Malinalli y Cortés penetraron desnudos al temascal. Era sorprendente mirar a Cortés despojado de sus vestiduras y sus apariencias. Se le veía disminuido y vulnerable. La condición indispensable para realizar ese rito de purificación y renacimiento era la desnudez, pues para que la limpieza de la sangre suceda es necesario que todos los poros del cuerpo se expandan, se abran y, al hacerlo, permitan que el vapor, esa otra imagen del agua, ese espíritu del agua purifique al cuerpo en cuatro tiempos, que significan los cuatro puntos cardinales, las cuatro estaciones, los cuatro elementos.
Era la primera experiencia que Cortés tenía con esta práctica sagrada y aceptó participar en ella a petición de Malinalli, quien estaba tan convencida de que los dioses nos devuelven la conciencia al materializar su sustancia en el agua, que le había pedido a Cortés que antes de tomar ninguna acción en contra de los habitantes de Cholula, se relajara dentro del temascal.
Cortés se resistió en un principio, la petición le parecía sospechosa. ¿Qué propuesta era ésa de entrar en un pequeño recinto circular que tenía una sola puerta de salida -la misma que de entrada-y al que tenía que introducirse desnudo y desarmado? El ambiente que se respiraba en Cholula no era como para prodigar confianza ciega a nadie. Hasta el momento, ninguno de los dos regidores de la ciudad lo habían querido recibir. Cholula contaba con un regidor temporal, Tlaquiach -señor del aquí y el ahora- y uno espiritual, Tlachiac -señor del mundo bajo la tierra-; ambos vivían en casas anexas al templo de Quetzalcóatl. La gente de Cholula hablaba náhuatl, la lengua del imperio, y eran súbditos de los mexicas, a quienes pagaban tributo, pero Cholula era un señorío independiente y, al igual que Tlaxcala, tenía un gobierno regido por varios señores. Eran gente orgullosa y no concebían ninguna circunstancia de la cual su dios Quetzalcóatl no pudiera protegerlos, por lo que se mostraban todo menos temerosos ante los extranjeros. Confiaban plenamente en su dios tutelar.
Cortés y sus hombres habían llegado a Cholula de camino a Tenochtitlan, acompañados de sus aliados, los totonacas de Cempoala y los tlaxcaltecas. Los españoles entraron en Cholula después de caminar la distancia de unos cuarenta kilómetros que separaba Tlaxcala de Cholula. Fueron recibidos y alimentados, pero no así los totonacas y tlaxcaltecas, quienes permanecieron en las afueras de la ciudad. Sólo algunos cientos entraron junto con los españoles, transportando la artillería y el equipo en general. La razón era que los habitantes de Cholula tenían viejas rencillas con los de Tlaxcala y de ninguna manera aceptaron que entraran a la ciudad, y mucho menos armados.
Cortés quedó impactado ante la belleza y grandeza de Cholula. Cholula era una ciudad próspera y densamente poblada. Sus templos indicaban que Cholula era sin duda uno de los más importantes centros religiosos del Nuevo Mundo. El templo principal estaba dedicado al culto de Quetzalcóatl y la ciudad tenía la pirámide más alta de México, con ciento veinte gradas.
Aparte de este templo, Cortés contó cuatrocientas treinta y tantas torres -pirámides-, que él llamaba mezquitas. Cholula tendría casi doscientos mil habitantes y unas cincuenta mil casas. Era la ciudad más importante que habían visto los españoles en su largo trayecto desde la costa. Uno de sus atractivos era un mercado inmenso cuyas especialidades eran los trabajos de arte plumario, las vajillas de barro y las piedras preciosas.
Sin embargo, a los tres días de la llegada de los españoles, los habitantes de Cholula, aparentando una baja de provisiones, dejaron de suministrarles comida a los españoles y sólo les dieron agua y leña. Cortés tuvo entonces que pedirle a los tlaxcaltecas que les consiguieran comida.
En la ciudad se respiraba una atmósfera de suspicacia y nerviosismo. Cortés se enteró por los tlaxcaltecas de que afuera de la ciudad se estaban juntando tropas mexicas. Sus informantes le advirtieron de que lo más probable era que estuviesen preparando -junto con los cholultecas- una emboscada en su contra.
Ante tal clima de intriga, Cortés tenía que tomar una decisión. Ya había enfrentado y vencido a totonacas y tlaxcaltecas, ya contaba con su apoyo, tenía que seguir adelante con sus planes de conquista. Tenía que llegar a Tenochtitlan. No iba a permitir que lo detuvieran. Tenía que tomar una decisión
determinante.
El, Cortés, no era un simple soldado, era el emisario y representante del rey de España y la emboscada que se preparaba en su contra, por extensión, también estaba dirigida contra el rey de España. Por lo que tenía que actuar en nombre de la Corona, defenderla con firmeza y castigar con la muerte la traición que se estaba fraguando en contra del rey de España.
Ante estos hechos, era lógico que Cortés no tuviera deseos de tomar un baño dentro del temascal; estaba más preocupado por atacar antes de ser atacado que por participar en cualquier clase de rito pagano.
