía del patio, donde se ocultaron parcialmente tras un macizo de flores de lanza.

Cassyll comenzó bromeando:

—¿Vamos a conspirar contra el trono?

—En cierto sentido, es casi tan serio como eso —dijo Bartan, deteniéndose de golpe—. Cassyll, sabes que mi posición se describe oficialmente como consejero científico del jefe del Servicio del Espacio. Pero también sabes que, por el sólo hecho de que sobreviví a la expedición a Farland, se espera de mí que tenga una especie de lucidez mágica sobre todo lo que ocurre en el espacio, y prevenga a su Majestad de cualquier hecho importante, de cualquier cosa que pudiera constituir una amenaza para el reino…

—De repente me has preocupado —dijo Cassyll—. ¿Tiene esto algo que ver con Land?

—No, con otro planeta.

—¡Farland! Vamos, di lo que sea. ¡Suéltalo ya! —Cassyll sintió un sudor frío ante el terrible pensamiento que se representó en su cabeza.

Farland era el tercer planeta del sistema local, con una órbita dos veces más lejana del sol que el par Land-Overland, y a lo largo de toda la historia de Kolkorron no había supuesto más que una insignificante mancha verde en medio del esplendoroso cielo nocturno. Pero treinta y seis años atrás, una extraña serie de circunstancias habían conducido a que una nave se aventurase a salir de Overland para atravesar esos millones de kilómetros de vacío hostil y llegar hasta aquél remoto planeta. La expedición había sido aciaga —el padre de Cassyll no había sido el único en morir en aquel desapacible y lluvioso mundo—, y sólo tres de sus miembros habían vuelto a casa, con noticias inquietantes.

Farland estaba habitado por una raza de humanoides cuya tecnología era tan avanzada que les capacitaba para aniquilar a la civilización de Overland de un solo golpe. Desde luego, había sido una suerte para los humanos que los farlandeses fuesen una raza aislada y reconcentrada en ellos mismos, sin ningún interés por lo que hubiera más allá de la permanente nubosidad que cubría su planeta. Esta actitud resultó difícil de comprender para los humanos, siempre codiciosos de nuevos territorios. Incluso cuando los años que transcurrieron después sumaron décadas sin que se hubiera producido ningún signo de agresión del enigmático tercer planeta, el miedo a un repentino ataque devastador proveniente del espacio continuaba acechando en la mente de los overlandeses. Nunca estaba, como Cassyll Maraquine acababa de descubrir, demasiado lejos de la superficie de sus pensamientos…

—¿Farland dices? —Bartan le dirigió una extraña sonrisa—. No, me refiero a otro planeta. Un cuarto planeta.

En el silencio que siguió, Cassyll estudió el rostro de su amigo como si fuera un profundo enigma que tuviera que resolver.

—No será una broma, ¿verdad? ¿Estás diciendo que has descubierto un nuevo planeta?

Bartan asintió con expresión infeliz.

—No lo descubrí yo personalmente. Ni siquiera fue uno de mis técnicos. Fue una mujer quien lo descubrió, una copista de la oficina de registros del embarcadero de cereales.

—Bien, ¿qué importancia tiene quién lo viera primero? —dijo Cassyll—. La cuestión es que es un descubrimiento científico realmente interesante… —se interrumpió al darse cuenta de que aún no le habían contado toda la historia—. ¿Por qué tienes ese aspecto tan triste, amigo?

—Cuando Divare me habló del planeta, me dijo que era de color azul, y eso me hizo pensar que podía estar equivocada. Ya sabes cuántas estrellas azules hay en el cielo: cientos. De modo que le pregunté sobre el tamaño de telescopio que haría falta para verlo bien, y ella me dijo que con uno pequeño bastaría. De hecho, dijo que podía verse a simple vista.

»Y tenía razón, Cassyll. Me lo señaló anoche… un planeta azul… fácil de ver sin la ayuda de ningún instrumento óptico… situado bajo, en el oeste, poco después de la puesta del sol.

Cassyll frunció el entrecejo.

—¿Y lo examinaste con un telescopio?

—Sí. Se veía un disco considerable, incluso con un instrumento ordinario. Es un planeta, ella tenía razón.

—Pero… —el desconcierto de Cassyll se hizo mayor— ¿cómo no ha sido advertido antes?

La extraña sonrisa de Bartan volvió.

—La única respuesta que se me ocurre es que antes no estaba allí para que alguien pudiera observarlo.

—Eso contradice todo lo que sabemos de astronomía, ¿no es verdad? He oído que de vez en cuando aparecen estrellas nuevas, incluso aunque no permanezcan demasiado tiempo en su lugar, pero ¿cómo puede materializarse así un planeta en el cielo?

—La reina Daseene va a hacerme sin duda esa misma pregunta —dijo Bartan—. También me preguntará cuánto tiempo lleva ahí, y yo tendré que decirle que no lo sé; y después me preguntará sobre qué debemos hacer al respecto, y tendré que decirle que tampoco lo sé; y después comenzará a preguntarse de qué le sirve un consejero científico que no sabe nada…

—Me parece que te preocupas más de la cuenta —dijo Gassyll—. Es bastante probable que la Reina considere esto como un interesante fenómeno astronómico, pero sin más importancia. ¿Qué te hace creer que ese planeta puede representar una amenaza?

Bartan parpadeó varias veces.

—Es una sensación que tengo. Un instinto. No me digas que no te inquieta una cosa semejante.

—Me interesa enormemente, y quiero que esta noche me enseñes el planeta, pero ¿por qué iba a sentirme alarmado?

—Porque… —Bartan levantó la vista al cielo, como buscando inspiración—. Cassyll, no es normal… No es natural… es un presagio. Algo va a pasar.

Cassyll empezó a reírse.

—¡Pero si tú eres la persona menos supersticiosa que conozco! Y ahora hablas como si ese planeta errante hubiera aparecido en el firmamento con el único propósito de perseguirte.

—Bueno… —Bartan esbozó una sonrisa reticente, recuperando su apariencia juvenil—. Quizás tengas razón. Supongo que debí de haber acudido a ti inmediatamente. Hasta que Berise murió, no me he dado cuenta de lo que dependía de ella para conservar el equilibrio.

Cassyll asintió comprensivamente, como siempre encontrando difícil de aceptar que Berise Drumme llevara cuatro años muerta. La joven morena, vivaracha, indómita, daba la impresión de que iba a vivir eternamente; pero había sido fulminada en pocas horas por una de esas misteriosas enfermedades de origen desconocido que hacían tomar conciencia a los practicantes de la medicina de lo poco que sabían.

—Fue un duro golpe para todos… —dijo Cassyll—. ¿Acaso has vuelto a beber?

—Sí —Bartan detectó preocupación en los ojos de Cassyll y le tocó el brazo—. Pero no como en la época en que conocí a tu padre; no traicionaría a Berise de ese modo. Ahora, con uno o dos vasos de licor de bayas por la noche tengo bastante.

—Ven a mi casa esta noche y tráete un buen telescopio. Tomaremos una taza de algo caliente y echaremos un vistazo… Mira, hay otro trabajo para ti: necesitaremos un nombre para ese misterioso planeta.

Cassyll dio una palmada en la espalda a su amigo y señaló con la cabeza hacia el arco de entrada del palacio, indicando que ya era hora de que acudiesen a la reunión con la Reina.


Una vez dentro del sombrío edificio fueron directamente a la cámara de audiencias, atravesando pasillos casi vacíos. En los tiempos del rey Chakkell el palacio era además la sede del gobierno, y estaba por lo general atestado de oficiales; pero la política de Daseene había sido dispersar la administración general en edificios independientes y usar el palacio exclusivamente como residencia particular. Sólo asuntos tales como la defensa aérea —por la que se tomaba un interés especial— eran considerados lo bastante importantes como para merecer su atención personal.

A la puerta de la cámara se encontraban dos ostiarios, sudando bajo el peso de las tradicionales armaduras de brakka. Reconocieron a los dos hombres, y les permitieron la entrada sin demora. El aire de la sala estaba tan caliente que Cassyll se sofocó inmediatamente. En su vejez, la reina Daseene se quejaba continuamente de tener frío, y las habitaciones que ocupaba debían mantenerse a una temperatura que casi todos los demás encontraban insoportable.

La única persona en la sala era Lord Sectar, el canciller fiscal, cuyo trabajo era controlar los gastos de estado. Su presencia era otro indicio de que la reina trazaba planes para recuperar el Viejo Mundo. Era un hombre grande y con una gran panza, de unos sesenta años, con un rostro mofletudo que en condiciones normales ya estaba enrojecido, y que con el excesivo calor de la habitación se había vuelto totalmente encarnado. Saludó con un gesto a los recién llegados, señaló discretamente al suelo y a los tubos calefactores escondidos, alzó los ojos para expresar consternación, se secó el sudor de la frente y fue a colocarse junto a la ventana parcialmente abierta.

Cassyll respondió a la muda explicación con un exagerado encogimiento de hombros que expresaba su impotencia, y se sentó en uno de los bancos curvos encarados hacia la silla real de alto respaldo. Inmediatamente volvió a sus pensamientos el misterioso planeta azul de Bartan. Se le ocurrió que había asimilado demasiado a la ligera aquel fenómeno. ¿Cómo podía materializarse un mundo así en las regiones cercanas del espacio? Se habían visto aparecer estrellas nuevas en el cielo, y por tanto también podía suponerse que a veces desapareciesen, quizás por alguna explosión, tal vez dejando como restos unos planetas. Cassyll podía imaginarse a esos mundos vagando por la oscuridad del vacío interestelar, pero sin embargo las probabilidades de que entrasen en el sistema planetario parecían insignificantes. Quizás la razón por la que no había sentido el grado esperado de sorpresa era porque en el fondo no se lo había creído. Después de todo, una nube de gas podía tener la apariencia de una roca sólida…

Cuando un guardián abrió la puerta y golpeó el suelo con una vara de punta metálica para anunciar la llegada de la reina, Cassyll se levantó del banco. Daseene entró en la habitación, despidió a las dos damas de compañía que le habían hecho séquito hasta la puerta y se dirigió a su silla. Era delgada y de aspecto frágil, aparentemente cargada por el peso de sus ropas de seda verde, pero había una innegable autoridad en el modo en que indicó a los otros que se sentasen.

—Gracias por haber venido en este antedía —dijo con voz aguda pero firme—. Sé que vuestro tiempo está muy ocupado, así que iré directamente al motivo de esta reunión. Como ya sabréis, he recibido un despacho anticipado de la expedición a Land. Su contenido puede resumirse como sigue…

Daseene describió con detalle los hallazgos de la expedición, sin ningún titubeo ni ayuda de notas. Cuando hubo terminado, examinó al grupo con ojos penetrantes, bajo la cofia adornada de perlas sin la cual nunca aparecía en público. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, Cassyll pensó que si hubiera hecho falta, Daseene podría haber tomado las riendas del reino de Kolkorron en cualquier momento del mandato de su marido, y hubiera realizado bien la tarea. Era cuando menos sorprendente que hubiera escogido permanecer en la sombra, excepto en algunos pocos casos en que estaban por medio los derechos de las mujeres del reino.

—Creo que ya habréis adivinado mi propósito al convocaros a esta reunión —siguió, hablando en kolkorronés formal—. Considerando que dentro de tres días tendré un informe completo de los comandantes de la expedición, tal vez califiquéis mis acciones de precipitadas, pero he llegado a una etapa de mi vida en la que detesto perder aunque sólo sea una hora.

»Tengo intención de enviar sin demora una flota a Land. Pretendo restablecer Ro- Atabri como una capital viva antes de que yo muera; en consecuencia necesito decisiones vuestras este mismo antedía. También espero que el trabajo de llevar a la práctica esas decisiones empiece en cuanto pase la noche breve. Así que… ¡manos a la obra, caballeros! Mi primera pregunta es ésta: ¿qué tamaño debe tener la flota? Primero tú, Lord Cassyll. ¿Qué opinas?

Cassyll parpadeó al ponerse en pie. Así era el estilo de gobierno impuesto por el último rey Chakkell al objeto de adaptarse a las necesidades de los pioneros del nuevo mundo; en este momento, Cassyll Maraquine no estaba seguro de que fuese el más apropiado.

—Su Majestad… como súbditos leales, todos compartimos el deseo de recuperar el Viejo Mundo, pero ¿puedo señalar respetuosamente que no estamos en el estado de terrible emergencia que caracterizó a la época de la Migración? De momento no tenemos ninguna prueba de que Land sea habitable para nosotros; por lo tanto, lo más prudente sería secundar la primera expedición con otra de cuerpo principalmente militar, equipado con aeronaves que podrían reensamblarse en Land y utilizarse para sobrevolar y examinar el planeta.

Daseene sacudió la cabeza.

—Eso es demasiado prudente para mí, y no tengo mucho tiempo para la prudencia. Tu padre me habría aconsejado otra cosa.

—Ya no estamos en los tiempos de mi padre —dijo Cassyll, huraño de repente.

—Quizás no o quizás sí, pero seguiré tu consejo sobre las aeronaves. Propongo enviar… cuatro. ¿Qué te parece esa cantidad?

Cassyll hizo una breve reverencia, con cierta ironía.

—Esa cantidad me parece muy bien, su Majestad.

Daseene le sonrió con una mueca torcida, demostrando que no se le había escapado el matiz del comentario; luego se dirigió a Bartan Drumme.

—¿Ves alguna dificultad importante en transportar aeronaves hasta Land a bordo de naves espaciales?

—No, Majestad —dijo Bartan, poniéndose de pie—. Podemos adaptar las barquillas pequeñas de las aeronaves para que sirvan como barquillas de naves espaciales para la travesía. Al llegar a Land, simplemente será cuestión de quitar los globos y reemplazarlos por las cámaras de gas de las aeronaves.

—¡Excelente! Esa es la actitud positiva que me gusta encontrar en mis consejeros — Daseene dedicó una mirada expresiva a Cassyll—. Ahora, milord, ¿con cuántas aeronaves podremos contar para una travesía a iniciar dentro de… digamos, cincuenta días?

Antes de que Cassyll contestara, Bartan tosió y dijo:

—Perdone su Majestad, pero debo informarle de… un nuevo hallazgo…, algo sobre lo que debo llamar su atención en este momento.

—¿Tiene algo que ver con la discusión que tenemos entre manos?

Bartan lanzó a Cassyll una mirada de preocupación.

—Probablemente sí, Majestad.

—En ese caso —dijo Daseene con impaciencia—, será mejor que lo digas, pero de prisa.

—Majestad, eh… se ha descubierto un nuevo planeta en nuestro sistema.

—¿Un nuevo planeta? —Daseene frunció el entrecejo—. ¿De qué está hablando, señor Drumme? No puede haber un nuevo planeta.

—Lo he visto con mis propios ojos, Majestad. Un planeta azul… un cuarto planeta en nuestro sistema.

Bartan, normalmente locuaz, se trababa ahora con las palabras como Cassyll no había visto jamás.

—¿Qué tamaño tiene?

—No podremos determinarlo hasta que no estemos seguros de a qué distancia está.

—Muy bien —Daseene suspiró—. ¿A qué distancia está tu recién nacido planeta?

Bartan parecía profundamente desgraciado.

—No podremos calcularlo hasta que…

—Hasta que sepamos el tamaño —le cortó la reina—. ¡Señor Drumme! Le estamos todos muy agradecidos por su pequeña digresión hacia la ciencia maravillosamente exacta de la astronomía, pero deseo fervientemente que limite sus comentarios al tema que tenemos entre manos. ¿Queda claro?

—Sí, Majestad —farfulló Bartan, hundiéndose en el banco.

—Ahora… —Daseene tiritó de repente, subiéndose las ropas sobre la garganta y observando la habitación—. ¡Aquí hace un frío de muerte! ¿Quién ha abierto la ventana? Cerradla inmediatamente antes de que me hiele.

Lord Sectar, moviendo los labios silenciosamente, se levantó y se acercó a la ventana. Su chaqueta bordada estaba empapada por el sudor, y al volver a su sitio se secó ostentosamente la frente.

—No tienes buen aspecto —le dijo Daseene sucintamente—. Deberías ver a un médico.

Volvió su atención a Cassyll y repitió la pregunta sobre el número de naves que podrían estar disponibles en cincuenta días.

—Veinte —dijo Cassyll en seguida, decidiendo que sería más conveniente ser optimista mientras la Reina estuviese de ese humor.

Como jefe de la Junta de Abastecimientos del Servicio del Espacio, se hallaba en una buena posición como para juzgar la cantidad de naves y el material accesorio que podría prepararse para una travesía interplanetaria, y lo que podría sustraerse del servicio normal. Desde el descubrimiento de que Farland estaba habitado, se había mantenido una serie de estaciones defensivas en la zona media de ingravidez entre los dos planetas hermanos. Durante algunos años las grandes estructuras de madera estuvieron dotadas de personal, pero al irse reduciendo gradualmente los temores públicos de un ataque desde Farland, las tripulaciones se fueron retirando. Ahora las estaciones y los vehículos de combate y de asistencia se mantenían mediante ascensos regulares en globo a la zona de ingravidez. El plan de vuelos era poco riguroso, y Cassyll estimó que aproximadamente la mitad de las naves de la flota del Servicio del Espacio estarían disponibles para tareas extraordinarias.

—Veinte naves —dijo Daseene, pareciendo ligeramente decepcionada—. Bueno, supongo que son suficientes para empezar.

—Sí, Majestad, sobre todo porque no tenemos que pensar en términos de una flota de invasión. Puede preverse un tráfico continuo entre Overland y Land; al principio algo escaso, pero que irá creciendo poco a poco hasta…

—No se trata de eso, Lord Cassyll —le interrumpió la Reina—. De nuevo estás abogando por un planteamiento pausado de esta empresa, y de nuevo te digo que no tengo tiempo para eso. La vuelta a Land debe ser decidida, potente, triunfante… un hecho inequívoco que la posteridad no podrá malinterpretar.

»Tal vez te ayude a apreciar la magnitud de mis sentimientos por este asunto si te digo que acabo de conceder permiso a una de mis nietas, la condesa Vantara, para que tome parte en la reconquista. Es una experimentada capitana del aire, y podrá desempeñar una función útil en el examen inicial del planeta.

Cassyll hizo una reverencia de acatamiento, iniciándose entonces una intensa sesión planificadora que, en el curso de una hora, pretendió forjar el futuro de los dos planetas.


Al salir de la recalentada atmósfera del palacio, Cassyll decidió no volver a su casa inmediatamente. Un vistazo al cielo le mostró que aún le quedaban unos treinta minutos antes de que el sol se deslizase por detrás del extremo oriental de Land. Tenía tiempo para un tranquilo paseo por las avenidas arboladas de la zona administrativa de la ciudad. Le sentaría bien tomar un poco de aire fresco antes de responder a la constante llamada de sus múltiples obligaciones.

Despidió al cochero, se encaminó por el puente del Gran Glo y se desvió hacia el este siguiendo la orilla del río, trayecto que le haría pasar ante varios edificios gubernamentales. Las calles estaban animadas con la actividad repentina que usualmente precedía a la comida de la noche breve y al cambio diario de ritmo en la actividad humana. Ahora que la ciudad ya tenía medio siglo de historia, resultaba madura a los ojos de Cassyll, con una estabilidad que formaba parte de su vida; y se preguntó si alguna vez realizaría el viaje a Land para ver el resultado de milenios de civilización. Aunque la Reina no lo había dicho, sospechaba que en el corazón de aquella anciana debilitada se encontraba la idea de volver al planeta de su nacimiento, y quizás la de terminar allí sus días. Cassyll podía entender tales sentimientos, pero Overland era la única patria que había conocido y no tenía ningún deseo de abandonarla, especialmente cuando quedaba tanto trabajo por hacer en tantos ámbitos diferentes. O… quizás también le faltaba el ánimo, o el valor precisos para enfrentarse a ese impresionante viaje.

Se estaba acercando a la plaza de Neldeever —que albergaba los cuarteles generales de las cuatro ramas del ejército—, cuando divisó una cabeza rubia conocida sobresaliendo por encima de la corriente de peatones que venía hacia él. Cassyll no había visto a su hijo desde hacía quizas unos cien días, y sintió una oleada de afecto y orgullo, casi con los ojos de un extraño, al ver la apariencia despierta, el físico espléndido y la relajada confianza con que el joven llevaba su uniforme azul de capitán del espacio.

—¡Toller! —le llamó cuando se cruzaron.

—¡Padre!

La expresión de Toller era abstraída y severa, como si estuviese sopesando seriamente algo en su cabeza, pero su rostro se iluminó al reconocer a su padre. Extendió los brazos y los dos hombres se estrecharon, mientras el flujo de peatones se separaba a ambos lados.

—Qué feliz coincidencia —dijo Cassyll cuando se apartaron a un lado—. ¿Ibas a casa?

Toller asintió.

—Siento no haber ido anoche, pero era muy tarde cuando conseguí dejar bien amarrada la nave, y se presentaron ciertos problemas.

—¿Qué clase de problemas?

—Nada que pueda ensombrecer un día tan radiante como el de hoy —dijo Toller con una sonrisa—. Vamos pronto a casa. No te imaginas las ganas que tengo, después de comer durante una eternidad las raciones de a bordo, de saborear uno de esos banquetes que prepara madre para la noche breve.

—Pues parece que te sientan bien esas raciones.

