PARTE II — Estrategias de desesperación

Capítulo 8

Divivvidiv había tenido un sueño agradabilísimo en el cual había saboreado cada segundo de un día de su infancia. El día escogido había sido el octogésimo primero del Ciclo del Cielo Claro. Su cerebro superior había tomado los recuerdos del día real como base del sueño, después había eliminado los más imperfectos y los había sustituido por secuencias inventadas. El contenido de las partes creadas había sido excelente, al igual que su fusión con el resto de la ensoñación, y Divivvidiv se había despertado con una intensa sensación de felicidad y plenitud. Por una vez no había habido ninguna sensación o sentimiento de culpa que se colase desde el presente, y supo que volvería a ese sueño —quizás con pequeñas variaciones— en otras ocasiones durante los próximos años.

Se quedó tumbado un momento en el débil campo gravitatorio artificial de su cama, disfrutando de un crepúsculo mental, pero luego recordó que el Xa esperaba para comunicarse con él.

—¿Qué pasa? —dijo, incorporándose.

—Nada demasiado urgente, Amado Creador; por eso he esperado a que recuperase de forma natural la conciencia —le explicó el Xa en seguida, usando un color mental similar al amarillo para tranquilizarlo.

—Has sido muy considerado —Divivvidiv se dio un masaje en los músculos de los brazos, preparándose para volver a la actividad—. Intuyo que tienes una buena noticia para mí… ¿Cuál es?

—Vuelve la nave de los primitivos, con dos hombres a bordo; y esta vez no sobrepasarán mi perímetro.

Divivvidiv se puso inmediatamente en estado de alerta.

—¿Estás seguro?

—Sí, Amado Creador. Uno de los hombres está ligado emocionalmente a una de las mujeres. Cree que ella y sus compañeras dañaron su nave en una colisión con mi cuerpo durante las horas de oscuridad, y que se han refugiado en uno de los hábitats que hallamos en el plano de referencia. Tiene intención de encontrar y rescatar a la mujer.

—¡Qué interesante! —dijo Divivvidiv—. Esos seres deben de tener una tendencia inusualmente fuerte hacia la reproducción de modelo unitario. Primero descubrimos su ceguera mental, y ahora esto… ¿Cuántos defectos puede tener una raza, y aún así ser viable?

—Dicho en esos términos, Amado Creador, la pregunta no tiene sentido.

—Eso espero —Divivvidiv volvió su atención a asuntos de naturaleza más práctica—. Dime una cosa, ¿se han dado cuenta los hombres primitivos de que tú eres una clase de objeto que es totalmente ajeno a su experiencia previa?

—¿Objeto? ¿Has dicho objeto?

—Ser. Debí haber dicho ser, desde luego. ¿Cómo te perciben ellos?

—Como un fenómeno natural —dijo el Xa—. Una capa de hielo, o de alguna otra materia cristalina.

—Estupendo. Eso reduce la posibilidad de que causen daño, y al mismo tiempo nos facilitará su captura.

Divivvidiv desplazó su pensamiento al cerebro superior para excluir al Xa de sus deliberaciones. Obtener especímenes de los primitivos para el estudio personal del director Zunnunun era en cierto modo una frivolidad, algo bastante ajeno al gran proyecto; y si el Xa se dañaba por esa causa, los castigos serían terribles. Divivvidiv probablemente sería sometido a una modificación personal como castigo por distraerse de sus obligaciones. Después de todo, el proyecto era el más importante llevado a cabo en la historia de su pueblo. El futuro de toda la raza…

—¡Amado Creador! —la llamada del Xa fue una intrusión inesperada—. Tengo que hacer una pregunta.

—¿Cuál? —preguntó Divivvidiv, esperando que el Xa no reanudase su cansino interrogatorio sobre su futuro.

El Xa no hubiera sido capaz de construirse a sí mismo si no hubiera estado provisto de una poderosa inteligencia artificial; pero sus diseñadores —allá en los remotos pisos altos del Palacio de los Números— no habían previsto el desarrollo de una conciencia.

—Dígame, Amado Creador —dijo el Xa—, ¿qué es una Cuerda?

El efecto de la pregunta fue tan fuerte, tan repentino, que Divivvidiv experimentó un momentáneo vahído y un peligroso debilitamiento de su control mental. Durante un vulnerable instante casi dio acceso al Xa a todos los circuitos del cerebro superior, y el esfuerzo que tuvo que hacer para cerrar cientos de vías neurológicas le dejó frío y mareado.

Practicando los rituales del Ojo-del-Huracán para inducir un estado de calma, dijo:

—¿Quién te ha hablado de las cuerdas?

Hubo un breve silencio antes de que el Xa respondiese.

—Tú no, Amado Creador. Nadie. La palabra últimamente ha empezado a existir a mi alrededor. Debe de estar continuamente en la cabeza de millones de seres inteligentes, pero su concepto se me escapa. Lo único que sé es que la palabra está asociada al miedo… un miedo terrible a dejar de existir.

—No es nada que a ti te concierna —dijo Divivvidiv, utilizando todas las técnicas de ayuda mental para dar fuerza a su mentira—. La palabra es poco más que un sonido. Su origen radica en ciertas aberraciones de la mente, en quebrantos de la lógica, como dirías tú: metafísica, religión, superstición…

—Pero ¿por qué empezó a interferir con mi conciencia?

—Por ninguna razón particular. Una marea, una corriente, un flujo. Te preocupas de cosas que no te conciernen. Te ordeno que te tranquilices y te concentres en tu tarea.

—Sí, Amado Creador.

Agradecido por la actitud complaciente del Xa, Divivvidiv cortó la comunicación telepática y se desplazó flotando hasta la esclusa de aire más cercana a su vivienda.

Mientras se ponía el traje que le permitiría sobrevivir en el frío exterior, reflexionó con cierta inquietud sobre la adquisición por parte del Xa del término «cuerda». ¿Significaba simplemente que la capacidad de comunicación directa del Xa se había incrementado? ¿O es que había aumentado la alarma en Dussarra, su planeta? Esto produciría una intensificación del miedo, lo que habría originado ondas telepáticas en las regiones circundantes del espacio…

Divivvidiv entró en la esclusa de aire y realizó el precintado del interior. En cuanto abrió la puerta exterior, el intenso frío hirió su cara y sus ojos, y la respiración se hizo tan dolorosa que jadeó ruidosamente. Las placas metálicas de la estación se extendían ante él: lisas y desnudas en algunos sitios, repletas de complejidades técnicas en otros. Las antenas de la unidad de teletransporte —finas y frágiles esculturas curvas— sobresalían en el aire soleado, y el flamear ocasional de fuego verde en sus puntas demostraba que se estaba recibiendo en ese momento una carga de nutrientes para el Xa. Más allá de los angulosos límites de la estación, el cuerpo del Xa —ahora enormemente crecido— formaba un mar de brillo cristalino que se extendía hacia la lejanía en todas las direcciones.

Los ojos de Divivvidiv no podían enfocar hacia el infinito sin ayuda artificial; por tanto, el universo que se encontraba detrás del blanco horizonte se reducía al sol y a uno de los planetas locales, en un fondo bañado y salpicado por manchas de luminosidad. No obstante, era capaz de mirar directamente a la mota de luz azul que era su planeta Dussarra, y en pocos segundos estuvo en contacto con el director Zunnunun.

—¿Qué pasa? —dijo Zunnunun—. ¿Por qué interrumpes mi trabajo?

—Tengo una buena noticia —replicó Divivvidiv—. Fue una casualidad desafortunada y curiosa el que la muestra que le proporcioné de primitivos consistiese únicamente en hembras. Tampoco tuvimos suerte cuando la segunda nave, que contenía machos, avistó al Xa con tiempo suficiente para desviar su nave y evitarlo.

—Dijiste que tenías una buena noticia —Zunnunun tiñó sus palabras con los colores mentales de la irritación y la indignación.

—Sí, Director. La misma nave primitiva está ascendiendo ahora hacia el plano de referencia, y los que van a bordo creen, o más bien esperan, que las hembras perdidas se hayan refugiado en los hábitats que encontré aquí. Esta vez no hay duda de que conseguiré enviárselos, porque como simple consecuencia de un contacto físico previo, el único propósito de los machos al realizar el nuevo ascenso es rescatar a las hembras. Vendrán directamente hacia mí.

—Eso es bastante increíble —dijo Zunnunun—. ¿Estás seguro de lo que dices?

—Absolutamente.

—En efecto, es una buena noticia. No tenía ni idea de que pudieran darse vínculos tan poderosos entre individuos de alguna especie. Estoy ansioso por recibir a los machos primitivos y llevar a cabo los experimentos adecuados.

—Es un placer servirle —dijo Divivvidiv, complacido de haber recuperado la aprobación del Director—. Ya que estamos hablando en privado, ¿puedo comentarle otro asunto?

—Adelante.

—La conciencia del Xa continúa alcanzando nuevos niveles, y acaba de hacerme una pregunta sobre cuerdas.

—¿Comprende algo, acaso?¿Tiene alguna sospecha?

—No —Divivvidiv hizo una pausa, ponderando su respuesta—. Pero percibo matices… ¿Ha sucedido algo nuevo?

—Debo decir que sí —hubo un breve silencio, y cuando el director Zunnunun habló otra vez, sus palabras fueron enturbiadas por extraños colores que indicaban dudas y aprensiones—. Como ya sabes, una poderosa facción de la sociedad ha forzado a los del Palacio de los Números a llevar a cabo una nueva evaluación de la situación local, y los últimos datos han reforzado la opinión de que las cuerdas existen. Parece también bastante probable que hasta unas doce cuerdas pasarán alguna vez cerca de nuestra galaxia, en comparación con las siete originalmente estimadas. Y si eso es verdad, no sólo dejará de existir nuestra propia galaxia, sino que muchas otras de la región cósmica serán aniquiladas.

—Comprendo.

El frío del ambiente pareció penetrar en la ropa de Divivvidiv con una crudeza implacable cuando rompió el contacto mental.

Es extraño, pensó. ¿Por qué temer más a una fuerza que promete aniquilar a un millón de otras galaxias que a una fuerza que amenace con destruir sólo a ésta, cuando el destino personal será exactamente el mismo en los dos casos?

¿Y por qué tiene que importarme tanto que el plan de mi pueblo vaya a aniquilar un par de pequeños planetas subdesarrollados y escasamente poblados, cuando el propio cosmos está sometido a tan monstruoso destino de destrucción?

Capítulo 9

Durante los últimos setenta y cinco kilómetros del ascenso, Toller y Steenameert habían hecho cabecear la nave a intervalos frecuentes. El propósito había sido el conseguir una visión clara de la pequeña línea de estaciones de madera y de astronaves para poder dirigirse directamente hacia ellas, contrarrestando la desviación lateral. Los artefactos hubieran sido difíciles de encontrar incluso con buenas condiciones de visibilidad; pero con un mar de cristal ocupando el cielo y difundiendo la luz del sol con una blanca y brillante uniformidad, Toller esperaba que su tarea fuera doblemente difícil. Por ello se sorprendió cuando, a una distancia de unos cuarenta y cinco kilómetros, había empezado a discernir una mota de sólida oscuridad en el centro del disco traslúcido.

Cuando la nave se aproximó, los prismáticos revelaron que el objeto —aunque irregular en su contorno general— estaba limitado por líneas rectas y vértices cuadrados. Su silueta parecía el plano de un edificio muy grande al que se le habían añadido numerosas ampliaciones de forma totalmente arbitraria.

Durante un tiempo Toller se negó a aceptar la evidencia —simplemente no había lugar para ello en su esquema de la realidad—, pero finalmente la dolorosa transformación mental se produjo…

—Sea eso lo que fuere —le dijo a Steenameert—, no lo veo crecer por sí mismo, como el cristal de hielo. Tiene que ser algún tipo de estación de la zona media, pero…

—…no construida por nosotros —añadió Steenameert.

—Exactamente. El tamaño… Tal vez estemos ante un palacio espacial…

—O una fortaleza —Steenameert hablaba en voz baja, casi disimuladamente, a pesar de que él y Toller se hallaban solos en la nave, y en la vasta extensión de la zona de ingravidez—. ¿Será que los farlandeses al fin se han decidido por la conquista?

—Están procediendo de una manera muy extraña, si es así —replicó Toller, frunciendo el entrecejo e instintivamente rechazando la idea de una invasión militar del tercer planeta.

Bartan Drumme era uno de los dos hombres aún vivos que habían participado en el épico viaje a Farland hacía muchos años, y Toller le había oído declarar frecuentemente que sus habitantes eran retraídos en sus costumbres, y carecían totalmente del afán colonial. El enigmático mar de cristales vivos y la enorme estación estaban obviamente conectados de algún modo. Además, ¿qué comandante militar, cualquiera fuese la extraña naturaleza de su mente, llevaría a cabo una invasión de esta forma tan absurda?

—No, creo que esto es algo nuevo —siguió Toller—. Sabemos que hay muchos otros planetas girando alrededor de estrellas distantes, y también que en algunos de esos planetas hay civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra. Quizás, querido amigo, esto no es otra cosa que uno de los muchos remotos palacios que pertenecen a algún inimaginable rey. Quizás esas extensiones de hielo son su coto de caza, su parque de ciervos…

Toller se interrumpió, perdido durante un momento en la grandeza histórica de su visión, pero volvió en sí cuando Steenameert formuló una pregunta crucial.

—Señor… ¿seguimos?

—¡Claro! —Toller se bajó la bufanda para descubrir la nariz y la boca, de forma que sus palabras pudieran oírse con toda claridad—. Sigo creyendo que la condesa y su tripulación se han refugiado en una de nuestras estaciones, pero si no las encontramos allí… Bueno, no podemos buscarlas en ninguna otra parte…

—Sí, señor.

Los ojos de Steenameert, atisbando desde la ranura horizontal que quedaba entre la bufanda y el borde de su capucha, no dieron ninguna muestra de que estuviese sucediendo algo fuera de lo normal; sin embargo Toller de repente se quedó impresionado por el increíble significado de sus palabras. Su mano cayó espontáneamente en la empuñadura de la espada cuando se dio cuenta de que todo su ser estaba dominado por el pavor.

Ya en el momento en que se enteró de la desaparición de Vantara había surgido en él un miedo enfermizo de que estuviera muerta. Se había negado a reconocer ese miedo, expulsándolo de su mente con un falso optimismo y ayudado por las obligadas actividades de la expedición de rescate apresuradamente organizada. Pero a la situación se habían añadido nuevos elementos —elementos extraños, monstruosos e inexplicables— y era imposible no ver en ellos un mal augurio.

Las seis estructuras de madera eran conocidas como el Grupo de Defensa Interior, nombre que se había conservado desde los días de la guerra interplanetaria, aunque desde hacía tiempo habían perdido su importancia.

Toller y Steenameert habían localizado el grupo en el lado de Overland de la barrera de hielo, a unos tres kilómetros de la extraña estación. Dando a la nave una amplia curva, Toller se había aproximado a los cilindros de madera muy cautelosamente, poniéndolos entre él y el misterioso contorno angulado. Había elegido esa trayectoria con la débil esperanza de evitar ser detectado por ojos extraños, aunque era una pura suposición que el ingenio metálico albergase seres vivos. Parecía incrustado en la barrera cristalina, y visto a través de los potentes prismáticos tenía el aspecto de una enorme máquina inerte; un artefacto incomprensible que había sido colocado en la zona de ingravidez por sus constructores para llevar a cabo alguna tarea incomprensible.

Y ahora, cuando su nave se encontraba a unos doscientos metros de los cilindros, empezó a crecer en Toller la convicción de que estarían vacíos. Se encontraban arrimados al lado inferior del helado mar, aparentemente sostenidos por cintas de cristal que habían crecido alrededor de ellos. Cuatro de los cilindros eran hábitats y almacenes, y los dos más grandes eran copias funcionales de la astronave que una vez voló a Farland; pero todos tenían algo en común: su falta de vida.

Si Vantara y su tripulación hubieran estado esperando dentro de alguna de las cascaras de madera, seguramente habrían mantenido una guardia, y en este momento estarían haciendo señas a la nave espacial que se aproximaba. Pero no había ningún indicio de actividad. Todas las portillas seguían uniformemente oscuras, y las cubiertas continuaban tal como Toller las había visto la primera vez: reliquias inertes de años pasados.

—¿Vamos a entrar? —dijo Steenameert.

Toller asintió.

—Tenemos que hacerlo, es lo que debemos, pero… —su garganta se cerró dolorosamente obligándole a hacer una pausa durante un momento—. Ya ves que allí no hay nadie.

—Lo siento, señor.

—Gracias… —Toller echó un vistazo al extraño y ajeno edificio que sobresalía del casquete polar más allá de su izquierda—. Si eso hubiera sido un palacio aéreo, como presupuse estúpidamente, o incluso una fortaleza, me podría aferrar a alguna pizca de esperanza de que ellas se hubieran refugiado allí. Incluso hubiera preferido imaginármelas como cautivas de unos invasores procedentes de otra estrella…, pero la cosa no parece más que un bloque de hierro, una máquina. Vantara no puede haber visto ninguna posibilidad de refugio allí.

—Excepto si…

—Sigue, Baten.

—Excepto en el caso de una absoluta desesperación —Steenameert había comenzado a hablar rápidamente, como temiendo que se le escapasen las ideas—. No sabemos qué anchura tenía la barrera de hielo cuando la condesa llegó a ella, pero si lo hizo durante las horas de oscuridad, y hubo una colisión que dañó la nave, ella debía de estar en el lado de Land de la barrera. En el otro lado, señor. Le hubiera sido imposible localizar o llegar a nuestras estaciones, y bajo esas circunstancias la… máquina, quizás les pareciese un lugar apropiado para buscar protección. Después de todo, señor, es bastante grande y puede que tenga escotillas o puertas que conduzcan al interior, y…

—¡Eso es! —le cortó Toller cuando la oscuridad de su mente comenzó de repente a esclarecerse—. ¡Y te diré algo más! Hemos estado considerando todo este asunto como si la condesa Vantara fuese una mujer corriente, pero nada más lejos de la realidad. Hemos hablado de una colisión accidental, pero puede que no la haya habido. Si Vantara hubiera visto desde lejos la extraña máquina, se habría encargado de investigar qué era.

—Puede que ella y su tripulación estén en este mismo momento mirándonos desde alguna abertura. O… quizás hayan pasado unos días explorando la máquina y después hayan decidido volver a Land. Puede que nos las cruzásemos sin darnos cuenta cuando subíamos con el comisionado; esas cosas pueden ocurrir fácilmente. ¿No estás de acuerdo en que esas cosas pueden ocurrir fácilmente?

La forma vacilante en que Steenameert asintió le dijo a Toller algo que ya sabía: que estaba permitiendo al péndulo de sus emociones desviarse demasiado en su oscilación. Pero la desesperación que había empezado a sentir tenía que ser contenida el mayor tiempo posible, y con cualquier medio que tuviese a su alcance. En el inesperado resurgimiento de la esperanza, poco importaba que sus reacciones fuesen inmaduras, o que el verdadero Toller Maraquine hubiese actuado de una forma diferente: había vuelto al universo de la luz y pensaba quedarse allí tanto como pudiera.

Ahora, en un estado de excitación que le invitaba a la actividad física, sonrió forzadamente a Steenameert.

—No te quedes ahí jugando con los mandos… ¡Tenemos muchas cosas que hacer!

Dieron una vuelta completa a la nave y apagaron los propulsores, desplazándose suavemente hasta detenerse a unos cincuenta metros del cilindro de madera más cercano. Las patas de apoyo de la barquilla estaban realmente en contacto con la resplandeciente superficie de la barrera, que de cerca resultó ser bastante irregular: una masa caprichosa de cristales del tamaño de un hombre. La mayoría de ellos parecían hexagonales en su sección transversal, pero otros eran circulares o cuadrados, y muchos mostraban dibujos de plumas en su interior, de un violeta pálido. El efecto general era visualmente impresionante, una visión aparentemente interminable de belleza y brillo sobrenaturales.

Toller y Steenameert se montaron en sus unidades personales de propulsión y dieron una vuelta de inspección por los cilindros. Como esperaban, los encontraron vacíos, excepto por las provisiones allí almacenadas para un caso de emergencia que nunca había llegado. Las cascaras, con sus tablas de madera barnizadas y las barras de refuerzo de hierro, estaban frías y silenciosas como tumbas. Toller se alegró de haber supuesto de antemano que Vantara y su tripulación estarían en otra parte; de lo contrario abrir e investigar cada una de las siniestras cubiertas hubiera sido una experiencia insoportable.

Al finalizar la ronda le llamó la atención el hecho de que, aunque los cristales de la barrera habían crecido realmente hasta alcanzar los cilindros, lo habían hecho de una forma muy escasa. En lugar de absorber las cubiertas de madera —como hubiera parecido natural—, las habían rodeado sólo con un crecimiento limitado y espigado. Era algo sobre lo que habría meditado de no haber tenido sus pensamientos totalmente ocupados en lo que haría a continuación.

Cuando concluyeron la investigación formal, volvieron a la nave montados sobre estelas de condensación blanca, y recogieron siete paracaídas y siete bolsas de descenso, que guardaron en el hábitat más cercano. Toller había insistido en traer el equipo de supervivencia para el caso de que ocurriese alguna catástrofe en el globo de la nave espacial mientras se acercaban a las espigas cristalinas de la barrera.

Con las bolsas y los paracaídas, ellos —y cualquiera a quien pudieran rescatar— estarían capacitados para prescindir de la aeronave en un descenso a Overland. Protegidos contra el intenso frío de la corriente por la matriz lanosa de las bolsas de descenso, podrían caer durante más de un día y una noche hacia la superficie planetaria, desplegando los paracaídas sólo unos cientos de metros antes de tocar tierra. Por muy intimidante que pareciese la perspectiva a los no iniciados, en todos los años en los que había sido utilizado el sistema sólo se había producido una muerte: la de un inexperto mensajero que —se creía— se había dormido durante el descenso, sin despertarse a tiempo para salir de la bolsa y abrir el paracaídas.

Dejando la nave en posición invertida, iniciaron el extraño vuelo de tres kilómetros hacia el enorme artefacto. Las unidades de propulsión les llevaron a la velocidad de un hombre a pie bajo un cielo rutilante y fantástico. Los cristales gigantes parecían haber crecido al azar, excepto a intervalos ampliamente espaciados; allí había unas áreas más planas donde los cristales se agrupaban en lo que parecían filas ordenadas, y donde los débiles dibujos violetas del interior eran más evidentes.

A medida que la estructura fue creciendo hasta llenar todo el panorama que tenían enfrente, Toller comenzó a reconsiderar su opinión de que se trataba de una máquina inerte. Repartidas por toda la superficie metálica pudo ver lo que parecían ventanas, habiendo también unas aberturas que tenían el tamaño y las proporciones de puertas. La idea de que Vantara pudiera estar en una de las ventanas observándole aumentó la embriagadora excitación que embargaba su cuerpo. Al fin, tras una espera interminable, estaba participando en una aventura comparable a las proezas que habían tachonado la carrera de su abuelo.

Al llegar al lado más cercano del artefacto, vio que estaba bordeado por una barandilla metálica sostenida por delgados postes, que bien podrían haber sido fabricados en una fundición de Overland. El mar de cristales lindaba con el perímetro del artefacto sin ningún hueco discernible. Toller apagó el propulsor y se frenó agarrándose a la baranda. Steenameert llegó a su lado un momento después.

—Esto es obviamente una baranda —dijo Toller—. Sospecho que vamos a encontrar viajeros de otra estrella.

El rostro de Steenameert estaba casi totalmente oculto por la bufanda, pero sus ojos se abrieron con sorpresa.

—Espero que no tengan nada en contra de los intrusos. Alguien capaz de construir un reducto como éste en el espacio…

Toller asintió pensativamente. Examinó la estructura y vio que al menos tenía medio kilómetro de ancho. Ellos estaban situados en una zona plana del tamaño de un gran patio de armas, más allá de la cual sobresalía en el aire frío una especie de torre, de unos trescientos metros o más. Mientras Toller la estudiaba, sus sentidos sufrieron un ajuste y de repente ya no estaba debajo de un paisaje fantástico. En su nueva orientación se encontraba mirando a través de una llanura hacia un extraño castillo, y el gran disco de Overland estaba justo encima de él. Más a la derecha había un grupo de varas curvas y ahusadas, como gigantescas cañas esculpidas en acero, y cuando las miró vio que un fuego verde comenzaba a flamear en sus puntas. El fenómeno sirvió para recordarle que estaba superando los límites del conocimiento de su gente.

—No conseguiremos nada esperando aquí —dijo bruscamente, negándose a un ataque repentino de duda y apocamiento— ¿Estás listo para…?

Entonces se interrumpió, sobresaltado, cuando llegó por detrás un sonido repentino e inesperado. Era un ruido silbante y un crujido continuo fundidos en un solo sonido, como hojas y ramas secas que estuviesen siendo consumidas por un fuego voraz. Toller trató de darse la vuelta, pero el pánico y la ausencia de gravedad se aliaron para frustrar su intención. Sólo consiguió dar un torpe pataleo durante unos segundos, y cuando logró usar la baranda para estabilizarse era demasiado tarde: la trampa ya había saltado.

Un globo resplandeciente, compuesto de cristales del tamaño de un puño, había crecido alrededor de él y su compañero con una velocidad pasmosa, encerrándolos en una prisión esférica de unos seis metros de diámetro. Había surgido de los cristales mayores del mar helado, y la parte inferior estaba sujeta en parte al metal de la estación alienígena. El brillante material abarcaba una parte de la baranda a la que los dos hombres se habían asido. Se sujetaron el uno al otro durante un momento, contorsionando los rostros en muecas de asombro; después Toller se sacó uno de los guantes y tocó la superficie interior de la esfera. Estaba fría como el hielo, y sin embargo siguió seca bajo sus dedos.

—¡Es vidrio! —señaló la pistola sujeta al el cinturón de Steenameert—. Haz unos cuantos agujeros y en seguida saldremos de aquí.

—Sí, sí…

Steenameert desprendió el arma y al mismo tiempo sacó una esfera de presión de su red portadora. Estaba ajustándola afanosamente en la parte inferior de la pistola cuando una voz silenciosa, fría, sabia y totalmente convincente, sonó en el interior de sus cabezas:

—Os aconsejo que no disparéis el arma. El material que os rodea está protegido por una capa de energía recíproca. La principal función de la capa es desviar los meteoros de la construcción, pero es eficaz contra cualquier tipo de proyectil. Si disparáis el arma, la bala rebotará en el interior de la esfera con la misma velocidad, hasta que su energía sea absorbida por alguno de sus cuerpos. La esfera que les rodea no se debilitará en absoluto, pero uno de ustedes morirá.

Toller supo en seguida, sin poder explicar por qué, que los dos habían sido partícipes de la misma comunicación. La no-voz, las modulaciones del silencio, se habían dirigido directamente a su interior. La mente había hablado a la mente, lo que significaba que…

Miró a su izquierda y se encogió al ver que había una figura fuera de la esfera. La superficie de vidrio distorsionaba y fragmentaba su silueta, pero tenía el tamaño de un hombre, era humana en su aspecto general, y se sostenía agarrándose a la baranda como hubiera hecho cualquier hombre. Toller no dudó de que ése era el origen de la voz oída mentalmente, pero fue incapaz de comprender cómo el alienígena recién llegado había atravesado la llanura metálica tan deprisa y sin ser visto.

También sintió miedo. Un miedo distinto a todo el que había experimentado antes; una mezcla de xenofobia, sobresalto y preocupación por su seguridad que le dejó sin habla y casi incapaz de moverse. Vio que Steenameert estaba igualmente afectado, igualmente inmovilizado, y que había interrumpido el ajuste de la esfera de presión en su pistola. La comunicación sin voz no había sido una simple declaración, sino que se había transmitido hasta el propio conocimiento, y los dos hombres comprendieron que una bala que chocase contra el interior de la esfera sería repelida con una fuerza cuya magnitud dependía directamente de su velocidad.

—No hay razón para que os asustéis —la no-voz transmitió serenidad y algo que podría haberse confundido con amabilidad, de no ser por su implícita condescendencia y falta de afecto.

—No tenemos miedo… de… —la réplica no pronunciada de Toller quedó perdida en el caos de su mente cuando empezó a preguntarse si acaso podría comunicarse con su captor.

—Hablando en forma normal, organizarás tus pensamientos lo suficiente como para que podamos intercambiar ideas —dijo el alienígena—. Pero no pierdas el tiempo con mentiras, jactancias vanas y amenazas. Ibas a afirmar que no tienes miedo de mí, y eso es obviamente falso. Lo que debes hacer ahora es serenarte, y no cometer el error de ofrecer resistencia.

La absoluta confianza con que hablaba el alienígena, la presunción con que daba por supuesta su superioridad, activaron en Toller una reacción, heredada de su abuelo, que nunca había sido capaz de controlar. Todo su cuerpo fue recorrido por una oleada de ira teñida de rojo que le liberó de la parálisis que afectaba a su mente y a su cuerpo.

—Eres tú quien vas a cometer un error —gritó—. No sé cuáles serán tus planes, pero yo pienso resistir hasta la muerte, ¡y la única muerte que tengo en mente es la tuya!

—Eso es muy interesante… —el pensamiento estaba matizado de ironía—. Una de vuestras hembras reaccionó exactamente con la misma irracional beligerancia, Toller Maraquine… y estoy casi seguro de que es a ésa a la que estás ligado emocionalmente.

Ese comentario vino a acrecentar el asombro de Toller.

—¿Tienes prisioneras a las mujeres? —chilló, olvidando de repente su propia situación—. ¿Dónde están? Si les ha pasado algo…

—No han sufrido daño. Simplemente las he transportado a un lugar seguro, lejos de aquí, como voy a hacer con ustedes ahora mismo. Inyectaré en el recinto un gas sedante; no os asustéis. El gas os hará entrar en un sueño profundo, y cuando recobréis la conciencia os hallaréis en un ambiente agradable. Y aunque será necesario reteneros durante un tiempo indeterminado, se os proporcionarán los cuidados necesarios.

—No somos animales para que se nos encierre en un corral y se nos cebe —dijo Toller con brusquedad, con su ira más encendida—. Iremos contigo al lugar donde están apresadas las mujeres, pero por nuestra propia voluntad y con los ojos bien abiertos. Éstos son mis términos, y si los aceptas te daré mi palabra de que no te haremos ningún daño.