Sin embargo, Cortés -quien no daba ni tres pasos sin una escolta que lo protegiera- inesperadamente aceptó entrar al temascal a pesar de que al hacerlo quedaba literalmente preso. La razón fue que Malinalli le explicó en pocas palabras que, años atrás, los toltecas habían desplazado a los olmecas, los antiguos habitantes de Cholula, y en ese lugar habían instaurado el culto a Quetzalcóatl, deidad a quien se le relacionaba con Venus, la Estrella de la Mañana, la que acompaña al sol en su trayecto. Quetzalcóatl fue un hombre que se convirtió en dios. Un dios que no necesitaba de sacrificios humanos, que no los pedía, que sólo necesitaba encender con su bastón al viejo sol para que de él surgiera el nuevo sol sin sacrificios humanos de por medio, sacrificios que los aztecas realizaron cuando se instalaron en Tula, traicionando los principios de Quetzalcóatl. Los aztecas por eso temían su regreso; se sentían culpables y esperaban el castigo.
– Si entras al temascal, si te desnudas de todos tus atavíos, de todos tus metales, de todos tus miedos y te sientas sobre la Madre Tierra, junto al fuego, junto al agua, podrás renovarte, renacer, elevarte, navegar por el viento como lo hizo Quetzalcóatl, dejar a un lado tu piel, tu vestimenta humana y convertirte en dios, y sólo un dios como ése puede vencer a los mexicas.
Cortés ya no lo dudó más. Se había dado cuenta de la enorme espiritualidad del pueblo indígena y su instinto guerrero le dijo que era lo correcto. Que si lograba mostrarse ante ellos como su dios Quetzalcóatl no habría poder humano que lo derrotara. De cualquier manera puso a dos de sus capitanes vigilando la entrada del temascal y ordenó rodear de soldados todo el perímetro que lo abarcaba.
En el interior del temascal, la atmósfera era extraordinaria. A pesar de la penumbra, podían adivinarse con precisión los rostros de Cortés y Malinalli, dibujados por la tenue luz que penetraba por el único orificio que tenía ese vientre de piedra, ese pequeño espacio totalmente invadido de un cálido vapor.
Los buenos propósitos de Malinalli de poner a Cortés en contacto con la naturaleza responsable de entretejer la inteligencia de lo invisible, aquella que intercambia a la semilla con el árbol, al fruto con el paladar, a la cáscara con el lodo, a la piedra con el fuego, al esperma con el pensamiento, al pensamiento con las estrellas, a las estrellas con los poros de la piel y a los poros de la piel con la saliva que pronuncia palabras que expanden al universo, estuvo a punto de fracasar debido a que la oscuridad y la desnudez despertaron en ellos una excitación inesperada y nunca antes conocida.
A Malinalli, la cercanía de un hombre que no pertenecía ni a su mundo ni a su raza, pero que ya era parte de su pasado, la inquietó. Su memoria se agudizó y los recuerdos penetraron su pensamiento como alfileres recordándole el dolor que sintió el día anterior al ser poseída con fuerza por Cortés; su cuerpo aún le dolía, sin embargo, sentía una comezón, un ardor, una necesidad de nuevamente ser abrazada, tocada, besada.
Por su lado, Cortés recordó en sus labios la agradable sensación que sintió al lamer y succionar los pezones de esa mujer, y le dio un antojo irrefrenable de beber el sudor que en ese momento escurría por sus pezones, pero ninguno de los dos hizo ni lo uno ni lo otro. Se quedaron inmóviles y en silencio total.
El ambiente se cargó de electricidad. No se atrevían a mirarse a los ojos. Cortés había elegido sentarse frente al orificio de entrada del temascal, con las espaldas cubiertas por el adobe. De esta manera controlaba por completo la posible entrada de un enemigo al íntimo recinto. Malinalli, sentada frente a él, a su manera también buscó protección. Envolvió con los brazos sus piernas y, de esta manera, cerró la entrada a su cuerpo, a su parte más sensible, a la mirada y el alcance de Cortés.
A Cortés, el estar dentro de ese pequeño espacio lo ubicaba en otro tiempo, lo hacía olvidar su insaciable sed de conquista, su irrefrenable deseo de poder. En ese instante lo único que deseaba era hundirse en el centro de las frondosas piernas
de Malinalli para ahogarse en el océano de su vientre, para acallar su mente por un momento. Ese inmenso deseo, esa enorme necesidad de fundirse en Malinalli lo atemorizaba, pues sintió entonces que era capaz de perder el control y entregarse por primera vez a alguien. Le dio temor perderse en ella y olvidar el propósito de su vida. Así que en vez de poseerla rompió el molesto silencio:
– ¿Por qué hay tantas esculturas de serpientes? ¿Todas ellas representan a tu dios Quetzalcóatl?
Cortés había visto muchas serpientes de piedra en Cholula, que aterrorizaban y fascinaban la atención de su mirada.
– Sí-respondió Malinalli.
No quería hablar. Deseaba estar en silencio y quería que Cortés hiciera lo propio. Le gustaba verlo callado. Con la boca cerrada. Cuando no se expresaba verbalmente, Malinalli podía imaginar que la flor y el canto invadían sus pensamientos; en cambio, cuando hablaba, lo que él decía contradecía en todo lo que ella pensaba, lo que ella anhelaba, lo que ella soñaba. Definitivamente, callado se veía más atractivo.
