Esas primeras semanas después del acontecimiento me dejan una impresión de grisalla -en el exterior como en nuestras vidas-, de dolor sordo, de estancamiento, de horizonte cerrado, de ingratos esfuerzos. Porque trabajamos mucho, en tareas a menudo sin interés, pero que asumimos por disciplina, y también sin mucho amor por la vida tratamos de organizamos para sobrevivir.
Mientras que Meyssonnier y Colin terminan de poner a punto un arado al que se podrá enganchar a Amaranta, Thomas, Peyssou y yo, nos dedicamos a un trabajo menos urgente, pero a largo plazo igual de útil: juntar, denominar y clasificar en un depósito todos los objetos metálicos,incluso los que, a primera vista, pudieran parecer insignificantes, pero que con motivo de no poderlos fabricar más, eran desde ese momento de inapreciable valor.
Empezando, por supuesto, por los útiles de la granja y los de los arreglos caseros. De estos no había tenido siempre demasiado cuidado, porque una pinza que se deja herrumbrar en el pasto o que se pierde era muy fácil hasta entonces reemplazarla. Pero desde ahora había que terminar de convencerse de que tales descuidos eran casi criminales.
Instalé el depósito en la planta baja del torreón, en cajones que había fabricado para recibir las manzanas de un huerto hoy aniquilado. Puse los útiles más preciosos en cajas cerradas y con su aquiescencia, se nombró a Thomas, por unanimidad, el depositario. Lo que quería decir que desde ese momento no se podría sacar ningún útil sin que quedara registrado por escrito el prestatario y el momento del préstamo.
Terminada esta tarea, recordé que en un box libre del primer recinto había almacenado, durante la restauración de Malevil, viejos tablones erizados de clavos, que destinaba a las rápidas fogaratas, durante el invierno, en las chimeneas. ¡Proyecto sorprendente! Ahora se habían terminado de una vez por todas esos despilfarros. Ya nada era para tirar: ni un pedazo de papel, ni un envoltorio, ni una lata de conserva vacía, ni una botella de plástico, ni un trozo de cuerda o de piolín, ni un clavo torcido y herrumbrado. Los "baratillos" ya no tenían objeto.
Se sacaron del box los viejos listones de castaño; con martillo y tenaza se retiraron los clavos, tratando de no estropear las cabezas. Y después de haberlos enderezado uno por uno sobre una piedra chata, se los alineó, según su grosor, en una caja con compartimentos en el depósito. Con la sierra, para economizar la nafta de la máquina de tronzar, se cortaron las partes de las maderas podridas o estropeadas (únicos pedazos destinados ahora a la calefacción), se limpiaron las dos capas de yeso o de cemento que las recubrían, y se dispuso los tablones en pilas en el box, clasificados por tamaño y mantenidos por cuñas en una rigurosa horizontalidad, para que no se torcieran en el trascurso de los inviernos.
En previsión de las visitas de los turistas había hecho un buen acopio de velones gigantes. Me quedaban dos docenas en paquete, más cuatro casi intactos en sus apliques en la bodega y dos, mitad consumidos.
Se decidió usarlos con mucha parsimonia, y ya que todavía tenía dos barriles de aceite, Colin fabricó unas lámparas con la ayuda de latas de conservas cilíndricas. Pellizcó el borde de un lado de modo de formar un pico, para alojar allí la mecha, una simple hebra de un cabo de cáñamo, y con el soldador agregó a las cajas del lado opuesto al pico, unas pequeñas asas metálicas recortadas en la tapa. Fabricó tantas lámparas como habitaciones había por el momento en Malevil, es decir, cuatro. Cuando la velada había terminado, todos encendían su lámpara con una ramita ardiendo a fin de poder llegar a su cama en medio de la oscuridad y tener luz para acostarse. Se encargó a la Menou la distribución de aceite, ya que también era responsable del segundo barril, que debía servir para la cocina y que no se usaba por el momento.
Con la ayuda de un listón de techo que blanqueó y cepilló, Meyssonnier hizo una varilla graduada que nos permitió comprobar que el consumo del primer barril, al cabo de dos semanas, seguía siendo mínimo. Según los cálculos de Thomas, a ese ritmo, necesitaríamos seis años para dejarlo en seco. Después de lo cual tendríamos que buscar otra fuente de luz, puesto que era poco probable que algún nogal hubiera sobrevivido a la destrucción de la flora. Todavía me quedaban dos linternas eléctricas con dos pilas casi nuevas. Le entregué una a la Menou para el castillete de entrada y guardé la otra para el torreón, quedando bien claro que ni una ni otra debían utilizarse sino en caso de un acontecimiento imprevisto.
Thomas sugirió mejorar el confort del baño almacenando el estiércol de las tres yeguas sobre las baldosas de la plataforma al pie de la toma de agua. Bajo esas baldosas, y contorneándolas, corría la cañería de agua fría. Y Thomas estimaba que el estiércol liberaría al fermentar suficientes calorías como para calentarla. Al principio todos éramos muy escépticos, pero el experimento resultó. Y sin tener en cuenta la comodidad que nos brindó, eso era, en el estado primitivo en el que habíamos caído, un primer escalón, una primera victoria. El pequeño Colin juró que si pudiera ahora disponer de su negocio de La Roque, haría marchar de nuevo la calefacción según el mismo principio.
Peyssou se puso muy contento de tener a Meyssonnier en su pieza, pero hubo que usar de mucha diplomacia para convencer a Colin de alojarse solo en la pieza de Birgitta. Lo que le hubiera gustado, me parece, era reemplazar a Thomas en la mía. Me hice el sordo. Mis compañeros me acusaban de mimar demasiado a Colin y de "pasarle todo". Sin embargo no era un mal negocio cambiando por Colin a un compañero de pieza como Thomas, tan tranquilo, tan discreto, tan prudente.
