9

Meredith estaba de pie entre las sombras, en el salón de lord Greybourne, y observaba la fiesta. Ya solo a juzgar por la asistencia, la velada estaba siendo todo un éxito. De las dos docenas de invitaciones que habían enviado no habían recibido ni una sola cancelación. La sala estaba a rebosar de grupos de muchachas en edad de casarse, todas perfectamente acompañadas, y por supuesto todas ellas interesadas, o al menos curiosas, por lord Greybourne.

Su mirada recorrió la habitación hasta que localizó al invitado de honor, el propio lord Greybourne. Cuando lo vio, su corazón se desbocó de esa manera ya familiar con que lo hacía cada vez que lo veía, pero esa noche su corazón se conmovió y se detuvo en varias ocasiones. Philip estaba tan espléndido, vestido con un traje elegante y con el pañuelo ahora perfectamente anudado, que le quitó el aliento. Su fino y abundante pelo castaño brillaba bajo la luz de una lámpara de cristal iluminada por una docena de velas. Se notaba que había tratado de arreglarse el pelo, pero un mechón rebelde aún ondeaba sobre su frente. En aquel momento estaba de pie al lado de la chimenea y conversaba con la condesa de Hickam y su hija, lady Penelope. Lady Penelope era un diamante de gran calidad y estaba muy solicitada desde que se presentara en sociedad la temporada pasada. Con su radiante belleza rubia, una angelical voz cantarina y una enorme fortuna familiar a sus espaldas, lady Penelope había sido la primera candidata a convertirse en novia de lord Greybourne. De hecho, la única razón por la que Meredith había elegido a lady Sarah antes que a ella había sido por lo ventajoso de esa unión en cuanto a propiedades de terrenos.

En ese momento, lord Greybourne parecía muy interesado en lo que lady Penelope le estaba contando. Y lady Penelope, que parecía igualmente interesada, refulgía con su esbelta figura bajo la agradable luz de las velas, embutida en un vestido que marcaba la envidiable curva de su pecho, con su perfecto cabello rubio recortado en perfectos rizos alrededor de su rostro, mirando desde sus abiertos ojos azul claro a lord Greybourne con inocente adoración.

Maldita sea, Meredith sintió deseos de cruzar la sala y abofetear a aquella perfecta belleza rubia de ojos azules. Odiaba que esos sentimientos aparecieran en ella, y aunque deseaba poder mentirse a sí misma al respecto de lo que significaban, hacía mucho tiempo que había aprendido que podía engañar a los demás, pero no tenía ningún sentido engañarse a sí misma. Y la verdad desnuda era que se sentía celosa. Tremendamente celosa. Celosa hasta el punto de que se podía imaginar a sí misma metiendo a todas aquellas insípidas y tontas muchachas en busca de marido en el primer barco que saliera hacia tierras lejanas. De hecho, cualquiera de ellas podría ser una esposa perfecta para lord Greybourne. Y eso hacía que las detestase a todas cada vez más. Verlas moviéndose a su alrededor, mirándolo con admiración, coqueteando y riendo tontamente, la hacía desear romper cosas. Sobre todo brazos, piernas y narices de rubias.

Dejando escapar un largo suspiro, se dio a sí misma una severa reprimenda mental. Muy bien, no podía negar que se sentía como un gato escaldado que se ha vuelto a equivocar de nuevo de camino. Pero era capaz de controlar su rabia y sus celos, de la misma manera que sabía ocultar tantas otras cosas. Lord Greybourne era un cliente. Y cuanto antes solucionara el asunto de su matrimonio, antes podría volver a tener su vida una apariencia de normalidad.

En el momento en que acababa uno de los bailes, Philip se dio cuenta de que Bakari estaba de pie en la puerta del pasillo buscándole por la estancia. Sus miradas se cruzaron y Bakari hizo una inclinación de cabeza. Excusándose ante lady Penelope, Philip cruzó la habitación. Cuando llegó al lado de Bakari, preguntó:

– ¿Qué sucede?

– En su estudio.

Philip se quedó observando su expresión durante varios segundos, pero como siempre el rostro de Bakari era inescrutable.

– ¿Dónde estabas antes? -preguntó Philip-. Te he buscado varias veces por el vestíbulo, pero no estabas allí.

– Había salido a caminar.

Philip alzó las cejas, pero Bakari no le dio más explicaciones, sino que dando media vuelta sobre sus talones se dirigió hacia el vestíbulo. Desconcertado, Philip caminó por el pasillo y se introdujo en su estudio, cerrando la puerta tras él.

Edward estaba de pie al lado de la ventana, con una copa de brandy en las manos. Philip avanzó hacia él.

– Edward, ¿cómo estás…? -Su voz se apagó y sus pasos vacilaron cuando Edward se dio la vuelta. Uno de sus ojos estaba amoratado, sus mejillas estaban llenas de arañazos y su labio inferior partido. Un vendaje blanco rodeaba los nudillos y la palma de su mano derecha-. Pero, hombre, ¿qué te ha pasado? Voy a buscar a Bakarí…

– Acaba de verme hace un momento. Me ha limpiado las heridas y me ha vendado la mano -dijo Edward con una mueca de dolor-. Duele bastante.

– ¿Qué demonios te ha pasado? ¿Quién te ha hecho eso?

– No sé quién ha sido -dijo empezando a caminar de un lado a otro, con pasos cortos y renqueantes-. Y en cuanto a cómo sucedió… No podía dormir. Estoy exhausto, pero no puedo dormir. -Se detuvo y miró a Philip a través de unos ojos angustiados-. Cada vez que cierro los ojos la veo a ella.

Un sentimiento mezcla de compasión y culpabilidad apuñaló los intestinos de Philip.

– Lo siento, Edward. Yo…

– Lo sé -le interrumpió Edward alzando una mano. Tomó un largo trago de brandy y continuó-: Pensé que, en lugar de pasar la noche sin descansar dando vueltas de un lado a otro, podría aprovechar el tiempo en seguir buscando entre los objetos de las cajas. De modo que fui al almacén y me puse a trabajar.

– ¿Al almacén? ¿Cómo pudiste entrar?

– El vigilante me dejó pasar. Espero que no te importe.

– No, por supuesto. Solo me ha sorprendido -contestó abriendo las manos-. No imaginaba que los vigilantes fueran gente tan confiada.

– Lo normal es que yo también me hubiera sorprendido, pero trabé amistad con ese tipo, que se llama Billy Timson. Me he encontrado con él varias veces en el bar. Él me llevó a donde están las cajas y me puse a trabajar. Llevaba allí una o dos horas cuando oí que alguien se acercaba a mí por la espalda. Me di la vuelta y me encontré de cara con un extraño que empuñaba un cuchillo.

– ¿Lo pudiste reconocer? -dijo Philip sintiendo una sacudida en el estómago.

– No. -Edward empezó a moverse más deprisa-. Llevaba puesta una máscara negra que le cubría toda la cabeza, excepto los ojos y la boca. «¿Quién es usted?», le pregunté. «Quiero que me dé lo que hay en la caja», me dijo. -Edward se detuvo y se quedó mirando a Philip con una expresión desolada-. Peleé contra él… Lo intenté, al menos. Conseguí hacer que se desprendiera del cuchillo, que cayó debajo de una caja. Pero era demasiado fuerte. Seguramente me dejó inconsciente. Cuando volví en mí, estaba solo. Me di cuenta de que el tipo había estado hurgando entre los objetos de la caja en la que yo estaba trabajando; estaba todo revuelto. -Dejó escapar un profundo y escalofriante suspiro-. Varias de las piezas estaban rotas y no puedo asegurarte si faltaba alguna. No lo sé. Intenté salir de allí, pero las puertas estaban cerradas por fuera. El muy mal nacido me había dejado allí encerrado. La única manera de escapar era rompiendo una ventana. En mi prisa por escapar de allí caí sobre los cristales al saltar por la ventana. Estuve buscando a Billy por los alrededores, pero no pude dar con él. Posiblemente ya se había marchado. Entonces eché a correr, hasta que pude encontrar un coche de alquiler y vine aquí. Lo siento Philip…

Philip colocó una mano sobre su hombro para reconfortarle.

– Por favor, no hace falta que te disculpes. Me alegro de que estés bien. Porque estás bien, ¿no es así?

– Por lo que ha dicho Bakari, sí. No tengo nada roto. Solo una costilla hundida y algunos rasguños. Pero la cabeza me duele muchísimo. -Alzó levemente su ceja amoratada-. Ese mal nacido tenía unos puños como ladrillos. -Parecía que iba a decir algo más, pero se detuvo.

– ¿Qué?

Edward negó con la cabeza.

– Nada. Es solo que… su voz. Había en su voz algo que me parecía vagamente familiar.

