El prado

Jacob no llamó.

Billy contestó la primera vez que telefoneé y me dijo que Jake seguía en cama. Me entrometí al preguntarle -para asegurarme- si le había llevado al médico. Me contestó que sí, pero, por algún motivo, no obtuve una respuesta concreta y la verdad es que no le creí. Llamé a diario varias veces durante los dos días siguientes, pero no me contestó nadie.

El sábado decidí ir a verle sin la maldita invitación, pero la casita roja estaba vacía. Aquello me asustó… ¿Estaba Jacob tan enfermo que había sido necesario ingresarlo? Me detuve en el hospital de camino a casa, pero la enfermera de recepción me dijo que no habían estado ni Jacob ni Billy.

Hice que Charlie llamara a Harry Clearwater en cuanto volvió del trabajo. Esperé con ansiedad mientras charlaba con su viejo amigo. La conversación parecía prolongarse sin que se mencionara siquiera a Jacob. Al parecer, era el propio Harry quien había estado en el hospital para someterse a unas pruebas cardiacas. La frente de Charlie se pobló de arrugas, pero Harry le restó importancia y se burló de él hasta que Charlie volvió a reír. Sólo entonces preguntó por Jacob, y la conversación por su parte no me dio demasiadas pistas, únicamente un montón de síes y varios «hum». Tamborileé con los dedos sobre la encimera de la cocina hasta que puso su mano sobre la mía para detenerme.

Al final, colgó el auricular y se volvió hacia mí.

– Harry dice que ha habido más de un problema con las líneas telefónicas y por eso no has podido contactar. Billy le ha llevado al médico local y al parecer tiene una infección vírica, mononucleosis. Está realmente cansado y Billy ha dicho que nada de visitas -me informó.

– ¿Nada de visitas? -inquirí atónita.

Charlie enarcó una ceja.

– No empieces a ponerte plasta, Bella. Billy sabe lo que le conviene a Jake. Muy pronto estará en pie y por aquí. Sé paciente.

No presioné más. Charlie estaba inquieto por Harry. Obviamente, aquello era lo importante, y no le iba a fastidiar con mis nimias preocupaciones. En vez de eso, me dirigí a mi habitación como una flecha, encendí el ordenador y me conecté. Navegué hasta encontrar un sitio web médico on line e introduje el término «mononucleosis» en el campo de búsqueda.

Todo lo que supe sobre ello es que se suponía que se transmitía con el beso, lo cual era a todas luces imposible en el caso de Jake. Leí rápidamente los síntomas… Tenía la fiebre, sin duda, pero ¿y el resto? No padecía una gran irritación de garganta ni estaba fatigado ni sufría jaquecas, al menos no antes de volver a casa después del cine. Él mismo había dicho que estaba «como un roble». ¿De verdad podía haber desarrollado los síntomas tan deprisa? El artículo parecía indicar que la irritación era lo primero en aparecer…

Miré fijamente la pantalla del ordenador y me pregunté cuál era la razón exacta por la que estaba haciendo aquello. ¿Por qué me mostraba tan… desconfiada? ¿Por qué iba a mentirle Billy a Harry?

Probablemente me estaba comportando como una tonta. Sólo estaba preocupada y, siendo sincera, también bastante asustada porque no me permitieran ver a Jacob… Eso me ponía nerviosa.

Seguí leyendo en diagonal el resto del artículo en busca de más información, pero me detuve al llegar a la parte en que decía que la mononucleosis podía llegar a durar más de un mes.

¿Un mes? Me quedé boquiabierta.

Billy no podía imponer su voluntad a las visitas tanto tiempo. Por supuesto que no. Jake se iba a volver loco si estaba tanto tiempo tirado en la cama sin hablar con nadie.

De todos modos, ¿de qué tenía miedo Billy? El artículo especificaba que un enfermo de mononucleosis debía evitar la actividad física, pero no decía nada de visitas. La enfermedad no era muy infecciosa.

Resolví que iba a darle a Billy una semana antes de ponerme avasalladora. Una semana era un plazo bien generoso.


La semana se me hizo larga. El miércoles ya no estaba segura de conseguir mantenerme viva hasta el sábado.

Aunque había decidido dejar solos a Billy y Jacob durante siete días, no había creído de verdad que Jacob estuviera de acuerdo con la norma impuesta por Billy. Todos los días corría al teléfono para revisar los mensajes del contestador. No hubo ninguno.

Hice trampas en tres ocasiones e intenté llamarle, pero las líneas telefónicas seguían sin funcionar.

Me encontraba muy, muy, muy sola. Demasiado. Al estar privada de la compañía de Jacob, de la adrenalina y de las distracciones, se me empezó a echar encima todo lo que había estado reprimiendo. Los sueños volvieron a castigarme con saña. No veía el final, sólo aquella horrible vacuidad, la mitad del tiempo en el bosque, la otra mitad en un mar de helechos donde la casa blanca ya no existía. En ocasiones, Sam Uley estaba en el bosque y me vigilaba otra vez. No le presté atención, ya que no hallaba ningún consuelo en su presencia, no me hacía sentirme menos sola. Eso no impedía que me despertara gritando una noche tras otra.

La brecha de mi pecho estaba peor que nunca. Me había creído capaz de tenerla bajo control, pero me encorvaba sobre ella día tras día, apretando los bordes y jadeando en busca de aire.

Sola no me manejaba bien.

