Dos días después de la visita del viejo Pougès, hice hacer al alba un reconocimiento bajo los muros de La Roque. Adquirí la convicción que Fulbert se resguardaba mal y que la toma del burgo sería fácil. Las dos puertas estaban vigiladas, pero entre las dos puertas corría una larga muralla, sin ninguna defensa y que no era tan alta como para que no se pudiera escalar con una escalera, o mejor, con una cuerda armada de un arpón.
Fijé para el día siguiente la expedición contra La Roque, pero en contra de la opinión general, ordené que la vigilancia nocturna de los accesos de Malevil continuaría hasta el alba. Después de la cosecha, no teniendo ya nada que cuidar en los Rhunes, la guardia nocturna se había replegado hacia una casamata que habíamos cavado en la colina de las Siete Hayas y de donde se tenía una excelente vista sobre el camino de Malevil y su empalizada.
Como había habido entre los compañeros cierta reticencia a asegurar la vigilancia exterior de noche, la víspera de la expedición contra La Roque, pensando que debían conservarse frescos para el gran día, decidí para dar el ejemplo, ir ese día con Meyssonnier.
Nada es más desmoralizante que una guardia nocturna. Es rutina y disciplina en el estado puro. Uno está ahí esperando que pase algo, y la mayoría de las veces no pasa nada. Thomas y Cati tenían por lo menos el recurso de hacer el amor durante la noche de guardia, aunque la casamata no fuera muy propicia para éso a pesar de todo el cuidado que Meyssonnier había puesto en arreglarla.
Como en los Rhunes, las paredes de la zanja estaban sostenidas por fajinas. Y el suelo, además de su piso de enrejado de madera, había recibido una inclinación y una rejilla que evacuaba el agua de lluvia hacia afuera, sobre la pendiente, por medio de un elemento de canalización. El techo no estaba solamente hecho de ramas, sino recubierto de una placa de chapa, a su vez recubierta de una capa de tierra, salpicada aquí y allá de matas de pasto tal como estaba la maleza después de la explosión tardía de la primavera. Y habíamos trasplantado en sus inmediaciones pequeños arbustos frondosos que, sin molestar la vista, camuflaban tan bien la casamata que desde el camino que llevaba a Malevil era difícil distinguirla, aun con anteojos de larga vista, de su entorno de troncos calcinados y de arbustos verdes.
Para permitir la vigilancia y el tiro en dirección de la empalizada, la casamata estaba abierta a la altura del pecho en dirección al norte y al este. Desgraciadamente era también del norte y del este de donde venían las lluvias y los vientos dominantes, tanto que a pesar del avance del techo, igual uno se mojaba con las tormentas, pareciendo que éstas eligieran de preferencia la noche para desatarse.
Había alternado los momentos de vigilia y de sueño con Meyssonnier, de manera de reservarme el alba, a mi modo de ver el período más peligroso, puesto que era absolutamente necesario que el enemigo distinguiera algo de su objetivo para poder acercarse a él.
No oí absolutamente ningún ruido. Todo sucedió como en una película muda. Creí ver dos formas acercarse a la empalizada por el camino de Malevil. Digo "creí", precisamente porque comencé por no creerlo. A una distancia de setenta metros un hombre es en verdad una muy pequeña imagen y cuando esa imagen, gris ella misma, se desplaza en silencio contra la grisalla del acantilado con tiempo brumoso en la media luz del amanecer, es como para preguntarse si no se trata de una ilusión. ¿Acaso no estaría un poco somnoliento por añadidura? Creo que sí, porque el contacto de los gemelos contra mis ojos me hizo sobresaltar y de pronto mientras trataba de ponerlo a punto -y no era fácil, sobre algo tan borroso y con tanta bruma- comencé a transpirar, a pesar del fresco del alba. La tierra, sin embargo, tenía que calentarse. De ahí que todos los vapores salían del suelo y se amontonaban en los huecos y se deshilachaban sobre el acantilado. Conseguí sin embargo acomodar los lentes a mi vista guiándome por la empalizada y de ahí, desplacé lentamente el ocular hacia el oeste siguiendo el acantilado.
Fueron traicionados por sus caras. Vi dos pequeñas manchas redondas cortando el gris ambiental. Era extraordinario cómo esas dos manchitas se veían con nitidez, a pesar de la bruma y la media luz, mientras que los cuerpos, vestidos de colores neutros, se confundían mucho más con el acantilado. Con todo, adivinaba sus contornos, ahora que tenía las manchas rosadas para guiarme.
Progresaban con lentitud a lo largo del camino que llevaba a Malevil pegándose, así me parecía, lo más posible contra la pared rocosa. Ahora distinguía sus tamaños. Uno parecía mucho más alto y atlético que el otro. Ambos balanceaban un fusil al extremo de sus brazos y esos fusiles me llamaron la atención, no se parecían a las escopetas. Sacudí a Meyssonnier y en el instante en que sus ojos se abrieron, le puse apurado la mano en la boca y le dije en voz baja:
– Cállate. Hay dos tipos delante de la empalizada.
Pestañeó, luego retiró mi mano de su boca y dijo en un soplo:
– ¿Armados?
– Sí.
Le pasé los gemelos. Meyssonnier los ajustó a su visión y dijo en voz baja algo que no oí.
– ¿Qué dices?
– No tienen petates -dijo devolviéndome mis gemelos.
En el momento, su comentario no me llamó la atención. No me volvió a la mente sino al cabo de un rato. Volví a acomodar los gemelos a mi visión. La media luz se había aclarado y veía las caras rosadas de los merodeadores no ya como manchas, sino con precisos contornos. No tenían nada de descarnados, nada de común con los saqueadores de los Rhunes. Esos dos hombres eran jóvenes, vigorosos y bien alimentados. Vi al más alto acercarse a la empalizada y por la posición de su cuerpo, supe lo que estaba haciendo. Leía el cartel que habíamos clavado para los visitantes. Era un gran cuadrado de madera enchapada pintado de blanco en donde Colin había escrito con pintura negra el siguiente texto:
Si sus intenciones son amistosas, toque la campana. Tiraremos sobre cualquier persona sorprendida al escalar la empalizada.
Malevil
Como obra, era lo refinado. Colin había dibujado todas las letras con lápiz antes de pintarlas, y había afilado su pincel con la tijera para estar seguro de no chorrear. Debajo de Malevil, hubiera querido dibujar una calavera con unas tibias, pero yo me opuse. Me parecía que el texto, dentro de su sobriedad, bastaba.
Los dos hombres, cada uno por su lado, buscaban y buscaban en vano una hendidura que les permitiera ver del otro lado de la empalizada. Incluso uno sacó un cuchillo de su bolsillo y trató de atacar el viejo roble endurecido. Meyssonnier tenía en ese momento los gemelos y me los tendió diciendo en voz baja con cara de lástima:
– Pero fíjate en ese estúpido.
Miré, pero en el momento en que los acomodé, el hombre renunciaba a su tentativa. Se reunió con su compañero, y cabeza con cabeza parecieron concertarse. Tuve la impresión de que no estaban de acuerdo, y por varios gestos que hizo en dirección al camino, me pareció entender que el alto quería retirarse y que el bajo, por el contrario, quería seguir. ¿Pero seguir qué? Ahí estaba lo que no era claro. ¿No pretenderían de todos modos, ellos dos solos, asaltar a Malevil?
En todo caso, una decisión pareció ser tomada, porque los vi, uno después de otro, poner el fusil en bandolera. (Otra vez, la forma del arma me intrigó.) Después el alto se adosó a la empalizada y uniendo sus dos manos al nivel de su bajo vientre le hizo un escalón al bajito. En ese momento la observación de Meyssonnier señalándome que ninguno de los dos tenía sus petates me volvió de golpe a la mente. La evidencia me cegó. Esos hombres no vivían aislados. Tampoco tenían la intención de asaltar a Malevil, ni siquiera introducirse en él. Pertenecían a una banda, y como ayer nosotros en La Roque, venían a reconocer el terreno antes del ataque.
Posé mis gemelos y dije a Meyssonnier en voz baja y rápida:
– Voy a voltear al bajito y tratar de capturar al alto.
– Esa no es la consigna -dijo Meyssonnier.
– Modifico la consigna -digo al punto con tono cortante.