– De modo que puede tratarse de alguien a quien conoces. ¿Acaso alguno de los que navegó con nosotros en el Dream Keeper y que conocía el valor de lo que había en las cajas?

– Es posible. Pero hay algo más. -Se acercó a su chaqueta, metió la mano en un bolsillo y extrajo un trozo de papel doblado que tendió a Philip-. Encontré esta nota en mi bolsillo.

Philip echó un vistazo a la hoja y leyó el breve mensaje: «El sufrimiento empieza ahora».

– Esto no me gusta nada, Philip -dijo Edward-. Ese bastardo me hizo mucho daño, no hay duda de eso, pero no puedo dejar de pensar que se trata de algo más… siniestro. ¿Y por qué iba a querer hacerme «sufrir»? Que yo sepa, no tengo enemigos.

– Me parece que esta nota no iba dirigida a ti -dijo Philip lentamente.

– Me gustaría creerte. Pero esa nota estaba en mi bolsillo y es a mí a quien han golpeado como si fuera un saco. ¿A quién más podría ir dirigida?

– A mí. -Philip le explicó en pocas palabras que había encontrado una nota similar en su escritorio junto a uno de sus diarios abiertos-. Pregunté a todos los miembros del servicio si alguien había tocado mis diarios. Todos lo negaron, y no hay razón para que dude de ellos. La nota que has encontrado y el ataque que has sufrido da a entender que esa persona habla en serio. Seguramente ese canalla supuso que era yo quien estaba en el almacén examinando las cajas.

– Sí, es posible que tengas razón -dijo Edward asintiendo lentamente con la cabeza.

Philip se sentía culpable por lo sucedido. Maldita sea, habían herido a Edward por su culpa. ¿Habrían herido también al guardián -o acaso algo peor- por ser un testigo inocente, también por su culpa? La muerte de Mary Binsmore también le pesaba en la conciencia. ¿Quién más resultaría herido? ¿Su padre? ¿Catherine? ¿Andrew? ¿Bakari? ¿Meredith? Por todos los demonios. Si alguien pretendía hacerle sufrir, ¿qué mejor manera de hacerlo que atacando a las personas que más le importaban? «El sufrimiento empieza ahora.»

Se acercó hasta el escritorio para comparar la letra de la nota que él había recibido con la que tenía entre las manos.

– Las dos han sido escritas por la misma persona.

– Me dio la impresión de que el tipo estaba buscando algo en concreto.

– ¿Qué es lo que te hace pensar eso?

– Es difícil decirlo. -Edward cerró los ojos-. Todo sucedió muy deprisa. Pero mientras peleábamos, él no dejaba de murmurar. Cosas como «Es mía» y «Cuando la encuentre estarás acabado». -Abrió los ojos-. Lo siento, no soy capaz de recordar nada más. A juzgar por el chichón que tengo en la cabeza, debió de golpearme muy fuerte.

– Lo siento mucho, Edward. Pero gracias a Dios que tus heridas no son graves.

– Sí, podía haber sido mucho peor. Por mucho que no quisiera ser el portador de malas noticias, Philip, creo que tenemos que plantearnos dos cuestiones: ¿Qué sucede sí la cosa de la que hablaba era la «Piedra de lágrimas»? ¿Y qué sucederá si la encuentra?

Con las inquietantes preguntas que Edward le había planteado dando vueltas todavía por su cabeza, Philip dio instrucciones a Bakari para que le buscara un medio de transporte a Edward.

– Antes de regresar a casa, iré al juzgado para denunciar todo lo que ha pasado esta noche -prometió Edward.

– Sigo pensando que debería acompañarte -insistió Philip.

– No. No ganaremos nada con que dejes solos a tus invitados. Ya me encargaré yo de eso y te contaré cómo ha ido mañana por la mañana.

– De acuerdo -aceptó Philip con reticencia-. Estaré en el almacén justo después del desayuno. -Colocó una mano sobre el hombro de Edward-. Averiguaremos quién te ha hecho esto.

Edward asintió con la cabeza y se marchó. En el momento en que la puerta se cerraba detrás de él, Philip se volvió hacia Bakari.

– ¿Eran muy graves las heridas?

– Lo más preocupante es el fuerte golpe de la cabeza y los cristales que se le metieron en la mano. Muy doloroso, pero curará.

Philip se tranquilizó un poco, pero no por eso dejó de estar preocupado.

– Puede que nos enfrentemos con… problemas. Quiero tomar precauciones especiales.

Bakari asintió simplemente con un gesto de la cabeza. Había oído muchas veces esa petición de boca de Philip durante las múltiples aventuras que habían vivido juntos. Bakari sabía arreglárselas bien con los problemas y Philip tenía toda su confianza puesta en la habilidad de aquel hombre para evitarlos.

Bakari farfulló algo mirando con intención hacia la puerta del salón y Philip asintió con la cabeza. Era hora de volver con los invitados. Respiró profundamente para tranquilizarse y regresó a la sala. Apenas había puesto un píe en ella cuando Meredith se plantó frente a él.

– ¡Por fin le encuentro! ¿Dónde se había metido?

– Está a punto de comenzar el vals… -Ella frunció el entrecejo-, ¿Ha sucedido algo?

La mirada de él se detuvo en sus ojos preocupados y empezó a temblar por dentro. Nadie le haría daño a ella. Ni a ningún otro. Él se encargaría personalmente de que así fuera.

– Solo un pequeño asunto que requería mi inmediata atención.

Ella se quedó estudiando su expresión, y él intentó dejar sus preocupaciones a un lado -por el momento- y poner una expresión neutra. Sin embargo, todavía dejaba entrever parte de su trastorno, porque ella le preguntó:

– ¿No se tratará del señor Stanton, espero? Lady Bickley me ha dicho que estaba indispuesto…

– No. Andrew está cómodamente instalado en su dormitorio con uno de los remedios curativos de Bakari que le habrá sanado para mañana, se lo aseguro. -Echó una ojeada por la habitación, sintiendo las miradas interrogativas que se posaban en él-. ¿Se me ha echado de menos?

– Sí, todos estaban preguntando por usted.

Philip volvió la cabeza y se quedó mirándola fijamente.

– Me refería a usted.

Los colores se le subieron a las mejillas, hechizándolo y haciendo que sus dedos desearan acariciar aquel seductor rubor.

– Bueno, por supuesto. No sabía dónde se había metido. Lady Bickley y yo estábamos a punto de organizar una partida de búsqueda. Hay aquí una habitación llena de mujeres que esperan que las invite a bailar un vals.

– Excelente. ¿Me concede el honor de este baile?

– Por supuesto que no. Yo no estoy aquí para bailar. Yo he venido para…

– Para asegurarse de que todas esas jóvenes damas crean que soy una especie de fascinante explorador y para lanzar indirectas al respecto de que los rumores sobre mi incapacidad de… cumplir son completamente falsos.

– Lo dice como si eso fuera algo malo -dijo ella levantando una ceja.

– Por supuesto que no. ¿A qué hombre no le gusta que una belleza insípida se quede fascinada por él?

– Exactamente.

– Y a ningún hombre le gusta que se piense de él que es incapaz de… cumplir.

– Precisamente.

– Entre esas dos premisas y el hecho de que conservo todos los dientes y todo el pelo, sin mencionar la ausencia de barriga, estoy seguro de que ya habré causado estragos entre las buenas damas que están hoy en el salón.

– Sin duda.

– Aun así, insisto en que baile conmigo. -Antes de que ella pudiera negarse, se acercó un poco más y le dijo en tono de confidencia-. Me prestará usted un gran servicio. Me temo que no sé bailar muy bien el vals. Si pudiera pulir con usted mis deficiencias, en lugar de pisotear los zapatos de alguna de mis potenciales futuras novias, y de ese modo ofenderlas… -Él levanto las cejas con una expresión elocuente.

– Puede que tenga usted razón -añadió ella apretando los labios.

– Por supuesto que la tengo. Venga. La música está a punto de empezar. -Agarrándola con la mano por un codo, la condujo hasta la pista de baile.

– Es un baile muy sencillo -susurró ella-. Lo único que tiene que hacer es contar. Un-dos-tres. Un-dos-tres. E ir cambiado de pie.

El cuarteto empezó a tocar. Philip alzó una de las manos a la altura exactamente adecuada, colocó la otra en la exacta posición en la espalda de ella, y empezó a deslizarse por el suelo. Ella lo miró con sus hermosos ojos de color azul profundo y un delicado sonrojo tiñó sus mejillas. El dulce y delicioso perfume de ella enajenaba a Philip, que aspiró profundamente para disfrutar de su esquiva fragancia.

