La fiesta

Estaba segura de que era un sueño en un noventa y nueve por ciento.

Las razones de esa certeza casi absoluta eran, en primer lugar, que permanecía en pie recibiendo de pleno un brillante rayo de sol, la clase de sol intenso y cegador que nunca brillaba en mi actual hogar de Forks, Washington, donde siempre lloviznaba; y en segundo lugar, porque estaba viendo a mi abuelita Marie, que había muerto hacía seis años. Esto, sin duda, ofrecía una seria evidencia a favor de la teoría del sueño.

La abuela no había cambiado mucho. Su rostro era tal y como lo recordaba; la piel suave tenía un aspecto marchito y se plegaba en un millar de finas arrugas debajo de las cuales se traslucía con delicadeza el hueso, como un melocotón seco, pero aureolado con una mata de espeso pelo blanco de aspecto similar al de una nube.

Nuestros labios -los suyos fruncidos en una miríada de arrugas- se curvaron a la vez con una media sonrisa de sorpresa. Al parecer, tampoco ella esperaba verme.

Estaba a punto de preguntarle algo, era tanto lo que quería saber… ¿Qué hacía en mi sueño? ¿Dónde había permanecido los últimos seis años? ¿Estaba bien el abuelo? ¿Se habían encontrado dondequiera que estuvieran? Pero ella abrió la boca al mismo tiempo que yo y me detuve para dejarla hablar primero. Ella hizo lo mismo y ambas sonreímos, ligeramente incómodas.

– ¿Bella?

No era ella la que había pronunciado mi nombre, por lo que ambas nos volvimos para ver quién se unía a nuestra pequeña reunión. En realidad, yo no necesitaba mirar para saberlo. Era una voz que habría reconocido en cualquier lugar, y a la que también hubiera respondido, ya estuviera dormida o despierta… o incluso muerta, estoy casi segura. La voz por la que habría caminado sobre el fuego o, con menos dramatismo, por la que chapotearía todos los días de mi vida entre el frío y la lluvia incesante.

Edward.

Aunque me moría de ganas por verle -consciente o no- y estaba casi segura de que se trataba de un sueño, me entró el pánico a medida que Edward se acercaba a nosotras caminando bajo la deslumbrante luz del sol.

Me asusté porque la abuela ignoraba que yo estaba enamorada de un vampiro -nadie lo sabía- y no se me ocurría la forma de explicarle el hecho de que los brillantes rayos del sol se quebraran sobre su piel en miles de fragmentos de arco iris, como si estuviera hecho de cristal o de diamante.

Bien, abuelita, quizás te hayas dado cuenta de que mi novio resplandece. Es algo que le pasa cuando se expone al sol, pero no te preocupes…

Pero ¿qué hacía él aquí? La única razón de que viviera en Forks, el lugar más lluvioso del mundo, era poder salir a la luz del día sin que quedara expuesto el secreto de su familia. Sin embargo, ahí estaba; se acercaba, como si yo estuviera sola, con ese andar suyo tan grácil y despreocupado y esa hermosísima sonrisa en su angelical rostro.

En ese momento deseé no ser la excepción de su misterioso don. En general, agradecía ser la única persona cuyos pensamientos no podía oír con la misma claridad que si los expresara en voz alta, pero ahora hubiera deseado que oyera el aviso que le gritaba en mi fuero interno.

Lancé una mirada aterrada a la abuela y me percaté de que era demasiado tarde. En ese instante, ella se volvió para mirarme y sus ojos expresaron la misma alarma que los míos.

Edward continuó sonriendo de esa forma tan arrebatadora que hacía que mi corazón se desbocase y pareciera a punto de estallar dentro de mi pecho. Me pasó el brazo por los hombros y se volvió para mirar a mi abuela.

Su expresión me sorprendió. Me miraba avergonzada, como si esperara una reprimenda, en vez de horrorizarse. Mantuvo aquel extraño gesto y separó torpemente un brazo del cuerpo; luego, lo alargó y curvó en el aire como si abrazara a alguien a quien no podía ver, alguien invisible…

Sólo me percaté del marco que rodeaba su figura al contemplar la imagen desde una perspectiva más amplia. Sin comprender aún, alcé la mano que no rodeaba la cintura de Edward y la acerqué para tocar a mi abuela. Ella repitió el movimiento de forma exacta, como en un espejo. Pero donde nuestros dedos hubieran debido encontrarse, sólo había frío cristal…

El sueño se convirtió en una pesadilla de forma brusca y vertiginosa.

Ésa no era la abuela.

Era mi imagen reflejada en un espejo. Era yo, anciana, arrugada y marchita.

Edward permanecía a mi lado sin reflejarse en el espejo, insoportablemente hermoso a sus diecisiete años eternos.

Apretó sus labios fríos y perfectos contra mi mejilla decrépita.

– Feliz cumpleaños -susurró.


Me desperté sobresaltada, jadeante y con los ojos a punto de salirse de las órbitas. Una mortecina luz gris, la luz propia de una mañana nublada, sustituyó al sol cegador de mi pesadilla.

Sólo ha sido un sueño, me dije. Sólo ha sido un sueño. Tomé aire y salté de la cama cuando se me pasó el susto. El pequeño calendario de la esquina del reloj me mostró que todavía estábamos a trece de septiembre.

Era sólo un sueño pero, sin duda, profético, al menos en un sentido. Era el día de mi cumpleaños. Acababa de cumplir oficialmente dieciocho años.

Había estado temiendo este día durante meses.

Durante el perfecto verano -el verano más feliz que he tenido jamás, el más feliz que nadie nunca haya podido tener y el más lluvioso de la historia de la península Olympic- esta fecha funesta había estado acechándome, preparada para saltar.