—Tu arrogancia es asombrosa, y sólo equivalente a tu ignorancia —fue la tranquila e irónica respuesta—. Seres en un estado de desarrollo tan primitivo como el vuestro nunca podrían hacerme daño. Pero os daré el sedante, no obstante, para evitar que provoquéis algún contratiempo mientras sois transportados.

La figura de detrás de la pared de cristal hizo un ligero movimiento, que se tradujo en ondeantes transformaciones coloreadas de las facetas, y entonces el oscurecimiento de uno de los hexágonos evidenció que algo estaba siendo introducido desde el exterior. Steenameert acabó de cargar el arma, la alzó y apuntó al foco de la actividad.

—¿Acaso eres un suicida, Baten Steenameert? —la no-voz tenía algo de la piedad indiferente del naturista que observa una frágil mosca acercándose a la red de una araña—. ¡Seguro que no!

Steenameert desvió la mirada hacia Toller, sus ojos insondablemente abiertos en la estrecha franja que quedaba entre la bufanda y la capucha, y bajó la pistola. Toller asintió con evidente aprobación de su prudencia y, en un deliberado arrebato de intención consciente, sacó su espada y en un solo movimiento clavó la punta en la pared de cristal. Se había sujetado con el brazo izquierdo a la baranda, convirtiendo su cuerpo en un sistema cerrado de fuerzas; y la punta de la hoja de acero se hundió en las brillantes celdillas con tal potencia que arrojó hacia fuera los fragmentos vítreos en el lugar del impacto.

El cristal emitió un chillido.

Fue insonoro, pero nada se parecía más a la comunicación mental controlada y meticulosamente construida que empleaba el alienígena. Toller supo, sin entender cómo, que procedía de las paredes de la esfera y también del lago helado: era un grito amplificado de agonía, en el que armonías casuales y ecos disonantes chocaron una y otra vez hasta desvanecerse. Se escuchó otra no-voz, gimiente y extraña:

—¡Me han herido, Amado Creador! No me dijiste que los primitivos podrían dañar mi cuerpo.

Toller, obedeciendo a su instinto guerrero, no permitió que la inesperada voz le amilanase o frenase su ataque. Había herido a un enemigo, y esa era la señal para renovar la presión con renovado vigor, e ir a muerte. Su espada pareció encontrar una peculiar resistencia —como si estuviera atravesando una capa de esponja invisible—, pero las repetidas embestidas sumaron el suficiente impulso como para dañar y desprender la celdilla de vidrio. En sólo unos segundos había roto un par adyacente, y creado un orificio en la esfera.

Cambiando la forma de ataque, usó la empuñadura de la espada para golpear la zona dañada, y a pesar de la resistencia invisible logró desprender totalmente las dos celdas, arrojándolas hacia el vacío. Febrilmente estimulado, transfirió la espada a la otra mano y comenzó a golpear en la misma zona con el puño enguantado. Esta vez no hubo ninguna barrera mágica que amortiguase el golpe, y varias otras celdillas hexagonales salieron disparadas, agrandándose considerablemente el agujero de la esfera al haberse debilitado la unidad estructural.

El chillido inhumano y silencioso empezó de nuevo.

Steenameert siguió su ejemplo: sujetándose a la baranda comenzó a aporrear el lado irregular del orificio, aumentando el efecto destructivo.

En la bullente caldera de la mente de Toller no pasó prácticamente el tiempo hasta que el camino estuvo despejado. Se encontró fuera de la esfera, y en un vuelo ingrávido se acercó a la figura plateada, que se había convertido en una hormiga. Su brazo izquierdo rodeó el cuello del extraño en el instante de la colisión, y movió súbitamente la espada —que parecía haber vuelto inconscientemente a la mano derecha— para amenazar al alienígena.

—¿Cómo lo lograste? —las palabras del alienígena estaban teñidas de repugnancia a causa del contacto físico; sin embargo, Toller no sintió ningún miedo—. Tenías un control totalmente coordinado de todos tus músculos, pero no pude detectar ninguna actividad mental coherente. Me fue imposible prever tu acción… ¿Cómo lo hiciste?

—Cállate —ordenó Toller, enganchándose con una pierna a la baranda para evitar que él y su prisionero se alejasen de la superficie metálica de la estación—. ¿Dónde están las mujeres?

—Sólo tienes que saber —dijo el alienígena, imperturbable— que están en lugar seguro.

De nuevo, y para desconcierto de Toller, el contacto mental no reveló ningún matiz de alarma.

—¡Escucha, maldita sea!

Toller agarró al alienígena por el hombro y lo empujó hasta alejarlo la distancia de un brazo, movimiento que los situó cara a cara por primera vez. En un momento de curioso y consternado examen, Toller advirtió todos los detalles de una cara que era sorprendentemente humana en la disposición de sus facciones. Las principales diferencias eran que la piel era gris, los ojos carecían de pupilas y las órbitas estaban perforadas por unos negros orificios, y la pequeña nariz respingada no tenía la división central entre las narinas. Toller pudo ver dentro de la cavidad nasal, donde unas membranas naranjas con venas rojizas se movían atrás y adelante o se adherían acompasadas con su respiración.

—No me has escuchado… —Toller, reprimiendo el impulso de apartarse de la horrible caricatura de un ser humano, se apoyó en la espada y presionó ésta contra el material reflectante del traje del otro—. Vas a decirme inmediatamente lo que necesito saber, o te mataré.

Los labios de carbón del alienígena se relajaron en lo que podría calificarse como una sonrisa.

¿A esta distancia? ¿Tan cerca? ¿Estando prácticamente en contacto físico? Ningún miembro de una especie humanoide podría…

La cabeza de Toller tronó de ira. Su mente se borró, se convirtió en una mezcla de imágenes difusas de Vantara y de sus captores de color mortecino; y la rabia —una rabia especial, engañosa y repugnante, vergonzosa y exultante— se apoderó de su ser. Atrajo al alienígena hacia sí de un tirón, amenazándole al mismo tiempo con la espada, y sólo el grito de Steenameert le hizo recobrar la cordura.

—¡Ibas a herirme! —las palabras silenciosas del alienígena estaban teñidas por la estupefacción y el principio de un entendimiento—. ¡Has estado a punto! ¡Estabas dispuesto a matarme!

—¡Es lo que te estaba diciendo, cara gris! —puntualizó Toller.

—Mi nombre es Divivvidiv…

—Pues pareces un cadáver, cara gris —siguió Toller—, y no me produciría el menor remordimiento de conciencia tener que convertir las apariencias en realidad. Te lo repito: si no me dices…

Desconcertado, se interrumpió cuando la cara del alienígena empezó a agitarse con convulsiones musculares, y el frágil hombro apresado en su mano izquierda comenzó a vibrar en concordancia con una trepidación interna. La boca bordeada de negro experimentaba cambios asimétricos, desplazándose de un lado a otro como una anémona de mar arrastrada por corrientes opuestas, arrojando filamentos de saliva que serpenteaban en el aire ingrávido.

Borrosos ecos mentales captados por Toller le dijeron que su cautivo nunca antes había sido amenazado de muerte directamente. Al principio había sido imposible para Divivvidiv incluso creer que su vida pudiera estar en peligro, y ahora estaba sufriendo una reacción emocional extremadamente violenta.

Toller, al captar esta primera información de una cultura totalmente distinta a la suya, respondió aumentando la presión de su espada.

—Las mujeres, cara gris… ¡Las mujeres! ¿Dónde están?

—Han sido transportadas a mi planeta… —Divivvidiv recuperó un cierto control físico, pero sus palabras exhalaban miedo, repugnancia y una apenas contenida histeria—. Están en un lugar seguro, a millones de kilómetros de aquí, en la capital de la más avanzada de las civilizaciones de esta galaxia. Te aseguro que está muy lejos de las posibilidades de un primitivo como tú el poder alterar esas circunstancias, por tanto lo lógico será que te…

—Tu lógica no es la mía —le cortó Toller, endureciendo la voz con la esperanza de ocultar la impresión que sintió—. Si las mujeres no son devueltas sanas y salvas, te voy a enviar a otro mundo, a un mundo del que no ha vuelto ningún hombre. ¡Espero haberme explicado con claridad!

Capítulo 10

La sala era grande y casi desnuda. El elemento principal del mobiliario consistía en un rectángulo azul que parecía una cama, excepto que carecía de redes de sujeción. Alineados alrededor de las paredes había paneles rectangulares y circulares que cambiaban continuamente de color, despacio en algunos casos, deprisa en otros. El suelo era de un material sin junturas, profusamente perforado con pequeños orificios. Toller notó que sus pies se adherían al suelo, eliminando la necesidad de las cuerdas para la gravedad cero, y supuso que los orificios formarían parte de un sistema de vacío.

Sin embargo, prestó poca atención a los alrededores, concentrándose en Divivvidiv, que estaba ocupado en quitarse su traje espacial. La indumentaria plateada tenía unas costuras que se abrían fácilmente cuando se hacía correr un pasador a lo largo de ellas, una característica misteriosa que permitió a Divivvidiv despojarse de su traje en sólo unos segundos, revelando un cuerpo de frágil aspecto con las proporciones y forma de un humanoide. La figura menuda del alienígena estaba vestida con una prenda de una pieza hecha de muchos pedazos de tela negra que se sobreponían como las plumas de un pájaro.

La extravagancia de la indumentaria, el cráneo gris calvo, el rostro cadavérico y prácticamente insonoro… todo se combinó para inspirar en Toller una fuerte xenofobia que aumentó con el descubrimiento de que el alienígena también olía. El olor no era desagradable en sí —era fragante y balsámico como el de un rico caldo de carne—, pero la incongruencia de su origen lo convirtió en algo desagradable para Toller. Echó una ojeada a Steenameert y arrugó la nariz. Steenameert, que había estado examinando la extraña sala, hizo lo mismo.

—Puede que te interese saber que tú también despides un olor desagradable —comentó Divivvidiv—. Aunque sospecho que el tuyo tiene mucho más que ver con una higiene inadecuada, y también provocaría las quejas de los de tu propia especie.

Toller sonrió fríamente.

—¿Ya te has recuperado de tu ataque de temblores? ¿Ya has recuperado el aplomo? Pues te recuerdo que aún puedo acabar con tu vida en cualquier segundo y que estoy muy dispuesto a hacerlo.

—Eres un fanfarrón, Toller Maraquine. En el fondo, dudas de tu capacidad para desempeñar el papel que has asumido en tu sociedad, y tratas de disimularlo de varias formas; una de ellas, lanzando ostentosas amenazas.

—¡Ten cuidado, cara gris!

Toller estaba desconcertado por el hecho de que una figura horrible de una región lejana del universo pudiera penetrar tan fácilmente en los rincones más profundos de su mente y después proclamar sus descubrimientos, revelando secretos que él apenas admitía. Volvió la vista hacia Steenameert, pero el joven había reanudado su inspección de la sala, probablemente con la intención de ser discreto.

—Os aconsejo que os deshagáis de esos incómodos trajes aislantes —replicó Divivvidiv con indiferencia—. Aunque tienen un aspecto tosco, probablemente serán muy eficaces como abrigo, y a esta temperatura os resultarán calurosos.

Toller, que ya estaba sudando, miró con suspicacia a Divivvidiv.

—Si pretendes sorprenderme mientras estoy ocupado con…

—Nada más lejos de mis pensamientos —Divivvidiv, ya libre de su traje plateado, estaba junto a Toller, inclinándose ligeramente sobre sus anclados pies—. Ya lo sabes.

Los múltiples niveles de comunicación inherentes al contacto mental no dejaron en Toller la menor duda sobre la sinceridad del alienígena. Pero se preguntaba si aquello podría ser una técnica telepática. ¿Podría la superexpresión ser un vehículo para una supermentira que provocase una conmoción total en el interlocutor?

—No dejes de apuntarle con la pistola mientras me quito el traje —dijo a Steenameert—. Si se mueve, si parpadea siquiera… métele una bala en el cuerpo.

—Tus procesos mentales son inusualmente complejos para un primitivo —Divivvidiv parecía cada vez más relajado, y sus silenciosas palabras tenían un cierto tinte de ironía.

—Me alegro de que te des cuenta de que no estás tratando con papanatas —dijo Toller, mientras forcejeaba para quitarse el traje—. ¿Y por qué te sientes tan satisfecho, cara gris? ¿Qué razón tienes para ello?

—La razón es la razón —una risita incongruentemente humana se escapó por la boca bordeada de negro—. Ahora que he tenido ocasión de apreciar mejor tu estructura mental, y he descubierto que eres bastante receptivo a la razón, comprendo que puedo proteger mis intereses simplemente exponiéndote con claridad mi posición. Cuanta más información te aporte, más equilibrada será nuestra relación. Por eso sugerí que viniéramos a este ambiente más agradable, donde podremos conversar sin tantas distracciones.

—Nada va a distraerme en este asunto —dijo Toller, preguntándose si todo el alcance de la mentira sería evidente para Divivvidiv.

Bastaba aquella forma de comunicación para empantanar su mente de dudas, y si además consideraba la extravagante naturaleza y el aspecto del alienígena —por no decir nada de las extrañas circunstancias del encuentro—, le sorprendía hasta que su cerebro pudiera funcionar. Tendría que mantener a Vantara en el primer plano de sus pensamientos en todo momento. Nada importaba, excepto la necesidad de encontrarla, rescatarla y devolverla sana y salva a Overland.

—No es necesario que sigáis apuntándome con esa arma bárbara —dijo Divivvidiv cuando Toller se quitó el traje y cogió la pistola para permitir a Steenameert despojarse del suyo—. Ya os he dicho que la lógica es más efectiva que la fuerza.

—En ese caso, no tienes nada que temer —replicó Toller tranquilamente—. Si llegamos a pelear, puedes dispararme silogismos, y yo tendré que arreglármelas con mis simples balas.

—Estás cada vez más confiado.

—Y tú estás cada vez más pesado, cara gris. Dime cuál es tu plan para traer a las mujeres y así conservar tu vida.

Divivvidiv proyectó sentimientos de exasperación.

Tengo una pregunta para ti, Toller Maraquine. Puede que te parezca irrelevante en nuestras circunstancias, pero si controlas un poco tu impaciencia será más fácil entenderse. ¿Te parece razonable?

Toller asintió con reticencia, en la incómoda sospecha de que estaba siendo manipulado.

—¡Bien! Entonces, ¿cuántos planetas hay en vuestro sistema?

—Tres —dijo Toller—. Land, Overland y Farland. Mi abuelo paterno, cuyo nombre tengo el orgullo de llevar, murió en Farland.

—Tus conocimientos de astronomía son deficientes. ¿No te has enterado de que ahora hay cuatro planetas en el sistema local?

—¿Cuatro planetas? —Toller miró atónito a Divivvidiv, frunciendo el entrecejo, mientras recordaba vagamente a alguien hablando de un planeta azul en los últimos días—. ¿Cuatro planetas… ahora? Hablas como si por arte de magia se hubiera añadido un nuevo planeta a nuestro pequeño grupo.

—Eso es exactamente lo que ha pasado, aunque ninguna magia ha intervenido —Divivvidiv se inclinó hacia delante—. Mi pueblo ha transportado nuestro planeta, que se llama Dussarra, a través de cientos de años luz. Lo arrancaron de su antigua órbita alrededor de un sol distante, y lo colocaron en una órbita nueva alrededor de vuestro sol. ¿Te informa esto algo acerca de nuestros poderes?

—Sí, poderes de la imaginación —dijo Toller con desprecio, a pesar de la terrible convicción con que el alienígena presentaba la verdad desnuda—. Aunque fuera posible mover todo un planeta, ¿cómo iban a sobrevivir sus habitantes en el frío y la oscuridad que hay entre las estrellas? ¿Cuánto tiempo duraría un viaje semejante?

—¡Ningún tiempo! Los viajes interestelares tienen que realizarse instantáneamente. La idea está más allá de tu comprensión, aunque no sea culpa tuya; pero trataré de darte algunos ejemplos que te ayuden a entenderlo en cierta medida.

Los inhumanos ojos de Divivvidiv se cerraron durante un segundo. Toller sintió una sensación de distorsión dentro de la cabeza, inquietante y sin embargo curiosamente placentera… y, al inspirar una fulgurante luminosidad intelectual, invadió su mente como el rayo móvil de un faro. Durante un incitante segundo le pareció estar a punto de saber todo lo que un ser debía saber… Luego se produjo una ondulación, un desprendimiento acelerado, seguido de una dolorosa sensación de pérdida de la luz que se alejaba de él. La oscuridad filosófica que penetró para ocupar su lugar era, sin embargo, menos opresiva, menos monolítica que antes. Había zonas sombrías. Toller tuvo una visión fugaz de vacíos dentro de vacíos; de espacios interestelares que eran como una nada esponjosa llena de tubos y túneles de una nada mayor; de caminos galácticos insustanciales cuyas entradas coincidían con sus salidas…

—Lo creo, lo creo —jadeó—. Pero nada ha cambiado entre nosotros.

—Me decepcionas, Toller Maraquine —Divivvidiv pasó por encima de su traje desechado, que había sido tirado al suelo por las corrientes de aire, y se acercó a Toller—. ¿Y qué hay de tu curiosidad, y tu espíritu de indagación científica? ¿No deseas saber por qué mi pueblo se embarcó en una aventura tan monumental? ¿Crees que es algo común para los miembros de una especie inteligente transportar su planeta de una parte a otra de la galaxia?

—Ya te he dicho que esas cosas no me conciernen.

—¡Oh, claro que te conciernen! Conciernen a toda criatura viva de cada planeta de este sistema… —la boca de Divivvidiv sufrió nuevos cambios asimétricos, arrastrada por invisibles corrientes de emoción—. Mi pueblo ha huido para salvar la vida. Somos fugitivos de la mayor catástrofe de la historia reciente del universo. ¿Ni siquiera te intriga un poco este hecho?

Toller miró a Steenameert, que parecía haberse quedado inmovilizado a medio quitarse el traje; y por primera vez en varios días, su preocupación por Vantara y su destino comenzó a debilitarse en su mente.

—¡Una catástrofe! —dijo—. ¡Pero si las estrellas están a miles de millones de kilómetros de distancia! ¿Te refieres a alguna gran explosión? Si eso ocurriese alguna vez, no entiendo cómo…

—Ya ha ocurrido —le cortó Divivvidiv—. Y da igual que las estrellas estén a miles de millones de kilómetros de distancia: la magnitud de la explosión es tal, que serán destruidas cientos de galaxias.

Toller trató de construirse una imagen mental que representase las palabras del alienígena, pero su imaginación se bloqueó.

—¿Qué podría causar una explosión semejante? Y si ya ha ocurrido, ¿por qué estamos aún aquí? ¿Y cómo puedes tú saberlo?

Divivvidiv estaba ahora muy cerca de Toller, haciéndole sentir en la nariz el olor de su cuerpo sudoroso.

Nuevamente la idea está más allá de tu comprensión, pero…

El rayo móvil del faro fue esta vez más intenso, y Toller tuvo el instinto de apartarse de él, pero nada pudo hacer para protegerse. Tembló cuando, en una minúscula fracción de segundo, su modelo de la realidad se desmoronó y volvió a construirse, y descubrió que su nueva visión del espacio como un vacío lleno de agujeros transitorios de mayor vacío era una simplificación.

El cosmos —ahora lo sabía, o casi— había nacido de una explosión cuya ferocidad era inconcebible, y en un minuto todo su volumen había quedado penetrado por bullentes masas de cuerdas. Las cuerdas, reliquias relativamente antiguas y decadentes de un periodo de la historia cósmica que había durado un espacio de tiempo igual al de un suspiro humano, tenían un diámetro que era la millonésima parte de un cabello humano, pero su masa era tal que una simple pulgada de longitud pesaba lo mismo que un planeta de tamaño medio. Se retorcían y serpenteaban y oscilaban, y en sus contorsiones ciegas decidían nada menos que la disposición de la materia en el universo: la organización de las galaxias, de los grupos de galaxias, de las extensiones de grupos de galaxias.

Al envejecer el universo, con la aparición de la vida inteligente, el número de cuerdas disminuyó. El increíble almacenamiento de energía fue derrochado en sus frenéticos azotes y torsiones, en la propagación de ondas gravitacionales, convirtiéndose en una rareza cósmica. Al ir desapareciendo, el universo se convirtió en un lugar más estable, más seguro para las estructuras biológicas más frágiles, como los humanos. Pero no era homogéneo. Había regiones donde las cuerdas aún abundaban en tal cantidad que las interacciones y colisiones eran forzosas, con consecuencias que superaban los poderes descriptivos de cualquier sistema de matemáticas.

En un determinado lugar se habían cruzado nada menos que doce cuerdas, y habían liberado toda su energía en una explosión que estaba destinada a aniquilar a quizás unas cien galaxias, y provocar efectos notables en otras mil. Ninguna criatura viva podría ver nunca la explosión, porque la velocidad de su frente era tan rápida como la de la luz; pero los seres inteligentes, usando datos reunidos mediante pruebas subespaciales, podían deducir su existencia. E inmediatamente después de que hicieron la deducción, quedó claro que sólo había una cosa que hacer:

¡Huir! Huir lejos y de prisa…

Toller parpadeó, momentáneamente convencido de que había pasado una ola de agua ante sus ojos, pero casi en seguida se dio cuenta de que el efecto había sido subjetivo e ilusorio. Su modelo interno se había derrumbado y vuelto a construir de una forma radicalmente diferente, y ahora él también era diferente. Un vistazo al rostro pálido y los ojos de mirada perdida de Steenameert le confirmó que éste también había sufrido una metamorfosis similar.

Una voz desde el pasado distante de Toller le susurró un aviso: «¡Tus defensas se han quebrado! Si quisiera, ¡cara gris podría aplastarte en este mismo instante!»

Respondiendo al aviso, Toller se puso en guardia. Observó el rostro del alienígena y no vio en él nada más que una expresión creciente de relajación y satisfacción. No había ninguna sensación de amenaza física, excepto lo que en sí mismo podía constituir otro tipo de amenaza. Estaban en los dominios de Divivvidiv, y ¿quién sabía a qué fuerzas mágicas podría recurrir el alienígena para realizar sus deseos, sin necesidad de mover siquiera un dedo?

Esforzándose por asimilar lo que había descubierto, Toller sacudió la cabeza como recuperándose de un golpe. Su mente había sido inundada por el influjo del conocimiento puro, hasta el punto de que todos los procesos de pensamiento normal estaban siendo prorrogados; pero aún asi tenía la oscura conciencia de que quedaba por responder una importante pregunta. ¿Cuál podría ser? Se le había informado de demasiadas cosas en un tiempo demasiado breve, y sin embargo estaba abrumado por la angustiosa convicción de que seguía sabiendo muy poco. Y mientras tanto, el repugnante alienígena, con su atuendo de ondeantes harapos negros, daba la sensación de estar más y más contento con la situación…

—¿Por qué pareces tan complacido, cara gris? —gruñó Toller—. Después de todo, nada ha cambiado entre nosotros.

—Desde luego que sí —aseguró Divivvidiv, matizando sus palabras con una especie de júbilo—. No eres inmune a la razón, y por tanto en esta situación la lógica tiene que funcionar a favor mío y en contra tuya. Aunque no lo reconozcas ni para ti mismo, ya has empezado a darte cuenta de lo inútil que sería que te opusieras a los representantes de la mayor civilizacion de la galaxia.

—Me niego a…

—Y ahora que has llegado hasta aquí —siguió implacable el extraño—, terminaré el edificio de la lógica, que para mi es una defensa inexpugnable y para ti una barrera insuperable. Estabas a punto de preguntarme el porqué de que tus dos insignificantes planetas se hayan visto implicados en la huida de Dussarra de la aniquilación…

»La respuesta es que los planetas binarios que comparten atmosfera son muy poco comunes. Los astrónomos dussarranos sólo conocen otros tres ejemplos en esta galaxia, todos ellos muy lejanos y no tan bien armonizados como Land y Overland. Como ahora sabes, podemos desplazar nuestro planeta instantáneamente de una estrella a otra; pero las limitaciones de la energía evitan que saltemos más de unos pocos años luz cada vez. Este hecho significa que el frente de aniquilación, que ya esta avanzando hacia aquí a través de esta región de la galaxia, estaría siempre detras de nuestros talones, a menos que…, que encontráramos un modo de saltar a otra galaxia.

Toller contuvo su respiración con un sonido impersonal, como las olas serenándose en una playa distante.

—Diseñamos una máquina que sería capaz de transportar el planeta a través de la distancia necesaria, pero requiere para su construcción de un ambiente físico muy especial. Era precisa la ausencia de gravedad, para evitar que se deformase bajo su propio peso, un factor que no nos planteaba ningún problema. Pero también tenía que haber un aporte ilimitado de oxígeno y de helio para facilitar el crecimiento de la máquina, y por eso decidimos colocar al Xa en el baricentro de vuestros dos planetas.

»Ademas de todos los otros conocimientos que he impreso en tu mente, Toller Maraquine, es necesario que comprendas que el Xa está casi terminado. Aproximadamente dentro de diez días será activado, y cuando eso ocurra, el planeta Dussarra se esfumará de vuestra vista. Será al instante resituado en otra galaxia, a millones de años luz de aquí.

»Asimila lo que te estoy diciendo, Toller Maraquine, por tu bien, por la tranquilidad de tu mente. No hay nada que puedas hacer para recuperar a tus mujeres. Los recursos aunados de un millón de civilizaciones como la vuestra serían inútiles en esta situación. Te lo aconsejo: acepta lo que te digo y vuelve a tu planeta en paz y sin remordimientos de conciencia, sabiendo que has hecho todo lo posible.

Toller contempló con fijeza los perforados globos oculares del alienígena, extasiado, comunicándose consigo mismo y con otro, con esa figura heroica de otros tiempos cuyo ejemplo y consejo —aunque inferido— valoraba por encima de todo. «¿Qué habría hecho el verdadero Toller?», se preguntó a sí mismo, moviendo silenciosamente los labios para articular las palabras. Permaneció inmóvil durante varios segundos, medio seducido por los halagos de la lógica del alienígena; después retrocedió espantado, abriendo los ojos, como alguien que esquivase la mordaza de una trampa.

—Cógeme la pistola —dijo a Steenameert—. Y dame la espada.

—Te he perdido otra vez —Divivvidiv se apartó—. Estás actuando sin pensar. ¿Qué vas a hacer?

Toller aceptó el arma de Steenameert, encerrando en sus dedos las conocidas molduras de la empuñadura, y presionó la punta de la hoja contra la garganta del alienígena. Su visión se salpicó de estrellas rojas.

—¿Preguntas qué voy a hacer, cara gris? —susurró—. Pues te voy a cortar la cabeza de un sablazo a menos que dejes de decirme lo que tú quieres que oiga, y empieces a decirme lo que yo quiero oír. ¿Ha asimilado tu maravilloso cerebro este mensaje? Dime, ahora mismo, ¿cómo puedo rescatar a las mujeres? —preguntó, sin apartar la espada de la garganta de Divivvidiv.

La boca negruzca del alienígena se deformó y su frágil cuerpo inició sus convulsivos temblores, pero esta vez la amenaza de una muerte instantánea no le hizo perder totalmente el control.

Te he dicho todo lo que puedo decirte. Tienes que entender la situación, no puedes hacer nada.

—Puedo matarte.

—Sí, pero… ¿qué lograrías con eso? ¡Nada!

—Eh… —Toller se opuso a ser desviado de su propósito—. Dijiste que las mujeres fueron transportadas a tu planeta… instantáneamente… por una de tus máquinas…

—Sí.

—En ese caso, iremos a por ellas con el mismo medio de transporte —declaró Toller, sorprendido de sus propias palabras.

Los temblores del cuerpo de Divivvidiv se hicieron menos intensos.

¿No tiene límites tu tozudez, Toller Maraquine? ¡Quieres ser transportado al centro de una megaciudad de Dussarra, cuya población supera los treinta millones! ¿Qué crees que podrán conseguir allí tú y tu compañero?

—Te llevaré como rehén. Negociaré con tu miserable vida.

Los temblores de Divivvidiv cesaron del todo.

Eso es bastante increíble, pero existe una posibilidad, si bien infinitesimal, de que tu ciega y primitiva testarudez logre tener éxito en lo que seres muy superiores sin duda fracasarían. ¡Qué idea tan curiosa! Podría ser un interesante tema de conversación en la próxima reunión de…

—¡Basta! —aún sujetando el hombro del alienígena con la mano izquierda, Toller bajó la espada ligeramente—. Harás lo que te digo. Nos llevarás a Dussarra.

—No me dejas otra opción. Iremos inmediatamente.

—Así está mejor —Toller relajó la mano del hombro de Divivvidiv, y después volvió a apretar los dedos nuevamente, esta vez con tanta fuerza que el alienígena se encogió de dolor—. ¿O es que está peor?

—¡No te entiendo!¿Qué pasa?

—Has dejado de temblar, cara gris. Ya no tienes miedo.

—Es una reacción natural ante tu nueva proposición.

—¿Ah, sí? No me fío de ti, cara gris… —Toller esbozó una fría sonrisa—. Así es como nos comportamos los Primitivos cuando negociamos con un enemigo. Confiamos bastante en nuestros instintos animales, esos tan despreciados por un ser evolucionado como tú; y los míos me dicen que te agrada la idea de llevarnos a Dussarra con tu máquina mágica. Sospecho que si lo hiciéramos seríamos aplastados inmediatamente, o quedaríamos inconscientes, o en alguna situación desventajosa que nos dejaría a vuestra merced.

—No tendría ningún sentido que opusiese mi razón a tus salvajes e ignorantes imaginaciones —en las maneras de Divivvidiv se percibía una insinuación de desafío—. Por tanto, ¿puedes informarme de cuáles son tus nuevas proposiciones de acuerdo con tus preciados instintos primitivos?

—¡Desde luego! —Toller se acordó de su abuelo y sonrió otra vez—. Voy a llevarte a Dussarra como rehén, tal como dije; pero el viaje se realizará sin recurrir a ninguna brujería geométrica. Hay dos buenas astronaves kolkorronesas, construidas de la mejor madera y totalmente abastecidas, que están esperando aquí al lado. Una de ellas nos llevará a los tres a Dussarra.