Además, ya bastante aislado estaba Thomas así: por su juventud, por su origen urbano, por sus costumbres de pensamiento, por su carácter, por su ignorancia del dialecto. Hubo que recomendar a la Menou y a Peyssou que no abusaran de su primera lengua -el francés no siendo para ellos más que la segunda- porque en la mesa, si empezaban una conversación en dialecto, todos, poco a poco, la seguíamos y Thomas, al cabo de un momento, se sentía extraño en nuestras vidas.
Hay que agregar también que Thomas desconcertaba a sus compañeros. Había en él tanto de tiesura como de rigor. Sus maneras eran frías. Hablaba breve y punzante. No era comunicativo. Y sobre todo al no tener humor ni sentido de lo cómico hasta un punto inimaginable, no se reía nunca. Su imperturbable seriedad, entre nosotros nada común, podía pasar por orgullo.
Incluso las más evidentes cualidades de Thomas tampoco hacían que lo apreciaran. Notaba que la Menou no lo admiraba nada (ella, que sin embargo tenía una debilidad por los hombres hermosos, por el cartero Boudenot, por ejemplo). Pero si Thomas era bello, no lo era a la usanza nuestra. La estatua griega y el perfil perfecto no son nuestros cánones. Poco nos importan unas napias grandes o una mandíbula pesada si, detrás, está el fuego de la vida. Nos gustan los muchachos grandotes, cuadrados, reidores, bromistas, un poco presumidos.
Además, Thomas era un "nuevo". No pertenecía al Círculo. Estaba excluido de nuestros recuerdos. Y como para compensar su aislamiento en Malevil me ocupaba bastante de él, por lo que los demás estaban celosos, sobre todo Colin, que le tiraba indirectas. Ahora bien, Thomas era totalmente incapaz de devolver la pelota en un ping-pong verbal. Pensaba con demasiada lentitud y seriedad. Las dejaba pasar. Su silencio era tomado como desprecio, y Colin, después de haberlo bombardeado de pullas, le guardaba rencor. También ahí tuve que intervenir, presionar a Colin y aceitar los engranajes.
La lectura de la Biblia prosiguió todas las noches, mucho menos monótona de lo que yo había temido, porque era interrumpida por ágiles intercambios de comentarios. Peyssou, por ejemplo, resultó muy afectado por la discriminación que Caín tuvo que sufrir por parte del Señor.
– ¿Te parece justo a ti? -me dijo-. Ahí tienes al muchacho que ha penado para hacer crecer las legumbres, y te layo y te riego y te escardo, que de todos modos es un poco más trabajoso que andar paseando sus ovejas, y el Señor ni le mira los regalos. ¿Y para el otro excéntrico, todo el trabajo que se tomó fue el de andar pegado al culo de sus ovejas, y para él, entonces son los favores?
– El Señor -dijo la Menou- ya debía figurarse que Caín iba a matar a Abel.
– Razón de más -dijo Colin- para no sembrar la cizaña entre hermanos con injusticias.
Meyssonnier se inclinó hacia el fuego, con los codos sobre las rodillas, y dijo con una secreta satisfacción:
– Dado que Él era omnisciente, debió prever el asesinato. Y si Él lo previó, ¿por qué no lo impidió?
Pero ese pérfido razonamiento no hizo mella en sus compañeros: era demasiado abstracto.
Cuanto más reflexionaba Peyssou, más se identificaba con Caín.
– De lo que se deduce -dijo- vayas a donde vayas, siempre tienes al mimado. Fíjate en el señor Le Coutellier en la escuela: Colin en la primera fila, al lado de la estufa. Y yo, en penitencia, en el fondo de la clase, con los brazos cruzados a la espalda. ¿Y qué había hecho? ¡Nada!
– Exageras, vamos -dijo Colin con su sonrisa ascendente-. Le Coutellier te ponía en penitencia porque te tocabas lo que yo sé a través del bolsillo.
Nos reímos de ese grato recuerdo.
– ¡Hasta era por eso -precisó Colin- que te hacía cruzar los brazos detrás de la espalda!
– De todos modos -dijo Peyssou- eso te hace malo, a la fuerza, ser siempre el pobre tipo. Ahí tienes al bravo de Caín que hace crecer las zanahorias y que se las lleva al Señor. ¡Bah, ni siquiera una mirada! Eso te demuestra muy bien -agregó con amargura-, que el Poder, en esa época, ya no se interesaba en la agricultura.
Aunque el Poder ahora había desaparecido, esta observación suscitó la aprobación general. Entonces se hizo el silencio y pude continuar mi lectura. Pero cuando llegué al momento en que Caín conoció a su mujer y tuvo de ella un hijo llamado Enoch, la Menou me interrumpió:
– ¿Y de dónde sale ésa? -dijo con tono incisivo.
Estaba sentada en el atrio a mi espalda, Momo frente a ella, casi dormido.
Di vuelta la cabeza por encima del hombro.
– ¿Quién, ésa?
– La mujer de Caín.
Nos miramos, perplejos.
– Puede que el Señor -dijo Colin- hubiera fabricado en otra parte otro Adán y otra Eva.
– ¡No, no! -dijo Meyssonnier, siempre respetuoso de las reglas -si lo hubiera hecho, el libro lo diría.
– ¿Era su hermana, entonces? -dijo Colin.
– ¿La hermana de quién? -dijo Peyssou inclinándose para mirarlo a la cara.
– La hermana de Caín.
Peyssou miró a Colin y se calló.
– No había más remedio -dijo la Menou.
– De todos modos… -dijo Peyssou.
Pequeño silencio. A ellos, que les gustaba la picardía, es curioso cómo el incesto los dejaba reticentes. Justamente, quizá porque en el campo…
Retomé la lectura, pero no llegué lejos.