—No tanto como a ti la buena comida —dijo Toller, tratando de pellizcar los excesos de humanidad de la cintura de Cassyll, al tiempo que empezaban a caminar en dirección a casa. Los dos hombres sostuvieron una charla banal y familiar, que más que una conversación deliberada, pretendía restaurar la relación después de una larga separación. Estaban ya cerca de la Casa Cuadrada, que tenía el mismo nombre que el de la residencia de Maraquine en la vieja Ro-Atabri, cuando la charla se desvió a temas más serios.

—Acabo de estar en palacio —dijo Cassyll— y tengo noticias que te interesarán: vamos a enviar una flota de veinte unidades a Land.

—Sí, entramos en una era verdaderamente maravillosa: dos planetas, pero una sola nación.

Cassyll echó un vistazo a la insignia del hombro más próximo de su hijo, el emblema amarillo y azul que revelaba que estaba capacitado para pilotar aeronaves y naves espaciales.

—Habrá mucho trabajo para ti allí…

—¿Para mí? —Toller soltó una carcajada forzada—. No, gracias, padre. Reconozco que me gustaría ver el Viejo Mundo alguna vez, pero de momento no es más que un gran cementerio, y no me atrae la perspectiva de barrer millones de esqueletos.

—Pero… ¿y el viaje? ¡La aventura! Creí que no ibas a pensártelo dos veces.

—Ya tengo bastantes cosas de qué ocuparme aquí en Overland, de momento —dijo Toller, y durante un momento la expresión sombría que Cassyll había advertido al principio volvió a su rostro.

—Algo te preocupa —dijo—. ¿Te lo vas a guardar?

—¿Tengo esa opción?

—No.

Toller sacudió la cabeza fingiendo desesperación.

—Me lo imaginaba. Ya sabrás, claro, que fui yo quien recogió al mensajero avanzado de Land. Bueno, pues en el último momento apareció otra nave en escena, injustificadamente, y trató de recoger el trofeo delante de mis narices. Naturalmente me negué a ceder…

—¡Naturalmente!

—…y se produjo una pequeña colisión. Como mi nave no sufrió ningún daño, me abstuve de realizar el registro oficial en el cuaderno; pero esta mañana me han comunicado que se ha presentado un informe del incidente contra mí. Mañana tengo que comparecer ante el comodoro del espacio Tresse.

—No tienes por qué preocuparte —dijo Cassyll, aliviado al oír que no se trataba de algo más serio—. Hablaré con Tresse este mismo postdía y le pondré al corriente de los verdaderos hechos.

—Gracias, pero creo que tengo el deber de resolver esto yo solo. Tendría que haberme cubierto las espaldas haciendo el registro en el cuaderno; sin embargo, puedo convocar a suficientes testigos como para que corroboren mis declaraciones. La verdad es que es todo bastante trivial. Una molestia insignificante…

—¡Pero una molestia que escuece!

—Es el engaño —dijo Toller, enfurecido—. Yo confié en esa mujer, padre. Confié en ella, y así me paga.

—Ajá… —Cassyll casi sonrió cuando empezó a intuir lo que había bajo la superficie de lo que había oído—. No me habías dicho que ese comandante sin principios fuese una mujer.

—¿No lo dije? —replicó Toller, con una voz ahora casual—. No tiene ninguna importancia, pero da la casualidad de que es una de las nietas de la Reina, la condesa Vantara.

—Una mujer guapa, ¿no?

—Quizás lo sea para algunos hombres… ¿Qué insinúas, padre?

—Nada, nada. Tal vez es que siento un poco de curiosidad por esa dama, ya que es la segunda vez que la oigo nombrar en las dos últimas horas.

Con el rabillo del ojo Cassyll vio que Toller le dirigía una mirada sorprendida, pero, incapaz de resistir la tentación de provocar a su hijo, no le dio más información. Caminó en silencio, protegiéndose la vista del sol con la mano para poder ver mejor un gran grupo de pterthas que seguía el curso de río. Las esferas casi invisibles descendían y rebotaban sobre la superficie del agua, impulsadas por una ligera brisa.

—Qué coincidencia —dijo Toller por fin—. ¿Qué te dijeron?

—¿De qué?

—De Vantara. ¿Quién te habló de ella?

—Nada menos que la Reina —dijo Cassyll, observando a su hijo atentamente—. Parece que Vantara se ha ofrecido para servir en la flota que se enviará a Land, y un indicio de la firmeza de las intenciones de la Reina respecto a esta empresa es que haya dado su permiso a la joven.

Se produjo de nuevo un largo silencio antes de que Toller hablase.

—Vantara es piloto de aeronaves. ¿Qué trabajo tendrá en el Viejo Mundo?

—Bastante, diría yo. Vamos a enviar cuatro aeronaves, cuya función será la de dar la vuelta a todo el globo y comprobar que no haya resistencia a la soberanía de la reina Daseene. A mí me parece una gran aventura, pero desde luego estarán incluidas todas las privaciones de la vida a bordo de una nave, y además las correspondientes raciones de comida.

—A mí todo eso no me importa —exclamó Toller—. ¡Quiero ir!

—¿A Land? Pero, si hace un momento…

Toller detuvo a Cassyll cogiéndole del brazo y volviéndole hacia él.

—¡Basta de comedias, padre, por favor! Quiero llevar una de las naves a Land. Te encargarás de que mi petición sea atendida, ¿verdad?

—No estoy seguro de que pueda… —dijo Cassyll, inquieto de repente ante la perspectiva de que su único hijo, que aún era un muchacho a pesar de sus pretensiones de hombría, cruzase el peligroso puente de aire fluído que unía los dos planetas.

Toller esbozó una amplia sonrisa.

—No seas tan modesto, padre mío. Estás en tantos comités, juntas, tribunales, consejos y asambleas, que a tu discreta manera desde luego, prácticamente gobiernas Kolkorron. Bueno, dime que iré a Land.

—Irás a Land —dijo Cassyll, complaciente.


Esa noche, mientras esperaba que Bartan Drumme llegase con un telescopio, Cassyll pensaba que podía reconocer la verdadera causa de sus temores por el vuelo de su hijo al Viejo Mundo. Toller y él sostenían una relación armoniosa y satisfactoria, pero no podía negarse el hecho de que el chico siempre había estado excesivamente influenciado por las historias y leyendas que se atribuían a su abuelo paterno. Aparte del increíble parecido físico, los dos tenían en común semejanzas de carácter —impaciencia, valor, idealismo y predisposición a la cólera entre otros—, pero Cassyll sospechaba que las similitudes no eran tan grandes como el joven Toller pretendía. Su abuelo había sido mucho más duro, capaz de toda crueldad si la consideraba necesaria, y caracterizado por una obstinación que le conduciría a una muerte segura antes que traicionar sus principios.

Cassyll estaba contento de que la sociedad kolkorronesa ahora fuese más benigna y segura que unas cuantas décadas atrás, y de que el mundo en general ofreciera al joven Toller menos oportunidades de meterse en situaciones en las que, simplemente por tratar de cumplir unas normas autoimpuestas, pudiera perder la vida. Pero ahora que había decidido volar al Viejo Mundo, esas posibilidades sin duda se incrementarían, y a Cassyll le pareció que el fantasma del fallecido Toller empezaba a reanimarse —estimulado por el olor de la aventura peligrosa—, preparándose para ejercer su influencia en el vulnerable joven. Y, a pesar de que estaba pensando en su propio padre, Cassyll Maraquine deseó que aquel espíritu inquieto no se moviese de su tumba, ni del pasado.

El saludo de Bartan Drumme, al ser recibido por un sirviente en la entrada principal, levantó a Cassyll de su silla. Descendió una amplia escalera y saludó a su amigo, que portaba un telescopio de madera y un trípode. El sirviente se ofreció para llevar el telescopio, pero Cassyll lo despidió, y con Bartan subieron el pesado instrumento a un balcón que permitía una buena vista hacia el oeste. La luz reflejada por Land era lo bastante intensa como para poder leer con ella; no obstante, la cúpula del cielo estaba atestada de innumerables estrellas brillantes y cientos de espirales de diversos tamaños y formas, que iban desde remolinos circulares a estrechísimas elipses. Nada menos que seis cometas mayores eran visibles esa noche, con sus estelas resplandecientes extendiéndose sobre el espacio, y meteoros cruzándose casi continuamente, enlazando por breves instantes un objeto celeste con otro.

—Me sorprendiste este antedía —dijo Cassyll—. No conozco a nadie que pueda hablar como tú, cualesquiera que sean la audiencia y las circunstancias; sin embargo parecías aturdido por algo. ¿Qué te pasaba?

—Me siento culpable —dijo Bartan lacónicamente, alzando la cabeza del trípode que estaba instalando.

—¡Culpable!

—Sí. Es ese maldito cuarto planeta, Cassyll. Mi instinto me dice que no nos augura nada bueno. No debería de estar allí. Su presencia es una afrenta a nuestra comprensión de la naturaleza, una señal de que algo va a ir terriblemente mal, y sin embargo soy incapaz de convencer a nadie, ni siquiera a ti, de que existe una razón de alarma. Siento que he traicionado a mi Reina y a mi país por mi ineptitud al explicarme, y no sé qué hacer.

Cassyll dejó escapar una risa tranquilizadora.

—Déjame ver ese augurio que tanto te preocupa. Cualquier cosa que calle la famosa lengua de Drumme merece un cuidadoso examen…

Seguía aún bromeando con humor cuando, tras haber preparado y apuntado el telescopio, Bartan se apartó y le invitó a mirar por el ocular. La primera cosa que se encontró la mirada de Cassyll fue un disco borroso de un brillo azulado que parecía una burbuja de jabón llena de gas espumoso, pero un ligero ajuste del enfoque logró un resultado notable.

Ante él, de repente, flotando en las profundidades añiles, había un planeta, con sus casquetes polares nevados, océanos, masas de tierra y blancas volutas de sistemas meteorológicos.

No tenía ninguna razón de existir, pero existía, y en ese momento de confrontación visual e intelectual, el primer pensamiento de Cassyll fue —sin ninguna justificación que pudiera comprender— por la futura seguridad de su hijo.

Capítulo 3

El indicador de altura consistía en una escala vertical que en la parte superior llevaba suspendido un pequeño peso mediante un delicado muelle. Su principio de funcionamiento era tan simple y eficaz —al elevarse la nave y descender la gravedad, el peso se movía hacia arriba en la escala— que sólo se había introducido una modificación en cincuenta años. El muelle, que antes era una viruta filamentosa de madera de brakka, era ahora de hilo de acero. La metalurgia había facilitado los grandes avances de Kolkorron en las últimas décadas. La inalterable consistencia del muelle de acero permitía calibrar fácilmente los indicadores.

Toller examinó cuidadosamente el instrumento, asegurándose de que marcaba la gravedad cero; luego salió flotando de la cabina y se colocó sobre la baranda. La flota había llegado a la zona de ingravidez en mitad del periodo de luz diurna, lo que significaba que los rayos del sol incidían sobre él con una dirección paralela a la plataforma de cubierta. Por un lado, el universo tenía su aspecto oscuro normal, abundantemente salpicado de estrellas y espirales plateadas, pero en el otro había un exceso de luz que dificultaba la visibilidad. Bajo sus pies, Overland era un enorme disco exactamente dividido en dos partes de noche y día, ésta última contribuyendo a la luminosidad general; por encima, aunque oculto por el globo de la nave, el Viejo Mundo añadía igualmente confusión de la misma forma.

Al mismo nivel que Toller, severamente iluminados por el sol, estaban los otros tres globos que aguantaban las barquillas de las aeronaves en lugar de las estructuras de caja ligera que normalmente usaban las naves espaciales. El contorno liso de cada barquilla había sido alterado por la adición de un motor ensamblado verticalmente, con el cono de salida sobresaliendo bajo la quilla. Más abajo en el espacio, alineados en grupos de cuatro sobre los resplandecientes accidentes de Overland, estaban las dieciéis naves que constituían la parte principal de la flota. Vistos desde arriba, los globos parecían perfectamente esféricos y tenían la aparente solidez de planetas, con las cintas de carga y las líneas de sutura representando los meridianos de los mapas. El rugido de los escapes de los propulsores llenaba el cielo, llegándose de vez en cuando a un clímax casual cuando varias naves emitían sus bramidos intermitentes al unísono.

Toller buscaba con los prismáticos el grupo circular de estaciones de defensa permanentes, y deseaba que hubiese un método rápido de encontrarlo independientemente de la disposición del sol y los planetas. El problema estaba en que no tenía ni idea de en qué dirección sería más probable obtener resultados. La lectura del indicador de altura podía estar desviada en decenas de kilómetros, y las corrientes de convección que contribuían a que el puente de aire entre los planetas estuviese tan frío, frecuentemente motivaban dispersiones laterales de los ascensos, de la misma magnitud. Pero a pesar de su gran tamaño para las proporciones humanas, las estaciones eran insignificantes en las heladas y gélidas extensiones del azul central.

—¿Has perdido algo, joven Maraquine?

La voz era del comisionado Tyre Kettoran, el jefe oficial de la expedición, que había decidido volar en una de las naves modificadas. Sufría de mareos debidos a la baja gravedad, y esperaba que la cabina cerrada le aliviase del rigor de los ataques. Sus esperanzas habían resultado vanas, pero soportaba su mal con gran entereza a pesar de su edad. Con setenta y un años, era con mucho el miembro de mayor edad de la expedición. Había sido escogido por la reina Daseene precisamente porque conservaba claros recuerdos de la vieja capital de Ro-Atabri, y por tanto estaría bien capacitado para informar sobre las condiciones actuales del lugar.

—Tengo órdenes de inspeccionar el grupo de defensa interior —dijo Toller—. El Servicio se ha visto fuertemente mermado para poder proporcionar las veinte naves de esta expedición, y como consecuencia hemos tenido que suprimir la inspección habitual cada cincuenta días; pero si detecto algún problema serio, se me ha autorizado para que desvíe una de las naves de la expedición durante el tiempo que hiciese falta para arreglar las cosas.

—Una gran responsabilidad para un joven capitán —dijo Kettoran, con su pálido rostro alargado mostrando leves signos de animación—. Pero, aún con esos espléndidos prismáticos, ¿qué clase de inspección esperas llevar a cabo a una distancia de varios kilómetros?

—Una inspección superficial —admitió Toller—. Pero en realidad, lo que realmente debe preocuparnos en esta etapa es la alineación general de las estaciones. Si se comprueba que alguna se ha separado de las otras, o que se está desplazando hacia Overland o hacia Land, es cuestión simplemente de volver a rectificarla en el plano de referencia.

—Si una empieza a caer, ¿no la seguirían todas?

Toller negó con la cabeza.

—No estamos hablando de inertes trozos de roca. Las estaciones contienen muchos productos químicos: pikon, halvell, sal de fuego y otros. Un ligero cambio en las condiciones puede conducir a la producción de gases que abriría una raja en la cubierta si alguna costura se debilitase. La fuerza propulsora producida puede no ser mayor que el suspiro de una doncella, pero si se prolonga durante mucho tiempo y después aumenta con la creciente acción de la gravedad, en seguida nos encontraremos con un gigante incontrolado cuyo destino será arrojarse contra uno u otro planeta. En el Servicio del Espacio estimamos prudente adoptar medidas correctivas antes de alcanzar ese estado.

—Te expresas muy bien, joven Maraquine —dijo Kettoran, expulsando blanco vaho a través de la bufanda que protegía su cara del intenso frío de la zona de ingravidez—. ¿Has pensado en dedicarte alguna vez a la diplomacia?

—No, pero tendré que pensarlo si no logro localizar pronto esas cáscaras de madera.

—Te ayudaré; haría cualquier cosa con tal de poder desviar mi mente del hecho de que el estómago quiere subírseme a la boca.

Kettoran se frotó los ojos con la mano enguantada, comenzó a examinar el cielo y en pocos segundos, para sorpresa de Toller, dejó escapar una exclamación de satisfacción.

—¿Es eso lo que estábamos buscando? —dijo, señalando horizontalmente hacia el este, detrás de las tres naves modificadas—. Esa línea de luces púrpuras…

—¿Luces púrpuras? ¿Dónde?

Toller trató en vano de distinguir algo inusual en la parte señalada del cielo.

—¡Allí! ¡Allí! ¿Cómo no lo…? —las palabras de Kettoran se desvanecieron en un suspiro de decepción—. Demasiado tarde, ya han pasado.

Toller resopló con una mezcla de diversión y exasperación.

—Señor, en las estaciones no hay luces, ni púrpuras ni de ningún color. Tienen reflectores que brillan con un resplandor blanco constante, si se divisan desde el ángulo correcto. Quizás vio algún meteoro.

—Sé cómo son los meteoros, así que no intentes… —Kettoran se interrumpió otra vez y señaló a otra parte del espacio—. Allí está tu precioso grupo de defensa. No me digas que no es eso, porque veo una línea de manchas blancas. ¿Me equivoco, acaso? ¡No me equivoco!

—No se equivoca —reconoció Toller, enfocando los prismáticos hacia las estaciones y maravillándose de la velocidad con que la suerte había dirigido la mirada del anciano a la parte exacta del espacio—. ¡Muy bien, señor!

—¡Y eso que tú eres el piloto! Si no hubiera sido por este estómago rebelde, yo habría…

Kettoran soltó un violento estornudo, se retiró a la cabina y cerró la puerta.

Toller sonrió al oír más estornudos intercalados con maldiciones, amortiguados por la puerta. En los cinco días de ascenso a la zona de ingravidez había sentido una creciente simpatía hacia el comisionado —por su irónico malhumor—, y también respeto, por su estoicismo frente a las severas incomodidades del vuelo. La mayoría de los hombres de su edad habrían buscado algún medio de eludir la obligación que le impuso la reina Daseene; pero Kettoran había aceptado el encargo de buena gana y parecía decidido a cumplirlo como cualquier otra de las tareas rutinarias que en su larga vida había realizado en nombre de su soberana.

Toller devolvió su atención a las estaciones de defensa y se sintió aliviado al ver que formaban una línea perfectamente recta. Cuando le concedieron la cualificación de piloto de naves espaciales, solía divertirse en los ocasionales ascensos de mantenimiento a las estaciones. Entrar en las cubiertas oscuras y claustrofóbicas había sido una experiencia casi mística que le había ayudado a evocar al espíritu de su abuelo y sus tiempos heroicos; pero la futilidad de la existencia del grupo de defensa interior rápidamente había dominado sus pensamientos. Si no existiese ninguna amenaza de Farland, las estaciones serían innecesarias; si los enigmáticos farlandeses alguna vez se decidiesen a invadir, su superioridad tecnológica dejaría totalmente inservibles las estaciones. Las cascaras de madera constituían una mera defensa simbólica, que en cierto modo había tranquilizado la mente del rey Chakkell en sus últimos tiempos; para Toller su principal valor radicaba en el hecho de que mantenerlas servía de algún modo para preservar las capacidades interplanetarias de la nación.

Tranquilizándose al comprobar que no había necesidad de desviarse del curso vertical, bajó los prismáticos y miró pensativamente hacia la más lejana de las tres naves que constituían su escalón: ésa era la comandada por Vantara. Desde el mismo antedía en que se había enterado de que la condesa iba a tomar parte en la expedición, había estado indeciso sobre cómo debería comportarse en los futuros tratos con ella. ¿Conseguiría, con un aire de indiferencia y digna reprobación, arrancar de ella una disculpa y así acercarse? ¿O sería mejor mostrarse animado y ajeno a su informe, como si se tratase de una ruidosa escaramuza, inevitable entre dos espíritus libres que chocan?

El hecho de que él —la parte ofendida— fuese el único que planease la reconciliación, le había ocasionado cierta inquietud, y aun así todas sus intrigas habían resultado inútiles. Durante los preparativos de vuelo, Vantara había logrado mantenerse apartada de él, y lo hizo con tanta elegancia que a Toller ni siquiera le quedó el consuelo de sentirse lo suficientemente importante para ser evitado.

Una hora después de que la flota hubo pasado por el plano de referencia, el grupo de estaciones de defensa se había quedado atrás hasta hacerse prácticamente invisible, debido a que la atracción gravitatoria de Land iba aumentando imperceptiblemente la velocidad de las embarcaciones. Un mensaje del luminógrafo del General Ode, comandante de la flota, fue enviado desde la nave insignia instruyendo a todos los pilotos para llevar a cabo la maniobra de inversión.

Contento de romper con la rutina a bordo, Toller se deslizó por una cuerda de seguridad hasta la parte media, donde el teniente Correvalte se encontraba al mando del motor. Correvalte, que había sido calificado recientemente como piloto, pareció aliviado cuando oyó que no iba a tener que realizar él la maniobra. Abandonó los mandos y se colocó a una cierta distancia mientras Toller iniciaba la delicada tarea. La nave tenía cuatro finos montantes de aceleración que unían la barquilla a la cinta de carga ecuatorial del globo y que daban a toda la estructura el grado de rigidez preciso para volar en la modalidad de propulsión. Aunque el globo en sí era muy ligero —apenas una frágil envoltura de lino barnizado—, el gas del interior tenía una masa de muchas toneladas, con la inercia correspondiente, y debía manipularse con sumo cuidado cuando se necesitaba hacer cualquier cambio de dirección. Un piloto demasiado impulsivo en el manejo de los propulsores laterales pronto descubriría que había atravesado la envoltura con el extremo superior de los montantes. Aunque esto no sería demasiado serio en condiciones de baja gravedad, era un daño difícil y lento de arreglar, y el causante siempre encontraría buenas razones para lamentar su error.