Capítulo 11

Las palabras del Primitivo —que llegaron a Divivvidiv a través de manchas informes y movedizas de actividad mental— fueron tan inesperadas, tan ridículas en su contenido, que al principio apenas sintió conmoción o alarma. Había sido desconcertante descubrir que los Primitivos eran capaces de realizar acciones coordinadas y dirigidas a un propósito mientras su sistema neurológico no emitía ninguna señal coherente; pero lo había catalogado como una condición transitoria, provocada por la rabia o el miedo. Seguramente el Primitivo grandote dejaría escapar una secuencia de palabras accidental, con sólo un ligero parecido a una frase racional, en cuanto la tempestad se calmase en su mente.

—¿Qué te parece esa idea? —dijo el Primitivo, abriendo su asquerosa boca rosa de gruesos labios.

Divivvidiv le observó durante un momento y sintió cómo empezaba a experimentar terror, al leer los procesos mentales que tenían lugar lentamente en el alienígena. El Primitivo había oído sus propias palabras como si hubieran sido pronunciadas por otro ser. Se había sorprendido casi tanto como Divivvidiv por su contenido, pero ahora volvía a lo que se suponía era su modo racional de pensamiento, y asumía realmente la responsabilidad de las palabras y la descabellada idea que implicaban.

—Esa idea es demencial —proyectó Divivvidiv—. No es necesario que la lleves a la práctica sólo porque la hayas expresado en un momento de tensión. ¡Sé sensato, Toller Maraquine! ¡Protege a tu yo actual de tu antiguo yo!

Divivvidiv forzó la comprensión de sus pensamientos en la mente del Primitivo, esperando que el apestoso gigante rectificase su postura mental. Para sorpresa de Divivvidiv, el Primitivo reaccionó con una mezcla de desprecio, ironía, orgullo y la más ciega testarudez.

—Ponte derecho, cara gris —dijo con voz resonante—. ¡Y trata de portarte bien! Ya has probado mi paciencia con tus fanfarronerías sobre vuestras proezas de viajes espaciales, si es que puede llamarse así a esas brujerías geométricas; pero ahora te voy a poner al corriente de la realidad de desplazarse a través de las tinieblas.

»Mi abuelo paterno, cuyo nombre tengo el orgullo de llevar, fue el primer hombre que llevó una de nuestras astronaves a otro planeta, y me siento privilegiado porque el destino me ha llamado para emular sus hazañas. Vuelve a colocarte tus galas plateadas; tenemos trabajo que hacer.

—Pero… ¡es un suicidio! ¡Es una locura!

Divivvidiv sintió que empezaba a temblar ante la perspectiva de arriesgar la vida en una de las cáscaras de madera de los bárbaros, que había examinado brevemente durante la fase preliminar del desarrollo del Xa. Había resuelto conservar aquellos endebles artefactos por si el Director mostraba algún interés en sus orígenes. ¿Por qué no habría tenido la preocupación de destruirlos? ¿Y por qué los diseñadores de la estación, aquellos autócratas de los altos niveles del Palacio de los Números, no habían calculado la posibilidad de intrusos alienígenas?

—¿Un suicidio, dices? No tan peligroso como permitir que me transportes… hasta el centro de una de tus ciudades —dijo el Primitivo grandote, aflojando un poco la mano del hombro de Divivvidiv, lo que hizo disminuir el dolor.

La confianza del gigante aumentaba a cada segundo, pero Divivvidiv percibió la inquietud creciente en la mente de su compañero. De momento no podía analizar sus sentimientos, porque gran parte de su capacidad mental estaba ocupada en tratar de resolver la apurada situación; pero esperaba que Steenameert expusiese algún argumento racional en contra de usar una de las astronaves de madera. En el nivel de comunicación del cerebro inferior, Divivvidiv pudo oír la llamada del Xa, con un turbador matiz que aumentó el ya peligroso grado de tensión.

—No tenéis ningún tipo de instrumento para la navegación espacial; por tanto el viaje del que hablas es imposible… —una nueva idea se le ocurrió a Divivvidiv—. Ya sé que crees que tu abuelo voló con una de vuestras naves a otro planeta, pero sin el conocimiento preciso de la velocidad de la nave, ni…

—Contaba con la ayuda de diversos cálculos —el gigante presionó más la punta de su espada, el arma con la que aparentemente compensaba sus insuficiencias mentales—. Tú me proporcionarás esa misma ayuda. Eres capaz de hacerlo, ¿verdad, cara gris? Has hablado mucho de tu superioridad inconmensurable, y de tus grandes saberes en todas las ciencias.

—Sigo diciendo que los riesgos son injustificados. Esas que llamáis astronaves pueden haberse deteriorado después de… —Divivvidiv dejó inconcluso su pensamiento cuando el segundo bárbaro expresó sus ansiedades.

—¿Puedo decir algo, señor? —su mirada de preocupación estaba fija en el rostro del gigante—. ¿Sólo una cosa?

—¿Qué quieres, Baten?

Divivvidiv escuchó lo que expuso Steenameert y se decepcionó cuando se dio cuenta de que la preocupación de éste no tenía que ver tanto con la viabilidad inmediata, como con la visión cosmológica que se le había comunicado antes. No obstante, su intervención distrajo la mayor parte de la fuerza mental del gigante, y a él le dio la oportunidad de evaluar la situación.

—¿Qué está ocurriendo, Amado Creador? —el Xa, en ese momento, encontró el modo de llegar hasta la mente de Divivvidiv—. He reparado el daño de mi cuerpo, pero aún siento un poco de dolor. Desearía tener algún órgano que me permitiese ver y oír dentro de la estación. ¿Están ahí los Primitivos?

—Eso no es asunto tuyo.

—¡Pero se ha hablado de las cuerdas, Amado Creador! ¿Fue usted? ¿Puede pronunciar palabras que no se corresponden con la realidad?

—Ningún ser con ética tiene esa capacidad —replicó Divivvidiv, irritado—. ¡Cálmate!

—¿Es usted un ser con ética, Amado Creador?

—¡Cálmate, te digo! —Divivvidiv cerró todos sus canales del cerebro inferior para que el Xa dejase de importunarlo.

—El espantajo nos ha hablado de una enorme explosión, señor —decía Steenameert al gigante—. Hemos de tener en cuenta lo que dijo. ¡Galaxias enteras serán aniquiladas! Según él, Overland y Land serán destruidos pronto, en un gran destello.

—Baten, ¿por qué me agobias ahora con una charla sobre galaxias y explosiones?

Las repugnantes facciones del Primitivo de menor tamaño mostraron signos de agitación.

—Dijo que ocurriría pronto, señor.

—¿Pronto? ¿Cuándo?

—Eso es lo que tenemos que averiguar.

—¡Amado Creador! —Divivvidiv se sorprendió al descubrir que el Xa había logrado de nuevo acceso a su mente, aparentemente con poco esfuerzo—. ¿Les dijo a los Primitivos que yo tendré que morir dentro de sólo diez días?

La forma en que fue planteada la pregunta reveló a Divivvidiv que se había producido alguna fuga de comunicación en la densa protección de la estación, permitiendo al Xa captar trazas de interacciones mentales que le estaban vedadas. Aunque el descubrimiento hubiera resultado útil en otro momento y en otras circunstancias, ahora sólo sirvió para agravar sus sentimientos de furia y alarma.

—¡Te lo ordeno! —proyectó las palabras para el Xa con todas sus fuerzas—. Entra en un reposo general y permanece en ese estado hasta que yo te llame.

—…preguntándote, cara gris —gritaba el gigante—. ¿Cuánto tiempo tardará mi planeta en ser afectado por la explosión de la que hablaste?

—No puedo saberlo con precisión, pero tal vez unos doscientos años de los vuestros.

—Doscientos años… —el gigante miró a su compañero—. Parece un lapso muy breve para un planeta; aunque para mí, en este momento, me parece toda una eternidad. Hay mucho que hacer, Baten, y tenemos que actuar deprisa.

«Más deprisa de lo que creéis», pensó Divivvidiv, rodeando el pensamiento con todas las protecciones de su cerebro superior, para que ni siquiera el Xa pudiera percibir lo que pasaba por su mente. El remordimiento que antes le había inquietado, cada vez que recordaba el destino que los suyos planeaban para los habitantes de los planetas gemelos, ya había desaparecido. Las burdas emociones de desprecio, asco y miedo engendradas en él por su gigantesco captor lo habían provocado. «Dentro de diez días solamente, Toller Maraquine», pensó, «tu insignificante planeta dejará de existir».

Capítulo 12

Cuando Cassyll Maraquine salió del palacio, sudaba copiosamente. A pesar de que era incorrecto en alguien de su posición, se quitó inmediatamente el formal tabardo y se desabrochó el cuello de la camisa, dejando que el calor escapase de su cuerpo. Aspiró profundamente el aire fresco de la mañana y miró a su alrededor buscando a Bartan Drumme.

—Pareces una langosta cocida —comentó jovialmente Bartan, apareciendo tras la base de la estatua del heroico rey Chakkell, que dominaba el patio principal tal como Chakkell había dominado en otra época todo el planeta.

—Allí dentro es un horno… —Cassyll se secó la frente con un pañuelo—. Daseene se está matando, viviendo en semejantes condiciones; pero cuando intento aconsejarle que tome el aire…

—¿Qué sentido tiene ser gobernante si uno no puede convertir la muerte en un edicto real?

—Ese no es tema para bromas —dijo Cassyll—. Me temo que a Daseene le queda muy poco tiempo, y este increíble asunto de la barrera, sumado a su preocupación por la condesa Vantara, sólo puede empeorar las cosas.

—Debes de estar preocupado por Toller. ¿Existe alguna balanza sobre la que puedan medirse tales emociones? ¿Alguna en la que pueda comprobarse que tus sentimientos pesan menos que los de Daseene?

—Toller sabe cuidarse de sí mismo.

Bartan asintió.

—Sí, pero él no es su abuelo.

—¿Y qué importa eso? ¿Qué intrincado árbol familiar tendría si mi padre y mi hijo fueran el mismo? —preguntó Cassyll, sin esconder su fastidio.

—Lo siento. Yo quiero a Toller casi tanto como… —Bartan alzó los hombros hasta las orejas, como una forma de admitir que sería mejor hablar de otras cosas—. ¿Podemos sentarnos en un lugar cómodo?

—Sería preferible un lugar no demasiado cómodo.

Los dos hombres, tras darse unas palmadas amistosas para demostrar que su relación seguía intacta, se encaminaron hacia el río Lain. Llegaron hasta el puente del Gran Glo, se desviaron hacia el este siguiendo la orilla y se sentaron en un banco de mármol. El aire estaba tranquilo y fragante, contagiado de esa privilegiada calma matutina que era característica de los distritos administrativos de las ciudades importantes. Esa mañana eran numerosos los pterthas, relucientes como esferas de vidrio a lo largo del curso del río, pasando veloces y descendiendo a poca distancia de la superficie del agua encrespada por la brisa.

Bartan esperó sólo unos segundos y dijo:

—¿Cuál es la resolución?

—Quiere enviar una flota.

—¿Le dijiste que no había suficientes naves disponibles?

—Me dijo que no la molestase con detalles nimios —Cassyll soltó una carcajada forzada— ¡Detalles nimios, dijo!

—¿Qué vas a hacer?

—He prometido que averiguaría cuántas naves podían adecuarse, reutilizando piezas de otras si fuera necesario, e informarle de la situación. Será preciso reparar o reemplazar muchas partes de los motores, y estamos escasos de tela para los globos. Pasarán al menos veinte días antes de que podamos enviar a alguien arriba, y…

Cassyll se quedó en silencio, dando vueltas al anillo que llevaba en el sexto dedo de su mano izquierda.

—Y tenías la esperanza de que Toller volviese antes —dijo Bartan comprensivamente—. Descuida; probablemente volverá con la condesa colgando del cuello. Hace falta mucho para apartar de su camino a ese joven.

—Has elegido excelentemente las palabras… A primera hora del antedía realicé nuevas lecturas de la situación de la barrera, y ha crecido casi a unos ciento cincuenta kilómetros de diámetro. Eso significa que ninguna nave podrá evitarla.

—Entonces, ¡ahí lo tienes! —dijo Bartan alegremente—. ¡Toller tiene que volver pronto!

—Eres un buen amigo —replicó Cassyll, tratando de sonreír—. Te aprecio, Bartan, pero aún te apreciaría más si pudieras decirme por qué apareció ese planeta azul en nuestro sistema e hizo que se formase esa pared de cristal entre nosotros y nuestro planeta ancestral.

—¿Crees que los dos fenómenos están relacionados?

—Estoy seguro —Cassyll levantó la vista al cielo, hacia el enigmático disco de luz blanca suspendido en el cénit—. Y también estoy seguro de que ninguno de los dos es de buen presagio para nosotros.

Capítulo 13

—Voy a tener muchas cosas en que ocupar mi mente en las próximas horas —dijo Toller a Divivvidiv, omitiendo el insulto acerca del color de su cara como muestra de que hablaba desapasionadamente, ateniéndose a los hechos—. Por lo tanto, aprovecho esta oportunidad para dejar absolutamente clara tu situación. Si quieres conservar la vida, lo mejor que puedes hacer es darme tu total apoyo en esta empresa. Si descubro que mientes, o das respuestas engañosas a mis preguntas, o permites que caiga en algún peligro del cual me podrías haber prevenido, te mataré.

»Tu ejecución tal vez no sea instantánea, porque eres valioso para mí; pero si creo que has obrado en contra de mí de alguna de las maneras que acabo de mencionar, y si consecuentemente se produce alguna acción contra nosotros procedente de alguna parte… morirás de inmediato. Ya sabes lo rápido que soy en asuntos de ese tipo. En todo momento estare preparado para desmocharte la cabeza de los hombros; y puedo estar tan ansioso de hacerlo, que cualquier molestia repentina, incluso un pequeño estornudo que se te escape, puede precipitar tu final.

»Ya sé que tengo pocas posibilidades de éxito. Por lo que a mí respecta, ya estoy prácticamente muerto, así que no te hagas ilusiones de que puedes usar tu poder conmigo en alguna circunstancia. Si quieres seguir vivo, debes comportarte como un instrumento incondicional de mis deseos. ¿Está claro?

—Muy claro —replicó Divivvidiv—. Tu tendencia a discursear no da señales de desmayo.

Toller miró al alienígena frunciendo el entrecejo, y preguntándose si una criatura tan pusilánime podría reunir el valor suficiente como para permitirse ser insolente en tal posición de extremo peligro. Terminó de atarse todas las correas de su traje espacial, y luego le cogió la pistola a Steenameert para permitirle que hiciera lo mismo. Divivvidiv ya se había embutido en su traje plateado —haciendo su aspecto general más aceptable a los ojos humanos—, y ahora ya nada impedía que el pequeño grupo emprendiese el viaje hacia el planeta del alienígena.

Toller trató de pensar en lo que les esperaba. El futuro que había trazado estaba lleno de amenazas inconcebibles, pero no se atrevía a imaginar los peligros que aguardaban por temor a convertirse en presa de las dudas, y que eso debilitase su poder sobre Divivvidiv.

—Una pregunta antes de partir, y antes de que respondas… piensa en mis advertencias —dijo al alienígena, al tiempo que contemplaba la extraña e inhóspita sala—. El hecho de abandonar este lugar ¿alertará o favorecerá de algún modo a nuestros enemigos?

—Es bastante poco probable —replicó el alienígena—. Toda la instalación funciona automáticamente. Es poco probable que alguien de Dussarra trate de comunicarse personalmente conmigo.

—¿Poco probable? ¿Es todo lo que puedes asegurar?

—Me pediste la verdad.

—Hum. De acuerdo.

Toller hizo un gesto con la cabeza hacia Steenameert y el trío se dirigió hacia la puerta por la que habían entrado. El alienígena avanzaba con seguridad, deslizando sus pies sobre el suelo perforado, mientras que Toller y Steenameert caminaban con paso torpe e inestable, como si hicieran equilibrios sobre estrechas vigas. Cuando llegaron a la esclusa presurizada, Divivvidiv descolgó de la pared la caja metálica gris de su unidad propulsora personal, y empezó a fijárselo a la cintura mediante unos brillantes broches.

—Deja eso —le ordenó Toller.

—Pero si ya lo has visto antes… —Divivvidiv abrió las manos en un gesto curiosamente humano—. Es mi transportador, nada más.

—Un artefacto con el que te mueves a la velocidad de una flecha. Me parece recordar que cuando Baten y yo estábamos encerrados en la jaula de cristal, te acercaste a una velocidad increíble —Toller le dio a la caja con su espada, arrebatándosela al alienígena—. No tendría mucho sentido cargarte con la tentación de tratar de escapar, sobre todo cuando pienso escoltarte hasta mi nave como si fueras un rey.

Toller desenganchó un rollo de cuerda de su cinturón, pasó el extremo libre alrededor del cuerpo de Divivvidiv y lo ató con un nudo corredizo. Empujó a Divivvidiv dentro de la esclusa de presurización consigo y Steenameert, e indicó al alienígena con un gesto que manipulara los mandos, que parecían placas azules sobre la lisa pared gris.

La puerta interior se cerró corriéndose con mágico silencio, y pocos segundos después la compuerta exterior se abrió, ofreciendo la vista de la llanura gris metálica y el resplandeciente mar de cristal de más allá. El aire helado entró en oleadas. Toller se subió la bufanda sobre la nariz y la boca, contento de escapar de la opresiva arquitectura del interior de la estación, y se dirigió hacia el conocido paisaje celeste de la zona de ingravidez.

El sol se había acercado más a Overland, y en su desplazamiento había cruzado el plano de referencia, elevándose por encima del horizonte artificial creado por el enorme disco, que ahora Toller sabía que se trataba de una máquina incomprensible. Los rayos del sol, incidiendo con un ángulo cerrado sobre billones de cristales, formaban barricadas de brillos centelleantes que deslumbraban la vista. Tan intenso era el resplandor, que incluso Overland —un semicírculo de luz que llenaba el cielo justamente encima—, resultaba tenebroso y fantasmagórico en comparación.

Toller desenrolló un poco de cuerda, activó su unidad propulsora y despegó hacia el Grupo de Defensa Interior, arrastrando detrás de él a Divivvidiv en una lenta y bochornosa oscilación. El trío voló por encima de la estación alienígena, mientras el rugido del tubo de descarga era absorbido ávidamente por el vacío circundante.

Toller permaneció en silencio durante el vuelo, concentrándose en recordar todos los pasos necesarios para sacar a una astronave del puente de aire. Durante las dos sesiones obligatorias de entrenamiento todo le había parecido muy obvio y fácil; pero eso había sido hacía años, y ahora la complicación le parecía enorme. El grupo de naves de madera finalmente apareció sobre el resplandor, como siluetas amarillas, naranjas y tostadas; no adoptaron ningún color definido hasta que Toller las rodeó y el sol quedó detrás de él. Cerca de allí estaba la nave espacial en la que habían ascendido, con su globo empezando a relajarse y arrugarse por haberse contraído el gas de su interior debido a la pérdida de calor. En la superficie planetaria el peso de la envoltura hubiera expulsado el gas, pero en ausencia de la gravedad el globo sólo se fruncía, como la piel de una criatura de las profundidades moribunda.

Toller apagó su propulsor y se deslizó hasta detenerse, tirando de la cuerda para atraer al silencioso prisionero junto a él. Steenameert se dejó llevar con pericia para pararse unos metros por encima de la fantástica conglomeración de cristales. A unos tres kilómetros del ardiente mar, la estación alienígena se perfilaba como un castillo, y contrastaba con la parte más oscura del cielo, por donde ocasionalmente pasaban los meteoros en su veloz carrera hacia el olvido.

—Un curioso panorama, Baten —dijo Toller—. No muchos podrán jactarse de haberlo visto. No se te olvidará nunca.

—Eso espero, señor —replicó Baten, con una expresión de perplejidad en los ojos.

—Quiero que lleves dos mensajes, uno para mi padre y otro para la reina Daseene. No tengo tiempo para escribirlos, así que quiero que escuches atentamente y…

Toller se interrumpió cuando Steenameert cruzó y descruzó los brazos en un gesto de desacuerdo.

—¿Qué me está diciendo? —exclamó el joven—. ¿No le he servido bien?

Ahora fue Toller quien se quedó perplejo.

—Oh, nadie podría haberlo hecho mejor. Pienso incluir una mención honorífica en el mensaje a la reina para que te…

—Entonces ¿por qué me despide en el momento más crucial de la aventura?

Toller se bajó la bufanda y sonrió.

—Me conmueve tu lealtad, Baten, pero los acontecimientos se han complicado hasta un punto en que ya no puedo esperar más de ti. El viaje al planeta de los intrusos significará, casi seguro, mi muerte. No me engaño respecto a eso; pero para mí es una perspectiva aceptable porque es una cuestión de honor personal. Habiendo partido con la intención declarada de rescatar a la condesa Vantara, nunca podría volver a Prad y reconocer que me he rendido simplemente porque…

—¿Y qué pasa con mi honor personal? —exigió Steenameert, con la voz temblando de emoción—. ¿Cree usted que el honor es un privilegio de la aristocracia? ¿Se imagina que podría yo volver a caminar con la cabeza alta, sabiendo que he abandonado el deber como un cobarde al primer asomo de peligro?

—Baten, esto va más allá del deber.

—No para mí —la voz de Steenameert tenía ahora un matiz de dureza que la hizo casi irreconocible—. ¡No para mí!

Toller hizo una pausa de unos segundos, sintiendo un escozor en los ojos.

—Puedes acompañarme a Dussarra, pero con una condición.

—No tiene más que decirla, señor.

—La condición es que dejes de llamarme señor, y me hables de tú. Vamos a meternos esto como ciudadanos civiles, y el Servicio del Espacio y todo eso se queda atrás. Emprenderemos esta aventura como amigos y como iguales. ¿Entendido?

—Eh… —la nueva firmeza de Steenameert parecía haberle abandonado—. Eso será difícil para mí… para alguien de mi educación…

—Tu educación no tuvo mucha importancia hace un momento —le interrumpió Toller con una sonrisa irónica—. Hacía mucho que no me reprendían tan enérgicamente.

Steenameert sonrió humildemente.

—Creo que perdí la paciencia.

—Pues no la pierdas hasta que lleguemos a Dussarra. Entonces podrás perderla para siempre —Toller trasladó su atención al alienígena—. ¿Y tú qué opinas, cara gris?

—Opino que aún no es tarde para que abandonéis esta aventura inútil —replicó Divivvidiv, cesando su silencio—. ¿Por qué no tratáis de utilizar la poca inteligencia que os queda?

—No ha entendido ni una palabra de nuestra conversación —dijo Toller a Steenameert—. ¡Y nos llama Primitivos a nosotros!

Sin decir más, Toller conectó su unidad propulsora y se dirigió —arrastrando al alienígena— hasta la astronave más próxima. La barnizada madera de veta lisa de la cubierta resplandecía bajo la luz del sol con cálidas tonalidades marrones. La astronave había sido montada en la zona de ingravidez a partir de cinco secciones traídas desde Overland mediante una nave espacial. Tenía unos cuatro metros de diámetro, y en el pasado Toller la consideraba como una estructura enorme; pero ahora, en comparación con la estación alienígena, parecía totalmente insuficiente para su propósito. Recordando que su abuelo había logrado cruzar el vacío interplanetario en una nave similar, Toller desechó sus dudas.

Examinó el anillo que unía la nave a la llanura de cristal, y se volvió hacia Divivvidiv.

—¿Tiene alguna fuerza la sujeción? ¿Puede dañarse la nave al despegar?

—El cristal se romperá fácilmente.

—¿Estás seguro? Quizás sería mejor que dieras instrucciones al ser de la máquina para que soltase la nave.

—Es más conveniente que de momento no me comunique con el Xa —el rostro del alienígena estaba escondido tras la visera reflectante, pero sus siguientes palabras fueron convincentes—. Recuerda que estaré contigo dentro de este bárbaro artefacto; por mi propio interés no me conviene que sufra ningún daño.

—Muy bien —dijo Toller, desenganchándose del cinturón el rollo de cuerda que ataba al alienígena y dejando el extremo libre—. Mi primitivo compañero y yo debemos dedicarnos a ciertas tareas que exigen nuestra atención ininterrumpida. Te voy a dejar aquí un rato, con la condición de que no te alejes. ¿De acuerdo?

—Prometo no moverme ni un centímetro.

Toller había hecho su petición con una cortesía burlona, sabiendo que el alienígena era incapaz de cambiar su posición, y no esperaba recibir una respuesta que parecía a la altura de su sentido del humor. Se le ocurrió, fugazmente, que ese breve diálogo podría haber tenido cierta importancia en el futuro si hubiera existido alguna perspectiva de relación normal entre las culturas dussarrana y kolkorronesa. Pero de momento, tenía asuntos más urgentes en que meditar.

La parte posterior de la embarcación era en realidad una aeronave de diseño especial, en la que la habitual barquilla cuadrada había sido reemplazada por la sección cilindrica de una astronave. Plegado en su interior estaba el globo, que permitía a la tripulación la posibilidad de llevar esta sección hasta una superficie planetaria y de volver a unirse con la nave madre mientras ésta esperaba arriba. Toller no quería usar el módulo desmontable en la próxima misión porque el descenso con globo era notorio y terriblemente lento.

—¿Qué opinas, Baten? —dijo, mientras flotaban en el frío aire—. ¿Vale la pena que intentemos deshacernos de la sección de cola? Tenemos herramientas de sobra para ello, y no me gusta la idea de cargar con un motor extra y todos esos mecanismos de control.

—La masilla de las junturas lleva ahí mucho tiempo —dijo Steenameert, con expresión de duda—. Habrá penetrado en las junturas de cuero, en la madera, las clavijas, los cordajes… Estará dura como el basalto. Incluso con herramientas, harían falta cuatro o cinco hombres para separar el módulo de la cubierta principal, y no sabemos qué estropicios podríamos hacer en la operación. Además tendríamos que acortar todas las varillas de control y reconectarlas con el motor permanente…

—Resumiendo —le interrumpió Toller—, tenemos que llevarnos la nave tal como está. ¡Muy bien! Si eres tan amable de recoger nuestros paracaídas y bolsas de descenso, yo inspeccionaré la nave, y en seguida nos pondremos en marcha.


El vuelo a Dussarra no ocasionó demasiadas sorpresas a Toller.

Prácticamente todo lo que se sabía sobre viajes que fuesen más allá del par Land- Overland provenía de las anotaciones hechas por Ilven Zavotle, que fue un miembro de la expedición histórica a Farland. Toller había estudiado resúmenes de esas notas durante su entrenamiento, y le alivió comprobar que se correspondían con la experiencia práctica. Ya tenía bastantes cosas en que ocupar sus pensamientos, sin que se produjese ninguna adversidad en la nave o en el ambiente cósmico.

El cielo circundante se volvió negro —tal como se predecía—, y poco tiempo después la nave se calentó, permitiendo a los que iban a bordo que se quitasen sus trajes aislantes. Según el ya fallecido Zavotle, el desagradable frío de la zona de ingravidez situada entre los planetas gemelos era debido a la convección atmosférica, y cuando la nave escapaba al vacío podía recibir de nuevo el generoso calor del sol. También como estaba previsto, la aparición de meteoros —una característica permanente del cielo nocturno de los dos planetas— ya no era visible. La explicación de Zavotle era que los meteoros seguían presentes, cruzando el espacio a velocidades inconcebibles, pero que sólo eran visibles en la atmósfera de un planeta. De todas formas, la posibilidad de que la nave pudiera ser destruida en un abrir y cerrar de ojos por uno de esos invisibles proyectiles rocosos no entretuvo demasiado los pensamientos de Toller.

Descubrió que guiar la nave era una tarea que exigía gran concentración: algo parecido a aguantar una bola en equilibrio sobre un dedo. El puesto del piloto en la plataforma superior estaba equipado con un telescopio de bajo alcance, montado paralelamente sobre el eje longitudinal de la nave. Era necesario mantener la retícula del instrumento fija en una estrella de referencia, y hacer tal cosa requería mucha atención, además de destreza para mantener el equilibrio con los propulsores laterales.

Steenameert, a pesar de su inexperiencia, pronto demostró ser mejor que Toller en esto, y encima afirmaba disfrutar de largas ensoñaciones estando a los mandos. Este arreglo resultó favorable para Toller, ya que le dio lo que más necesitaba: tiempo para asimilar lo que había ocurrido en las intensas últimas horas. Haraganeaba durante largos periodos en una hamaca de red en la plataforma superior, ora semidormido, ora observando a Steenameert y a Divivvidiv.

Este último había estado bastante asustado durante las primeras horas del vuelo, pero había ido recuperando poco a poco la calma al hacerse evidente que la nave no iba a despanzurrarse. Él también pasaba gran parte del tiempo en una hamaca de red, pero no reposando. Dussarra, había explicado, estaba sólo a doce millones de kilómetros de los planetas hermanos, y les precedía en una órbita estrechamente coincidente. Esos hechos simplificaban bastante los parámetros del vuelo, pero no obstante los cálculos pertinentes eran difíciles para alguien que no era un matemático profesional y que no contaba con la ayuda de ordenadores.

A veces, Divivvidiv, usando un lápiz que sostenía curiosamente entre sus delgados dedos grises, hacía anotaciones en un cuaderno suministrado por Toller. Daba frecuentes instrucciones a Steenameert para que accionase o apagase el motor principal, o centrase la retícula en un nuevo objetivo. De forma intermitente entraba en un estado de trance en el cual —suponía Toller— usaba la telepatía o algún sentido especial para comprobar la relación espacial de la nave con su destino. Otra suposición probable era que el alienígena quizá se estaba comunicando con otros de su especie, tendiendo una trampa para sus captores.

A todos ellos convenía que el vuelo se realizase lo más deprisa posible; sin embargo Toller se quedó atónito cuando Divivvidiv, después de estimar durante menos de una hora el funcionamiento de la nave, predijo que tardarían tres o cuatro días, sin contar con la influencia de ciertas variables. Cuando Toller trató de analizar los números, descubrió que tenía que aceptar la idea de que viajaban a una velocidad de unos 100.000 kilómetros por hora, y pronto prefirió abandonar sus cálculos. Las franjas de luz que entraban en la nave a través de las portillas parecían inmóviles; el universo de afuera, lleno de espirales y lentejuelas, estaba tan sereno e inmutable como nunca había estado… Era mejor olvidar ese mundo escalofriante de las matemáticas, e imaginarse flotando suavemente de una isla a otra a través de un vidrioso mar negro.