Lo miré y aunque el momento no se prestara a bromas, de golpe tuve ganas de reírme. Porque sobre la honesta cara de Meyssonnier se pintaba un penoso dilema entre el respeto debido a la consigna y la obediencia debida al jefe. Agregué con el mismo tono:
– Tú no tirarás. Es una orden.
Encaré el arma. En el visor del Springfield vi distintamente de perfil la cara rosada del más bajo, en tanto que con sus pies sobre los hombros de su compañero, con sus manos aferradas en lo alto de la empalizada, levantaba su cara centímetro a centímetro para poner sus ojos al nivel del travesaño. A esa distancia, y con un visor telescópico, era un juego. Me vino a la mente que ese muchachito, joven y sano, no tenía ante él más que uno o dos segundos de vida. No porque intentara franquear la empalizada, no tenía tal intención, sino porque ahora llevaba en su cabeza informaciones útiles a un agresor. Esa cabeza que la bala del Springfield iba a hacer estallar como una avellana.
Mientras que el muchachito reconocía los lugares, largamente, cuidadosamente, y sin saber hasta qué punto los datos que acumulaba eran ya inútiles, dirigí la cruz del visor a la altura de su oreja e hice fuego. Pareció saltar en alto y hacer una especie de peligroso brinco antes de aplastarse en el suelo. Su compañero se inmovilizó durante un buen segundo, luego girando sobre sí mismo, corriendo se puso a bajar por el camino de Malevil. Grité:
– ¡Para!
Prosiguió. Aullé con todos mis pulmones:
– ¡Para, eh, tú, grandote!
Y encaré el Springfield. Justo cuando la cruz estaba al nivel de su espalda, a mi gran sorpresa, se detuvo.
Grité:
– ¡Pon tus dos manos detrás de la nuca! Y vuelve a la empalizada.
Volvió sobre sus pasos lentamente. Su fusil seguía en bandolera. Era a él a quien vigilaba, listo para hacer fuego ante cualquier movimiento sospechoso.
No pasó nada. Vi que el hombre se detenía a cierta distancia de la empalizada y me di cuenta que no tenía ganas de volver a ver el cráneo estallado de su compañero. En ese momento, la campana del castillete de entrada se puso a tocar a vuelo. Esperé a que hubiera terminado y grité:
– Ponte frente al acantilado y no te muevas más.
Obedeció. Pasé mi Springfield a Meyssonnier, tomé su carabina 22 y dije apurado:
– Lo sigues apuntando hasta que yo llegue del otro lado. Y cuando esté ahí, te vienes.
– ¿Te parece que forman parte de una banda? -dice Meyssonnier humedeciéndose los labios.
– Estoy seguro.
En ese momento, alguien, Peyssou creo, gritó desde las murallas del castillete de entrada:
– ¿Comte? ¿Meyssonnier?, ¿todo bien?
– Todo bien.
Necesité un buen minuto para bajar la colina de las Siete Hayas y volver a subir del otro lado. El hombre no se había movido. Estaba de pie, de cara al acantilado, con las manos detrás de la nuca. Observé que sus piernas temblaban ligeramente. La voz de Peyssou dijo detrás de la empalizada:
– ¿Abro?
– Todavía no. Espero a Meyssonnier.
Yo miraba al hombre. Un metro ochenta, tupidos cabellos negros, una nuca joven. La estatura de Jacquet, pero más delgado. Vigoroso, pero esbelto. Vestido como lo están durante la semana los jóvenes cultivadores de la región: blue-jean, botas cortas y camisa de lana a cuadros. Pero en él, esas ropas tenían un aire elegante. Su porte incluso era elegante. Y hasta en la humillante postura en que le obligaba a quedarse, conservaba su dignidad.
Cuando Meyssonnier estuvo a mi lado, le dije:
– Sácale el arma.
Apoyé el cañón de la mía contra la espalda del preso. Al momento y sin necesidad de decírmelo, levantó los brazos para ayudar a Meyssonnier a pasar la correa de su arma por encima de su cabeza.
– Fusil del ejército -dijo Meyssonnier con respeto-. Modelo 36.
Saqué mi pañuelo del bolsillo, lo plegué, y dije:
– Voy a vendarte los ojos. Baja las manos.
Se dejó hacer.
– Bueno, ahora, puedes darte vuelta.
Se dio vuelta y menos los ojos, vi por fin su cara. No más de veinte años. La mejilla afeitada pero con una barbita negra en punta cuyos bordes estaban recortados con cuidado. Un aspecto limpio y serio. Pero por supuesto, había que ver los ojos.
– Meyssonnier -digo-, recoge el fusil del muerto, y recoge también las municiones que debe tener sobre él.
Meyssonnier gruñó. Había evitado hasta ese momento mirar el cadáver y su cabeza reventada. Yo también.
– Peyssou, puedes abrir.
El cerrojo de arriba se deslizó, luego el de abajo, luego los dos cerrojos trasversales. Se oyó un chasquido: era el candado. -Otro fusil 36 -dijo Meyssonnier incorporándose.
Peyssou apareció, echó una ojeada al cuerpo, palideció bajo su piel tostada y descargó a Meyssonnier de los dos fusiles 36.
– ¿Fue el Springfield el que lo dejó en ese estado? -dijo Peyssou. Meyssonnier no contestó.
– ¿Fuiste tú el que tiraste? -siguió Peyssou al ver el Springfield en las manos de Meyssonnier.
Éste hizo que no con la cabeza.
– No, fui yo -dije irritado.
Con la mano de plano en la espalda del joven, lo empujé hacia adelante. Peyssou volvió a cerrar. Tomé al cautivo por el brazo, lo hice girar dos o tres veces sobre sí mismo antes de llevarlo a la zona sin trampas. Hice la misma operación tres o cuatro veces hasta el castillete de entrada. Peyssou y Meyssonnier me seguían sin decir palabra. Meyssonnier porque no tenía ganas de hablar después de haber vaciado los bolsillos del muerto, y Peyssou, porque yo lo había interrumpido ásperamente.
Sobre la muralla del castillete de entrada, dos de los paneles de madera que incluían los vanos de las antiguas almenas estaban abiertos, y detrás de ellos, adivinaba unas caras. Levanté la cabeza y puse un dedo en mis labios.
Colin abrió la puerta del castillete de entrada. Esperé a que la hubiera cerrado, luego largué el brazo del cautivo, llevé a Meyssonnier aparte y le dije en voz baja:
– Thomas, Miette y Cati se quedan en las murallas. Evelina también. Jacquet, le das tu arma a Miette. Tú vienes con nosotros. Menou y Falvina también.
– ¿Y por qué no yo? -dice Cati.
– Te diremos los porqués después -dijo Thomas con tono seco.
Evelina se mordía los labios, pero me miraba sin decir palabra.
– No es justo -dice Cati, en voz baja y furiosa-. ¡Todo el mundo va a ver al preso! ¡Menos nosotros!
– Justamente -digo-. No quiero que el preso las vea, ni a Miette ni a ti.
– Entonces lo vas a largar -dice con vivacidad Cati.
– Si puedo, sí.
– ¡Es el colmo, eso! -dice Cati indignada-. ¡Lo vas a largar y nosotros ni lo habremos visto!
– ¡Me ves a mí, no! -digo con rabia-. ¿No te basta? ¿Tienes necesidad de mostrarle tus encantos a ese tipo? ¡Y a un enemigo, para colmo!
– ¿Y quién ha dicho que iba a mostrarle mis encantos? -dice Cati con rabia, con las lágrimas al borde de los ojos-. ¡Ya estoy harta de oír que me digan esas cosas!
Miette, que seguía toda la escena con una intensa desaprobación, tuvo un gesto inesperado: rodeó de golpe los hombros de Cati con su brazo derecho y le tapó la boca con la mano. Cati se debatió como un puma. Pero Miette la mantuvo contra ella, dominada y muda.
Me di cuenta que Evelina me miraba. Me miraba con aire modesto y meritorio. Ella obedecía ¿no? Y sin decir nada. Me tomé el tiempo de Sonreír a esa pequeña farisea.
– ¿Vamos, Jacquet?
Jacquet estaba molesto. Le había dicho que le entregara su arma a Miette y las dos manos de Miette estaban ocupadas.
– Dale tu fusil a Thomas -dije por encima del hombro alejándome.
Oí correr detrás de mí. Era Jacquet.