Sentí un alivio más allá de toda medida la mañana en que me desperté -entre gritos, por supuesto- y recordé que ya era sábado. Hoy iba a llamar a Jacob e iría a La Push si no funcionaban las líneas de teléfono. De un modo u otro, sería un día mejor que cualquier otro de la última semana de soledad.

Marqué el número y aguardé sin grandes esperanzas. Estaba desprevenida cuando Billy contestó a la segunda llamada:

– ¿Diga?

– Eh, oh, vaya. ¡El teléfono vuelve a funcionar! Hola, Billy. Soy Bella. Sólo llamaba para saber cómo se encuentra Jacob. ¿Ha mejorado como para recibir visitas? Estaba pensando en dejarme caer por allí…

– Lo siento, Bella -me interrumpió Billy; me pregunté si estaba viendo la tele, ya que parecía distraído-. No está.

– Ah -necesité un segundo para asimilarlo-. Entonces, ¿se encuentra mejor?

– Sí -Billy vaciló durante un instante que se hizo eterno-. Resultó que al final, después de todo, no era mononucleosis, sino algún otro virus.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde está…?

– Se ha ido con los chicos a dar una vuelta en Port Angeles… Creo que iban a ver un programa doble o algo así. Se ha marchado para todo el día.

– Bueno, qué alivio. He estado tan preocupada… Me alegra mucho saber que se ha recuperado bastante como para salir.

Mi voz sonaba terriblemente falsa y empeoró hasta que terminé farfullando.

Jacob se encontraba mejor, pero no lo bastante para llamarme. Se había ido con sus amigos y yo estaba sentada en casa, echándole más de menos a cada hora que pasaba. Me sentía sola, aburrida, preocupada, herida… Y ahora, también desolada al comprender que la semana que habíamos estado separados no había tenido el mismo efecto sobre él.

– ¿Querías algo en particular? -preguntó Billy con amabilidad.

– No, en realidad, no.

– Bueno, le diré que has llamado -me prometió-. Adiós, Bella.

– Adiós -contesté, pero ya había colgado.

Permanecí durante un momento con el teléfono en la mano.

Jacob debía de haber cambiado de idea, tal y como yo temía. Iba a aceptar mi consejo y no desperdiciar su tiempo con alguien que no podía corresponder a sus sentimientos. Noté que la sangre huía de mi rostro.

– ¿Algo va mal? -me preguntó Charlie mientras bajaba las escaleras.

– No -mentí mientras colgaba el auricular-. Billy dice que Jacob se encuentra mejor. No era mononucleosis. Eso es estupendo.

– ¿Va a venir él aquí o vas a ir tú allí? -preguntó distraídamente mientras comenzaba a rebuscar por la nevera.

– Ninguna de las dos cosas -admití-. Se ha marchado con otros amigos.

Al final, el tono de mi voz le llamó la atención. Charlie alzó los ojos y me miró con repentina alarma. Se quedó inmóvil, con el paquete de lonchas de queso en la mano.

– ¿No es un poco pronto para el almuerzo? -pregunté con toda la despreocupación de la que fui capaz en un intento de distraerle.

– No, sólo estoy guardando algo para llevarme al río…

– Ah, ¿te vas a pescar hoy?

– Bueno, me ha llamado Harry y no está lloviendo… -había apilado un montón de comida mientras hablaba. De repente, alzó los ojos de nuevo, como si hubiera comprendido algo-. Oye, ¿quieres que me quede contigo ahora que Jake está fuera?

– No importa, papá -le respondí, esforzándome por sonar indiferente-. Los peces pican más cuando hace buen tiempo.

Me miró fijamente con la indecisión grabada en el semblante. Sabía que se preocupaba, que temía dejarme sola en el caso de que volviera a ponerme depresiva otra vez.

– Lo digo de verdad, papá -rápidamente inventé una mentirijilla, ya que prefería estar sola a tenerle todo el día mirándome-: Creo que voy a llamar a Jessica. Tenemos que estudiar para un examen de Cálculo y su ayuda me vendría muy bien.

En parte era cierto, pero de todos modos iba a tener que resolverlo sin su ayuda.

– Es una gran idea. Has pasado mucho tiempo con Jacob y tus otros amigos van a pensar que te has olvidado de ellos.

Sonreí y asentí como si me importara algo lo que pensara el resto de mis amigos.

Charlie comenzó a caminar, pero de pronto dio media vuelta con expresión preocupada.

– Pero vas a estudiar aquí, en casa, o en la de Jess, ¿verdad?

– Claro, ¿dónde, si no?

– Bueno es sólo que, como ya te dije, quiero que te andes con cuidado y procures evitar los bosques.

Estaba tan distraída que me costó un minuto comprenderle.

– ¿Más problemas con los osos?

Charlie asintió con cara de pocos amigos.

– Hay un montañero perdido… Los guardias forestales encontraron su campamento a primera hora de la mañana, pero no hay señales de él por ninguna parte. Hay algunas huellas realmente grandes de animales… Por supuesto, pudieron haber acudido después al olor de la comida… De todos modos, ahora están tendiendo trampas por allí.

– Ah -repuse distraídamente.

En realidad, no escuchaba sus advertencias. Me alteraba mucho más la situación con Jacob que la posibilidad de que me mordiera un oso.

Me alegraba de que Charlie tuviera prisa. No iba a esperar a que llamara a Jessica, por lo que no tendría que seguir adelante con la charada. Realicé todos los movimientos apropiados, incluso recoger los libros del instituto sobre la mesa de la cocina para guardarlos en mi bolsa, y eso, probablemente, ya fue demasiado. Charlie hubiera sospechado de no haber estado deseando irse a pescar.

