Philip se quedó mirando la nota, que estaba escrita con la misma letra que las otras, y la ira y la esperanza chocaron en su interior. Ira porque ese mal nacido estaba jugando con él de aquella manera, pero esperanza… Dios santo, tanta esperanza de que estuviera diciéndole la verdad. «Tengo la piedra que buscas.» Solo podía estar refiriéndose al pedazo de piedra desaparecido. De modo que existía. Habría apostado cualquier cosa a que estaba en la caja de alabastro que robaron aquella noche del almacén, y que aquel maldito desgraciado tenía ahora en su poder, lo que probaría que el maleficio estaba en el centro de todos los ataques. «No vas a tener esa piedra en tu poder demasiado tiempo», se prometió en silencio. «Te voy a encontrar y voy a recuperar mi piedra. Y luego te voy a convertir en el desgraciado que más habrá lamentado cruzarse en mi camino de toda Inglaterra.»
La persona responsable de todo aquello no era un extraño. Aquella caja había sido la única que habían forzado la noche del robo. Se trataba de alguien que sabía dónde se escondían las antigüedades. Y que conocía el valor de aquel pedazo de piedra. Sabía quiénes eran sus amigos y su familia… y quiénes las personas que más le importaban. Por supuesto, se trataba de alguien que había navegado con él, en el mismo barco. Todos los que iban a bordo del Dream Keeper sabían que Andrew, Edward y Bakari eran como hermanos para él. También le habían oído hablar de su padre y de Catherine, y sabían que las cajas que se transportaban en el barco iban dirigidas al museo y al almacén.
Los goznes de la puerta chirriaron.
– Hola -se oyó decir a una voz de joven adolescente-. ¿Hay aquí un tipo llamado Greybourne?
– Yo soy Greybourne -contestó Philip corriendo hacia la puerta. Un muchacho de unos doce años, lleno de suciedad y vestido con harapos, estaba parado ante la puerta abierta.
– Tengo una nota para usted -dijo entornando los ojos-. Pero le va a costar algo. El tipo que me pidió que se la trajera aseguró que me daría medio penique.
Philip sacó una moneda del bolsillo y la lanzó al aire. El muchacho la agarró al vuelo y los ojos le brillaron al sentir el metal en su palma. Le dio la nota y salió corriendo, sin duda imaginando que Philip trataría de recuperar su moneda. Rompiendo el sello, Philip leyó la breve nota.
He hablado con el juez, y cree que alguien de la tripulación causó el incendio con un puro. Ningún testigo ha sabido decirme qué pasó, pero los jueces seguirán investigando. He tomado una habitación en el Dengy Arms para estar cerca por si me necesitas.
Edward
Philip se quedó mirando absorto la nota. No creía que el incendio lo hubiera provocado algún marinero descuidado. Aunque tampoco pensaba que fuera responsable alguien de la tripulación del Sea Raven. Quienquiera que hubiera provocado el incendio era la misma persona que había hecho todo lo demás; y esa persona no había llegado hoy en el Sea Raven.
Metió la nota otra vez en el sobre y se la guardó en el bolsillo. Se puso a caminar de un lado a otro del almacén, dando vueltas en su mente a montones de posibilidades y descartándolas una tras otra lo más rápido que podía. Por lo que él sabía, no se había hecho enemigos a bordo del barco durante su regreso a casa. Aunque no podía negar que se hubiera hecho unos cuantos durante sus muchos viajes. ¿Acaso alguno de ellos le habría seguido hasta Inglaterra?
La imagen del carruaje abalanzándose sobre Meredith centelleó en su mente y sus pasos se hicieron más lentos. Esa persona sabía que Meredith era importante para él; y ese era un hecho que se había desarrollado muy recientemente. Y que no mucha gente conocía. En realidad, las dos únicas personas que lo sabían estaban muy cerca de él…
Se detuvo; por su mente cruzó una horrible posibilidad que se le acababa de ocurrir. No, no podía ser… no era posible. Pero cuanto más reflexionaba sobre los acontecimientos de los últimos días, más se daba cuenta de qué era lo que podía estar pasando. Una a una, las piezas de aquel rompecabezas empezaron a encajar en su mente, haciendo aparecer ante sus ojos la desnuda verdad. Los ataques, el cristal roto, las extrañas ausencias, las conversaciones… sí, todo encajaba. Se pasó las manos por la cara. Por todos los demonios, había estado ciego y se había confiado como un tonto. Se le heló la sangre. ¿Y en qué nuevo peligro acababa de colocar a Meredith al no haberse dado cuenta antes de la verdad?