– Siempre fue así -dijo a media voz cuando llegó a mi altura-. Aun a los doce años. Siempre una gata. Fue así como empezó con el padre, en El Estanque. Pero no le ha servido de lección.
Agregó:
– ¡Ah, no tiene nada que ver con Miette! ¡Ah, no!
No digo nada. No quiero dejarme arrastrar a emitir un juicio que podría ser repetido. También estoy muy contrariado. Thomas ha comprendido, pero Cati no. No todavía. La indisciplina continúa.
En la gran sala de la casa, el preso está sentado, con los ojos vendados, en el lugar de Momo. Jacquet, en la otra punta de la mesa, de espaldas a la chimenea. El día ha llegado, pero el sol aún no. La ventana más cercana al preso está entreabierta. El aire es tibio. Otra vez va a hacer un lindo día.
Hago señas a los demás que se sienten. Ocupan sus lugares acostumbrados, con el fusil entre las piernas. Las meninas se quedan de pie, la Falvina por una vez silenciosa. Es la hora del desayuno y está listo. La leche sobre el hogar ha hervido, los bols están sobre la mesa, la hogaza está ahí, con la manteca casera. Siento un súbito vacío en el estómago.
– Colin, sácale la venda.
Los ojos del preso aparecen. Parpadean con violencia y se adaptan poco a poco. Después me mira, mira a mis compañeros, mira también los bols, la hogaza, la manteca. Me gustan bastante sus ojos. También me gusta su actitud. Se comporta bien. Está pálido, pero no descompuesto. Los labios secos, pero los rasgos firmes.
– ¿Tienes sed? -digo con el tono más neutro.
– Sí.
– ¿Qué quieres? ¿Vino o leche?
– Leche.
– ¿Quieres comer?
Vacilación. Repito:
– ¿Quieres comer?
– Me gustaría.
Ha hablado en voz baja. Ha preferido la leche al vino. No es entonces un cultivador, aunque en mi opinión no se sitúa muy lejos del terruño.
Hago una seña a la Menou. Le llena un bol, y le corta una rebanada de hogaza sensiblemente más gruesa que la que le tiró al viejo Pougès. Como ya lo he dicho, tiene debilidad por los muchachos lindos. Y el preso es lindo, con sus ojos negros y su barbita en punta, también negra, que se destaca sobre su piel mate. Fuerte también, aun siendo delgado. Porque la Menou evalúa al hombre, también, en términos de trabajo.
Le pone manteca en la rebanada de hogaza y se la da. Cuando el pan aparece delante de él, el preso se da vuelta a medias para mirar a la Menou, le dirige una sonrisita filial y le dice gracias con emoción. Mi juicio está hecho, aunque todavía me envuelvo de frialdad y de circunspección. Y por la ojeada que me ha mandado Colin, veo que está completamente de acuerdo, lo que me fortifica más.
La Menou nos sirve y comemos en un profundo silencio. Me digo que si el muchachito a quien maté le hubiera hecho de estribo a nuestro preso, hubiera sido éste, en la hora actual, el que tendría el cráneo estallado. Es un pensamiento idiota, inútil, que no le puede servir a nadie, y que ahuyento porque no me hace feliz. Pero vuelve varias veces en el trascurso del desayuno y me lo estropea.
El preso ha terminado. Posa sus dos manos sobre la mesa y espera. Le ha hecho bien comer. Tiene color en las mejillas.
Y cosa extravagante, parece feliz de estar entre nosotros. Feliz y aliviado.
Lo interrogo. Responde en seguida sin la menor vacilación, sin disimular nada. Más aún, parece contento de informarme.
Nosotros lo estamos mucho menos al enterarnos de con quién es el asunto: una tropa fuerte de diecisiete hombres, comandados por un llamado Vilmain, que se las da de ex oficial de paracaidistas. Muy estructurada, la banda, en antiguos y en nuevos; siendo estos los esclavos de aquellos. Disciplina implacable. Tres castigos: apaleamiento; celda sin beber ni comer; estrangulamiento frente a las tropas. Vilmain dispone de un bazooka, con una docena de pequeños obuses, y de unos veinte fusiles.
Hervé Legrand -es el nombre del preso- nos cuenta la manera en que fue reclutado. Vilmain se apoderó de su pueblo al sudoeste de Fumel. Tuvo pérdidas durante el ataque y quiso compensarlas.
– Arramblaron con nosotros -dice Hervé-: René, Mauricio y yo. Nos llevaron a la plaza del pueblo. Y Vilmain le dijo a René: ¿estás de acuerdo con entrar en mi tropa? René dijo que no. Al punto, los hermanos Feyrac lo tiraron de rodillas y Bebella lo estranguló.
– ¿Es una mujer Bebella?
– No. En fin, no.
– ¿Descripción?
– Un metro sesenta y cinco, largos cabellos rubios, rasgos finos. Talle fino, pies y manos pequeños. Le gusta disfrazarse de mujer. Te equivocarías con él.
– ¿Y Vilmain, se equivoca con él?
– Sí.
– ¿No es el único?
– Oh, sí.
– ¿Los muchachos le tienen miedo a Vilmain?
– Sobre todo le tienen miedo a Bebella.
Y Hervé agrega:
– Es muy hábil con su cuchillo. De todos los antiguos es el que mejor lo tira.
Lo miro.
– ¿Cuando se es nuevo, cómo se convierte uno en antiguo?
– Te cito a Vilmain: nunca por antigüedad.
– ¿Cómo, entonces?
– Presentándose voluntario para ciertas misiones.
Digo con sequedad:
– ¿Es por eso que te propusiste para reconocer a Malevil?
– No. Mauricio y yo queríamos prevenirlos a ustedes y desertar.
– ¿Entonces, por qué no lo has hecho?
Contesta sin la más mínima vacilación:
– Porque no era Mauricio el que estaba conmigo. La cosa pasó así: esta mañana, Vilmain pide cuatro hombres para dos misiones, una sobre Courcejac, la otra sobre Malevil. Solos, Mauricio y yo salimos de las filas. Dos nuevos. Entonces, Vilmain se puso a gritar a los antiguos y por fin, dos de entre ellos se propusieron. Vilmain me mandó con uno y a Mauricio con el otro. Mauricio, a esta hora, está reconociendo a Curcejac.
– Hay una cosa que no comprendo. Esta mañana, Vilmain lanza una misión de reconocimiento sobre Curcejac, y la otra sobre Malevil. ¿Por qué no una también sobre La Roque?
Una pausa. Hervé me mira.
– Pero -dice con lentitud-, porque en La Roque ya estamos.
Al mismo tiempo, no sé por qué, me incorporo a medias sobre mi silla.
– ¡Qué! ¿Ustedes están en La Roque? ¿Desde cuándo?
Mi pregunta no tiene sentido. Poco importa el momento en que Vilmain se ha instalado allí. Lo que importa, es que esté allí. Con sus fusiles 36, sus aguerridos muchachones, su bazooka y su experiencia.
Veo palidecer a mis compañeros.
– La banda -dice Hervé- ha tomado La Roque ayer, a la caída del sol.
Me levanto y me alejo de la mesa. Estoy aterrado. He hecho reconocer las defensas de La Roque el día anterior al alba y a la tarde, al crepúsculo. ¡La Roque está tomada, pero no por nosotros! Y si a mí esta mañana no se me hubiera ocurrido tomar un prisionero contra la opinión de Meyssonnier que quería respetar mis idiotas consignas, me hubiera presentado la misma mañana ante los muros de La Roque con mis compañeros con la certidumbre de una fácil victoria. Por desgracia, tengo mucha imaginación, y ahí nos veo, clavados, en terreno descubierto, por el fuego devastador de diecisiete fusiles de guerra.
Siento temblar mis piernas. Me pongo las dos manos en los bolsillos y dando la espalda a la mesa, me dirijo hacia la ventana. Abro de par en par los dos batientes y respiro con fuerza. Pienso que el preso me mira y lucho para recobrar mi calma. Nuestra vida ha dependido de un ínfimo azar, de dos azares, en realidad: el uno, desgraciado; el otro feliz; el segundo anulando el primero. Vilmain toma el burgo el día anterior al fijado por mí para atacar, y yo hago un prisionero unas horas antes de partir yo mismo al ataque. Que la vida depende de esas absurdas coincidencias, eso sí que es como para volverlo a uno modesto.