– Enoch -dijo Peyssou de golpe- es un nombre judío. -Y agregó con aire importante e informado-, conocí a un tipo en el regimiento que se llamaba Enoch, era judío.
– No tiene nada de asombroso -dijo Colin.
– ¿Y por qué no es asombroso? -dijo Peyssou inclinándose de nuevo hacia adelante para mirarlo.
– En vista de que los padres de Enoch eran judíos.
– ¿Eran judíos? -dijo Peyssou abriendo muy grande los ojos, con las dos manos bien abiertas sobre sus rodillas.
– Y los abuelos también.
– ¡Cómo! -dijo Peyssou-. ¿Adán y Eva eran judíos?
– ¿Y cómo no?
Peyssou se quedó con la boca abierta, y durante un buen rato inmóvil, con los ojos fijos en Colin.
– Pero nosotros también -dijo por fin- descendemos de Adán y Eva.
– ¿Entonces nosotros también somos judíos?
– Y… -dijo Colin, con flema.
Peyssou se respaldó en la silla.
– Y bueno, ves, nunca lo hubiera creído.
Rumió esa revelación y debió encontrar otra prueba de que era víctima de un nuevo atropello, porque al cabo de un momento dijo indignado:
– ¿Entonces, por qué los judíos se creen más judíos que nosotros?
Todos se rieron, menos Thomas. Al verlo con la boca cerrada, los brazos cruzados, la barbilla sobre el pecho, las piernas estiradas, rectas delante de él, parecería poco interesado en esas conversaciones y menos todavía en la lectura que las suscitaba. Creo que iría a acostarse en seguida después de comer si no necesitara, como todos nosotros, un poco de calor humano después de la jornada de trabajo.
Que hasta nos riéramos en el curso de esas veladas fue lo que por empezar me pareció asombroso. Pero recordaba lo que mi tío me contaba de esas noches en el destacamento en Alemania, cuando estaba prisionero. En Prusia oriental no te vayas a creer que nos quedábamos en círculos alrededor de la estufa para lloriquear, Emanuel, todo lo contrario. Asombrábamos a los Schleuhs por nuestra alegría. Se contaban cuentos, se cantaba, se reía. Pero en el fondo, comprendes, Emanuel, eso no quería decir nada, era una alegría de colegio de monjas. Había un vacío detrás. Y los amigos, de todos modos no podían reemplazar eso.
Alegría de colegio de monjas, sí, justamente ese es el término exacto, y me doy muy bien cuenta de eso mientras escucho a mis compañeros discutir, con el tomo I de la Biblia sobre mis rodillas. Y como tengo el lado izquierdo helado (¡qué temperatura para un mes de mayo!), me levanto y me trasporto con mi taburete y mi libro al pie de la otra jamba, pero no me voy a quedar ahí mucho tiempo, porque estoy demasiado cerca de Momo y el fuego aviva su olor que me incomoda. Tomo nota de sugerir mañana a la Menou una sesión de fregado.
Detrás de mis compañeros (y tengo que hacer un pequeño esfuerzo para incluir entre ellos a Thomas, es tan diferente…) veo sus sombras bailar hasta las gruesas vigas del techo. No distingo el fondo de la sala, es demasiado vasta, pero entre dos vacilaciones de las llamas, veo a mi izquierda, entre los dos ajimeces, la pared de piedras aparentes erizada de armas blancas. Detrás de Peyssou, la larga mesa conventual, brillante gracias a las pasadas de trapo de la Menou, y a la derecha, las dos cómodas ventrudas del Gran Hórreo. A mis pies, las anchas baldosas de piedra que cubren las bóvedas de la bodega.
Es un decorado austero: piedra en el piso, piedra en las paredes, ni cortinados, ni alfombras, nada de cálido, nada que sugiera la presencia de una mujer. Un mundo de hombres solos sin descendencia que esperan la muerte. Abadía o monasterio. De eso tenemos todo, el trabajo, la "alegría", las buenas lecturas.
No sé cómo, de los "judíos que se creen más judíos que nosotros", pasamos al problema de saber si hay sobrevivientes en La Roque. Hablamos de eso todas las noches. Se proyecta ir dentro de poco, pero no es tan fácil. De Malevil a Malejac, con mucho trabajo conseguiríamos limpiar el camino de troncos abatidos por las llamas, pero los quince kilómetros de Malejac a La Roque es un camino muy accidentado a través de bosques de castaños. De acuerdo con lo poco que hemos visto, también debe de estar lleno de los restos de los incendios, y no tenemos más fuel oil para despejarlo. A pie, en tiempos normales, hacían falta tres buenas horas para llegar a La Roque. Si debíamos avanzar por encima de esos escombros, necesitaríamos todo un día, y otro día también para volver a Malevil: cuarenta y ocho horas que, por el momento -hasta tanto no estuviera hecha la siembra-, no nos podíamos dar el lujo de perder.
Esa es por lo menos la tesis que yo sostengo. Con mi grueso libro sobre las rodillas, escucho a mis compañeros y no digo ni palabra. Fui yo, quien por haber sido el primero en concebirlo, suscité en ellos la esperanza de encontrar vida en La Roque. Y a fuerza de hablar de ello todas las noches, tal conjetura tomó cuerpo. Pero más ha hecho presa en ellos, más se ha demorado en mí. De ningún modo doy cuerda para que se tiente la expedición. Todo lo contrario. Mientras Meyssonnier y Colin fabrican ese arado, prefiero quedarme en Malevil con los otros dos, sacando los clavos de los viejos tablones y arreglando el depósito.