Pastel. Esta noche olía como un pastel de moras. Su postre favorito. Su vestido de color turquesa acentuaba el color de sus extraordinarios ojos, y aunque se trataba de una indumentaria innegablemente modesta, no por ello dejaba de ofrecer una provocadora vista de su escote. Su mirada se detuvo en sus gruesos y húmedos labios y tuvo que tragarse un gemido.

Maldita sea, tanto intentar mantener las cosas en una perspectiva adecuada, y de repente su carácter de hierro se había evaporado. Bailar con ella era algo que entraba definitivamente en la categoría de «una idea muy mala». Sí, había deseado tenerla entre los brazos, pero no había considerado la dulce tortura que eso significaba. Necesitaba de toda su concentración para mantenerla a la distancia adecuada, en lugar de hundir su cara contra la piel de su frente. Y degustar sus labios. Sus labios… Dios. Apretó los dientes y se puso a contar furiosamente para sus adentros un-dos-tres, un-dos-tres.

Después de la tercera vuelta, los ojos de ella se entrecerraron de manera sospechosa.

– Me parece que me ha contado un cuento chino, señor. Baila usted el vals de maravilla.

Él perdió la cuenta, tropezó, y acabó pisando uno de sus zapatos. Ella dio un respingo.

– Lo lamento muchísimo, querida. ¿Que estábamos diciendo?

– Lord Greybourne -dijo ella mirándole con fiereza-, este truco infantil más bien parece un juego propio de muchachos, un tema en el que estoy muy versada. Si pretende tomarme el pelo con tales numeritos, creo que acabará muy decepcionado.

– Yo nunca la habría pisado a propósito, Meredith. -Sus ojos se abrieron como platos al oír que la llamaba por su nombre de pila-. Sin embargo, debo reconocer que hace un tiempo me puse a estudiar los rudimentos del vals.

– ¿Hace cuánto tiempo?

– Esta tarde. Llamé a Catherine y la obligué a que me enseñara, para poder hacer un buen papel esta noche.

– Ella no me había dicho nada.

– Le pedí que no lo hiciera. Quería sorprenderla.

– Ya… veo. Bueno, he de reconocer que su hermana ha hecho un trabajo maravilloso. De modo que, en realidad, ya no necesita perder más tiempo bailando conmigo. Lady Penelope está al lado de la mesa del ponche, le sugiero que baile primero con ella.

Ella empezó a llevarlo hacia la mesa del ponche con una clara intención en mente, y él, de una manera igualmente intencionada, la arrastró hacia la dirección contraria.

– Me parece que estaba llevando el baile, Meredith. Pero esa es una prerrogativa del caballero, si no estoy equivocado.

– Intento que nos acerquemos a la mesa del ponche -dijo ella en un susurro silbante.

– No tengo sed.

– La gente empezará a murmurar si no deja usted de bailar conmigo.

– Las lenguas ya están hablando de mí, así que no veo qué importancia puede tener. Además, que se siga especulando aún más solo puede ir en beneficio de mi cada vez mayor halo de misterio.

– ¡Es usted imposible! Una par de vueltas rápidas de baile es una cosa, y se lo agradezco, pues me parece que todavía confía usted en mis cualidades para enseñarle y en mis habilidades como casamentera. Sin embargo, la realidad de la situación es que es usted un vizconde y yo solo soy una ayudante pagada, y el tiempo que llevamos bailando está empezando a ser más de lo que se consideraría correcto.

Philip empezó a sentirse irritado.

– Es usted mi invitada.

– Si insiste en verlo de esa manera, perfecto. En tal caso deberé recordarle que tiene usted otras dos docenas más de invitadas a las cuales debería prestar también atención. -Ella bajó la vista durante unos segundos y luego la volvió a alzar mirándole con una expresión que le encogió el corazón-: Por favor.

Esa simple súplica en voz baja, combinada con la reconocible mirada implorante, le dijo que detrás de aquella petición se escondía algo más que sus obligaciones hacia los demás invitados. ¿Estaba empezando a sentir ella que estar cerca de él era tan molesto y desconcertante como lo era para él la cercanía de ella? ¿Sentía ella el mismo desasosiego y el mismo anhelo que él?

Maldición, realmente deseaba que así fuera. Odiaba tener que sufrir solo.

Pero tampoco podía ignorar su súplica. Tenía que cumplir con sus obligaciones durante la velada. Pero la velada acabaría en algún momento…

Con expresión resignada la condujo hacia la mesa del ponche.

– Lord Greybourne, debe decirnos qué es lo que piensa de… -la voz de lady Emily se convirtió en un susurro-…ya sabe qué.

– ¿Perdone? -Philip la miraba perplejo, como si realmente no la hubiera entendido.

– Oh, sí, cuéntenos -le urgió lady Henrietta, con una risita tonta-. Todo el mundo tiene miedo de hablar de «ya sabe qué», pero nosotras nos hemos dado cuenta de que usted no abriga tales miedos.

Philip se quedó mirando sus rostros expectantes y meneó la cabeza pensando para sus adentros cómo era posible que aquellas dos aparentemente inocentes criaturas le estuvieran incitando para que hablara con ellas de sexo.

– Lo lamento, pero no está bien que yo hable de esos temas -dijo tragándose una risa al oír lo remilgada que sonaba su frase. ¿Estaría Meredith orgullosa de él?

– Le prometemos no decir nada a nadie -insistió lady Emily.

– Ni una sola palabra. Jamás -la secundó lady Henrietta.

De repente comprendió y dijo:

– ¿Quieren que les dé mi opinión como anticuario?

Las dos jóvenes intercambiaron una mirada desconcertada y respondieron al unísono:

– Sí.

Bueno, probablemente no era estrictamente formal, pero al menos aquellas dos jóvenes mostraban cierto interés por las culturas antiguas. Se aclaró la garganta y empezó a hablar:

– El falo masculino suele representarse en los pictogramas como un símbolo de virilidad.

Los ojos de lady Henrietta se abrieron como platos y lady Emily se quedó con la boca abierta.

Profundizando más en el tema, Philip continuó:

– El pene erecto, en concreto, fue utilizado muy a menudo en los dibujos antiguos. En Egipto he descubierto algunos ejemplares especialmente bien representados…

– ¿Va todo bien? -preguntó Meredith uniéndose al grupo.

Antes de que él pudiera contestar, lady Emily dijo con un extraño tono de voz:

– Creo que necesito sentarme un momento.

– También yo -susurró lady Henrietta-. Por favor, discúlpennos. -Agarradas por el brazo, las dos jóvenes se batieron en franca retirada.

– Por el amor de Dios, ¿qué les ha contado? -susurró Meredith.

– Qué me aspen sí lo entiendo. Me estaban preguntando mi opinión acerca de los antiguos hábitos sexuales…

– ¡Qué!

– Créame que a mí me sorprendió tanto como a usted, pero ellas insistieron. Me pedían mi opinión en tanto que anticuario.

– ¿Realmente le pidieron su opinión sobre… -Echó una mirada furtiva a su alrededor, y luego bajó más la voz-…sobre qué? ¿Qué es lo que dijeron exactamente?

– Me preguntaron qué pensaba sobre «ya sabe qué». Yo acababa de empezar mi explicación, que era de lo más estrictamente científica, se lo aseguro, cuando usted llegó.

Ella abrió los ojos como platos y todos los colores se le subieron a la cara.

– Por el amor de Dios. Seguramente se estaban refiriendo a la próxima fiesta sorpresa de cumpleaños de lord Pickerill.

Él pronunció la única palabra que le pasó por la cabeza:

– ¿Eh?

– La fiesta de lord Pickerill. Lady Pickerill la ha estado preparando durante meses y está en boca de todos (excepto de usted). Con la intención de mantener sus planes en secreto para que lord Pickerill no lo sepa, la gente se refiere a la fiesta como «ya sabe qué».

– Bueno, pero eso no es lo que significa «ya sabe qué» -replicó él irritado-. «Ya sabe qué» se usa para referirse a temas sexuales. Al menos, eso significaba cuando yo salí de Inglaterra hace diez años. Por el amor de Dios, ¿quién es el que se dedica a cambiar esas malditas reglas?

– La pregunta más pertinente es ¿cómo se le pudo ocurrir a usted hablar de ese tipo de temas en presencia de dos jóvenes bien educadas? -preguntó ella echando fuego por los ojos.

– Usted me dijo que me mezclara con ellas. Y así lo hice. Y todavía no está contenta. ¿No le han dicho nunca que es usted una persona muy difícil de complacer?

– Yo prefiero llamarlo simplemente supuesta conducta decorosa…

– Estoy seguro de que así es. -…la cual, desgraciadamente, parece estar muy lejos de usted la mayor parte del tiempo,

– Bueno, puesto que parece que he dado un paso tan indecoroso, solo podemos alegrarnos de que usted llegara en el preciso momento en que lo hizo. De no haber sido así, estoy seguro de que habría acabado enseñándoles los dibujos que tengo de los jeroglíficos de los que estaba hablando.