Con el rostro impávido, vuelvo a sentarme y digo con tono breve:
– Sigue.
Hervé nos cuenta la toma de La Roque. Bebella se presentó solo ante la puerta sur a la caída de la noche, estaba disfrazado de mujer, con un pequeño atado en la mano. El tipo que guardaba la torre -sabremos más tarde que se trataba de Lanouaille- lo dejó entrar, y en el momento en que Bebella comprobó que Lanouaille estaba solo, le cortó la garganta. Después de lo cual, le abrió a los otros. El burgo cayó sin un tiro.
Meyssonnier me pide entonces la palabra y se la doy.
– ¿Cuántos fusiles 36 tienen? -dice dándose vuelta hacia el preso.
– Veinte.
– ¿Y municiones en abundancia?
– Sí, creo. Se racionan, pero no mucho.
Hervé prosigue:
– El principio de Vilmain es el de tener siempre veinte hombres para sus veinte fusiles.
A pedido de Meyssonnier, Hervé describe entonces al bazooka con todo detalle. Cuando ha terminado, intervengo:
– Hay una cosa que me vas a precisar. ¿Ustedes son veinte, o son diecisiete?
– En principio, somos veinte. Pero perdimos tres tipos con lo de Fumel. Lo que nos lleva a diecisiete. ¡En fin, diecisiete, no ahora, acabas de matar uno, dieciséis! ¡Y me has hecho prisionero, quince!
No es como para equivocarse, por su tono, está muy satisfecho de encontrarse entre nosotros.
Digo al cabo de un momento: -Al Mauricio que fue reclutado al mismo tiempo que tú, ¿lo conoces desde hace mucho?
– ¡Y claro! -dice Hervé animándose-. Es un amigo de la infancia. Yo estaba de vacaciones en su casa cuando la bomba estalló.
– ¿Lo quieres mucho?
– ¡Imagínate!
Lo miro.
– Entonces, no lo puedes dejar en un bando y tú en el otro. No es posible. ¿Te imaginas tirando contra él si Vilmain nos ataca?
Hervé enrojece y noto dos cosas en su mirada: está contento de que yo haya pensado armarlo para que combata a nuestro lado, y tiene vergüenza de haber olvidado a Mauricio. Doy una palmadita en la mesa con el hueco de la mano.
– Voy a decirte lo que vamos a hacer, Hervé. Vamos a soltarte.
Tiene un sobresalto. Jamás preso alguno habrá estado menos contento ante la idea de ser liberado. De reojo, también percibo movimientos varios entre mis compañeros.
Miro a Hervé. La sangre ha huido de su rostro. Digo:
– ¿Hay algo que no marcha?
Hace sí con la cabeza.
– Si me sueltas sin devolverme mi fusil -dice con voz estrangulada- es como si me condenaras a muerte.
– Ya he pensado en eso. Antes de partir, se te devolverá tu arma.
Y es entonces cuando los movimientos varios se multiplican. Finjo no darme cuenta, y prosigo:
– Esto es lo que vas a hacer. No dirás, por supuesto, que fuiste hecho prisionero. Dirás que tu compañero fue muerto cuando pasó la cabeza por encima de la empalizada y que tú huiste bajo una lluvia de balas.
Agrego:
– Dirás que, según tu opinión, te tiraban desde lo alto del torreón.
No tengo ningún interés en que Vilmain sospeche, antes de su ataque, la existencia de la pequeña casamata sobre la colina de las Siete Hayas.
– Recuérdalo, es importante.
– Lo recordaré -dice Hervé.
– Bien. Y entonces, en la primera ocasión, tú y Mauricio…
– No hace falta hacerme un plano -dice Hervé.
– Una última pregunta, Hervé: ¿cómo viniste de La Roque?
– Pero, por la carretera -dice Hervé un poco extrañado-. ¿Hay otro camino?
No contesto. Se acabó. No tenemos ya nada que decirnos. Hervé espera. Pasea a su alrededor sus ojos negros, sensibles y francos. Su barbita en punta le queda bien. Lo hace reposado y lo envejece. Y ahí está mirándonos, mirando a la Menou -en seguida ha percibido la debilidad que tenía por él- a los ajimeces, los trofeos de armas en las ventanas, la monumental chimenea. Su manzana de Adán asciende por su cuello y por más que ponga buena cara, sé muy bien que ese chico, porque es un chico, está muy emocionado. Y no tiene más que un miedo: perder a las gentes que ya lo han adoptado. Perder Malevil.
Me pongo de pie.
– Es el momento, Hervé.
Se levanta, me acerco y le vuelvo a poner la venda sobre los ojos. Vamos todos hasta el castillete de entrada, pero de ahí únicamente Meyssonnier y yo lo acompañamos hasta la empalizada. Lo hacemos salir por la gatera a coliza. Por suerte para él, el cuerpo del antiguo ha caído del lado del precipicio y Hervé no se ve obligado a acercarse demasiado a él cuando se agacha y se arrastra sobre las rodillas para pasar del otro lado. Le paso el fusil por la abertura y, al erguirse, nos hace un gran saludo con el brazo al mismo tiempo que una gran sonrisa infantil. Se va a paso largo. Lo miro alejarse por la mirilla.
– Quizás hemos perdido un fusil -dice Meyssonnier a mi oído.
Lo miro.
– Quizá vamos a recuperar dos.
Y lo que es más importante, dos combatientes. Porque fusiles, con el del muerto, tenemos ocho ahora. Con que armar, además de los seis hombres, a Miette y a Cati. No, son hombres lo que más necesitamos. Si Hervé y Mauricio tienen éxito, Vilmain no tendrá más que catorce hombres. Y nosotros, en esa hipótesis, tendremos diez. Ahora bien, el número es muy importante en un combate de mosquetería. Es lo que le explico a la Asamblea que se reúne en el castillete de entrada apenas Hervé ha partido; mientras que Jacquet cava una fosa para el muerto del otro lado de la empalizada y que Peyssou, cien metros más lejos, está escondido en el arcén de de la carretera, con el arma en la mano, para cubrirlo mientras trabaja. Y acuérdate, Peyssou, le ha dicho Meyssonnier, te pones a cubierto. ¡Ver sin ser visto!
Porque Meyssonnier es nuestro experto. Es el prusiano. Por muy comunista que fuera ha tenido preparación militar. Estimaba sin duda que los conocimientos eran útiles de adquirir, vinieran de donde vinieren. Y al inicio de la Asamblea nos informa que el fusil 36 era el fusil en uso en el ejército francés en el momento de la Segunda Guerra Mundial. Que es cierto que han hecho mejores después, pero que el 36, de todos modos no era malo. En cuanto al bazooka, para él, Meyssonnier, es el bazooka que sacaron los norteamericanos en 1942 contra los tanques. Preciso, ese tipo de instrumento, hasta los sesenta metros. Los muros de Malevil no arriesgan nada, son demasiado espesos. Si Peyssou estuviera aquí, diría: y construidos a la cal. Una cal que tiene más de seiscientos años y que es más dura ahora que la piedra.
– ¡En cambio la empalizada! -dice Meyssonnier meneando la cabeza-. ¡Y la puerta del primer recinto! ¡Y el puente levadizo de la segunda!…
Nos miramos. Hago la parada de un optimismo que no siento para nada. Ningún problema, digo con tono firme. Por supuesto, la empalizada se sacrifica. De todas maneras no era más que un elemento de camuflaje y de alerta. Cumplirá su papel de retrasar obligando al enemigo a destruirla y a revelarse. Pero sí, delante del portal del castillete de entrada les propongo construir, para protegerlo, una pared de piedras secas de un buen metro de espesor y de tres metros de alto. Lo bastante alejada del puente como para dar paso de costado a un hombre a caballo. Y con eso, y bueno, tenemos arena en el patio, tenemos bolsas en la bodega, las vamos a llenar y amontonarlas delante de la pared.
Con gran alivio de mi parte Meyssonnier me apoya y después de las explicaciones técnicas que ha proporcionado, su aprobación tiene un gran peso.
Antes de pasar a la acción, digo aún algunas palabras. He decidido la guardia de la noche anterior contra la opinión general. Y qué razón tenía. No quería hacer de eso una montaña, pero subrayo: la resistencia de los compañeros era en realidad un acto larvado de indisciplina. Como lo era, y de mayor gravedad, la resistencia de Cati cuando le asigné el cometido de la guardia de la muralla durante el interrogatorio del preso. Aquí grito un poco: ¡este tipo de cosas, de ahora en adelante, no son ya tolerables! ¡Cuando dé una orden, espero no tener que perder más mi tiempo discutiendo con unas jorobonas!