Pero Cortés se sentía incómodo con el silencio, no sabía qué hacer en ese ambiente de calma, lo único que se le ocurría era lanzarse sobre Malinalli y poseerla, aunque el calor era tan intenso que no daban ganas de moverse. Así que insistió:
– Y ese Quetzalcóatl, como le dices, ¿qué clase de dios es? Porque has de saber que nosotros fuimos expulsados del Paraíso a causa de una serpiente.
– No sé de qué clase de serpiente hablas. La nuestra es la representación de Quetzal: ave, vuelo, pluma y Coatí: serpiente. Serpiente emplumada significa Quetzalcóatl. La unión de agua de lluvia con agua terrestre también es Quetzalcóatl. La serpiente representa los ríos, el ave, las nubes. Pájaro serpiente, ave reptante es Quetzalcóatl. El cielo abajo, la tierra arriba también lo es.
De pronto, sin saber por qué, ni cuándo, ni a qué hora la oscuridad del temascal, del vientre de piedra, se había vuelto luminosa, como si la palabra Quetzalcóatl hubiera hecho la luz.
A Cortés, que no entendía nada de las creencias religiosas de los habitantes de esas tierras, por primera vez al escuchar la explicación de la representación del dios le pareció que correspondía a una elegante y majestuosa imagen y su mente pudo concebir una certeza irreconciliable: unir lo que vuela con lo que repta.
Malinalli y Cortés se miraron a los ojos. De nuevo reinaba el silencio. La mirada de uno penetró en el otro e, inmersos en ese íntimo espacio, ambos experimentaron un recuerdo de algo ya vivido en otra parte del tiempo. El escalofrío que Cortés sintió en el centro de la pupila lo obligó a apartar sus ojos de los infinitos ojos negros de Malinalli que, a la vez, reflejaban tristeza, amor y un cierto anhelo de venganza.
Cortés demandó:
– ¿Y qué de bueno es lo que ha hecho esa serpiente emplumada para ser un dios tan importante? Porque, de la manera tan fea en que lo pintan, más parece un demonio que un dios.
Malinalli, sabedora que la única manera que había de hacer que Cortés guardase silencio era no dándole oportunidad de hablar, lo interrumpió y, llena de pasión, le respondió:
– Al principio -dijo- los hombres estábamos dispersos en el universo, éramos polvo que flotaba donde el viento es nada, donde el agua es nada, donde el fuego es nada, donde nada es tierra, donde el hombre disperso es nada, donde nada es nada. Quetzalcóatl nos reunió, nos formó, él nos hizo. De las estrellas creó nuestros ojos, del silencio de su ser sacó nuestro entendimiento y lo sopló en nuestro oído; del sol arrancó una idea y creó el alimento para nuestro sustento, al cual nosotros llamamos maíz, y es espejo del sol y tiene el color que da vida a la sangre y a nuestras mejillas. Quetzalcóatl es dios y nuestras mentes están unidas en él.
Malinalli pasó un recipiente con agua y pétalos de diversas flores y hierbas para que Cortés refrescara su carne y aliviara el calor de su cuerpo y continuó:
– Quetzalcóatl también fue hombre sabio, sacerdote, gobernante supremo de Tollan.
Malinalli hizo una pausa para verter agua sobre las piedras ardientes. Esta acción produjo un vapor aún más caliente y penetrante y un sonido que deleitaba a los oídos. Pero Cortés quería saber más sobre Quetzalcóatl. Pensaba utilizar toda la información que obtuviera de esa conversación para sus fines personales y de conquista, así que, con gran curiosidad, preguntó:
– ¿Y cómo fue su gobierno?
– Durante el mandato de Quetzalcóatl, Tollan siempre estuvo henchida de grandeza: jades, corales y turquesas adornaban el mundo; metales amarillos y blancos, metales preciosos; caracoles hermanos del oído, espirales del ruido, recipientes del canto; plumas de quetzal, plumas rojas y amarillas coloreaban esa grandeza. Existía toda suerte de cacao, toda suerte de algodón de todos colores, muy grande artista era Quetzalcóatl en todas sus creaciones y provocador de la abundancia. Quetzalcóatl, el tolteca, es el que se busca a sí mismo.
– ¿Y qué sucedió con ese hombre? -preguntó Cortés.
– En cierto momento de su vida abandonó la búsqueda de sí mismo en todo lo que existe y sucumbió a las tentaciones, o, como tú dirías, pecó y luego huyó.
– ¿Robó? ¿Mató? -preguntó Cortés, cada vez más interesado.