Después de que Toller comenzó a accionar los pequeños propulsores transversales, durante un largo rato pareció que el empuje no tenía ningún efecto; pero luego, con una perezosa lentitud, el gran disco de Overland empezó a desplazarse hacia arriba. Mientras éste aparecía por encima de la baranda de la nave, suspendido ante la tripulación en toda su magnitud, la inmensa convexión del Viejo Mundo emergió por debajo del globo y se deslizó hacia abajo. Hubo un momento durante el cual, simplemente girando la cabeza de un lado a otro, Toller pudo ver los dos planetas expuestos en toda su integridad para permitir la inspección: las dos arenas en las que los humanos habían luchado todas las batallas de la evolución y la historia.

Sobrepuestas sobre cada planeta, e iluminadas de forma similar por el costado, estaban las otras naves de la flota. Se hallaban en diferentes posiciones, con cada piloto realizando la inversión a su propia marcha, formando arcos de condensación blanca procedentes de los propulsores laterales que complementaban las agrupaciones de nubes a miles de kilómetros por debajo. Y encerrando el espectáculo, estaba el luminoso y helado panorama del universo: los círculos y espirales y rayos de radiación plateada, los campos de estrellas brillantes, predominando las azules y blancas, los silenciosos cometas y los fugaces meteoros.

Fue una visión que emocionó y al mismo tiempo estremeció a Toller, enorgulleciéndole por el valor de su pueblo al atreverse a cruzar el vacío interplanetario en aquellas frágiles estructuras de tela y madera, a la vez que le recordó que, a pesar de todas sus ambiciones y sueños, los hombres no eran más que pequeños microbios que avanzaban trabajosamente de un granito de arena al otro.

No le hubiera gustado admitirlo —como a ninguno de sus compañeros—, pero se sintió más cómodo cuando la maniobra de inversión estuvo terminada y la nave volvió a descender a los dominios naturales para los humanos. A partir de ahora el aire se haría más denso y caliente, y menos hostil a la vida, y todas las preocupaciones de Toller recobrarían su justa importancia.

—Así es como se hace —dijo, devolviendo el mando de la nave a Correvalte—. Que el mecánico convierta otra vez el motor en la modalidad de quemador y que se asegure de que la calefacción funcione correctamente.

Toller enfatizó este punto porque, aunque el ambiente se volvería realmente menos duro a medida que la nave perdiese altura, la dirección del flujo de aire se invertiría. La gran cantidad de calor que se perdía en la superficie del globo sería llevada hacia arriba por la corriente, en vez de bañar la barquilla con su bálsamo invisible que ayudaba a proteger a los ocupantes del frío mortal de la zona media.

El motor debía pararse para poder realizar la transformación de un vehículo impulsor a un vehículo productor de gas caliente para el vuelo aerostático convencional, y Toller aprovechó ese momento de quietud para entrar en la cabina en busca de algún alimento. Nadie había nunca explicado la desconcertante sensación de caída que los hombres experimentaban dentro y cerca de la zona de ingravidez, pero ésta había anulado su apetito durante más de un día, y como consecuencia, se hallaba en una situación ambivalente de necesidad de comer y falta de ganas. La muestra de alimentos que encontró en la bolsa de provisiones —tiras de carne y pescado secos, cereales, bayas y frutos arrugados— no era demasiado seductora. Revolvió entre lo que encontró y finalmente cogió una rebanada de pastel de trigo que masticó sin entusiasmo.

—¡No desesperes, joven Maraquine! —el comisionado Kettoran, que se había instalado en una de las sillas de la mesa del capitán, fingía estar animado—. Pronto estaremos en Ro-Atabri, y en cuanto lleguemos te llevaré a alguno de los mejores lugares del mundo para comer. Sí, ya sé, estarán en ruinas; pero te llevaré de todas formas.

Kettoran guiñó un ojo a su secretario, Parlo Wotoorb, que estaba sentado frente a él, y ambos, divertidos, encogieron sus estrechos hombros, resultando extrañamente parecidos.

Sin dejar de masticar, Toller asintió con seriedad reconociendo el chiste. Kettoran y Wotoorb habían sido contemporáneos de su abuelo. Lo habían conocido de verdad —un privilegio que él envidiaba—, y ambos habían sobrevivido hasta una edad bastante avanzada sin pérdidas aparentes de sus facultades. Toller dudaba que él alcanzase los setenta con el mismo grado de fortaleza y resistencia. Siempre le había parecido que había algo especial en los hombres y mujeres que habían vivido los grandes acontecimientos de la historia reciente: la plaga de los pterthas, la migración, la conquista de Overland, la guerra entre los planetas hermanos. Era como si sus caracteres y espíritus hubieran sido templados en la severa prueba de su tiempo, mientras que él estaba destinado a vivir en un periodo dormido, sin saber con seguridad si tendría el privilegio de poder responder a algún reto. Por mucho que lo intentaba, no podía imaginar que las insulsas y monótonas circunstancias de su tiempo le ofreciesen aventuras que pudieran compararse con las que habían hecho ganar a Toller, el Regicida, su lugar en la leyenda. Incluso el viaje entre los planetas, que había sido en otro tiempo el peligroso límite de la experiencia de los hombres, se había convertido en una rutina.

Un súbito resplandor entró a raudales por las portillas del lado izquierdo de la habitación, momentáneamente rivalizando con los prismas de la luz solar que cruzaban la mesa oblicuamente desde la pared opuesta; y alguien afuera, en la plataforma abierta, soltó un grito de miedo.

—¿Qué ha sido eso?

Toller iba a salir por la puerta, entorpecido por la falta de gravedad, cuando se produjo un terrible estruendo, como el del terremoto más fuerte que jamás hubiera oído. La sala se inclinó, y los pequeños objetos repiquetearon ruidosamente en sus soportes.

Los ecos del trueno aún retumbaban cuando Toller llegó a la abertura de la puerta y logró impulsarse fuera de la cabina. La nave se tambaleaba violentamente con las corrientes de aire que producían chirridos y crujidos en el cordaje. El teniente Correvalte y el mecánico estaban atando las cuerdas junto al motor, con sus rostros consternados vueltos hacia el noroeste. Toller miró en la misma dirección y vio un remolino de un brillo feroz que disminuía rápidamente alejándose hacia la nada. Inmediatamente el cielo recuperó su quietud, el silencio absoluto, exceptuando las débiles voces provenientes de los hombres de otras naves.

—¿Era un meteoro? —gritó Toller, consciente de la simpleza de la pregunta.

Correvalte asintió.

—Uno muy grande, señor. No nos chocó por un kilómetro, quizás más, pero durante un momento pensé que nos había llegado el fin. No quisiera volver a ver nada igual.

—Probablemente no lo verás —dijo Toller, tranquilizador—. Que el montador examine la envoltura por si ha sufrido algún daño, sobre todo en las uniones de los montantes. ¿Cómo se llama ese tipo?

—Getchert, señor.

—Bueno, dile a Getchert que mire bien. Ya es hora de que haga algo para ganarse el pan en este viaje.

Mientras Correvalte se alejaba hacia la estructura de popa, donde los miembros sin rango de la tripulación tenían su alojamiento, Toller asió una cuerda transversal y se desplazó hasta la baranda. Ahora que se había llevado a cabo la inversión podía ver sólo las naves de su mismo escalón, y por debajo, los globos de las cuatro naves primeras; pero en general todo parecía en orden. Había realizado muchos ascensos a la zona de ingravidez, y como resultado había llegado a acostumbrarse a la idea de la insignificancia del hombre en relación con el cosmos. Sus naves eran tan pequeñas, y el universo tan grande, que resultaría bastante improbable que una de las deslumbrantes balas cósmicas encontrase un blanco humano.

Resultaba irónico que sólo cinco minutos antes se hubiera lamentado interiormente de la monotonía del vuelo interplanetario; pero si tenía que producirse algún peligro, preferiría que fuese de los que era posible afrontar y superar. Había más bien poca gloria en ser objeto de la exterminación casual por un instrumento ciego de la naturaleza, un vulgar fragmento de roca atravesando velozmente el vacío desde…

Toller alzó la cabeza, dirigiendo la mirada al sureste, hacia la parte del cielo donde el meteoro debía de haberse originado, y se sintió intrigado al distinguir lo que parecía una pequeña nube de luciérnagas doradas. La nube era casi circular, aumentaba rápidamente de tamaño, y sus componentes se volvían más brillantes a cada segundo. La contempló, absorto, incapaz de recordar si había visto algo similar entre los centelleantes tesoros del espacio, y entonces, como el repentino enfoque de una imagen en un sistema óptico, recuperó el sentido de la proporción y la perspectiva, y comprendió con horror:

¡Estaba contemplando un conjunto de meteoros que parecían dirigirse directamente hacia la flota!

Su entendimiento transformó el espectáculo, como si pudiera acelerar el ritmo de los acontecimientos. El conjunto se abrió radialmente como una flor carnívora, abarcando silenciosamente su campo de visión, y supo entonces que podía estar aún a cientos de kilómetros. Incapaz de moverse o siquiera de gritar, se asió a la baranda y contempló cómo los deslumbrantes objetos se abrían aún más, corriendo hacia la periferia de su visibilidad, en un profundo silencio a pesar de las increíbles energías que se expandían.

«Estoy a salvo», se dijo Toller. «Estoy a salvo por la sencilla razón de que soy una presa demasiado pequeña para esos monstruos de fuego. Incluso las naves son demasiado pequeñas».

Pero algo nuevo estaba ocurriendo. Se estaba produciendo un cambio radical. Los caballeros de obsidiana del lejano cosmos, que habían buscado su curso a través del vacío absoluto durante millones de años, al fin habían encontrado un medio más denso, y se destruían a sí mismos contra las barreras de aire, las fortificaciones gaseosas que protegían los planetas gemelos de intrusos cósmicos.

Por muy beneficioso que fuese el encuentro para cualquier criatura viviente de la superficie de Land u Overland, era un mal augurio para los viajeros cogidos por sorpresa en el estrecho puente de aire entre los dos planetas. Los meteoros, sometidos a una tensión insoportable, empezaron a explotar, y al fragmentarse en miles de partículas divergentes sin duda se volverían más indiscriminados en la elección de sus blancos.

Toller se estremeció cuando, con un baño de luz y con un restallar amortiguado de truenos, los meteoros desintegrados llenaron momentáneamente todo el cielo. Y de repente estaban tras él. Se volvió y vio todo el fenómeno invertido, el gran disco de radiación contrayéndose mientras se alejaba hacia el espacio remoto. La principal diferencia de su aspecto radicaba en que ahora era menos corpuscular; el círculo era una zona casi uniforme de fuego turbulento. Al abandonar la periferia de la tenue atmósfera de los planetas gemelos, las feroces balas fueron privadas de su combustible y rápidamente se perdieron de vista. Un silencio de perplejidad envolvió la ciudadela de naves.

«¿Cómo hemos sobrevivido?», pensó Toller. «¿Cómo hemos podido…?»

Entonces se apercibió de unos gritos, procedentes de algún lugar no muy por encima de él. Se produjo una explosión típica de la reacción del pikon y el halvell, y supo que como mínimo una de las naves había sido menos afortunada que las otras.

—Apartémonos —grito el teniente Correvalte, que se había quedado helado en el puesto de mando.

Toller se agarró a la baranda, estirándose impacientemente hacia arriba para ver más allá de la curvatura del globo, mientras Correvalte empezaba a accionar intermitentemente uno de los propulsores laterales.

Segundos más tarde se presentó ante los ojos de Toller el inusitado espectáculo de un cuernazul flotando en el aire, iluminado sobre un fondo de estrellas diurnas. La explosión debía de haberlo arrojado fuera de la barquilla en la que era transportado. Aullaba aterrorizado, y agitaba sus patas acabadas en pezuñas mientras caía imperceptiblemente hacia Land.

Toller volvió su atención a la nave accidentada, que ahora se hizo visible. El globo había quedado reducido a una bóveda informe de bandas de tela. Los cuatro lados de la barquilla se habían desprendido de la base, y aún giraban lentamente como parte de un anillo irregular formado por figuras de hombres, cajas de municiones, rollos de cuerda y desperdicios generales. Aquí y allá entre la confusión flotante se producían destellos y chisporroteos que emitían oleadas de condensación blanca al mezclarse pequeñas cantidades de pikon y halvell que, al no estar confinadas, ardían inofensivamente sobre el fondo en tonos pastel de Overland.

Los miembros de la tripulación de los otros tres globos ya se lanzaban por los costados de sus naves para empezar los trabajos de rescate. Toller examinó las forcejeantes figuras humanas que formaban parte del caos central, y sintió un gran alivio cuando llegó a la conclusión de que ninguno de ellos estaba muerto. Supuso que la barquilla habría recibido un golpe indirecto de alguno de los diminutos fragmentos de meteoro y que se habría volcado, provocando de este modo que los cristales verdes y púrpuras se mezclasen y se inflamasen, posiblemente dentro de los tanques del motor.

—¿Estamos siendo atacados? ¿Vamos a morir? —las palabras temblorosas provenían del comisionado Kettoran, cuyo rostro, pálido y alargado, apareció por la puerta de la cabina.

Toller se disponía a explicar lo que había ocurrido cuando advirtió un movimiento en la baranda de la nave de Vantara. La dama navegante se encontraba en un costado, acompañada de la figura menor y menos llamativa de la teniente. Incluso a esta distancia, la sola visión de la princesa fue suficiente para turbar a Toller. Vio que Vantara y su oficial parecían estar fijando su atención en el aún resistente cuernazul. El animal había perdido todo el impulso proporcionado por la explosión y estaba, aparentemente, en una posición fija a medio camino entre la nave de Vantara y la de Toller.

Él sabía, sin embargo, que la permanencia de la relación espacial era una ilusión. El cuernazul y las naves estaban sometidos a la gravedad de Land, y todos caían hacia la superficie que se hallaba miles de kilómetros más abajo. Una diferencia de suma importancia era que las naves tenían un cierto grado de frenada gracias a los globos de aire caliente, mientras que el cuernazul caía libremente. Cerca de la zona de ingravidez la diferencia de velocidades era difícil de detectar, pero no obstante existía, y en virtud de las leyes físicas se incrementaría cada vez más. A menos de que se llevase a cabo alguna acción para evitarlo, el cuernazul, un valioso animal, estaría condenado a una fatal caída de más de un día y una noche, la misma sobre la que todos habían tenido pesadillas.

Vantara y la teniente —cuyo nombre había olvidado Toller— tenían las manos ocupadas, y en pocos segundos se dio cuenta en qué. Saltaron por encima de la baranda con la agilidad que proporciona la ingravidez, y Toller vio que llevaban las mochilas personales de vuelo. Estas unidades, alimentadas por gas mezcla, eran un lejano recuerdo de los antiguos sistemas neumáticos inventados precipitadamente en la época de la guerra interplanetaria. A pesar de su avanzado diseño, resultaban bastante traicioneras para un operador inexperto.

La evidencia de este hecho se produjo inmediatamente cuando Vantara, al no lograr mantener la fuerza propulsora de acuerdo con su centro de gravedad, dio un lento vuelco y tuvo que ser ayudada y estabilizada por su compañera. Toller comprendió en seguida que las dos mujeres, obviamente intentando recuperar el cuernazul, podían ponerse en peligro ellas mismas. El asustado animal seguía coceando con sus pezuñas, y un golpe de éstas sería más que suficiente para aplastar un cráneo humano.

—Nos libramos por poco —gritó por encima del hombro a Kettoran mientras cogía una unidad de vuelo de un soporte cercano—. ¡Pregúntaselo a Correvalte!

Saltó por encima de la baranda y se impulsó en el aire soleado con la unidad aún en la mano. Los planetas hermanos, con todos sus intrincados detalles, llenaban el cielo a cada lado, y el espacio intermedio estaba ocupado por filas de naves bulbosas y espirales de humo y condensación a través de las cuales podían verse figuras humanoides en miniatura afanándose en enigmáticas tareas. Las estrellas diurnas y los cometas y nebulosas más brillantes completaban eficazmente todo un complejo de fenómenos visuales.

Toller, que dominaba el manejo de las unidades de vuelo, se ajustó la mochila alrededor del torso mientras se desplazaba. Se orientó hacia el cuernazul y se propulsó con una larga descarga que le llevó directamente hacia él. El terrible frío de la zona media, acrecentado por la corriente, le mordió los ojos y la boca.

Vantara y su teniente estaban ahora cerca del cuernazul, que aun rugía y aullaba aterrorizado. Se aproximaron un poco más y estaban empezando a desenrollar la cuerda que habían traído cuando Toller utilizó su retropropulsor para llegar a detenerse cerca de ellas. Tardó un buen rato en alcanzar una distancia desde donde pudiera hablar a Vantara y, a pesar de las extrañas circunstancias, sintió una cosquilleante emoción debida a la presencia de ella. Las moléculas de su cuerpo parecían estar reaccionando a un aura invisible que la rodeaba. Aquel rostro ovalado, parcialmente ensombrecido por la capucha del traje espacial, era tan encantador como él lo recordaba: enigmático, enormemente femenino, desconcertante por su perfección.

—¿Por qué no podemos encontrarnos en lugares normales como todo el mundo? — dijo Toller.

La condesa le echó un breve vistazo, después se giró sin cambiar la expresión y habló con su teniente.

—Si le atamos las patas traseras será más fácil.

—Preferiría primero intentar calmar al animal —replicó la teniente—. Es demasiado arriesgado ponerse detrás mientras esté tan asustado.

—¡Pamplinas!

Vantara hablaba con la enérgica confianza de alguien que desde la infancia había tenido a su disposición grandes establos. Formando un lazo corredizo con la cuerda, se acercó al cuernazul en una nube de condensación. Toller estaba a punto de gritar una advertencia cuando el animal, que no había dejado de contorsionar la cabeza de un lado a otro, dio un golpe violento con ambas patas traseras. Una de sus enormes pezuñas rozó la cadera de Van-tara, alcanzando el material del traje sin llegar a tocarle el cuerpo. La fuerza del impacto la hizo girar sobre sí misma, siendo frenada en seguida por la rígida cuerda que aún sostenía. Si la pezuña del cuernazul le hubiera dado en la pelvis, la habría herido seriamente, y era obvio que ella lo había comprendido, pues su rostro estaba pálido cuando recuperó la estabilidad.

—¿Por qué tiraste de la cuerda? —preguntó a su teniente, con una voz agria de furia—. ¡Tiraste de mí! ¡Podría haberme matado!

La teniente abrió la boca y dirigió una airada mirada a Toller, considerándolo tácitamente como un testigo.

—Milady, yo no hice tal…

—No discutas, teniente.

Dije que debíamos de calmar al animal antes de…

—No vamos a organizar aquí un tribunal de investigación —le interrumpió Vantara, formando con el aliento espirales de condensación ante su cara—. Si de repente te has convertido en una experta en el trato de animales, puedes rescatar ese malhumorado y estúpido saco de huesos. De todas formas, es de bastante mala raza.

Se volvió en el aire y se impulsó de nuevo hacia la nave. La teniente la observó alejarse, luego miró a Toller, con una inesperada sonrisa engordando sus ya rechonchas mejillas.

—La teoría es que si esa pobre criatura hubiera sido de buena raza, habría sabido que no debía de cocear a un miembro de la familia real…

Toller sintió que la frivolidad estaba fuera de lugar.

—La condesa se salvó por pelos.

—La condesa siempre provoca estas situaciones —dijo la teniente—. La razón por la que se decidió a ser ella quien recuperase el cuernazul, en vez de delegarlo a cualquier otro, fue que quería demostrar su dominio innato sobre los animales. Cree con toda su mente y todo su corazón en los mitos más preciados de la aristocracia: que sus hombres han nacido con un instinto connatural para el mando, que sus mujeres están dotadas para cualquier rama de las artes, y…

—¡Teniente! —la irritación de Toller había ido creciendo durante el discurso, y de repente no pudo contenerla más—. ¡Cómo te atreves a hablarme de esa forma acerca de un superior! ¿No te das cuenta de que podría hacerte castigar severamente?

Los ojos de la teniente se abrieron con sorpresa, luego adquirió una expresión de desengaño y resignación.

—No…, tú también. ¡Otro que también cae!

—¿De qué estás hablando?

—Todos los hombres que la conocen… —la teniente se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Pensaba que después del asunto del informe sobre el choque… ¿Sabes que la bella condesa Vantara hizo todo lo que pudo para intentar privarte de tu mando?

—¿Sabes que debes usar un tratamiento deferente cuando te diriges a un oficial superior?

Toller era vagamente consciente de que había algo de ridículo en sus maneras, sobre todo teniendo en cuenta que los dos estaban suspendidos en el azul vacío de entre los discos turbulentos de los planetas; pero era incapaz de escuchar pasivamente mientras Vantara era criticada de forma tan ácida.

—Lo siento, señor —el rostro de la teniente había perdido toda expresión, y su voz era neutral—. ¿Quiere que me ocupe del cuernazul?

—¿Cómo te llamas, por cierto?

—Jerene Pertree, señor.

Toller se sintió ahora pomposo, pero no veía otro camino para salir del lío en el que se había metido.