Y ahora que por fin había llegado, resultaba aún peor de lo que temía. Casi podía sentirlo: era mayor. Cada día envejecía un poco más, pero hoy era diferente y notablemente peor. Tenía dieciocho años.

Los que Edward nunca llegaría a cumplir.

Cuando fui a lavarme los dientes, casi me sorprendió que el rostro del espejo no hubiera cambiado. Examiné a conciencia la piel marfileña de mi rostro en busca de algún indicio inminente de arrugas. Sin embargo, no había otras que las de mi frente, y comprendí que desaparecerían si me relajaba, pero no podía. La desazón se había aposentado en mi ceño hasta formar una línea de preocupación encima de los ansiosos ojos marrones.

Sólo ha sido un sueño, me recordé una vez más. Sólo un sueño, y también mi peor pesadilla.

Con las prisas por salir de casa lo antes posible, me salté el desayuno. No me encontraba con ánimo de enfrentarme a mi padre y tener que pasar unos minutos fingiendo estar contenta. Intentaba sentirme sinceramente entusiasmada con los regalos que le había pedido que no me hiciera, pero notaba que estaba a punto de llorar cada vez que debía sonreír.

Hice un esfuerzo para sosegarme mientras conducía camino del instituto. Resultaba difícil olvidar la visión de la abuelita -no podía pensar en ella como si fuera yo- y sólo pude sentir desesperación cuando entré en el conocido aparcamiento que se extendía detrás del instituto de Forks y descubrí a Edward inmóvil, recostado contra su pulido Volvo plateado como un tributo de marfil consagrado a algún olvidado dios pagano de la belleza. El sueño no le hacía justicia. Y estaba allí esperándome sólo a mí, igual que cualquier otro día.

La desesperación se disipó momentáneamente y la sustituyó el embeleso. Después del casi medio año que llevábamos juntos, todavía no podía creerme que mereciera tener tanta suerte.

Su hermana Alice estaba a su lado, esperándome también.

Edward y Alice no estaban emparentados de verdad, por supuesto -la historia que corría por Forks era que los retoños de los Cullen habían sido adoptados por el doctor Carlisle Cullen y su esposa Esme, ya que ambos tenían un aspecto excesivamente joven como para tener hijos adolescentes-, aunque su piel tenía el mismo tono de palidez, sus ojos el mismo extraño matiz dorado y las mismas ojeras marcadas y amoratadas. El rostro de Alice, al igual que el de Edward, era de una hermosura asombrosa, y estas similitudes los delataban a los ojos de alguien que, como yo, sabía qué eran.

Puse cara de pocos amigos al ver a Alice esperándome allí, con sus ojos de color tostado brillando de excitación y una pequeña caja cuadrada envuelta en papel plateado en las manos. Le había dicho que no quería nada, nada, ni regalos ni ningún otro tipo de atención por mi cumpleaños. Evidentemente, había ignorado mis deseos.

Cerré de un golpe la puerta de mi Chevrolet del 53 y una lluvia de motas de óxido revoloteó hasta la cubierta de color negro. Después me dirigí lentamente hacia donde me aguardaban. Alice saltó hacia delante para encontrarse conmigo; su cara de duende resplandecía bajo el puntiagudo pelo negro.

– ¡Feliz cumpleaños, Bella!

– ¡Shhh! -bisbiseé mientras miraba alrededor del aparcamiento para cerciorarme de que nadie la había oído. Lo último que me apetecía era cualquier clase de celebración del luctuoso evento.

Ella me ignoró.

– ¿Cuándo quieres abrir tu regalo? ¿Ahora o luego? -me preguntó entusiasmada mientras caminábamos hacia donde nos esperaba Edward.

– No quiero regalos -protesté con un hilo de voz.

Al fin, pareció darse cuenta de cuál era mi estado de ánimo.

– Vale…, tal vez luego. ¿Te ha gustado el álbum de fotografías que te ha enviado tu madre? ¿Y la cámara de Charlie?

Suspiré. Por descontado, ella debía de saber cuáles iban a ser mis regalos de cumpleaños. Edward no era el único miembro de la familia dotado de extrañas cualidades. Seguramente Alice habría «visto» lo que mis padres planeaban regalarme en cuanto lo hubieran decidido.

– Sí, son maravillosos.

– A mí me parece una idea estupenda. Sólo te haces mayor de edad una vez en la vida, así que lo mejor es documentar bien la experiencia.

– ¿Cuántas veces te has hecho tú mayor de edad?

– Eso es distinto.

Entonces llegamos a donde estaba Edward, que me tendió la mano. La tomé con ganas, olvidando por un momento mi pesadumbre. Su piel era suave, dura y helada, como siempre. Le dio a mis dedos un apretón cariñoso. Me sumergí en sus líquidos ojos de topacio y mi corazón sufrió otro apretón aunque bastante menos dulce.

Él sonrió al escuchar el tartamudeo de los latidos de mi corazón. Levantó la mano libre y recorrió el contorno de mis labios con el gélido extremo de uno de sus dedos mientras hablaba.

– Así que, tal y como me impusiste en su momento, no me permites que te felicite por tu cumpleaños, ¿correcto?

– Sí, correcto -nunca conseguiría imitar, ni siquiera de lejos, su perfecta y formal facilidad de expresión. Eso era algo que solamente podía adquirirse en un siglo pretérito.

– Sólo me estaba asegurando -se pasó la mano por su despeinado cabello de color bronce-. Podrías haber cambiado de idea. La mayoría de la gente disfruta con cosas como los cumpleaños y los regalos.

Alice rompió a reír y su risa se alzó como un sonido plateado, similar al repique del viento.

– Pues claro que lo disfruta. Se supone que hoy todo el mundo se va a portar bien contigo y te dejará hacer lo que quieras, Bella. ¿Qué podría ocurrir de malo? -lanzó la frase como una pregunta retórica.