– No, fue engañado por un hechicero que cambió su destino. Fue Tezcatlipoca, un hechicero hermano suyo y sombra de su luz, quien le puso ante sus ojos un espejo negro, engañoso y, cuando Quetzalcóatl se vio en él, vio su rostro deformado, con grandes ojeras y los ojos sumidos, vio la máscara de su identidad falsa, vio su parte oscura, se espantó de su imagen y tuvo miedo de su rostro. Inmediatamente después fue invitado a beber pulque, bebida que lo embriagó y lo desquició. Estando borracho, pidió que le trajeran a su hermana Quetzalpetatl y junto a ella bebió aún más. Completamente embriagados, los hermanos fueron dominados por el deseo y fue entonces que yacieron juntos, se desquiciaron en caricias, hicieron que sus cuerpos chocaran enloquecidamente, tocándose y besándose hasta quedar dormidos. Al amanecer, cuando Quetzalcóatl recuperó la conciencia, lloró y emprendió la marcha hacia el oriente -por ahí, por donde ustedes llegaron- y se embarcó en una balsa hecha de serpientes. Se fue a la tierra negra y roja del Tollan, para reencontrarse y luego incinerarse.
Coincidentemente, en ese momento, el sudor de Cortés resbaló exactamente en donde había sido mordido por el escorpión, y recordó la alucinación de la serpiente. Sintió sed y preguntó si podía tomar agua. Malinalli le dijo que se la darían al salir.
– ¿Y falta mucho para que salgamos?
– No.
– Bueno, entonces termina tu relato -pidió a Malinalli. El cuerpo de ambos casi sudor y pureza era, cuando Malinalli pronunció estas palabras:
– Cuando Quetzalcóatl se prendió fuego, de su corazón salió una chispa azul. Su corazón, todo su ser, se desprendió
del fuego, voló a lo alto del cielo y se convirtió en la Estrella de la Mañana.
Con estas palabras, Malinalli dio por terminado el ritual del temascal e invitó a Cortés a salir de ese vientre.
Malinalli se sentía aliviada, sabía muy bien que el agua todo lo limpia, todo lo ablanda. Si era capaz de pulir las piedras de un río, ¿qué no iba a poder hacer en el interior del cuerpo humano? El agua perfectamente podía purificar y abrillantar hasta el más duro corazón. A pesar de que Malinalli no había podido orar al dios del agua como se acostumbraba dentro del temascal, ya que Cortés no había dejado de interrumpirla, sentía que de alguna manera el ritual había tenido efecto, vio salir a Cortés purificado, renacido, cambiado. Cual serpiente, había mudado de piel, había dejado el cascarón viejo dentro del temascal. Sentía que haber participado juntos en esa ceremonia los unía más, los hacía cómplices. Bebieron té con miel, té de flores en esa noche de transformaciones, en esa noche de revelaciones. Ya no pudieron hablar. El peso de la luna llena hacía más inmenso el silencio sostenido en la mirada de ambos, quienes, ahora inmersos de nueva cuenta en el mundo externo, en los planes de batalla, en el mundo de las intrigas, de otra forma dialogaban, de diferente manera se comunicaban sus pensamientos.
La migración es un acto de supervivencia.
Malinalli deseaba haber contado con la ligereza de las mariposas y haber migrado a tiempo. Haber volado por los altos cielos, mucho más allá de las nubes, sobre ellas, desde donde no se oyeran los llantos y los lamentos, desde donde no se distinguieran los cuerpos mutilados, los ríos de sangre, el olor a muerte. Escapar antes de que sus ojos se cegaran, antes de que su corazón se congelara y su espíritu se desconectara de sus dioses.
Cortés había decidido adelantarse y matar a los habitantes de Cholula, en lo que él consideraba un acto de defensa propia. Quería prevenir, antes de ser tomado desprevenido. Quería dar una lección ejemplar a los indígenas que estuvieran albergando pensamientos de ataque en su contra y, a su vez, deseaba enviar un claro mensaje a Moctezuma.
Reunió a los señores de Cholula en el patio del templo de Quetzalcóatl, con el pretexto de despedirse de ellos y agradecerles sus atenciones. Malinalli y Aguilar le sirvieron de intérpretes ante los tres mil hombres que ahí se habían reunido. Una vez dentro, las puertas fueron cerradas. Cortés, a lomo de caballo, habló fuerte, su voz sonó como trueno, como el ruido de la tierra cuando tiembla. Su imagen, magnificada por la altura del caballo, era imponente.
Durante la Edad Media, sólo los nobles podían montar a caballo; por lo mismo, Cortés, de origen plebeyo, gustaba de dar órdenes a caballo, ya que eso lo convertía en un ser superior, física y socialmente hablando. Cortés les reclamó a los cholultecas que quisieran matarlo, cuando él había llegado a Cholula en son de paz y lo único que había hecho desde su arribo era advertirles de lo erróneo de adorar ídolos, de cometer actos de sodomía y de realizar sacrificios humanos. Malinalli, al traducirlo, trató de ser fiel a sus palabras y, para ser oída por todos, elevó lo más que pudo el tono de su voz. Habló en nombre de Malinche, apodo que le habían adjudicado a Hernán Cortés, por estar siempre a su lado. Malinche de algún modo significaba «el amo de Malinalli».