Uno de los rasgos que Toller compartía con su abuelo era la impaciencia: incluso unos pocos días de inactividad forzada eran suficientes para transtornarle. Había leído todo el cuaderno de Ilven Zavotle sobre el vuelo a Farland, y recordaba palabra por palabra el relato de un pasaje determinado: «Nuestro capitán ha empezado a abandonar la plataforma de mando durante largos períodos. A veces pasa horas en las secciones medias, acurrucado junto a una portilla, y parece encontrar una especie de apaciguamiento en estas meditaciones, en las que no hace otra cosa que contemplar las profundidades del universo».

Sintiéndose extrañamente furtivo y cohibido, Toller emulaba de vez en cuando a su abuelo, descendiendo al extraño sótano de la nave donde los finos rayos de luz de las portillas formaban confusos dibujos de sombras entre los puntales y cajones que guardaban las reservas de cristales energéticos, sal de fuego, comida y agua. Se colocaba en un estrecho espacio situado entre dos cajas de provisiones, y dejaba simplemente que sus pensamientos vagasen mientras miraba por la portilla más próxima. El ruido del motor principal era más fuerte allí, y el olor de la lona barnizada del forro de la cubierta era más apreciable; pero allí podía pensar mejor, estando en soledad.

Inevitablemente, sus pensamientos a menudo se desviaban hacia los misterios y peligros del futuro cercano. Le parecía increíble que poco tiempo atrás se hubiera quejado de la ausencia de aventuras en su vida, de la falta de oportunidades para demostrar que merecía llevar tan ilustre nombre. Ahora se encontraba metido en una aventura que —aunque honorable— era tan desesperada, que incluso el viejo Toller Maraquine la hubiera desaconsejado. Una aventura a la que, por mucho que se esforzase, era imposible vaticinarle un final favorable.

La idea se le había ocurrido en un momento de desesperación absoluta, y se había aferrado a ella con una firmeza demencial, viendo un camino despejado a través de todas las barreras y escollos de la situación. Entonces le pareció perfecta: ¿no podía ser teletransportado al planeta alienígena para buscar a su amada? Bien, por lo tanto, volaría en una nave kolkorronesa y llegaría a Dussarra de forma sorpresiva.

Divivvidiv afirmaba ser un miembro sin importancia para su sociedad y, en consecuencia, sin ningún valor como rehén; pero esta afirmación se contradecía con su posición al mando de la gran estación de la zona media. La misión estaba destinada a un héroe armado con nada, —excepto su intrépida imaginación y su fiel espada—, para desconcertar y confundir al poder de un planeta alienígena. Tendría lugar una caída rápida e inadvertida —mediante la bolsa de descensos o el paracaídas— en un punto cercano a la capital del enemigo… la penetración clandestina en la ciudadela del líder alienígena… las sesiones de negociación en las que Toller llevaría la voz cantante… el reencuentro con Vantara… la vuelta a Overland por medio de un transportador y una nave espacial o paracaídas… el futuro áureo e idílico con Vantara a su lado…

«¡Imbécil!» Las recriminaciones se producían a veces con la misma fuerza física devastadora que la descabellada idea original, y en esos momentos Toller se angustiaba y casi se lamentaba en voz alta, detestándose a sí mismo. Sólo un elemento de aquella extraña situación permanecía inmutable en medio del torbellino de sus pensamientos, dándole la determinación que necesitaba para seguir adelante: se había prometido a sí mismo y a los demás que llegaría hasta Vantara. Siendo así, no tenía otra opción que continuar a pesar de las pocas posibilidades de éxito que pudiera tener, incluso aunque intuyese una muerte segura al acecho…

Visto desde una altura de seis mil kilómetros, el planeta de los alienígenas intrusos parecía notablemente similar a Land y Overland. La capa de nubes tenía la misma configuración de blancos ríos, anchos y ondulantes, que se dividían en riachuelos voraginosos o en remolinos aislados. Sólo cuando Toller aguzó la vista pudo ver a través de las filigranas de la brillante neblina de la superficie planetaria y darse cuenta de que la proporción de masas de tierra respecto a océanos era menor de la que conocía. El color predominante era el azul, con alguna mancha ocasional de suave ocre, que constituía la tierra.

—Parece que vamos a tener que mojarnos el culo —comentó sombríamente, mirando a través de la portilla hacia el gran escudo convexo del planeta.

—Aún no es demasiado tarde para abandonar este absurdo plan —Divivvidiv volvió hacia Toller sus negros ojos perforados—. No hay nada que os impida volver a casa y vivir vuestras vidas tranquilos y seguros.

—¿Estás tratando de minar nuestra determinación?

—Estoy haciendo lo que me dijiste que debía hacer para conservar la vida: aconsejarte y darte una información veraz.

—No te excedas en tu celo —dijo Toller—. La única información que necesito de ti en este momento tiene que ver con la caída a la superficie. ¿Estás seguro de que has tenido en cuenta la desviación del viento transversal? Aunque no me apetece descender en el mar, tampoco me gusta la idea de aterrizar en el centro de la ciudad.

—Puedes confiar en mí; todos los factores importantes se han tenido en cuenta.

Divivvidiv había abandonado muy poco su hamaca de red desde que la nave había realizado la inversión en el punto medio del vuelo. Pasó casi todo el tiempo en silenciosa meditación, o proporcionando los numerosos datos necesarios para el ajuste del curso y la velocidad. Toller se había formado la opinión de que el alienígena, a pesar de su impresionante talento, había tenido más dificultades en guiar la nave cuando viajaban «hacia atrás», y se veía obligado a tomar como referencia estrellas que estaban opuestas a la dirección del vuelo.

Ahora, sin embargo, con la nave a punto de entrar en la atmósfera de Dussarra, Divivvidiv estaba mucho más relajado y de un humor mucho más tratable. Era obvio que le asustaba el descenso a través de la atmósfera del planeta; pero, por alguna razón característica de su naturaleza, el hecho de que no previese ninguna matanza cuerpo a cuerpo le permitía afrontar la situación con la misma fortaleza que un humano razonablemente valiente.

Ya se había puesto su traje plateado preparándose para abandonar la nave, lo que ocurriría en menos de una hora. En esos momentos estaba ocupándose de sus provisiones de alimentos. Cuando le dijeron que las raciones kolkorronesas consistían principalmente en tiras de carne y pescado deshidratados, acompañadas de discos de cereales prensados y frutos secos, insistió en traer sus propias provisiones. La comida del alienígena consistía básicamente en cubos de diferentes colores de una firme gelatina que estaban envueltos en una lámina dorada. Divivvidiv había sacado varios de éstos de un bolsillo y los estaba examinando con atención, posiblemente tratando de elegir una golosina.

Toller estaba de nuevo admirado por su serenidad y, esforzándose al máximo por prever factores adversos, se preguntaba si Divivvidiv estaría en posesión de algún conocimiento que no hubiera transmitido en sus diálogos telepáticos. Como un ejercicio de estrategia práctica, Toller trataba de proyectar su mente miles de años hacia el futuro de la civilización kolkorronesa, imaginando la tecnología de la guerra, y en ese instante una visión alarmante brotó tras sus ojos.

—Dime una cosa, cara gris —dijo—. Eso que llamas el Xa… Es una simple máquina, ¿no?

—Básicamente sí.

—¿Y la habéis dotado con la capacidad de ver, con una claridad suprema, objetos que se encuentran a miles de kilómetros de distancia?

—Sí.

—Entonces me parece sumamente lógico que en tu planeta, en la cuna de la civilización, haya cantidad de máquinas como ésa.

Toller hizo una pausa para dejar que las palabras hicieran su efecto, y el alienígena pudo seguir la línea de sus pensamientos sin la ayuda de más explicaciones.

—Te equivocas —Divivvidiv añadió un tono de ironía a su respuesta—. No hay ningún aparato que detecte esta nave y advierta de su presencia. Nosotros no vigilamos nuestro cielo. ¿Para qué íbamos a hacerlo?

—Para preveniros contra ejércitos invasores… fuerzas enemigas.

—Pero ¿de dónde vendrían esos invasores? ¿Y por qué otra cultura iba a actuar de manera hostil contra Dussarra?

—Para conquistarlo —dijo Toller, lamentando ya haber sacado aquel tema—. El deseo de conquistar y dominar…

—Ése es un comportamiento tribal, Toller Maraquine. No ocurre entre comunidades civilizadas —Divivvidiv volvió a atender a la elección de sus cubos de comida.

—La complacencia es la enemiga de…

Toller, a pesar suyo, fue incapaz de completar lo que pretendía que fuese un aforismo. Al aumentar su inquietud, manipuló la máquina de aire, diluyendo una nueva proporción de sal de fuego en agua dentro de su depósito de tela metálica. Divivvidiv había mostrado especial interés en aquel artilugio al iniciar el vuelo, y había explicado que el aire estaba formado por una mezcla de gases, uno de los cuales, el oxígeno, sustentaba la vida, alimentaba el fuego y provocaba la oxidación del hierro. Cuando la sal de fuego entraba en contacto con el agua, desprendía grandes cantidades de oxígeno, permitiendo así que la tripulación de la nave pudiera sobrevivir durante largos viajes a través del vacío interplanetario. Toller había tomado nota del nuevo conocimiento científico, para beneficio de quien pudiera interesarse a su vuelta a Prad, a pesar de que no se entretuvo en especular qué posibilidades tendrían de recibirla.

Hubiera sido bastante sencillo llevar la nave hasta un nivel en que el aire circundante fuese respirable, apagar el motor principal y saltar. De esta forma se hubieran tirado desde una nave casi estática, y toda la operación de meterse dentro de las bolsas de descensos y de atarse unos a otros hubiera resultado relativamente fácil. Sin embargo, Divivvidiv había objetado que la nave inerte seguiría aproximadamente la misma trayectoria a través de la atmósfera que los tres paracaidistas, alcanzando la superficie como una bomba que podría cobrarse vidas dussarranas.

Toller no se había preocupado excesivamente ante tal perspectiva —consideraba a toda la población como enemigos implacables—, pero había aceptado la objeción pensando en que su posición a la hora de pactar podría verse comprometida por la pérdida innecesaria de vidas. También estaba la consideración de que quería aterrizar discretamente, y no con el acompañamiento de una gran explosión.

Por esas razones la nave había sido inclinada después de entrar en la atmósfera y había tomado una dirección que, según Divivvidiv, le permitiría caer inofensivamente en el mar. El motor principal estaba aún en funcionamiento, con los mandos ajustados en la posición de mínima fuerza propulsora, y ahora Toller y Steenameert se encontraban con el problema de no perder a su prisionero mientras abandonaban una nave que alcanzaba una velocidad considerable. Divivvidiv, al ser mucho más ligero que ellos, caería por el aire a menor velocidad. Sólo tenía que lograr soltarse de ellos una vez, y las leyes de la física se encargarían de que su fuga se viera favorecida a medida que se incrementase la separación vertical entre él y los humanos.

Toller era muy consciente del problema, y había insistido en que se atasen los tres con una fuerte cuerda antes de abandonar la nave. Había sólo una salida, que se encontraba en la sección media, y su tamaño era el mínimo posible, con objeto de preservar la resistencia estructural de la cubierta. En consecuencia, los tres se habían visto obligados a juntarse estrechamente en una desagradable intimidad mientras Toller corría los lubricados pestillos. La puerta era un cono truncado, de forma que la presión interior la adhiriese más fuertemente a las juntas del marco, e hizo falta toda la fuerza de su brazo libre para desencajar el disco de madera hacia el interior de la nave.

Una rugiente ráfaga de aire helado azotó el traje de Toller. Asiendo con fuerza la figura menuda de Divivvidiv y el brazo de Steenameert que le rodeaba se lanzó junto a ellos a la fría y blanca luz del sol.

Se encontraron dando tumbos en la estela de la nave. Un instante después sus oídos fueron atacados por un bramido entrecortado y todo su universo se trastocó en un blanco cegador al quedar envueltos en los gases sofocantes de la cola de condensación. El molesto deslumbramiento persistió durante unos segundos, y después siguieron a la deriva en el estéril aire soleado, a cientos de kilómetros sobre la superficie de Dussarra.

Alrededor de ellos había todo un muestrario de estrellas, galaxias y cometas helados, en el cual los gases despedidos formaban una nube resplandeciente a medida que, siguiendo un curso caprichosamente estable, la nave fue disminuyendo de tamaño hasta perderse de vista. La única manera de que pudieran volver ahora a su mundo era usando la magia del alienígena como medio de transporte; sin embargo en ese momento Toller tenía poco tiempo para meditar sobre la situación.

Caer a la deriva desde la atmósfera superior de un planeta, sin nada más que miles de kilómetros de aire abriéndose por debajo, era una experiencia escalofriante, incluso para un veterano navegante de Kolkorron; Toller sabía que sería aún peor para Divivvidiv. El alienígena no temblaba, pero los movimientos de sus brazos y piernas parecían descoordinados, y no emitía ni la menor señal de comunicación mental.

—Metámoslo dentro de su bolsa de descenso, antes de que todos nos muramos congelados —dijo Toller.

Steenameert asintió con la cabeza y los dos se acercaron a Divivvidiv mediante la cuerda que los unía. El voluminoso paracaídas del alienígena resultó un estorbo para la tarea de cubrirle hasta la cabeza con el saco forrado de lana, y ajustar los diversos cierres además del anillo de ventilación.

—Esto es más cómodo de lo que esperaba —les dijo Divivvidiv—. Puede que hasta me duerma y sueñe durante la caída. Pero ¿qué pasará si tengo dificultades para salir de la bolsa cuando llegue el momento de usar el paracaídas?

—Tranquilízate —le gritó Toller por el cuello de la bolsa—. No dejaremos que te estrelles.

La bufanda que le cubría la cara estaba empezando a quedarse tiesa por las exhalaciones heladas, y estaba empezando a temblar a pesar de la protección del traje espacial. Se separó del alienígena y comenzó a meterse en su bolsa, operación que llevó a cabo torpe y lentamente por la presencia de su espada. Se sintió extrañamente culpable al darse cuenta de que estaba deseando conciliar el sueño amparado por la comodidad y el agradable calor de la bolsa.

En cuanto se hubo enfundado, cerró los ojos y se dispuso a dormitar. Caían hacia el planeta, pero aún pasaría bastante rato antes de que ganasen velocidad suficiente como para ocasionar sonidos en la corriente de aire. De momento todo estaba en silencio. Estaba muy cansado, y nada le requería…


Toller se despertó tras un tiempo indeterminado, y supo al instante que afuera todo era oscuridad. La sombra de Dussarra se había desplazado hasta abarcar a las tres manchas de vida que, habiéndose rendido a la gravedad del planeta, seguían su largo peregrinaje desde el espacio. Sintiendo una repentina curiosidad por el aspecto nocturno del planeta, Toller se estiró, abrió el cuello de la bolsa y se asomó para atisbar.

Vio las figuras informes que representaban a Steenameert y Divivvidiv cerca de él, recortadas sendas siluetas sobre los resplandores plateados del universo; pero su mirada fue atraída y absorbida por el espectáculo del enigmático planeta que se desplegaba bajo él. El hemisferio visible estaba básicamente oscuro, con sólo una fina línea de resplandor blanco azulado adornando el borde oriental. Toller había visto Land y Overland en condiciones similares muchas veces, pero allí las zonas donde la noche dominaba siempre habían estado caracterizadas por una negrura somnolienta sólo suavizada por los reflejos astronómicos. No estaba preparado para la visión, por primera vez, de la noche de un planeta donde vivía una civilización técnicamente avanzada.

Las principales masas de tierra, que parecían insignificantes a la luz del día, eran redes centelleantes de luces amarillas. Las islas parecían más brillantes en comparación con la oscuridad circundante, pero incluso los océanos estaban abundantemente salpicados de puntos brillantes que crearon en la mente de Toller la imagen de barcos gigantescos, tan grandes como ciudades, dedicados al comercio general. El planeta parecía una gran esfera metálica agujereada en millones de lugares, emitiendo luz desde una fuente interior.

Toller estuvo mirando hacia abajo durante largo rato y después, sintiéndose aturdido e incómodo, se levantó el cuello de la bolsa sobre la cabeza y lo cerró para dejar fuera el entrometido frío.


Supo que había sido engañado y conducido a una trampa en el mismo momento en que sus pies tocaron el suelo.

Los tres paracaídas se abrieron casi al unísono sobre un negro paisaje nocturno. No había viento que pudiera complicar el aterrizaje para el inexperto Divivvidiv, y Toller sintió resurgir su antiguo optimismo en el momento en que el trío se hundió en la extensión de hierba iluminada por las estrellas. Estaba preparado para un leve impacto, la sensación de sus botas aplastando la blanda vegetación, el tacto y el olor de la hierba…

Todas las señales visuales habían permanecido inalteradas. Según la evidencia de sus ojos, Toller había aterrizado en lo que podían haber sido las ondeantes sabanas de su planeta. Steenameert y Divivvidiv estaban a su izquierda, no lejos de él. Los dos permanecían de pie en la hierba; y sin embargo Toller sentía un duro suelo de piedra o algo similar bajo sus pies. Los tres estaban solos en la enorme extensión de una pradera desierta; y sin embargo podía oír movimientos a su alrededor, sentir la presión de otras mentes.

—Defiéndete, Baten —gritó, desenfundando la espada—. ¡Nos ha traicionado!

Se volvió hacia Divivvidiv, resoplando de rabia, pero la envuelta figura del alienígena ya no era visible. Era como si hubiera dejado de existir.

—Baja el arma, Toller Maraquine —el tono de Divivvidiv era a la vez amable y despreciativo—. Estás rodeado por más de mil oficiales de estabilidad, muchos de ellos armados, y cualquier acción hostil por tu parte significará tu muerte.

Toller sacudió la cabeza y habló con un gruñido.

—Puedo llevarme a muchos de ellos conmigo.

—Posiblemente, pero en tal caso nunca volverás a ver a la mujer. Se encuentra a pocos kilómetros de aquí, y en cuestión de minutos estarás con ella. Vivo, posiblemente puedas prestarle algún servicio o consuelo; pero muerto…

Toller dejó caer la espada, la oyó retumbar contra el pavimento de piedra, y sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración.

Capítulo 14

Hasta que Toller y Steenameert no estuvieron sometidos a la presión de las muchas manos, y sus muñecas atadas a la espalda, las escamas de los alienígenas no fueron retiradas de sus ojos. Esto permitió el paso al cerebro de las comunicaciones retinales sin ser afectadas por las fuerzas externas, y de repente los dos kolkorroneses pudieron ver con normalidad otra vez.

Era aún de noche, pero los prados iluminados por el resplandor de las estrellas habían sido reemplazados por un complejo decorado de edificios débilmente iluminados a una distancia media, y varias hileras de figuras dussarranas en las sombras del primer plano. Toller supuso que estaban cerca del centro de una enorme plaza. Los edificios circundantes estaban delineados por suaves curvas —lo que contrastaba con la arquitectura rectangular de su planeta natal—, y sus contornos eran interrumpidos por delgados árboles que se balanceaban continuamente, a pesar de que el aire húmedo de la noche permanecía perfectamente inmóvil. El único elemento familiar que Toller descubrió fue la cara de Steenameert, vuelta hacia él, sobresaliendo de un mar bullente de laboriosas y activas figuras vestidas de negro.

—Por lo visto, has ganado —dijo Toller, esforzándose por mantener firme la voz—. La brujería vence a la fuerza.

Divivvidiv se acercó un poco a través de la muchedumbre de olorosos cuerpos.

Por tu propio bien, Toller Maraquine, olvida tus primitivas ideas sobre brujería. No se trata de ningún truco. Lo que es normal para mi pueblo a ti te parece mágico, pero eso es sólo porque estamos más avanzados en todas las ramas del saber.

—Cuando los hombres son engañados por sus propios ojos es como si fuera magia.

—Eso fue sencillo. Cuando estuve lo bastante cerca del suelo reclamé la ayuda telepática de algunos de mis compañeros. Al superaros a ti y a tu compañero en número, fuimos capaces de dictar lo que veíais, del mismo modo que una multitud puede sofocar una voz solitaria. Nada de magia hay en ello.

—Pero no puedes negar que la suerte estuvo de tu lado —protestó Toller, sintiendo que le empujaban hacia un vehículo que acababa de llegar—. Aterrizar donde lo hicimos, tan cerca de una ciudad, en medio de tus lacayos… Eso, o es magia, o es una suerte increíble.

—Ninguna de las dos —Divivvidiv y Toller perdieron el contacto visual entre la presión de los cuerpos, pero las palabras silenciosas del alienígena seguían siendo claras—. En cuanto di aviso de lo que estaba ocurriendo, mi gente tomó el control de los vientos locales y nos guió a este lugar. Ya te lo dije al principio, Toller Maraquine: tu misión no tenía ninguna posibilidad de éxito. Ahora volveré a mi puesto, o sea que es poco probable que volvamos a vernos; pero no tenéis que temer por vuestra vida. A diferencia de vosotros los Primitivos, nosotros no…

Extrañamente en Divivvidiv, la calidad incisiva de su proceso mental se desvaneció. Hubo un momento de confusión, con matices que Toller identificó vagamente como de sentimiento de culpa, después el contacto telepático se rompió. El concepto de la telepatía era tan nuevo para Toller, que se sintió aturdido por el hecho de pensar en tales términos; pero le quedó la convicción de que el alienígena había sufrido una inesperada crisis de conciencia, quizás provocada por la tensión de la caída desde el espacio.

¡Culpa! La palabra era como un mosquito malévolo merodeando y zambulléndose en la confusa conciencia de Toller. «¿Me habrá mentido el cara gris? ¿Estaremos siendo engañados? ¿Estaremos siendo mansamente conducidos a nuestra propia muerte?»

De forma inexperta y torpe, trató de llegar hasta la mente del dussarrano que conocía, pero sólo encontró un silencio mental resonante. Divivvidiv se había retirado, y no había tiempo para meditar sobre lo pasado.

El vehículo que había asomado a través del firmamento nocturno de la ciudad alienígena parecía poco más que un enorme huevo negro vertical, flotando a un palmo por encima del uniforme suelo. De repente apareció una abertura, sin la ayuda aparente de ningún mecanismo que Toller pudiera ver. La cascara estaba completa y, en el instante siguiente, había una entrada circular que conducía a un interior rojo resplandeciente. Un montón de manos le empujaron junto con Steenameert hacia adentro.

El primer instinto de Toller fue resistirse con todas sus fuerzas, pero una parte de él creyó que Divivvidiv no era totalmente su enemigo. Era una débil esperanza, basada en ciertos indicios del pensamiento y en la idea de que el alienígena podía tener algún sentido del humor; pero era la única estrella que le quedaba para guiarse.

Dándose empellones contra Steenameert se introdujo en el vehículo, sintiendo que se mecía suavemente bajo su peso. La puerta desapareció, como metal fundido cerrándose en respuesta a la tensión superficial, y una presión repentina bajo sus pies le hizo saber que el vehículo se estaba elevando hacia el cielo nocturno. No había asientos, pero eso no tenía ninguna importancia en el angosto interior, porque los gruesos trajes espaciales acolchados de los dos kolkorroneses llenaban prácticamente todo el espacio disponible. Era más sencillo permanecer de pie. Hacía rato que Toller sentía calor, pero sólo se dio cuenta de ello cuando unas furtivas gotas de sudor se deslizaron por su espalda.

—Bueno, Baten —dijo con desaliento—, ya te avisé de lo que podía ocurrir.

Steenameert logró esbozar una sonrisa.

—No puedo quejarme. Voy a ver cosas que nunca hubiera imaginado, y mi vida no corre peligro.

—Eso será si creemos lo que dijo el cara gris, pero ya nos ha mentido una vez.

—¡Precisamente! Esta vez no iba a ganar nada mintiéndonos, ¿no crees?

—Hum. Supongo que tienes razón.

Toller recordó el extraño titubeo, los indicios telepáticos de culpa y remordimiento en la última comunicación con Divivvidiv, pero no tenía tiempo de entretenerse en reflexiones. Se inclinaban uno sobre otro según el desplazamiento debido al peso de sus cuerpos. Cuando el vehículo se detuvo se produjo una sacudida imperceptible, y apareció un pequeño agujero en un costado que se extendió en el opaco metal hasta convertirse en una abertura circular.

Al otro lado había un corto pasillo, que parecía un tubo elíptico de vidrio jaspeado. Aquel material estaba veteado con manchas grises, amarillas y naranjas, y parecía iluminado desde abajo, si es que no emitía por sí mismo un resplandor.

Toller miró a derecha e izquierda y vio que el extremo del tubo se unía a la superficie exterior del vehículo de transporte con una junta curva tan perfecta, que hubiera resultado imposible deslizar a través de ella una tira del más fino papel. Trasladó su atención hacia el otro extremo del pasillo: terminaba en una pared de forma ovoide, en el centro de la cual había una abertura circular. Ésta continuamente se abría y se contraía de tal modo, que Toller pensó —aunque estaba exhausto y agotado emocionalmente— que debía de tener implicaciones biológicas.

—¿Querrá alguien darnos la bienvenida? —dijo a Steenameert al salir, moviéndose torpemente con su voluminoso traje, con las manos aún atadas a la espalda.

Cuando llegaron al otro extremo del pasillo, la abertura de la pared se replegó, permitiéndoles el acceso a un espacio grande e intrincado, una sala circular rodeada de escaleras y galerías. Por muy impresionante que hubiera podido resultar esa catedral alienígena para Toller en su estado normal, ahora sus perspectivas arquitectónicas pasaron ante sus ojos como si nada, ya que toda su atención estaba centrada en un pequeño grupo de mujeres que venían corriendo hacia él.

¡Y la primera de ellas era la condesa Vantara!

—¡Toller! —gritó, con sus bellas facciones transformadas en una máscara de deseo intensificado—. ¡Toller, mi amor! Has venido, has venido, has venido… ¡Debí haber imaginado que eras tú!

Se lanzó contra él con tanta fuerza que casi lo volteó hacia atrás. Le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó, con los labios húmedos y una lengua ávida. Toller se quedó al mismo tiempo turbado y agradecido, y sus sentidos estaban tan abrumados que apenas advirtió la figura más robusta de la teniente Pertree moviéndose detrás de él. La teniente comenzó a desatar sus manos, mientras los otros tres miembros de la tripulación se aproximaban a Steenameert con la misma intención. Vantara apartó a Toller un poco, sin soltarle el cuello, y sólo en ese momento sus ojos comenzaron a estimar la verdadera situación.

—¡Estás prisionero! —le acusó—. ¡Has sido capturado igual que nosotras! —se retiró de él, adoptando una expresión de decepción y enojo—. ¿También tropezó tu nave con ese extraño arrecife?

—No. Llegué hasta él de día y logré esquivarlo. Cuando regresé a Prad y me enteré de que tu nave no había vuelto, partí inmediatamente en tu busca.

—¿Dónde están tus hombres?

Toller se frotó sus muñecas liberadas.

—No hay más hombres. Baten es mi único compañero.

Vantara, atónita, abrió la boca al dirigir una mirada de incredulidad a su teniente.

—¿Partiste al mando de un ejército de un solo hombre para luchar contra un invasor?

—En ese momento no tenía ni idea de la existencia de un enemigo —dijo Toller, de forma inesperada—. Mi única preocupación fue tu seguridad. Además, dos hombres o un millar, ¿qué diferencia habría?

—¿Puede ser éste el verdadero Toller Maraquine, aconsejando el derrotismo? ¿O es un impostor creado por esos seres repugnantes que nos niegan la libertad?

Vantara se apartó antes de que Toller pudiera protestar, y se dirigió rápidamente a la escalera que pudo ver más próxima.

«Primero soy demasiado arriesgado; después demasiado tímido», pensó Toller, sintiéndose al mismo tiempo herido y desconcertado. En su confusión observó a las tres jóvenes vestidas de uniforme que atendían a Steenameert: le estaban ayudando a quitarse el engorroso traje y, al mismo tiempo, sin aminorar la buena acogida, le sonreían y acosaban con preguntas. Steenameert parecía embarazado pero agradecido.

—Debe excusar a mi aristocrática comandante —dijo la teniente Pertree, levantando la vista hacia Toller con un destello irónico en los ojos—. Las condiciones de nuestra reclusión no podrían calificarse precisamente de molestas; pero la condesa, al tener sangre real, y por tanto un exquisito grado de sensibilidad, encuentra esta vida mucho más horripilante de lo que un ser vulgar la encontraría.

Toller se sintió casi agradecido por el estremecimiento momentáneo de rabia que de nuevo centró la realidad.

—Ya me acuerdo de ti, teniente, y veo que sigues tan insubordinada y desleal como siempre.

Pertree suspiró.

—Yo también me acuerdo de usted, capitán, y veo que sigue tan colado y alelado como siempre.

—Teniente, no toleraré esa clase de…

Toller dejó esa frase inacabada, recordando de repente que había permitido a Steenameert que le acompañase sólo con la condición de que abandonasen todos los tediosos tratamientos de rango y clase. Sonrió excusándose, y comenzó a sacarse el incómodo traje espacial.

—Lo siento —dijo—. Cuesta deshacerse de las viejas costumbres. He oído alguna vez tu nombre, pero confieso que lo he olvidado.

—Jerene.

Él sonrió.

—El mío es Toller. ¿Podemos ser amigos y unirnos contra el enemigo común?

Esperaba que la robusta teniente se aplacaría un poco con aquel ofrecimiento, y en consecuencia se sorprendió cuando su redondo rostro manifestó una expresión de alarma.

—Debe de ser cierto —suspiró, perdiendo su encorsetada compostura—. Nunca hubieras hablado de esa forma en circunstancias normales. Dime una cosa, Toller, ¿hemos sido transportados a otro planeta? ¿Estamos perdidos para siempre? ¿Es esto una prisión de un extraño planeta a millones de kilómetros de Overland?

—Sí. —Toller vio que las otras tres mujeres habían empezado a escuchar atentamente sus palabras—. ¿Cómo es posible que no sepáis eso?

—La noche cayó sobre nosotras cuando estábamos a dos horas del plano de referencia —dijo Jerene, en voz baja y reflexiva—. Se había decidido que continuaríamos en la oscuridad a velocidad reducida, y llevaríamos a cabo la maniobra de inversión con las pequeñas luces…

Siguió describiendo cómo la tripulación, que se encontraba mayormente durmiendo, se había asustado por un rugido estremecedor procedente del globo, acompañado por el estruendo ocasionado por los cuatro montantes de aceleración al romperse y desgarrar la envoltura. Casi inmediatamente la boca del globo había escupido unas oleadas sofocantes de gas mezcla, cuando se desmoronó la frágil estructura. Por último, para aumentar el terror y la confusión, la barquilla se había hundido en los retorcidos pliegues de la destrozada envoltura, hasta quedar cubierta por ella.