—En esta expedición no faltan personas expertas en tratar con animales. ¿Estás segura de que no saldrás volando?

—Me crié en una granja, señor.

Jerene abrió la válvula de su unidad propulsora durante un corto tramo, lo suficiente como para producir el empuje que la llevase hasta la cabeza del cuernazul. Los ojos saltones del animal giraron en círculo cuando ella se acercó, y alrededor de la boca se concentraron unos filamentos de baba. Toller sintió una punzada de inquietud —esas enormes mandíbulas podían fácilmente desgarrar la carne humana bajo el más grueso de los trajes—, pero Jerene estaba emitiendo unos suaves sonidos que parecieron producir un efecto inmediato en el cuernazul. Deslizó un brazo alrededor del cuello y comenzó a acariciar la frente del animal con la mano libre. Éste se rindió a las caricias, volviéndose visiblemente dócil, y en pocos segundos la teniente pudo bajarle los párpados sobre aquellos ojos fijos de color ámbar. Jerene hizo un gesto hacia Toller, indicándole que se acercase con la cuerda.

Éste se impulsó hasta allí, ató los pies traseros del animal, desenrolló un poco más de cuerda y repitió el proceso con las patas delanteras. No estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo, y todo el rato estuvo temiendo una violenta respuesta del animal cautivo; sin embargo éste le permitió terminar la operación sin ningún percance.

Para entonces el caos de arriba ya estaba controlado. La nave destruida había sido abandonada. La superficie de Overland estaba casi totalmente oculta por las estelas de condensación que los hombres de otras naves rociaban por sus escapes al intentar salvar las provisiones. Se gritaban unos a otros, y parecían casi animados al comprender que el daño había sido mínimo para la flota, comparado con lo que podía haber ocurrido. A Toller se le ocurrió que la expedición había tenido suerte en otro aspecto: si el encuentro con el grupo de meteoros no hubiera sucedido tan cerca de la zona de ingravidez, la recuperación habría sido mucho más difícil, si no imposible. Todos los objetos caían hacia Land, pero la velocidad de descenso era tan lenta que a estas alturas podía despreciarse.

También ascendían autoimpulsados unos hombres provenientes de las cuatro naves del primer escalón, entre los que se hallaba el comodoro espacial Sholdde, oficial jefe ejecutivo de la expedición. Sholdde era un duro y lacónico cincuentón, muy apreciado por la Reina gracias al entusiasmo con que asumía las tareas difíciles. El hecho de que hubiera perdido una nave, aunque no pudiera achacársele ninguna culpa, le iba a poner irritable y difícil de tratar durante el resto del vuelo.

—¡Maraquine! —gritó a Toller—. ¿Qué te crees que estás haciendo ahí? Vuelve a tu nave y mira a ver cuántas provisiones puedes aceptar a bordo. No deberías estar perdiendo el tiempo por un miserable saco de pulgas.

—¡Cómo se atreve a llamarme saco de pulgas! —murmuró Jerene en dirección a Sholdde, aparentando indignación—. Saco de pulgas lo serás tú.

—Oye, ya te he advertido sobre…

Toller, que había estado a punto de amonestar a la teniente por su falta de respeto hacia los oíiciales superiores, se encontró con un brillo irónico en aquellos ojos marrones y su resolución se disipó. Le gustaba la gente que podía hacer chistes en los momentos tensos, y tenía que admitir que a él le hubiera costado reunir el valor necesario para acercarse tanto a la cabeza del aterrado cuernazul.

—Ya puedes volver a tu nave —dijo, refrenándose—. Los granjeros pueden recoger su cuernazul cuando estén dispuestos.

—Sí, señor.

Jerene se apartó del amansado animal y dirigió la mano a los mandos de su unidad propulsora. Toller sintió que había sido injusto.

—Por cierto, teniente…

—¿Señor?

—Lo hiciste muy bien con el cuernazul.

—Muchas gracias, señor —dijo Jerene, sonriendo modestamente de un modo que Toller interpretó casi con certeza como una burla hacia él.

La observó alejarse con su propulsor, dejando un cono de condensación blanca, y sus pensamientos volvieron inmediatamente a Vantara. Había estado a punto de ser dañada por la coz del cuernazul, y había hecho lo correcto al volver a su nave en seguida. Era una pena, sin embargo, que al hacerlo le hubiera privado de la oportunidad de establecer una mejor relación.

«Pero tengo tiempo», pensó, decidido a tomárselo con filosofía. «Habrá todo el tiempo del mundo cuando lleguemos a Land».

Capítulo 4

Divivvidiv fue despertado del sueño de su cerebro medio por un susurro telepático procedente de Xa.

—Mira a tu alrededor, Amado Creador —dijo el Xa, usando el color mental verde para mostrarle que consideraba el asunto de cierta urgencia.

—¿Qué ocurre? —respondió Divivvidiv, sin haber recobrado aún todos los niveles de la consciencia.

Estaba soñando en épocas más sencillas y felices, en particular en su primera infancia en Dussarra, y su superior cerebro había empezado a trazar el escenario de un placentero día, el cual hubiera podido alimentar con todo detalle dentro del adormecido cerebro medio y vivir íntegramente durante el sueño. Sin duda, podría volverlo a crear durante el siguiente periodo inerte, pero inevitablemente habría alguna pequeña diferencia; por ello no pudo evitar una cierta sensación de pérdida. El ensueño desvanecido prometía ser casi perfecto. Nostalgia incrementada…

—Los Primitivos han pasado por el plano de referencia cuando ascendían de la superficie de su planeta —siguió diciendo el Xa—. Han invertido sus naves y…

—Lo que demuestra que se dirigen al planeta hermano —interrumpió Divivvidiv—. ¿Por qué me has molestado?

—He podido percibirlos con mayor claridad, Amado Creador, y debo informarle que poseen órganos de visión muy superiores a los de usted. Además, han desarrollado instrumentos que amplifican eficazmente las imágenes ópticas…

—¡Telescopios!

La idea de que una especie primitiva fuera capaz de idear un modo de manipular un medio tan intratable como la luz, sorprendió tanto a Divivvidiv que lo despertó del todo. Se incorporó sobre el bloque liso y esponjoso que constituía su cama y desactivó el campo gravitatorio artificial, sin el cual habría sido incapaz de entrar siquiera en el nivel más superficial del sueño.

—Dime —dijo al Xa—, ¿podrán vernos los Primitivos?

Tenía que hacer aquella pregunta, confiando de momento en los sentidos del Xa, ya que su propio radio de percepción directa estaba notablemente reducido por las paredes metálicas del hábitat.

—Sí, Amado Creador. Dos de ellos ya han experimentado toda la zona de la esfera visual en la que nos encontramos, uno de ellos con la ayuda de un telescopio doble, y hay muchas posibilidades de que seamos detectados. Los quemadores de la estación sintetizadora de proteínas son lo que más puede atraer su atención: dejan escapar una radiación que se encuentra dentro de la parte del espectro que captan los ojos de los Primitivos. La palabra que usan para esa parte es «púrpura».

—Apagaré los quemadores inmediatamente.

Divivvidiv salió flotando de la vivienda del hábitat y entró en la sala de operaciones principales. Su trayectoria le llevó por el aire hasta la matriz de control —que dirigía la producción de nutrientes—, y usó un fino dedo gris para cortar el flujo de energía de la fila de quemadores exteriores.

—Ya lo he hecho —le dijo al Xa—. ¿Han visto algo los Primitivos?

Hubo una breve pausa antes de que el Xa respondiese:

—Sí, uno de ellos ha comentado que ha visto una «línea de luces púrpura», pero no hay ninguna reacción emocional asociada. El acontecimiento se ha calificado de insignificante y ya casi ha sido olvidado.

—Me alegro —dijo Divivvidiv, usando el color mental apropiado para el alivio.

—¿Por qué experimenta alivio, Amado Creador? Seguramente una especie en un estado de desarrollo tan primario no representa ninguna amenaza para usted.

—No me preocupaba mi propia seguridad —dijo Divivvidiv—. Si los Primitivos hubieran sentido curiosidad por nosotros y hubieran decidido investigar, me habría visto obligado a destruirlos.

Hubo otra pausa antes de que el Xa hablase.

—¿Se resiste a matar a una especie primitiva?

—Naturalmente.

—¿Porque es inmoral privar a cualquier ser de su vida?

—SÍ.

—En ese caso, Amado Creador —dijo el Xa—, ¿por que ha decidido matarme?

—Te he dicho muchas veces que nadie ha decidido matarte. Es simplemente cuestión de…

La mención de matar recordó a Divivvidiv el porqué estaba allí, el pavoroso crimen contra la naturaleza perpetrado por su propia especie. Una punzada de angustia y de culpa silenció entonces sus pensamientos.

Capítulo 5

La antigua ciudad de Ro-Atabri era inmensa.

Toller llevaba junto a la baranda de la barquilla más de una hora, mirando hacia abajo la mancha creciente de intrincadas líneas y dibujos coloreados que diferenciaban la ciudad del terreno de alrededor. Se le había educado para que considerase a Prad, la capital de Overland, como una impresionante metrópoli, y se había imaginado a Ro-Atabri mucho mayor, pero igual en esencia. La realidad de la histórica sede del poder kolkorronés era, sin embargo, algo para lo que no estaba preparado.

Sintió que esa enorme diferencia de tamaño también implicaría de algún modo una diferente esencia, e incluso algo más que eso. Todas las ciudades, villas y pueblos de Overland habían sido planificadas, y por tanto sus características principales derivaban de la voluntad de arquitectos y constructores; pero desde lo alto, Ro-Atabri tenía un aspecto de crecimiento natural, el de un organismo vivo.

Allí estaba, tal y como la recordaba de las descripciones que su abuela paterna, Gesalla Maraquine, solía hacerle cuando era un niño. Ahí estaba el río Borann serpenteando hacia la bahía de Arle, la cual se abría en el golfo de Tronom; hacia el este estaba el monte Opelmer coronado de nieve. Cercada y moldeada por los accidentes naturales, la ciudad y sus barrios periféricos se extendían sobre la tierra como un enorme liquen de manipostería, hormigón, madera de brakka y arcilla que representaba siglos de esfuerzos de multitudes de seres humanos. Los grandes incendios que prendieron el día en que comenzó la Migración habían dejado su huella aún visible en algunas zonas, pero la duradera obra de albañilería había sobrevivido intacta y serviría a la humanidad de nuevo en alguna era futura. Unas manchas de color rojo y marrón anaranjado demostraban que los desafortunados Hombres Nuevos habían empezado a cubrir los edificios renovando los tejados.

—¿Qué te parece, joven Maraquine? —dijo el comisionado Kettoran, apareciendo junto a Toller. Ahora que la gravedad había vuelto a la normalidad se sentía mucho mejor y dedicaba un vivo interés a todos los asuntos de la nave.

—Es grande —dijo simplemente Toller—. No puedo abarcarlo todo. Hace que la historia parezca… real.

Kettoran se rió.

—¿Te crees que la inventamos?

—Podrían haberlo hecho, por lo que respecta a la mayoría de la generación presente, pero esto… me martillea la mente. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Lo comprendo perfectamente. Piensa en cómo me siento yo… —Kettoran se inclinó un poco más sobre la baranda y su cara alargada se animó—. ¿Ves esa mancha cuadrada de color verde justo al oeste de la ciudad? Ése es el viejo cuartel espacial, ¡el lugar desde donde despegamos hace cincuenta años! ¿Podríamos aterrizar allí?

—Parece un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo Toller—. Las desviaciones laterales en este vuelo han sido muy leves, y las que se han producido fueron contrarrestadas por otras. La decisión la tiene el comodoro espacial, desde luego, pero yo diría que allí es donde vamos a aterrizar.

—Sería ideal. Un completo y perfecto ciclo.

—Desde luego —admitió Toller, ya sin escuchar.

Su atención estaba absorbida por la idea de que el vuelo de diez días entre los dos planetas estaba a punto de acabar, y que muy pronto tendría oportunidades ilimitadas para cortejar a Yantara. Ni siquiera la había vuelto a ver desde el incidente del cuernazul, y esa falta de contacto había aumentado su obsesión hasta el punto de que la perspectiva de ver otro planeta por primera vez le parecía una aventura menor comparada con el poder hablar a la condesa cara a cara y tal vez conquistarla.

—Te envidio, joven Maraquine —dijo Kettoran, contemplando con nostalgia el escenario natural sobre el cual se habían desarrollado las escenas de su juventud—. Ante ti tienes todo un mundo de posibilidades.

—Tal vez… —sonrió Toller, saboreando su propia interpretación de las palabras del comisionado—. Quizás tenga razón.


El pueblo de Styvee comprendía poco más de unas cien casas, e incluso en sus mejores días sólo habría albergado unos pocos cientos de personas. Toller estuvo tentado de tacharlo de la lista, pero entonces hubiera sido necesario falsificar un informe de inspección, y no podía permitirse el caer en tan mezquina falta de honestidad. Durante un momento estudió el trazado de la villa, advirtiendo que su plaza central era muy pequeña, incluso para un lugar tan apartado.

—¿Qué opina, cabo? —dijo, poniendo a prueba la opinión del joven—. ¿Vale la pena intentar descender sobre esos escasos metros de hierba?

Steenameert se inclinó sobre la baranda para estimar la perspectiva.

—Yo no me arriesgaría, señor. Hay muy poco ángulo de deriva, y no tenemos ni idea de cómo son las corrientes alrededor de ese grupo de almacenes tan altos.

—Eso es lo que yo estaba pensando. Todavía podrás ser un buen piloto —dijo Toller, jovialmente—. Nos dirigiremos hacia esos prados del este, junto al río, y descenderemos allí.

Steenameert asintió. Su rostro normalmente colorado se volvió aun más encarnado con el elogio. Toller le había tomado afecto a Steenameert desde aquél primer encuentro —cuando descendió en paracaídas desde el vacío interplanetario—, y había mostrado un interés especial para que estuviera en su tripulación durante el vuelo a Land. Ahora estaba preparando personalmente a Steenameert para una promoción de rango, en cierto modo para fastidio del teniente Correvalte, que había pasado el obligado año en un escuadrón de entrenamiento.

Toller se volvió hacia Correvalte, quien oficialmente debería de haber dirigido la maniobra de aterrizaje y que demostraba su frustración haraganeando en su asiento con una postura de exagerado aburrimiento.

—Teniente, designe un hombre para que guarde la nave y que los otros se preparen para inspeccionar la villa. El paseo les vendrá bien.

Correvalte saludó, muy correctamente, y abandonó el puente. Toller mantuvo una expresión cuidadosamente neutral mientras observaba al teniente descender por una corta escalera hacia la plataforma principal de la barquilla. Ya había decidido recompensar a Correvalte recomendándolo para una capitanía antes de tiempo; sin embargo también había decidido no hacérselo saber hasta que la presente misión estuviera terminada.

Era mitad del antedía, y en la región ecuatorial de Land el calor solar estaba ya caldeando la tierra. La mayor parte de la barquilla estaba bajo la sombra de la cámara de gas, hecho que confería al ambiente de más allá un aspecto sobrecogedor, por lo brillante y vivido. Cuando la nave realizó un lento semicírculo para afrontar la leve brisa, descendiendo al mismo tiempo, Toller vio que los campos que rodeaban el pueblo habían recuperado casi totalmente su uniforme tono verde natural.

Sin ninguna estación que orquestase los ciclos de maduración, cada planta en estado salvaje tendía a seguir el suyo propio. Una parte de las plantas estaba en tempranos estadios de crecimiento, mientras que otras estaban en su punto culminante de madurez y otras marchitándose ya, devolviendo al suelo sus materias. Desde tiempo inmemorial, los campesinos kolkorroneses habían seleccionado semillas de plantas aprovechables en tandas sincrónicas, creando normalmente seis cosechas al año; como resultado, las zonas cultivadas presentaban un patrón de bandas de varios colores.

Aquí, después de décadas de abandono, esos patrones habían desaparecido casi del todo, y las hierbas comestibles y otros cereales habían vuelto lentamente a la anarquía botánica. El avanzado estadio de la degradación llevó a Toller a sospechar que el pueblo de Styvee no fue uno de los ocupados por los Hombres Nuevos después de que la plaga ptertha barrió a la población humana normal. Si ese era el caso, la inspección de la villa prometía una serie de experiencias desagradables y bastante deprimentes.

Las últimas fases de la extinción racial, hacía medio siglo, se habían sucedido tan rápidamente que no hubo tiempo para que los moribundos enterrasen a sus muertos…

Ese pensamiento enturbió el humor de Toller, recordándole lo equivocado que había estado en sus suposiciones de que la llegada de la flota a Land le daría incontables oportunidades para estar en compañía de la condesa Vantara. En el fondo de ese error había un simple hecho histórico.

La migración de Land a Overland se había planeado cuidadosamente y podría haberse llevado a cabo en etapas sucesivas, pero al final se realizó bajo circunstancias de pánico y caos. Con la ciudad de Ro-Atabri ardiendo, con las masas revueltas y perdida la disciplina del ejército, la evacuación se llevó a cabo con sólo unos minutos de anticipación para los refugiados; en tal urgencia no se transportó ni un solo libro en el viaje entre los dos planetas. Se llevaron grandes cantidades de joyas y fajos de billetes, pero ni una sola pintura, ni un poema escrito, ni una partitura.

Aunque los hombres y mujeres de la cultura se quejarían más tarde de haber dejado su espíritu detrás, el rey Chakkell y sus herederos se lamentarían de un descuido más enojoso. Con todo el alboroto y la confusión, a nadie se le había ocurrido traer ni un solo mapa de Kolkorron, del imperio, o del propio Land. Desde la época de la Migración hasta los días presentes —aunque la familia real kolkorronesa aún reclamaba su soberanía sobre el Viejo Mundo—, la falta de mapas había resultado más molesta que cualquier otra; no obstante, la situación había cambiado completamente.

El príncipe Oído, el único descendiente que quedaba de Daseene, estaba en la cincuentena, y toda su vida había estado contrariado por la negativa de la Reina a abdicar. Y a medida que la debilidad de su madre prometía abrirle camino, su frustración aumentaba al saberse heredero de un reino cuya riqueza real y potencial eran casi un misterio absoluto.

Aunque Toller no lo sabía, Oído había convencido a Daseene para postergar la circunnavegación de Land hasta que se hubiera llevado a cabo un examen detallado de Kolkorron. Esa era la razón por la que, en vez de desplazarse junto a la nave de Vantara en una fascinante vuelta al planeta, Toller se veía enredado en una serie de escalas aéreas de un pueblo desierto a otro. Llevaba en Land casi veinte días, y en todo ese tiempo no había visto a Vantara, que estaba ocupada en tareas similares por otra región del país.

Al igual que la ciudad de Ro-Atabri le había impresionado por su gran tamaño, Kolkorron le sobrecogía por su multiplicidad de centros —grandes, medianos y pequeños—, que en otra época habían sido necesarios para albergar a su población. Habiendo vivido toda su vida en Overland, donde era posible volar durante horas sin ver una sola casa, Toller se sintió agobiado, oprimido por la gran interferencia del hombre en el paisaje natural. Había empezado a visualizar el antiguo reino como una enorme colmena hirviente en la que cada individuo contaría muy poco. Incluso el saber que allí había nacido su abuelo le sirvió de poco para contrarrestar sus sentimientos negativos hacia la campiña sometida e invadida de Kolkorron.

Contempló malhumorado el grupo de casas y grandes edificios que integraban Styvee, que parecían inclinarse con los movimientos de la aeronave. Los antiguos mapas y periódicos que habían encontrado en Ro-Atabri mostraban que su importancia principal derivaba del hecho de que la villa contenía una estación de bombeo, que había sido vital para la irrigación de una zona considerable de la tierra de labranza situada al norte del río local y del sistema de canales. Era necesario que Toller inspeccionase la estación e informase de sus condiciones.

Sin dejar de vigilar a Steenameert y su manejo de la aeronave, Toller consultó su lista y confirmó que después de haber reconocido Styvee sólo le quedarían tres localidades por examinar. Si no se producía ninguna complicación, podría volver al campamento base en la capital antes de la noche breve del día siguiente. Vantara probablemente también habría vuelto para entonces a Ro-Atabri. Ese pensamiento le ayudó a desechar algunos de sus presentimientos sobre la misión que realizaba, y comenzó a silbar al propio tiempo que sacaba su espada de un cajón. La magnífica arma de acero, que había pertenecido a su abuelo, era demasiado voluminosa para pasearla por los estrechos confines de la nave, pero nunca se aventuraba a salir sin llevarla atada a un costado. Esto aumentaba su sensación de parentesco con el otro Toller Maraquine, aquél cuyas proezas nunca tendría la posibilidad de emular.

Un minuto más tarde, gracias a las cortas descargas de los propulsores secundarios, el fondo de la barquilla hizo contacto con la tierra, y el cañón de cuatro anclas disparó sus ganchos hacia la hierba. Los hombres saltaron inmediatamente por el lateral de la barquilla portando cuerdas con las que asegurar doblemente la nave contra la posibilidad de torbellinos calientes, que solían recorrer las inmediaciones del ecuador.

—Motores parados, señor —dijo Steenameert, buscando con la mirada a Toller mientras cerraba la válvula del depósito neumático que alimentaba de cristales al propulsor—. ¿Qué tal ha sido el aterrizaje?