Estaba tan ocupada fingiendo hacer cosas que el cruel vacío del día que me aguardaba por delante se me vino encima una vez que se hubo ido. Decidí que no me iba a quedar en casa después de contemplar durante dos minutos el silencioso teléfono de la cocina. Consideré mis opciones.

No iba a llamar a Jessica. Hasta donde sabía, se había pasado al lado oscuro.

Podía ir en coche hasta La Push y recoger la moto, una idea atrayente de no ser por un problema insignificante: ¿quién me iba a llevar a urgencias luego, cuando lo necesitara?

O… ya tenía nuestro mapa y la brújula en el coche. Estaba casi segura de haber comprendido el método lo bastante bien como para no perderme. Tal vez hoy pudiera descartar un par de líneas y despejar el programa para cuando Jacob decidiera volver a honrarme con su presencia. Me negaba a pensar cuánto tiempo podía pasar, o si iba a ser para siempre…

Sentí una punzada de culpabilidad al comprender cómo le iba a sentar aquello a Charlie, pero la ignoré. Hoy no me podía volver a quedar en casa.

A los pocos minutos me encontraba en el ya conocido y embarrado camino que llevaba a ningún sitio en particular. Conducía con las ventanillas bajadas todo lo deprisa que era razonable para mi vehículo mientras disfrutaba del viento sobre mi rostro. El día estaba nublado, pero casi seco, un tiempo realmente bueno en el caso de Forks.

Necesité más tiempo para ponerme en marcha del que hubiera invertido de haber estado con Jacob. Después de aparcar en el lugar de costumbre, tuve que estudiar la aguja de la brújula y las marcas del mapa -ahora gastado- durante un cuarto de hora largo. Me adentré en los bosques una vez que estuve razonablemente segura de seguir la línea correcta de las coordenadas.

El bosque era un hervidero de vida ese día, ya que todas las pequeñas criaturas habían salido a disfrutar de la momentánea sequedad. No sabía la razón, pero el lugar tenía un aspecto más siniestro que otros días a pesar de los silbos y graznidos de los pájaros, el zumbido de los insectos alrededor de mi cabeza y el ocasional correteo de los ratones entre los arbustos. Me recordaba a mi más reciente pesadilla. Sabía que eso se debía únicamente al hecho de que estaba sola y echaba de menos el despreocupado silbido de Jacob y el sonido de otro par de pies por el suelo húmedo.

Cuanto más me adentraba en el bosque, mayor era el desasosiego. Respirar comenzó a ser difícil, no a causa del ejercicio, sino porque volví a tener problemas con el estúpido agujero del pecho. Mantuve los brazos pegados al torso e intenté desterrar la pena de mi mente. Estuve a punto de volverme, pero me repateaba desperdiciar el esfuerzo ya realizado.

El ritmo de las pisadas anestesió el dolor y me insensibilizó frente a mis pensamientos mientras seguía caminando a duras penas. Al final, logré acompasar la respiración y me alegré de haber perseverado. Esto de andar campo a través se me empezaba a dar mejor. Podía jurar que iba más deprisa.

Hasta ese momento no me había dado verdadera cuenta de lo mucho que había avanzado. Debía de haber cubierto algo más de seis kilómetros sin que todavía hubiera empezado a buscar por los alrededores, y entonces, con una brusquedad que me desorientó, crucé bajo el arco formado por dos arces para -abriéndome paso entre los helechos, que me llegaban hasta el pecho- entrar en el prado.

Estuve segura de que se trataba del mismo lugar al primer golpe de vista. Jamás había visto un claro tan simétrico, con una redondez tan perfecta, como si alguien hubiera arrancado a propósito los árboles -sin dejar evidencia alguna de tal violencia en la ondeante hierba- para crear un círculo impecable. Por el este se oía el suave borboteo del arroyo.

El lugar no resultaba tan apabullante sin la luz del sol, pero seguía siendo sereno y muy hermoso. Era una mala estación para las flores silvestres y el suelo rebosaba una densa hierba muy alta que se balanceaba al soplo de la brisa como si fueran las olas de un lago.

Se trataba del mismo lugar… Pero no, allí no estaba lo que había ido a buscar.

El desencanto fue casi tan inmediato como el reconocimiento. Me dejé caer de rodillas allí mismo, al borde del claro, y empecé a respirar entrecortadamente.

¿Para qué ir más lejos? Nada me retenía allí, nada, salvo los recuerdos que podía invocar cuando quisiera -siempre que estuviera dispuesta a soportar el correspondiente dolor-, y la pena que ahora me embargaba me había dejado helada. Aquel sitio no tenía nada de especial sin él. No estaba del todo segura de qué esperaba sentir allí, pero el prado carecía de atmósfera, estaba vacío, como todo lo demás. Sólo se parecía a mis pesadillas. La cabeza me empezó a dar vueltas vertiginosamente.

Al menos había acudido sola. Me invadió una oleada de alivio en cuanto me percaté de ello. Si hubiera descubierto el prado en compañía de Jacob, bueno, no hubiera habido forma de disimular el abismo en el que ahora me hallaba sumida. ¿Cómo le hubiera podido explicar aquella forma de caerme en pedazos o el hecho de haberme aovillado en el suelo para evitar que el hueco del pecho me desgajara? Prefería no haber tenido público…

… y tampoco tener que explicar a nadie por qué me había entrado esa prisa por irme. Después de haber salvado tantos problemas para localizar aquel estúpido claro, Jacob hubiera asumido que me apetecía pasar en él algo más que unos pocos segundos; pero yo ya estaba intentando hacer el acopio de fuerzas suficiente para ponerme en pie -después de que pudiera salir de la posición que había adoptado- y huir. Había demasiado dolor en aquel lugar vacío para poderlo soportar. Me iría a rastras si fuera preciso.