Me levanto. La sesión, que no ha durado diez minutos, ha terminado. Se está lejos de la logomaquia de antaño.
Cati no ha dicho nada, pero me ha lanzado una muy extraña mirada. ¿De odio? ¿De resentimiento? De ninguna manera. Sería más bien del tipo: ¿soy una jorobona? ¡Y bueno, ya vas a ver! Pero el "ya vas a ver" no era para nada una amenaza. Si me atreviera, lo calificaría más bien de promesa.
Cavada la fosa, y el muerto en tierra, relevo de su puesto de avanzada sobre la carretera de La Roque al indispensable Peyssou, lo reemplazo por Colin, porque no quiero ser sorprendido en pleno trabajo por un ataque diurno, aunque lo estime muy poco probable. Formo dos equipos. El uno, bajo el mando de Peyssou, acarrea al pie de la obra para construir su pared los bloques ya labrados de los que tenemos en el primer recinto considerables montones. El otro, compuesto por las cuatro mujeres y Evelina, rellena las bolsas de arena, las cierra y las lleva al borde de los fosos en previsión de su amontonamiento. Tenemos dos carretones metálicos que no van a parar de acarrear durante todo el día.
Para perder menos tiempo, para tener siempre a alguien próximo a la empalizada, decido que mientras dure la alerta tomaremos todos, por turno, nuestras comidas en la cocina del castillete de entrada, y se reducirán a un plato de fiambre, ya que la Menou y la Falvina tendrán algo más importante que hacer que cocinar.
Antes de que Peyssou haya colocado la primera piedra, voy a sacar los dos carretones, el nuestro y el del Estanque. Los pongo próximos a los fosos, en la zona sin trampa de la playa de estacionamiento. Así colocados, no molestan el tiro de ninguna manera y evito encerrarlos detrás de la pared que construimos, dado que ésta, en mi mente, tiene que convertirse en un elemento permanente de fortificación. Porque, incluso suponiendo que un día seamos atacados por una banda que no disponga de bazookas, el gran portal de madera del castillete sigue siendo el elemento débil de Malevil: el adversario puede quemarlo o derribarlo. Y es interesante prohibirle el acceso por medio de una pared detrás de la cual no se puede pasar más que por un estrecho pasaje fácil de anular bajo un fuego intenso.
Me doy cuenta que los albañiles de la Edad Media no escatimaban respecto a la dimensión de los bloques de piedra que tallaban. Los que manipulamos vienen de las ruinas del viejo burgo construido en el primer recinto (en los tiempos en que había un juez de paz en Malevil) y son de un peso respetable. No es asunto de poca monta levantarlos y calzarlos en la rodilla doblando las piernas antes de dejarlos caer con alivio dentro del carretón. A veces hay que hacerlo entre dos. He apostado a Colin como centinela, precisamente para evitarle este ejercicio de fuerza. Pero Thomas, a pesar de su buen estado físico, me parece que tiene dificultad en hacerlo. Meyssonnier chorrea. Solamente Jacquet, con sus brazos de gorila, parece perfectamente cómodo y levanta sin esfuerzo los bloques para lo cual yo hubiera debido reclamar su ayuda.
En cuanto a mí, estoy decepcionado de mi estado físico, y como siempre en casos parecidos en lugar de comprobar, como lo hubiera hecho a los treinta años, que estoy cansado y fuera de forma, me digo que estoy envejeciendo y me sumo en la tristeza. No por mucho tiempo, porque recuerdo de golpe que he dormido muy poco la noche anterior, y que no me han faltado ni las tensiones ni las emociones. Esta comprobación me vuelve a dar, a falta de nuevas fuerzas, una mejor moral, y aguanto el ritmo, traspirando a chorros bajo un sol caliente con tiempo pesado, con las uñas rotas, las manos doloridas y el lomo duro.
A las trece, Meyssonnier evoca la guardia nocturna que hemos compartido y se va a dormir "un momentito". A las quince, contento de todos modos de haber superado en ciento veinte minutos el récord de resistencia de Meyssonnier me acomete un desfallecimiento repentino y me detengo. Por otra parte, Peyssou tiene más piedras de las que necesita y reclama la ayuda de Jacquet para la elaboración de la pared. Paso el comando a Meyssonnier que vuelve -dos horas más tarde- de su "momentito", anuncio a todos que yo también me voy a descansar y cuando me alejo, oigo a Meyssonnier que manda a Thomas, muy cansado, a reemplazar a Colin a nuestro puesto de avanzada sobre el camino de La Roque.
En mi cuarto, apenas tengo tiempo de desvestirme. A pesar de la frescura de los enormes muros, hace mucho calor. Me aplasto sobre mi cama, inerte, con las piernas pesadas, las brazos sin fuerza y me duermo. Es una siesta muy agitada que culmina en pesadillas. No voy a contarlas. Ya hay suficientes horrores en la realidad. Y además, es el tipo de sueño que todo el mundo ha tenido: usted se ve perseguido por gentes que quieren su muerte. Cuando lo alcanzan, los golpea y sus golpes no tienen fuerza. Si siquiera usted no tuviera esa pesadilla más que una sola vez, pero no, se repite. Lo cansador es su recurrencia. Y lo odioso, en mi caso, es que el perseguidor es Bebella, vestido con una pollera, con sus largos cabellos rubios flotando detrás de él, y el cuchillo en la mano.
Justo en el momento en que el filo del cuchillo alcanza mi garganta, me despierto. Abro los ojos. En verdad hay una mujer en mi habitación, pero gracias a Dios, no es Bebella. Es Cati.
Está parada al pie de mi cama. La malicia baila en sus ojos. Me mira sin decir nada. Y bruscamente, se tira sobre mí, pesa sobre mi cuerpo todo a lo largo y aplasta sus labios contra mi boca.
Aún estoy a medias dormido y Cati casi puede parecer un sueño, porque además se ocupa de todo con una destreza que me asombra. Cuando por fin estoy totalmente despierto, es demasiado tarde, ya estoy preso. El remordimiento llega al mismo tiempo que el placer y se borra cuanto más se intensifica éste. Y se intensifica hasta el delirio, dado y compartido por una pareja totalmente desencadenada, accediendo al punto al más alto grado de participación y encontrando la manera de renacer y de morir dos o tres veces en el poco tiempo que yo mismo empleo en caer en el apaciguamiento.
Con gran trabajo recupero mi aliento. La miro. No la encontraba tan bonita. Es como para creer que mis ojos han cambiado. La veo ahora preciosa en el cálido desorden en que está. Al mismo tiempo, mi sentido moral vuelve a la superficie y le digo con reproche, pero sin poner demasiado énfasis en el reproche: -¿Por qué has hecho eso, Cati?
Es un poco flojo. Y un poco hipócrita también, en vista de que lo que ha hecho no lo ha hecho sola.
Al instante me replica con fuerza, con vivacidad:
– Primero, me gustas, Emanuel, por más viejo que seas (gracias). La verdad, si tuviera que clasificar, aparte de Thomas, te pondría en seguida después de Peyssou (gracias otra vez).
Toma su tiempo, yergue la cabeza y en sus ojos hay una llamita.
– Y sobre todo, quise que supieras, Emanuel, que Cati es alguien. Cati no es una pequeña jorobona como creías tú. ¡Cati es una mujer, una de verdad!
Dejemos de lado (pobre Miette) la fraterna alusión. Sentada a lo escriba sobre la cama, con los pelos revueltos, la mejilla roja, el seno menudo pero en fuego, Cati me mira, triunfante, con sus ojos vivos brillando de orgullo. A primera vista, puede parecer absurdo que esté tan orgullosa de cualidades amorosas de las que no tiene ningún mérito y que ha recibido al nacer. Pero nosotros, de nuestro lado -yo entre otros-, ¿no somos acaso igualmente presumidos de nuestra virilidad? ¿Y a ese respecto, jactanciosos y vanos como pavos reales? Y además, en el fondo, no es tan estúpido. Porque, en realidad, desde hace algunos minutos, tengo mucha más consideración por Cati de la que tuve hasta ahora. A mí también me parece que es "una mujer, una de verdad". Si no fuera por Thomas y el desgraciado sentido moral que me aflige, me inclinaría a ver en este fin de siesta el primer acto de un hábito.