– Malinche está muy molesto. Dice que si ¿acaso van a venir a nuestra espalda, como viene lo arenoso, lo tempestuoso, lo tramposo? ¿Acaso sobre nosotros pondrán sus escudos, sobre nosotros colocarán sus macanas, cuando Malinche llegó en son de paz? ¿Cuando su palabra sólo intentaba hablarles de aquello que engrandece a los corazones? Él, que trae la palabra del señor nuestro, nunca esperó que ustedes estuvieran planeando matarlo. Él, que todo lo ve y todo lo sabe, no ignora que en las afueras de Cholula hay guerreros mexicas esperando atacar.
Los jefes admitieron todo, pero se justificaron diciendo que sólo habían cumplido las órdenes de Moctezuma. Cortés, entonces, mencionó las leyes del reino de España en las cuales la traición se castigaba con la muerte y, por lo mismo, los señores de Cholula debían morir. No acababa Malinalli de traducir estas últimas palabras cuando el disparo de un arcabuz dio la señal para que comenzara la carnicería.
Durante más de dos horas los españoles apuñalaron, golpearon y mataron a todos los indios que ahí se encontraban reunidos. Malinalli corrió a refugiarse en un rincón y con ojos llenos de espanto vio a Cortés y sus soldados cortar brazos, orejas, cabezas. El sonido del metal rasgando músculos y huesos, los gritos, los lamentos aterrorizaron su corazón. El bello huipil que portaba pronto quedó salpicado de sangre. La sangre empapaba los penachos de plumas, las ropas, las mantas de los cholultecas; formaba charcos en el suelo. Los morteros y los arcabuces despedazaban a la multitud aterrorizada. Nadie pudo huir. Nadie pudo escalar los muros. Todos fueron asesinados sin que pudieran defenderse.
En cuanto asesinaron a todos los hombres que se encontraban ahí reunidos, se abrieron las puertas del patio y Malinalli huyó horrorizada. En la ciudad, los cinco mil tlaxcaltecas y los más de cuatrocientos cempoalenses aliados de Cortés saqueaban la ciudad. Malinalli los sorteó y corrió despavorida hasta que llegó al río. Era impresionante el odio con el que asesinaban a hombres, mujeres y niños. El templo de Huitzilo-pochtli, el dios que enfatizaba el dominio mexica, fue incendiado.
El frenesí de asesinatos, saqueo y sangre duró dos días, hasta que Cortés restableció el orden. Murieron en total cerca de seis mil cholultecas. Cortés ordenó a los pocos sacerdotes que quedaron vivos que limpiaran los templos de ídolos, lavaran las paredes y los pisos y, en su lugar, colocaran cruces y efigies de la Virgen María.
Según Cortes, este horror fue bueno para que los indios viesen y conociesen que todos sus ídolos eran falsos mentirosos, que no los protegían adecuadamente, pues, más que dioses, eran demonios. Para Cortés, la conquista era una lucha del bien contra el mal. Del dios verdadero contra los dioses falsos. De seres superiores contra seres inferiores. El consideraba que tenía la misión sagrada de salvar a todos esos indios de la ignorancia en la que vivían, la misma que provocaba que, según él, cometieran todo tipo de actos salvajes e incivilizados.
Los miles de cadáveres desmembrados, sin vida, sin propósitos tomaron presa el alma de Malinali.
Su espíritu ya no le pertenecía, había sido capturado durante la batalla por esos cuerpos inertes, indefensos, insalvables. Nadie, ni del bando de los españoles ni del bando de los indígenas, le causó daño alguno, nadie le hirió el cuerpo, nadie la lastimó; sin embargo, estaba muerta y cargaba sobre sus espaldas cientos de muertos. Sus ojos ya no tenían vida, ya no brillaban, su respiración casi no se sentía, los latidos de su corazón eran débiles. Tenía un buen rato sin mover un solo músculo. Estaba muerta de frío, pero no le interesaba en lo más mínimo cubrirse con una manta. Además de que estaba segura de que no podría encontrar una sola manta que no estuviera manchada de sangre. El frío de octubre le calaba los huesos, el alma. Ella, que siempre había vivido en la costa, bendecida por el calor del sol, sufría con el cambio de temperatura, pero mucho más con el recuerdo de las imágenes que sus ojos habían presenciado.
El sonido de unos pasos la alertó, brincó del susto. Su corazón esperaba lo peor. Volteó para ver quién era el que se acercaba y descubrió el caballo de Cortés, solo, sin su amo, que se acercaba a beber agua en el río. El caballo también se notaba asustado. Traía las patas llenas de sangre. Malinalli se acercó y trató de limpiarlo. El caballo se quedó quieto. La dejó trabajar. Cuando terminó, Malinalli le acaricio la cabeza, se miró en los grandes ojos del caballo y vio su propio miedo reflejado en ellos. Al caballo parecía sucederle lo mismo, miraba a Malinalli con extrañeza. Ninguno de los dos parecían reconocerse, ya no eran los mismos, a los dos los había cambiado lo sucedido. Malinalli ya no era esa niña-mujer encantada de ser bautizada que el caballo había visto meses atrás. Ese caballo que había presenciado su renacer durante la ceremonia del bautizo ahora era testigo de su muerte.