—Pasable, pasable —Toller usó un tono de voz que demostraba que estaba más complacido con la actuación del cabo de lo que afirmaban sus palabras—. Pero no te quedes ahí todo el día esperando felicitaciones. ¡Afuera tú también!

Como ya le había ocurrido otras veces, en su breve paseo por los alrededores del pueblo Toller se sintió extrañamente cohibido, como si unos observadores ocultos estuvieran acechando cada paso que daba. Sabía cuan absurda era esa idea, y sin embargo era incapaz de olvidar que él y sus hombres serían un blanco fácil si unos defensores con rifles apareciesen en las ventanas de los pisos superiores. Su inquietud, decidió, provenía de la idea de que estaba haciendo algo que no tenía ningún derecho a hacer, que el último lugar de descanso de tanta gente no debía perturbarse…

Una retahila de maldiciones procedente de alguien situado unos metros a su izquierda le hizo mirar en esa dirección. El hombre esquivó cuidadosamente algo que Toller no pudo ver debido a la alta hierba.

—¿Qué era eso, Renko? —dijo, sabiendo en el fondo la respuesta que le daría.

—Un par de esqueletos, señor… —la amarilla camisa del uniforme de Renko mostraba manchas en varios sitios por el sudor; cojeaba visiblemente—. Casi me caigo encima de ellos, y por poco me rompo el tobillo.

—Si no se le cura pronto, anotaré el incidente en su hoja de servicios —dijo Toller secamente—. Se enfrentó a dos esqueletos; resultaron vencedores ellos.

El comentario desencadenó las risas de los otros hombres y la cojera de Renko desapareció rápidamente.

Al llegar al pueblo el grupo se desplegó según el procedimiento habitual, entrando los hombres en las casas e informando de su estado al teniente Correvalte, que realizaba numerosas anotaciones en el cuaderno de informes. Toller aprovechó la oportunidad para buscar un relativo aislamiento, paseándose solo por las estrechas callejuelas y las ruinas de los jardines. El abandonado estado de los edificios le convenció de que Styvee no había sido ocupado por los Hombres Nuevos; que desde hacía medio siglo las familias humanas no habían revivido con su presencia las derruidas estructuras de piedra.

En el exterior no había esqueletos visibles, pero eso no era extraño según la experiencia de Toller. En la fase última y más virulenta de la plaga de los pterthas, las víctimas habían sobrevivido sólo dos horas después de la infección; sin embargo algún instinto parecía haberles empujado a buscar lugares de reclusión en donde morir. Era como si algún sentimiento innato de propiedad hubiera sido ultrajado por la idea de ensuciar sus propias comunidades con cadáveres descompuestos. Unos cuantos habían conseguido llegar hasta sitios pintorescos o que ofreciesen una buena perspectiva, pero en general los ciudadanos del viejo Kolkorron habían elegido morir en el retiro de sus casas, muy a menudo en la cama.

Toller había perdido la cuenta de las veces que había visto patéticas escenas familiares consistentes en esqueletos masculinos y femeninos unidos en un último abrazo, muy a menudo con estructuras óseas menores yaciendo entre ellos. La visión de tantos recordatorios de la futilidad de la existencia había impregnado su espíritu de una honda melancolía que a veces superaba a su entusiasmo natural. Ahora, sin ningún pudor, trataba de no entrar en las silenciosas viviendas siempre que podía evitarlo.

Su paseo por la villa le condujo a un gran edificio sin ventanas que había sido construido a la vera del río. Parte de él se adentraba en el agua. Identificando la estructura como la estación de bombeo —la cual era el principal elemento de interés en la zona—, la rodeó hasta llegar a una gran puerta de la pared norte. La puerta había sido construida con una madera de veta fina reforzada con tiras de brakka, y parecía intacta después de cincuenta años de abandono. Estaba cerrada y, como Toller había adivinado, apenas vibró cuando lanzó contra ella su considerable peso.

Murmurando con fastidio, se dio la vuelta, protegió los ojos del sol con la mano y atisbó hacia el pueblo. Pasó más de un minuto hasta que divisó la figura voluminosa de Gabbleronn, el sargento especialista encargado del mantenimiento de la aeronave. Gabbleronn acababa de salir de lo que habría sido alguna vez un almacén de algo, y se estaba metiendo en el bolsillo un pequeño objeto. Pareció sobresaltarse cuando Toller le llamó, y respondió a la orden con una evidente falta de entusiasmo.

—No estaba robando, señor —protesto al acercarse—. Sólo he cogido una candelera hecha de esa madera negra. No tiene ningún valor, señor; es un recuerdo para mi esposa, para cuando vuelva a Prad. Lo devolveré.

—Eso no importa —le interrumpió Toller— Quiero que se abra esta puerta. Traiga de la nave todas las herramientas que necesite. Arránquela de sus goznes si es preciso.

—¡Si, señor!

Aparentemente aliviado, Gabbleronn examino con gran atención la puerta durante un momento, luego saludó y se alejo corriendo.

Toller se sentó en los escalones de piedra y se acomodó lo mejor que pudo mientras esperaba a que el sargento volviese. El calor aumentaba a medida que el sol ascendía, y el cielo estaba tan brillante que sólo eran visibles unas pocas estrellas diurnas. Directamente encima de él, el gran disco de Overland ocupaba el centro del cielo con un aspecto fresco e impoluto, y sintió una oleada de añoranza por aquellos espacios abiertos y limpios. Todo el planeta de Land era un enorme cementerio —ruinoso, fantasmagórico, polvoriento y triste—, e incluso la presencia de Vantara en algún lugar sobre el horizonte apenas compensaba la negatividad que empezaba a imponerse en su mente. Sería diferente si pudiera disfrutar de su compañía, pero eso de estar tan cerca y sin embargo totalmente apartado de ella, era mucho peor que…

«¿Qué estoy haciendo?», pensó de repente. «¿En que clase de hombre me estoy convirtiendo? ¿Me voy a pasar la vida lamentándome, sin hacer nada? ¿Melancólico y añorante, como un pálido adolescente?»

Esas preguntas le impulsaron a levantarse, y estaba paseándose en impacientes círculos, con una mano en la empuñadura de la espada, cuando vio a Correvalte aproximarse seguido del resto de la tripulación. El teniente iba examinando sus notas mientras andaba, con aspecto atareado, eficaz y cómodo en el ambiente que le rodeaba. Toller sintió cierta envidia, acompañada de una momentánea sospecha de que Correvalte tenía la capacidad para ser un oficial mejor que él.

—El informe está casi terminado, señor, excepto la inspección de la estación de bombeo —dijo Correvalte—. ¿Ha entrado en el edificio?

—¿Cómo iba a entrar con esa maldita puerta atrancada? —le preguntó Toller—. ¿Tengo aspecto de fantasma que pueda colarse por las grietas de la madera?

Los ojos del teniente se abrieron y después se volvieron veladamente impersonales.

—Perdone, señor, no me di cuenta.

—He enviado a Gabbleronn a por algunas herramientas —le cortó Toller, ya avergonzado por su exhibición de malhumor—. Vaya a ver si necesita ayuda para traerlas. No me apetece entretenerme en este cementerio más de lo necesario.

Mientras Correvalte realizaba uno de sus ultracorrectos saludos, Toller se dio la vuelta y caminó por la orilla del río hasta llegar a un estrecho puente de madera. Desde lejos el puente le había parecido bastante sólido, pero al examinarlo de cerca vio que su estructura tenía un aspecto esponjoso de color gris blanquecino, que delataba que había sido devorado por algún insecto comedor de madera. Sacó la espada y golpeó uno de los soportes de la barandilla. Se partió ofreciendo muy poca resistencia a la hoja y cayó al río, llevándose con él una parte de la barandilla. Media docena más de golpes fue suficiente para partir las dos vigas principales del puente, enviando toda la estructura podrida al agua, entre nubes de madera molida y el zumbido de unas diminutas criaturas aladas que habían sido perturbadas en su tarea.

—Ya habéis comido bastante —dijo Toller, dirigiéndose imaginariamente a las multitudes de insectos y larvas que aún debían de quedar dentro de los maderos—. Ahora, a beber un poco.

Esa escasa actividad física, por muy ligera que hubiera sido, le ayudó a relajar las tensiones de su mente, y se sintió de mejor humor cuando desanduvo sus pasos hacia el pueblo. Llegó a la estación de bombeo justo cuando Gabbleronn y dos de sus ayudantes lograban abrir la puerta con la ayuda de una larga palanca.

—Buen trabajo —dijo Toller—. Ahora veamos qué maravillas de la ingeniería se encuentran en el interior.

Antes de llegar a Land ya sabía por sus estudios de historia que en el planeta no había metales, y que la madera de brakka se había empleado en cosas para las que, en Overland, el diseñador actual habría elegido hierro, acero o algún otro metal apropiado. Las maquinarias con engranajes y otros componentes de tensión hechos de madera negra, le parecieron aparatosos y pintorescos, reliquias de una era primitiva.

Pasó adelante por un corto pasillo, hasta una gran cámara abovedada que contenía una enorme maquinaria de bombeo. Las ventanas del techo tenían una costra de mugre, pero aún se filtraba la suficiente luz a través de ellas como para mostrar que la maquinaria, aunque cubierta de polvo, estaba completa y en buen estado. Las partes no hechas de brakka —vigas y puntales— eran de la misma madera de veta pequeña que la puerta de la estación, un material que evidentemente resistía a los insectos o no era del gusto de ellos. Toller examinó una de las vigas con la uña del pulgar y le impresionó su dureza aún después de cincuenta años de abandono.

—Creo que se le llama madera de rafter, señor —dijo Steenameert, acercándose a él—. Ya ve por qué era preferida por los constructores.

—¿Cómo sabes su nombre?

Steenameert se sonrojó.

—He leído descripciones muchas veces en…

—¡Oh, no!

La voz era del teniente Correvalte, que estaba recorriendo el perímetro de la cámara, abriendo las puertas de las salas laterales. Se apartó de una puerta, sacudiendo la cabeza, y Toller supo en seguida que habría presenciado algo desagradable. «Esto, se dijo, es lo que esperaba desde que entramos en el pueblo. Sabía que algo malo nos aguardaba, y no me apetece nada tener que verlo».

Sabía también que no podía eludir el inspeccionar personalmente el hallazgo, si no quería que se corriese la voz entre los tripulantes de que se estaba volviendo blando. Lo máximo que podía hacer era retrasar el tétrico momento. Se inclinó sobre la palanca y el retén de control y apartó con la mano el polvo que lo cubría, fingiendo tener un interés especial en el diseño, mientras observaba a sus hombres. La reacción de Correvalte había excitado su curiosidad y, por turnos, iban entrando en la habitación. Nadie se quedaba más de unos segundos y, aunque eran hombres endurecidos por su profesión, todos parecían preocupados y pensativos cuando volvían a la cámara principal.

«Tengo una cita en esa habitación», pensó Toller, «y no sería correcto demorarla más».

Se enderezó, llevándose la mano inconscientemente a la empuñadura de la espada, y se dirigió hacia la puerta que le esperaba. La habitación del otro lado le pareció la celda de una prisión. Estaba desprovista de muebles y tristemente iluminada por un tragaluz roto en el techo inclinado. Alineados junto a las paredes, en posición sentada, había unos veinte esqueletos. Los restos de vestidos y faldas, así como la presencia de collares y pulseras de cerámica, informaron a Toller de que habían pertenecido a mujeres.

«No es tan terrible», pensó. «Es ley de vida, de muerte, que la plaga fuese imparcial. Atacó a las mujeres al igual que a los hombres, y desde que llegué a este aciago planeta he visto muchos, muchos…»

Su mente se detuvo, congelada, al captar un hecho que no había percibido a primera vista. Enroscado dentro de la depresión pélvica de cada esqueleto había otro: una estructura menuda de frágiles huesos que era todo lo que quedaba de un bebé cuya vida había terminado antes de empezar propiamente.

Sí, la plaga fue muy imparcial.

Toller deseó poder darse la vuelta y salir huyendo de la habitación, pero la mortal frialdad de su mente se había filtrado hasta su cuerpo, paralizando sus miembros. El tiempo se había distorsionado, los segundos se alargaron hasta convertirse en eras, y sintió que estaba destinado a pasar el resto de su vida helado en el mismo lugar, en ese umbral del pesimismo y la pura desesperanza.

—Los habitantes del pueblo debieron de traer aquí a todas sus mujeres embarazadas, esperando que estos muros las protegieran —dijo el teniente Correvalte detrás de Toller—. ¡Mire! Una de ellas iba a tener gemelos.

Toller decidió no buscar ese refinamiento del horror. Librándose de su parálisis, se dio la vuelta y salió de la sala, plenamente consciente del atento escrutinio que le dedicaron todos los miembros de su tripulación.

—Anote —dijo a Correvalte—. Diga que inspeccionamos la maquinaria de bombeo y la encontramos en buenas condiciones para volver a hacerla trabajar en breve.

—¿Eso es todo, señor?

—No he visto nada más que pueda interesar a nuestra soberana —dijo Toller en un tono casual, dirigiéndose lentamente hacia la entrada de la estación, disimulando la angustia que sentía, la necesidad urgente de comprobar que la sensatez de la luz del sol aún podía encontrarse en el mundo exterior.

Las celebraciones del Día de la Migración tomaron a Toller totalmente por sorpresa.

Había concluido su inspección y volvió al campamento base cuando faltaba menos de una hora para la noche breve, habiendo perdido toda noción del día que era. Cosa rara en él, se sentía profundamente cansado. La noticia de que era el día 226, el aniversario de los primeros aterrizajes en Overland, no había logrado animarlo, y se fue directamente a la cama después de entregar la nave al sargento Codell. Ni siquiera la noticia de que Vantara había vuelto a la base el día anterior le había sacado de su letargo, del cansancio de espíritu que lo entristecía todo.

Ahora estaba tumbado en la oscuridad de su habitación —parte de los cuarteles que habían albergado en otro tiempo a la guardia del Gran Palacio—, y se veía incapaz de dormir. Nunca había sido dado a la introspección ni al examen de conciencia, pero comprendía muy bien que el origen de aquel cansancio no era físico. Era un cansancio mental, una fatiga física inducida por un largo periodo de hacer algo que no le agradaba, de ir contra su propia naturaleza.

Antes del viaje se había imaginado a Land como un enorme osario, y la realidad se había adaptado más que de sobra a sus suposiciones, culminando en el tétrico hallazgo en la estación de bombeo de Styvee. Quizás estaba siendo demasiado indulgente consigo mismo. Quizás, como alguien nacido en una posición privilegiada, estaba apreciando por primera vez cómo era la vida para los seres corrientes, que se veían obligados a pasar sus días en una especie de esclavitud que él detestaba y que les había sido impuesta desde arriba. Toller trato de recordar que su abuelo, el otro Toller Maraquine, no habría permitido que se perturbase tan pronto su ecuanimidad. Por muchas horribles visiones y experiencias que el auténtico Toller Maraquine hubiera tenido que afrontar, se habría protegido de su embate con un escudo de firmeza e independencia. Pero… pero…

—¿Cómo voy a encontrar lugar en mi cabeza para veinte esqueletos ordenadamente alineados contra la pared, con otros veinte esqueletos enroscados en sus cunas pélvicas?

Otros veintiúno, debería de haber dicho. «¿No te diste cuenta de que una de las mujeres iba a tener gemelos? ¿Qué puedes hacer con dos pequeños enanitos, con unas frágiles varillas blancas en vez de huesos, que se hicieron compañía en la muerte en vez de en la vida?»

Una fuerte explosión de carcajadas procedente de los jardines del palacio hizo que Toller se levantara con exasperación, sudando. Los hombres y mujeres se estaban emborrachando, alcanzando un estado en el que podrían estrechar la mano a los esqueletos y dar palmaditas a los bebés no nacidos, con sus cráneos aún bifurcados. Toller pensó que la única perspectiva que tenía esa noche de dormir era administrarse una gran cantidad de alcohol.

Dando la bienvenida a esa oportuna idea, sintiendo que su cansancio interior cedía un poco, se vistió y salió de la habitación. Orientándose con dificultad por los desconocidos pasillos, llegó por fin al lado norte de los jardines, en donde estaba el centro de la fiesta.

Se había elegido esa zona porque estaba pavimentada y por tanto se había conservado mejor que las otras durante las décadas de abandono. Incluso en el patio de armas, situado detrás del palacio, las hierbas y matojos llegaban hasta la cintura. En el jardín se habían encendido pequeñas hogueras, cuyas luces eran absorbidas en parte y reflejadas suavemente por las fuentes ornamentales, estatuas y arbustos, haciendo que el lugar pareciese mucho mayor que de día.

Parejas y pequeños grupos paseaban por la penumbra centelleante, mientras otros estaban de pie junto a la larga mesa que se había dispuesto para el refrigerio. En la expedición había tres veces más hombres que mujeres, lo que significaba que las mujeres que estaban de un humor oportuno aquella noche disfrutaban de un exceso de situaciones románticas, mientras que los hombres que eran rechazados se dedicaban a comer, beber, cantar y relatar historias obscenas.

Toller encontró al comisionado Kettoran y a su secretario junto a la mesa, sirviendo comida y bebida. Los dos hombres parecían divertirse con aquella humilde tarea, demostrando al resto que a pesar de su alto rango sabían entenderse con ellos.

—Bienvenido, bienvenido, bienvenido —gritó Kettoran cuando divisó a Toller aproximándose—. Ven a beber algo con nosotros, joven Maraquine.

Toller pensó que el comisionado estaba sobreactuando un poco en su papel, quizás temeroso de que alguien no lo entendiese, pero era una debilidad inofensiva, nada objetable.

—Gracias, tomaré una gran jarra de vino tinto kailiano.

Kettoran sacudió la cabeza.

—En esta ocasión, ni vino ni cerveza. Se trata de llevar una carga útil en las naves, ¿sabes? Tendrás que contentarte con coñac.

—Pues entonces coñac.

—Te dejaré probar algo del bueno, en uno de mis mejores vasos.

El comisionado se agachó detrás de la mesa y un momento después se levantó con una copa de cristal reluciente llena hasta el borde. Estaba alargándosela a Toller Maraquine cuando la alegre expresión de su rostro cambió bruscamente para ser reemplazada por una mezcla de sorpresa y dolor. Toller tomó la copa en seguida y observó con preocupación cómo Kettoran se presionaba con ambos brazos la parte inferior de su caja torácica.

—Tyre, ¿estás bien? —preguntó ansiosamente Wotoorb—. Te dije que debías descansar más…

Kettoran inclinó la cabeza brevemente hacia su secretario, y luego guiñó un ojo a Toller.

—Este viejo idiota se piensa que va a vivir más que yo —sonrió, tras haber desaparecido aparentemente su malestar, cogió su vaso y lo alzó hacia Toller—. A tu salud, joven Maraquine.

—A la suya, señor —dijo Toller, incapaz de devolverle la sonrisa.

Kettoran examinó su rostro atentamente.

—Hijo, espero que no me consideres impertinente, pero ya no pareces el mismo joven gallo de pelea que capitaneaba la nave durante el viaje a Land. Parece que algo te ha acoquinado…

—¡Acoquinarme yo! —Toller rió con incredulidad—. No se inquiete, señor; yo no me ablando tan fácilmente. Y ahora, si me perdona…

Se dio la vuelta y se alejó de la mesa, molesto por los comentarios del comisionado. Si los efectos de su desazón podían ser detectados tan fácilmente por alguien que apenas le conocía, ¿qué posibilidades tenía de conservar el respeto de su propia tripulación? Mantener la disciplina ya era bastante difícil a veces, sin contar con que los hombres le considerasen como una planta de invernadero que podía marchitarse con el aliento frío de la primera adversidad. Bebió un poco de coñac y se paseó por el jardín cerca del perímetro, manteniéndose apartado de la zona más bulliciosa, hasta que encontró un banco de mármol desocupado. Agradecido por la soledad, se sentó.

En el cielo la estrecha franja iluminada de Overland se encontraba en el centro de la Gran Rueda, ese enorme remolino de luminosidad que dominaba el cielo nocturno durante la última parte del año. Varios cometas extendían sus estelas a través del espacio, e innumerables estrellas —algunas de ellas como faros de colores— se sumaban al esplendor, ardiendo con una permanencia fija que contrastaba con los efímeros pasos de los meteoros.

Toller se concentró en la gran copa, que debía de contener cerca de un tercio de la botella de coñac, tragando el líquido caliente a sorbos lentos y regulares. Era una noche en la que hubiera sido bueno tener compañía femenina, pero ni siquiera la idea de que Vantara podía estar sólo a una docena de metros en el fragante anochecer logró provocar alguna respuesta dentro de él. También era una noche para afrontar verdades, para desechar ilusiones, y lo cierto del asunto era que la condesa se había convertido en una enemiga desde su primer encuentro como adultos, que ahora le despreciaba y que así sería mientras él permaneciese en su memoria.

«Además», le volvió el pensamiento acechante, «¿cómo puedes siquiera pensar en cortejar a una mujer cuando te miran veintiún esqueletos en miniatura?»

Toller siguió bebiendo metódicamente hasta que la copa estuvo vacía, después revisó su estado. A pesar del cansancio aún no había conseguido aturdirse con el alcohol. En el centro de su mente persistía una conciencia perversa que le decía que necesitaría aún otra copa grande totalmente llena para escapar a la mirada increpadora de los veintiún esqueletos de bebés, y hundirse en la inconsciencia antes de que la noche profunda se tragase al planeta.