Pasaron unos minutos aterradores hasta que consiguieron abrirse paso entre los restos del naufragio. Había suficiente luz reflejada desde Land como para que pudieran hacer el increíble descubrimiento de que su nave había chocado con una barricada cristalina que se extendía hasta el horizonte como un mar helado. Y unos cuantos cientos de metros más allá, para más extrañeza, sobre ese cosmos plateado se recortaba la silueta exótica y enigmática de un castillo fantástico.

De algún modo lograron rescatar los suficientes propulsores personales como para poder volar hasta el castillo. De algún modo lograron localizar una puerta en su superficie metálica. Entraron y, de algún modo se encontraron —sin ningún paso de tiempo perceptible— prisioneras en una catedral gris y amarilla…

—Es lo que sospechaba —dijo Toller, cuando la teniente hubo terminado—. Algo me decía que ella… que todas vosotras estabais vivas.

—Pero ¿qué nos ha ocurrido?

—Los dussarranos emplean un gas que insensibiliza al que lo respira. Debió haber…

—Eso ya lo hemos deducido nosotras —le interrumpió Jerene—, pero ¿qué ocurrió después? Nos dijeron que fuimos transportadas mágicamente a otro planeta, pero sólo contamos con las palabras de los monstruos. Creemos estar en algún lugar del castillo. Es cierto que tenemos el peso normal, como si no estuviéramos en la zona de ingravidez; pero eso puede ser otra forma de magia.

Toller negó con la cabeza.

—Lo siento, pero lo que os han dicho es cierto. Nuestros captores tienen la capacidad de viajar a través del espacio a la velocidad del pensamiento. Habéis sido transportadas de verdad, en un abrir y cerrar de ojos, al planeta de Dussarra.

Estas palabras provocaron voces de preocupación e incredulidad entre las mujeres que escuchaban. Una rubia alta con la nariz chata, vestida con el uniforme de cabo, se rió y susurró algo a su compañera. Toller pensó que las lecciones de cosmología e historia galáctica que habían recibido él y Steenameert de Divivvidiv habrían desencadenado algún cambio fundamental en ellos, que los diferenciaba del resto de los suyos. Tuvo una ligera aunque desagradable imagen de cómo le habría visto Divivvidiv a él, un total ignorante.

—¿Cómo sabes tú que todas esas patrañas de ser transportadas mágicamente por los cielos son ciertas? —le desafió Jerene—. Sólo cuentas con lo que te han dicho, igual que nosotras.

—Cuento con mucho más —replicó Toller, despojándose del traje—. Cuando Baten y yo entramos en el castillo, como tú lo llamas, hicimos prisionero a su responsable «cara de cadáver» gracias a mi espada. Y lo trajimos aquí como rehén en una astronave kolkorronesa; por tanto, podemos testificar que en este momento nos encontramos a millones de kilómetros de Overland. Estamos en el planeta de los invasores.

Jerene abrió mucho los ojos y miró a Toller, sonrojada.

—Hicisteis todo eso por… —miró hacia la escalera por la que Vantara se había marchado—. Cogisteis una de esas viejas naves del Grupo de Defensa… y emprendisteis viaje hacia otro planeta… sólo porque…

—Nos metimos en las bolsas, y luego abrimos el paracaídas para aterrizar con el prisionero —puntualizó Steenameert, interrumpiendo su largo silencio—. Fue entonces cuando esos malditos espantapájaros anularon nuestros sentidos y nos dejaron ciegos ante las fuerzas que nos habían tendido una emboscada. Si se hubiera tratado de un enfrentamiento justo y honorable, las cosas habrían sido muy diferentes. Habríamos entrado aquí con nuestro rehén, que estaría temblando de miedo por su vida porque tendría una espada apoyada en la garganta; y después lo habríamos canjeado por vuestra libertad.

—Debo informar de esto a mi capitana —Jerene estaba algo sofocada, y las pupilas de sus ojos parecían haberse dilatado mientras escudriñaban el rostro de Toller—. Debería sentirse agradecida.

—Ella cree que aún estamos en la zona de ingravidez… —Toller suspiró con alivio, y sonrió al darse cuenta de por qué había cambiado tan rápidamente la actitud de Vantara—. Es natural que esperase verme aparecer al mando de todo un ejército. Es natural que haya sentido una cierta decepción.

—Sí, pero si hubiera sido un poco menos impaciente… —Steenameert interrumpió su comentario y bajó la cabeza.

Toller lo miró.

—¿Qué decías, Baten?

—¡Nada! Nada, nada.

—Señor —la rubia alta se adelantó para dirigirse a Toller—. ¿Podrías decirnos cuánto tiempo llevamos aquí?

—¿Por qué? ¿No pueden contar los días?

—Aquí dentro no hay noches ni días. La luz nunca cambia.

Toller, que había estado intentado hacerse a la idea de permanecer encerrado durante bastante tiempo, encontró extrañamente desalentadora la perspectiva de vivir con una luz uniforme y constante.

—Yo diría que lleváis aquí unos veinticinco días. Pero… ¿y las comidas? ¿No podéis guiaros por ellas para marcar los días?

—¡Comidas! —la rubia esbozó una sarcástica sonrisa—. Cada celda tiene una cesta que los monstruos llenan constantemente con cubos de… Bueno, tenemos diferentes opiniones sobre lo que nos obligan a comer.

—Pies de cuernazul con especias —sugirió con tono ofendido otra mujer alta de ojos marrones, que no tenía ningún rango.

Mierda de cuernazul con especias —añadió la que aún no había hablado, frunciendo el entrecejo exageradamente y provocando las carcajadas de sus compañeras. Llevaba el cabello castaño muy corto, lo cual desentonaba un poco con la convencional belleza de su rostro.

—Éstas son Tradlo, Mistekka y Arvand —dijo Jerene, señalando a cada una de ellas—. Y, como ya habrás advertido, han olvidado cómo comportarse ante un oficial.

—La graduación ya no tiene ninguna importancia para mí —Toller dirigió a las mujeres un saludo informal con la cabeza—. Hablad como queráis, haced lo que queráis.

—En ese caso… —Arvand se acercó a Steenameert, le cogió la mano y le dedicó una afectuosa sonrisa—. Es difícil dormir en una cama solitaria, ¿no estás de acuerdo?

—¡No es justo! —exclamó la rubia Tradlo, desconcertando a Steenameert aún más cuando le tomó el otro brazo—. ¡Todas las raciones deben compartirse por igual!

Toller tenía deseos de salir corriendo en busca de Vantara, pero era evidente por su comportamiento que Jerene estaba ansiosa por seguir hablando con él. Tuvo que conformarse cuando ella le apartó de las demás, creando implícitamente un espacio donde podrían conversar discretamente sobre asuntos de interés.

—Toller, siento haber demostrado esa tendencia a infravalorarte —comenzó a decir de forma vacilante—. Siempre parecías estar alardeando con esa espada… Era tan obvio que tratabas de imitar a tu abuelo que, aunque ahora no resulta tan evidente, todos los que te conocían daban por supuesto que tus ambiciones serían vanas. Pero cualquiera que haya hecho lo que tú has hecho… que haya volado en uno de esos anticuados barriles de madera a través de las negras profundidades del espacio hasta otro planeta… que haya llegado hasta aquí…

»Lo único que puedo decir es que Vantara es la mujer más afortunada de toda la historia, y que nunca mas tendrás que estar a la sombra de tu abuelo. Ya no hay ninguna duda de que tú y él sois iguales.

Toller parpadeó para aliviar un ligero escozor en los ojos.

—Te agradezco lo que has dicho, pero yo sólo…

—Dime una cosa —Jerene adoptó un tono práctico con mayor rapidez de la que Toller hubiera deseado—. ¿Nos han hechizado los monstruos? ¿Cómo es que podemos oír lo que dicen cuando ni siquiera están presentes ni producen ningún sonido? ¿Es magia?

—Nada de magia —le explicó Toller, de nuevo comprendiendo el abismo que se había abierto entre él y los de su especie—. Es la costumbre dussarrana. Han progresado hasta el punto de que ya no necesitan articular las palabras en la boca. Se comunican directamente por las mentes, no importa la distancia que les separe. ¿No os han explicado estas cosas?

—Ni una palabra. Nos tratan como si fuéramos animales en un zoológico.

—Supongo que el espantapájaros con el que me topé me aleccionó a mí porque quería ganar tiempo para conservar la vida —Toller miró con desagrado las galerías de la cúpula que le rodeaban—. ¿Cuándo se comunican con vosotros?

—Hay uno que, por lo que parece, se le conoce como el Director —replicó Jerene—. Éste a veces nos habla durante horas, siempre preguntándonos sobre nuestras vidas en Overland, sobre nuestras familias, nuestras comidas, los sistemas de agricultura y ganadería, las diferencias entre la vestimenta de hombres y mujeres… Nada le parece demasiado trivial.

»Después hay otro, posiblemente una mujer, que nos da órdenes…

—¿Qué clase de órdenes?

Jerene se encogió de hombros.

—Cuándo debemos salir de nuestras celdas, cuándo bajar aquí, al piso principal… ese tipo de cosas. Permanecemos aquí mientras los monstruos abastecen nuestras celdas con más comida y bebida.

—¿Os visita alguna vez en persona ese supuesto Director? ¿Vienen alguna vez a inspeccionaros algunos dussarranos que parezcan ser figuras importantes de su sociedad?

—Es difícil saberlo. A veces vemos grupos de monstruos detrás de esa separación — Jerene señaló una estructura de vidrio con forma de caja que cerraba una de las entradas de la cúpula; después miró reflexivamente a Toller—. Pero… ¿por qué preguntas esas cosas, Toller?

Toller le sonrió ligeramente.

—He perdido un perfecto rehén, y ahora estoy a la caza de otro.

—Pero… después de lo que nos has dicho, es imposible escapar de aquí.

—En eso te equivocas —dijo Toller serenamente, adquiriendo una expresión sombría—. Es posible escapar de cualquier fortaleza… siempre que uno se lo proponga con ahínco, siempre que uno este dispuesto a arriesgarse a hacer la última escapada.


Toller y Steenameert estaban discutiendo sobre los métodos tradicionales y modernos de construir muebles, centrándose especialmente en el diseño de las sillas.

—No olvides que tenemos hierro sólo desde hace unos cincuenta años —dijo Toller—. El diseño de puntales y cuadrales mejorará; el diseño de los tornillos mejorará.

—Eso tiena poca importancia —replicó Steenameert—. Los muebles deben considerarse una forma de arte. Una silla debe ser una escultura además de un artilugio para sostener culos gordos. Cualquier artista te dirá que la madera sólo debería combinarse con madera. Las espigas y la cola de milano son naturales, Toller, y no sólo son más fuertes que los híbridos de madera y metal: tienen una perfección que…

Steenameert continuó hablando, mientras Toller se arrodillaba y examinaba el suelo de la galería con una aguja sacada de su bolsa de emergencia. Toller levantó la vista hacia él y sacudió la cabeza, indicando que la construcción del suelo era demasiado fuerte como para poder romperse por un sorpresivo ataque de alguien que se encontrase debajo.

Estaban en una parte de la galería directamente encima de la separación donde, según la teniente Pertree, a veces se situaban grupos de dussarranos para observarles.

—Sí, pero incluso desde la Migración los ricos han podido emplear los servicios de ebanistas competentes —dijo Toller al incorporarse—. Seguramente para un ciudadano normal y su familia es mejor tener algo donde apoyar el culo (y dudo que muchos de éstos sean gordos), que tener que estar en cuclillas sobre el suelo.

Toller y Steenameert hablaban abiertamente sobre el diseño de muebles, un tema que evocaba imágenes mentales de juntas y armazones, al tiempo que buscaban algún punto débil en la estructura de su prisión. Continuaron la supuesta polémica mientras bajaban por las escaleras hacia la separación de vidrio. Eran novatos, auténticos primitivos en el mundo insondable y tenebroso de la comunicación telepática; pero ya habían aprendido lo suficiente de su experiencia con Divivvidiv como para adivinar que los alienígenas eran vulnerables y podían ser engañados. Era probable que esos intentos pudieran ser escuchados en los procesos mentales más internos, pero los kolkorroneses eran guerreros, y tenían talento para enfrentarse a enemigos de confusa apariencia.

—No puedes negar que las puertas han mejorado con las bisagras y accesorios de hierro —dijo Toller, al llegar a la separación.

En general, resultaba curiosamente similar a lo que habría construido un artesano de Land u Overland para el mismo propósito. Era una estructura rectangular de tres elementos, con un lateral adherido a cada lado de la entrada a la cúpula. Las tres caras del rectángulo iban desde el suelo hasta la parte inferior de la primera galería, y estaban hechas de vidrio desde el nivel de la cintura hasta arriba.

Aun comentando el desarrollo histórico de la carpintería en su planeta, Toller se inclinó de forma aparentemente casual sobre una de las esquinas de la estructura y notó que se desplazaba ligeramente. Sobrepasaba por la cabeza y los hombros a todos los alienígenas que había visto, y además era mucho más corpulento, por lo que podía estimar que su cuerpo debía pesar al menos el triple que el de un dussarrano medio. Su fuerza física podía ser considerada aun superior, debido a las diferencias en la densidad muscular. Estos hechos lo convertían en una potencia a la que Divivvidiv y los de su especie no debían estar acostumbrados a enfrentarse. Había bastantes posibilidades de que una estructura que un dussarrano considerara como una barrera formidable pudiera ser derribada por una embestida de Toller y Steenameert.

Los captores alienígenas contaban con innumerables ventajas frente a los pocos kolkorroneses, pero Toller tenía la esperanza de que se confiaran demasiado, de que estuvieran demasiado seguros de sí mismos. Sus mejores pensadores parecían gastar sus energías en remotas abstracciones —tales como la disolución de las galaxias—, mientras despreciaban amenazas más inmediatas. Eran como ilustres reyes que preparaban sus defensas contra un enemigo global, y mientras tanto se olvidaban del lacayo con el frasco de veneno o de la sonriente concubina con su fina daga…

—Admito que tienes razón respecto de las puertas y demás estructuras semejantes, pero esos son casos especiales —decía Steenameert, asintiendo expresivamente al tantear un panel con el pie—. Allí el metal tiene una función natural; en cambio, cuando se trata de sillas o mesas, siempre está de más.

—Ya veremos —replicó Toller, mientras continuaban su ocioso recorrido por la cúpula.

Llevaban encerrados un tiempo indeterminado, apenas unas pocas horas, pero la naturaleza impaciente y turbulenta de Toller empezaba ya a rebelarse contra la monotonía de la reclusión. Una voz telepática con un indefinido matiz femenino se había dirigido a él y a Steenameert en sus celdas particulares de la primera galería. Toller había inspeccionado la suya brevemente y después, mostrándose no cooperativo por principio, había anunciado que la suya no le gustaba e iba a utilizar otra. Como las celdas eran idénticas y ni siquiera tenían puertas, no había ninguna razón para preferir una a otra, pero la reacción que había esperado provocar no se produjo.

Estuvo tumbado durante un rato en el rectángulo esponjoso que era su cama, pero en seguida se había aburrido. Intentó visitar a Vantara; tenía la esperanza de que su actitud hacia él habría cambiado una vez supiese por Jerene que le habría sido imposible llegar hasta allí con un ejército de rescatadores. No obstante, seguía retirada y aislada en su pequeño enclave; su celda estaba flanqueada por las de las otras mujeres. Para tomarse las cosas con filosofía, Toller abonó a la idea de que el haber sido informada de que estaba a muchos millones de kilómetros de su patria —en vez de a unos cuantos miles—, era más que suficiente para que ella se hundiese en un estado depresivo.

Como su inquietud había ido aumentando, se dedicó a explorar cada una de las galerías de la cúpula. Era lo bastante grande como para albergar veinte veces el número de prisioneros que sumaban ahora, pero ninguno de los despojados compartimentos mostraba signos de una ocupación anterior. ¿Había sido diseñado aquel lugar como prisión? ¿Es que tenían prisiones los dussarranos? ¿O tal vez la cúpula, con su aséptica iluminación sin sombras, era algo parecido a un zoológico? ¿Una jaula de pájaros?

El torrente de preguntas provocó una agitación en su memoria. Justo antes de que se separasen de Divivvidiv —posiblemente para siempre—, la presencia mental del pequeño alienígena parecía haber sido alterada por una misteriosa emoción. Toller la había identificado intuitivamente como culpa; y ahora, mirando hacia atrás, esa identificación le parecía cada vez más exacta. En su momento Toller se había preguntado si estaban siendo conducidos a algún lugar para ser asesinados, pero sus sospechas resultaron infundadas. Entonces, ¿qué sería lo que había causado tal desasosiego en el alma del alienígena?

Estaba también el asunto del Xa, aquel fantástico mar de cristal viviente, y la causa de su presencia en la zona de ingravidez entre Land y Overland. Ahora que la conciencia de Toller estaba saturada con conceptos exóticos, ahora que lo insólito se había convertido en lo normal, podía aceptar la idea de que la función del Xa era proyectar a todo un planeta hasta el centro de una galaxia que se hallaba a millones de años luz.

La primera vez que se enfrentó a tal planteamiento, le había parecido remoto a las realidades de la vida de los planetas hermanos. El concepto le pareció como una burbuja de jabón; un palacio de telarañas construido a partir de pálidas abstracciones. Pero ahora… todo era diferente.

Él, Vantara y unos cuantos compañeros leales estaban prisioneros en un aciago planeta, y…

El entrecejo de Toller se arrugó cuando otros recuerdos comenzaron a aletear ante sus ojos. En el primer hostil encuentro con Divivvidiv, este le había dicho que el salto intergaláctico tendría lugar al cabo de seis días. ¿Había dicho seis días? Sí, lo recordaba bien… y el vuelo a Dussarra había durado unos cuatro días, y aun había pasado más tiempo durante la larga caída…

Un sudor helado abrasó la piel de Toller cuando se dio cuenta de que el tiempo que le quedaba al pequeño grupo de kolkorroneses perdidos podía ser estimado como mucho en unas horas.

O quizás sólo unos minutos…

Capítulo 15

La visión de varias figuras de rostro cadavérico vestidas de negro congregándose detrás de la mampara de vidrio y metal llegó como la respuesta a una plegaria.

Toller se quedó helado a media zancada, tratando de controlar el tumulto de su mente, e intentando pensar y al mismo tiempo no pensar. El comprender que el formidable salto a una parte remota del universo tendría lugar en cualquier momento le había llenado de pesimismo. Necesitaba un nuevo rehén para tener una mínima esperanza de escapar de Dussarra; pero la forma imprevista en que lo había mencionado Jerene había sido una máscara para disimular la desesperación. Su sociedad también se había enfrentado en ocasiones a situaciones de crisis, y aunque no podía establecerse ningún verdadero paralelismo, era incapaz de imaginar que en Overland algún grupo oficial o científico decidiese ir a hacer una visita al zoológico en semejantes momentos.

Y sin embargo, bajo la luz aséptica y mortecina se estaban reuniendo unos cuantos enemigos, quizás incautamente, quizás haciéndose vulnerables a un decidido ataque. Las posibilidades de éxito de los kolkorroneses eran mínimas; pero la mera existencia de posibilidades —por muy infinitesimales que fuesen— era el único acicate que necesitaba Toller.

Atravesó el espacio abierto hasta donde estaban Steenameert y dos de las mujeres —Mistekka y Arvand—, sentados con las piernas cruzadas y enzarzados en una conversación. Ellas levantaron la vista hacia él sin moverse, pero Baten se incorporó en el acto al ver la expresión de Toller.

—Vamos, Baten —dijo Toller en voz baja—. Ocupa tu mente en cualquier cosa, pero sígueme. Ésta será nuestra única oportunidad… —miró a las mujeres—. Id en seguida a decir a Vantara y a Jerene que se preparen; puede que tengamos que marcharnos en seguida.

Acompañado de Steenameert, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, tras la que se reunían ya unos diez dussarranos.

—Iremos por el lado derecho de la caja… —comenzó a hablar en voz alta—. Sí, las uvas negras de Kail producen el vino más apreciado; pero para mi gusto, es demasiado ácido… —bajó la voz —. Creo que podremos golpear con más fuerza por la derecha…

Bloqueando en su mente todo pensamiento estructurado, entregándose a una furia desatada, Toller arrancó en una rápida carrera. El lateral de la caja se amplió en su visión, y vio que las caras grises de ojos perforados se volvían hacia él. Ahora se desplazaba a una gran velocidad, y oía a Steenameert resoplando para alcanzarle. La estructura de metal y vidrio llenaba todo su campo visual, y la voz del instinto le gritaba que se detuviese o sufriría un daño terrible.

Gruñendo como un animal, Toller chocó con el hombro contra la caja, y sintió que el lateral se desprendía de la pared de la cúpula. Steenameert se empotró contra ella casi al mismo tiempo, habiendo decidido lanzarse de pies contra un panel inferior. El lateral de la caja se plegó y se hundió hacia dentro, atrapando a los dussarranos en un estrecho ángulo entre éste y la pared frontal. Una enorme lámina de vidrio cayó sobre Steenameert cuando éste trataba de levantarse, helando a Toller con imágenes de frágiles y cortantes dagas; pero la lámina permaneció intacta y rebotó inofensivamente contra el suelo.

Algunos de los dussarranos emitían débiles aullidos —los primeros sonidos que Toller escuchaba a los alienígenas producir con la boca—, al tiempo que retrocedían con evidente pánico.

—No tengáis tanta prisa en salir —gritó Toller, presionando con el hombro el panel de metal, manteniendo atrapados a los dussarranos—. Tenemos aquí a tres de los vuestros y puede que requieran atención médica.

Examinó a los rehenes casualmente capturados. Dos de ellos estaban aún en pie, y permanecían inmovilizados por la fuerza compresora que él ejercía, con sus rostros lívidos contemplándole a pocos centímetros de distancia. El tercer alienígena estaba encogido en el suelo dentro de un sandwich de metal, posiblemente inconsciente o muerto. Cuando Toller miró ferozmente al par que estaba de pie, no hizo ningún esfuerzo por disimular la repulsión que le inspiraron sus rostros sin nariz y sus bocas de negros labios. Mantuvieron un silencio pétreo, pero la cabeza de Toller estaba llena de un parloteo telepático. Era la destilación mental del puro terror, un recuerdo estimulante de que los dussarranos no eran una raza de guerreros; y en consecuencia Toller lo vio como un augurio favorable respecto de las esperanzas de sus compatriotas.

—Ve a ver si las mujeres están listas para marcharse —gritó a Steenameert—. Mientras tanto, convenceré a estos espantapájaros de que sean razonables y nos dejen salir.

Steenameert asintió con la cabeza y salió disparado hacia el pie de la escalera, donde las mujeres astronautas se habían reunido. Toller volvió su atención a la escena que se producía en la caja. Los alienígenas, todos ellos idénticos dentro de sus desaliñados y oscuros atuendos, estaban detenidos cerca de la puerta. Su fuerte olor corporal saturaba el reducido espacio.

—¿Cuál de vosotros es el jefe? —preguntó Toller—. ¿Cuál de vosotros, monstruos, puede hablar en nombre de los demás?

Los alienígenas no respondieron. Transcurrieron unos segundos sin que hicieran otra cosa excepto contemplar a Toller, con esos ojos de porcelana blanca con agujeros negros. Aunque en su mente no podía oír ninguna voz telepática, no tenía dudas de que estarían transmitiendo alarmas silenciosas. Esto le impulsó a reforzar sus palabras con la acción.

—Veo que os hace falta un poco de firmeza —dijo, dirigiendo a los alienígenas la sonrisa pacífica con la que solía preceder un acto de violencia.

Era un rasgo que había heredado de su abuelo, según le habían dicho, y desde joven lo había cultivado de forma semiinconsciente. Sin más aviso cambió de postura, y bruscamente incrementó la fuerza que estaba ejerciendo contra el panel. Los alienígenas retenidos contra la pared dejaron escapar un sonoro jadeo, contorsionando sus rostros cenicientos con muecas de dolor. Toller estaba casi seguro de haber oído la fractura de un frágil hueso.

—¡Basta, salvaje! —un miembro del grupo que estaba junto a la salida dio un paso al frente—. ¡No puede haber excusa para tal barbarie!

—Quizás no —replicó Toller, haciendo una ligera reverencia—, pero si tú y tu repugnante parentela no hubiérais secuestrado a mis amigos ni los hubieseis encerrado como animales, lo que constituye vuestro tipo de barbarie, nunca os hubierais visto expuestos a mi tipo de barbarie. ¿Comprendéis de qué os estoy hablando? ¿O el concepto de la justicia natural solamente lo aprecian los Primitivos ignorantes?

—Primitivo es la palabra adecuada para ti, Toller Maraquine —replicó la voz del alienígena—. ¿No entiendes que es imposible que abandonéis este planeta?

—¿Y no podéis vosotros entender que abandonaré este planeta de un modo u otro? Y si resulta que la muerte es mi única escapatoria, me llevaré a algunos de vosotros por el mismo camino… —Toller miró a su izquierda y vio que el resto de los humanos había alcanzado la puerta. Para su sorpresa, Vantara estaba al final del grupo y le miraba con ojos inseguros e inquietos.

—Ya estamos aquí, Toller —anunció Steenameert.

—¡Estupendo! —Toller volvió su atención al portavoz de los alienígenas—. Ya que has sido elegido como portavoz, daré por supuesto que posees cierto grado de importancia. Tendrás por tanto el honor de ser mi rehén principal. ¡Acércate!

—¿Qué ocurrirá si me niego?

—Apenas he empezado a estrujar a estos delicados especímenes de la raza dussarrana, y ya han comenzado a crujir sus débiles huesos.

Los dos prisioneros que estaban de pie movieron sus cabezas ansiosamente cuando Toller retiró su cuerpo.

—Si matas a mis ayudantes, perderás la poca ventaja que tienes en este momento.

—Eso sólo sería el comienzo de la matanza —dijo Toller, deseando poder contar con la presencia tranquilizadora de su espada.

Se había formado la opinión de que los dussarranos carecían de valor físico, pero para aumentar su inquietud este alienígena estaba resultando ser inesperadamente terco. En apariencia no se diferenciaba de sus compañeros —el atuendo de múltiples retales oscuros parecía ser universal entre los alienígenas—; sin embargo, este individuo daba la impresión de ser mucho más decidido que Divivvidiv.

Quizás… Una idea increíble comenzó a agitarse en el fondo de la conciencia de Toller. ¿Podría ser que la fortuna haya puesto en mis manos el mejor rehén de todos? ¿Sería posible que esta nada sobresaliente y desagradable figura fuese el rey de los dussarranos? ¿Cuál era el título que Divivvidiv le había dado? ¡El Director! ¿Y su nombre? ¡Zunnunun!

—Dime, espantapájaros —preguntó con voz suave—, ¿cómo te llamas?

—Mi nombre no tiene ninguna importancia —replicó el alienígena—. Permíteme que apele por última vez a tu capacidad de razonamiento. Tu plan, si es que puede calificarse de tal manera esa demente visión, es obligarnos a devolveros al lugar de donde habéis venido, mediante una unidad de resituación instantánea. Desde allí volveríais a los planetas, ya sea en globo o en paracaídas. ¿Es exacto mi resumen de tus ambiciones?

—¡Te felicito, cara de muerto!

La negativa del alienígena a comunicar su nombre fue una nueva inspiración y estímulo para Toller.

—Tal plan nunca tendrá éxito. Miembros más razonables de tu grupo tienen serias dudas sobre tu intento, y a ese respecto demuestran una considerable sabiduría.

Los ojos de Toller fueron de nuevo atraídos hacia Vantara, pero ésta bajó la cabeza, rehusando encontrar su mirada.

—No puedo entrar libremente en detalles en este momento, Toller Maraquine —siguió el alienígena—, pero la verdad es que todos vosotros sois muy afortunados de estar aquí en Dussarra. Debéis de creer lo que…

—Lo que creo es que eres el rey de los dussarranos —gritó Toller, dando salida a una rabia que había inflamado con las nuevas y sutiles amenazas—. ¡Esto va a ir mucho más allá! Si no me dices tu nombre, ¡te juro por mi honor que aplasto a estos tres hasta que la sangre les salga por los ojos!

El alienígena se llevó una mano a su cóncavo pecho.

Me llamo Zunnunun.

—¡Ya me lo imaginaba! —Toller miró triunfalmente a Vantara, Steenameert y las otras—. Ahora te daré…

—No vas a hacer nada —le cortó Zunnunun, silenciándole con una curiosa serenidad—. Había pensado estudiar las relaciones psicológicas entre tú y la mujer por ti escogida, pero me he dado cuenta de que en un estado semejante te matarás a ti mismo, o continuarás causando más problemas de los que mereces. Consecuentemente, he tomado la decisión de poner fin a tu existencia.

Toller sacudió la cabeza y habló con una voz que ya no era humana.

—Haría falta algo más que tú y tus semejantes para poder matarme.

—No, no tengo intención de matarte —el tono psíquico del dussarrano era ahora frivolo, irónico y seguro—. Tu cuerpo permanecerá perfectamente sano, y me será útil para experimentos de reproducción; pero será habitado por una personalidad diferente y más dócil.

—¡No puedes hacer eso!

—Claro que puedo. De hecho, el proceso ya ha empezado, como te darás cuenta si tratas de moverte —la boca de Zunnunun esbozó una fantasmagórica parodia de sonrisa—. Tenías razón cuando sospechaste que nuestro enfrentamiento iba a ir mucho más allá. Entonces estaba convocando a suficientes miembros de mi pueblo como para formar una lente telepática. Esa lente está ahora centrada en tu cerebro, y dentro de pocos segundos dejarás de existir. ¡Adiós, Toller Maraquine!

Toller trató de lanzarse contra el alienígena, pero, tal como éste había predicho, descubrió que era incapaz de moverse. Y algo había ocurrido en su mente. Era una invasión, una sensación de abandono debilitante y vergonzosa —aunque también agradable—, la aceptación del hecho de que la vida de Toller Maraquine II siempre había sido penosa, y que había llegado el momento en que al fin podría desprenderse de esa carga…

Capítulo 16

—¡Doce naves! ¿Eso es todo? —Daseene dirigió a Cassyll Maraquine una mirada reprobatoria—. Creía que podríamos conseguir muchas más.