Me doy muy bien cuenta que hay algo de retirada y de renunciamiento en mi caso. Me encojo un poco más cada día, ya soy más que a medias monje. Y entonces, mientras los escucho con una oreja -fiel a mi estrategia de la atención intermitente-, apoyo mi nuca contra la jamba de piedra de la chimenea y me pregunto qué cambiaría si realmente tuviera fe. Ah, por supuesto, eso me plantearía nuevos problemas, entre otros éste: ¿por qué Dios ha dejado a su criatura destruir su creación? Pero dejemos de lado el plano de las ideas. ¿Por lo menos me calentaría el corazón? No lo sé. No lo creo. Está tan lejos de mí todo eso. Es tan abstracto. Cuando sueño, no es con Dios.
Tengo dos clases de sueños, uno despierto y deliberado durante mis insomnios, el otro involuntario, cuando duermo. Cuando no duermo, con el pecho, con mi vientre y mis muslos apoyados con fuerza contra el colchón, doy forma a Birgitta. Y cuando por fin está bien viva, cálida y satinada entre mis brazos, me tiro sobre ella, la acaricio, la muerdo. Y es poco decir que la muerdo, la absorbo, la bebo, la como. Y es por eso, me imagino, que desaparece tan rápido, y que cada vez me cuesta más resucitarla. De los dos sueños, el menos frustrante sigue siendo el que tengo cuando duermo, casi siempre el mismo. En una mañana clara, bajo por una escalera en Cimiez, arriba en Niza. A esa escalera la conozco muy bien, pese a que no he bajado por ella nada más que una vez en la vida real. Es ancha y luminosa, recibiendo el sol a raudales por sus altas ventanas. Y en mi sueño, mientras la bajo, una muchacha sube a mi encuentro corriendo, con los cabellos sueltos, los brazos colgando con gracia a lo largo de sus costados. Tiene una linda pechera a la que su carrera da vida. Y mientras pasa por el descanso del entrepiso para reunirse conmigo, el sol ilumina su melena por detrás. Sube los últimos escalones con la cabeza levantada hacia mí, no la conozco, pero con todos sus ojos, con toda su boca, me sonríe con amistad. Eso es todo, ahí se acaba. Pero me siento ¿cómo decirlo?; tan refrescado por esta visión como si hubiera olido racimos de lilas.
Anoche, tras ese sueño, me desperté, y el reflujo fue muy penoso. Sentí al mismo tiempo una pena terrible y un malestar físico. Sentía mi caja torácica apretada alrededor de mi corazón, y como si las dos cosas estuvieran vinculadas, tenía la abominable sensación de estar solo. Mejor dicho, la soledad se me apareció como un dolor que tuviera su sitio en mi pecho. Me senté en la cama, me esforcé por respirar y con gran sorpresa, lo conseguí sin ningún esfuerzo. Corazón, pulmones, cada uno proseguía con su función, nada me dolía, sólo tenía la garganta muy apretada y esa extraña impresión de tensión que nos invade y de la que uno espera que estalle y que revienta por fin con las lágrimas que corren.
Mientras corren por mis mejillas sin ningún sollozo, tengo en mi mente el mismo refrán, agotador: no me casé, no he tenido hijos. La muerte de la raza ha llegado a su término. Yo la veré. Porque de golpe tengo la convicción absurda de que todos mis compañeros, hasta Thomas, que tiene quince años menos que yo, se irán antes que yo, dejándome solo. Y me veo, viejo y encorvado, caminar sin descanso por las inmensas habitaciones de Malevil, escuchando resonar mis pasos en la bodega, bajo la bóveda, en la gran sala de la casa, en mi pieza del torreón.
Es la primera noche clara después del día del acontecimiento, quizá ya sea de mañana. En el sofá, a mi lado, y en un nivel mucho más bajo que mi cama campesina, de patas altas, distingo la cara de Thomas, con los ojos cerrados, la mejilla apoyada sobre su almohada en una actitud de abandono, la sábana subida hasta la barbilla y por detrás hasta la nuca para protegerse de las corrientes de aire que entran por la ventana. Una vez más admiro sus rasgos, su nariz griega, el borde de sus labios, el dibujo de sus mejillas. Noto que durante el sueño desaparece la expresión de rigor que se ve en él en el estado de vigilia. Muy por el contrario, tiene algo de infantil y de cándido. Su barba rubia crece poco, no se afeita sino cada dos días. Y como se ha afeitado esta mañana no tiene ni una sombra en la mejilla. Me parece lisa y aterciopelada, con un esbozo de hoyuelo, que nunca había notado hasta ahora, cerca de la comisura de los labios. Sus rubios cabellos ondulados, muy cortos cuando lo encontré en la maleza, han crecido desde que está en Malevil, y le dan un aspecto casi femenino.
Me doy vuelta en la cama con un movimiento brusco, le doy la espalda, y pienso que un día tendré que hacer una redistribución de las piezas, a fin de que haya un relevo y que no tenga siempre a Thomas en la mía, puesto que la mía es, de todas, la más cómoda. Al mismo tiempo, siento un extraño sentimiento de angustia y de culpabilidad al que no puedo atribuir ninguna causa, pero que me mantiene despierto, con pensamientos confusos y breves somnolencias. Pero estos se interrumpen con tan penosas pesadillas y tan humillantes que me levanto y tomando mi ropa en montón sobre mi silla, dejo la pieza, y bajo un piso hasta el baño. Pero ahí, los fantasmas continúan, odiosos y vergonzosos, hasta que termino de afeitarme. Me lavo bajo la ducha, en la que me quedo mucho tiempo. Me parece que me quito así la mugre de mis sueños.
Son las cinco en mi reloj pulsera cuando bajo del torreón al patio. Como todos los días después del día del acontecimiento, hace frío y está gris. Soy el único que está levantado en Malevil. Mis pasos suenan sobre las baldosas. El enorme torreón, las murallas y la casa pesan sobre mí con toda su masa. Tengo delante de mí dos largas horas de soledad antes del desayuno.