Rápidamente repasó las posibilidades de acción que tenía, y luego echó a correr hacia la oficina. Allí escribió tres breves notas y metió cada una de ellas en un sobre. Llegó a toda prisa hasta la puerta del almacén y salió a la calle. Como esperaba, encontró allí al muchacho que hacía un momento le había entregado la nota de Edward. Estaba indolentemente apoyado contra la pared de madera del edificio adyacente al almacén, hablando con otro muchacho de aproximadamente su misma edad. No había duda de que se había quedado allí esperando que Philip tuviera un encargo similar para él -o acaso suponiendo que él y su amigo podrían robarle cuando saliera del almacén.
– Eh, muchachos -gritó Philip dirigiéndose a ellos-. Tengo un trabajo para vosotros.
Los dos chicos se intercambiaron una mirada y luego se acercaron andando hasta él con aire de tipos duros.
– ¿Qué tipo de trabajo? -le preguntó el chico al que ya conocía.
– Tengo varias cartas que quiero que entreguéis.
– ¿Ahora? -dijo el otro muchacho, que era un poco más alto-. ¿Y qué nos dará a cambio?
Philip sacó dos monedas del bolsillo.
– Os daré un chelín a cada uno de vosotros. Y cuando volváis de la entrega os daré una libra extra.
– ¿Una libra para cada uno? -preguntó el chico más alto entornando los ojos con aire de suspicacia.
– Sí.
– ¿Y eso es todo lo que quiere que hagamos por tanto dinero? ¿Solo llevar unas cartas?
– Eso es todo lo que quiero. ¿Cómo os llamáis?
Los muchachos intercambiaron una rápida mirada y luego se acercaron más a él.
– Yo soy Will -dijo el más alto. Señaló con la cabeza a su compañero y añadió-: Y este es Robbie.
– Bien, Robbie y Will, esto es lo que quiero que hagáis. -Philip le dio dos cartas a Will y una a Robbie, y les dijo a continuación la dirección donde tenían que entregarlas-. ¿Alguna pregunta?
– ¿Dónde está nuestra pasta? -preguntó Robbie.
Philip dio a cada uno de ellos un chelín. Se intercambiaron una rápida mirada y dieron media vuelta para marcharse. Philip contó mentalmente hasta cinco y luego dijo:
– Chicos. -Los dos se volvieron a la vez-. Quiero que no olvidéis que hemos hecho un trato y espero que lo cumpláis hasta el final. Os doy mí palabra de que yo cumpliré mi parte del trato. E imagino que no tendréis ninguna intención de desaparecer con mis chelines y destruir mis cartas. Porque si lo hacéis os aseguro que os encontraré. Y os aseguro que esta sería la última vez que se os ocurra traicionar a alguien. -Philip sacó con aire despreocupado el reloj del bolsillo de la chaqueta y miró la hora, escondiendo una sonrisa detrás de los cristales de las gafas al ver la cara de sorpresa que ponían los dos muchachos-. ¿Me habéis entendido?
Los dos muchachos se miraron y luego miraron el reloj de Philip.
– Yo… yo lo he entendido -dijo Will.
– Yo también -añadió Robbie asintiendo con la cabeza tan vigorosamente que Philip temió que se le removiera el cerebro.
– Entonces a vuestro trabajo. No hay tiempo que perder.
Los dos chicos echaron a correr como si los persiguieran todos los demonios, y Philip volvió a entrar en el almacén seguro de que entregarían las cartas en el mínimo tiempo posible y volverían corriendo por su dinero extra. Le echó una última ojeada al reloj antes de volver a metérselo en el bolsillo de la chaqueta. Por segunda vez en aquel día alguien había pretendido aligerarle del peso de su reloj. Sus pensamientos se dirigieron a Meredith. Y alguien a quien jamás habría creído capaz de tal villanía estaba intentando robarle algo mucho más importante para él que un simple reloj.