¡Cuánta suerte tenía de estar sola!

Sola. Repetí la palabra con macabra satisfacción hasta que conseguí ponerme en pie a pesar del dolor. En ese preciso momento salió de entre los árboles una figura en dirección al norte, a unos treinta pasos de distancia.

Un descomunal despliegue de emociones me traspasó en un segundo. La primera, la sorpresa; estaba lejos de cualquier sendero y no esperaba compañía. Además, me sacudió una ráfaga de desgarradora esperanza cuando fijé la vista en la silueta y vi la absoluta inmovilidad y la piel pálida. La suprimí con ferocidad mientras luchaba contra el igualmente despiadado azote de la agonía cuando mis ojos siguieron bajando: debajo del pelo negro no estaba el único rostro que yo quería ver. Después vino el miedo. Ésas no eran las facciones que me hacían llorar, pero estaban lo bastante cerca como para saber que el hombre con el que me encaraba no era un excursionista perdido.

Y al final, por último, el reconocimiento.

– ¡Laurent! -grité con alegría y sorpresa.

Era una reacción irracional. Probablemente debía de haberme quedado en el miedo.

Laurent formaba parte del aquelarre de James la primera vez que nos encontramos. No se había involucrado en la caza que se desató -una caza en la que yo era la presa-, pero eso fue sólo por miedo, ya que me protegía otro aquelarre más numeroso que el suyo. De lo contrario, otro gallo hubiera cantado. En aquel entonces, no hubiera tenido reparo alguno en convertirme en su comida. Debía de haber cambiado, por supuesto, ya que se había ido a Alaska para vivir con el otro aquelarre civilizado que allí había, la otra familia que se negaba a beber sangre humana por razones éticas. Una familia como la de… No iba ni a permitirme pensar el nombre.

Sí, el miedo era lo que tenía más sentido, pero todo lo que experimenté fue una abrumadora satisfacción. El prado volvía a ser un lugar dominado por la magia, una magia oscura para ser sinceros, pero magia igualmente. Allí estaba la conexión que buscaba. La prueba, aunque bastante lejana, de que él había existido en algún momento de mi vida.

Resultaba imposible creer lo poco que Laurent había cambiado de aspecto. Supuse que era muy estúpido y humano esperar algún tipo de cambio en el último año, pero había algo en él… No lograba descubrir qué era.

– ¿Bella? -preguntó; parecía más sorprendido que yo.

– Me recuerdas.

Le sonreí. Era ridículo que estuviera eufórica porque un vampiro supiera mi nombre.

Esbozó una gran sonrisa.

– No esperaba verte aquí.

Se acercó a mí dando un paseo y con expresión divertida.

– ¿No debería ser al revés? Soy yo quien vive aquí. Pensé que te habías ido a Alaska.

Se detuvo a tres metros de distancia al tiempo que ladeaba la cabeza. Su rostro era el más hermoso que había visto en lo que me había parecido una eternidad. Estudié sus rasgos con avidez y experimenté un extraño sentimiento de liberación. Allí había alguien a quien no me esperaba encontrar ni por asomo, alguien que ya sabía todo lo que yo no era capaz de decir en voz alta.

– Tienes razón -admitió-. Me marché a Alaska. Aun así, no imaginaba… Al encontrar abandonado el hogar de los Cullen, creí que se habían trasladado.

– Ah -me mordí el labio cuando el apellido hizo vibrar los bordes en carne viva de mi herida. Me llevó unos segundos recuperar la compostura. Laurent me contempló con ojos de extrañeza. Al final, conseguí decirle-: Se trasladaron.

– Mmm -murmuró-. Me sorprende que te dejaran atrás. ¿No eras su mascota o algo así?

Sus ojos reflejaban que no pretendía ser ofensivo. Le sonreí secamente.

– Algo así.

– Mmm -repuso, muy pensativo otra vez.

En ese preciso momento comprendí por qué parecía el mismo de forma tan idéntica. Después de que Carlisle nos dijera que Laurent se había quedado con la familia de Tanya, las ocasionales veces en que pensaba en él comencé a imaginármelo con los mismos ojos dorados de los… Cullen -me obligué a soltar el apellido con un estremecimiento-, el de todos los vampiros buenos.

Retrocedí un paso de forma involuntaria. Sus curiosos ojos de color rojo oscuro siguieron el movimiento.

– ¿Vienen de visita a menudo? -preguntó, aún con indiferencia, pero inclinó su figura hacia mí.

Miente, susurró con ansiedad, en mi memoria, la hermosa voz aterciopelada.

Me sobresalté ante el sonido de su voz, pero no debería haberme sorprendido. ¿Acaso no estaba en el peor de los peligros concebibles? La moto era segura al lado de esto.

Hice lo que me ordenaba la voz.

– De vez en cuando -intenté que mi voz sonara suave y relajada-. Imagino que a mí el tiempo se me hace más largo. Ya sabes cómo son de distraídos… -estaba empezando a balbucear. Tuve que esforzarme para callar.