Se levantó, tan estable como un árbol bien enraizado, y estaba a punto de dirigirse hacia la mesa para beneficiarse de la generosidad de Kettoran, cuando vio a una mujer que se aproximaba a él. Era delgada y de cabello oscuro, y supo antes de ver bien su cara que era Vantara. Llevaba el uniforme completo —sin duda para distanciarse de esos oficiales que estaban dispuestos a olvidar su rango por una juerga— y Toller se preparó para una escaramuza verbal. No tuvo que esperar mucho.

—¿Qué es esto? —dijo ella, en tono desenfadado—. ¿Andas sin la espada? Claro, qué estúpida he sido al olvidarlo: no hay ningún rey que cargarse en esta pequeña reunión.

Toller asintió con la cabeza, captando la referencia a su abuelo, que en su época había sido apodado popularmente «el Regicida».

—Muy graciosa, capitana.

Se dispuso a seguir, pero ella lo detuvo colocándole una mano en el brazo.

—¿No tienes nada más que decir?

—No —Toller se desconcertó por el inesperado contacto físico—. Sólo puedo añadir que voy a rellenar mi copa.

Vantara levantó la vista hacia él, frunciendo un poco el entrecejo mientras examinaba sus facciones.

—¿Qué te ocurre?

—No entiendo la pregunta.

—¿Dónde está el gran guerrero, Toller Maraquine segundo, que es inmune a las balas? ¿Tiene la noche libre?

—Nunca se me han dado bien los acertijos, capitana —dijo Toller con dureza—. Ahora, si me perdonas, me iré a buscar otra de las soporíferas pociones del comisionado.

Vantara le cogió la mano con que sostenía la copa, agachando un poco la cabeza, y él sintió que su contacto le quemaba la piel.

—¿Coñac? Tráeme uno, por favor. Pero no de tamaño gigante.

—¿Quieres que te traiga una copa? —dijo Toller, consciente de que debía parecer algo lerdo.

—Sí, si no te importa —Vantara se sentó y se acomodó en el banco—. Te esperaré aquí.

Sintiéndose ligeramente asombrado, Toller se acercó de nuevo a la mesa de refrigerios y consiguió una nueva copa gigante repleta de coñac y otra normal para Vantara, además de los gestos e insinuaciones de Kettoran y Wotoorb.

Mientras volvía al banco, vio que un ptertha se acercó al jardín. Su forma de burbuja destelleaba, aunque apenas era visible con la difusa luz. Subía en una corriente ascendente desde una de las hogueras cuando fue advertida su presencia por un animado grupo. Armando un gran alboroto, comenzaron a tirarle ramitas y piedras. Uno de los palos dio contra el ptertha y éste súbitamente dejó de existir. Entre todos los espectadores se alzaron los vítores y aplausos.

—¿Has visto eso? —dijo Vantara, cuando Toller se aproximó a ella—. ¡Escúchalos! Están contentos porque han logrado matar algo.

—Los pterthas mataron a muchos de los nuestros en su época —replicó Toller, sin conmoverse.

«Incluyendo esos veintiún bebés no nacidos».

—De modo que apruebas que se mate por deporte.

—No, no —dijo Toller, advirtiendo que volvía el viejo antagonismo de Vantara y sintiéndose incapaz de responder a él—. No apruebo que se mate por nada, ni por deporte ni por otra razón. Ya he visto suficientes obras de carnicero para toda la vida —se sentó, entregó a Vantara su copa y dio un sorbo de la suya.

—¿Es eso lo que te pasa?

—No me pasa nada.

—Ya sé, eso es lo que te pasa. Es natural que… —Vantara se interrumpió—. Lo siento. Y también haber sido más enrevesada de lo necesario.

—¿Me has pedido esa copa únicamente para ocupar las manos?

Toller dio un trago de su coñac, reprimiendo una mueca cuando una excesiva cantidad de ardiente líquido le atravesó la garganta.

—¿Por qué estás tan decidido a emborracharte esta noche?

—¡Por el amor de…! —Toller dejó escapar un exasperado suspiro—. ¿Es esta tu forma normal de conversar? Si lo es, te estaría muy agradecido de que fueras a sentarte a otra parte.

—Perdona otra vez —Vantara le dedicó una sonrisa conciliadora y bebió de su copa—. ¿Por qué no llevas tú la conversación, Toller?

El uso informal y casi íntimo de su nombre de pila sorprendió a Toller, sumándose al misterio del cambio de actitud hacia él. La observó pensativamente y descubrió que en la penumbra su rostro era insoportablemente bello: una armonía de facciones perfectas que sólo podía haber existido en la mente de un artista inspirado.

Se le ocurrió que de repente e inesperadamente una de sus fantasías se había hecho realidad: ella, con toda su increíble femineidad estaba junto a él. Y aquella era una noche para el amor. Y había una conmovedora suavidad en su voz. Y era deber de todo ser humano experimentar toda la felicidad que fuera posible siempre que pudiera —no importaba cuántos pequeños esqueletos hubiera visto—, porque la naturaleza producía millones de seres de todas las especies por la razón precisa de que unos cuantos serían desafortunados, y si un miembro de la afortunada mayoría no saboreaba la vida al máximo sería una traición para esos otros que se habían sacrificado en su nombre.

Ahora era cosa suya el hacer el máximo esfuerzo para ganarse el objeto de sus deseos, atrayéndolo hacia él con sus cualidades de fuerza, valor, comprensión, resistencia, saber, humor y generosidad. Quizás un cumplido bien escogido sería la mejor manera de empezar.

—Vantara, pareces tan… —se interrumpió, consciente de la mirada escrutadora que no había visto en ninguno de esos esqueletos menudos, y escuchó como si no fueran suyas las palabras que salían de su boca—. ¿Qué está ocurriendo aquí? Siempre que nos hemos encontrado te has comportado como una perra arrogante y ahora, de repente, me llamas por mi nombre y el propio aire se funde con tu calidez y amabilidad. ¿Qué es lo que estás tramando?

Vantara se rió, atragantándose al mismo tiempo.

—¡Arrogancia! Tú me hablas de arrogancia. ¡Tú, que siempre te acercas a una mujer haciendo sonar tu armadura de macho y blandiendo en el aire tu fálica espada!

—Eso es lo más retorcido y…

Vantara le hizo callar alzando una mano con los dedos abiertos, como levantando una barrera entre sus ojos y sus bocas.

—No digas nada más, Toller, te lo ruego. Ninguno de los dos lleva su armadura esta noche y por tanto podemos ser heridos muy fácilmente. Aceptemos las cosas como son durante esta hora; bebamos juntos y hablemos. ¿Estás de acuerdo?

Toller sonrió.

—¿Cómo no iba a estarlo cualquier hombre razonable?

—¡Muy bien! Ahora dime por qué ya no eres el Toller Maraquine que siempre he conocido.

—¡Volvemos al mismo tema!

—Nunca lo abandonamos.

—Pero…

Toller la contempló con perplejidad durante un momento y entonces ocurrió algo impensable: comenzó a hablar libremente de lo que había en su cabeza, a confesar su debilidad recientemente descubierta, a reconocer su creciente creencia de que no sería capaz de seguir el ejemplo de su abuelo. En ese punto, mientras estaba describiendo el trágico hallazgo en la estación de bombeo de Styvee, su voz falló y experimentó un terrible temor de no poder continuar. Cuando hubo terminado dio otro trago de su coñac, pero descubrió que ya no le apetecía. Dejó a un lado la copa y se contempló las manos, y se preguntó por qué se sentía tembloroso como quien acabase de surgir de la más horrible experiencia.

—Pobre Toller —dijo Vantara con suavidad—. ¿Qué te ha hecho la vida para que te avergüences de los buenos sentimientos?

—Te refieres a ser débil.

—No es debilidad sentir compasión, o tener dudas, o necesitar el contacto humano.

A Toller se le ocurrió una forma de reparar las grietas de su fachada personal.

—No me vendría mal una buena dosis de contacto humano —dijo irónicamente—. Siempre que fuera del apropiado.

—No hables así, Toller, no hay ninguna necesidad —Vantara dejó también su copa y pasó una pierna por encima del banco, de manera que quedó sentada frente a él—. Muy bien, puedes tocarme si quieres.

—Así no es como yo…

Toller se calló cuando Vantara tomó sus manos y se las llevó a los pechos. Estaban calientes y firmes, incluso a través de la gruesa tela bordada del chaleco de capitán. Se acercó un poco más.

—Te ruego que no me malinterpretes —susurró Vantara—. No voy a irme a la cama contigo; este grado de contacto humano es suficiente para las necesidades de este momento.

Sus labios se separaron ligeramente invitándole a besarla, y él aceptó la invitación como en un sueño, apenas capaz de creer lo que estaba ocurriendo. La absoluta femineidad de ella inundó sus sentidos, reduciendo los sonidos del jardín a un remoto murmullo. Vantara y él se mantuvieron en la misma posición durante un tiempo largo e indeterminado, quizás diez minutos, quizás veinte, repitiendo el beso una y otra vez, incansablemente, sin sentir ninguna necesidad de variar o aumentar la comunión física. Toller era consciente de su sensación de alivio y relajación parecida a la que sigue a la unión sexual, pero ésta era más profunda y tenía un componente que prometía una mayor permanencia.

—No sé lo que me has hecho —dijo—. Una farmacia se haría rica si fuera capaz de meter en un frasco esta medicina.

—Yo no he hecho nada.

—¡Claro que sí! Estaba tan cansado de este viejo planeta que incluso el vuelo de circunnavegación me parecía un aburrimiento. Ahora, de repente, estoy otra vez deseando que llegue. No estaremos realmente juntos en el cielo, pero no dejaré de buscar tu nave con la vista, día tras día, y de noche no desembarcaremos en las ciudades cementerios. Me encargaré de ello. Podemos…

—¡Toller! —Vantara lo observó de una manera extrañamente cautelosa—. Te dije que no malinterpretes lo que ha pasado entre nosotros.

—No estoy presuponiendo nada, te lo aseguro —dijo Toller en seguida con tono casual, sabiendo que mentía, sintiendo una nueva certeza eufórica de que en ese aspecto él conocía a Vantara mejor que ella misma—. Sólo estoy diciendo que…

—Perdona que te interrumpa —le cortó Vantara—, pero estás haciendo al menos una presuposición bastante grande.

—¿Y cuál es?

—Que tomaré parte en el vuelo.

Toller tuvo un estremecimiento.

—¿Cómo no vas a tomar parte? Estás aquí porque eres un capitán del aire, y la vuelta al planeta es la parte más importante de toda la misión. El comodoro espacial Sholdde no te excusará.

Vantara sonrió casi avergonzada.

—Confieso que ya había imaginado algunas dificultades en ese sentido, pero sucede que mi querida abuela, la Reina, había previsto que podía ocurrir algo de esto, y dio al comodoro instrucciones de que no se me negasen mis demandas —sonrió otra vez—. Tengo la impresión de que no derramarás muchas lágrimas cuando me vaya.

—¿Cuando te vayas? —Toller comprendió perfectamente lo que Vantara había dicho, pero aun así sus labios articularon la pregunta—. ¿Dónde piensas ir?

—A casa, desde luego. Detesto este planeta cansado y tétrico incluso más que tú, Toller; así que mañana me escaparé a Overland, y dudo que alguna vez puedan convencerme de que vuelva.

Vantara se levantó, rompiendo simbólicamente los lazos de la gravedad de Land, poniendo el abismo interplanetario entre ella y Toller, y cuando volvió a hablar su voz tenía tal nota de insinceridad que fue como una bofetada para él:

—Quizás volvamos a encontrarnos en Prad, en algún año futuro.

Capítulo 6

Divivvidiv flotaba cerca del puesto de mira de un telescopio electrónico y esperó hasta que el Xa hubo realizado todos los ajustes de los circuitos de enfoque. Cuando se estabilizó la imagen en la pantalla, quedó como fondo una zona relativamente pequeña del planeta de abajo; el resto se desplazó hacia fuera y desapareció. Parecía estar mirando verticalmente hacia abajo a través de una ventana, y la vista estaba atravesada por remolinos de nubes superpuestas sobre los diseños ocres de la tierra.

En el centro mismo de la visión había un pequeño semicírculo, parecido a una luna en miniatura, que de algún modo había quedado congelado en su sitio. Un examen más meticuloso del objeto reveló que era una esfera marrón iluminada en un lado por el sol. Parecía lo bastante sólido como para ser un asteroide rocoso, pero Divivvidiv supo que estaba viendo uno de los globos de tela que usaban los primitivos para viajar entre los dos planetas. Como aún estaba ascendiendo hacia la zona de ingravidez, la barquilla de la nave era ópticamente invisible, pero el Xa podía «ver» a la tripulación muy bien por otros métodos.

—Son cinco, Amado Creador —dijo el Xa—. Todas mujeres, lo cual es poco corriente si nos atenemos a nuestra limitada experiencia en esta raza.

—¿Se han dado cuenta de la existencia de la estación? ¿O de ti?

Hubo una breve pausa.

No, Amado Creador. La nave, que es una del grupo que vimos antes, vuelve a casa por razones que, aunque no están muy claras para mí, obviamente tienen que ver con el bienestar emocional de su comandante. No tienen en mente para nada observar o investigar nuestras actividades.

La comunicación del Xa era realizada correcta y cortésmente, pero tenía una tonalidad de colores mentales que parecía inadecuada. Divivvidiv la asoció con algún placer maligno, y no le costó mucho identificar el origen más probable.

—¿Prevés que seremos observados?

—Es casi inevitable —replicó el Xa—. De hecho, es casi inevitable que haya una colisión. La nave primitiva no experimenta prácticamente ninguna deriva lateral y, como ya sabe, mi cuerpo se está expandiendo ahora a su máximo tamaño.

Divivvidiv se retiró inmediatamente al cerebro superior para poder meditar sobre el problema sin ser oído por el Xa. La exterminación de cinco bípedos ignorantes sería un suceso absolutamente trivial, sobre todo si se tenían en cuenta los acontecimientos que pronto ocurrirían en toda esa zona del espacio, pero él tenía que tomar la decisión personalmente. Y las muertes se producirían muy cerca.

Esos hechos, unidos a su implicación directa, formarían una conexión mental entre él y los cinco cuyas vidas estaban a punto de terminar e, ineludiblemente, sería alcanzado por todos sus reflujos. El reflujo era la breve explosión increíblemente brutal e inexplicable que se producía siempre uno o dos segundos después de la muerte de un ser inteligente. Incluso cuando la forma física se evaporaba instantáneamente, y en teoría ya no podía tener lugar más interacción mental con el ser vivo, siempre se producía esa ardiente punzada —agudísima, mortificante, indescriptible, penetrante—, esa refulgencia espiritual momentánea que tenía un efecto profundamente perturbador en aquellos que la sentían.

El hecho de que se produjese el reflujo era considerado por muchos como una prueba de la continuidad de la personalidad después de la muerte. Algún componente del complejo cuerpo/mente migraba a otra nueva existencia, afirmaban. Otros, de una naturaleza más materialista, opinaban que la forma en que la fuerza del reflujo se desvanecía en la distancia era un indicio de que había dominios de la física que la ciencia de Dussarra aún tenía que explorar.

Divivvidiv no adhería a ninguna de las dos escuelas de pensamiento, pero había estado cerca de epicentros de reflujos dos veces en su vida —cuando sus padres habían muerto— y no tenía ningunas ganas de repetir la experiencia si podía evitarlo. La moral estaba poderosamente reforzada por el interés personal, dejándole en un dilema que tendría que resolver rápidamente si quería cumplir con sus obligaciones para con el importantísimo Xa.

El Xa, un ser que era en parte cristal, en parte ordenador, en parte sensible, sólo podía aumentar hasta el tamaño necesario para su propósito final en una región donde hubiese una completa ausencia de gravedad junto con una abundancia de oxígeno. Los dussarranos habían tenido la suerte de encontrar tal ambiente a corta distancia de su patria original, pero la existencia de una floreciente sociedad técnica en los planetas gemelos era una complicación inoportuna para sus planes, principalmente porque la estructura del Xa, a pesar de ser tan enorme, era relativamente frágil. Los primitivos podían dañarlo, con o sin mala intención, y por tanto debían de ser controlados con cuidado si se acercaban.

Divivvidiv reflexionó sobre el problema durante un breve lapso de tiempo, luego llegó a la solución que más satisfizo su tendencia a los acuerdos originales. Tendría que salir de las viviendas presurizadas de la estación para poder comunicarse en privado y de forma eficaz con el director Zunnunun, que se hallaba en el planeta de Dussarra. Afortunadamente las operaciones de resituación se habían terminado satisfactoriamente, y Dussarra ahora formaba parte del sistema local, visible como una mota azul brillante sobre el rico fondo estrellado. A una distancia de sólo varios millones de kilómetros, sería fácil establecer un contacto mental con Zunnunun sin riesgo de que otros interceptasen la comunicación. Divivvidiv volvió al cerebro medio y, con los ojos fijos en la imagen de la nave que ascendía trabajosamente desde el planeta extraño, contactó con el Xa.

—Me has dicho que los primitivos ignoran nuestra presencia —dijo—. ¿Significa eso que carecen totalmente de medios de comunicación directa?

Hubo una breve pausa mientras el Xa llevaba a cabo la investigación necesaria.

Sí, Amado Creador; los primitivos son totalmente pasivos en ese aspecto.

Divivvidiv sintió una oleada de repulsión y lástima. ¿Cómo podía soportar su existencia una criatura en un estado de ceguera mental? La falta de órganos sensoriales superiores de los primitivos en este caso facilitaba el trato con ellos, pero el aspecto cauteloso y meticuloso de la naturaleza de Divivvidiv le llevó a hacer más preguntas.

—¿Son una raza belicosa?

—Si, Amado Creador.

—¿Llevan armas?

—Sí, Amado Creador.

—Extracta una descripción de las armas para mí.

Siguió otra pausa antes de que Xa hablase.

Sus armas emplean proyectiles sólidos de plomo que lanzan a través de tubos gracias a la fuerza de unos gases contenidos en recipientes metálicos.

Simultáneamente, el Xa transmitió a Divivvidiv los detalles exactos de las dimensiones y las capacidades de transferencia de energía de las armas que los primitivos llevaban sobre sus personas, así como a bordo de sus lentas naves.

Divivvidiv experimentó una sensación creciente de satisfacción al sentirse seguro de que no habría ningún obstáculo al plan que había concebido para tratar con la nave que se aproximaba y su tripulación.

—Se complace, Amado Creador —dijo el Xa.

—SÍ. Ahora volveré a mi sueño y esperaré cómodamente la llegada de los primitivos.

—Se complace porque no será necesario que acabe con las vidas de los primitivos.

—Sí.

—En ese caso, Amado Creador, ¿por qué no le molesta tener que matarme pronto a mí?

—Tú no entiendes de esas cosas.

Divivvidiv sintió una repentina impaciencia por el Xa, y su obsesión por preservar su pseudovida. Cada vez que volvía al tema su mente se ofuscaba con oscuros pensamientos de genocidio y, a pesar de las disciplinas mentales a las que era aficionado, los ecos de esos pensamientos perturbaban sus sueños.

Capítulo 7

Toller sabía que era sólo su imaginación, pero una quietud anormal parecía haber descendido sobre la zona de los Cinco Palacios de Ro-Atabri. No era el tipo de quietud que se produce cuando la actividad humana está en suspenso; era más bien como si una manta de un material aislante de los ruidos se hubiera extendido sobre todo lo que le rodeaba. Cuando miró a su alrededor vio evidencias de que los carpinteros y albañiles estaban ocupados en sus trabajos de restauración; los cuernazules y las carretas levantaban nubes de polvo añadiendo un matiz amarillento al azul del cielo del antedía; las tripulaciones de tierra y de aire iban de un lado para otro ocupadas en preparar las naves para el vuelo alrededor del planeta. En cualquier parte que mirase veía movimiento y su motivación, pero el ruido parecía llegarle a través de los filtros de la distancia: atenuado, falto de relevancia.

El vuelo debía de empezar al cabo de una hora, y ése era el hecho —Toller lo sabía— que aturdía sus reacciones, separándole del mundo percibido por los sentidos. Habían pasado nueve días desde la partida de Vantara hacia Overland, y durante todo ese tiempo había estado hundido en un humor depresivo y apático que había resistido a todo esfuerzo por superarlo.

En lugar de estar preparando a sus hombres y nave para la circunnavegación, se había perdido en sus pensamientos, viviendo y reviviendo la extraña hora pasada con Vantara en la fiesta del Día de la Migración. ¿Por qué ella se había comportado de ese modo? Sabiendo que iba a abandonar el planeta, lo había elevado hasta las alturas —aún podía sentir los labios de ella en los suyos y los pechos dentro de sus manos— sólo para dejarlo caer otra vez con su repentina indiferencia. ¿Había jugado con él al gato y al ratón por capricho, para pasar una hora aburrida con un juego trivial?

Había momentos en que Toller creía que ésa era la verdad, y otros en los que se sumía en nuevas profundidades de desánimo, odiando a la condesa con una pasión que le ponía en tensión los dedos y le robaba el habla a media frase. En otros momentos veía claramente que ella se había esforzado por romper las barreras que existían entre los dos, que le consideraba una persona valiosa y que estaría esperándole cuando volviera a poner un pie en Overland. En esos periodos de optimismo Toller se sentía incluso peor, porque ella —la mujer más magnífica y deseable que había existido— y su amor estaban literalmente en mundos separados, y era incapaz de imaginar cómo podría soportar los años venideros sin verla.