Sintió que un profundo dolor le embargaba al comprender toda la verdad, pero lo desechó. «Si quieres hacerme daño, tendrás que venir a por mí y dejar tranquilos a aquellos a los que quiero. Pero no conseguirás volver a hacerle daño a nadie más. Ya te conozco, mentiroso mal nacido.» Una mueca dobló sus labios, y lentamente pasó la mano por la empuñadura de su bastón.
«Lo único que tengo que hacer ahora es esperar a que vengas a por mí.»
Meredith se sentó en el sofá del salón de Philip, tomando una taza de té que esperaba que la pudiera aliviar del horrible dolor que sentía golpearle las sienes. La cabeza de Prince descansaba sobre su regazo, y ella acariciaba con una mano el mullido y suave pelo del animal, mientras el señor Stanton caminaba de un lado a otro por delante de la chimenea. Desde que había leído la nota que recibiera un cuarto de hora antes, no paraba de moverse de aquí para allá, con el ceño fruncido, como si estuviera dándole vueltas a un problema muy serio.
Meredith sentía curiosidad, pero como no había visto quién le había enviado aquella nota, dudaba si debía preguntar. Si la misiva la hubiera enviado Philip, seguramente lo habría comentado con ella.
– Espero que Philip no le tenga demasiado cariño a la alfombra -dijo ella tras carraspear.
Él se detuvo con una mueca de perplejidad arqueando sus cejas.
– ¿Qué alfombra?
– Esa que está usted desgastando de tanto ir de aquí para allá.
Mirando hacia la gruesa alfombra persa que estaba bajo sus botas, Andrew le contestó con gesto avergonzado:
– Ah, la alfombra.
– ¿Está preocupado por Philip? -preguntó ella.
La miró como si fuera a negarlo, pero enseguida asintió con la cabeza.
– Está tardando mucho más de lo que había esperado.
– Me imagino que estará deseando ir al almacén.
– Sí.
– Pero no puede hacerlo porque le ha prometido que cuidaría de mí.
Una sonrisa cansada se dibujó en su cara.
– Philip no me había dicho que era usted visionaria, miss Chilton-Grizedale.
– No se necesita una especial intuición para ver lo preocupado que está usted. Y yo creo que debería ir.
– Le prometí que no me apartaría de su lado.
– Entonces, lléveme con usted. Yo también estoy preocupada por Philip.
El se quedó estudiando su cara durante varios segundos, con una expresión insondable en sus oscuros ojos. Luego, una lenta sonrisa hizo que los extremos de sus labios se elevaran.
– De acuerdo, iremos juntos. Esa puede ser la solución perfecta.
En el Denby Arms, Edward abrió la puerta al oír que golpeaban de manera discreta. Un criado traía un sobre sellado con una nota en una bandeja de plata.
– Esto acaba de llegar para usted, señor -murmuró el criado-. Lo ha traído un andrajoso chiquillo, creí que debería saberlo.
Frunciendo el entrecejo, Edward tomó la carta, cerró la puerta y abrió el sobre.
Catherine se acercó al vestíbulo de casa de su padre y se encontró con Bakari, quien en ese momento leía atentamente un trozo de papel.
– He oído que llamaban a la puerta -dijo ella avanzando por el vestíbulo.
Catherine se quedó mirando fijamente a Bakari, quien se guardó la carta apresuradamente en un bolsillo de su amplio pantalón.
– Imaginé que había llegado Philip -dijo ella levantando las cejas.
– No ha llegado.
– ¿Quién llamó a la puerta?
– Un chico con un recado.
Como vio que Bakari no pensaba añadir nada más, Catherine preguntó:
– ¿Y qué recado traía?
– Una carta. Para mí.
Obviamente, el contenido de la carta había dejado a Bakari preocupado, y se le veía claramente agitado. Sin embargo, antes de que ella le pudiera preguntar algo más al respecto, él murmuró:
– Por favor, discúlpeme. -Y salió corriendo por el pasillo, camino a la cocina.
Mientras viajaba sentado en su carruaje, las palabras de la nota de Greybourne daban vueltas por su mente poniéndole cada vez más furioso. «He descubierto cómo romper el maleficio sin el trozo de piedra desaparecido. Por favor, reúnete conmigo en el almacén.»
¿Romper el maleficio? «No permitiré que lo hagas, Greybourne», pensó. «Oh, no. Todavía no has empezado a sufrir. Pero vas a sufrir, desgraciado. Vas a sufrir. Ya lo verás.»