– Mmm -volvió a decir-. Pues la casa olía como si llevara cerrada bastante tiempo…

Bella, debes mentir mejor que eso, me instó la voz.

Lo intenté.

– He de mencionarle a Carlisle que has estado allí. Lamentará mucho haberse perdido tu visita -fingí deliberar durante un segundo-. Pero… probablemente no debería mencionárselo. Supongo que Edward… -conseguí pronunciar su nombre a duras penas, y al hacerlo se me contrajo el rostro, arruinando el engaño-. Bueno, tiene mucho genio… Estoy segura de que te acuerdas de él. Sigue un poco susceptible con todo el asunto de James -puse los ojos en blanco e hice un gesto displicente con la mano, como si todo aquello fuera agua pasada, pero había un deje de histeria en mi voz. Me pregunté si él lo reconocería.

– Pero ¿está de verdad? -preguntó con amabilidad… e incredulidad.

Le di una réplica breve a fin de que la voz no delatara mi pánico.

– Ajá.

Laurent dio un paso fortuito hacia un lado mientras miraba el pequeño prado. No se me pasó por alto que ese paso le acercaba más a mí. En mi cabeza, la voz respondió con un débil gruñido.

– Bueno, ¿y cómo van las cosas en Denali? -pregunté con voz demasiado aguda-. Carlisle me dijo que ahora estabas con Tanya.

Aquello le hizo detenerse y cavilar.

– Tanya me gusta mucho, y su hermana Irina aún más. Nunca antes había permanecido tanto tiempo en un sitio, pero aunque disfruto de las ventajas y de la novedad del asunto, las restricciones son difíciles. Me sorprende que cualquiera de ellos haya podido aguantar tanto tiempo -me sonrió con gesto de complicidad-. A veces, hago trampas.

No pude tragar saliva. Comencé a mover con cuidado un pie hacia atrás, pero me quedé petrificada cuando el parpadeo de sus ojos rojos le llevó a observar el movimiento.

– Ah -repuse con voz débil-, Jasper también ha tenido ese tipo de problemas.

No te muevas, susurró la voz. Intenté acatar la orden, pero resultaba difícil. El instinto de poner pies en polvorosa era casi incontrolable.

– ¿De verdad? -Laurent parecía interesado-. ¿Se fueron por ese motivo?

– No -respondí con sinceridad-. Jasper se muestra más cuidadoso en casa.

– Sí -Laurent se mostró de acuerdo con eso-. También yo.

El paso hacia delante que dio en ese momento fue totalmente deliberado.

– Al final, ¿te encontró Victoria? -pregunté con voz entrecortada, a la desesperada, para distraerle.

Fue la primera pregunta que se me ocurrió, y me arrepentí de haberla hecho en cuanto la hube formulado. Victoria, que me había dado caza con James para luego desaparecer, no era alguien en quien me apeteciera pensar en ese momento.

Pero la pregunta le detuvo.

– Sí -contestó mientras dudaba si dar otro paso-. De hecho, he venido aquí para hacerle un favor… -puso mala cara-. Esto no le va a hacer feliz.

– ¿Esto? -repetí con entusiasmo, invitándole a continuar.

Mantenía la mirada fija en los árboles, lejos de mí, y aproveché su distracción para dar un paso atrás a escondidas.

Volvió a mirar y me sonrió. La expresión le hizo parecer un ángel de cabellos negros.

– El que yo te mate -repuso en un seductor arrullo.

Tambaleándome, retrocedí otro paso. El frenético gruñido de mi cabeza dificultaba que pudiera oír.

– Ella querría reservarse esa parte -continuó con aire despreocupado-. Parece estar un poco molesta contigo, Bella.

– ¿Conmigo? -grité.

Movió la cabeza y rió entre dientes.

– Lo sé, a mí también me parece ponerse la camisa del revés, pero James era su compañero y tu Edward le mató.

Incluso allí, a punto de morir, su nombre rasgaba mis heridas abiertas como un arma de filo dentado.

Laurent hizo caso omiso de mi reacción.

– Pensó que sería más apropiado matarte a ti que a Edward, un intercambio justo, pareja por pareja. Me pidió que le allanara el terreno, por así decirlo. No me imaginaba que iba a ser tan fácil. Quizás se debe a que su plan estaba lleno de imperfecciones… Por lo visto, no se va a producir la venganza que ella había imaginado, ya que no debes significar mucho para él si te abandona dejándote desprotegida.

Otro golpe, otro desgarrón en el pecho.

Laurent se movió levemente, y yo retrocedí a trompicones un paso más.

Torció el gesto.

– Supongo que, de todos modos, se va a enfadar.

– Entonces, ¿por qué no la esperas a ella? -logré decir.

Una sonrisa maliciosa le cambió las facciones.

– Bueno, me has pillado en un mal momento, Bella. No vine a este lugar para cumplir una misión para Victoria. Estaba de caza. Tengo bastante sed y se me hace la boca agua sólo con olerte.

Me miró con aprobación, como si eso fuera un cumplido.

Amenázale, me ordenó el bello engaño de su voz, distorsionado por el pánico.

– Él sabrá que has sido tú -susurré dócilmente-. No vas a irte de rositas.

– ¿Y por qué no? -la sonrisa de Laurent se hizo más amplia. Recorrió con la mirada el pequeño claro entre los árboles-. Las próximas lluvias borrarán mi olor y nadie va a encontrar tu cuerpo; habrás desaparecido, simplemente, como tantos y tantos humanos. No hay razón para que Edward piense en mí, si es que se toma la molestia de investigar. Puedes estar segura de que esto no es nada personal, Bella. Sólo tengo sed.