Paso el puente levadizo y de ahí me dirijo al primer recinto y a la Maternidad. Lindo Amor duerme de pie, su potranca también, apoyada contra su flanco, pero desde el momento en que aparece mi barbilla por encima del tabique de su box, las orejitas de Lindo Amor se enderezan, abre los ojos, me ve, sopla el aire por sus ollares con un débil relincho sordo y amigable. Se adelanta dando un paso hacia mi dirección, la potranca, a medias despierta, se tambalea, y avanza a su vez titubeando sobre sus largas patas frágiles hasta que vuelve a encontrar su apoyo contra el vientre todavía hinchado de su madre. Lindo Amor pasa la cabeza del otro lado del tabique y la posa sin ceremonias sobre mi hombro mientras la acaricio a lo largo del carrillo, mirando a la potranca. Es siempre enternecedor el cachorro de un animal, el cachorro de hombre incluso. Malicia tiene la misma mancha blanca y la misma piel baya oscura que su madre y a su vez me observa, con aire asombrado, con sus lindos ojos cándidos. Me gustaría entrar al box para acariciarla, pero no sé si a Lindo Amor le gustaría mucho eso, y me quedo con las ganas. Lindo Amor coloca su barbada, después sus ollares, suaves y húmedos contra mi cuello y hace "pfffeut" de nuevo. Es evidente que es feliz. Es mimada por nosotros, está bien alimentada y tiene su potranca. No sabe que su último hijo y que su especie, como la nuestra, están condenadas.
El día pasa en las mismas tareas monótonas. Y también la noche -veo de nuevo esa escena-: los dos codos apoyados sobre la Biblia, la cabeza sostenida por mis manos escuchando, intermitente, la conversación sobre La Roque. El fuego ha bajado mucho y la Menou, somnolienta junto a la chimenea se levanta, dando así la señal de fin de la velada. Sobreviene entonces un gran ruido de pasos y de sillas arrastradas que han sido puestas de nuevo en su lugar alrededor de la mesa. La Menou, con las pinzas en la mano, arregla el fuego con arte para encontrar brasas al día siguiente, y mientras me demoro, de pie, con la Biblia cerrada bajo el brazo, riendo y hablando con mis compañeros, me entra el miedo de volverme a encontrar en mi cama, girando en redondo en mis pensamientos como un prisionero en su patio.
Recuerdo muy bien esa noche y la angustia que sentí ante la idea de otra noche de insomnio. La recuerdo muy bien, porque a la mañana siguiente, las cosas cambiaron y todo comenzó a moverse.
Como en la tragedia clásica, el acontecimiento se hizo anunciar con signos, mensajes, premoniciones. Hacía tanto frío como los días precedentes, el cielo estaba opaco y el horizonte encapotado. En el desayuno, desde que Príncipe había nacido, teníamos un poco de leche, no tanto como un bol para cada uno, y además había hecho falta que Thomas insistiera mucho, en nombre de la dietética, para que todos la tomaran, porque ni a Meyssonnier, ni a Colin, ni a Peyssou les gustaba. Momo, por el contrario, la bebía con delicia. Rodeando el bol con sus dos manos grasientas y dando por adelantado pequeños gruñidos de placer, fijaba sobre el líquido sus brillantes ojos negros y gozaba algunos segundos con su aspecto nevoso antes de llevársela a la boca y de tragarla tan rápido y con tanta glotonería que dos delgados chorros blancos corrían de cada lado de su barbilla hasta su cuello negruzco, por entre los pelos de una barba de quince días.
– Con todo, Menou -dije cuando hubo depositado su bol- habrá que decidirse hoy a fregar a tu vástago.
Había elegido las palabras de manera de dejar al interesado ignorante hasta el último minuto de una operación que, para tener éxito, presuponía la sorpresa.
– Ya hace tiempo que me lo digo también -dijo la Menou, igualmente alusiva, sin mirar a Momo-. Pero sola, como sabes…
Y agregó:
– Será cuando tú quieras.
– Y bueno, entonces, después del desayuno.
Mientras, Peyssou se va a arar el terreno de los Rhunes con Amaranta. Con cuatro, de todos modos será suficiente.
Estoy completamente seguro que Momo no había pescado ni la palabra "fregar", ni la palabra "vástago", y, por otra parte, precisamente por eso las había empleado. También tuve cuidado, como la Menou, de no mirarlo durante nuestro intercambio. A pesar de eso, su infalible instinto lo previno. Miró alternadamente a su madre y a mí, se levantó con brusquedad haciendo caer la silla y exclamó con voz furiosa: Mébouemalabé oneteu! Emebtdo! (¡Pero déjenme en paz, carajo! ¡No me gusta el agua!). Y entonces, agarrando de un manotazo la lonja de jamón de su plato, escapó a todo lo que daba y enfiló la puerta.
– Se las hizo -dijo el gran Peyssou riéndose-. Y ahora, perdido por hoy.
– Pero no -dijo la Menou- no lo conoces. Se va a olvidar. Más bien cuando una idea le entra por un lado en la cabeza en seguida le sale por el otro. Es así como nunca se hace problema. No retiene nada.
– Y bueno, tiene suerte -dijo Colin, con la sombra de su antigua sonrisa-. Porque yo, de ideas, la tengo a la cabeza llena. Y dan vuelta, dan vuelta. Que preferiría mucho más ser idiota.
– Idiota no es -dijo la Menou con vivacidad-. El tío de Emanuel bien que lo decía: es inteligente, el Momo. Es el lenguaje lo que no tiene. Es por eso que no puede fijar.
– No había ofensa -dijo Colin cortésmente.
– No lo tomé así tampoco -dijo la Menou con una sonrisa, con sus ojos vivos iluminando su calavera menuda en la punta de su flaco cuello-. ¿Y adónde lo vas a encontrar a Momo, después del desayuno? Te lo voy a decir: en el box de Bello Amor, manoseándola. Lo dejas salir y ya está. Con cuatro encima, es un juego.