Ella nunca podría volver a ser la misma. La Malinalli de ahora era otra, el río era otro, Cholula era otra, Cortés era otro. Malinalli recordó las manos de Cortés y se estremeció. Ella había visto la crueldad en las manos de Cortés. Había visto cómo esas manos que el día anterior la habían acariciado eran capaces de matar con firmeza. Ya nunca lo podría volver a ver de la misma manera. Ya nada era igual ni había vuelta atrás. ¿Qué venía como respuesta a este horrendo asesinato del que ella se sentía tan culpable? Trataba de disculparse pensando que, aunque ella no le hubiera confiado a Cortés la plática que había sostenido con la mujer cholulteca -quien le había propuesto huir con ella y con su hijo, antes de que los españoles fueran eliminados-, Cortés se habría enterado de los planes por otros medios; es más, los aliados de Cortes, antes de que ella le dijese nada, ya le habían informado que en las calles y los caminos se habían hecho trampas simuladas, que tenían en el fondo agudas estacas para que cayesen los caballos, que algunas calles estaban tapiadas, que en las azoteas se acumulaban piedras y que las mujeres y los niños estaban siendo evacuados. También le habían informado los tlaxcaltecas que en las afueras de la ciudad había una guarnición de entre quince y veinte mil guerreros de Moctezuma, cosa que nunca se comprobó; lo único real era que tanto españoles como tlaxcaltecas, en dos días, habían matado a más de seis mil indígenas. Y ella podía ser la próxima.
Ya no se sentía segura con nadie. Si en un principio se había sentido feliz de haber sido elegida como «la lengua» y de haber recibido la promesa de que se le daría la libertad a cambio de su trabajo como intérprete, ahora ya nada le garantizaba su anhelada libertad. ¿De qué tipo de libertad se hablaba? ¿Qué le garantizaba que su vida sería respetada por esos hombres que no respetaban nada? ¿Qué podía ofrecerle un hombre que mataba con tal crueldad? ¿Qué tipo de dios permitía que en su nombre se asesinara sin piedad a inocentes? Ya no entendía nada. Ni cuál era el propósito de nada.
A ella la habían educado para servir. En su calidad de esclava, ella no había hecho otra cosa que servir a sus amos. Y lo sabía hacer con eficiencia. Al traducir e interpretar, no había hecho otra cosa que seguir las órdenes de sus amos los españoles, a los que había sido regalada y a los que debía servir con prontitud. Por un tiempo, estuvo convencida de que sus buenos méritos como esclava, como sirvienta, la ayudarían no sólo a obtener su ansiada libertad sino a lograr que hubiera un cambio positivo para todos los demás. Ella en verdad había creído que el dios de los españoles era el dios verdadero y que éste no era otro que una nueva manifestación de Quetzalcóatl, quien había venido a aclarar que él no necesitaba que los hombres murieran en la piedra de tos sacrificios. Pero la manera en que había visto actuar a los españoles la dejaba desolada, desamparada, desilusionada y, más que nada, aterrorizada. La pregunta obligada era: ¿a quién iba a servir? Y lo más importante: ¿para qué? ¿Qué sentido tenía vivir en un mundo que estaba perdiendo su significado? ¿Qué era lo que seguía?
Ya ni siquiera le quedaba el consuelo de refugiarse en sus dioses, porque, siendo justa, tenía que reconocer que tampoco Quetzalcóatl había hecho nada para defender a sus seguidores. Ella, al igual que los cholultecas, esperó hasta el último momento que Quetzalcóatl se manifestara, que inundara Cholula, que de alguna manera defendiera a sus fieles creyentes, pero no se le había sentido. Nunca se sintió su presencia. Malinalli fue presa de un sentimiento de indefensión. De pronto, todos los miedos, todas las culpas se habían levantado en armas en su corazón. Luchaban por ser reconocidos, valorados, aceptados. El eterno miedo al abandono, a la pérdida, a ser una niña no deseada, no valorada, no tomada en cuenta, ahí estaba más fuerte que nunca. ¡Había renacido! Tenía nuevo nombre, nueva identidad, nuevos dioses, pero no sabía cómo la iban a castigar.