Implora, me rogó mi alucinación.

– Por favor -contesté jadeando.

Laurent negó con la cabeza sin perder la expresión amable.

– Míralo de este modo, Bella: tienes suerte de que sea yo quien te haya encontrado.

– ¿Ah, sí? -dije sin hablar, moviendo sólo los labios, mientras retrocedía otro vacilante paso.

Laurent me siguió, ágil, grácil.

– Sí -me aseguró-. Seré rápido, no vas a sentirlo, te lo prometo. Luego le mentiré a Victoria, por supuesto, sólo para aplacarla, pero si supieras lo que había planeado para ti, Bella… -sacudió la cabeza con un movimiento lento, casi de disgusto-. De verdad, deberías estarme agradecida por esto.

Le miré horrorizada.

Olfateó la brisa que lanzaba mechones de mi cabello en su dirección.

– Se me hace la boca agua -repitió mientras inhalaba profundamente.

Me tensé para dar un salto. Bizqueé cuando me alejé arrastrando los pies mientras la voz de Edward bramaba con furia y resonaba en algún lugar de la parte posterior de mi cabeza. Su nombre derribó todos los muros que yo había erigido para contenerlo. Edward. Edward. Edward. Iba a morir, por lo que ahora no importaba si pensaba en él. Edward, te amo.

Mis ojos entrecerrados contemplaron cómo Laurent dejaba de inhalar y giraba bruscamente la cabeza hacia la izquierda. Me daba pánico quitarle los ojos de encima para seguir la trayectoria de su mirada, aunque difícilmente iba a necesitar una distracción u otro tipo de treta para dominarme. Estaba demasiado asombrada para sentir alivio alguno cuando comenzó a alejarse lentamente de mí.

No te fíes, me dijo la voz tan bajito que apenas la oí.

Entonces, tuve que mirar. Escudriñé el prado en busca de la interrupción que había prolongado mi vida durante unos segundos más. No vi nada en un primer momento, y mi mirada revoloteó de vuelta a Laurent, que ahora se retiraba más deprisa sin dejar de horadar el bosque con la vista.

En ese momento vi una gran figura negra salir con calma de entre los árboles, silenciosa como una sombra, para luego acechar con parsimonia al vampiro. Era enorme; tenía la altura de un caballo, pero era más corpulento y mucho más musculoso. El gran hocico se contrajo con una mueca que reveló una hilera de incisivos afilados como cuchillas. Profirió entre dientes un gruñido espeluznante que retumbó por todo el claro como la prolongación del restallido de un trueno.

El oso. Sólo que no era un oso para nada. Aun así, aquella gigantesca criatura negra debía de ser la causante de toda la alarma. Visto de lejos, se le podía confundir con un oso. ¿Qué otro animal iba a tener una constitución tan descomunal y poderosa?

Me hubiera gustado tener la suerte de haberlo visto a lo lejos. En vez de eso, anduvo sin hacer ruido sobre la hierba a poco más de tres metros de mi posición.

No te muevas ni un centímetro, murmuró la voz de Edward.

Me quedé mirando fijamente a la monstruosa criatura, con la mente bloqueada en el intento de ponerle un nombre a aquel ser. Guardaba una cierta semejanza canina en cuanto al contorno y la forma de moverse. Atenazada por el pánico como estaba, sólo se me ocurría una posibilidad, pero aun así, jamás hubiera imaginado que un lobo podía ser tan grande.

Su garganta emitió un gruñido sordo que me hizo estremecer.

Laurent estaba retrocediendo hacia la fila de árboles. Me azotó una oleada de confusión y helado pánico. ¿Por qué se retiraba Laurent? El lobo era de un tamaño desmedido, sin duda, pero sólo era un animal. ¿Por qué iba a temer un vampiro a un animal? Y Laurent estaba aterrado. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, como los míos.

De repente, como una respuesta a mi pregunta, el colosal lobo recibió compañía. Le flanqueaban otros dos gigantescos compañeros que penetraron silenciosamente en el prado. Uno tenía un pelaje gris oscuro y el otro castaño, pero ninguno alcanzaba la altura del primero. El lobo gris salió de los árboles a escasos metros de mí, con la mirada fija en Laurent.

Dos lobos más les siguieron adoptando una formación en uve -como la de los gansos cuando emigran hacia el sur- antes de que yo pudiera reaccionar. El monstruo de pelambrera color ladrillo que salió del sotobosque en último lugar estaba al alcance de mi mano.

Proferí un involuntario grito ahogado y salté hacia atrás, que era la mayor estupidez que podía cometer. Volví a quedarme petrificada a la espera de que los lobos se volvieran hacia mí, la presa más débil, la más fácil de cobrar. Durante unos fugaces instantes deseé que Laurent se hiciera cargo del asunto y aplastara a la manada de lobos. Para él debía de ser algo muy sencillo. Intuía que, de las dos opciones posibles, ser devorada por los lobos era casi seguro la peor alternativa.

El lobo más cercano -el de pelambrera bermeja- volvió levemente la cabeza al oír mi grito entrecortado.

Los ojos del lobo eran oscuros, casi negros. La criatura me miró durante una fracción de segundo. Aquellos profundos ojos parecían demasiado inteligentes para ser los de un animal salvaje.