– ¡Un juego! -dije yo-. Menuda gracia ese juego. De todos modos hay que tener cuidado con sus pies. Meyssonnier y yo le agarramos cada uno un brazo y lo acostamos. Tú, Colin, agarras el pie derecho y Thomas el izquierdo. Tengan cuidado: patea. Y tiene mucha fuerza en las piernas.
– Cuando pienso que fue así cómo aquella vez me dieron un remojón -dijo Peyssou, con su gran carota redonda partida por una sonrisa-. Banda de sinvergüenzas -agregó con ternura.
Brotó una risa que se cortó en seco. La puerta de la sala se abrió con estruendo, y Momo reapareció, loco de excitación y de alegría, gritando y bailando ahí mismo, con los brazos levantados:
– Y abobo! Y abobo! -vociferó.
Aunque ahora yo fuera al menos tan experto como su madre en lenguaje Momo, no lo comprendí. Miré a la Menou, tampoco lo comprendía. En lenguaje Momo, "me duele" se decía "muele" y por otra parte su júbilo excluía toda idea de caída o lastimadura.
– Bobo? -dijo por fin la Menou levantándose-. ¿Qué quiere decir eso? ¿Bobo?
– Bobo, oneieu! -gritó Momo dando saltitos, furioso, como indignado de que no entendieran mejor sus palabras.
– Vamos, Momo -dije yo levantándome a mi vez y avanzando hacia él- ¡explícate! ¿Qué quiere decir, bobo?
– ¡Bobo! -vociferó Momo, como si el volumen de sonido pudiera ayudar a nuestra comprensión. Mitad por excitación, mitad por despecho de no hacerse entender, pegaba unos grititos roncos, pataleaba, con lágrimas en los ojos y baba en los labios. Nos miramos. Aun teniendo en cuenta su acostumbrada excitabilidad, estábamos un poco asombrados de su frenesí.
– ¡Bobo! -vociferó otra vez. Y levantando de golpe sus brazos horizontalmente, los agitó de arriba abajo como si volara.
– ¿Cuervo? -dije por si acaso.
– Oué! Oué! -dijo Momo, y con el rostro iluminado de gratitud, gritó: Chenlil Emamouel! Chenlil Emamouel! (¡Gentil Emanuel!), y con toda seguridad me hubiera abrazado si no lo hubiera mantenido a distancia con todo el largo de mi brazo.
– ¿Vamos, Momo, estás seguro? ¿Hay un cuervo en Malevil?
– Oué! Oué!
Nos miramos, completamente incrédulos. Desde el día del acontecimiento, los pájaros se habían callado para siempre.
– Iens! Iens! -gritó Momo tirándome del brazo que lo mantenía a distancia. Soltó la presa y en seguida se puso a correr, con los pies al ras del suelo. Lo seguí, precedido por el ruido de sus zapatones claveteados sobre las baldosas, y a mi vez seguido por todos los compañeros, incluso Menou, y menos distanciada de lo que se hubiera podido pensar, de lo que me di cuenta al llegar al primer recinto.
Vi a Momo inmovilizarse sobre el puente levadizo. Me detuve. Ahí estaba, apenas a veinte metros, frente a La Maternidad, para nada flaco ni herido, con su plumaje negro azulado brillando de salud, dando saltitos con pesadez, y con su grueso pico recogiendo un grano aquí y allá. Al vernos, se inmovilizó poniéndose de perfil para escrutarnos con su ojito negro y vigilante, se enderezó, pero sin conseguir borrar la curvatura de su lomo, de suerte que tenía el aspecto de un viejito encorvado, con las manos a la espalda, la cabeza un poco de lado, con aire tranquilo y circunspecto. Ninguno de nosotros se movía y esta misma inmovilidad debió asustarlo, porque desplegó sus anchas alas azul oscuro y voló rasando el suelo lanzando un único "craa", luego tomando poco a poco altura, aterrizó sobre el techo del castillete de entrada y se escondió detrás de la chimenea de donde emergieron al cabo de un segundo su grueso pico curvo y su ojo sagaz fijo sobre nuestro grupo.
Avanzamos por el patio, con la cabeza levantada, los ojos fijos sobre lo que dejaba ver de él.
– Y si -dijo el gran Peyssou- me hubieran dicho: estarás muy contento un día de ver un cuervo, no lo hubiera creído.
– Y verlo tan cerca -dijo la Menou-. Porque sólo Dios sabe lo desconfiados que son esos bichos, y pícaros, que nunca te dejan acercar a menos de cien metros sin escapar.
– A menos que vayas en auto -dijo Colin.
La palabra "auto" provocó una situación molesta porque pertenecía al mundo de antes, pero se disipó enseguida en la alegría general, alegría disimulada bajo un raudal de palabras, pero no menos aguda. Nos pusimos de acuerdo en que el día del acontecimiento, sea por azar, sea por instinto, se habría metido en una de las numerosas grutas que perforaban los acantilados de la región (y refugio de los protestantes en los tiempos de las guerras religiosas). Había tenido la prudencia de meterse bien adentro y quedarse ahí todo el tiempo que duró la quemazón. Y cuando volvió el frío se había alimentado de carroñas, hasta, quién sabe, de nuestros caballos. Pero sobre las razones que lo empujaban a buscar nuestra compañía, se discutió firme.
– Yo te digo -declaró Peyssou- que está muy contento de haber vuelto a encontrar hombres, porque ahí donde hay hombres sabe muy bien que siempre habrá algo para masticar.
Pero esta tesis materialista no nos gustaba más que a medias, y cosa extraña, fue Meyssonnier el que la refutó.