Sentía, sí, que merecía un castigo, siempre lo había sentido. Nunca había entendido por qué, pero cada una de las veces en que la habían regalado, en lo profundo de su corazón, ella había sentido que era porque algo malo había en ella, tal vez por el simple hecho de ser mujer, o tal vez por otra cosa, pero así lo sentía y así lo vivía, como un castigo tremendo. Ahora entendía menos lo que pasaba, su mente no le alcanzaba para asimilar tantos cambios en tan poco tiempo. Tantas palabras, tantos conceptos. El que más trabajo le costaba entender era el del demonio como encarnación del mal. La idea de que el diablo era un ángel caído, alejado de la bondad de su padre celestial y condenado a vivir en la oscuridad -pero que al mismo tiempo tenía poder para acabar con toda la creación divina-, no le quedaba clara. Si tenía tal poder, ¿por qué no lo utilizaba? Y, si para hacerlo necesitaba que los hombres lo aceptaran en sus corazones, es que no era tan poderoso como decía. ¿Qué tipo de demonio era ése? Por otro lado, ¿el dios verdadero era tan torpe que había creado una fuerza capaz de destruirlo? ¿Y tan débil que a cada momento corría el riesgo de que sus hijos lo olvidaran y pecaran? No, para nada entendía el concepto que los españoles tenían de dios y del mal. Para ella, el mundo espiritual guardaba una estrecha relación con la naturaleza y el cosmos. Con sus ritmos, con el movimiento de sus astros por los cielos. Cuando el sol y la luna habían nacido en Teotihuacan, habían sacado a los hombres de la oscuridad. Ella sabía por sus antepasados que la luz que emiten esos astros no es sólo física sino espiritual y que su tránsito por los cielos servía para unificar en el pensamiento de los hombres el ciclo de tiempo y espacio. La contemplación de los cielos, como en un juego de espejos, se convertía en una contemplación interna, se volvía un instrumento de transformación, era algo que ocurría adentro y afuera, en el cielo y la tierra. Año tras año, ciclo tras ciclo, tejiendo el tiempo, entrelazándolo, como si de un petate de serpientes se tratara, logrando de esta manera incorporarse en el tejido de la vida, donde no se necesitaba morir para ir al cielo, sino sólo estar íntimamente ligado a la tierra, para permanecer en la presencia de los dioses, pues los que se dedicaban a observar el proceder ordenado del cielo se convertían en sol, se convertían en dios.
Ella no entendía un dios que no se podía mirar en el cielo -como al sol- con los ojos del cuerpo, un dios al que no podía integrarse, un dios que se encontraba fuera del tiempo, en otro cielo al que sólo entraban los que estaban libres de pecado. Un dios castigador, un dios destructor, al que temía. Al que no quería molestar y no encontraba cómo lograrlo, No sabía qué hacer de ahora en adelante. Se sentía como polvo disperso en el viento, como pluma sin quetzal, como mazorca sin granos de maíz, sin propósito, sin deseo, sin vida. ¿Para qué había nacido? ¿Para ayudar a los españoles a destruir su mundo, sus ciudades, sus creencias, sus dioses? Se negaba a aceptarlo. Tenía que haber otra razón. Necesitaba encontrar un nuevo sentido a su vida. Ver el mundo de diferente manera. Dejar de ver el pasado en cada río, en cada piedra, en cada planta, en cada huípil, en cada tortilla que se llevaba a la boca. Tenía que ver las cosas a la manera de los españoles. Su vida dependía de ello, porque le quedaba claro que hasta ese momento nunca habían estado hablando de lo mismo, nunca habían visto lo mismo ni querían lo mismo. El cambio que ella esperaba para su gente era simplemente que se terminara con los sacrificios humanos, pero esperaba que todo lo demás siguiera igual. Sobre todo el culto a Quetzalcóatl.
Sin embargo, comprendía que no se trataba de lo que ella quisiese o hubiese querido. A nadie le importaba su parecer y, por el momento, a ella tampoco le importaba regresar a la ciudad para ver lo que había quedado de la grandiosa Cholula. Permaneció en silencio por un buen rato al lado del caballo. Ninguno de los dos tenía intenciones de hacer nada. Unas mariposas llegaron hasta ellos. Venían salpicadas de sangre. Malinalli lloró en seco. Sus ojos ya no tenían lágrimas. Quiso huir, no ver, no oír, no saber. Su mente levantó el vuelo y se reencontró fuera del tiempo con su abuela y con el día en que la había llevado a visitar un santuario de mariposas monarca.
Aquél había sido un día muy feliz. Un día de primavera. Malinalli estaba vestida toda de blanco, con un collar de plumas y pulseras de jade en muñecas y tobillos. Estaba excitada pues su abuela le había dicho que las mariposas acababan de regresar y que la iba a llevar a verlas. La niña no entendía por qué cada año se iban y por qué regresaban e, intrigada, le preguntó a su abuela por qué las mariposas no se quedaban en casa, para así poder mirarlas todo el tiempo. La abuela le explicó que ellas, al igual que muchas aves, eran grandes viajeras y que eso era bueno, pues trasladarse por el viento en movimiento es lo que hace que uno cambie, que se renueve, que sea más fuerte. Cada viaje de las mariposas era la lucha que daban por la vida. MÍ-graban en busca de alimento y de un clima que les permitiera sobrevivir al frío invierno pues, de otro modo, morirían. De esta manera cumplían una promesa de vida.
La abuela le explicó que dentro del cuerpo humano todos teníamos una mariposa viajera instalada en el hueso de la pelvis. Ese hueso era su representación.
– Cuando la flor se abre, viene la mariposa, cuando la mariposa viene, se abre la flor -le dijo la abuela.
Esto significaba que la energía generada por la mariposa, en determinado momento, se liberaba de su fuente y viajaba en forma ascendente por el interior de los huesos de la columna hasta llegar a los huesos del cráneo, que representan la bóveda celeste. Este viaje era una repetición de aquel que Quetzalcóatl había efectuado al momento de incinerarse y convertirse en Estrella de la Mañana. Aquel que lo realizaba, al igual que él, se convertía en dios. Y para la abuela, el regreso de las mariposas a los santuarios anticipaba el regreso que algún día Quetzalcóatl habría de realizar para cumplir con su promesa de retorno.