Solía levantar la vista hacia el gran disco de Overland, con su vastedad convexa cruzada una y otra vez por trazos de nubes, deseando que existiese algún medio de comunicación instantánea entre los planetas hermanos. Se había fantaseado mucho sobre que un día se fabricarían enormes luminógrafos, con espejos inclinados tan grandes como tejados, que serían capaces de enviar mensajes entre Land y Overland. Si tal artilugio hubiera existido, Toller lo habría usado, no tanto para hablar con Vantara — cruzar el abismo de un modo tan insatisfactorio aún le haría más insoportables sus anhelos— sino para ponerse en contacto con su padre.

Cassyll Maraquine tenía poder e influencia para conseguir que exonerasen a Toller de su misión en Land. En el pasado, antes de haber sido afectado por la locura del amor, Toller habría despreciado el uso de ese privilegio; pero en su presente estado habría aceptado el favor con una desvergonzada avidez. Y ahora, para empeorar las cosas, estaba a punto de partir en un viaje que le llevaría a través del Land de los Largos Días, ese lado remoto del planeta donde ni siquiera tendría el consuelo de poder ver Overland, y en los ojos de su mente contemplar a Vantara desenvolviéndose en su tan especial vida…

—Esto no puede ser, joven Maraquine —dijo el comisionado Kettoran, que se había aproximado a Toller sin ser advertido, pasando entre montones de tablas y otros pertrechos—. En vez de estar suspirando aquí como una jovencita, deberías supervisar la operación de carga y contrapeso de tu nave.

Llevaba la ropa gris de su rango, pero sin los emblemas oficiales de brakka y esmalte. Otro hombre de su categoría podría haberse recluido en su impresionante aposento u optado por salir sólo con una escolta, pero a Kettoran le gustaba pasearse discretamente por las distintas secciones de la base.

—Está haciéndolo el teniente Correvalte —replicó Toller con indiferencia—. Y muy probablemente mejor de lo que yo lo haría.

Kettoran se bajó el ala de su sombrero sobre los ojos formando un prisma de sombra, desde donde contempló a Toller con preocupación.

—Escúchame, chico: sé que no es asunto mío, pero este amartelamiento de la condesa Vantara no va a ser bueno para tu carrera.

—Gracias por el consejo —Toller se sintió ofendido por las palabras del anciano, pero sentía demasiado respeto por Kettoran para demostrar su enojo de otro modo que con una suave ironía—. Tendré en mente su recomendación.

Kettoran le dedicó una breve y triste sonrisa.

—Créeme, hijo; antes de que te des cuenta, estos días que te parecen tan interminables y llenos de dolor no serán más que lejanos recuerdos. Y no sólo eso; te parecerán alegres en comparación con lo que queda por venir. Es una tontería que no aproveches el tiempo ahora.

Algo en la voz de Kettoran afectó a Toller, apartando sus pensamientos de sus circunstancias personales.

—Parece difícil de creer —dijo, utilizando la amistad que se había ganado en la travesía interplanetaria—. No esperaba nunca oír hablar a Tyre Kettoran como un anciano…

—Y yo nunca esperé ser un anciano; ése era un destino reservado exclusivamente a los otros. Medita sobre lo que te digo, muchacho, y no seas tonto.

El comisionado Kettoran apretó el hombro de Toller con su delgada mano y se alejó caminando hacia el ala este del Gran Palacio. Su paso parecía algo falto de su habitual dinamismo. Toller lo contempló durante un momento, frunciendo el entrecejo.

—Señor —le llamó, impulsado por una repentina inquietud—, ¿se encuentra usted bien?

Aparentemente sin oírlo, Kettoran continuó su camino y pronto se perdió de vista. Toller, ahora angustiado por premoniciones sobre la salud del comisionado, se sintió en cierto modo obligado a tomarse más en serio la recomendación que le acababa de dar. Comenzó haciendo esfuerzos conscientes para seguir lo que sin duda era un buen consejo filosófico —después de todo, era joven y sano y tenía toda una vida ante él—, pero cada vez que se ordenaba sentirse animado, el único resultado era un resurgimiento obstinado de su desgracia. Algo en su interior se oponía a razonar.

Volvió a su nave y entró a bordo para supervisar los preparativos previos a la salida con un sombrío desinterés, que sabía que indudablemente comunicaría a su tripulación. El teniente Correvalte respondió volviéndose incluso más rígido y correcto en sus maneras. El viaje debería durar unos sesenta días —suponiendo que no ocurriese ningún percance—, y la barquilla era un espacio muy pequeño para tener encerrados a ocho hombres durante tanto tiempo. La tensión psicológica sería considerable incluso bajo condiciones ideales, y con un comandante que demostrase desde el comienzo no tener estómago para esa misión podría haber problemas con la moral y la disciplina.

Finalmente se concluyeron todas las formalidades, y la señal de partida se produjo cuando una trompeta sonó en la nave guía. Las cuatro aeronaves despegaron al unísono, y sus propulsores emitieron sordas oleadas de ruido que se propagaron a través de los parques que rodeaban los Cinco Palacios y en el entorno soleado de Ro-Atabri. Toller permaneció de pie en la baranda, con la mano en la empuñadura de su espada, dejando el control de la nave a Correvalte y contemplando la irregular extensión de la vieja ciudad. El sol estaba alto en el cielo, acercándose a Overland, y la barquilla permanecía totalmente dentro de la sombra de su elíptica cámara de gas, confiriendo al escenario de más allá un aspecto excepcionalmente brillante y precisamente definido. Los estilos arquitectónicos tradicionales kolkorroneses usaban ampliamente los ladrillos amarillos y naranjas dispuestos en complejas configuraciones romboidales, con revestimientos de arenisca roja en las esquinas y cantos, y desde la baja altitud la ciudad era un mosaico brillante que rielaba confusamente a los ojos de los observadores. Los árboles, en sus diferentes etapas de desarrollo, formaban islas de una gama de colores que iba desde el verde pálido al cobre y marrón.

Las naves dieron un rodeo parcial a la base y tomaron rumbo al noroeste, buscando los vientos alisios que les ayudarían a conservar los cristales de energía durante el viaje. Las exploraciones locales habían indicado que no habría escasez de árboles de brakka maduros a lo largo de la ruta; pero extraer los cristales verdes y púrpuras de su cámara de combustión sería un trabajo que consumiría mucho tiempo, y se pretendía que la pequeña flota realizase la circunnavegación usando sólo las provisiones de a bordo.

Toller dejó escapar un suspiro involuntario cuando Ro-Atabri comenzó a deslizarse en la distancia detrás de su nave, con sus distintos rasgos aplastándose en franjas horizontales. El viaje, con todo su prometido aburrimiento y privaciones, había empezado en serio, y ya era hora de que se enfrentase a los hechos.

Cuando se dirigía a la plataforma inferior se dio cuenta de que Baten Steenameert, recientemente ascendido a sargento del aire, le observaba. El rostro rosado del muchacho permanecía cuidadosamente impasible, pero Toller sabía que su reciente malhumor había producido su efecto en el joven, quien había desarrollado una intensa lealtad hacia él desde que habían partido de Overland. Toller lo detuvo alzando una mano.

—No es necesario que te preocupes —dijo—. No tengo ninguna intención de arrojarme por la borda.

Steenameert lo miró asombrado.

—¿Señor?

—No te hagas el ingenuo conmigo, jovencito —Toller era sólo dos años mayor que el sargento, pero le hablaba en el mismo tono paternal que Tyre Kettoran usaba a menudo con él, tratando conscientemente de adoptar la estabilidad y estoicismo del comisionado—. Me he convertido en el blanco de las burlas de la base, ¿verdad? Ha corrido la voz de que estoy tan encandilado con cierta dama que apenas distingo la noche del día.

El rubor de las mejillas de Steenameert se acentuó más y bajó la voz para no ser oído por Correvalte, que se hallaba cerca, junto a los mandos de la nave.

—Señor, si alguien se atreviese a hablar mal de usted en mi presencia, le…

—No será preciso que pelees por mí —dijo Toller con firmeza, dirigiéndose tanto a su propia personalidad rebelde como al otro.

Entonces vio que la atención de Steenameert había sido atraída por alguna otra cosa en otro lugar. El sargento habló en seguida, antes de que Toller pudiera articular una pregunta.

—Señor, creo que estamos recibiendo un mensaje.

Toller miró por la popa en dirección a Ro-Atabri y vio un punto de intensa brillantez que parpadeaba en medio de las complejas bandas estratificadas de la ciudad. Inmediatamente comenzó a descifrar el código del luminógrafo y sintió una agitación especial, una mezcla de excitación y angustia, al darse cuenta de que el mensaje emitido le concernía a él.


Cuando Toller volvió a la base, el globo de la nave espacial ya estaba totalmente hinchado y los cables de anclaje tensados, a punto para partir hacia Overland. Bajo el soplo leve del viento, se inclinaba un poco dentro de las paredes de madera del alto recinto, como una enorme criatura sensible que empezara a impacientarse por su forzada inactividad. Un claro signo de la urgencia de la situación era que el comodoro espacial Sholdde esperaba a Toller junto al recinto en vez de estar en su oficina.

Cuando Toller, flanqueado por Correvalte y Steenameert, se aproximó a él a paso rápido y le saludó, hizo un gesto displicente con la cabeza, obviamente de mal humor. Se pasó los dedos por su corto cabello grisáceo y miró ceñudamente a Toller.

—Capitán Maraquine —dijo—, éste es un endemoniado contratiempo. Ya he sido privado de uno de mis capitanes del aire, y ahora tendré que buscar otro.

—El teniente Correvalte está perfectamente capacitado para asumir mi puesto en el vuelo alrededor del planeta, señor —replicó Toller—. No tengo duda en recomendarlo para un inmediato ascenso de rango.

—¿Ah, sí?

Sholdde dirigió una mirada crítica y dura a Correvalte, y la expresión de gratitud que había aparecido en el rostro del teniente desapareció en seguida.

—Señor —dijo Toller—, ¿está muy enfermo el comisionado Kettoran?

—A mí me parece que está ya casi muerto —dijo Sholdde, con indiferencia—. ¿Por qué te pidió especialmente a ti para que le acompañases en el viaje de vuelta?

—No lo sé, señor.

—Yo tampoco lo entiendo. Me parece una extraña elección. No te has distinguido especialmente en esta misión, Maraquine. Estuve todo el tiempo esperando que tropezaras con ese anticuado pedazo de hierro que siempre insistes en llevar.

Toller, de modo inconsciente, tocó la empuñadura de su espada y sintió que el rostro le quemaba. El comodoro lo estaba sometiendo a una humillación innecesaria, tratándole despectivamente en presencia de oficiales inferiores. Lo único que podía hacer para mostrar su protesta era insinuar que consideraba los comentarios de Sholdde como una pérdida de valioso tiempo.

—Señor, si el comisionado está tan mal como dice…

—Bien, bien, vete ya —Sholdde echó un vistazo a Steenameert—. ¿Se ha convertido este hombre en un sirviente de la familia Maraquine, en parte de su séquito personal?

—Señor, el cabo Steenameert es un tripulante espacial de primera categoría, y sus servicios serán inestimables para mí en…

—¡Llévatelo!

Sholdde se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas sin ningún tipo de saludo, una acción que sólo podía interpretarse como otro insulto directo.

«De modo que es eso», pensó Toller, alertado por la referencia del comodoro a la familia Maraquine. «Mi abuelo fue el guerrero más famoso de la historia de Kolkorron; mi padre es uno de los hombres vivos más brillantes y poderosos; y hasta los tipos como Sholdde me ofenden por ello. ¿Es porque creen que he usado secretamente la influencia de mi familia? ¿O porque, al no hacer uso de ella, he proclamado una forma especial de egoísmo? ¿O será que les avergüenzo o molesto al negarme a aprovechar oportunidades por las que ellos darían…?»

Un rugido prolongado del quemador de la nave espacial, que resonó en la enorme cavidad del globo, interrumpió las meditaciones de Toller. Dio una palmada a Correvalte en el hombro como despedida, corrió con Steenameert hacia la barquilla y se montó por el costado. El sargento de tierra que estaba en los mandos del quemador, manteniendo la nave preparada, saludó y señaló hacia el compartimento de pasajeros.

Toller fue hasta el tabique de caña de media altura y miró por encima. El comisionado Kettoran estaba tumbado sobre un jergón, y cubierto con un edredón a pesar del calor. Su rostro alargado parecía exageradamente pálido, con las arrugas de la edad y el cansancio grabadas en él; pero sus ojos aún estaban alerta. Parpadeó al ver a Toller y movió su delgada mano en un intento de saludo.

—¿Viaja solo, señor? —dijo Toller, con preocupación—. ¿Ningún médico?

Una expresión de desprecio animó brevemente la expresión de Kettoran.

—Esos matasanos no me pondrán nunca las manos encima.

—Pero si está enfermo…

—El médico que pueda curar mi enfermedad todavía no ha nacido —dijo Kettoran, casi con satisfacción—. Mi único mal es la carencia de tiempo. Por cierto, joven Maraquine, tenía la impresión de que estabas ansioso por volver a toda prisa a Overland…

Toller musitó una disculpa y se volvió hacia el sargento, quien inmediatamente abandonó los controles del quemador y se encaramó sobre el lateral de la barquilla. Deteniéndose un momento en la repisa exterior, explicó a Steenameert dónde estaban todas las provisiones necesarias, incluido los trajes espaciales. En cuanto salió, Toller alimentó la flexible bóveda del globo con una carga completa de aire caliente y tiró del cable del ancla.

La nave espacial se elevó, favorecida su aceleración por la fuerza ascensional creada por la corriente de aire que fluía sobre la envoltura en la superficie curvada superior. Consciente de que esa fuerza adicional desaparecería en cuanto entrasen totalmente en la corriente del oeste y comenzasen a moverse con ella, Toller mantuvo en funcionamiento el quemador. La nave espacial, a pesar de estar muy por debajo de su peso máximo operacional, se bamboleaba en un movimiento lento y mareante al adaptarse al cambiante ambiente aéreo, lo que provocó que Steenameert se agarrase teatralmente el estómago. Del comisionado Kettoran, escondido tras su tabique de mimbre, les llegó un quejido de dolor.

Por segunda vez en menos de una hora el paisaje irregular de Ro-Atabri comenzó a alejarse de Toller, pero esta vez se alejaba hacia abajo. «Apenas puedo creer que esto me esté ocurriendo», pensó soñadoramente, casi estupefacto por el acontecer de las circunstancias. Sólo unos minutos antes estaba torturado por el temor de que nunca volvería a ver a Vantara Dervonai; ahora se dirigía hacia ella, para acudir a una cita que había sido especialmente dispuesta por las fuerzas del destino.

«Pronto la veré de nuevo», se dijo. «Por una vez, las cosas están saliendo a mi favor».


Toller no había tomado nada durante un día y sólo había bebido unos sorbos de agua, lo suficiente para reemplazar la humedad del cuerpo perdida al exhalar en el aire seco de la zona media. El aseo de la nave era necesariamente primitivo y desagradable de usar en el mejor de los casos; pero en condiciones de ingravidez las incomodidades —incluida la humillación— eran tan grandes, que la mayoría de la gente prefería interrumpir sus funciones naturales tan completamente como les fuera posible durante un día a cada lado del punto de rotación. Pero el comisionado Kettoran había comenzado el viaje terriblemente debilitado, y ahora —para preocupación de Toller— parecía estar consumiendo los últimos vestigios de sus fuerzas meramente para permanecer vivo.

—Puedes llevarte esa porquería —dijo Kettoran, con un susurro de malhumor—. Me niego a ser amamantado como un bebé en las últimas horas de mi vida.

Toller palpó tristemente la bolsa cónica de sopa tibia que le había ofrecido.

—Esto le sentará bien.

—Te comportas como mi madre.

—¿Es ésa una razón valedera para no tomar ningún alimento?

—No te hagas el listo, Toller Maraquine —el aliento de Kettoran salía en nubes blancas desde un hueco del montón de edredones bajo el que se abrigaba.

—Sólo estaba tratando de…

—Mi madre hacía una comida muchísimo mejor que la de cualquiera de nuestros cocineros —musitó Kettoran, sin prestar atención a Toller—. Teníamos una casa en el lado oeste de Monteverde (no lejos de donde vivía tu abuelo, por cierto), y aún recuerdo cuando yo subía a la colina, entrando en nuestro terreno: sabía inmediatamente, sólo por el olor, si mi madre había decidido preparar ella misma la cena. Volví allí pocos días después de que aterrizamos en Ro-Atabri, pero toda el área se ha quemado hace tiempo… durante los disturbios… arrasada… apenas quedaba un edificio en pie. Ir allí fue un error; debí haber conservado mis recuerdos.

Con la mención de su homónimo, el interés de Toller se despertó.

—¿Vio alguna vez a mi abuelo en esa época?

—Alguna vez. Hubiera sido difícil no ver a todo un personaje como él… pero veía más a menudo a su hermano, Lain… en sus recorridos de ida y vuelta entre su casa y la residencia oficial de Gran Glo en la Torre de Monteverde.

—¿Qué hizo mi abue…?

Toller se interrumpió al dispararse una alarma silenciosa en su mente, como si se hubiera producido en el ambiente un cambio sutil pero repentino. Se puso de pie, cogiéndose a una cuerda transversal para evitar salir volando de la plataforma, y miró a su alrededor. Steena-meert, embozado en su traje espacial, estaba atado con correas al asiento de los mandos; alimentaba el propulsor principal al ritmo constante necesario para mantener el ascenso de la nave, y parecía completamente impasible. Todo tenía una apariencia absolutamente normal en el microcosmos cuadrado de la barquilla; y más allá de sus límites, las conocidas configuraciones de estrellas y remolinos luminosos brillaban con luz constante en el cielo azul oscuro.

—¿Ocurre algo, señor? —el arrebujado bulto anónimo de Steenameert se movió un poco.

Toller tuvo que examinar su entorno antes de poder identificar la causa de su inquietud.

—¡La luz! Ha habido un cambio en la luz… ¿No lo has notado?

—Debí tener los ojos cerrados. Pero no lo…

—Ha disminuido la luminosidad… de eso estoy seguro, y sin embargo aún falta más de una hora para el anochecer.

Confundido y preocupado, deseando poder ver directamente el sol, Toller se acercó al puesto de mando y miró a través del orificio del globo. El lienzo barnizado de la envoltura estaba teñido de marrón oscuro para absorber el calor del sol, pero era hasta cierto punto traslúcido y pudo ver el dibujo geométrico de las costuras de las bandas y las cintas de carga saliendo radialmente de la corona, destacando la inmensidad de la frágil bóveda. Era algo que había visto muchas veces, y en esta ocasión tenía exactamente el mismo aspecto de siempre. Steenameert también miró dentro del globo, luego bajó la vista sin ningún comentario.

—Te digo que algo ha ocurrido —dijo Toller, tratando de eliminar de su voz cualquier indicio de duda—. Algo ha ocurrido. Ha habido un cambio en la luz… una sombra… algo.

—Según el indicador de altura, estamos cerca del plano de referencia —dijo Steenameert, obviamente esforzándose por ser útil—. A lo mejor hemos ido a parar directamente debajo de las estaciones permanentes y estamos dentro de su sombra.

—Eso es prácticamente imposible; siempre hay una cierta deriva… —Toller arrugó el entrecejo durante un momento, l egando a una decisión—. Haz rotar la nave.

—No… no creo estar preparado para realizar una inversión.

—No quiero que des la vuelta ya… sólo que gires un cuarto, para que pueda ver lo que hay sobre nosotros.

Dándose cuenta de que aún tenía la bolsa de comida en la mano, la lanzó hacia el compartimento de pasajeros; ésta tomó una curva descendente, pero chocó contra una cuerda de seguridad, giró alrededor de ella y salió volando por encima del costado de la barquilla. Luego se alejó dando tumbos.

Toller se agarró a la baranda, se estiró hacia arriba y esperó con impaciencia mientras Steenameert accionaba uno de los pequeños propulsores laterales del lado opuesto de la barquilla. Al principio el propulsor no pareció tener efecto alguno, excepto que los delgados montantes de aceleración a cada lado de Toller emitían débiles crujidos; luego, después de lo que pareció una espera interminable, todo el universo comenzó un laborioso desplazamiento hacia abajo. El disco espiralado de Land quedó fuera de la visión bajo los pies de Toller, y arriba, descubriéndose solapadamente por el globo de la nave, apareció un espectáculo incomparable a nada que hubiera visto antes:

La mitad del cielo estaba ocupada por una enorme capa circular de fuego blanco.

El sol se escondía detrás del borde oriental, y en ese punto el resplandor era insoportable, un foco de luz cegadora que radiaba millones de agujas centelleantes por todo el resto del círculo.

Se produjo una ligera disminución de la intensidad de la luz en el círculo, pero incluso en el lado más alejado del sol era suficiente para herir la vista. Para Toller el efecto fue parecido a mirar hacia arriba desde las profundidades de un lago helado iluminado por el sol. Esperaba encontrar Overland llenando una gran zona del cielo, pero se había encontrado que el planeta estaba escondido detrás de la hermosa capa de luz de color blanco diamante, inexplicable e imposible, a través de la cual los colores del arco iris corrían y danzaban en zigzagueantes líneas entrecortadas.