– Sí, debemos estar agradecidos -añadió ella soltando un suspiro-. De acuerdo, tranquilícese…

– Yo estoy completamente tranquilo. Sin embargo usted seguramente necesitaría un poco de láudano.

Ella le lanzó una mirada con la intención de dejarlo fulminado en el sitio.

– Espero que haya alguna manera de arreglar esto. Porque, de lo contrario, ya estoy viendo los titulares del Times de mañana: «El vizconde maldito e impotente es pillado mostrando dibujos indecentes a jovencitas de la alta sociedad».

– Esos dibujos son copias de antiguos jeroglíficos-dijo él mirándola directamente a los ojos-. Y ni son indecentes ni he llegado a enseñárselos a las jóvenes. Y lo diré por una última maldita vez: no soy impotente.

Aunque entendía claramente que él estuviera enfadado, Meredith no dio un paso atrás. En lugar de eso, alzó la barbilla y añadió:

– Perfecto. Pero ahora debemos concentrarnos en arreglar esta situación antes de que lady Emily y lady Henriette empiecen a hablar por ahí y arruinen nuestros planes. Nuestro mejor recurso es que apaguemos los rumores antes de que empiecen a correr de boca en boca. Y la mejor manera de hacerlo es con halagos. Montones de halagos. Vaya usted por toda la sala comentando lo inteligentes que son esas dos jóvenes y lo interesante que es conversar con ellas. Aplauda sus temperamentos curiosos. -Ella levantó las cejas-. ¿Imagino que será capaz de hacerlo?

– Supongo que sí, a pesar de que me temo que se me hará bastante difícil encontrar cosas halagadoras que decir de esas dos bobalicón…

– Lord Greybourne, debo recordarle que el propósito de esta velada es encontrarle una novia adecuada, no asustar a cualquiera de las candidatas que encuentre en esta sala. Y ahora vaya a reparar el daño que ha hecho. Y, por favor, intente contenerse.

Antes de que él pudiera replicar, ella ya se había marchado, regia y altiva, dejándole allí con los dientes apretados. La observó mientras se alejaba, su vestido enmarcó sus femeninas curvas. Maldita irritante, dictatorial, mandona y exasperante mujer. Una ligera sonrisa se esbozó en sus labios. No podía esperar a que acabara la maldita velada para decirle exactamente lo que pensaba de ella.

Cuando el último de los invitados se hubo marchado, y la casa volvió a estar de nuevo en orden gracias al ejército de sirvientes que Catherine había enrolado trayéndolos de la suya, Philip dejó escapar un suspiro de alivio. Acompañó a Catherine hasta el camino adoquinado donde la esperaba su carruaje, seguido por Bakari.

– La velada ha sido un éxito -dijo Catherine-. Los comentarios y la curiosidad que levantas van en aumento.

– Y supongo que eso es preferible a los rumores y los cotilleos.

– No tengas la menor duda -dijo ella riendo-. Hum… Miss Chilton-Grizedale me ha puesto al corriente de… -Se tapó la mano con la boca para sofocar la risa-… la escena de «ya sabes qué» con lady Emily y lady Henrietta.

– Ah, vaya. No temas. Los insinceros halagos que he ido repartiendo entre las invitadas evitarán cualquier desastre.

– A juzgar por los rumores que he oído, algunas de las jóvenes damas están «moderadamente interesadas» por ti -dijo ella con una mirada divertida.

– No sabes cuánto me halaga saberlo.

Su tono seco de voz provocó en ella una sonrisa.

– Considerando lo difícil que estaban las cosas hace solo unos días, hemos progresado. ¿Te ha interesado alguna de las jóvenes?

– Me puedes definir como «moderadamente interesado por una de ellas».

– ¿De veras? -dijo en un tono de voz que mostraba cuan interesada estaba-. ¿Por cuál?

Él le pellizcó suavemente la barbilla, repitiendo un gesto infantil que nunca había olvidado, y dijo:

– Si te lo digo ahora, diablillo, no vamos a tener nada de qué hablar cuando vaya a visitarte mañana.

Ella le sacó la lengua, otro gesto infantil que tampoco había olvidado.

– ¡Eso es una mala jugada, Philip! No voy a poder esperar a mañana para saberlo.

– Ya, bueno, pero ya sabes lo malo que he sido siempre.

– En realidad, yo era la más mala de los dos. Pero me alegro de que te hayas fijado en alguien. Papá estará muy contento. Había estado mucho más animado estas últimas semanas, esperando tu regreso a casa y tu boda.

– Me alegro.

– ¿No habéis solucionado vuestras diferencias?

– Todavía no.

– No esperes demasiado, Philip. A pesar de que ahora esté pasando por una «buena» temporada, está un poco más enfermo cada día que pasa. No me gustaría que te quedaras con remordimientos o con cosas que no habías dicho cuando él nos abandone.

La tristeza, el sentimiento de culpabilidad y los remordimientos se mezclaron en su cabeza, mirándole con mala cara, pero él los apartó a un lado.

– No te preocupes, diablillo, haré las cosas bien. -Luego colocó sus manos sobre los hombros de ella y dijo-: Tengo algo que decirte. Alguien entró esta noche en el almacén y registró algunas de mis cajas.

– ¿Robaron algo? -dijo ella con la preocupación reflejándose en sus ojos.

– No lo sé todavía. No quiero preocuparte, pero es posible que se trate de algo más que un simple robo. Puede ser algo personalmente dirigido a mí. Prométeme que tendrás especial cuidado y no irás sola a ninguna parte. Bakari te acompañará a casa.

– De acuerdo -dijo ella abriendo los ojos de par en par y asintiendo con la cabeza-. Te lo prometo. Pero ¿y tú?

– Yo también tendré cuidado. -Cuando Catherine alzó las cejas de una manera expectante, él añadió-: Te lo prometo.

La ayudó a subir al carruaje, ofreciéndole el brazo y recordándole que al día siguiente pasaría a visitarla. Luego dio media vuelta para encontrarse cara a cara con el único invitado que quedaba. En el momento en que cerraba la puerta a sus espaldas, Meredith entró en el vestíbulo y sus miradas se cruzaron. Su corazón empezó a brincar como loco y Philip tuvo que apretar las mandíbulas para no echarse a reír de sí mismo, al darse cuenta de la reacción que la simple visión de aquella mujer provocaba en él.

– La acompañaré a casa en cuanto Bakari regrese con el carruaje -dijo él cruzando el pasillo de mármol pulido-. ¿Puedo ofrecerle una copa mientras esperamos? ¿Quizá un jerez?

– Gracias. Este rato juntos nos ofrecerá también la oportunidad de cambiar impresiones acerca de la velada.

– Ah, sí. Cambiar impresiones. Eso es exactamente lo que estaba deseando hacer.

– Entonces, ¿ha llegado a alguna conclusión al respecto de las jóvenes?

– La verdad es que sí. Venga. Acompáñeme a mi estudio.

Philip la condujo por el pasillo hasta el estudio y cerró la puerta detrás de él. Se apoyó contra el artesonado de roble y la observó mientras ella cruzaba la habitación, con los ojos fijos en las generosas curvas de sus caderas que se balanceaban al andar. Su mirada se elevó y se detuvo en la suave piel de su nuca, donde su limpio cabello estaba recogido en un moño griego. Unas cintas de color turquesa, el mismo color del vestido, recogían sus bucles. Que Dios se apiadara de él, era tan hermosa vista por detrás como vista por delante. ¿Cómo se había definido a sí mismo? ¿«Moderadamente interesado»? Ni mucho menos. Lo que sentía por aquella mujer no se parecía ni de lejos a la moderación.

Esperó a que ella se sentara en el sofá, pero en lugar de eso ella desapareció de su vista de repente. Preocupado pensando que podía haberse caído, cruzó la habitación; la descubrió agachada de rodillas en el suelo, acariciando el lomo peludo de Prince, para satisfacción del cachorro, que se retorcía.

– ¿Aquí es donde te has escondido toda la tarde, pequeño diablo? -canturreó ella dirigiéndose al animal-. Me estaba preguntando dónde te habrías metido.

Prince se incorporó y le lamió las mejillas con entusiasmo, emitiendo un sordo y gracioso sonido que solo podría definirse como una risita. Prince volvió luego a tumbarse en el suelo de espaldas, con la patas hacia arriba, esperando desvergonzadamente que ella le acariciara la barriga, cosa que hizo.

Riendo, miró a Philip.