– Pues hacerme mayor -contesté de todos modos, y mi voz no fue tan firme como me hubiera gustado.

A mi lado, la sonrisa de Edward se tensó hasta convertirse en una línea dura.

– Tener dieciocho años no es ser muy mayor -dijo Alice-. Tenía entendido que, por lo general, las mujeres no se sentían mal por cumplir años hasta llegar a los veintinueve.

– Es ser mayor que Edward -mascullé.

Él suspiró.

– Técnicamente -dijo ella sin perder su tono desenfadado-, ya que sólo lo adelantas en un año de nada.

Se suponía que… si estaba segura del futuro que deseaba, segura de pasarlo para siempre con Edward, Alice y el resto de los Cullen (mejor si no era como una menuda anciana arrugada)… uno o dos años arriba o abajo no me importarían demasiado. Pero Edward se había cerrado en banda respecto a cualquier clase de futuro que incluyera mi transformación. Cualquier futuro que me hiciera como él, inmortal igual que él.

Un impasse, lo llamaría Edward.

Para ser sinceros, la verdad es que no entendía su punto de vista. ¿Qué tenía de bueno la mortalidad? Convertirse en vampiro no parecía una cosa tan horrible, al menos no a la manera de los Cullen.

– ¿A qué hora vendrás a casa? -continuó Alice, cambiando de tema. A juzgar por su expresión, ya se había dado cuenta de qué era lo que yo estaba intentando evitar.

– No sabía que tuviera que ir allí.

– ¡Oh, por favor, Bella, no te pongas difícil! -se quejó ella-. No nos irás a arruinar toda la diversión poniendo esa cara, ¿verdad?

– Creía que mi cumpleaños era para tener lo que yo deseara.

– La llevaré desde casa de Charlie justo después de que terminemos las clases -le dijo Edward, ignorándome sin esfuerzo.

– Tengo que trabajar -protesté.

– En realidad, no -repuso Alice con aire de suficiencia-, ya he hablado con la señora Newton sobre eso. Te cambiará el turno en la tienda. Me dijo que te deseara un feliz cumpleaños.

– Pero… pero es que no puedo dejarlo -tartamudeé mientras buscaba desesperadamente una excusa-. Lo cierto es que, bueno, todavía no he visto Romeo y Julieta para la clase de Literatura.

Alice resopló con impaciencia.

– Te sabes Romeo y Julieta de memoria.

– Pero el señor Berty dice que necesitamos verlo representado para ser capaces de apreciarlo en su integridad, ya que ésa era la forma en que Shakespeare quiso que se hiciera.

Edward puso los ojos en blanco.

– Pero si ya has visto la película -me acusó Alice.

– No en la versión de los sesenta. El señor Berty aseguró que era la mejor.

Finalmente, Alice perdió su sonrisa satisfecha y me miró fijamente.

– Mira, puedes ponértelo difícil o fácil, tú verás, pero de un modo u otro…

Edward interrumpió su amenaza.

– Tranquilízate, Alice. Si Bella quiere ver una película, que la vea. Es su cumpleaños.

– Así es -añadí.

– La llevaré sobre las siete -continuó él-. Os dará más tiempo para organizado todo.

La risa de Alice resonó de nuevo.

– Eso suena bien. ¡Te veré esta noche, Bella! Verás como te lo pasas bien -esbozó una gran sonrisa, una sonrisa amplia que expuso sus perfectos y deslumbrantes dientes; luego me pellizcó una mejilla y salió disparada hacia su clase antes de que pudiera contestarle.

– Edward, por favor… -comencé a suplicar, pero él puso uno de sus dedos fríos sobre mis labios.

– Ya lo discutiremos luego. Vamos a llegar tarde a clase.

Nadie se molestó en mirarnos mientras nos acomodábamos al final del aula en nuestros asientos de costumbre. Ahora estábamos juntos en casi todas las clases -era sorprendente los favores que Edward conseguía de las mujeres de la administración-. Edward y yo llevábamos saliendo juntos demasiado tiempo como para ser objeto de habladurías. Ni siquiera Mike Newton se molestó en dirigirme la mirada apesadumbrada con la que solía hacerme sentir culpable; en vez de eso, ahora me sonreía y yo estaba contenta de que, al parecer, hubiera aceptado que sólo podíamos ser amigos. Mike había cambiado ese verano; los pómulos resaltaban más ahora que su rostro se había estirado, y era distinta la forma en que peinaba su cabello rubio: en lugar de llevarlo pinchudo, se lo había dejado más largo y modelado con gel en una especie de desaliño casual. Era fácil ver dónde se había inspirado, aunque el aspecto de Edward era algo inalcanzable por simple imitación.

Conforme avanzaba el día, consideré todas las formas de eludir lo que se estuviera preparando en la casa de los Cullen aquella noche. El hecho en sí ya era lo bastante malo como para celebrarlo; máxime cuando, en realidad, no estaba de humor para fiestas, y peor aún, cuando lo más probable es que éstas incluyeran convertirme en el centro de atención y hacerme regalos.

Nunca es bueno que te presten atención -seguramente, cualquier patoso tan proclive como yo a los accidentes pensará lo mismo-. Nadie desea convertirse en foco de nada si tiene tendencia a que se le caiga todo encima.

Además, había pedido con toda claridad (en realidad, había ordenado expresamente) que nadie me regalara nada ese año. Y parecía que Charlie y Renée no habían sido los únicos que habían decidido pasarlo por alto.