¿Quién decía que Cati no era inteligente? Con los ojos fijos en los míos, esos ojos en los que hace un instante he leído tanto placer -todo el placer que ha recibido y aquel del que está tan locamente orgullosa de haberme dado- siguen y penetran uno después de otro todos mis pensamientos a medida que se suceden. Cati ve -o lo siente, poco importa cómo me comprende- que la subestimación en que la tenía ha sido del todo superada, que le reconozco ahora mucho valor. Se sumerge en la ebriedad de esta promoción. Está con la cabeza echada hacia atrás, los labios entreabiertos, los ojos brillantes. El triunfo es un vino que ella hace chorrear por su garganta.
Digo con voz ahogada:
– De todos modos, Cati, tendremos que contarle esto a Thomas.
Esa idea me echa un jarro de agua fría, pero no a ella. Dice con una risita:
– No te preocupes, vamos. De eso me encargo yo. De eso no tienes que ocuparte tú.
Tal desfachatez me deja estupefacto.
– Pero vamos, Cati, se va a poner furioso, herido…
Menea la cabeza.
– Pero. Para nada. Te quiere demasiado.
– Y yo se lo pago con creces -digo y, pensándolo bien, me siento molesto de decir eso en un momento tal.
– ¡Ah, ya sé! -dice, volviendo por un momento a su antigua acritud-. ¡Querías a todo el mundo en Malevil, menos a mí!
Se recobra con una pequeña carcajada:
– ¡Pero eso se acabó!
Se levanta y se arregla. Y haciéndolo, me mira con un aire de posesión, como si acabara de comprarme en la gran tienda de la capital y se volviera a su casa con el paquete bajo el brazo. A su casa, o a la mía. Porque su mirada "apropiatoria" gira ahora por mi pieza, se detiene en mi escritorio (¡la foto de tu alemana!) y más largamente sobre el canapé debajo de la ventana. Dos morisquetas marcan esas dos etapas.
– ¡En fin, menos mal que me he ocupado de ti! ¡Pobre Emanuel, no se puede decir que tengas muchas satisfacciones en este momento!
De golpe, sus ojos recomienzan a brillar. Me mira, con los ojos relampagueando de insolencia.
– ¿Y por Evelina, todavía no te has decidido?
¡Por Dios, se lo cree todo permitido! Estoy furioso. Pero no, por qué mentir, no estoy furioso. Mucho menos, en todo caso, de lo que hubiera estado antes. ¡Es asombroso lo que me ha dulcificado! Lo ve perfectamente, por otra parte, e insiste.
– ¿No contestas?
– ¿Qué quieres que te diga? ¡Tiene trece años!
– Catorce. He visto sus papeles.
– En fin, es una chiquilina.
Alza el brazo.
– ¿Una chiquilina? ¡Vamos, una mujer! ¡Y que sabe muy bien lo que quiere!
– ¿Y qué es lo que quiere?
– ¡Tú, naturalmente!
Y estalla en una carcajada, triunfante.
– ¡Y te conseguirá! ¡Te conseguí, yo, abate de Malevil!
Es la flecha del Parto, pero no me la tira mientras huye: se tira a mi cuello y me lame la cara.
– Te veo inquieto, Emanuel. Te dices: ¡ahora, la disciplina, al cuerno! ¡Con esta loca! ¡Y bueno, desengáñate! Es todo lo contrario. ¡Ya verás! ¡Con toda puntualidad, ahora! ¡Un verdadero soldadito! ¡Vamos, me voy!
Es puro fuego esta muchacha. La puerta golpea. Estoy estupefacto, avergonzado, encantado. Me tiro la toalla alrededor del cuello y bajo un piso para darme una ducha y aclarar mis ideas. Pero la ducha terminada, mis ideas no son más claras. Y en el fondo, me importa muy poco. Una cosa es cierta: durante una hora no he pensado en Vilmain y me siento completamente entonado, confiado, lleno de optimismo.
En la obra soy recibido por los hombres con una perfecta naturalidad, pero no por las mujeres. Ellas han comprendido. ¡Y sólo Dios sabe!… Quizá sospechen que, para facilitar las cosas, he mandado a Thomas a la vanguardia sobre la carretera, aunque yo no tenga nada que ver: fue Meyssonnier quien lo designó.
La primera mirada con que me encuentro es la de Evelina. Es negra, por más azul que sean sus ojos. Después la de Falvina, encendida y cómplice. Menou, moviendo la cabeza y prosiguiendo un monólogo sotto voce, muy descortés pero que desgraciadamente no puede hacerme oír porque también sería oído por Evelina. La única mirada con la que no me encuentro es la de Miette y esa ausencia me da pena.
Cati mantiene abierta una bolsa de plástico y Miette la llena de arena con una pauta de basura. Cati tiene una manera triunfal e indolente de mantener abierta la boca, en tanto que Miette trabaja como una esclava, una esclava muda y por añadidura ciega, porque paso a dos pasos de ella sin que levante la vista y sin que reciba, como de costumbre, su deliciosa sonrisa.
– ¿Dormiste bien, Emanuel? -dice Cati con una tranquila impudicia.
¡Lo hace a propósito! Quisiera contestarle con sequedad. Quisiera demostrarle que no tiene por qué hacer alarde delante de los demás de que me "ha conseguido", como ella dice. Quisiera señalarle también que conservo mi preferencia, al menos parcial, por su hermana. Pero la mirada de Cati me molesta con sus insistentes llamados y que no me hacen más que demasiado efecto. Vuelvo la cabeza y digo más bien torpemente:
– Buenos días, ustedes dos.
Cati ríe y Miette ni chista. Era muda y ciega. Hela ahora sorda, por añadidura. Y yo, yo me siento tan culpable como si la hubiera traicionado. El nuevo valor que atribuyo a su hermana se diría que se lo he quitado a ella.
Franqueo el portal del castillete de entrada y me encuentro del lado hombres. Ahí, el mundo es más simple. Se hacen las cosas no pensando más que en ellas. No se medita más que sobre lo objetivo. Los miro, con gratitud, del todo entregados a su trabajo.
Ha llegado a su estadio final, el más largo, el más trabajoso. La pared tiene tres metros de altura; el último metro está en el trascurso de su construcción. Eso quiere decir que dos escaleras están apoyadas en ella y que Peyssou y Jacquet, cargando cada uno un bloque sobre sus anchas espaldas, suben haciendo equilibrio, apoyando con el pie sobre cada barrote hasta el remate. Únicamente Peyssou y Jacquet son capaces de tal hazaña. Colin ayuda por turno a cada uno de nuestros dos hércules a colocar una piedra sobre la nuca del otro. En cuanto a Meyssonnier, que, en esta tarea, no tiene según parece, la habilidad manual de Colin, está reducido al desempleo, porque hay ahora al pie de la obra suficientes bloques dispersos como para terminar la pared.
Le propongo llevarlo conmigo en patrulla; acepta. Pero antes, voy a pedir a la Menou uno o dos metros de hilo de coser.
– Es que tengo poco -me dice, con sus ojos hundidos aún cargados de reproches-. ¿Y cuando sea que no tenga más, cómo es que me lo vas a reemplazar?
– ¡Vamos, Menou, me hace falta un metro o dos, y no es para divertirme, tampoco!
Se dirige, más que nunca murmurante, hacia la cocina del castillete de entrada, y con una total imprudencia la sigo, porque una vez ahí, fuera del alcance de todos los oídos, además del hilo negro, me tira la bronca.
– Mi pobre Emanuel -dice con una variación de suspiros, todos hipócritas, porque, en realidad, se prepara para darse un gran placer-. No vas a cambiar nunca. ¡Siempre corriendo detrás de las polleras! ¡Como tu tío Samuel! ¡No tienes vergüenza! ¡Una mocosa de la que tú mismo has celebrado el casamiento con un amigo! ¡Ah, qué lindo cura que me haces! ¡Y decir que me escuchas en confesión! ¡No sé cuál de los dos tendría que escuchar al otro! ¡Seguro que tú tendrías más para decir! ¡Seguro también que el buen Dios no debe estar muy contento! Observa, no digo nada de esa, oh, no digo nada, soy educada. Pero con todo, me lo pienso. ¡Ya no hay que preocuparse, ahora, ya se puede dejar apagar el fuego! ¡Siempre se podrá volver a encender adonde tú ya sabes! ¡Y que tiene además una lengua de víbora, tan jovencita como es! En todo caso, de una cosa puedes estar seguro, es que ella no es como para pararse en ti. ¡Oh, no! ¡Que después de ti, será Peyssou, y después de Peyssou, Jacquet, y los demás! ¡Y cómo va a poder hacer comparaciones! (esto, me parece, no sin cierta envidia).