– Acepto que busque granos -dijo con competencia, las piernas separadas, las dos manos en los bolsillos, la nariz para arriba- pero eso no explica que sea tan familiar. Porque con toda la cebada que se pierde en La Maternidad; Amaranta, por ejemplo, es tan comilona que desparrama una buena cantidad por tierra cada vez, podría venir a comerla durante la noche.
– Tienes razón -dijo Colin-. El cuervo es desconfiado en bandada, por culpa de la guerra que le hacen. Pero solo, lo domesticas como quieres. En La Roque, mira, acuérdate del zapatero…
– Oué! Oué! -exclamó Momo que se acordaba del zapatero.
– Es un bicho que tiene cabeza -dijo la Menou-. Me acuerdo del tío de Emanuel, un año había puesto unos petardos en un terreno de maíz en vista de los estragos que le hacían. Y ¡paf!, a cada rato. Y bueno, no lo creerás, al fin les importaban un comino los petardos a los cuervos. Ni se volaban. Muy tranquilos picoteando las espigas.
Peyssou se puso a reír.
– ¡Ah, los canallas! -dijo con respeto-. ¡La mala sangre que me han hecho hacer! Y una vez, una sola, conseguí matar uno. Con el rifle, el 22 largo, de Emanuel.
Siguió entonces, a varias voces, un largo elogio circunstanciado del cuervo, de su inteligencia, de su longevidad, de su eventual familiaridad con el hombre, de sus aptitudes lingüísticas. Y cuando Thomas, un poco asombrado, hizo notar que era de todos modos un dañino, nadie tomó en cuenta una observación tan fuera de lugar. Primero porque a un dañino, antes, estaba bien hacerle la guerra, pero sin odio, hasta con una suerte de consideración divertida por sus artimañas, y comprendiendo muy bien, en el fondo, que todo el mundo tiene necesidad de comer. Y también porque ese cuervo, venido expresamente para hacernos tener esperanzas de la existencia en otra parte de sobrevivientes, era sagrado, todos los días íbamos a darle su parte de granos, y pertenecía ya a Malevil.
Fue Peyssou quien puso fin a la conversación. La noche anterior, se había trasportado el arado fabricado por Meyssonnier y Colin al terrenito a orillas de los Rhunes, y Peyssou estaba apurado por llevar a Amaranta y empezar la labranza. Mientras se dirigía al box con su paso de vals, le guiñé el ojo a Meyssonnier, y antes de que hubiera podido decir mía ya Momo era reducido a la impotencia, con sus dos brazos y sus dos piernas sólidamente sujetas, luego levantado y trasportado a paso rápido como un fardo hasta el torreón, con la Menou correteando a nuestro lado con sus piernitas flacas y cada vez que su hijo vociferaba Mébouémalabé, oneteu, repitiendo con una risita contenta, ¡de todos modos alguna vez tenía que ser, gran puerco! Porque para ella, lavar a Momo, lo que no había parado de hacer durante casi medio siglo, desde su primer pañal, aunque afectase quejarse de ello, no era una carga sino un rito maternal que todavía la enternecía, a pesar de la edad de su hijo.
De acuerdo a mi recomendación nadie se dio una ducha esa mañana: se pudo llenar la bañera con agua tibia y poner a remojar a Momo mientras Meyssonnier se dedicaba a su barba. El pobre Momo, vencido por el número, y desmoralizado, no ofrecía resistencia, y al cabo de un rato pude eclipsarme recordando a Colin que había que cerrar la puerta con candado detrás de mí para prevenir una evasión por sorpresa. Pasé por mi pieza a buscar mis gemelos y subí al torreón.
Durante nuestra discusión en el primer recinto, me había parecido discernir algo un poco menos gris en el gris del cielo y tenía esperanzas de divisar La Roque. Pero no era más que una ilusión, me di cuenta con el primer vistazo. Los gemelos no hicieron más que confirmarlo. El cielo de plomo, la visibilidad nula, y el color ausente. Los prados donde ni una mata de pasto subsistía, los campos donde ni un brote de trigo era visible, parecían recubiertos de un polvo gris uniforme. Antes, cuando me venía a visitar gente de la ciudad, y a admirar la vista desde lo alto del torreón, alababan el "silencio" de Malevil. Pero ese silencio no era tal, gracias a Dios, salvo para los habitantes de la ciudad. Un auto lejano en el camino de los Rhunes, un tractor en una labranza, un grito de pájaro, un gallo encaprichado, un perro en celo, y en el verano, por supuesto, los saltamontes, las cigarras, las abejas en la viña virgen. Ahora, sí, hay silencio. Y cielo y tierra, nada más que plomo, antracita y oscuridad. Y además, la inmovilidad. Un cadáver de paisaje. Un planeta muerto.
Con los ojos pegados a los gemelos, hurgaba el rincón donde La Roque hubiera debido estar, sin distinguir nada más que gris y sin siquiera poder decir si ese gris pertenecía a la gleba o a la bóveda que nos aplastaba. Bajé paulatinamente el binocular hasta el terreno en los Rhunes adonde Peyssou debía estar arando con Amaranta. Al menos, ahí, habría un poco de vida. Buscaba a la yegua, dado que era el objeto más localizable, y exasperándome un poco porque no conseguía encontrarla, aparté los gemelos de mis ojos. A simple vista, divisé el arado inmovilizado en medio del terreno y al lado de él, tendido sin movimiento en el suelo, a Peyssou, con los brazos en cruz. Amaranta había desaparecido.
Bajé como un loco los dos pisos de la escalera caracol, me abalancé sobre la puerta del baño, olvidando que estaba cerrada con candado, y golpeando con los dos puños contra la madera maciza como un poseso, gritaba, ¡vengan rápido, algo le ha pasado a Peyssou!