Nunca tuve mucho dinero, pero eso no me había preocupado jamás. Renée me había criado con el sueldo de una maestra de guardería, y tampoco Charlie se estaba forrando con el suyo, precisamente, siendo jefe de policía de una localidad pequeña como Forks. Mi único ingreso personal procedía de los tres días a la semana que trabajaba en la tienda local de productos deportivos. Era afortunada al tener un trabajo en un lugar tan minúsculo como aquél. Destinaba cada centavo que ganaba a mi microscópico fondo para la universidad. En realidad, la universidad era el plan B, porque aún no había perdido las esperanzas depositadas en el plan A, aunque Edward se había puesto tan inflexible con lo de que yo continuara siendo humana que…

Edward tenía un montón de dinero, ni siquiera quería pensar en la cantidad total. El dinero casi carecía de significado para él y el resto de los Cullen. Según ellos, solamente era algo que se acumula cuando tienes tiempo ilimitado y una hermana con la asombrosa habilidad de predecir pautas en el mercado de valores. Edward no parecía entender por qué le ponía objeciones a que gastara su dinero conmigo, es decir, por qué me incomodaba que me llevara a un restaurante caro de Seattle y no podía regalarme un coche que alcanzara velocidades superiores a los ochenta kilómetros por hora, o incluso por qué no podía pagarme la matrícula de la universidad. Tenía un entusiasmo realmente ridículo por el plan B. Edward creía que yo estaba poniendo trabas sin necesidad.

Pero ¿cómo le iba a dejar que me diera nada cuando yo no tenía con qué corresponderle? Él, por alguna razón incomprensible, quería estar conmigo. Cualquier cosa que me diera, además de su compañía, aumentaba aún más el desequilibrio entre nosotros.

Conforme fue avanzando el día, ni Edward ni Alice volvieron a sacar el tema de mi cumpleaños, y comencé a relajarme un poco.

Nos sentamos en nuestro lugar de siempre a la hora del almuerzo.

Existía alguna extraña clase de tregua en esa mesa. Nosotros tres -Edward, Alice y yo- nos sentábamos en el extremo sur de la misma. Ahora que los hermanos Cullen más mayores y amedrentadores -por lo menos en el caso de Emmett- se habían graduado, Alice y Edward ya no intimidaban demasiado y no nos sentábamos solos. Mis otros amigos, Mike y Jessica -que estaban en la incómoda fase de amistad posterior a la ruptura-, Angela y Ben -cuya relación había sobrevivido al verano-, Eric, Conner, Tyler y Lauren -aunque esta última no entraba realmente en la categoría de amiga- se sentaban todos en la misma mesa, pero al otro lado de una línea invisible. Esa línea se disolvía en los días soleados, cuando Edward y Alice evitaban acudir a clase; entonces la conversación se generalizaba sin esfuerzo hasta hacerme partícipe.

Ni Edward ni Alice encontraban este ligero ostracismo ofensivo ni molesto, como le hubiera ocurrido a cualquiera. De hecho, apenas lo notaban. La gente siempre se sentía extrañamente mal e incómoda con los Cullen, casi atemorizada por alguna razón que no era capaz de explicar. Yo era una rara excepción a esa regla. Algunas veces Edward se molestaba por lo cómoda que me sentía en su cercanía. Pensaba que eso no le convenía a mi salud, una opinión que yo rechazaba de plano en cuanto él la formulaba con palabras.

La sobremesa pasó deprisa. Terminaron las clases y Edward me acompañó al coche, como de costumbre, pero esta vez me abrió la puerta del copiloto. Alice debía de haberse llevado su coche a casa para que él pudiera evitar que yo consiguiera escabullirme.

Crucé los brazos y no hice ademán de guarecerme de la lluvia.

– ¿Es mi cumpleaños y ni siquiera puedo conducir?

– Me comporto como si no fuera tu cumpleaños, tal y como tú querías.

– Pues si no es mi cumpleaños, no tengo que ir a tu casa esta noche…

– Muy bien -cerró la puerta del copiloto y pasó a mi lado para abrir la puerta del conductor-. Feliz cumpleaños.

– Calla -mascullé con poco entusiasmo. Entré por la puerta abierta, deseando que él hubiera optado por la otra posibilidad.

Mientras yo conducía, Edward jugueteó con la radio sin dejar de sacudir la cabeza con abierto descontento.

– Tu radio se oye fatal.

Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que empezara a criticar el coche. Estaba muy bien y además tenía personalidad.

– ¿Quieres un estéreo que funcione bien? Pues conduce tu propio coche -los planes de Alice me ponían tan nerviosa que empeoraban mi estado de ánimo, ya de por sí sombrío, y las palabras me salieron con más brusquedad de la pretendida. Nunca exponía a Edward a mi mal genio, y el tono de mi voz le hizo apretar los labios para que no se le escapara una sonrisa.

Se volvió para tomar mi rostro entre sus manos cuando aparqué frente a la casa de Charlie. Me tocó con mucho cuidado, paseando las puntas de sus dedos por mis sienes, mis pómulos y la línea de la mandíbula. Como si yo fuera algo que pudiera romperse con facilidad. Lo cual era exactamente el caso, al menos en comparación con él.

– Deberías estar de un humor estupendo, hoy más que nunca -susurró. Su dulce aliento se deslizó por mi rostro.

– ¿Y si no quiero estar de buen humor? -pregunté con la respiración entrecortada.

Sus ojos dorados ardieron con pasión.

– Pues muy mal.

Empezaba a sentirme confusa cuando se inclinó sobre mí y apretó sus labios helados contra los míos. Tal como él pretendía, sin duda, olvidé todas mis preocupaciones, y me concentré en recordar cómo se inspiraba y espiraba.

Su boca se detuvo sobre la mía, fría, suave y dulce, hasta que deslicé mis brazos en torno a su cuello y me lancé a besarle con algo más que simple entusiasmo. Sentí cómo sus labios se curvaban hacia arriba cuando se apartó de mi cara y se alzó para deshacer mi abrazo.