—Lo siento, Majestad, pero la fábrica está apurada incluso para realizar esa cantidad —dijo Cassyll, ocultando su impaciencia por ser forzado a repetir las mismas declaraciones por tercera vez en una hora—. El principal problema es la falta de motores y accesorios disponibles…

—Pero si he visto cientos de motores amontonados en el viejo patio de armas de Kandell. Los he visto con mis propios ojos… ¡Amontonados!

—Sí, pero son las antiguas unidades de madera de brakka, que han sido reemplazadas por motores de acero.

—¡Bueno, pues en ese caso, que las des-reemplacen! —gruñó Daseene, ajustándose la cofia de perlas.

—No encajarán dentro de las nuevas estructuras —Cassyll, veterano ya de similares entrevistas con la Reina, hablaba en un tono que era la encarnación de la fría sensatez—. Haría falta un tiempo excesivo para adaptar los unos a las otras, y además se han perdido muchos de los elementos accesorios de los antiguos motores.

Daseene estrechó los ojos y se inclinó hacia delante en su silla de alto respaldo.

—A veces, Maraquine, me recuerdas a tu padre.

Cassyll sonrió a pesar del opresivo calor de la sala de audiencias.

—Le agradezco el cumplido, Majestad.

—No es un cumplido, y bien que lo sabes —dijo Daseene—. Tu padre prestó un pequeño servicio a mi marido durante la Migración, y…

—Si me permite su Majestad refrescarle un poco la memoria, salvó la vida a toda su familia —añadió Cassyll fríamente.

—No estoy segura de que fuese tan dramático como dices, pero no importa… Fue útil en una ocasión, y después se pasó el resto de su vida recordándole a mi marido el incidente y exigiéndole favores.

—A mí me honra servir a su Majestad —dijo Cassyll, allanando el terreno para la negociación—, y yo nunca osaría pedir su indulgencia a cambio.

—No, no te hace falta. Simplemente vas a la tuya y haces lo que a ti te conviene. Y ahí está la cosa. Tu padre tenía la costumbre de fingir que hacía lo que quería el rey, y en todo momento estaba haciendo lo que él quería. Tú tienes exactamente la misma costumbre, Cassyll Maraquine. A veces sospecho que eres tú, y no yo, quien gobierna este…

Daseene volvió a inclinarse hacia adelante, con una profunda mirada en sus ojos húmedos.

—No tienes muy buen aspecto, querido amigo. Tienes la cara rojísima y la frente brillante por el sudor. ¿Sufres de fiebres palúdicas?

—No, Majestad.

—Pues algo tienes. Tu aspecto no es bueno. En mi opinión, deberías consultar a un médico.

—Lo haré sin demora —dijo Cassyll.

Anhelaba el momento en que pudiera escapar del calor insoportable de la sala, pero aún no había conseguido el objetivo de su visita. Contrariamente a lo que Daseene acababa de decir, no era el amo absoluto de sus propios asuntos. Contempló el rostro frágil que tenía enfrente y se preguntó si ella estaría jugando con él. Quizás sabía perfectamente que estaba sufriendo por el excesivo calor, y esperaba a que se desmayase o a que se rindiese y le rogase un respiro.

—Bueno, ¿y por qué me estás entreteniendo tanto? —dijo—. Debes de querer alguna cosa.

—Da la casualidad, Majestad, que sí hay algo…

—¡Ah!

—No es más que un asunto rutinario dentro del área normal de mi jurisdicción… pero pensé que, aunque fuese de pasada, debía mencionárselo a su Majestad… no fuera que…

—¡Suéltalo ya, Maraquine! —Daseene alzó la mirada con exasperación—. ¿Qué es lo que pasa?

Cassyll tragó saliva, tratando de aliviarse la sequedad de la garganta.

—La barrera que ha aparecido entre Land y Overland es un asunto de gran interés científico. Bartan Drumme y yo tenemos el privilegio de servir a su Majestad como principales asesores científicos, y después de considerar seriamente todos los hechos, pensamos que debemos de acompañar a la flota que va a…

—¡Nunca! —de repente la cara de Daseene se convirtió en una máscara de alabastro sobre la que un experto artista había pintado una semejanza de la mujer que era antes—. Te quedarás aquí, donde te necesito, Maraquine. ¡Te quedarás en tierra! Y lo mismo tu querido amigo, el eterno jovenzuelo, Bartan Drumme. ¿Está claro?

—Muy claro, Majestad.

—Soy muy consciente de que debes de estar preocupado por tu hijo, al igual que yo temo por la seguridad de mi nieta; pero hay veces en que uno debe hacer oídos sordos a las llamadas del corazón —dijo Daseene, con una voz que sorprendió a Cassyll por su energía.

—Comprendo, Majestad.

Cassyll hizo una reverencia, y se dio la vuelta para retirarse cuando Daseene alzó una mano para detenerlo.

—Y antes de que te marches, permíteme que te recuerde lo que dije antes: debes ver a un médico.

Capítulo 17

El grito de alarma de Steenameert llegó a Toller a través de las oscuras distancias del alma, de las sombrías distancias donde planetas invisibles acechaban en sus recorridos orbitales. Cada planeta era la encarnación de una nueva personalidad, una de las que él estaba destinado a ser, y poco le importaban las trivialidades de su antigua existencia. Lejana y vagamente irritado, se preguntó por qué el joven le estaba llamando. ¿Qué podía ser, en aquellos negros accesos del cosmos, tan importante como para justificar distraerle en un momento como ése, justo cuando iban a tomarse decisiones trascendentales sobre su destino?

¡Pero algo más estaba ocurriendo! Estaba iniciándose una batalla en los tenebrosos paisajes que le rodeaban. Poderosas fuerzas externas estaban concentrándose en la lente física cuya curvatura gobernaba cada aspecto de su futuro…

¡La lente se ha roto!

Liberado de su parálisis física y mental, Toller renacía en un mundo de tumultos. Docenas de figuras de dussarranos, vestidas con sus harapientas ropas negras, corrían bajo la cúpula hacia la caja de separación. Una mujer gritaba. Los alienígenas que Toller había aplastado detrás del panel estaban ahora libres, y se dirigían tambaleándose hacia su jefe. Otros alienígenas que se habían agrupado detrás de Zunnunun corrían a través de la salida hacia partes desconocidas del edificio.

Un dussarrano apareció junto a Toller y le tiró del brazo.

¡Ven con nosotros! —dijo—. ¡Somos tus amigos!

Toller se soltó de la mano de grises dedos.

—¿Amigos?

El alienígena no parecía diferente a los otros que había visto, excepto que aquel ubicuo atuendo de remiendos que colgaba sobre su cuerpo larguirucho se caracterizaba por unas figuras romboidales de color verde parduzco. Toller fue a apartar al recién llegado, y entonces, aceptando la imperiosa orientación telepática, se dio cuenta de que el alienígena pertenecía al grupo que le había hecho volver a su propia existencia sin pérdida de tiempo. La elección no era difícil: quedarse y enfrentarse al invencible director Zunnunun, o abrazar la inesperada oferta de salvación.

—¡Baten! —Toller vio que Steenameert le contemplaba con preocupación—. ¡Tenemos que confiar en esta gente!

Steenameert asintió, al igual que las mujeres que estaban detrás de él. Todo el grupo de humanos empezó a correr en compañía de sus rescatadores, pero las vías de escape estaban bloqueadas por otros dussarranos que se colaban por las múltiples entradas de la cúpula. Las fuerzas de oposición convergieron, y el escenario se convirtió rápidamente en un caos cuando los cuerpos vestidos de negro se enzarzaron unos con otros con todo el carácter grotesco de un espontáneo combate físico.

Toller experimentó en su percepción de la escena rápidos cambios cuando vio que un combate cuerpo a cuerpo de los dussarranos consistía en lanzarse uno contra otro, entrelazar brazos y piernas con los del oponente y tirarlo al suelo. Una vez esto había ocurrido, yacían en el suelo como parejas impotentes, como insectos copulando, cada uno anulando los esfuerzos del otro por contribuir a la batalla. La ventaja, desde el punto de vista de los humanos, era que no usaban ningún arma; los alienígenas luchaban como niños furiosos, y aunque mostraban suficiente hostilidad, carecían de la capacidad para imposibilitar a un enemigo.

Toller se tranquilizó cuando se dio cuenta de que no serían aniquilados en unos sangrientos segundos; pero entonces comprendió el aspecto negativo de la situación. La lucha era demasiado democrática, demasiado parecida a emitir unos votos. En este tipo de combate, el contendiente con mayor superioridad numérica era el que estaba destinado a ganar.

Añorando su espada, se volvió hacia uno del grupo de alienígenas enemigos que se acercaba a él con los brazos extendidos. Toller lo tiró al suelo de un solo golpe cruzado de su puño, y entonces, con instinto asesino, dio una patada en el cuello del alienígena, al mismo tiempo que apartaba a otros dos atacantes.

La sensación de la firmeza viviente transformándose en una masa inerte le hizo saber de inmediato que el dussarrano había muerto, pero aún tuvo una confirmación más dramática en la refriega que ocurría a su alrededor. La conglomeración de alienígenas harapientos —tanto amigos como enemigos— sufrió un espasmo convulsivo, como si una poderosa fuerza invisible los hubiera desgarrado. Los distintos pares se disolvieron, y el aire se llenó con un mudo lamento de angustia. Al instante, Toller y los otros humanos se convirtieron en la única fuerza móvil y concertada en el curioso campo de batalla.

—¿Qué ha ocurrido? —gritó Jerene, guiando a Toller por entre la confusión con su rostro redondo y sus ojos claros.

—Todos los espantapájaros sufren cuando alguien de los suyos muere cerca —replicó Toller, recordando lo que Divivvidiv le había contado de la extraña reacción telepática que acompañaba a la muerte de un dussarrano—. El problema es que los que nos apoyan no se libran de su efecto. Levantémonos y obliguémosles a seguir moviéndose; de otro modo estaremos perdidos.

Los otros seis kolkorroneses respondieron en seguida, levantando a los alienígenas que llevaban ropas distintivas e instándoles a que corriesen. Tuvieron que arrastrarlos o empujarlos durante unos metros hasta que sus miembros recuperaron el ritmo motriz.

El grupo atravesó un arco, entró en un pasillo y continuó su torpe avance hacia una puerta doble en el otro extremo. Otros dussarranos, que parecían ser amigos por sus ropas verdes moteadas, esperaban allí haciendo señales para apresurarles.

—Me llamo Greturk —el alienígena que Toller empujaba alzó la vista hacia él; sus silenciosas palabras estaban cargadas de miedo y de repugnancia—. ¡Pusiste fin a una vida deliberadamente! ¡Te comportaste como un Vadavak! ¿No tienes sentimientos?

—Sí: tengo el fuerte sentimiento de que quiero salir de este lugar.

—No estoy hablando de eso…

—¡Ya lo sé! Estás hablando del reflujo —Toller empujó al alienígena con más fuerza para enfatizar sus palabras—. Será mejor que entiendas que rompería alegremente el cuello de mil dussarranos para obtener mi objetivo; así que prepárate para unos cuantos reflujos más si nos atacan de nuevo.

Sin embargo, las posibilidades de un nuevo ataque se hicieron menores cuando el grupo llegó a la puerta doble y la cruzaron escoltados por manos afanosas. Los lívidos rostros alienígenas danzaban alrededor de Toller —avanzando y retrocediendo en la confusión—, mientras éste escapaba de los confines del pasillo hacia la noche horadada por la luz artificial.

En parte la luz procedía de las fachadas de los edificios rectangulares, pero también parecía haber bloques flotantes de radiación y una profusión de rayos multicolores que arrojaban vividas líneas de color rojo y amarillo intenso. Toller no tuvo tiempo de entretenerse en meditar sobre el exótico escenario, porque un vehículo en forma de huevo —una versión mayor de la que les había transportado a Steenameert y a él a la cúpula— estaba esperando a unos pocos metros. Tuvo la impresión de que su superficie inferior apenas tocaba el suelo. La entrada circular reveló un interior débilmente iluminado, desde donde otros dussarranos hacían señas.

Toller se detuvo junto a la entrada y ayudó a pasar a su gente y a unos cuantos rescatadores al interior del vehículo. En el otro extremo del pasillo aparecieron mas alienígenas, los que, habiendo recuperado ya toda su movilidad, corrían hacia él como pájaros negros aleteando, esforzandose por inhalar el aire.

Toller ya no tenía miedo de sus perseguidores, que podían ser derribados con solo matar a uno de los suyos; pero le acosaba la convicción de que Zunnunun era demasiado astuto como para quedarse al margen durante mucho tiempo, y que en aquel mismo momento estaría reuniendo nuevas fuerzas contra él. De modo que se lanzó al interior del vehículo oval, aumentando la presión de los cuerpos, y la entrada se cerró y desapareció detras de él.

Se produjo un mareante movimiento de cuerpos, indicio de que el vehículo se estaba moviendo y flotando en el aire… Se le ocurrió entonces que no había visto ningún piloto ni nada parecido a un puesto desde donde el piloto pudiera manejarlo, y el pensamiento de que la nave dussarrana podía controlar sus propios movimientos lo sobrecogió.

Estaba tratando de ver algo a su alrededor, intentando verificar la idea, cuando se dio cuenta de que Vantara estaba bastante cerca de él entre la agobiante compresión de cuerpos humanos y alienígenas. Su rostro estaba pálido, aturdido e inmóvil, como si sólo fuera una trágica máscara; y aunque sus ojos se dirigían hacia él, Toller no estaba seguro de que le estuviese viendo. Sintiéndose extrañamente cohibido, trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.

—Ten valor, Vantara —le dijo en un susurro—. Te prometo que pase lo que pasare estaré a tu lado.

Se produjo un extraño momento de eternidad mientras ella escrutaba su rostro, y después, como un perfecto amanecer, le sonrió.

—Toller, mi querido Toller… Siento no haber sido…

—¡No habléis! —les interrumpió Greturk, con un urgente aviso telepático—. No penséis en lo que está ocurriendo; si no, nos seguirán fácilmente. Tratad de olvidar quiénes sois y lo que hacéis. Tratad de convenceros de que no sois más que burbujas de aire que se elevan en un enorme caldero de agua hirviendo… yendo para aquí y para allá… bailando y dando vueltas en recorridos impredecibles…

Toller asintió y cerró los ojos. Era una burbuja que se elevaba en un enorme caldero… yendo para aquí y para allá… siguiendo un recorrido peligroso e impredecible…


Se había quedado tan profundamente absorbido por la disciplina mental, la negación del razonamiento coherente, que apenas se dio cuenta de que el vehículo se había detenido. Estaba de pie, apretujado, casi sin poder moverse por la presión de los cuerpos humanos y alienígenas; y de forma súbita oscilaba ligeramente en un espacio comparativamente amplio, y los dussarranos iban desapareciendo a través de la salida circular que había aparecido en un costado del vehículo. No recibía ninguna comunicación telepática estructurada, pero su cabeza estaba llena de una prisa palpitante. El propio aire parecía trémulo, agitado por una sensación persistente de pánico.

—Debéis desembarcar rápidamente —el silencioso mensaje provenía de Greturk, el único alienígena que había quedado dentro de la nave con forma de huevo—. Hay poco tiempo que perder.

—¿Qué pasa aquí? —pregunto Jerene antes de que Toller pudiera expresar la misma pregunta.

Los labios negros de Greturk se torcieron.

Estamos en medio de un conflicto civil, podríais llamarlo una guerra; la primera en miles de años.

—¡Una guerra civil! —dijo Toller—. ¿y por qué os preocupáis entonces por unos cuantos extranjeros como nosotros?

—Esto os sorprenderá, pero vosotros y el resto de vuestra raza sois el centro de la controversia que divide a la sociedad dussarrana.

Toller miró con perplejidad al alienígena.

—No lo entiendo.

Sé que el Decisionado responsable del proyecto del Xa os ha explicado las razones básicas de nuestra presencia en esta parte de la galaxia. ¿Cuánta de esa información habéis retenido?

—Algo acerca de las cuerdas —replicó Toller, frunciendo el entrecejo—. Una explosión que destruirá docenas de galaxias…

Steenameert se aclaró la garganta y se acercó.

—Nos dijeron que el mar de cristal… el Xa… es una máquina que lanzará vuestro planeta a una galaxia distante, donde estaréis a salvo de la explosión.

—Estoy sorprendido —respondió Greturk, mirando a Toller y a Steenameert al mismo tiempo que señalaba hacia la salida del vehículo—. No es corriente encontrar seres que se hallan en tan temprano estado de desarrollo y que sean capaces de asimilar conceptos tan lejanos a las visiones primitivas, basadas en mitos de…

—No nos complace que nos califiquen de Primitivos —protestó Toller—. Divivvidiv ya lo aprendió de una forma desagradable.

—Quizás por eso os ocultó una información que sabía que provocaría una reacción extrema en vosotros.

—¡Dilo ya! —Toller miró con severidad el lívido rostro del alienígena—. Dilo inmediatamente o te…

—No es necesario que fanfarronees conmigo, Toller Maraquine —replicó Greturk—. Me opuse al proyecto del Xa desde el momento en que se concibió. No soy culpable de ello en ningún modo, y por tanto no tengo por qué ocultarte lo siguiente: que en el instante en que Dussarra sea proyectado a la galaxia objetivo, tu planeta y su vecino dejarán de existir.

Capítulo 18

Al igual que el resto de sus compañeros, Toller quedó tan aturdido por las palabras de Greturk que, a pesar de la pequeña estatura del alienígena, se dejó empujar sumisamente fuera del vehículo. La oscuridad del exterior estaba tan abundantemente perforada como antes por resplandecientes colores, y además había unas columnas curvas y ahusadas en el centro de las cuales oscilaba una capa de verde luminosidad. Sin prestar demasiada atención a lo que le rodeaba, Toller detuvo a Greturk sujetándolo por los hombros, y el resto de los humanos se agruparon a su alrededor.

—¿A qué te refieres? —preguntó, expresándose así por costumbre, aunque la comunicación telepática había sido perfectamente clara, cada palabra cargada con su significado asociado y corroborativo.

Los kolkorroneses sabían que se había pronunciado una sentencia de muerte contra su planeta, pero sus mentes eran incapaces de aceptar la idea. Greturk trató en vano de librarse de la mano de Toller.

Es de vital importancia que sigamos.

—Es aun de más importancia que te expliques —contraatacó Toller, negándose a moverse—. ¿Por qué va a ser destruido Overland?

Los negros ojos perforados de Greturk recorrieron el grupo, y Toller supo en seguida que estaban a punto de ser sometidos a esa desconcertante forma de telepatía mediante la cual pueden implantarse simultáneamente muchos hechos en la mente. Como con Divivvidiv, sintió un rayo de luz cerebral de gran intensidad potencial que empezó a penetrar sin apenas percibirlo en su conciencia…

—Cuando dos planetas hermanos rotan alrededor de su común centro de gravedad, el instrumento en forma de disco conocido como el Xa da vueltas alrededor de ellos. Dos veces en cada órbita el eje del Xa apunta directamente al planeta de Dussarra, una vez cuando es proyectado a través de Land y otra a través de Overland. En uno de esos momentos de perfecta alineación el Xa se activará, poniendo a Dussarra en el centro de sus energías supra-geométricas, las que resituarán el planeta en la galaxia objetivo.

»En ese mismo instante Land y Overland dejarán de existir. Como Overland es el que tiene menos masa de los dos, el impulso de resituación se dirigirá a través de la próxima alineación. Esa alineación ocurrirá en menos de diez minutos a partir de ahora. Si queremos evitar que tenga lugar la resituación, y así salvar a vuestros planetas de la aniquilación, debemos actuar lo antes posible. El Director seguramente soltará a los vadavaks sobre nosotros. ¡Suéltame en seguida y sigúeme!

El momento de comunión terminó, y Toller se encontró totalmente convencido de que era cierto lo que le habían comunicado.

Corrió detrás del pequeño alienígena; se dirigían hacia el círculo formado por las columnas inclinadas hacia dentro, cuyas puntas estaban inmersas en un fuego verde. Vantara iba cogida de la mano izquierda de Toller y Steenameert corría a la derecha de él, a la misma altura que Jerene. Las otras tres mujeres, Tradlo, Mistekka y Arvand, les seguían al mismo paso, y era obvio por la oscura urgencia de sus rostros que habían captado por completo el mensaje de Greturk. Era imposible ver lejos en aquel ambiente de oscuridad por la profusión de bloques luminosos y las líneas entrecruzadas de radiación, pero Toller estaba convencido por alguna razón de que en una amplia zona estarían teniendo lugar aquellas silenciosas batallas. Cientos o quizás miles de dussarranos estarían enzarzados en aquella extraña forma de combate cuerpo a cuerpo, enredados e impedidos, cada individuo contento con inmovilizar a su trasunto del lado enemigo.

—¿Por qué haces esto? —gritó Toller a la espalda de Greturk, dando salida a las dudas que se habían acumulado en su mente desde la huida de la cúpula—. ¿Qué te importa a ti que otros perezcan?

Nuevamente el rayo de luminosidad mental… pero esta vez más rápido… un fulgurante latigazo de conocimiento…

—La sociedad dussarrana está dividida desde hace tiempo por el asunto de la resituación del planeta. A pesar de las diversas declaraciones del Palacio de los Números sobre las cuerdas, muchos ciudadanos siempre han dudado de que existan realmente. Creemos que existen otras interpretaciones que podrían ser válidas a los datos de los exámenes superespaciales. En cualquier caso, nuestra opinión es que la resituación intergaláctica es una respuesta desmedida al problema. Sin embargo, no hemos conseguido convencer al director Zunnunun de nuestro punto de vista, ni reunir a una mayoría que nos apoye.

»La resituación parecía destinada a ocurrir sin ninguna oposición concreta, pero entonces llegaron rumores de que uno de los planetas sacrificados estaba habitado por especies huma-noides. Como un intento para evitar que se extendiese esa información, el Director Zunnunun insistió en que se diseñase la estación de Xa de forma tal que pudiese ser controlada por un solo Decisionado.

»Su plan habría resultado, de no ser por un desarrollo imprevisto. Era preciso que el Xa poseyese un cierto grado de conciencia que le capacitase para controlar su propio crecimiento, pero los especialistas técnicos nunca habían realizado un instrumento de esa magnitud. Se quedaron sorprendidos cuando, al llegar a cierto grado de complejidad, el Xa desarrolló conciencia de sí mismo y personalidad, y comenzó a temer su propia desintegración. A través de los diálogos imperfectamente protegidos entre el Xa y el Decisionado Divivvidiv, los expertos de aquí descubrieron ya sin dudas que una civilización incipiente sería aniquilada como resultado de la resituación, y eso fue suficiente para unir y movilizar las partes de la oposición.

La comunicación telepática, además de introducir en la mente de Toller una serie de duros acontecimientos, estaba espeluznantemente teñida de ansiedad y urgencia. Había una sensación desesperante de que el tiempo transcurría demasiado rápido, de que las invisibles puertas de la oportunidad se iban a cerrar ante sus narices. Trató de correr más para alcanzar a Greturk, pero el alienígena era rápido de pies y mantenía la delantera con facilidad. Ahora estaban a sólo unos cuarenta metros de las columnas aisladas, y Toller vio que otros alienígenas de ropas verdes moteadas estaban aguardando en el centro del circulo. Había al menos seis, algunos haciendo señas a los corredores, otros haciendo fuerza para mover una caja blanca que tema el tamaño y las dimensiones de un pequeño escritorio.

—¿Por qué corremos? —grito la cabo Tradlo cerca de Toller, entrecortando sus palabras con jadeos—. ¿Qué ganamos con agotarnos… si no puede… conseguirse nada?

«Buena pregunta», pensó Toller. Justo se le acababa de ocurrir que tenía poco sentido escapar en el transmisor de materia de los alienígenas a un planeta que estaba a punto de ser destruido.

—Aún puede hacerse mucho —replicó Greturk—. El problema está en hacerlo deprisa.

—¿Qué puede hacerse?

La pregunta surgió de varios humanos al mismo tiempo.

—El objeto blanco que esta siendo arrastrado hacia la placa de transferencia por mis hermanos, es una versión simplificada de la máquina que se usó para transportar este planeta a su presente localización. El plan es llevarlo a Overland y usarlo para desplazar el planeta una corta distancia. Unas cuantas decenas de kilómetros serán suficientes para desestabilizar al Xa y hacer que su eje comience a desviarse. Bajo esas condiciones, la resituación de Dussarra no podrá llevarse a cabo.

Toller se detuvo con un traspié al borde del círculo de luz verde, con la mirada fija en la caja blanca.

—¿Cómo va a mover eso todo un planeta? —dijo con tono de asombro—. Es demasiado pequeño…

Incluso en un momento de prisa desesperada había una nota de ironía en la respuesta de Greturk.

¿Qué tamaño debe tener el punto de apoyo de una balanza, Toller Maraquine?

Antes de que Toller pudiera hablar más se produjo un enorme zumbido que provenía directamente de arriba, donde aparecieron unas hileras de luces en medio de la oscuridad. Las luces estaban en posiciones fijas con respecto a las otras, dando la impresión de pertenecer a una enorme nave espacial que estaba situándose por encima de ellos. El opresivo zumbido aumentaba y disminuía a un ritmo creciente, creando un contundente efecto sonoro que aturdía la mente y el cuerpo.

—¡Corred al centro de la placa! —Greturk se agitaba y revoloteaba como un pájaro protector alrededor del grupo de humanos, azuzándolos para que se moviesen—. ¡No tenemos más tiempo!

Aún cogiendo la mano de Vantara, Toller avanzó hasta el área circular de metal cobrizo, de unos diez metros de diámetro. Steenameert y las otras tres mujeres se apiñaron en el disco con él, y el grupo se aglutinó con unos cuantos alienígenas que se habían reunido alrededor de la caja blanca…

Y de repente, sin ninguna sensación física, el salto interplanetario tuvo lugar.


Las visiones de la noche estridente y llena de luces del planeta Dussarra se desvanecieron en un instante, y una dulce oscuridad envolvió a los viajeros. «Esto es imposible», pensó Toller, paralizado durante un momento por las dudas, dándose cuenta de que, aunque había sido forzado a aceptar intelectualmente la idea del transporte instantáneo, en el fondo siempre había tenido la convicción de que no sería posible. No había sentido siquiera una punzada o un hormigueo en el cuerpo que le informase de que estaba siendo transportado a través de millones de kilómetros de espacio, y sin embargo… Una simple mirada al viejo cielo ricamente adornado le dijo a Toller que se encontraba en las pacíficas praderas de su planeta.

Habiendo crecido en Overland y pasado su vida de adulto volando de una punta a la otra de su superficie, Toller tenía la capacidad casi instintiva de usar el planeta gemelo como un reloj y una brújula. Un breve vistazo a Land, que estaba perfectamente centrado en la cúpula del cielo, le bastó para saber que se hallaba en el ecuador de Overland y posiblemente a unos setenta u ochenta kilómetros al este de la capital, Prad. El hecho de que el gran disco de Land estuviese casi perfectamente dividido en dos partes de noche y día demostraba que el alba estaba próxima a rayar, lo cual confirmaba lo que Greturk había dicho sobre la hora de la resituación de Dussarra.

Cuando volvió su atención a los asuntos terrestres, vio en la penumbra que varios de los alienígenas se habían arrodillado junto a la caja blanca. Habían abierto una pequeña puerta en un lateral, y uno de ellos estaba ajustando algo rápidamente en su interior. Un momento después cerró la puerta de golpe y se levantó de un salto.

—El impulsor está funcionando ahora, y se activará dentro de cuatro minutos… —extendió los brazos y realizó violentos movimientos agitando las manos, una señal que, incluso sin la ayuda telepática, los humanos comprendieron en seguida—. ¡Retiraos tras la línea de seguridad!

Hubo un movimiento general para alejarse de la máquina. Toller sintió unas manos menudas que le instigaban a apresurarse, y entonces se le ocurrió que los dussarranos, a pesar de su apariencia monstruosa, eran unos altruistas de primer orden.

Habían llegado hasta límites extremos y se habían expuesto a peligros insospechados, sin ningún otro deseo que preservar la existencia de una cultura totalmente desconocida. Toller estaba bastante seguro de que no se habría comportado asi en circunstancias semejantes, e inmediatamente sintió una oleada de emociones entremezcladas —respeto y afecto— hacia estos dussarranos. Corrió con los demás —perdiendo el contacto con Vantara—, y se detuvo cuando los otros lo hicieron, a unos sesenta metros del enigmático rectángulo.

—¿Es suficiente esta distancia? —preguntó a Greturk, tratando de imaginar el desencadenamiento de fuerzas de magnitud suficiente como para alterar el letargo de un planeta en el tiempo y el espacio, sólidamente complacido en su sombría órbita.

—Esta distancia es segura —replicó Greturk—. Si el propulsor no hubiera sido construido clandestinamente y con tantas prisas, estaría protegido de forma que no sería necesario alejarse de él. Idealmente, también se habría construido con unos amplios puntos de anclaje, de forma que no pudiera volcarse. El director Zunnunun, al adelantar la hora de la resituación, nos ha obligado a recurrir a planes de emergencia.

Toller frunció el entrecejo, con su mente aún abrumada por las ideas y conceptos parcialmente absorbidos.

—¿Qué le ocurriría a un hombre que estuviese demasiado cerca del impulsor cuando… cuando hiciese lo que tiene que hacer?

—Se produciría un conflicto de geometrías —los ojos de Greturk flotaban como dos lunas en el gris crepúsculo—. Los átomos constituyentes del cuerpo se partirían un millón de veces, en un millón de capas…

—Me dijeron que mi abuelo murió de esa forma —dijo Toller en voz baja—. Debió de haber sido instantáneo e indoloro, pero creo que en ese aspecto no me gustaría parecerme a él.

—Estaremos a salvo mientras nos mantengamos a esta distancia de la máquina —replicó Greturk, mirando a su alrededor—. A salvo de los efectos de la máquina.

—¿Cuanto tiempo falta para que se active el Xa?

Greturk no consultó ningún cronómetro, pero su respuesta fue inmediata:

—Algo menos de siete minutos.