Mientras permanecía de pie en la baranda, transfigurado, se dio cuenta de que el increíble espectáculo se estaba desplazando hacia abajo a una velocidad constante.

Se dió vuelta y vió que Steenameert miraba detras de él con la boca abierta, con los ojos convertidos en discos blancos reflectantes, visiones en miniatura del fenómeno que le había hipnotizado.

—¡Te dije un cuarto de vuelta! —grito Toller—. Vigila la rotación.

—Lo siento, señor.

Steenameert se puso a actuar en seguida y el propulsor lateral instalado debajo de la barquilla en el lado de Toller comenzó a arrojar gas mezcla; de el salieron unos anillos de condensación que se dispersaron a través del gélido aire. El fluído del propulsor era débil, rápidamente absorbido por el vacio circundante, pero poco a poco logró el efecto pretendido y la nave espacial quedó en reposo, con su eje vertical paralelo al mar de fuego blanco.

—¿Que esta pasando ahí afuera? —la voz quejumbrosa de Tyre Kettoran saliendo del compartimento de pasajeros ayudó a Toller a abandonar su estado de trance.

—¡Eche un vistazo por la borda! —gritó en consideración al comisionado; luego se volvió a Steenameert— ¿Qué crees que es eso? ¿Hielo?

Steenameert asintió lentamente con la cabeza.

—Hielo es la única explicación que se me ocurre, pero…

—Pero… ¿de donde vino el agua? Siempre hay cierta cantidad de agua potable en las estaciones de defensa, pero no más de unos cuantos barriles —Toller se interrumpió al ocurrírsele una nueva idea—. Y ¿dónde están las estaciones, por cierto? Tenemos que intentar localizarlas ¿Habrán sido cubiertas por la…?

Su voz se quebró, al surgir montones de preguntas como ésa en su mente: ¿Qué grosor tenía el hielo? ¿A qué distancia estaba? ¿Qué tamaño tenía la enorme capa circular?

¿Qué espesor tendría?

Esta ultima pregunta de repente reverberó en su conciencia, excluvendo las otras. Hasta ese momento, estaba pasmado por el deslumbrante espectáculo que tenía enfrente, pero sin que le inspirase sensación alguna de peligro. Estaba asombrado, pero no asustado. Ahora, sin embargo, ciertos hechos de la física espacial comenzaron a cobrar importancia. Una importancia inquietante. Una importancia potencialmente letal

Sabía que la atmósfera que envolvía a los planetas hermanos tenía la forma de un reloj de arena, cuya cintura formaba un estrecho puente de aire, lugar por donde tenían que pasar las naves espaciales. Antiguos experimentos habían demostrado que las naves debían de mantenerse cerca del centro de ese puente; de otro modo el aire se volvía tan enrarecido que las tripulaciones podían asfixiarse. Principalmente a causa de la dificultad de hacer mediciones en esa región, había bastante incertidumbre sobre el espesor del centro de aire respirable, pero según las mejores estimaciones no tenía mas de ciento cincuenta kilómetros de diámetro.

El enigmático mar de hielo deslumbrante no presentaba ningún accidente visible debido a su radiación, y en ausencia de referencias espaciales, podía estar suspendido a una distancia de diez kilómetros, o veinte, o cuarenta, o… Toller no lograba encontrar la manera de averiguar la distancia, pero vio que abarcaba un tercio del hemisferio visual, y eso le dio una idea para realizar un cálculo elemental.

Sus labios se movían silenciosamente; contemplaba el disco rutilante mientras operaba con los números adecuados, y un frío que no tenía nada que ver con el inhóspito ambiente penetró en su cuerpo cuando llegó a una conclusión. Si el disco resultaba estar a unos noventa kilómetros, lo cual podía ocurrir fácilmente, entonces, por las inmutables leyes de las matemáticas, sería lo suficientemente grande como para bloquear el puente de aire entre Land y Overland…

—Señor, ¿a qué distancia cree que estamos del hielo? —la voz de Steenameert pareció provenir de otro universo.

—Esa es una excelente pregunta —dijo Toller sombríamente.

Cogiendo los prismáticos de una caja situada junto al puesto de mando, los dirigió hacia el disco; se esforzó por distinguir detalles, pero sólo pudo ver un campo resplandeciente de luz. El sol estaba ahora totalmente oculto, y propagaba su luz más uniformemente sobre el gran círculo, haciendo aún más difícil que antes el cálculo de la distancia. Toller se apartó de la baranda frotándose los ojos —para hacer desaparecer la imagen impresionada de su retina— y examinó el indicador de altura. La aguja estaba casi en la marca de gravedad cero.

—No se puede confiar mucho en esos aparatos, señor —comentó Steenameert, incapaz de evitar demostrar sus conocimientos—. Han sido calibrados en un laboratorio, sin tener en cuenta el efecto que producen las bajas temperaturas en sus muelles, y…

—Ahórrame las explicaciones —le cortó Toller—. Este es un asunto serio. Necesito saber el tamaño de esa… cosa.

—Se puede volar hacia allí y ver cómo se agranda.

Toller negó con la cabeza.

—Tengo una idea mejor. No pienso volver, a menos que todas las posibilidades queden anuladas. Por lo tanto, volaremos hacia el borde del circuito. Su diámetro exacto no es tan importante; lo que realmente nos interesa es saber si podremos evitar el obstáculo o no. ¿Quieres seguir en los controles?

—Será una valiosa experiencia, señor —replicó Steenameert—. ¿Qué ritmo necesita para el quemador?

Toller meditó, frunciendo el entrecejo, frustrado por el hecho de que no se hubiera inventado ningún indicador de velocidad útil para las naves espaciales. Un piloto experimentado podía tener una cierta idea de su velocidad por la laxitud de la cuerda de desgarre cuando la corona del globo se hundía con la resistencia del aire, pero el exceso de variables hacía imposible un cálculo exacto. No hubiera estado fuera de las posibilidades del ingenio de los kolkorroneses el desarrollar tal instrumento, pero nunca se había presentado la motivación. La función de las naves espaciales era ascender y descender de la superficie planetaria a la zona de ingravidez —un viaje que duraba aproximadamente unos cinco días de cada lado—, y la diferencia de unos pocos kilómetros por hora era irrelevante.

—Utiliza dos y seis —dijo Toller—. Consideraremos que estamos yendo a treinta kilómetros por hora y basaremos todas nuestras estimaciones de acuerdo con ello.

—Pero ¿cuál es la naturaleza de esa barrera? —dijo el comisionado Kettoran, por detrás de Toller.

Se había incorporado, aguantándose en el borde del tabique de mimbre con una mano y sosteniendo con la otra un edredón enrollado alrededor de su cuerpo. El primer impulso de Toller fue pedirle que se tumbase otra vez para lograr el completo descanso que le había sido prescrito por el médico de la base; pero luego se le ocurrió que en ausencia de gravedad no tenía importancia la posición que adoptase una persona enferma del corazón. Permitiendo que sus pensamientos se desviasen, se imaginó una nueva aplicación para el patético grupo de estaciones de defensa de la zona de ingravidez. Si se calentaban adecuadamente y se abastecían con aire suficiente, podrían prestar un servicio óptimo como centros de reposo a algunos enfermos. Incluso un lisiado podría…

—Te estoy hablando, joven Maraquine —dijo Kettoran quisquillosamente—. ¿Cuál es tu opinión sobre ese curioso objeto?

—Creo que es hielo.

—Pero… ¿de dónde habrá salido toda esa agua?

Toller se encogió de hombros.

—En el descenso nos encontramos con rocas e incluso fragmentos de metal que provenían de las estrellas… Quizás el vacío también contenga agua.

—Una explicación posible —gruñó Kettoran. Se encogió de hombros teatralmente, y su rostro alargado y solemne, ahora amoratado por el frío, desapareció lentamente cuando volvió a su nido de blandos edredones—. Es un augurio —añadió con voz amortiguada por detrás del tabique—. Reconozco un augurio en cuanto lo veo.

Toller asintió, sonriendo con escepticismo, y volvió a la baranda de la barquilla. Gritando los tiempos de funcionamiento de los distintos propulsores laterales ayudó a Steenameert a guiar la nave en un rumbo que la fue acercando con un ángulo desconocido hacia el borde occidental de la barrera de hielo. El propulsor principal rugía a un ritmo constante de dos-seis y Toller supo que la velocidad de la nave fácilmente podría ser la ya calculada de treinta kilómetros por hora; sin embargo el aspecto de la capa no se alteró apreciablemente con el paso del tiempo.

—Nuestro amigo el «augurio» parece un auténtico gigante —dijo Steenameert—. Tal vez tengamos dificultades para evitarlo.

Deseando poder contar con los simples instrumentos de navegación de que disponía hasta la más humilde de las aeronaves, Toller mantuvo la mirada fija en el borde oriental del gran círculo, anhelando que descendiese y evidenciase así que la nave avanzaba significativamente.

Estaba empezando a convencerse de que se apreciaba un cambio en el ángulo fatal, cuando la capa resplandeciente fue barrida por unas olas de colores centelleantes. Pasaron a una velocidad pasmosa, cruzando todo el disco en cuestión de segundos, silenciando el corazón de Toller con su mensaje de que estaban ocurriendo acontecimientos cósmicos, recordándole qué insignificantes eran los asuntos de la humanidad cuando se comparaban con la grandeza del universo. El sol, ya oculto por la pared de hielo, se estaba escondiendo progresivamente por detrás de Overland. En cuanto las bandas de color, creadas por la refracción de la luz del sol en la atmósfera de Overland, desaparecieron hacia el infinito, toda la luminosidad del disco comenzó a disminuir. La noche se estaba acercando a la zona de ingravidez.

Aquí, tan cerca del plano de referencia, los términos «noche» y «noche breve» ya no tenían ninguna importancia. Cada ciclo diurno estaba interrumpido por dos períodos de oscuridad de duración aproximadamente similar, y Toller sabía que pasarían cuatro horas antes de que el sol reapareciese. La pausa no podía haber llegado en momento más inoportuno.

—¿Señor?

Steenameert, que parecía una pirámide de ropas en la luz decreciente, no tuvo necesidad de hacer la pregunta completa.

—Sigue, pero reduce el ritmo a uno y seis —ordenó Toller—. Siempre podremos apagar del todo los propulsores si vemos que nos es imposible mantener nuestro rumbo. Y asegúrate de que el globo se mantenga bien hinchado.

Agradecido por la eficacia de Steenameert, Toller permaneció en la baranda observando el disco. La luz del sol aún era reflejada por Land —que ahora estaba justo debajo—, de modo que la pared de hielo seguía visible, y con el cambio de iluminación comenzó a ver rasgos de su estructura interna. Había un trazado de color violeta muy pálido, dispuesto como ríos que se divisaban hasta desaparecer, perdidos en reflejos distantes.

«Son como venas», pensó Toller. «Venas de un gigantesco ojo…»

A medida que Land fue envuelto por la sombra de Overland, el disco se fue oscureciendo hasta quedar casi totalmente negro, pero su borde se definía claramente sobre el fondo cósmico. El resto del cielo estaba ahora radiante, con su acostumbrada profusión de galaxias —unos remolinos resplandecientes cuyas formas iban desde el círculo a la más aplastada elipse—, además de informes franjas de luz, infinidad de estrellas, cometas y meteoros fugaces. Sobre aquel derroche de luminosidad, el disco se veía aún más misterioso que antes; un pozo indeterminado de oscuridad que no tenía derecho a existir en un universo racional.

Otorgando de vez en cuando un ligero movimiento pendular a la nave, Toller podía mirar hacia arriba para comprobar que se dirigía al borde occidental del disco. A medida que fueron transcurriendo las horas, el aire se fue enrareciendo progresivamente y se volvió menos beneficioso para los pulmones, señal de que la nave espacial ya estaba lejos del centro del invisible puente que unía los dos mundos. Aunque el comisionado Kettoran no expresó ninguna queja, su respiración se hizo claramente audible. Había diluido un poco de sal de fuego en agua dentro de una bolsa de pergamino, y se le podía oír cómo inhalaba a intervalos frecuentes.

Cuando al fin volvió la luz del día, anunciada por una claridad del borde occidental del disco, Toller descubrió que podía ver el borde sin necesidad de inclinar la nave. La perspectiva volvió; la geometría era de nuevo un arma útil.

—Estamos a poco más de un kilómetro del borde —anunció, para tranquilizar a Steenameert y Kettoran—. En pocos minutos podremos eludirlo y dirigirnos de nuevo al aire bueno.

—¡Ya era hora! —la cara encapuchada de Kettoran apareció por encima del tabique del compartimento de pasajeros—. ¿Cuánto nos hemos desviado?

—Habremos hecho unos cuarenta y cinco kilómetros de lado respecto al rumbo ideal — Toller miró a Steenameert y éste lo confirmó con la cabeza—, lo que significa que estamos ante un lago, o más bien un mar de hielo de unos noventa kilómetros de diámetro. Me cuesta dar crédito a lo que digo, y eso que lo estoy viendo con mis propios ojos. Nadie va a creernos en Prad.

—Puede que tengamos una confirmación.

—¿Por telescopio?

—Por tu amiga, la condesa Vantara —Kettoran se secó una gota de humedad de la punta de la nariz—. Su nave partió pocos días antes que la nuestra.

—Tiene razón, por supuesto… —Toller se sorprendió al comprender que se había olvidado de Vantara durante varias horas—. El hielo… la barrera… lo que sea, quizás ya estaba cuando ella pasó. Será algo que tendremos que confrontar con detalle.

Tras obtener un retazo inesperado de satisfacción ante la perspectiva de la discusión —una razón indiscutible para buscar a Vantara, dondequiera que estuviese—, Toller volvió a concentrarse en la tarea de conducir la nave fuera del disco. La maniobra en teoría no era difícil. Lo único que tenía que hacer era sobrepasar el borde occidental a poca distancia, llevar a cabo una sencilla inversión e iniciar el descenso por el aire más denso del centro del puente atmosférico.

Conservando a Steenameert a cargo de los mandos, permaneció en la baranda para tener un punto de vista más favorable y dar detalladas instrucciones sobre el manejo. La nave se movía muy despacio al ir acercándose al borde, probablemente a poco más que la velocidad de un hombre andando; pero después de varios minutos, a Toller le pareció que estaban tardando más de lo que esperaba en llegar al límite de la pared de hielo.

Repentinamente suspicaz, dirigió sus prismáticos hacia el borde. El sol estaba cerca del lugar al que apuntó, proyectando millones de agujas de radiación a sus ojos, lo que le dificultaba la visión; sin embargo, finalmente consiguió ver con claridad el límite del hielo. Ahora estaban a unos doscientos metros, y la imagen en los potentes gemelos aún le acercó más.

Toller emitió un gruñido de sorpresa: el borde de la capa de hielo estaba vivo.

En vez de lo que esperaba —agua congelada inerte—, había una especie de efervescencia cristalina. Prismas vítreos, puntas y prolongaciones, tan altos como hombres, brotaban en el borde con una rapidez sobrenatural. Iban ampliando el límite de la capa como humo empujado por el viento, cada uno penetrando en el aire géligo y resplandeciendo a la luz del sol durante un momento antes de ser alcanzado por otros y ser asimilado por la masa vítrea y centelleante.

Toller contempló atónito el fenómeno, extasiado, con su mente inundada por la inesperada e increíble belleza, y pareció pasar un buen rato hasta que le acudió un nuevo pensamiento coherente: el borde de la barrera se estaba desplazando casi a la misma velocidad que la nave…

—¡Aumenta la velocidad! —gritó a Steenameert, con una voz tensa por la crudeza del frío y la naturaleza hostil del aire enrarecido—. ¡De otra forma, no esperes ver tu casa nunca más!


El comisionado Kettoran —que casi parecía un hombre sano durante el paso por la zona de ingravidez— había sufrido un nuevo ataque unos pocos cientos de metros antes de llegar a la superficie de Overland. Estaba de pie en la baranda con Toller, señalando los rasgos conocidos del paisaje de abajo, y de repente tuvo que tumbarse, con los ojos alarmados y asustados, pareciendo una inteligencia atrapada dentro de una máquina que ya no respondía a las órdenes de su dueño. Toller lo había llevado a su nido de edredones, le había secado la espumosa saliva de las comisuras de la boca, y había extraído inmediatamente el luminógrafo de su estuche de cuero.

La deriva lateral había sido más acusada que de costumbre, llevando la nave unos diecisiete kilómetros al este de la ciudad de Prad; sin embargo el mensaje del luminógrafo había sido captado a tiempo. Un número considerable de carruajes y hombres montados, además de una elegante aeronave con los colores reales —gris y azul—, les estaba esperando en la zona de aterrizaje. Cinco minutos después de tocar tierra, el comisionado había sido transportado a la aeronave y enviado a una audiencia urgente con la reina Daseene, que lo aguardaba en los calurosos confines de su palacio.

Toller no tuvo la oportunidad de decirle algunas palabras tranquilizadoras, o siquiera despedirse de Kettoran, un hombre al que había llegado a considerar como un buen amigo a pesar de la diferencia de edad y posición. Al ver la aeronave empequeñecerse en la lejanía del cielo amarillento fue consciente de un sentimiento de culpa, y le costó un rato identificar la causa. Por supuesto, estaba muy preocupado por la salud del comisionado; pero al mismo tiempo —y eso no podía negarse— una parte de él estaba agradecida a la desgracia del anciano… que había llegado, como la respuesta a una oración, exactamente cuando él la necesitaba. Ninguna otra circunstancia que pudiera ocurrírsele le hubiera traído de vuelta a Overland y a la proximidad de Vantara en tan poco tiempo.

«¿Qué clase de monstruo soy?», pensó, escandalizado por su propio egoísmo. «Debo de ser el peor…»

La súbita introspección de Toller fue interrumpida por la visión de su padre y de Bartan Drumme descendiendo de un carruaje que acababa de llegar al lugar de aterrizaje. Los dos hombres iban ataviados con pantalones grises y tabardos de tres cuartos, con adornos triangulares de seda azul; las formales vestiduras sugerían que venían directamente de alguna reunión importante en la ciudad. Toller acudió a grandes zancadas al encuentro de su padre y lo abrazó, y luego estrechó la mano de Drumme.

—Verdaderamente, éste es un placer inesperado —dijo Cassyll Maraquine, y su pálido rostro triangular se rejuveneció con una sonrisa—. Es una tragedia lo del comisionado, desde luego, pero podemos suponer que los médicos de la corte (hoy en día toda una casta) le curarán en seguida. ¿Cómo estás, hijo?

—Estoy bien.

Toller miró a su padre durante un momento con esa satisfacción única que surge de la relación armoniosa, y después, cuando los extraños acontecimientos acudieron a su mente, desvió la mirada para incluir a Bartan en lo que iba a seguir. Este último era el único superviviente del legendario viaje a Farland, el planeta más lejano de sistema local, y era considerado como el principal experto y más profundo conocedor en temas astronómicos de todo Kolkorron.

—Padre, Bartan —dijo Toller—, ¿habéis estado observando el cielo en los últimos diez o veinte días? ¿Habéis notado algo fuera de lo normal?

Los dos hombres mayores intercambiaron cautelosas miradas de sorpresa.

—¿Te refieres al planeta azul? —dijo Bartan.

Toller frunció el entrecejo.

—¿El planeta azul? No, me refiero a una barrera, una pared… o un lago de hielo, llamadlo como queráis… que ha aparecido en el punto medio. Al menos tiene noventa kilómetros de diámetro, y se hace mayor a cada hora. ¿No ha sido observado desde tierra?

—No se ha observado nada fuera de lo común, pero no estoy seguro de que el telescopio de Glo se haya usado desde… Un momento… —Bartan se interrumpió y dirigió a Toller una mirada curiosa—. Oye, no puede haber hielo en la zona media, simplemente porque allí no hay agua. El aire es demasiado seco.

—Es hielo, o algún tipo de cristal. ¡Yo lo he visto!

El hecho de no ser creído no sorprendió o molestó excesivamente a Toller, pero le causó una cierta inquietud en los niveles inferiores de su conciencia. Había algo erróneo en el desarrollo de la conversación. No se estaba produciendo como debía…; pero algún factor, quizás una reticencia profundamente arraigada para enfrentar la realidad, estaba paralizando de momento sus esenciales procesos mentales.

Bartan le dirigió una sonrisa paciente.

—Quizás se ha producido alguna avería importante en las estaciones permanentes, quizás alguna explosión ha dispersado cristales de energía por una zona amplia. Pueden estar expandiéndose, combinándose y formando nubes de condensación, y ya sabemos que la condensación puede adquirir un aspecto muy sustancial, como masas de nieve o…

—La condesa Vantara… —interrumpió Toller con una sonrisa de aturdimiento, tratando de mantener firme la voz para disimular el temor que se había despertado en él al imaginar cierta posibilidad—. Ella hizo la travesía sólo nueve días antes que yo. ¿No ha informado de nada extraordinario?

—No sé de qué hablas, hijo —dijo Cassyll Maraquine, pronunciando las palabras que Toller temía en el fondo de su mente—. La tuya es la primera y única nave que ha vuelto de Land. No se sabe nada de la condesa Vantara desde que partió la expedición.

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