Edward había establecido con cuidado los límites exactos de nuestro contacto físico a fin de mantenerme viva. Aunque yo respetaba la necesidad de guardar una distancia segura entre mi piel y sus dientes ponzoñosos y afilados como navajas, tendía a olvidar esas trivialidades cuando me besaba.

– Pórtate bien, por favor -suspiró contra mi mejilla. Presionó sus labios contra los míos una vez más y se apartó definitivamente de mí, obligándome a cruzar los brazos sobre mi estómago.

El pulso me atronaba los oídos. Me puse una mano en el corazón. Palpitaba enloquecido.

– ¿Crees que esto mejorará algún día? -me pregunté, más a mí misma que a él-. ¿Alguna vez conseguiré que el corazón deje de intentar saltar fuera de mi pecho cuando me tocas?

– La verdad, espero que no -respondió, un poco pagado de sí mismo.

Puse los ojos en blanco.

– Anda, vamos a ver cómo los Capuletos y los Montescos se destrozan unos a otros, ¿vale?

– Tus deseos son órdenes para mí.

Edward se repatingó en el sofá mientras yo ponía la película, pasando rápido los créditos del principio. Me envolvió la cintura con sus brazos y me reclinó contra su pecho cuando me senté junto a él en el borde del sofá. No era exactamente tan cómodo como un cojín, pero yo lo prefería con diferencia. Su pecho era frío y duro, aunque perfecto, como una escultura de hielo. Tomó la manta de punto que descansaba, doblada, sobre el respaldo del sofá y me envolvió con ella para que no me congelara al contacto de su cuerpo.

– ¿Sabes?, Romeo no me cae nada bien -comentó cuando empezó la película.

– ¿Y qué le pasa a Romeo? -le pregunté, un poco molesta. Era uno de mis personajes de ficción favoritos. Creo que hasta estaba un poco enamorada de él hasta que conocí a Edward.

– Bien, en primer lugar, está enamorado de esa Rosalinda, ¿no te parece que es un poco voluble? Y luego, unos pocos minutos después de su boda, mata al primo de Julieta. No es precisamente un rasgo de brillantez. Acumula un error tras otro. ¿Habría alguna otra manera más completa de destruir su felicidad?

Suspiré.

– ¿Quieres que la vea yo sola?

– No, de todos modos, yo estaré mirándote a ti la mayor parte del rato -sus dedos se deslizaron por mi piel trazando formas, poniéndome la carne de gallina-. ¿Te vas a poner a llorar?

– Probablemente -admití-. Si estás pendiente de mí todo el rato.

– Entonces no te distraeré -pero sentí sus labios contra mi pelo y eso me distrajo bastante.

La película captó mi interés a ratos, gracias en buena parte a que Edward me susurraba los versos de Romeo al oído, con su irresistible voz aterciopelada, que convertía la del actor en un sonido débil y basto en comparación. Y claro que lloré, para su diversión, cuando Julieta se despierta y encuentra a su reciente esposo muerto.

– He de admitir que le tengo una especie de envidia -dijo Edward secándome las lágrimas con un mechón de mi propio pelo.

– Ella es muy guapa.

Él hizo un sonido de disgusto.

– No le envidio la chica, sino la facilidad para suicidarse -aclaró con tono de burla-. ¡Para vosotros, los humanos, es tan sencillo! Todo lo que tenéis que hacer es tragaros un pequeño vial de extractos de plantas…

– ¿Qué? -inquirí con un grito ahogado.

– Es algo que tuve que plantearme una vez, y sé por la experiencia de Carlisle que no es nada sencillo. Ni siquiera estoy seguro de cuántas maneras de matarse probó Carlisle al principio, cuando se dio cuenta de en qué se había convertido… -su voz, que se había tornado mucho más seria, se volvió ligera otra vez-. Y no cabe duda de que sigue con una salud excelente.

Me retorcí para poder leer su expresión.

– ¿De qué estás hablando? -quise saber-. ¿Qué quieres decir con eso de que tuviste que planteártelo una vez?

– La primavera pasada, cuando tú casi… casi te mataron… -hizo una pausa para inspirar profundamente, luchando por volver al tono socarrón de antes-. Claro que estaba concentrado en encontrarte con vida, pero una parte de mi mente estaba elaborando un plan de emergencia por si las cosas no salían bien. Y como te decía, no es tan fácil para mí como para un humano.

Los recuerdos de mi último viaje a Phoenix me embargaron y durante un segundo sentí cierto vértigo. Aún conservaba en mi memoria, con total nitidez, el sol cegador y las oleadas de calor procedentes del asfalto mientras corría a toda prisa y con ansiedad al encuentro del sádico vampiro que quería torturarme hasta la muerte. James me esperaba en la habitación de los espejos con mi madre como rehén, o eso suponía yo. No supe hasta más tarde que todo era una treta. Lo que tampoco sabía James es que Edward se apresuraba a salvarme. Lo consiguió a tiempo, pero por muy poco. De manera inconsciente, mis dedos se deslizaron por la cicatriz en forma de media luna de mi mano, siempre a varios grados por debajo de la temperatura del resto de mi piel.

Sacudí la cabeza, como si con eso pudiera deshacerme de todos los malos recuerdos e intenté comprender lo que Edward quería decir, mientras sentía un incómodo peso en el estómago.

– ¿Un plan de emergencia? -repetí.

– Bueno, no estaba dispuesto a vivir sin ti -puso los ojos en blanco como si eso resultara algo evidente hasta para un niño-. Aunque no estaba seguro sobre cómo hacerlo. Tenía claro que ni Emmett ni Jasper me ayudarían…, así que pensé que lo mejor sería marcharme a Italia y hacer algo que molestara a los Vulturis.