De pronto, cuando me miraron, pensé en Jacob, y volví a dar gracias por haber venido sola a aquella pradera de cuento de hadas repleta de monstruos siniestros. Al menos, él no iba a morir también. Al menos, no tendría su muerte sobre mi conciencia.

Entonces, un gruñido del jefe hizo que el lobo rojo girara la cabeza de nuevo hacia Laurent, que contemplaba la manada de lobos gigantes con una sorpresa no disimulada, y con miedo. Eso podía entenderlo, pero me quedé pasmada cuando, sin previo aviso, se dio media vuelta y desapareció entre los espesos árboles.

Salió corriendo.

Los lobos fueron tras él un segundo después; cruzaron la hierba del claro a la carrera, con cuatro brincos, entre gruñidos y chasquidos de fauces tan fuertes que, por instinto, me llevé las manos a los oídos. El sonido desapareció con sorprendente rapidez una vez que se perdieron en el bosque.

Luego volví a estar sola.

Se me combaron las rodillas y caí al suelo sobre las manos mientras en mi garganta se agolpaban los sollozos.

Era consciente de que debía irme, e irme ya. ¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes de que los lobos que habían ido en pos de Laurent dieran media vuelta y vinieran a por mí? ¿O Laurent se revolvería contra ellos? ¿Y si era él a quien buscaban?

Pese a todo, al principio no logré moverme. Me temblaban brazos y piernas y no sabía cómo arreglármelas para ponerme de pie una vez más.

Tenía la mente bloqueada por el miedo, el pavor y la confusión. No era capaz de comprender lo que acababa de presenciar.

Un vampiro no debería huir de unos perrazos como ésos. ¿Qué daño podían causar los colmillos de los lobos en su piel de granito?

Y los lobos deberían haber rehuido a Laurent. No tenía sentido alguno que le persiguieran ni aun desconociendo el miedo debido a su tremendo tamaño. Dudaba de que el olor de la piel marmórea de Laurent se pareciera al de la comida. ¿Por qué habían ignorado a una presa débil y de sangre caliente como yo para perseguirle a él?

No me cuadraba.

Una fría brisa azotó el prado haciendo que la hierba se ondulara como si algo hubiera cruzado el claro.

Me puse de pie y retrocedí, aunque el soplo del viento era leve. Fui dando tumbos a causa del miedo, me volví y corrí de cabeza a los árboles.

Las horas siguientes fueron una agonía. Logré salir de los árboles al tercer intento, tantos como me había costado dar con el prado. Al principio no presté atención adónde me dirigía, ya que me concentraba sólo en el lugar del que escapaba. Me encontraba ya en el corazón del bosque, desconocido y amenazador, cuando me hube serenado lo bastante para acordarme de la brújula. Las manos me temblaban con tal virulencia que tuve que dejarla encima del suelo embarrado para poderla leer. Me detenía cada pocos minutos para situar la brújula en el suelo y verificar que seguía dirigiéndome hacia el noroeste mientras oía el apagado susurro de criaturas ocultas moviéndose entre las hojas cuando no los acaballaba el frenético sonido de succión de mis pisadas.

El reclamo de un arrendajo me hizo dar un salto hacia atrás y caí en un grupo de píceas, que me llenaron los brazos de raspaduras y me apelmazaron el pelo con savia. La súbita carrera de una ardilla para subirse a una cicuta me hizo gritar con tanta fuerza que me hice daño en mis propios oídos.

Al final, delante pude ver una brecha en la línea de árboles. Aparecí en un punto del camino que se encontraba a kilómetro y medio al sur de donde había dejado el coche. Subí dando tumbos por el sendero, ya que estaba exhausta. Lloraba de nuevo cuando logré meterme en la cabina del conductor. Bajé con furia los duros seguros del coche antes de desenterrar las llaves de mi bolsillo. El rugido del motor me dio una sensación cuerda y reconfortante. Me ayudó a controlar las lágrimas mientras ponía el vehículo al máximo de su potencia rumbo a la carretera principal.

Estaba más calmada, aunque hecha un lío, cuando llegué a casa. El coche patrulla de Charlie estaba en la avenida que llevaba a casa. No me había percatado de lo tarde que era. El cielo ya había oscurecido.

– ¿Bella? -me llamó Charlie cuando cerré de un portazo la puerta de la entrada y eché los cerrojos a toda prisa.

– Sí, soy yo -contesté con voz vacilante.

– ¿Dónde has estado? -bramó mientras cruzaba la entrada de la cocina con un gesto que no presagiaba nada bueno.

Vacilé. Lo más probable es que hubiera llamado a casa de los Stanley. Sería mejor atenerme a la verdad.

– De excursión -admití.

Estrechó los ojos.

– ¿Qué ha pasado con la idea de ir a casa de Jessica?

– Hoy no me sentía con ánimo para estudiar Cálculo.

Charlie cruzó los brazos por delante del pecho.

– Pensé que te había pedido que te alejaras del bosque.

– Sí, lo sé. No te preocupes, no lo volveré a hacer -me estremecí.

Charlie pareció verme por vez primera. Recordé que había pasado un buen rato tirada en el suelo del bosque. ¡Menuda pinta debía de tener!

– ¿Qué ha pasado? -inquirió.

Una vez más decidí que la mejor opción era contarle la verdad, o al menos una parte. Estaba demasiado desasosegada para fingir que había vivido en el bosque un día sin incidentes.

– Vi al oso -intenté decirlo con calma, pero la voz me salió aguda y temblorosa-. Aunque no es un oso, sino una especie de lobo, y son cinco. Uno negro y enorme, otro gris, otro de pelaje rojizo…

Charlie puso unos ojos como platos. Avanzó una zancada hacia mí y me aferró por los hombros.