Como el tío, escucho y me callo. Como el tío también, escucho representando mi papel en esta pequeña comedia. Frunzo el entrecejo, alzo los hombros, sacudo la cabeza, resumiendo, hago todos los signos exteriores de un disgusto que estoy lejos de sentir. Después de la bronca con Pougès, es la segunda agarrada desde la muerte de Momo. Equilibrio, fuerza, agresividad, todo está presente de nuevo. Nunca este pequeño esqueleto habrá estado más vivo. Además, en el mismo instante en que me acusa, muy lejos está de condenarme. Indiferente, me despreciaría. Sus puntos de vista son sencillos: un toro está hecho para cubrir. La desvergonzada es la vaca. Al menos cuando persigue al toro en lugar de, como es su deber, aceptarlo.
La bronca es cíclica. Tengo derecho por una segunda vez a la imagen del fuego apagado y vuelto a encender adonde yo sé. Cuando la invención deja lugar a la repetición, intervengo. Le digo, porque también está en mi papel tener la última palabra, con un tono enojado y colérico:
– ¿Y viene, ese hilo?
Ese apóstrofe produjo el hilo de coser, no se sabe cómo. Ahí está, sobre la mesa. Me lo mide con tacañería, protesta calmándose paulatinamente en un murmullo cada vez más inaudible. Salgo de la cocina, con las orejas zumbantes, y bastante asombrado, pensándolo bien, de que la vida en Malevil siga siendo tan cotidiana mientras estamos amenazados, en todo momento, de exterminación.
– ¿Sabes lo que me parece? -me dice Peyssou desde lo alto de su escalera, manejando un enorme bloque como yo manipularía un ladrillo-: a las bolsas habría que apilarlas de manera de no dejar ver la pared, para que el Vilmain se crea que tiene que habérselas con arena. Se pelará la frente, Vilmain.
Apruebo y en mi ausencia y la de Meyssonnier, confío el comando a Colin que nos acompañará hasta la empalizada para volver a cerrar la gatera cuando hayamos pasado. Es una manera muy poco digna de salir de un castillo la de reptar en cuatro patas, pero doy el ejemplo, quisiera que se tomara esa costumbre. Toda una banda puede precipitarse en un abrir y cerrar de ojos por el portal que acaba de abrirse, pero no por ese agujero a ras de tierra cuya coliza tiene además en su parte inferior, he olvidado precisar ese detalle, una hoja de guadaña.
Tomamos primero el camino de La Roque, y Thomas debe estar alerta y bien emboscado, porque escuchamos de él un breve: ¿a dónde van? sin distinguir en donde se esconde. Por fin aparece, más estatua griega que nunca, a causa de su torso desnudo y de su aire atento y sereno.
– Vamos a reconocer el atajo forestal. Al volver, te relevaré, si quieres.
– Oh, sabes -dice Thomas- estoy acostado y miro. Es menos cansador que lo que tú acabas de hacer.
Me pongo rojo y me siento como cosido vivo en el pellejo de un traidor.
– De todas maneras -digo- tengo que hablarte. He tomado esta decisión sin haberla madurado, pero estoy contento de ello. No voy a ampararme detrás de Cati. Si tiene que haber un choque, prefiero ser el primero en afrontarlo.
Hago a Thomas un pequeño signo con la mano, y continúo, con Meyssonnier a mi izquierda. Si los troncos, en su mayoría calcinados, no tienen hojas, la maleza, por el contrario, ha aprovechado con una exuberancia tropical de la alternancia de lluvia y de sol que tenemos desde hace dos meses. Jamás he visto, en altura, en anchura, y en cantidad, tal proliferación de plantas. Diviso helechos que culminan a tres metros y cuyos troncos son gruesos como mis antebrazos, zarzales como murallas, espinos salvajes que son ya unos árboles, retoños de castaños y de olmos que forman enormes matas bien por encima de mi cabeza.
La desembocadura del atajo forestal que lleva a La Roque es en esta estación invisible del camino, pero he tomado, años ha, mis puntos de referencia y la encuentro sin ningún trabajo. A ese sendero muy a menudo lo he utilizado para ejercitar mis caballos antes del día del acontecimiento. Porque es muy rico en humus negro, suave a los cascos, y también cuenta con una buena proporción de bajadas, subidas y llano. Incluso todos los años lo he cuidado cortando las zarzas y las ramas más molestas, aunque el bosque no me pertenezca. También he tenido mucho cuidado de no hablar de él a nadie en La Roque, de miedo que a los Lormiaux se les ocurriera pasearse por él con sus castrados. Y por fin, recientemente, lo he despejado de los troncos ennegrecidos que lo obstaculizaban y que tanto me habían incomodado a mi vuelta de La Roque cuando, en compañía de Colin, había ido a prevenir a Fulbert del casamiento de Cati.
Solamente han debido sobrevivir al día J los animales de madriguera. Pero aparte de Cra, que no vimos más después del tiro de esta mañana, no hay más pájaros y es una experiencia glacial pasearse por una maleza sin oír el menor canto, y sin ver ni oír tampoco ningún insecto.
Camino a la cabeza, atento a la más mínima huella sobre el suelo blando, pero no veo nada.
Tampoco creo que ninguno de entre los sobrevivientes de La Roque conozca ese sendero y hubiera podido indicárselo a Vilmain, porque los cultivadores de La Roque son gentes de ricas llanuras y no ponen nunca la bota, ni sus tractores los neumáticos, en las colinas de Malejac. Tampoco figura este camino en los mapas de estado mayor, ya antiguos, en tanto que este es de creación relativamente reciente, habiendo sido trazado por un guardabosques que evacuaba madera. Es pues muy poco probable que Vilmain lo use nunca. Pero tengo interés en estar seguro, es lo que explico en voz baja a Meyssonnier, después de una hora de marcha en el silencio opresivo de la maleza.
No he visto nada sospechoso, ni huella de paso, ni planta pisada, ni ramita rota, o las que he visto están ya marchitas y fueron partidas por nuestros caballos cuando Colin y yo volvimos de La Roque.
A la vuelta, detrás de mí, dispongo de algunos puntos de referencia para asegurarme que cuando volvamos a pasar por el sendero, nadie más que nosotros lo ha recorrido. Para esto, curvo a través del camino, a la altura de la cadera, un delgado tallo flexible y lo ato con una hebra de hilo negro a una rama del otro lado. Obstáculo que debe resistir al viento, pero no a un hombre caminando un poco rápido y que deberá romperlo sin ni siquiera darse cuenta. Cuando tengo la suerte de encontrar una zarza, no uso el hilo y aprovecho sus exasperantes aptitudes de enroscamiento y de captura para deshacer la liana espinosa más larga y hacerla atravesar el camino, donde al punto se fija con avidez sobre la ramita más frágil.
Esto se parece a un juego de la época del Círculo, y Meyssonnier me lo hace notar. La diferencia es que esta vez la apuesta del juego es nuestra vida. Pero ni él ni yo tenemos ganas de hacer una observación tan dramática. Al contrario, estamos totalmente de acuerdo en concretarnos a lo cotidiano. Al cabo de dos horas de marcha, nos sentamos para tomar aliento sobre algunas matas de pasto en una situación dominante que nos ofrece el panorama de la carretera de La Roque. Por el contrario, cualquiera que caminara por la carretera no podría divisarnos en el cabrilleo de la maleza, aun si estuviéramos a caballo. Ver sin ser visto, diría Meyssonnier.
– Vamos a salir de esta, creo -dice éste.