No quería creer que hablara en serio, pero sus ojos dorados brillaban de forma inquietante, fijos en algo lejano en la distancia, como si contemplara las formas de terminar con su propia vida. De pronto, me puse furiosa.

– ¿Qué es un Vulturis? -inquirí.

– Son una familia -contestó con la mirada ausente-, una familia muy antigua y muy poderosa de nuestra clase. Es lo más cercano que hay en nuestro mundo a la realeza, supongo. Carlisle vivió con ellos algún tiempo durante sus primeros años, en Italia, antes de venir a América. ¿No recuerdas la historia?

– Claro que me acuerdo.

Nunca podría olvidar la primera vez que visité su casa, la enorme mansión blanca escondida en el bosque al lado del río, o la habitación donde Carlisle -el padre de Edward en tantos sentidos reales- tenía una pared llena de pinturas que contaban su historia personal. El lienzo más vívido, el de colores más luminosos y también el más grande, procedía de la época que Carlisle había pasado en Italia. Naturalmente que me acordaba del sereno cuarteto de hombres, cada uno con el rostro exquisito de un serafín, pintados en la más alta de las balconadas, observando la espiral caótica de colores. Aunque la pintura se había realizado hacía siglos, Carlisle, el ángel rubio, permanecía inalterable. Y recuerdo a los otros tres, los primeros conocidos de Carlisle. Edward nunca había utilizado la palabra Vulturis para referirse al hermoso trío, dos con el pelo negro y uno con el cabello blanco como la nieve. Los llamó Aro, Cayo y Marco, los mecenas nocturnos de las artes.

– De cualquier modo, lo mejor es no irritar a los Vulturis -continuó Edward, interrumpiendo mi ensoñación-. No a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos -su voz sonaba tan tranquila que parecía casi aburrido con la perspectiva.

Mi ira se transformó en terror. Tomé su rostro marmóreo entre mis manos y se lo apreté fuerte.

– ¡Nunca, nunca vuelvas a pensar en eso otra vez! ¡No importa lo que me ocurra, no te permito que te hagas daño a ti mismo!

– No te volveré a poner en peligro jamás, así que eso es un punto indiscutible.

– ¡Ponerme en peligro! ¿Pero no estábamos de acuerdo en que toda la mala suerte es cosa mía? -estaba enfadándome cada vez más-. ¿Cómo te atreves a pensar en esas cosas? -la idea de que Edward dejara de existir, incluso aunque yo estuviera muerta, me producía un dolor insoportable.

– ¿Qué harías tú si las cosas sucedieran a la inversa? -preguntó.

– No es lo mismo.

Él no parecía comprender la diferencia y se rió entre dientes.

– ¿Y qué pasa si te ocurre algo? -me puse pálida sólo de pensarlo-. ¿Querrías que me suicidara?

Un rastro de dolor surcó sus rasgos perfectos.

– Creo que veo un poco por dónde vas… sólo un poco -admitió-. Pero ¿qué haría sin ti?

– Cualquier cosa de las que hicieras antes de que yo apareciera para complicarte la vida.

Suspiró.

– Tal como lo dices, suena fácil.

– Seguro que lo es. No soy tan interesante, la verdad.

Parecía a punto de rebatirlo, pero lo dejó pasar.

– Eso es discutible -me recordó.

Repentinamente, se incorporó adoptando una postura más formal, colocándome a su lado de modo que no nos tocáramos.

– ¿Charlie? -aventuré.

Edward sonrió. Poco después escuché el sonido del coche de policía al entrar por el camino. Busqué y tomé su mano con firmeza, ya que mi padre bien podría tolerar eso.

Charlie entró con una caja de pizza en las manos.

– Hola, chicos -me sonrió-. Supuse que querrías tomarte un respiro de cocinar y fregar platos el día de tu cumpleaños. ¿Hay hambre?

– Está bien. Gracias, papá.

Charlie no hizo ningún comentario sobre la aparente falta de apetito de Edward. Estaba acostumbrado a que no cenara con nosotros.

– ¿Le importaría si me llevo a Bella esta tarde? -preguntó Edward cuando Charlie y yo terminamos.

Miré a Charlie con rostro esperanzado. Quizás él tuviera ese tipo de concepto de cumpleaños que consiste en «quedarse en casa», en plan familiar. Éste era mi primer cumpleaños con él, el primer cumpleaños desde que mi madre, Renée, volviera a casarse y se hubiera ido a vivir a Florida, de modo que no sabía qué expectativas tendría él.

– Eso es estupendo, los Mariner juegan con los Fox esta noche -explicó Charlie, y mi esperanza desapareció-, así que seguramente seré una mala compañía… Toma -sacó la cámara que me había comprado por sugerencia de Renée (ya que necesitaría fotos para llenar mi álbum) y me la lanzó.

Él debería haber sabido mejor que nadie que yo no era ninguna maravilla de coordinación de movimientos. La cámara saltó de entre mis dedos y cayó dando vueltas hacia el suelo. Edward la atrapó en el aire antes de que se estampara contra el linóleo.

– Buena parada -remarcó Charlie-. Si han organizado algo divertido esta noche en casa de los Cullen, Bella, toma algunas fotos. Ya sabes cómo es tu madre, estará esperando verlas casi al mismo tiempo que las vayas haciendo.

– Buena idea, Charlie -dijo Edward mientras me devolvía la cámara.

Volví la cámara hacia él y le hice la primera foto.

– Va bien.

– Estupendo. Oye, saluda a Alice de mi parte. Lleva tiempo sin pasarse por aquí -Charlie torció el gesto.