– Creo que lo colocaré en la categoría de «el perro más cariñoso que pueda imaginar».

Philip miró a Prince y le pareció que el animal le guiñaba un ojo ¿El perro más cariñoso? Él más bien lo habría colocado en la categoría de «el perro más inteligente del mundo». Sus ojos se fijaron en los dedos de ella, que acariciaban la barriga de Prince. O bien, «el perro más afortunado del mundo».

Una imagen vivida centelleó en la imaginación de Philip: ellos dos desnudos, tumbados en la mullida alfombra, con las manos de ella acariciando su abdomen. Enseguida dirigió la mirada hacia sus nalgas y tuvo que apretar los labios para no dejar escapar un profundo gemido. Pestañeando para hacer desaparecer aquella imagen erótica, se acercó a la licorera, esperando que ella no pudiera notar su ligera cojera al andar. Se sirvió un brandy que se bebió de un solo trago. Tras rellenar su copa, le sirvió a ella un jerez, sintiéndose ya más calmado, y capaz, por suerte, de volver a andar con normalidad. Se acercó de nuevo a ella. Entretanto, ella se había sentado en una esquina del sofá. Prince estaba tumbado a su lado, con la cabeza apoyada contra su regazo, mirándola con sus adorables ojos de cachorro. Como en el sofá solo había sitio para dos -una persona y un perro- Philip decidió quedarse de pie. Apoyando los hombros contra la chimenea, le lanzó a Prince una mirada fulminante que el animal ignoró por completo. Por Dios, cuando un hombre se pone celoso de su perro es que está pasando realmente un mal día.

Ella alzó amablemente su copa y sonrió.

– Un brindis, lord Greybourne, por el éxito conseguido esta noche. A pesar del casi desastroso mal paso, tengo la sensación de que esta noche dará los resultados que deseamos.

Manteniendo la mirada fija en ella, Philip se acercó y rozó con el borde de su copa la de ella. El sonido del cristal reverberó por la silenciosa estancia.

– Por que consigamos todo lo que queremos.

Ella inclinó la cabeza y dio un sorbo a su bebida.

– Deliciosa -murmuró. Tras depositar la copa en la mesilla redonda de caoba que había junto al sofá, abrió su bolso y extrajo de él una hoja de papel doblada junto con una cuartilla de vitela. Mientras desdoblaba la hoja, dijo-: He tomado algunas notas mientras limpiaban la sala y las he cotejado con las notas de la otra noche al respecto de sus preferencias.

– Muy eficiente. De modo que eso es lo que quería decir con intercambiar opiniones. Me temo que yo no he tomado ninguna nota. Pero no importa. Esta -se golpeó la frente con un dedo- es como una mazmorra sellada, repleta de todas mis impresiones de la noche.

– Excelente. -Ella bajó la vista y consultó sus dos hojas de notas-. Hay unas cuantas jóvenes damas que he marcado como convenientes; sin embargo, hay una en particular que sobresale. Se trata de…

– Oh, no empecemos por la primera opción -la interrumpió Philip-. ¿Qué tendría eso de divertido? Le sugiero que empecemos por la última de la lista y vayamos subiendo hacia la gran final. Eso hará que la expectativa sea mayor, ¿no le parece?

– Muy bien. Entonces comenzaremos por lady Harriet Osborn. Creo que es una excelente candidata.

– No. Me temo que no lo es en absoluto.

– ¿Y por qué no? Es una excelente bailarina y posee una hermosa y melodiosa voz.

– No le gustan los perros. Cuando le hablé de Prince, arrugó la nariz de una manera que venía a querer decir que el perro debería ser trasladado inmediatamente a alguna de nuestras propiedades en el campo.

Prince levantó la cabeza al oír esto y lanzó un grave ladrido que impresionó a Philip. Por Dios, sí que debía de ser el perro más inteligente del mundo.

– ¿Se ha dado cuenta? Prince no quiere saber nada de esa mujer que lo sacaría de esta casa, y me temo que yo estoy de acuerdo con él. ¿Cuál es la siguiente en la lista?

– Lady Amelia Wentworth. Es…

– Completamente inaceptable.

– ¿Cómo? Creo que le encantan los perros.

– No tengo ni idea. Pero eso no importa. Es una bailarina nefasta. -Él alzó una de sus botas y la meneó de un lado a otro-. Mis pobres botas no van a recuperarse jamás de esta.

– No veo qué tienen que ver en todo esto sus habilidades para el baile, especialmente cuando le recuerdo perfectamente a usted diciendo que no se consideraba un buen bailarín.

– Exactamente. Como puede leer en su lista de preferencias, dijimos que mi futura esposa debía ser una excelente bailarina para que pudiera enseñarme.

– Estoy segura de que lady Amelia puede mejorar en el baile si toma lecciones.

– Imposible. No posee ningún sentido del ritmo, sea eso lo que sea. ¿La siguiente?

Ella bajó la vista hacia el papel.

– Lady Alexandra Rigby.

– No.

La impaciente e inflamada mirada que ella le lanzó era inconfundible.

– ¿Por qué?

– No me siento en absoluto atraído por ella. De hecho, la encuentro de lo más desagradable.

La confusión reemplazó a la impaciencia.

– Pero ¿por qué? Es extremadamente hermosa y una magnífica bailarina.

– Se trata de algo que se remonta al pasado. Su familia visitó a la mía en la finca de Ravensly un verano, cuando yo tenía once años. Lady Alexandra tenía dos años. Un día la encontré en el jardín comiendo… -Carraspeó y continuó hablando- para decirlo de la manera más delicada que se me ocurre… -su voz se convirtió en un susurro- excrementos de conejo.

Aunque intentó simular que se trataba de un acceso de tos, Meredith emitió una inconfundible risa escandalizada.

– Solo tenía dos años, lord Greybourne. Estoy segura de que muchos niños de esa edad hacen cosas similares.

– Yo nunca hice una cosa por el estilo, ¿usted sí?

– Bueno, no, pero…

El levantó una mano interrumpiendo sus palabras.

– Se trata de una desgraciada imagen de lady Alexandra que jamás podré borrar de mi mente. Lamento tener que insistir para que la coloque bajo la categoría de «labios que han tocado caca de conejo nunca podrán tocar mis labios». -Hizo una señal con la mano y siguió-: ¿Quién es la próxima?

– Lady Elizabeth Watson.

– Imposible.

– ¿De verdad? ¿Acaso tuvo alguna desafortunada elección de alimentos cuando era niña?

– No tengo ni idea. Sin embargo, sé que de adulta sí que lo hace. Huele a coles de Bruselas.

– No me lo diga, déjeme adivinarlo. A usted le disgustan especialmente las coles de Bruselas.

– Sí. Y también las calabazas, que es la razón por la que debe tachar de su lista a lady Berthilde Atkins.

– Porque huele a…

– Calabazas, me temo -añadió poniendo cara de asco-. Y es una auténtica pena, la verdad, porque esa muchacha tenía potencial.

– Estoy segura de que se puede persuadir a lady Berthilde para que cambie sus hábitos alimenticios.

– No me puedo imaginar pidiéndole que deje de comer durante el resto de su vida un tipo de comida que obviamente a ella le encanta. ¿Siguiente?

Ella se le quedó mirando con desconfianza.

– ¿Tiene usted aversión a algún otro alimento?

El le regaló una amplía sonrisa.

– No, que yo recuerde.

– De acuerdo. -Ella volvió a mirar la lista, y luego alzó la vista de nuevo hacia él-: Lady Lydia Tudwell.

– No me haga eso… Huele profundamente a…

– Creí que no había más aversiones alimenticias…

– …brandy, que no es un alimento. Echa para atrás del tufo. Es obvio que… -Hizo el ademán de echarse varios tragos rápidos-. A hurtadillas. Completamente inaceptable. ¿Siguiente?

– Lady Agatha Gateshold.

– No.

Ella dejó escapar un suspiro de exasperación.

– Estamos estableciendo aquí un patrón, señor, que me desorienta. Sin embargo, de acuerdo con su lista de preferencias, lady Agatha es una perfecta candidata.

– Estoy de acuerdo, excepto por una cosa. Ella está interesada por lord Sassafras.

– ¿Sassafras? Nunca he oído hablar de él.

– Es un italiano, creo -dijo él encogiéndose de hombros-. Por parte de madre.

– Lady Agatha no mencionó nada de eso cuando habló conmigo -añadió ella con una sombra de duda dibujada en su rostro.

– ¿Seguro? Pues yo creo que eso era lo que me quería insinuar. Se dedicó a alabarlo durante toda nuestra conversación. «Lord Sassafras esto, lord Sassafras lo otro.» Era obvio que me estaba dando a entender, de una forma bastante poco sutil, que no estaba interesada en mí. No tengo ninguna intención de casarme con una mujer que está enamorada de otro hombre. ¿Siguiente?