Sin esperar a mis compañeros, me puse a correr. Para llegar hasta el terreno, había que bajar por el camino en pendiente del acantilado hasta el llano, y ahí, doblar a la izquierda en horquilla y volviendo a pasar al pie del castillo, ir por el lecho del arroyo desaparecido hasta el primer brazo de los Rhunes. Corría con todas mis fuerzas, palpitantes las sienes, incapaz de imaginarme una explicación. Amaranta era tan dócil y tan suave que no podía creer que hubiera puesto a su conductor en un estado lastimoso para escaparse después. ¿Y para escaparse adónde, por otra parte?, puesto que no quedaba ni una sola mata de pasto sobre la tierra y que en Malevil tenía heno y cebada en cantidad suficiente.
Al cabo de un momento, escuché detrás de mí los zapatos de mis compañeros sonar sobre el suelo rocoso tratando de alcanzarme con dificultad. Cien metros antes de llegar al pequeño terreno de los Rhunes, fui alcanzado y dejado atrás por Thomas que corría a largas zancadas muy rápidas aventajándome por mucho. De lejos lo vi arrodillarse junto a Peyssou, darle vuelta con precaución y levantarle la cabeza.
– ¡Está vivo! -gritó en mi dirección.
Me puse en cuclillas a mi vez, agotado, sin aliento; Peyssou abrió los ojos, pero su mirada era vaga, no conseguía acomodarla, su nariz y su mejilla izquierda estaban manchadas de tierra, sangraba en abundancia por la nuca, manchando la camisa de Thomas que lo sostenía. Colin, Meyssonnier y Momo, éste completamente desnudo y chorreando agua llegaron mientras estaba examinando la herida, ancha, pero a ojo de buen cubero, superficial. Y por fin la Menou, la que se había tomado tiempo para buscar una botella de aguardiente en el castillete de entrada, y traía además mi salida de baño con la que envolvió a Momo aun antes de mirar a Peyssou.
Eché un poco de aguardiente sobre la herida y Peyssou gruñó. Le eché luego un buen chorro en la boca y con su pañuelo embebido en alcohol, le quité del rostro la tierra que lo ensuciaba.
– No puede haber sido Amaranta la que le ha hecho esto -dijo Colin-. Teniendo en cuenta la posición en que estaba.
– Peyssou -dije friccionándole las sienes con el aguardiente- ¿me oyes? ¿Qué ha pasado? -proseguí- de todos modos, Amaranta no patea.
– Lo he notado -dijo la Menou-. Hasta cuando juega, es un animal que no sabe levantar el culo.
La mirada de Peyssou se precisó y dijo en voz baja pero clara:
– Emanuel.
Le di un segundo trago de aguardiente, y de nuevo le friccioné las sienes.
– ¿Qué pasó? -dije dándole golpecitos en la mejilla, tratando con mis ojos de retener su mirada que tenía tendencia a huir de nuevo hacia el vacío.
– Pavada de choc ha recibido -dijo Colin incorporándose-. Pero va a volver, ya tiene mejor cara.
– ¡Peyssou! ¿Me oyes, Peyssou?
Levanté la cabeza.
– Menou, pásame el cinturón de mi salida de baño.
Cuando lo tuve en la mano, lo puse sobre mis rodillas, plegué en cuatro mi pañuelo, lo embebí en alcohol, lo apliqué con cuidado sobre la herida que seguía sangrando mucho y pidiendo a Menou que sujetara la compresa, con el cinturón apretado alrededor de su frente lo anudé. La Menou obedecía sin una palabra, con la mirada todo el tiempo fija en Momo que con toda seguridad había "pescado la muerte", corriendo así con este frío como lo había hecho.
– No sé -dijo de golpe Peyssou.
– ¿No sabes cómo pasó?
– No.
Volvió a cerrar los ojos, y en seguida lo golpeé en las dos mejillas.
– ¡Ven a ver, Emanuel! -dijo Colin.
Estaba de pie junto al arado, dándonos la espalda, pero con la cabeza reclinada en su hombro, con la cara descompuesta, y los ojos fijos en los míos.
Me levanté y me acerqué a él.
– Mira esto -dijo en voz baja.
La primera vez que habíamos enganchado a Amaranta nos habíamos dado cuenta que faltaba la correa con hebilla que sujeta el varal. La habíamos reemplazado por una cuerdita de nylon que aseguramos alrededor de la madera con una serie de vueltas y de nudos. Esa cuerdita había sido cortada.
– Es un hombre el que ha hecho eso -dijo Colin.
Estaba pálido, con los labios secos.
Prosiguió:
– Con un cuchillo.
Acerqué los dos extremos de la cuerdita a mis ojos. El corte era neto, sin hilachas ni rebabas. Incliné la cabeza sin decir una palabra. Era incapaz de hablar.
– El tipo que ha desenganchado a Amaranta -insistió Colin- desprendió las hebillas de la retranca y la hebilla izquierda de la barriguera, pero cuando llegó a los nudos del lado derecho, se exasperó y sacó el cuchillo.
– Y antes -dije con voz temblorosa -golpeó a Peyssou por detrás.
Me di cuenta que la Menou, Meyssonnier y Momo nos rodeaban. Tenían la mirada fija en mí. Thomas también me miraba, con una rodilla en tierra y con la otra, levantada, sosteniendo la espalda de Peyssou.
– ¡Y sí! ¡Sí! -dijo la Menou lanzando alrededor una mirada de pánico y agarrando a Momo por el brazo para apretarlo contra ella.
Hubo un silencio. Al mismo tiempo que se insinuaba en mí un principio de miedo tenía un sentimiento de irrisión. Sólo Dios sabe con qué ardor, con qué amor, con qué arrebato casi desesperado, habíamos rezado dentro de nosotros mismos para que otros hombres además de nosotros hubieran sobrevivido. Y bueno, ahora estábamos seguros: los había.