– Sólo han pasado tres días, papá -le recordé. Charlie estaba loco por Alice. Se encariñó con ella la última primavera, cuando me estuvo ayudando en mi difícil convalecencia; Charlie siempre le estaría agradecido por salvarle del horror de ayudar a ducharse a una hija ya casi adulta-. Se lo diré.

– Que os divirtáis esta noche, chicos -eso era claramente una despedida. Charlie ya se iba camino del salón y de la televisión.

Edward sonrió triunfante y me tomó de la mano para dirigirnos hacia la cocina.

Cuando fuimos a buscar mi coche, me abrió la puerta del copiloto y esta vez no protesté. Todavía me costaba mucho trabajo encontrar el camino oculto que llevaba a su casa en la oscuridad.

Edward condujo hacia el norte, hacia las afueras de Forks, visiblemente irritado por la escasa velocidad a la que le permitía conducir mi prehistórico Chevrolet. El motor rugía incluso más fuerte de lo habitual mientras intentaba ponerlo a más de ochenta.

– Tómatelo con calma -le advertí.

– ¿Sabes qué te gustaría un montón? Un precioso y pequeño Audi Coupé. Apenas hace ruido y tiene mucha potencia…

– No hay nada en mi coche que me desagrade. Y hablando de caprichos caros, si supieras lo que te conviene, no te gastarías nada en regalos de cumpleaños.

– Ni un centavo -dijo con aspecto recatado.

– Muy bien.

– ¿Puedes hacerme un favor?

– Depende de lo que sea.

Suspiró y su dulce rostro se puso serio.

– Bella, el último cumpleaños real que tuvimos nosotros fue el de Emmett en 1935. Déjanos disfrutar un poco y no te pongas demasiado difícil esta noche. Todos están muy emocionados.

Siempre me sorprendía un poco cuando se refería a ese tipo de cosas.

– Vale, me comportaré.

– Probablemente debería avisarte de que…

– Bien, hazlo.

– Cuando digo que todos están emocionados… me refiero a todos ellos.

– ¿Todos? -me sofoqué-. Pensé que Emmett y Rosalie estaban en África.

El resto de Forks tenía la sensación de que los retoños mayores de los Cullen se habían marchado ese año a la universidad, a Dartmouth, pero yo tenía más información.

– Emmett quería estar aquí.

– Pero… ¿y Rosalie?

– Ya lo sé, Bella. No te preocupes, ella se comportará lo mejor posible.

No contesté. Como si yo simplemente pudiera no preocuparme, así de fácil. A diferencia de Alice, la otra hermana «adoptada» de Edward, la exquisita Rosalie con su cabello rubio dorado, no me estimaba mucho. En realidad, lo que sentía era algo un poco más fuerte que el simple desagrado. Por lo que a Rosalie se refería, yo era una intrusa indeseada en la vida secreta de su familia.

Me sentía terriblemente culpable por la situación. Ya me había dado cuenta de que la prolongada ausencia de Emmett y Rosalie era por mi causa, a pesar de que, sin reconocerlo abiertamente, estaba encantada de no tener que verla. A Emmett, el travieso hermano de Edward, sí que le echaba de menos. En muchos sentidos, se parecía a ese hermano mayor que yo siempre había querido tener…, sólo que era mucho, mucho más amedrentador.

Edward decidió cambiar de tema.

– Así que, si no me dejas regalarte el Audi, ¿no hay nada que quieras por tu cumpleaños?

Mis palabras salieron en un susurro.

– Ya sabes lo que quiero.

Un profundo ceño hizo surgir arrugas en su frente de mármol. Era evidente que hubiera preferido continuar con el tema de Rosalie.

Parecía que aquel día no hiciéramos nada más que discutir.

– Esta noche, no, Bella. Por favor.

– Bueno, quizás Alice pueda darme lo que quiero.

Edward gruñó; era un sonido profundo y amenazante.

– Este no va a ser tu último cumpleaños, Bella -juró.

– ¡Eso no es justo!

Creo que pude oír cómo le rechinaban los dientes.

Estábamos a punto de llegar a la casa. Las luces brillaban con fuerza en las ventanas de los dos primeros pisos. Una larga línea de relucientes farolillos de papel colgaba de los aleros del porche, irradiando un sutil resplandor sobre los enormes cedros que rodeaban la casa. Grandes maceteros de flores -rosas de color rosáceo- se alineaban en las amplias escaleras que conducían a la puerta principal.

Gemí.

Edward inspiró profundamente varias veces para calmarse.

– Esto es una fiesta -me recordó-. Intenta ser comprensiva.

– Seguro -murmuré.

Él dio la vuelta al coche para abrirme la puerta y me ofreció su mano.

– Tengo una pregunta.

Esperó con cautela.

– Si revelo esta película -dije mientras jugaba con la cámara entre mis manos-, ¿aparecerás en las fotos?

Edward se echó a reír. Me ayudó a salir del coche, me arrastró casi por las escaleras y todavía estaba riéndose cuando me abrió la puerta.

Todos nos esperaban en el enorme salón de color blanco. Me saludaron con un «¡Feliz cumpleaños, Bella!», a coro y en voz alta, cuando atravesé la puerta. Enrojecí y clavé la mirada en el suelo. Alice, supuse que había sido ella, había cubierto cada superficie plana con velas rosadas y había docenas de jarrones de cristal llenos con cientos de rosas. Cerca del gran piano de Edward había una mesa con un mantel blanco, sobre el cual estaba el pastel rosa de cumpleaños, más rosas, una pila de platos de cristal y un pequeño montón de regalos envueltos en papel plateado.

Era cien veces peor de lo que había imaginado.

Edward, al notar mi incomodidad, me pasó un brazo alentador por la cintura y me besó en lo alto de la cabeza.