—Y sólo faltan tres minutos para que esa cosa… el impulsor, haga su trabajo… — Toller inspiró con satisfacción y miró a los otros humanos—. Parece que estamos bastante seguros. ¿Qué os parece, amigos kolkorroneses? ¿Nos preparamos para celebrar nuestra salvación?

—¡Estoy dispuesto a tomarme unos cuantos vasos de vino tinto kailiano en cuanto tú lo estés! —gritó Steenameert sinceramente.

Todos los demás humanos prorrumpieron en vítores y agitaron sus brazos para mostrar su acuerdo, observados por los silenciosos alienígenas.

Toller se sintió profundamente agradecido cuando Vantara se acercó a él y apoyó la mano en la suya. Visto bajo la luz naciente previa al amanecer, su rostro era imposiblemente hermoso, y de repente sintió que toda su vida no había sido más que un preludio a ese momento de suprema justificación. Se había enfrentado a un reto digno del auténtico Toller Maraquine, había arrostrado todas las exigencias que se le habían presentado sin echarse atrás, y ahora llegaba el grande y esperado momento de la recompensa…

—Estaba tan ocupado felicitándome por mi buena suerte que casi no he pensado en ti ni en tus compañeros, a los que debemos tanto —dijo a Greturk—. ¿Podréis volver sin problemas a Dussarra?

—Por el momento volver significará tener algunos problemas, pero tengo asuntos más serios de los que preocuparme en este momento —Greturk examinaba los alrededores como si todos los oscuros penachos de hierba pudieran ocultar a un enemigo mortal—. Mi principal temor es que el Director Zunnunun haya enviado a los vadavaks contra nosotros. Desde luego que hemos hecho todo lo posible por dificultar esa persecución, pero los recursos de Zunnunun son mayores que los nuestros…

—¿Qué son esos vadavaks? —dijo Toller—. ¿Son unas bestias feroces que no pueden eludirse?

—No —los pensamientos de Greturk estaban teñidos de una especie de embarazo—. Son dussarranos que nacieron con un defecto importante en las zonas del cerebro relacionadas con la percepción y la comunicación. Están incapacitados para la comunicación directa con otros dussarranos. Para nosotros es lo mismo que para vosotros la sordera.

—Pero… ¿por qué hay que tenerles miedo?

—Ellos no experimentan el reflujo. Son capaces de matar.

—¿Te refieres —dijo Toller, comprendiendo de repente el embarazo de Greturk— a que son como nosotros?

—Para un dussarrano corriente, quitar la vida es una abominación suprema.

—Entonces… la razón de eso no es tanto la ética, como el miedo a la reacción… — Toller sabía que podía ofender al alienígena que tanto los había ayudado, pero fue incapaz de contener sus palabras—. Después de todo, vosotros, nobles dussarranos, estabais dispuestos a aniquilar a toda la población de mi planeta. ¿No ofendía eso vuestra delicada sensibilidad? ¿Está bien matar si se hace a distancia?

—Nosotros hemos arriesgado nuestras vidas para proteger a tu pueblo —contraatacó Greturk—. No decimos que seamos perfectos, pero…

—Te pido perdón por mi ingratitud y mis burdos modales —le cortó Toller—. Pero si estás tan preocupado porque esos vadavaks puedan aparecer de la nada, ¿no es posible ajustar los mandos del propulsor y hacer que actúe antes? Cuatro minutos parecen demasiado tiempo para esperar.

—Elegimos cuatro minutos para dar margen a algunas variables, como tener que retroceder en un terreno difícil. Ahora que la máquina ha sido activada, su proceso interno no puede adelantarse o retrasarse. Tampoco puede anularse para que vuelva a su estado inerte.

Steenameert, que había estado escuchando el diálogo con atención, levantó la mano.

—Si la máquina es inmune a las interferencias… si no puede ser desactivada… ¿no estamos en una posición inviolable? ¿No es demasiado tarde para que el enemigo trate de interponerse?

—Con tiempo suficiente, habríamos construido el impulsor prácticamente inmune a las interferencias —los ojos de Greturk aletearon durante un momento. Tal como está, puede ser neutralizado simplemente si se vuelca…

—¿Qué? —Steenameert dirigió a Toller una mirada de perplejidad—. ¿Sólo con eso ya dejaría de funcionar?

Greturk sacudió la cabeza de una forma sorprendentemente humana. El impulsor no será afectado internamente de ninguna manera, pero si no se mantiene en posición horizontal, con su línea de acción pasando por el centro del planeta, sus energías motrices se derrocharan.

—Entonces… —Toller se interrumpió.

Un ligero aliento frío atravesó su mente, una imperceptible sacudida de inquietud tan diminuta y fugaz que bien podía haber sido producto de su imaginación. Levantó la cabeza, tomando distancia de la conversación, y pasó revista a los alrededores. Nada parecía haber cambiado. La pradera llegaba hasta el horizonte, que se volvía irregular por las bajas colinas del norte; a poca distancia, la cubierta del impulsor resplandecía plácidamente en la luz grisácea del temprano amanecer. Incluso el incongruente grupo de dussarranos y humanos tenía exactamente el mismo aspecto que antes, pero sin embargo se sintió vagamente alarmado.

En un impulso levantó la vista al cielo, y allí, centrado sobre Land y casi tocando el límite del lado oscuro del planeta, había una parpadeante estrella amarilla. Supo en seguida que lo que veía era el Xa, situado a miles de kilómetros más arriba.

Acababa de identificarlo, cuando llegó hasta él una débil voz telepática, tensa, debilitada, torturada, descendiendo desde el cenit:

—¿Por qué me estás haciendo esto, Amado Creador? Por favor, por favor, no me mates…

Con la extraña sensación de un intruso, Toller habló a Greturk en voz baja.

—El Xa es… desgraciado.

—Fue una suerte para todos que la complejidad creciente del Xa nos permitiese…

De repente Greturk se encogió, experimentando un espasmo de dolor, y se volvió hacia el este. Los otros dussarranos hicieron lo mismo. Toller siguió sus miradas, y su corazón tembló al ver que la pradera que antes estaba vacía era ahora el escenario de unas cincuenta figuras vestidas de blanco. Estaban a unos cuatrocientos metros de ellos, y por encima había una elipse de luz verde que se desvanecía con rapidez.

—¡Los vadavaks vienen por nosotros! —Greturk retrocedió inútilmente un paso—. ¡Y están muy cerca!

Toller miró a Greturk.

—¿Están armados?

—¿Armados?

—¡Sí, armados! ¿Llevan armas?

Greturk empezó a temblar, pero su respuesta telepática fue clara y controlada:

—Los vadavaks están armados con enervadores, unos instrumentos de corrección social especialmente diseñados por el Director Zunnunun. Los enervadores son unas barras azules con la punta roja incandescente. El más leve contacto con una de esas puntas causa un dolor intenso, y paraliza durante varios minutos.

—He oído hablar de armas más temibles —dijo Toller desdeñosamente, apretando la mano de Vantara antes de soltarla y apoyando un brazo alentador en el hombro de Steenameert—. ¿Qué opinas, Baten? ¿Les damos una lección a esos pigmeos presuntuosos?

—El contacto con una barra enervadora causa dolor y parálisis —añadió Greturk—. Los vadavaks llevan un enervador en cada mano. El contacto con las dos barras causa la muerte.

—Eso es ya un asunto más serio —dijo Toller con sobriedad, observando la mancha blanca borrosa sobre el fondo verde pardo, que era la única manifestación del enemigo hasta el momento—. ¿Cuánto tiempo para que se produzca la muerte?

—Cinco segundos, quizá diez. Depende principalmente de la envergadura y la fuerza del individuo.

—En diez segundos se puede hacer mucho —replico Toller, secándose la boca al ver que los vadavaks ya habían empezado a avanzar—. Es sólo…

—Tu espada esta en poder del Director Zunnunun, y nunca podrás recuperarla; pero uno de los nuestros la reprodujo con bastante similitud —Greturk hizo una seña con la cabeza a uno de los dussarranos, que se adelantó arrastrando un saco hecho de una tela gris sin costuras—. Esperábamos que los vadavaks no llegasen a ponerse en contacto con nosotros, en cuyo caso habríamos destruido estas armas sin mostrártelas; pero ahora no tenemos otra alternativa.

El dussarrano abrió el saco y Toller sintió una oleada de feroz alegría al ver que contenía siete espadas de característico diseño kolkorronés. Se arrodilló y extendió las manos ansiosamente hacia las familiares armas.

—¡Cuidado! —advirtió Greturk—. Sobre todo, no toquéis las hojas con las manos desnudas. Tienen bordes monomoleculares que nunca pueden mellarse, y penetrarían en vuestra carne como si fuese nieve recién caída.

—¡Espadas! —las facciones de Jerene adquirieron una expresión de enojo, al tiempo que se adelantaba—. ¿Qué quieres que hagamos con esa colección de antigüedades? ¿No podíais haber copiado nuestras pistolas?

Greturk sacudió la cabeza otra vez.

No hubo tiempo… sus mecanismos interiores no son fácilmente visibles para nosotros… Lo único que pudimos hacer en tan poco tiempo fue fabricar cinco espadas de menor tamaño para vosotras las mujeres, más livianas y de menor envergadura.

—Qué considerados —exclamó Jerene sarcásticamente—. Pero tal vez os interese saber que cualquier mujer de las que estamos aquí…

—¡El enemigo ya ha invadido el campo! —gritó Toller con toda la fuerza de sus pulmones—. ¿Vamos a quedarnos discutiendo entre nosotros… o vamos a ir a luchar?

Señaló hacia donde las fulgurantes motas blancas de los vadavaks se extendían sobre el campo de visión, haciéndose mayores colectiva e individualmente, materializándose en cada mancha brazos y piernas, un rostro, y la capacidad de infligir la muerte. En el horizonte detrás de los vadavaks, el sol estaba apareciendo como una rociada de fuego deslumbrante, proyectando un resplandor fatídico y melodramático sobre la arena natural en la que se decidirían los destinos de los tres planetas.

Toller extrajo una espada del saco y la sopesó en la mano, para asegurarse de que el equilibrio no hubiera sido alterado por las maquinaciones de los alienígenas. El tacto de la familiar arma le resultó confortante —el espíritu de su abuelo de nuevo estaba con él—, pero fue menos tranquilizador de lo que esperaba y ansiaba. Siete humanos, de los cuales sólo uno estaba entrenado para manejar la espada, iban a enfrentarse al menos a unos cincuenta alienígenas bien armados. En cualquier caso, su legendario homónimo se habría enorgullecido de tal situación; pero en cualquiera de las versiones de la batalla que Toller pudiera representarse en su mente, no había ninguna en la que no viese muertos entre sus compañeros. Algunos de ellos —si no todos— morirían sin duda; y Toller no encontraba ninguna gloria en ese hecho. Era degradante, brutal, deprimente, obsceno, aterrador…

Pero al mismo tiempo que esos adjetivos desfilaban por su mente, tuvo que reconocer un hecho clarísimo: a menos que la máquina de los dussarranos fuese defendida durante tres o cuatro minutos más, hasta que realizase su vital tarea, todos los hombres, mujeres y niños de Overland serían aniquilados por una descarga inimaginable de energía. Eso, por encima de todo lo demás, debía ser el motivo que gobernase sus acciones en la prueba que se le presentaba.

Contempló su pequeño grupo de guerreros, preguntándose si su cara estaría tan pálida como la de ellos. Sostenían en sus manos las espadas y le miraban con expresiones que parecían transmitir una fe absoluta en su líder. Su confianza era probablemente un legado de aquella época en que Toller fanfarroneaba y se vanagloriaba de su valor en el combate, y ahora estaba desconcertado por la responsabilidad que habían hecho recaer sobre él. Sabían que iban a enfrentarse a la muerte y tenían miedo, y en ese momento de última tribulación se volvían hacia la única fuente de esperanza que podían encontrar. Era bastante probable que ahora considerasen a Toller como un pilar de fuerza y, al darse cuenta éste de su endeblez para jugar ese papel, se sentía aturdido por la culpa y el arrepentimiento.

—Si avanzamos demasiado para ir a su encuentro, nos sobrepasarán por los costados y podrán llegar hasta la máquina para volcarla —se oyó a si mismo decir con voz firme y clara— Tenemos que formar una linea defensiva fuera del radio de seguridad, y hacernos la solemne promesa de que ni un solo vadavak pasará.

»Me gustaría deciros muchas más cosas —los ojos de Toller se encontraron momentáneamente con los de Vantara, y tuvo que reprimir el impulso de extender la mano hacia ella y tocarle la cara—… pero ahora no hay tiempo. Tenemos una importante tarea por delante.

Se dio la vuelta y salió corriendo en un trayecto curvo, hasta un punto en el que se encontró exactamente entre el impulsor y los vadavaks que avanzaban. En unos pocos segundos los demás habían ocupado puestos a su lado, a distancias que sintieron instintivamente que podrían proteger con las espadas. Los vadavaks estaban ahora a unos cien metros, corriendo de prisa hacia ellos, y podía oírse fácilmente el ruido de sus pies susurrando sobre la hierba. Unos puntos de luz roja danzaban ante ellos, como un enjambre horizontal.

Toller apretó con fuerza la espada en su puño y vio que los vadavaks, en lugar de los atuendos harapientos de los ciudadanos ordinarios de Dussarra, llevaban cascos y armaduras Estas ultimas eran de un material reluciente que parecía no producir ningún efecto en la movilidad de sus portadores a pesar de tener el torso y las extremidades cubiertas Los rostros lívidos con negros agujeros brillando bajo los cascos alienígenas daban a los atacantes la semblanza de un ejercito de cadáveres, infatigable porque ya estaban muertos.

Toller alzo la espada en posición de ataque y esperó.

Te pido perdón, Amado Creador —las palabras del Xa se filtraron desde la lejanía del espacio—. No me mates…

Uno de los vadavaks se distanció de los otros, designándose a sí mismo como el primer oponente de Toller, y se lanzó hacia el frente con las dos barras negras extendidas como aguijones. Debía de estar acostumbrado a liquidar a ciudadanos dóciles y no armados, porque se dirigió hacia él con la cabeza y el torso prácticamente descubiertos. Toller le asestó un golpe en su delgado cuello y el alienígena cayó lanzando una fuente de sangre, con la cabeza conectada al cuerpo sólo por una fina tira de tejido. Las barras que sostenía cayeron a los pies de Toller.

Toller las aplastó con el pie, apagando la incandescencia rojiza de sus puntas, y su impulso lo llevó a un tropiezo inmediato con otros dos vadavaks. Aparentemente el par no había tenido tiempo de aprender nada del destino de su compañero, porque se mantuvieron juntos y arremetieron contra Toller con las barras enervadoras separadas apenas unos centímetros. Les arrancó los brazos con dos golpes transversales que cortaron la armadura blanca como si fuese papel. Los alienígenas cayeron al suelo, sus bocas negras en una silenciosa agonía, doblándose sobre los muñones de sus antebrazos.

Toller no les prestó más atención —ya no eran combatientes— y recorrió con la mirada la linea de batalla. Los vadavaks se lanzaban a la refriega con una energía y ferocidad sin merma, pero Toller se animó al advertir que no había caído ningún kolkorronés. La falta de experiencia en el manejo de las armas se compensaba más que de sobra por lo afiladas que eran las hojas, y los vadavaks eran cortados por los sablazos en cuanto avanzaban. La línea de defensa había perdido su regularidad pero seguía intacta, y la ola blanca de atacantes estaba ahora profusamente teñida de rojo, al chocar y tropezar sus miembros con los heridos.

«¿Será posible?», se preguntó Toller. «¿Vamos a salir indemnes a pesar de todo? Debe de quedar poco tiempo para que funcione el impulsor, y si los vadavaks son lo bastante estúpidos como para no cambiar sus tácticas…»

Con el rabillo del ojo percibió fugazmente algo blanco: un alienígena apareció tras uno de los extremos de la línea de batalla, y corrió hacia la forma rectangular del impulsor. Toller salió disparado en una carrera que le permitió interceptarlo a medio camino del margen de seguridad. El vadavak se detuvo patinando sobre la hierba y se volvió hacia Toller, con el mármol lechoso de sus relucientes ojos bajo el casco. Blandía una de las barras enervadoras como si fuese un florete, sacudiéndola y dando estocadas con la punta incandescente, tratando de llegar a hacer contacto con la piel del brazo de Toller que sostenía la espada.

Toller lo desafió con pequeños golpes laterales de su espada, que iban cercenando el extremo de la amenazadora barra. El alienígena la soltó, transfirió la otra barra a su mano derecha y reanudó el duelo, aparentemente sin amilanarse. Toller, plenamente consciente de que estaba dentro del radio mortífero del impulsor, decidió concluir el asunto rápidamente con una serie de golpes imparables. Estaba a punto de lanzarse hacia adelante cuando oyó un ruido a su lado. Se giró justo a tiempo para ver a un segundo vadavak arremetiendo hacia su diafragma con la barra enervadora. Toller hizo todo lo posible por evitar la malévola punta, pero ésta llegó a tocarlo y el dolor se propagó por todo su pecho. Cayó de rodillas, jadeando, y los dos oponentes, ahora avanzando a un paso más pausado, aparentemente saboreando su momento de victoria, se acercaron a él con las barras alzadas.

Un segundo toque de las puntas rojas le produciría la muerte, como le habían avisado, y era obvio que los vadavaks querrían asegurarse administrándole múltiples contactos. Pero él no tenía intención de aceptar la muerte tan fácilmente, habiendo tanto en juego. A pesar del debilitante dolor que inundaba todo su cuerpo, hizo un esfuerzo desesperado por alzar la espada y parar la acometida de las barras, y se emocionó al comprobar que sus brazos respondían casi con velocidad y control normales.

Los vadavaks, comprendiendo bruscamente el peligro, trataron de agredirle con los enervadores, pero ahora su espada se movía velozmente en un arco defensivo casi invisible. Las barras negras fueron destruidas y apartadas en un instante, y Toller se levantó. Uno de los alienígenas salió corriendo para ponerse a salvo; el otro fue traspasado cuando se volvía para huir. Toller retiró la espada del cuerpo contorsionado y de nuevo se sumó a la batalla principal. Advirtió un dolor en las piernas durante los primeros pasos, pero rápidamente desapareció, y sacó la conclusión de que el enervador dussarrano era bastante deficiente cuando se usaba contra un humano robusto y saludable.

Eso le pareció un augurio favorable, pero cuando volvió a la pelea vio que la situación había empeorado en el breve rato que había estado apartado. Una de las mujeres estaba en el suelo rodeada de vadavaks que trataban de punzarle con sus enervadores de refulgentes puntas. Temiendo que la figura inerte pudiera ser Vantara, Toller se abrió paso hacia los atacantes con un áspero grito de rabia. Llegó a ellos al mismo tiempo que Steenameert, cogiéndolos desprevenidos, y en un espacio de tiempo increíblemente breve —un tiempo de feroz niebla roja salpicada de bullentes corpúsculos brillantes— los dos habían reducido al menos a cinco de los enemigos a una masa sangrienta.

La mujer del suelo resultó ser la cabo Tradlo. Uno de los enervadores le había dado en la garganta, y su pelo estaba enmarañado y manchado de sangre: era obvio que estaba muerta.

Toller alzó los ojos y vio que las restantes mujeres se habían dividido en pares, cada uno de ellos ocupado en un estrecho combate. A su izquierda, Jerene y Mistekka se habían encargado de cuatro vadavaks y según las apariencias se desenvolvían bien contra el ataque; a la izquierda, Vantara y Arvand estaban casi ocultas por un gran grupo de alienígenas que presionaban por todos los lados.

Sorprendiéndose del descuido de los alienígenas por un tema esencial como proteger los flancos, Toller hizo una seña a Steenameert con la cabeza y los dos se arrojaron contra el grupo arremolinado de figuras blancas. De nuevo llevaron a cabo una temible matanza en un abrir y cerrar de ojos, inflingiendo terribles heridas sangrantes que derribaban a las víctimas de inmediato o bien las hacían alejarse tambaleándose a ciegas, para desmoronarse y expirar en charcos de sangre.

Seguían llegando más alienígenas de todas partes, pero Toller comenzó a apreciar un cambio en la situación general. Los vadavaks, careciendo incluso de un rudimentario sentido para la batalla, insistían en su ataque con un fervor infatigable a pesar de la manifiesta falta de éxito; y sus fuerzas estaban siendo reducidas rápidamente. Dirigiendo una mirada sobre la compleja escena, Toller calculó que al menos la mitad de los vadavaks estaban aún en pie, y una porción de ellos comenzaba a moverse de modo más lento e inseguro.

Faltaba menos de un minuto para que el impulsor liberase las energías que desplazarían el planeta, y a partir de ese momento, los guerreros de Zunnunun, presumiblemente, no tendrían ya razón para continuar la lucha. Quedarían satisfechos con retirarse en ese momento y poner fin al número de muertos. Sintiendo resurgir su optimismo, Toller se arriesgó a mirar en dirección a Greturk y sus compañeros dussarranos, esperando una señal de que la máquina estaba a punto de funcionar. Sufrió una especie de conmoción al comprobar que los alienígenas habían desaparecido. El único indicio de que habían estado allí antes era una mancha verde en el aire matutino, que se desvanecía con rapidez.

Un instante después Toller tuvo que pagar el precio de haberse distraído del mortífero conflicto que ocurría a su alrededor. Un dolor le recorrió súbitamente cuando algo tocó su hombro izquierdo, y un instante después se repitió la sensación en la cadera del mismo lado. Había sido golpeado dos veces desde atrás con los enervadores, pero esta vez, milagrosamente, el efecto fue menos devastador que la vez anterior y pudo mantenerse de pie. El atacante, que claramente esperaba una muerte rápida y fácil, estaba aún con la boca abierta cuando Toller le lanzo un sablazo con la intención de cortarle el cuello. El golpe no llegó a acertar del todo, debido a su parcial parálisis, y la punta de la espada no llegó más allá de la garganta del vadavak, rajándole limpiamente la tráquea. Éste se llevó la mano a la garganta y retrocedió rápidamente, sólo para ser empalado por detrás con la espada que empuñaba la figura de cabellos oscuros de Mistekka.

—Estos grandes punzones son muy divertidos —dijo a Toller; sus ojos castaños destellando al tiempo que apartaba al alienígena agonizante—. Estoy empezando a comprender por qué siempre llevas uno.

—¡Pero no te descuides!

Apenas había hablado Toller cuando oyó un aullido de dolor procedente de Steenameert. Se dio la vuelta y vio que su amigo estaba rodeado por cuatro vadavaks que trataban de estoquearlo con los enervadores; al menos uno de ellos había logrado hacer blanco.

—¡Aguanta de pie, Baten! —gritó Toller.

Se lanzó hacia allí, seguido inmediatamente por Mistekka y la figura más robusta de Jerene. Cayeron sobre los atacantes de Steenameert en una arremetida asesina que, en lo que pareció un simple pestañeo, tuvo un efecto notable en el equilibrio de las fuerzas. Steenameert había sido golpeado por los enervadores varias veces, y estaba derrumbándose a pesar de los esfuerzos de Arvand por mantenerlo en pie; pero cuando Toller echó un vistazo alrededor se le levantó la moral al ver que se les estaban acabando los oponentes vivos. De las fuerzas atacantes originales, sólo quedaban dos de pie en la inmediata cercanía, y estaban totalmente ocupados con Jerene y Mistekka.

Otros tres vadavaks, tras haberse enfrentado por primera vez a un enemigo fuerte y armado, se retiraban desalentados, huyendo a través de la pradera hacia el punto en donde se habían materializado. Los únicos otros movimientos de los alienígenas, advirtió Toller con alivio, ocurrían en la alfombra blanca y roja de heridos. Era una tragedia haber perdido a una de las kolkorronesas, pero…

—¡Detrás de ti, Toller!

El grito de advertencia de Jerene llegó demasiado tarde. Toller oyó el repentino movimiento espantosamente cerca, y se dio cuenta de que se había confiado demasiado. Había creído con demasiada seguridad que los diminutos vadavaks no tenían la tenacidad de un auténtico guerrero. Ahora sintió una curiosa sensación debilitante en la pantorrilla de la pierna izquierda. No hubiera podido decir que fuera de dolor, pero sin embargo había recibido la herida más seria de su vida. Bajó la mirada y vio que una espada kolkorronesa, casi con seguridad la de Tradlo, le había llegado hasta el hueso de la pierna. Chocó hacia atrás con el vadavak herido que había estado tumbado sobre el suelo, fingiéndose muerto y esperando su oportunidad de atacar. El alienígena suspiró y se apartó rodando, hasta que la punta de la espada de Jerene lo encontró.

—Tenemos que acabar con todos —gritó Jerene—. ¡Sin piedad!

—¡Manteneos lejos de la máquina! —gritó Toller, preguntándose por qué Vantara no mostraba más su capacidad como comandante de Jerene—. ¡Va a detonar, o lo que sea, en cualquier momento!

Jerene asintió e indicó a las combatientes que se separasen más de la caja, que ahora resplandecía como nieve recién caída en la luz del amanecer.

—Y será mejor que echemos un vistazo a tu pierna.

—No es…

Toller se miró la pierna y sintió un mareo momentáneo al ver una gran boca roja abierta atravesándole la pantorrilla. La sangre resbalaba por el tobillo hacia el suelo, y de las profundidades de la herida le llegó la fugaz visión del hueso. Cuando trató de mover la pierna, su pie permaneció obstinadamente fijo en el suelo.

—Hay que coser eso ahora mismo —dijo Jerene con voz dura y desprovista de emoción—. ¡Que alguien me traiga los instrumentos de campaña!

Toller se dejó tender en el suelo junto a Steenameert, que empezaba a mostrar signos de recuperar la conciencia. Sintió náuseas, y se alegró de poder ceder toda la responsabilidad a otro durante un rato, incluso cuando comenzó el dolor de la costura. Con las manos entrelazadas apoyadas sobre la barbilla, Toller apretó los dientes y trató de olvidarse del dolor pensando en el impulsor. ¿Cómo sería el momento crucial? ¿Oirían grandes explosiones o se cegarían con destellos de luces? ¿Y por qué necesitaba tanto tiempo la maldita caja para liberar toda su energía?

—Seguramente han pasado más de cuatro minutos desde que llegamos aquí —dijo a aquellos que se habían reunido alrededor para observar cómo le arreglaban la pierna—. ¿Qué os parece? ¿Veis que ocurra algo?

Steenameert, que estaba tumbado de cara al cielo, sorprendió a Toller respondiendo a su pregunta como si nunca hubiera estado inconsciente.

—No sé lo que hará esa maravillosa caja blanca, Toller, pero creo que algo extraño ocurre allá arriba.

Señaló directamente hacia el cenit y los otros siguieron su indicación. Toller torció la parte superior del cuerpo, gruñendo al molestar involuntariamente el trabajo que le estaban haciendo en la pierna, y miró al centro del cielo. El enorme disco de Land estaba dividido en partes iguales por el límite de iluminación, y justo en el medio de la línea central aparecía la parpadeante estrella amarilla que los observadores conocían como el Xa. Pero habían tenido lugar algunos cambios desde que Toller lo vio por primera vez.

El Xa se había vuelto mucho más brillante —ahora parecía un sol en miniatura, y sus parpadeos se habían vuelto tan rápidos que casi se fundían unos con otros. Toller pensó que había estado tan preocupado con el impulsor de Greturk y los acontecimientos que lo rodeaban, que prácticamente se había olvidado del impulsor infinitamente mayor que se había expandido en la zona de ingravidez. La atención general centrada en el distante Xa pareció abrir una puerta telepática:

—¡No puedo creer que estes haciéndome esto, Amado Creador! —el mensaje cargado de angustia llegó a través del espacio áureo—. Después de todo lo que he hecho por ti, estás adelantando el momento de mi muerte… Te lo imploro, Amado Creador, no me niegues unos minutos más de tu valiosa compañía…

—¿Qué está pasando aquí? —gruñó Toller, arrancando la aguja y la sutura de los dedos de Jerene e incorporándose hasta sentarse—. Greturk nos dijo que esa maldita caja de trucos haría su trabajo antes que el Xa… antes de que Dussarra fuese lanzado a otra galaxia, pero tal como van las cosas…

Se quedó en silencio, y un sudor frío brotó de su frente cuando se dio cuenta de que él y todo lo que conocía —todo su planeta, de hecho— podía estar al borde de la destrucción instantánea.

Steenameert se incorporo sobre un codo.

—Tal vez sea imperfecto el aparato de Greturk. Nos dijo que lo construyeron con demasiadas prisas. Los dussarranos cometen errores también, y puede que el mecanismo de retraso del que habló no haya…

La voz de Steenameert se apagó y sus ojos se abrieron más al señalar con un dedo tembloroso algo que había detrás del hombro de Toller.

Toller siguió su mirada y maldijo brutalmente al ver algo que tenía el poder de consternarle, incluso en ese momento de acontecimientos pasmosos y cruciales. Era la figura resplandeciente de un vadavak que se había escondido durante los momentos caóticos del final de la batalla, para aparecer ahora junto a la caja del impulsor. El entrenamiento profesional debía haberle hecho más fuerte que los dussarranos normales, porque mientras los humanos observaban petrificados se agachó, puso las manos debajo del impulsor, y después lenta pero ininterrumpidamente se enderezó.

El impulsor se inclinó al unísono con su movimiento y cayó sobre un lado. Un instante después, casi como si hubiera sido activado por el impacto, algo en el interior de la caja mecánica comenzó a emitir un chirrido.

Toller trató de levantarse, pero su pierna izquierda se negó a sostener su peso y se derrumbó dolorosamente sobre el suelo.

—Éste es el último aviso —gritó, sufriendo el tormento de no poder moverse—. Hay que levantar la máquina; si no, ¡estaremos perdidos!

Miró a las tres mujeres que estaban ante él, deseando que realizaran lo que él no podía. Mistekka y Arvand seguían contemplándolo, como congeladas por un nuevo temor. Vantara cayó de rodillas, se cubrió la cara y comenzó a sollozar.

—Espero que me asciendan por esto —exclamó Jerene.

Se levantó de un salto, cogió la espada y se lanzó a correr hacia el impulsor. La fuerza de sus sólidos miembros, el ímpetu de un corredor de carreras, la impulsó a través de la entorpecedora hierba a una velocidad que Toller dudó poder igualar, incluso estando sano.