– Bueno, lady Emily y lady Henrietta…

– Imposible. Las dos estuvieron a punto de desvanecerse con la sola mención de temas sexuales…

– Como debe hacer cualquier mujer joven bien educada.

– Me parece que usted no entiende tan bien como supone cómo funcionan las cosas entre los ricos. No; ni tampoco lady Emily o lady Henrietta. Estoy seguro de que sus delicadas complexiones no resistirán el acto real de hacer el amor, y yo tengo la intención de engendrar un heredero, una hazaña que difícilmente puedo acometer solo.

A Meredith se le subieron los colores a la cara y se lo quedó mirando fijamente durante vanos segundos. El intentaba poner una expresión de completa inocencia. Ella carraspeó y dijo:

– Le recuerdo claramente diciendo que no pedía nada particular a la novia, mientras no fuera excesivamente desagradable, pero ahora parece que le importan hasta los más mínimos detalles.

– Hum. Sí, supongo que se podría entender así. ¿Quién es la próxima?

– En vista del poco éxito que he tenido hasta ahora, creo que debería pasar directamente a la que encabeza la lista, y además nos ahorraremos bastante tiempo.

– ¿Y cuál es la que está en la cabeza de su lista?

– Lady Penelope Hickam.

– Ah, si. Lady Penelope.

– Lady Penelope posee todos y cada uno de los rasgos que usted mismo dijo que le parecían dignos de admiración en una mujer. -Miró hacia abajo y consultó su lista-. Le gusta la música, toca el piano y canta como los ángeles. Parece estar interesada en el estudio de las antigüedades, no tiene especiales objeciones a las polvorientas reliquias y ha demostrado una excelente capacidad de conversación en los más diversos temas. Las bobadas románticas no parecen preocuparle demasiado, y es una experta manejando a los sirvientes y llevando una casa. Además, le gustan los animales, es una magnífica bailarina, habla francés con soltura y le encanta bordar. -Levantando los ojos de la lista, se le quedó mirando con expresión triunfante, una mirada que le decía desafiante: «Encuentre algo malo en ella».

– Hum. Creo que ha pasado por alto un detalle.

Ella frunció las cejas y volvió a dirigir la mirada a su lista. Al momento, riendo, volvió a alzar la vista:

– Lo único que no he mencionado ha sido la «clásica belleza rubia». No lo dije, porque me parecía del todo innecesario. Lady Penelope es incuestionablemente hermosa.

– Yo creo que es demasiado… pálida. Sus ojos se abrieron como si no se lo pudiera creer.

– ¡Es rubia!

– Ya. Y ahí reside el problema. Yo prefiero el cabello oscuro.

Con una exclamación de desesperación e impaciencia,

Meredith se desembarazó del tranquilo Prince, que se había quedado dormido sobre su regazo, y se puso en píe mientras arrugaba las hojas de papel. Se acercó hacia la chimenea, apoyó ambas manos en las caderas y a continuación se encaró hacia él con un inconfundible gesto de desesperación.

– ¿A qué viene este sinsentido? Estoy segura de que prefiere el cabello rubio.

Él puso cara de desconcierto.

– ¿Está usted segura? Porque yo estoy bastante convencido de lo contrario. Y seguramente eso es algo que yo debería saber.

– Usted me está tomando el pelo, lord Greybourne, y eso no me gusta nada. -Le puso las hojas de papel delante de las narices-. Aquí está escrito. Yo misma lo escribí la otra noche. Usted dijo que le gustaban -buscó en la lista hasta encontrar las palabras- «las hermosas rubias clásicas».

– En realidad, fue Andrew el que dijo eso.

– Pero usted no dijo nada para indicar que él estaba equivocado.

– No estaba equivocado. No podría encontrar a ningún hombre al que no le gusten (aunque sea un poco) las clásicas bellezas rubias. Sin embargo, yo prefiero el cabello oscuro.

Oyó el sonido de un repiqueteo y se dio cuenta de que era el zapato de ella que golpeaba contra la piedra de la chimenea demostrando su irritación.

– Usted no mencionó nada de eso la otra noche.

– He de confesar que mi preferencia es bastante reciente.

El repiqueteo se aceleró.

– ¿De veras? ¿Cómo de reciente? ¿Desde que llené su salón de «clásicas bellezas rubias»?

– No. Antes de eso.

– ¿Cuándo?

Su mirada se posó en el cabello de ella. Se le acercó y tomó uno de los sedosos bucles que le caían sobre la cara, manteniéndolo entre los dedos pulgar e índice. El repiqueteo se detuvo de repente y ella dejó escapar un profundo suspiro.

– ¿Realmente quiere saberlo, Meredith? Porque puedo decirle casi el momento exacto en que cambié de preferencias.

Meredith se quedó completamente quieta. Aquellas palabras, la voz suave y grave con la que las había pronunciado, y el calor que denotaba su mirada hicieron que se alterara y se le cortara la respiración. Por Dios, no había ninguna duda de lo que estaba insinuando ni del deseo que emanaba de él como un oleaje. Su corazón volvió a latir poco a poco, golpeando con tanta fuerza que podía sentir su eco en los oídos. Tan fuerte que seguramente también él lo podía oír.

– En realidad, había una mujer en la fiesta que llamó mi atención, y me encantaría que usted pudiera concertar otro encuentro con ella.

Ella tragó saliva. Tenía que detenerlo. Ahora.

– Lord Greybourne, yo…

– Philip, por favor, llámame Philip. ¿Quiere que le hable de esa mujer? -Antes de que ella pudiera contestar, algo que le hubiera costado, puesto que no era capaz de articular palabra, él dijo jugueteando todavía con su cabello entre los dedos-: Su cabello es negro como la noche en el desierto. De un color satinado, brillante, como los bancos de tierra oscura depositada por años de flujo en las orillas del Nilo. Su cabello es, de hecho, idéntico al tuyo.

Desesperada e intentando decir algo que hiciera desaparecer la nebulosa tensión del momento, ella dijo tratando de sonreír:

– ¿Está diciendo que mi cabello le trae a la memoria el lodo?

En lugar de contestar, él empezó a quitarle las horquillas del pelo hasta que aquella cabellera se vertió entre sus dedos. «Detenlo», le ordenaba a ella su voz interior, pero sus labios se negaban a obedecer. Desapareció todo vestigio de alegría, y se vio abandonada, flotando en un mar de anhelo y doloroso deseo que amenazaba con ahogarla. Él metió los largos dedos entre sus bucles, y ella tuvo que morderse el labio inferior para contener un gemido.

– ¿Lodo? No. Tu pelo… su pelo es brillante. Sedoso, radiante, encantador.

El empezó a deslizar lentamente las yemas de los dedos por su rostro. Cada una de sus terminaciones nerviosas vibraba, y los ojos de ella se cerraron suavemente ante el sencillo placer de aquella caricia.

– Esa mujer que ha despertado mi interés… no es una belleza clásica. Sus facciones son duras y angulosas.

La caricia de la punta de sus dedos se detuvo en los labios, y ella abrió los ojos. Philip tenía la mirada fija en sus labios con una intensidad que hizo crepitar sus entrañas con un calor sofocante.

– Su boca es tan fresca y jugosa; sus labios tan sonrosados y orondos. Es de ese tipo de bocas que inspiran fantasías sensuales y que distraen de cualquier otra cosa que uno estuviera pensando.

Sin aliento, con el corazón latiéndole con fuerza, ella le escuchaba como si estuviera en trance, mientras los dedos de él continuaban explorando su cara.

– Su nariz tiene una forma recta y sus mandíbulas son recias. Pero ella me atrae como ninguna belleza clásica lo hizo jamás. Su sonrisa es encantadora y le ilumina todo el rostro. Tiene un diminuto hoyuelo, justo aquí -Philip deslizó la punta de un dedo hacia el límite de su boca- que aparece cuando se ríe. Su cutis es como terciopelo de color rosa tiznado de un tenue brillo rosado que refulge y empalidece de las maneras más fascinantes dependiendo de su estado de ánimo. Y sus ojos… sus ojos son extraordinarios. Del vivido color de las aguas del Egeo, igual de profundos, igual de insondables. Son expresivos, aunque esconden muchos secretos, que no hacen sino intrigarme cada día más. Sus facciones son, de hecho, idénticas a las tuyas.