Salvo porque parpadea y porque su rostro estrecho, bajo el efecto de la tensión, parece más largo todavía, está tan calmo como se puede estarlo. Como hago que sí con la cabeza sin hablar, retoma:
– Trato de imaginarme las cosas. Vilmain aparece con su bazooka. De un golpe, derriba la empalizada y la franquea. Ante él ve las bolsas de arena, piensa que el portal está detrás y tira. Tira una vez, dos veces, sin resultado. No tiene más que una decena de obuses. Por supuesto, no los va a tirar todos. Entonces, da la orden de retirada.
– Es justamente eso lo que temo, ves. Si se va, no estaremos a salvo por eso. Muy por el contrario. Vilmain es un hombre de oficio. Desde el momento en que vea que se ha pelado la frente, va a volverse a La Roque y nos hará una guerra de emboscadas.
– Podremos tenderle contraemboscadas -dice Meyssonnier-. Conocemos muy bien el terreno.
– No va a tardar en conocerlo. Incluso este sendero no pasará mucho tiempo antes de que lo descubra. No, Meyssonnier, si hay una guerra de esa clase, tenemos todas las posibilidades de perderla. Vilmain tiene más gente que nosotros. La mayor parte de nuestros bufosos no sirven más allá de los cuarenta metros y sus fusiles 36 te bajan un hombre a cuatrocientos metros.
– Y más -dice Meyssonnier.
Como me callo, retoma:
– ¿Entonces, qué propones?
– Nada por el momento. Pienso.
Cuando desembocamos sobre el camino de La Roque, el sol declina, la luz es rasante y dorada.
– ¿Thomas?
– Aquí estoy -dice Thomas levantando el brazo, revelándome con ese solo gesto su escondite en el talud que domina el camino.
La hora es serena, pero sereno, por cierto, no lo estoy, mientras me encamino hacia Thomas, haciendo un pequeño gesto de adiós a Meyssonnier que se vuelve a Malevil.
Thomas está muy camuflado, divisando delante de él cien metros de camino, y con el arma reposando sobre dos piedras chatas que ha recubierto de tierra. Me tiendo a su lado.
– Es asquerosa, la guerra -dice Thomas-. Los vi de muy lejos, hasta los apunté con el arma. Hubiera podido bajarlos como a una flor, a ambos.
Gracias por la flor. Si fuera supersticioso, pensaría que no es un buen comienzo para la clase de conversación que nos espera.
– Thomas, tengo que hablarte.
– Y bueno, habla -dice, dándose cuenta de mi turbación.
Le digo todo. O más bien, no, no le digo todo. Porque quisiera evitar acusar a Cati. Esta es pues mi versión: Cati vino a mi pieza cuando yo acababa la siesta, probablemente para hablarme. Y bueno. No me pude resistir.
Thomas, con su bello rostro regular vuelto hacia mí, me mira con atención.
– ¿No te pudiste resistir?
Hago que no con la cabeza.
– Y bueno, ves -dice con el tono más calmo-, no está tan mal entonces. Siempre la has subestimado.
¡Él también! Estoy estupefacto de que lo tome así. Me callo, con los ojos fijos en tierra.
– Pareces decepcionado -dice Thomas escrutando mis rasgos.
– Decepcionado no es la palabra. Asombrado, sí. Un poco.
– Es que mi punto de vista ha cambiado -dice Thomas-, Pero he omitido advertírtelo. ¿Recuerdas la discusión en la Asamblea cuando trajiste a Miette? Un solo marido o varios. Defendí contra ti la monogamia, quedaste en minoría y eso te mortificó mucho.
Hace una media sonrisa y prosigue.
– Resumiendo, mi óptica ha cambiado. Te doy la razón. Nadie puede pretender acaparar a una mujer como de su propiedad exclusiva, cuando hay dos mujeres para seis.
Miro, asombrado, su perfil austero. Lo creía siempre igualmente penetrado de su buen derecho monogámico. Y escucho de su boca mis propias opiniones.
– Además, no soy el propietario de Cati. Ella hace lo que quiere. Es un ser humano. No me ha prometido serme fiel y no tengo por qué saber lo que ha hecho esta tarde.
Concluyó con voz nítida:
– No volveremos a hablar más de esto.
Si no fuera por esa decisión de no hablar más de eso, lo creería del todo impasible. No lo es. Tiene alrededor de sus labios un imperceptible temblor. Lo que quiere decir, estoy convencido, que ha previsto las infidelidades de Cati y que se ha armado contra ellas de antemano acorazándose de razones. Y de razones que me copia. En eso reconozco bien a mi Thomas. Riguroso, pero no insensible. Y ahí, tendido a su lado y con los ojos fijos como los suyos sobre el camino que tenemos el deber de vigilar, siento hacia él un intenso sentimiento de amistad. No porque deplore nada de nada. Pero no hay medida común, me parece, entre lo que he vivido esta tarde y la emoción que siento en este momento.
Como el silencio me parece durar mucho, me levanto sobre mi codo.
– Si quieres, te reemplazo, puedes volver.
– Pero no -dice Thomas- tienen más necesidad de ti que de mí en Malevil. Verás si la pared está tal como la pensabas.
– Sí -digo-, tienes razón. Pero por tu parte, no prolongues tu guardia al anochecer. No sería útil. Para la noche, tenemos la casamata.
– ¿Y quién se va a poner ahí?
– Peyssou y Colin.
– Entendido -dice Thomas-, volveré a la noche.
El único signo de tensión que se podría discernir es que hablamos con voces exageradamente normales, con un tono casi demasiado ficticio.
– ¡Adiós! -digo alejándome con una soltura que me parece falsa. Por otra parte, hasta esa palabra "adiós", no la hubiera dicho, de ordinario. No se es tan cortés entre nosotros.
Apuro el paso. Toco la campana de la empalizada, y Peyssou viene a abrirme la gatera.
– Y bueno -me dice, cuando estoy de pie a su lado-. Terminado. ¿Qué te parece? ¿Ves la pared, tú? Y mira, aunque te pusieras al lado, del lado tumbas o del lado a pique, ni ves siquiera la plancha. ¿Y esto no es un camuflado? No ves una piedra, nada más que bolsas. Se va a pelar la frente, el Vilmain.
Resopla un poco, está con el torso desnudo, todavía está un poco sudoroso a pesar del frescor de la noche y sus gruesos brazos hinchados de músculos están replegados a medias, como si no consiguiera ya extenderlos. Noto sus manos rojas, y a pesar de sus callos, lastimadas. Exulta.
– ¡Y bueno, ves -prosigue-, un día! ¡Un día nos tomó! No lo hubiera creído. Es verdad que los bloques estaban tallados y que éramos seis. En fin, cinco, y las mujeres, cuatro.
Menos las dos meninas y Thomas, todo Malevil está ahí rodeando la pared, y admirándola en la noche que cae. Cati, en lo alto de una de las escaleras, acaba de poner a la vertical la última hilera de bolsas. Nos da la espalda.
– Está bien hecha -dice Peyssou a media voz.
– No tan bien como su hermana.
– De todos modos -dice Peyssou-, se puede decir que Thomas tiene suerte. Y nada orgullosa. Una chica que le da conversación a todo el mundo. Y afectuosa. Siempre abrazándote, tanto que me incomoda.
Lo veo enrojecer en la penumbra. Prosigue:
– Quería decirte, Emanuel. Si estamos en que mañana vamos a pelear y arriesgar el pellejo, quizás habría que tener una comunión esta noche. Te hablo por mí y por Colin.
Sus gruesas manos dan vueltas y vueltas al candado de la gatera. No se le ha ocurrido ponerlo en su lugar.
– Voy a pensarlo.
Pero no tengo tiempo. Suena un tiro. Me inmovilizo.
– Abre -le digo a Peyssou-. Voy. Es Thomas.
– ¿Y si no fuera él?
– ¡Pero abre!
Sube la coliza y en el momento de franquear la gatera, digo con tono breve:
– ¡Nadie detrás de mí!
Corro, con el fusil en la mano. Son largos cien metros. Aminoro en la segunda curva. Me agacho y avanzo en el foso doblado en dos. Parado en medio de la carretera, reconozco a Thomas, inmóvil, con el fusil bajo el brazo. Me da la espalda. Una forma clara está tendida a sus pies.
– ¡Thomas!
Se da vuelta, pero ya es casi de noche, no distingo sus rasgos. Me acerco.
La forma clara tendida en el suelo es una mujer. Distingo una pollera, una camisa blanca, unos largos cabellos rubios. Tiene un agujero negro en el pecho.
– Bebella -dice Thomas.