El solitario vadavak, demostrando un valor y resistencia mucho mayores que los de sus derrotados compañeros, decidió no retirarse. Se dirigió hacia Jerene y, cuando estaba a unos pasos de ella, se lanzó hacia sus tobillos. Ella lo paró parcialmente con un sablazo —un toque encarnado se añadió inmediatamente a la paleta descolorida de la escena— pero el alienígena logró rodear con sus manos una de las espinillas de Jerene y la hizo caer. Después siguió un momento en el que fue imposible ver lo que estaba ocurriendo, un momento en el que Toller quedó mudo por la ansiedad, y entonces Jerene se levantó y siguió corriendo.

Al llegar ella, el chirrido emitido por el rectángulo blanco pareció intensificarse. Jerene agarró el borde superior más cercano y trató de empujarlo hacia abajo, pero la caja resistió sus esfuerzos. Corrió al lado opuesto y desapareció de la vista al agacharse para poder ejercer mayor fuerza sobre el gran cajón. Y entonces, con una lentitud capaz de destrozar los nervios, el impulsor rotó hasta su posición normal.

En menos de un abrir y cerrar de ojos, Jerene había reaparecido detrás del impulsor y emprendido la carrera —con la cabeza hacia atrás y los miembros borrosos— hacia los aterrados observadores. Había cubierto quizás un tercio de la distancia, cuando de repente el impulsor se calló. En ausencia de su frenético chirrido pudo percibirse otro mensaje de histeria con una claridad silenciosa y espeluznante, descendiendo desde la remota cúspide del cielo:

—¡No me mates, Amado Creador! ¡No…!

Toller, con el rostro contorsionado en una mueca inhumana de terror, miró por detrás de Jerene y vio el lustroso armario del impulsor que cambiaba de apariencia. Centelleaba y emitía pálidas imágenes expansivas de sí mismo, versiones estratificadas de la realidad que fluían hacia fuera para abarcar todo lo que podía verse del espacio y del tiempo.

Jerene corría a través de la brillante matriz de lo que era y lo que podía ser, y a Toller le pareció que estaba gritando su nombre. Con un impulso agonizante de sus miembros se incorporó y trató de dirigirse hacia ella.

Pero sobre Jerene toda la cúpula del cielo había empezado a temblar y deformarse. Unos aros concéntricos de brillo cegador palpitaban y fluían hacia fuera desde el Xa, y chocaban con las emanaciones de la caja blanca con discordancias insoportables…

«Están ocurriendo demasiadas cosas al mismo tiempo», pensó Toller en los extremos más salvajes del terror.

«Todo esta ocurriendo al mismo tiempo…»

Capítulo 19

Una oscuridad profunda, aterciopelada e infinita —una noche que estaba fuera de toda la experiencia previa de Toller— invadió de repente la escena. Fue como si todo el planeta hubiera sido cubierto por un velo opaco. La negrura de arriba se hizo aún más intensa por el hecho de que el impulsor, después de su exhibición de hechicería tridimensional, fulguraba ahora como un bloque enorme de hielo fluorescente, proyectando una laguna de luz sobre el silencioso campo de batalla.

Toller estaba inmóvil, parpadeando, tratando de adaptar sus ojos a las extrañas nuevas condiciones, cuando Jerene se acercó a él y se dejó detener por sus brazos. Se abrazó a él durante unos instantes, temblando y respirando ásperamente, luego se irguió y retrocedió un paso. Por un momento Toller casi creyó que iba a dedicarle un saludo formal, como tratando de reparar la ruptura de la rigurosa disciplina. Vantara, que se encontraba cerca de ellos, avanzó y enlazó sus brazos con los de él.

Toller apenas era consciente de su presencia mientras miraba al impresionante vacío de los cielos. Al principio le había parecido que la oscura bóveda celestial estaba totalmente despejada, pero a medida que sus ojos fueron adaptándose, empezó a percibir puntos de luz fríamente remotos que podían identificarse como estrellas. Eran débiles y dispersas en comparación con las que había conocido durante toda su vida, y tan pobres en su emisión de luz que pasó un tiempo considerable hasta que fue capaz de captar la característica más desconcertante de todas:

El planeta hermano Land había desaparecido. En su lugar, en la corona del cielo, no había más que unas cuantas motas de luz dispuestas en curiosas configuraciones.

Steenameert, superando su parálisis, pudo levantarse detrás de Toller y hablar con la voz de pasmo de un niño.

—Todo ha sido en vano, Toller. Hemos sido despedidos. Este lugar ya no es el nuestro.

Toller asintió, sin atreverse a replicar, con su mente y su alma aún entregadas al negro vacío que ocupaba su visión. «Claro que hemos sido despedidos», se dijo Toller. «Éste es el aspecto que tendrá el universo cuando haya envejecido…»

—Qué oscuridad —susurró Vantara, apretándose contra Toller—. No me gusta nada, y tengo frío.

—En ese caso —dijo Toller, desenredándose con decisión de los brazos de ella—, sugiero que empecemos a recoger material para hacer un fuego. Todavía debe faltar mucho para el amanecer, si es que amanece alguna vez aquí.

—¡Claro que amanecerá! —Vantara, enojada por el rechazo simbólico de él, tomó por un instante la ofensiva—. ¿Cómo no iba a amanecer? Pero… ¡qué idea tan estúpida!

Toller comprendió con pesar que ella no tenía ni idea, no había comprendido lo más mínimo la serie de acontecimientos cruciales a los que el grupo había sobrevivido. Su propia percepción, derivada de los diálogos telepáticos con Divivvidiv y Greturk, era nebulosa y fragmentaria; pero de algún modo estaba convencido de que Overland, en vez de ser aniquilado, había sido proyectado a alguna región inconcebiblemente remota del universo.

Y el «universo» en el que pensaba ahora no era la entidad limitada y bien definida que solía venir a su mente cuando los científicos kolkorroneses usaban esa palabra. Era aquel esquivo concepto filosófico, vago, intangible y exasperante al que Divivvidiv se había referido como el «continuo espacio-tiempo». Toller había captado el concepto en el momento de su instrucción telepática, pero a pesar de sus esfuerzos, la comprensión se había ido debilitando desde entonces, como el recuerdo nostálgico de un sueño.

Ahora casi había desaparecido, quedando sólo su influencia en la forma de pensar. Sin ser capaz de justificar con palabras aquella idea, estaba preparado para creer que las fuerzas incomprensibles liberadas por el Xa en su agonía podían haber desplazado a Overland en el tiempo y el espacio, quizás hacia el futuro de algún cosmos paralelo.

Le parecía difícil recordar por qué se había enamorado alguna vez de Vantara; y ahora, contemplando su bello pero petulante rostro, sintió abrirse un abismo infranqueable entre los dos. Ella había cerrado su mente, y como consecuencia de ningún modo podía compartir la principal preocupación de Toller en aquel momento.

En una ocasión, durante las largas horas del vuelo a Dussarra, él había preguntado a Divivvidiv cómo sabía que el artefacto de resituación no depositaría el planeta en las profundidades del espacio interestelar, demasiado lejos del sol como para que pudiesen hacerse «pequeños» ajustes para corregir la posición. Divivvidiv, posiblemente incapaz de encontrar una buena respuesta, se había escabullido de la pregunta con algunos comentarios sobre la «coalición de probabilidades», y abstrusas «características auto- generadas por el diseño del Xa» que al final debían solucionar el problema de las «zonas de viabilidad biológica» y las «dinámicas orbitales».

Ahora Toller tenía que preguntarse si habría un sol escondido detrás de la masa inerte del planeta. Tendría que producirse un amanecer normal en pocas horas, o si no Overland se enfriaría cada vez más, y todos sus habitantes perecerían en la oscuridad infinita. Sólo había una forma de obtener la respuesta, comprendió Toller, y era esperando. Y no tenía ningún sentido esperar en la oscuridad…

—¿Por qué no está todo el mundo recogiendo madera? —gritó jovialmente, apartándose renqueando de Vantara—. Busquemos un lugar agradable, lejos de los horribles cadáveres de los alienígenas, y encendamos un buen fuego para confortarnos durante la noche.


Animados por la perspectiva de dedicarse a una tarea domestica, Steenameert, Mistekka y Arvand se alejaron inmediatamente hacia un grupo de arbustos, cuyos contornos habían aparecido gradualmente bajo la luz de las estrellas. Vantara dirigió a Toller una mirada prolongada —que él interpretó como de desdén—; luego se dio vuelta y lentamente se encaminó tras los otros, dejándole con la sola compañía de Jerene.

—Tu tobillo necesita muchos más puntos, pero no hay luz suficiente —echó un vistazo al impulsor, que ahora se había convertido en una mancha rectangular de color gris—. Ahora te vendaré la herida, y mañana terminaré el trabajo como es debido.

—Gracias —dijo Toller, dándose cuenta de repente de que era incapaz de caminar sin ayuda.

La herida, aunque era bastante seria, parecía insignificante en comparación con su tamaño; y se sintió mortificado al descubrir que sentía frío, malestar y debilidad. Permaneció de pie pacientemente mientras Jerene le enrollaba la pantorrilla con una venda del equipo de campaña.

—En esto se demuestra la utilidad de mi educación campesina —dijo, terminando el vendaje con un nudo experto.

—¡Gracias otra vez! —Toller habló con burlona indignación, agradecido por haber sido distraído de su preocupación por el sol—. Mañana por la mañana podrás ponerme nuevas herraduras en los cascos; pero mientras tanto, ¿me ayudas a acercarme al fuego con los otros?

Jerene se levantó, paso un brazo alrededor de su cintura y le ayudó a caminar hacia el centelleo de luz naranja que ya había empezado a llamear en la oscuridad. Toller descubrió que avanzar por la hierba crecida era mucho mas difícil y doloroso de lo que esperaba, y se sintió aliviado cuando Jerene se detuvo un momento a descansar.

—Ahora merezco doblemente un ascenso —dijo, jadeando—. Pesas casi tanto como mi cuernazul…

—Me encargaré de arreglar lo de tu promoción en cuanto… —Toller se interrumpió, dudando si hacer promesas de un futuro que podía no existir—. Fuiste muy valiente corriendo a la máquina. La sangre se me heló por el miedo de que no pudieras alejarte a tiempo…

—¿Por qué estabas tan preocupado? —murmuró Jerene— Después de todo, ya había conseguido lo que me había propuesto hacer.

—Puede que fuese porque… —Toller sonrió, dándose cuenta de que Jerene estaba practicando un viejo juego con él, y de repente, mientras permanecían juntos en la oscuridad, ese juego se volvió más importante para él que todos sus temores por el futuro del planeta. La atrajo hacia sí y la beso con tierno ardor.

—La condesa va a ver lo que estamos haciendo —dijo Jerene, sin dejar de ser provocativa mientras el beso terminaba, y exhalaba su aliento caliente junto a su boca—. Y no va a gustarle…

—¿Que condesa? —dijo Toller, y ambos empezaron a reírse, mientras se abrazaban en aquella oscurísima noche.


Toller no esperaba poder dormir. Su herida había comenzado a palpitar como una máquina en marcha, y le resultaba inconcebible que pudiera quitarse la carga de la conciencia respecto a si su planeta estaría perdido en un vacío sin estrellas. Pero el calor del fuego resultaba agradable, y se sentía bien con Jerene echada a su lado, cubriéndole el pecho con una mano. Descubrió que estaba mas cansado de lo que creía.


Abrió los ojos con un sobresalto, tratando de solucionar el problema urgente de decidir dónde estaba. El fuego se había reducido a unas ascuas blanquecinas, pero producía luz suficiente para permitirle ver las figuras durmientes del pequeño grupo de guerreros, y de nuevo la gran pregunta repiqueteó en sus sienes. Alzó de golpe la cabeza, haciendo que Jerene suspirase en su sueño, y examinó los límites del planeta.

En una parte del horizonte, había un débil pero inconfundible reflejo de luz nacarada.

La visión de Toller se volvió borrosa por las lágrimas cuando captó el maravilloso significado de aquel vacilante resplandor, y se dejó caer para descansar.

Capítulo 20

La reina Daseene había sufrido un grave ataque, el cual probablemente tendría consecuencias fatales.

A medida que la noticia de la tragedia inminente empezó a correr desde Prad a otras ciudades y comunidades menores de Overland, la gente —ya angustiada por los inexplicables acontecimientos del cielo— se volvió aún más huraña y deprimida. Aquellos que tenían creencias religiosas o supersticiosas sostuvieron que la enfermedad de la Reina había estado predicha por la serie de augurios que habían transformado de un modo tan radical el aspecto del cielo. E incluso aquellos que no tenían tiempo de entretenerse con lo sobrenatural habían sido afectados por la conciencia de que algo muy extraño había sucedido al amanecer, tres días atrás.

Los madrugadores que se encontraban en el exterior en el momento crucial fueron extremadamente gráficos en sus relatos. Habían hablado del pavoroso momento inicial durante el cual una fuente feroz de luz amarilla, como un sol en miniatura, había aparecido en el cenit, centrada en el disco de Land. Apenas se había acostumbrado el ojo al intruso cósmico cuando múltiples capas de luminosidad, concéntricas hacia diferentes fuentes, habían irrumpido en un conflicto palpitante en el cielo del amanecer.

Y después, como increíble último acto del drama cósmico, el cielo había… muerto.

La misma palabra —muerto— se había empleado una y otra vez. Brotaba espontáneamente de los labios de observadores incultos que se habían pasado sus vidas bajo un cielo lleno de extravagantes configuraciones de luz, derramándose en adornos astronómicos de todo tipo.

El cielo pareció morir cuando de golpe Land se apagó, y lo mismo ocurrió con la Gran Rueda y un montón de espirales plateadas, miles de estrellas incontables, de las cuales las más brillantes formaban la constelación del Árbol, los riachuelos irregulares de nebulosa radiación que se extendían por las galaxias como delicados bucles, los cometas cuyas colas ahusadas y resplandecientes dividían el universo, los meteoros fugaces que animaban la cúpula de la noche, uniendo durante unos instantes una estrella con otra… Todo eso había desaparecido en un instante, y ahora el cielo parecía muerto…, más que nada por esos puntos de luz fríos, apartados e infinitamente remotos que, en vez de iluminar el cielo, servían solamente para enfatizar su falta de luz.

Toller Maraquine observaba la puesta de sol desde un balcón de su casa orientado hacia el sur, apoyado en sus muletas. Tenía ante él una bebida caliente sobre la ancha balaustrada de piedra, pero de momento la había olvidado mientras contemplaba el cielo, que adquiría unos colores aún más oscuros y sombríos. Reprimió un estremecimiento cuando la extrañeza de la oscura cúpula celestial se hizo más y más evidente.

No era sólo la ausencia del planeta hermano lo que le transtornaba; había pasado gran parte de su vida «fuera» de Overland, donde había contemplado la detallada convexidad del otro planeta suspendido sobre ellos —algo que la mayoría de los habitantes eran incapaces siquiera de imaginar—, y se acostumbraba con rapidez a los cambios del entorno. Su sensación de desconcierto, tenía que admitirlo, provenía del desolado vacío de la noche nocturna. Esforzándose al máximo por ser pragmático, sereno y racional, había tratado de sacudirse la sensación. ¿Qué más daba —se había preguntado— que el irrelevante cielo nocturno contuviese un billón de estrellas o simplemente unas cuantas? ¿Afectaría esa condición a la producción de una cosecha en un sólo grano? No.

Pero el problema era que la tranquilizadora respuesta negativa no era capaz de proporcionar tranquilidad suficiente. No tenía la menor idea sobre qué destino habrían seguido Land o Dussarra —por lo que él sabía, era como si esos planetas ya no existiesen en ninguna parte—, pero comprendía con una exactitud desoladora y estéril que Overland había sido, usando las palabras de Steenameert, «despedido». Ésta era una región extraña del continuo espacio-tiempo. Tenía esa cualidad estremecedora. De algún modo, en un abrir y cerrar de ojos, Overland había sido proyectado a un universo decadente que se había vuelto viejo y frío…, y la pregunta fundamental seguía planteada: ¿podría la vida humana, individual y colectiva, seguir igual que antes?

Físicamente, no parecía haber ningún obstáculo que impidiese que los hombres y mujeres de Kolkorron pudieran vivir sus vidas como sus antecesores habían hecho desde el comienzo de la historia. Pero ¿sería posible que la horrible sensación de aislamiento, de habitar un punto apartado en los negros desiertos del infinito, pudiera alterar el futuro de la raza?

Land y Overland —dos planetas hermanos tan próximos entre sí que estaban unidos por un puente de aire— podían haber sido la obra de un Diseñador cósmico para persuadir y atraer a sus habitantes a realizar viajes interplanetarios. Y, una vez dado el primer paso crítico, el universo había parecido provisto de tesoros astronómicos tan cargados por las fuerzas de la vida, que al aventurero le habría resultado imposible volverse atrás.

El pueblo de Toller había estado predispuesto por su entorno espacial a mirar hacia fuera, y a creer que su futuro se basaba en moverse hacia fuera en un universo fértil y acogedor. ¿Cómo se sentirían ahora? ¿Aparecería alguna vez un héroe con la suficiente visión y coraje, la suficiente talla como para mirar a las estrellas remotas y heladas del nuevo y desolado cielo de Overland, y proponerse conquistarlas?

Harto ya de abstracciones, Toller dio la espalda a la puesta de sol rojo-dorada y tomó un sorbo de su coñac caliente. Además de calentado, el licor había sido aderezado con especias y mantequilla para contrarrestar el frío del aire del crepúsculo. Encontró su familiar calor enormemente reconfortante, mientras observaba a su padre y a Bartan Drumme moverse nerviosamente alrededor de los telescopios instalados en el balcón. A sus ojos, los dos hombres mayores se habían convertido en pilares graníticos de fortaleza intelectual y sentido común en un universo móvil, y su respeto hacia ellos había crecido más allá de toda medida. Estaban comentando una extraña anomalía científica, una curiosa lesión en el tejido de la nueva realidad, que hasta el momento había sido advertida por relativamente poca gente.

—Es bastante irónico —decía Cassyll Maraquine—. No sería una exageración decir que, sumando todas las fábricas estatales, hay un considerable número de ingenieros y técnicos altamente calificados bajo mis órdenes. Pasan la mayor parte del tiempo investigando con los instrumentos de medida más exactos que pudimos inventar, pero sin embargo ninguno de ellos vio nada.

—Sé justo —murmuró Bartan—. No hay ningún cambio en la forma en que los círculos se relacionan con los círculos, y casi todos vosotros…

Cassyll sacudió su canosa cabeza.

—¡No hay excusa, amigo mío! Hizo falta que un simple empleado de la cervecería de Cardapin, ¡un barrilero!, se abriera camino hasta mí a través de todas las malditas barreras que los burócratas insisten en levantar a pesar de los tenaces esfuerzos que uno hace por impedirlas. Desde entonces he sacado al hombre de su modesta ocupación y le he dado un puesto en mi equipo personal, donde…

—Dime una cosa, padre —le interrumpió Toller, en quien había crecido la curiosidad—. ¿Qué es todo este lío de los anillos y los círculos y las ruedas y eso que tanto os desconcierta? ¿Qué puede haber que sea tan intrigante y extraño en un círculo corriente?

—Un círculo siempre ha tenido ciertas propiedades fijas, al igual que las otras figuras geométricas, y ahora esas propiedades han sufrido un cambio repentino —dijo Cassyll, en un tono solemne—. Hasta ahora, como bien sabes, la circunferencia de un círculo ha sido exactamente igual a tres veces su diámetro. Ahora, sin embargo, si hicieses la prueba, descubrirías que la proporción de la circunferencia respecto al diámetro es ligeramente mayor que tres.

—Pero… —Toller trató de asimilar la idea, pero su mente se negó a ello—. ¿Qué significa eso?

—Quiere decir que estamos muy lejos de donde estábamos —comentó Drumme con una mueca en los labios que insinuaba que lo que había dicho era muy profundo.

—Sí, pero… ¿qué importancia tiene eso para nuestras vidas?

Cassyll resopló mientras quitaba la tapa del ocular de un telescopio.

—¡Se nota que habla un hombre que nunca ha tenido que ganarse el pan con los negocios o la industria! Diseñar y calibrar de nuevo cierta clase de maquinaria va a costar al estado una verdadera fortuna. Y además habrá gastos de oficina, de contabilidad y…

—¿De oficina?

—Piénsalo un momento, Toller. Tenemos doce dedos en las manos; por lo tanto, contamos de forma natural en base doce. Eso, junto con el hecho de que la circunferencia de un círculo era exactamente tres veces el diámetro, hacía todas las cuestiones de cómputos absurdamente fáciles. A partir de ahora, sin embargo, todo eso va a ser más difícil; y hablo de asuntos tan rudimentarios como que un barrilero tenga que aprender a hacer los aros más anchos para sus barriles. Mira, por ejemplo…

—Dime una cosa —cortó Toller, ansioso por impedir uno de los digresivos discursos de su padre—, ¿cuál es el nuevo radio? Yo tendría que saber eso al menos.

Cassyll dirigió una expresiva mirada a Bartan.

—Ha habido algunas discusiones sobre ese punto. He estado muy ocupado, con los perturbadores acontecimientos de Palacio y esas cosas, como para realizar personalmente las medidas. Algunos miembros de mi personal afirman que el nuevo radio es tres y un séptimo, lo cual, desde luego, es absurdo.

—¿Por qué absurdo? —dijo Bartan, con cierto acaloramiento.

—Porque, amigo mío, tiene que haber una armonía natural en el mundo de los números. Tres y un séptimo no encajarían con nada. Estoy seguro de que cuando se realicen las mediciones con la precisión debida se descubrirá que la nueva proporción razonable para…

Toller permitió que su atención se alejase de lo que prometía ser una discusión interminable, de las que tanto gustaban a su padre y a Drumme. Deseó que Jerene estuviese a su lado, pero había ido a visitar a su familia al pueblo de Divarl y no volvería hasta el día siguiente. Cansado de estar de pie junto a la balaustrada, se dirigió trabajosamente hasta un sofá, se tumbó y dejó a un lado las muletas. Su pierna, ahora que se hallaba en proceso de curación, se había vuelto rígida y capaz de producirle un dolor agudísimo cuando la sometía a cualquier clase de tensión. Vivir con aquella herida —siempre ideando estrategias para evitar las irreprimibles descargas de agonía— era para Toller una experiencia enervante y agotadora, y se alegró de poder tumbarse.

—Hijo, debieras retirarte a tu habitación y entregarte al sueño nocturno —dijo Cassyll Maraquine amablemente, colocándose de pie ante el sofá—. La herida es más seria de lo que crees.

—Todavía no; prefiero quedarme aquí un rato —sonrió a su padre—. Creo recordar que teníamos conversaciones similares en el pasado, cuando yo era un niño. ¿Me vas a mandar que me vaya a la cama tanto si quiero como si no quiero?

—Ya eres demasiado grande como para que te trate así. Ademas, estoy demasiado ocupado y no quisiera que me agobiasen con llamadas para pedir agua.

—Y tallos dulces —se burló Bartan Drumme desde el balcón—. No olvidéis los tallos dulces.

—¡Tallos dulces! —Toller se incorporó sobre un codo—. ¿Eso es lo que yo…?

—Sí, aunque parezca un extraño chupete para el que han empezado a llamar «el Deicida» —dijo Cassyll—. No lo sabías, ¿verdad? Uno sólo puede imaginarse qué historias estará propagando tu amigo Steenameert, pero me han dicho que en todas las tabernas del reino circulan los relatos de cómo fuiste volando hasta un país que estaba más allá de los cielos y mataste a miles de dioses… o demonios… o una mezcla promiscua de ambos, para salvar a Overland de ser devorado por un gran dragón de cristal.

Cassyll hizo una pausa, pareciendo arrepentido.

—Ahora que reflexiono sobre ello, sospecho que aún unos labradores borrachos de cerveza entienden lo ocurrido igual o mejor que yo. Toller, todo eso que te explicaron a través de la mente, sin hablar… ¿No recuerdas nada, ni siquiera una pista, de lo que significaba el término espacio-tiempo? Me encantaría saber por qué dos palabras que no tienen ninguna conexión lógica pueden unirse de esa manera particular.

—No puedo ayudarte —dijo Toller con un suspiro—. Cuando Divivvidiv me hablaba dentro de la cabeza yo entendía todo lo que decía; pero sus mensajes estaban escritos en el humo. Todo se ha desvanecido. Busco significados, y sólo encuentro vacío. No un verdadero vacío, sino un vacío poblado de ecos, una sensación intensa de que unas enormes puertas se están cerrando para siempre, de que yo voy demasiado lento y llego demasiado tarde. Lo siento, padre. Ojalá no fuese así.

—No importa, haremos el viaje sin ayuda —Cassyll trajo una manta gruesa hasta el sofá y la extendió sobre Toller—. Las noches son más frías ahora.

Toller asintió y se puso cómodo, abandonándose a la fastuosa sensación de ser bien atendido y no tener responsabilidades inmediatas. Notaba una pulsación caliente en la pierna, y los médicos habían predicho que de ahora en adelante cojearía; pero eso le daba aún más derecho para relajarse como un niño al abrigo del calor, seguro bajo una manta que, mejor que la más sólida armadura, le protegía contra todos los elementos del mundo exterior.

Dentro de aquel refugio seguro, con la mente nublándose por la modorra, Toller trató de definir su posición en aquel universo desconocido. Cuánto se había perdido… La Reina estaba muriéndose, incapaz de enfrentar o siquiera comprender la realidad de que el planeta en el que había nacido —y al que tanto ansiaba volver— ya no existía. Su sueño de una sola nación que abarcase dos planetas se había desintegrado en sólo un instante. Era un bonito sueño, con el cual Toller había congeniado instintivamente; pero ya no existían las astronaves, con su carga comercial y cultural, recorriendo las invisibles rutas mercantiles entre Land y Overland. ¿Qué habría ahora, en vez de eso?

Más cansado de lo que creía, Toller se sintió incapaz de seguir reflexionando sobre los misteriosos y esquivos enigmas del futuro. Comenzó a entrar y salir del estado consciente, y en cada retorno a la lucidez el cielo se hacía más oscuro y las estrellas más abundantes, y parecían más brillantes de lo que esperaba. El balcón estaba también oscuro, porque su padre y Bartan Drumme se encontraban en aquellos momentos ocupados en realizar cálculos y comparaciones.

Toller escuchó la susurrante actividad durante un tiempo indeterminado… dormitando a ratos, comprendiendo a medias los fragmentos lejanos de la conversación… y poco a poco su humor comenzó a cambiar. Ahora veía que, posiblemente por la impresión de la batalla y el extremo cansancio, se había dejado intimidar por el nuevo cielo, se había dejado abatir y desalentar por él. Se había preguntado si Kolkorron encontraría alguna vez campeones capaces de afrontar la hostilidad del negro vacío, y en el momento de plantearse la pregunta el pesimismo lo había cegado demasiado para darse cuenta de que ya estaba en compañía de esos héroes.

Cassyll y Bartan eran dos hombres de mediana edad, cuya inversión en el antiguo orden de las cosas había sido mucho mayor que la suya, y cuya apuesta por un futuro inquietante tendría que ser proporcionalmente menor, pero… ¿acaso se habían dedicado a la autocompasión? ¡No! Su reacción había sido la de desenvainar sus espadas, las espadas de la mente; y en ese mismo momento, tranquilamente y sin ninguna fanfarria, se habían lanzado a la nada despreciable tarea de sentar las bases para una nueva astronomía.

A medio camino entre la vigilia y el sueño, Toller comenzó a sonreír.

Su padre y Bartan Drumme hablaban en voz baja para no turbarle el descanso, pero los susurros penetraban en las casi realidades de la mente soñolienta con más facilidad que los gritos:

—…cinco planetas observados en el sistema local hasta el momento, Bartan… contando el planeta doble como uno, o sea… si hemos localizado cinco en tan poco tiempo, es bastante lógico suponer que habrá otros, ¿no crees?…

«Tengo que levantarme ahora mismo y tomar parte en lo que está pasando…»

—…casi parece imposible: un planeta de color crema circundado por un gran anillo…

«…pero quizás ya habré hecho suficiente por hoy…»

—…confirmo tus cálculos iniciales, Cassyll… algo muy cercano a una inclinación de veinte grados, lo que significa que Overland tendrá estaciones a partir de ahora…

«Jerene estará conmigo mañana por la mañana, y con su ayuda pronto seré capaz de trabajar…»

—…el pueblo, especialmente los granjeros, deben prepararse para afrontar los cambios producidos por las estaciones…

«…estaciones y razones, razones y estaciones…»

—…tengo una curiosa premonición sobre el planeta del anillo, Bartan; tiene un aspecto tan excepcional, tan portentoso, que debe estar destinado a jugar un papel importante en nuestros asuntos futuros…

Toller cayó fácilmente en un sueño profundo, tranquilo y reparador.


Cuando se despertó, el balcón estaba silencioso y desierto, signo de que la noche estaba bastante avanzada. Descubrió que le habían cubierto con más mantas, para protegerle del frío creciente del aire. El cielo tenía exactamente el mismo aspecto que la primera vez que lo vio. Allí arriba, suspendida, había una constelación desconocida; y un tinte de luz nacarada en el horizonte empezaba a superponerse a la mas pálida de las escasas estrellas.

Esta vez la atención de Toller fue captada por lo que parecía ser un planeta doble que se hubiera elevado sobre la radiación de luminosidad previa al amanecer. En un impulso apartó las mantas y trató de ponerse de pie, frunciendo los labios en silencio cuando la herida de la pierna le exigió su correspondiente tributo de dolor. Cogió las muletas y avanzó trabajosamente a través del suelo embaldosado hasta el telescopio más cercano. Su lesión le complicó la tarea de dirigir y enfocar el instrumento; pero al cabo de unos segundos consiguió mirar a través del ocular.

Y allí, suspendido ante él en la negrura aterciopelada, había un brillante planeta acompañado por una gran luna. El integrante mayor del par era de un color azulado, y mientras sus ojos estaban absorbidos por el radiante espectáculo, Toller sintió una especie de frío misterioso y furtivo que le recorrió la espina dorsal.

—Puede que tengas razón sobre el planeta del anillo, padre —susurró—. Pero, por alguna razón, me pregunto…


FIN

Titulo original: The Fugitive Worlds

Traducción: Pilar Alba

© 1989 by Bob Shaw

© 1990 Editorial Acervo SRL Julio Verne 5 — Barcelona

ISBN: 84-7002-434-5

Edición digital: Carlos Palazón

Revisión: abur_chocolat

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