Él se acercó más y la envolvió entre sus brazos. Rodearle la cintura con los brazos parecía la cosa más natural del mundo. La atrajo hacia sí hasta que sus cuerpos se tocaron desde el pecho hasta las rodillas. La apretó contra su cuerpo inundándola con un calor que a ella le subía por los muslos. Sus pezones se endurecieron y se dio cuenta de que sus mejillas se sonrojaban; sabía que sus ojos y la expresión de su cara dejaban ver todo lo que sentía. Inmóvil, no podía apartar la mirada de él, en cuyos ojos se reflejaba, aumentado por el cristal de sus gafas, todo el anhelo y deseo que le embargaba. Un músculo que palpitaba en su mejilla denunciaba la manera en que él estaba luchando para no perder el control. Una lucha idéntica a la que estaba enfrentada ella, una batalla que, mucho se temía, estaba a punto de perder.

Él agachó la cabeza y besó el costado de su cuello. Ella cerró los ojos, dejó escapar un lento y profundo suspiro, y luego ladeó la cabeza para ofrecerle un mejor acceso.

– Su olor -susurró él con su aliento acariciando el cuello de ella-, me vuelve loco. Huele como un pastel recién sacado del horno… Caliente y delicioso, tentador y seductor. ¿Cómo puede oler tan bien esa mujer? Cada vez que estoy a su lado tengo ganas de tomar una pizca. -Sus dientes rozaron suavemente la piel de ella, provocándole un escalofrío de placer-. En definitiva, su olor es idéntico al tuyo.

Y sus formas -continuó después de tomar aliento- dejan en nada a las llamadas bellezas clásicas. -Sus manos se deslizaron lentamente por la espalda de ella, recorriéndola desde los hombros hasta las nalgas, y presionándola contra él mientras continuaba besándola en el cuello y sus palabras rozaban su piel-: Encaja conmigo como si su preciosa forma hubiera sido hecha solo para mí. He bailado con dos docenas de mujeres esta noche, pero yo sentía que ella era la única que encajaba perfectamente entre mis brazos. La sentía, en suma, igual que te siento ahora a ti.

Él alzó la cabeza y ella inmediatamente notó la ausencia de sus labios sobre la piel del cuello.

– Meredith, mírame.

Con esfuerzo, ella consiguió separar los párpados. Él la miraba como si quisiera devorarla. Como si ella fuera la más hermosa y deseable criatura que él hubiera visto jamás. Eso debería haberla alarmado, debería haberla hecho recobrar el sentido común. Sin embargo, la dejó embelesada. La excitó. Y la colocó en una suerte de abandono que siempre, que ella recordara, había procurado evitar.

Mientras seguía rodeándola con un brazo, metió los dedos de la otra mano entre su cabello:

– Esos diamantes preciosos de la alta sociedad que has puesto a mi disposición esta noche son pálidos trozos de metal comparados contigo. Nunca, en toda mi vida, me he sentido tan dolorosamente atraído por una mujer como lo estoy ahora por ti. No puedo dejar de pensar en ti. Y sabe Dios que lo he intentado. Después de que nos besáramos ayer, después de degustar tu sabor, pensé que podría ser suficiente, que luego podría olvidarte. Pero no puedo. Ese beso me ha hecho desearte aún más.

Philip bajó la cabeza hasta que sus labios tocaron los de ella.

– ¿Soy solo yo el que se siente así, Meredith? ¿O nuestro beso también te hizo a ti querer más?

Su cálido aliento con olor a brandy la embriagaba como si realmente hubiera tomado demasiado licor. Su corazón y su mente se enfrentaron en una breve lucha, pero ella ya no se podía defender. Poniéndose de puntillas, pronunció una única palabra contra los labios de él:

– Más.

Todo el deseo y la ansiedad reprimida contra la que Philip había estado luchando explotó como un volcán. Atrapó sus labios en un salvaje y desesperado beso, desbordante de puro fuego. Su lengua acarició el sedoso cielo de su boca, mientras sus brazos se apretaban alrededor de ella. Su voz interior trataba sin éxito de hacerle entrar en razón, advirtiéndole de que estaba demostrando una enorme falta de delicadeza. Pero cualquier posibilidad que hubiera tenido su razón de reconvencerlo se desvaneció por completo ante la acalorada respuesta de ella.

Perdido en una niebla caliente, las manos de Philip descendieron por su espalda hasta agarrar sus redondas nalgas, y después volvieron a ascender veloces hasta enredarse en la fragante seda de su cabello. Entonces una de las manos se movió un poco más abajo, recorriendo las delicadas vértebras de su cuello, absorbiendo el frenético latido de las venas en la base de la garganta. Luego siguió descendiendo hasta atrapar con ella uno de sus pechos. Aquella caricia desató en ella un minúsculo gemido de femenina excitación que tensó todos los músculos de su cuerpo. Manteniendo su pezón presionado contra la palma de la mano, trazó con los dedos un círculo alrededor de la excitada protuberancia que emergía de la muselina de su vestido.

Ella se frotó contra él, y la erección de Philip se sacudió en respuesta, haciendo que un gruñido animal se escapara de su garganta. Maldijo la ropa que le separaba de aquella suave piel. Estaba desesperado por tocarla. Desesperado por sentir sus manos sobre su cuerpo. Tan desesperado que la pequeña parte de su cerebro que todavía funcionaba reconoció que si no se detenía ahora, ya no sería capaz de hacerlo.

Separándose de su boca, descansó su frente contra la de ella. Abriendo y cerrando los ojos con fuerza, y respirando profundamente, intentó calmar su desbocado corazón, pero era algo casi imposible de conseguir mientras el suave cuerpo de ella todavía estuviera apretado contra él. Mientras su pecho estuviera aún aplastado contra la palma de su mano. Mientras ella estuviera todavía colgada a él de una manera que indicaba que sus rodillas apenas la mantenían en pie -no mucho más que las de él.

Tras varios segundos, Philip abrió los ojos y no vio nada más que niebla. Malditas gafas. Un invento fabuloso para la mayoría de las ocasiones, pero besar no era una de ellas. Aunque no quería apartar la mano de su pecho, la deslizó hacia arriba para quitarse las empañadas gafas, pero notó que la pequeña y dulce mano de ella estaba a un palmo de su cara.

– ¿Puedo? -preguntó ella en voz baja.

No estaba seguro de para qué le estaba pidiendo permiso, pero no estaba en condiciones de negarle nada.

– Por supuesto.

Ella le quitó suavemente las gafas y luego las dejó con cuidado sobre la repisa de la chimenea. El parpadeó, sintiéndose como un buho. Demonios, seguramente eso era lo que parecía. Como no cabía ni una hoja de papel entre ellos, podía verle la cara perfectamente. Sabía que si ella daba un paso atrás su imagen se difuminaría entre la niebla.

Tras estudiar su cara con interminable curiosidad, con los restos de la excitación todavía reflejándose en sus facciones, ella dijo con voz suave:

– Me preguntaba cómo serías sin las gafas.

Ella movió la cabeza de un lado a otro, como sí estuviera observando una pieza de museo.

Cuando el silencio creció entre los dos, él preguntó:

– ¿Y bien?

– ¿De nuevo estás esperando cumplidos? -dijo ella moviendo apenas los labios.

– Supongo que no debería esperar ninguno. Es simple curiosidad.

– Pareces mucho menos empollón. De hecho casi un niño. -Ella se irguió y alcanzó un mechón de pelo que le caía sobre la frente con un gesto íntimo que le hizo estremecerse-. O quizá sea solo porque estás despeinado.

– Y tú también. De un modo encantador.

Meredith miró dentro de sus ojos castaños, en el fondo de los cuales todavía latía la pasión, y sintió en su cuerpo la respuesta a aquella pasión. Su sentido común la hizo volver a la vida, recordándole todas las razones por las que no debería haber hecho lo que acababa de hacer. Dejando escapar un profundo suspiro, dio un paso atrás, fuera del alcance de sus brazos.

– Lord Greybourne…

– Philip. Estoy seguro de que después de lo que acabamos de compartir me puedes llamar por mi nombre de pila.

Ella sintió un calor que le recorría la garganta. El parecía tan tentador, con el pelo revuelto, con el pañuelo torcido y con esos ojos oscuros llenos de inconfundible deseo.

Dos pasos más. Solo tenía que dar dos pasos adelante para volver a estar rodeada por sus fuertes brazos, para sentir el calor de aquel fornido cuerpo contra el suyo, para volver a sentir la mágica experiencia de sus besos. Y el deseo de dar esos dos pasos era tan desesperado que le daba miedo. Aquel interludio era algo que no debería haberse permitido. Pero dado que eso ya no se podía cambiar, había llegado sin duda el momento de darlo por concluido. Alzando la barbilla, intentó adoptar un aire serio y enérgico.

– Philip, en cuanto a lo que ha pasado aquí esta noche, ha sido… -«Increíble, intenso, emocionante, aterrador», pensó.

E imposible.

– Ha sido el resultado de una alienación pasajera por mi parte -dijo ella con voz temblorosa.