Los padres de Edward, Esme y Carlisle -jóvenes hasta lo inverosímil y tan encantadores como siempre- eran los que estaban más cerca de la puerta. Esme me abrazó con cuidado y su pelo suave del color del caramelo me rozó la mejilla cuando me besó en la frente. Entonces, Carlisle me pasó el brazo por los hombros.

– Siento todo esto, Bella -me susurró en un aparte-. No hemos podido contener a Alice.

Rosalie y Emmett estaban detrás de ellos. Ella no sonreía, pero al menos no me miraba con hostilidad. El rostro de Emmett se ensanchó en una gran sonrisa. Habían pasado meses desde la última vez que los vi; había olvidado lo gloriosamente bella que era Rosalie, tanto, que casi dolía mirarla. Y Emmett siempre había sido tan… ¿grande?

– No has cambiado en nada -soltó Emmett con un tono burlón de desaprobación-. Esperaba alguna diferencia perceptible, pero aquí estás, con la cara colorada como siempre.

– Muchísimas gracias, Emmett -le agradecí mientras enrojecía aún más.

Él se rió.

– He de salir un minuto -hizo una pausa para guiñar teatralmente un ojo a Alice-. No hagas nada divertido en mi ausencia.

– Lo intentaré.

Alice soltó la mano de Jasper y saltó hacia mí, con todos sus dientes brillando en la viva luz. Jasper también sonreía, pero se mantenía a distancia. Se apoyó, alto y rubio, contra la columna, al pie de las escaleras. Durante los días que habíamos pasado encerrados juntos en Phoenix, pensé que había conseguido superar su aversión por mí, pero volvía a comportarse conmigo exactamente del mismo modo que antes, evitándome todo lo que podía, en el momento en que se vio libre de su obligación de protegerme. Sabía que no era nada personal, sólo una precaución y yo intentaba no mostrarme susceptible con el tema. Jasper tenía más problemas que los demás a la hora de someterse a la dieta de los Cullen; el olor de la sangre humana le resultaba mucho más irresistible a él que a los demás, a pesar de que llevaba mucho tiempo intentándolo.

– Es la hora de abrir los regalos -declaró Alice. Pasó su mano fría bajo mi codo y me llevó hacia la mesa donde estaban la tarta y los envoltorios plateados.

Puse mi mejor cara de mártir.

– Alice, ya sabes que te dije que no quería nada…

– Pero no te escuché -me interrumpió petulante-. Ábrelos.

Me quitó la cámara de las manos y en su lugar puso una gran caja cuadrada y plateada. Era tan ligera que parecía vacía. La tarjeta de la parte superior decía que era de Emmett, Rosalie y Jasper. Casi sin saber lo que hacía, rompí el papel y miré por debajo, intentando ver lo que el envoltorio ocultaba.

Era algún instrumento electrónico, con un montón de números en el nombre. Abrí la caja, esperando descubrir lo que había dentro, pero en realidad, la caja estaba vacía.

– Mmm… gracias.

A Rosalie se le escapó una sonrisa. Jasper se rió.

– Es un estéreo para tu coche -explicó-. Emmett lo está instalando ahora mismo para que no puedas devolverlo.

Alice siempre iba un paso por delante de mí.

– Gracias, Jasper, Rosalie -les dije mientras sonreía al recordar las quejas de Edward sobre mi radio esa misma tarde; al parecer, todo era una puesta en escena-. Gracias, Emmett -añadí en voz más alta.

Escuché su risa explosiva desde mi coche y no pude evitar reírme también.

– Abre ahora el de Edward y el mío -dijo Alice, con una voz tan excitada que había adquirido un tono agudo. Tenía en la mano un paquete pequeño, cuadrado y plano.

Me volví y le lancé a Edward una mirada de basilisco.

– Lo prometiste.

Antes de que pudiera contestar, Emmett apareció en la puerta.

– ¡Justo a tiempo! -alardeó y se colocó detrás de Jasper, que se había acercado más de lo habitual para poder ver mejor.

– No me he gastado un centavo -me aseguró. Me apartó un mechón de pelo de la cara, dejándome en la piel un leve cosquilleo con su contacto.

Aspiré profundamente y me volví hacia Alice.

– Dámelo -suspiré.

Emmett rió entre dientes con placer.

Tomé el pequeño paquete, dirigiendo los ojos a Edward mientras deslizaba el dedo bajo el filo del papel y tiraba de la tapa.

– ¡Maldita sea! -murmuré, cuando el papel me cortó el dedo. Lo alcé para examinar el daño. Sólo salía una gota de sangre del pequeño corte.

Entonces, todo pasó muy rápido.

– ¡No! -rugió Edward.

Se arrojó sobre mí, lanzándome contra la mesa. Las dos nos caímos, tirando al suelo el pastel y los regalos, las flores y los platos. Aterricé en un montón de cristales hechos añicos.

Jasper chocó contra Edward y el sonido pareció el golpear de dos rocas.

También hubo otro ruido, un gruñido animal que parecía proceder de la profundidad del pecho de Jasper. Éste intentó empujar a Edward a un lado y sus dientes chasquearon a pocos centímetros de su rostro.

Al segundo siguiente, Emmett agarraba a Jasper desde detrás, sujetándolo con su abrazo de hierro, pero Jasper se debatía desesperadamente, con sus ojos salvajes, de expresión vacía fijos exclusivamente en mí.

No sólo estaba en estado de shock, sino que también sentía pena. Caí al suelo cerca del piano, con los brazos extendidos de forma instintiva para parar mi caída entre los trozos irregulares de cristal. Justo en aquel momento sentí un dolor agudo y punzante que me subió desde la muñeca hasta el pliegue del codo.

Aturdida y desorientada, miré la brillante sangre roja que salía de mi brazo y después a los ojos enfebrecidos de seis vampiros repentinamente hambrientos.

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