– ¿Estás bien?

Cabeceé débilmente una vez.

– Dime qué ha pasado.

– No me prestaron ninguna atención, pero salí por pies y me caí un montón de veces después de que se fueran.

Me soltó los hombros y me rodeó con los brazos. No despegó los labios durante un buen rato.

– Lobos -murmuró.

– ¿Qué?

– Los agentes forestales dijeron que las huellas no encajaban con las de un oso, sino con las de varios lobos, aunque no de ese tamaño…

– Éstos eran enormes.

– ¿Cuántos dices que viste?

– Cinco.

Charlie meneó la cabeza y torció el gesto con ansiedad. Al final, habló con un tono que no admitía réplica:

– Se acabaron las excursiones.

– Sin problema -le prometí fervientemente.

Charlie telefoneó a la comisaría para informar de lo que yo había visto. Me mostré un poco esquiva en cuanto al lugar exacto donde había visto a los lobos y señalé que había sido en el sendero que conduce al norte. No quería que papá supiera cuánto me había adentrado en el bosque en contra de sus deseos y, lo más importante de todo, no quería que nadie vagabundeara cerca de donde Laurent podría estar buscándome. Me ponía mala sólo de pensarlo.

– ¿Tienes hambre? -me preguntó cuando colgó el auricular.

Negué con la cabeza, aunque lo normal hubiera sido estar famélica después de pasarme todo el día sin comer.

– Sólo estoy cansada -le dije. Me volví hacia las escaleras.

– Eh -dijo Charlie con voz cargada de repentino recelo una vez más-, ¿no dijiste que Jacob iba a pasar fuera todo el día?

– Eso es lo que me comentó Billy -le contesté, confundida por la pregunta.

Estudió mi expresión durante un minuto y pareció satisfecho con lo que encontró en ella.

– Ajá.

– ¿Por qué? -inquirí. Parecía estar insinuando que le había mentido esa mañana en algo más que en lo de estudiar con Jessica.

– Bueno, es sólo que le vi cuando fui a recoger a Harry. Estaba delante de la tienda de la reserva con unos amigos. Le saludé con la mano, pero él… Bueno, supongo… No sé si me vio. Me parece que estaba discutiendo con sus amigos. Tenía un aspecto extraño, como si estuviera contrariado por algo… Estaba cambiado. ¡Es digno de ver cómo crece ese chico! Cada vez que le veo ha pegado un estirón.

– Billy dijo que Jake y sus amigos se habían marchado a Port Angeles a ver un par de películas. Lo más probable es que estuvieran esperando a que alguien se reuniera con ellos.

– Ah.

Charlie asintió con la cabeza y se encaminó a la cocina.

Me quedé en el vestíbulo mientras imaginaba a Jacob discutiendo con sus amigos. Me pregunté si se habría enfrentado con Embry como consecuencia del asunto con Sam. Tal vez fuera ése el motivo por el que me había dejado tirada hoy. Si ello significaba que había solventado las cosas con Embry, me alegraba de que lo hubiera hecho.

Me detuve a revisar todos los cerrojos antes de subir a mi habitación. Era un comportamiento estúpido. Pues ¿qué diferencia podía marcar un cerrojo frente a alguno de los monstruos que había visto aquella tarde? Asumí que el pomo era lo único que iba a detener a los lobos, al carecer de pulgares, pero si venía Laurent…

… o Victoria…

Me tendí en la cama, pero estaba demasiado alterada para albergar la esperanza de dormir. Me acurruqué con fuerza debajo del edredón y encaré los horribles hechos.

No había nada que pudiera hacer. No podía adoptar ninguna precaución ni existía lugar al que huir. Tampoco había nadie que pudiera ayudarme.

El estómago me dio un vuelco cuando comprendí que la situación era incluso peor, ya que todo aquello implicaba también a Charlie. Mi padre, que dormía a una habitación de la mía, estaba a un pelo de distancia del objetivo, que se centraba en mí. Mi aroma les guiaría hasta aquí, estuviera yo o no…

Los temblores me sacudieron hasta que me castañetearon los dientes. Fantaseé con lo imposible para calmarme, imaginé que los grandes lobos habían alcanzado a Laurent en los bosques y habían masacrado al inmortal como hubieran hecho con cualquier persona normal. La idea me reconfortó a pesar de lo absurdo de la misma. Si los lobos le habían atrapado, no le podría decir a Victoria que estaba sola, de modo que tal vez creyera que los Cullen seguían protegiéndome si Laurent no regresaba. Bastaba con que los lobos pudieran triunfar en semejante enfrentamiento…

Mis vampiros buenos no iban a regresar. Había sido muy tranquilizador suponer que los del otro tipo iban a desaparecer.

Cerré los ojos con fuerza y esperé a sumirme en la inconsciencia, casi deseosa de que empezara la pesadilla. Mejor eso que el bello rostro pálido que ahora me sonreía detrás de los párpados.

En mi imaginación, los ojos de Victoria estaban negros a causa de la sed, relucían de anticipación y sus labios se curvaban de placer hasta dejar entrever los centelleantes colmillos. Su melena roja brillaba como el fuego. Le caía desordenada sobre su rostro salvaje.

En mi mente resonaron las palabras de Laurent. Si supieras lo que había planeado para ti…

Me metí el puño en la boca para no gritar.

Загрузка...