– Permíteme que no esté de acuerdo. Ha sido el resultado de la irresistible atracción que hay entre nosotros.

Él se acercó para tocarla, pero ella se movió a un lado para evitarlo, colocándose detrás del sofá. Era muy difícil explicarlo. Si él volvía a tocarla, sabía que en un instante iba a perder el valor para defenderse. Él no se movió de nuevo para acercarse; en lugar de eso, recogió las gafas de la chimenea y se las colocó.

Agarrándose las manos, ella estiró la espalda y le miró directamente a los ojos.

– Obviamente, no puedo negar que me pareces atractivo.

– Igual que tampoco yo puedo negar que me pareces atractiva. -Se movió lentamente-. Dolorosamente atractiva.

Un destello de calor crepitó en su nuca al recordar la deliciosa sensación de su erección presionando contra ella.

– Como bien dijiste la última noche en Vauxhall, y yo estoy de acuerdo, permitir que esto pasara otra vez más podía ser un error de proporciones descomunales.

– Cuando dije eso, solo estaba intentando poner en palabras lo que creía que podía ser tu punto de vista de la situación. Pero no era el mío, ni estaba de acuerdo con lo que decía.

– Cuestiones semánticas. El hecho es que no podemos volver a dejarnos arrastrar por esta atracción de nuevo.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Tú mismo puedes ver que es imposible. Hay docenas de razones.

– Entonces, por favor, comparte conmigo esa docena de razones, porque yo no puedo pensar ni en una sola. -Apoyó los hombros contra la repisa de la chimenea, se rodeó el pecho con los brazos y cruzó los tobillos-. Soy todo oídos.

– Otra vez te estás burlando de mí.

– No. Muy al contrario, lo digo seriamente. Acabamos de admitir que los dos nos sentimos atraídos el uno por el otro. Desde nuestro beso de la última noche, no he dejado de pensar que no deberíamos tratar de ignorar lo que está pasando entre nosotros, pero parece ser que estoy equivocado. Yo desearía ver adonde nos lleva esta atracción. Y por lo que se ve tú tienes unas objeciones al respecto que yo no comparto.

– ¡De eso se trata precisamente! Esta atracción no puede llevar a ninguna parte.

– Una vez más debo preguntar: ¿por qué?

– ¿Acaso estás siendo deliberadamente obtuso? ¿Adonde imaginas concretamente que nos puede llevar? Tú estás atado por tu promesa de casarte. Se supone que yo debo encontrarte una esposa adecuada. Podemos esperar que en cuestión de pocos día tengas ya una esposa. Por favor, seamos honestos el uno con el otro. Las únicas dos consecuencia de esta atracción son completamente imposibles: ni puedo casarme contigo ni quiero convertirme en tu amante.

Un silencio duro y cortante se hizo entre ellos dos, roto solo por el sonido del reloj de pared. Pasó casi un minuto antes de que él hablara.

– Solo por curiosidad, suponiendo que sea capaz de romper el maleficio y casarme, ¿casarse conmigo sería algo tan terrible?

Aquel suave tono de voz, que pretendía ocultar el dolor y la confusión de sus palabras, le tocó el corazón de una manera completamente inaceptable para ella. Se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva dos veces antes de volver a recuperar la voz:

– Cualquier mujer a la que elijas será muy afortunada. No tengo ninguna duda de que serás un maravilloso marido y… padre. Y, por supuesto, esa mujer tiene que ser de una cuna impecable y de un estrato social similar al tuyo. Obviamente, yo no soy esa mujer. Pero incluso si lo fuera, como ya te había dicho antes, no tengo ningún deseo de casarme.

– Esa es una afirmación que me parece curiosa. ¿Por qué abrigas esa aversión por una cosa que la mayoría de la mujeres desean?

«SÍ tú supieras…», pensó ella.

– Estoy muy satisfecha con mi vida tal y como es. Me gusta mi trabajo y el grado de independencia que me procura. Además, Albert, Charlotte y Hope dependen de mí, y el sentimiento es mutuo. Nunca haría nada que pudiera destruir esa familia unida que he creado. Y en cuanto a la otra opción…

– ¿Convertirte en mi amante?

– Sí. No tengo ganas de ensuciar mi reputación, ya que eso no solo me dañaría a mí, sino también a mi familia. He luchado demasiado tiempo y demasiado duro por mi reputación para arriesgarla por esto.

Él la miraba de forma interrogativa, e inmediatamente ella se dio cuenta de que había hablado demasiado. Para adelantarse a cualquier pregunta añadió:

– He aprendido que no tiene sentido mirar atrás para regodearse en lamentaciones. Solo podemos seguir adelante y esperar aprender de nuestros errores.

– Una filosofía de vida admirable, pero en ella me parece oír la voz de la experiencia, Meredith. ¿Qué tipo de errores has cometido?

– Todos cometemos errores -dijo ella, intentando que su tono de voz siguiera siendo sereno-. El más reciente lo cometí hace apenas unos momentos en esta misma habitación.

Él se quedó mirándola fijamente con una expresión inescrutable durante varios segundos y luego dejó escapar un largo suspiro.

– Bueno. Una de las cosas que me gustan de ti desde el principio es tu manera de expresar las cosas de una forma clara y concisa. -Inclinó la cabeza en señal de saludo-. Creo que en esta ocasión te has superado mucho.

Ella sintió que en su interior chocaban un sentimiento de culpabilidad, por el tono de pena que había en la voz de él, y una sensación de profundo lamento, porque las cosas no pudieran ser de otra manera. Tras respirar profundamente, dijo:

– Siempre guardaré como un tesoro lo que hemos compartido, Philip. No lamento lo que ha pasado. Sencillamente no podemos permitir que vuelva a suceder. Cuando esas palabras aún no habían cruzado sus labios, su voz interior le gritó: «Mentirosa». Porque lo lamentaba. Lo lamentaba profundamente. Por ella misma y por el tormento que el recuerdo de ese beso, de esas caricias le podrían producir. Y lamentaba profundamente que esos pocos momentos entre sus brazos hubieran abierto las compuertas de unos deseos femeninos que ella había mantenido cuidadosamente encerrados durante años, y que la harían sufrir con ansias y anhelos que sabía que la atormentarían a partir de ese momento durante las solitarias noches que tenía por delante.

Le acababa de decir que no quería regodearse en lamentaciones, pero sabía que aquella noche, una vez que estuviera metida entre las sábanas, se permitiría una noche de regodeo, de llorar por su pasado, un pasado que la alejaba para siempre de conseguir a un hombre como Philip.

No quería quedarse a solas con ella, así que Philip decidió que Bakari la acompañara a su casa. Antes de que se marchara, le explicó lo que había sucedido en el almacén y le pidió que tuviera mucho cuidado. Tras ver cómo desaparecía el carruaje por la calle oscura, se sentó en el sofá, al lado del aún durmiente Prince. Colocando los codos sobre las rodillas, se rodeó la cabeza con las manos.

Maldita sea, menuda noche.

Dejando a un lado por el momento sus conflictivos pensamiento en torno a Meredith, dirigió su atención al asunto que le había apartado de la fiesta durante la noche -las intranquilizadoras revelaciones de Edward. ¿Quién le habría atacado? ¿Habría robado algo? Y de ser así, ¿qué? ¿Y por qué? Se le hizo un nudo en el estómago. Seguramente no podía ser el único objeto que él estaba buscando. «El sufrimiento empieza ahora…» Por todos los demonios, ¿qué significaba eso? No lo sabía, pero estaba determinado a descubrir de qué se trataba. Llegaría temprano al almacén para reparar los desperfectos. Esperaba que Andrew se sintiera lo suficientemente bien para acompañarle.

Se quitó las gafas y se frotó la frente con la palma de las manos para detener los otros pensamientos de lo ocurrido esa noche que le bombardeaban. La fiesta. Tenía que reconocer que la mayoría de las jóvenes habían sido muy simpáticas, y todas ellas eran indudablemente hermosas. Desgraciadamente ninguna de ellas le había causado la más mínima impresión.

Excepto Meredith.

¿Qué había querido decir con luchar tanto y tan duro por su reputación? ¿Habría estado de alguna manera en peligro? Cuando ella había hablado de errores, algo en su voz le había dejado entender exactamente lo serios que podían haber sido algunos de esos errores del pasado.

Pero ¿tenía verdadera importancia cualquiera de esos errores del pasado? No. Meredith Chilton-Grizedale era sin duda la mujer que él quería. Hay algunas cosas contra las que se puede luchar, y otras contra las que simplemente no podemos defendernos. Sin duda Meredith entraba en esta segunda categoría.

Ahora solo tenía que decidir qué demonios iba a hacer al respecto.

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