La niña estaba de lo más entusiasmada con la excursión. Le emocionaba saber que iba a ver muchas mariposas. La madre de Malinalli se opuso a la planeación del viaje, pretextando que era imposible que una mujer vieja y ciega pudiese soportar tan largo recorrido y, peor aún, cuidar a una niña de cuatro años, tan inquieta y desobediente como -según ella- era Malinalli. El viaje estuvo a punto de suspenderse si no hubiera sido porque la abuela argumentó con firmeza y con energía que, para ir a los lugares sagrados no se necesitaba ver, ni nada tenían que ver los años; que el cansancio no existía ahí y que nadie la iba a detener ni a convencer de no ir pues, por sobre todas las cosas, era necesario que Malinalli admirara el origen y el eterno retorno de la creación de la vida.
– Y yo no moriré en paz, ni dejaré este mundo, antes de hacer este recorrido con mi nieta.
Ésa fue su afirmación y así, tomadas de la mano, Malinalli y su abuela salieron rumbo al santuario el primer día de primavera. Caminaron durante tres días, durante los cuales tomaban pequeños descansos en los poblados a los que iban llegando. En el camino se unieron a un grupo de hombres y mujeres que viajaban con el mismo propósito al santuario de las mariposas. Al ritual de la iniciación donde, cada primavera, se invoca al viento, a la plenitud de los elementos, para que el hombre obtenga de la tierra y el cielo las riquezas necesarias para cumplir con sus tareas.
Durante su peregrinaje pasaron primero por un poblado donde mujeres y hombres se dedicaban a tallar la piedra, a proyectar en ella la imagen de los diferentes dioses, de los diferentes soles, de los tallados pensamientos que quedarían eternos, inscritos en la piedra. Este oficio fascinó a Malinalli, quien aprendió que aún lo más duro puede ser moldeable y que todo en el universo es flexible a la buena voluntad. La niña preguntó entonces a la abuela si así como dentro del cuerpo había una mariposa, había piedras como ésas y la abuela le contestó:
– ¿Como éstas…? ¡Mmm…! Igual que éstas, no. Pero a veces el corazón de algunas personas puede convertirse en piedra. Por un lado, es bueno que sea firme, que no se conmueva ante cualquier cosa, pero no es bueno que sea tan duro pues tardará más tiempo en comprender la verdad, en incendiarse de amor.
Esa noche durmieron en aquel poblado. Malinalli recogió piedras de todos los tamaños y las guardó para llevárselas con ella.
Un día se encontraron con un fósil de un caracol.
– ¿Qué es esto? -preguntó la niña, depositando el caracol en la mano de la abuela, y ella, al sentirlo, inmediatamente contestó, como si lo estuviera viendo:
– Es un recuerdo de piedra.
– ¿Lo hicieron aquí?
– No -le respondió la abuela, riendo-, éste lo hizo la Madre Tierra, es obra de ella.
Malinalli también lo guardó en su bolsa y siguieron caminando. Con tanto peso encima, la niña pronto se cansó y pretextó no poder seguir adelante pues tenía un fuerte dolor en las rodillas y en los pies. Su abuela no le hizo caso, no se detuvo, no se apiadó de ella y siguió adelante. Malinalli sintió que su abuela podía desaparecer para siempre y corrió como nunca para alcanzarla. Caminando junto a ella le dijo:
– Tengo ilusión por ver a las mariposas pero ¿por qué tenemos que caminar tanto?
– Tu tarea es caminar -respondió la abuela-. Un cuerpo inmóvil se limita a sí mismo, un cuerpo en movimiento, se expande, se vuelve parte del todo, pero hay que saber caminar ligero, sin cargas pesadas. Caminar nos llena de energía y nos transforma para poder mirar el secreto de las cosas. Caminar nos convierte en mariposas que se elevan y miran en verdad lo que el mundo es. Lo que la vida es. Lo que nuestro cuerpo es. Es la eternidad de la conciencia. Es la comprensión de todas las cosas. Eso es dios en nosotros, pero si quieres, puedes quedarte sentada y convertirte en piedra.
Como respuesta, la niña sacó de su pequeño morral todas las piedras que había juntado y le dio la mano a su abuela para seguir caminando.
Malinalli no se volvió a quejar y, poco antes de llegar, descansaron del sol del mediodía dentro de una cueva que tenía un eco. La niña, con asombro, descubrió que el eco le regresaba las palabras. La abuela le explicó que por eso es tan importante honrar a la palabra. Cada sonido que emitimos navega por los aires, pero siempre viene de regreso a nosotros. SÍ queremos que en nuestros oídos resuenen palabras justas, no hay más que pronunciarlas con anterioridad.
Al cuarto día llegaron al santuario de las mariposas amarillas. Había una multitud. Todos habían venido de diferentes regiones, hablaban diferentes dialectos, tenían diferentes hábitos y costumbres, pero una cosa los unía: el rito sagrado de la presencia de las mariposas que en sus vuelos y en la unión de sus formas escribían en el aire códices sagrados, mensajes de los dioses y cantos que solamente el alma escuchaba. Era tan maravilloso ver a miles y miles de mariposas reunidas en un árbol gigantesco, volando alrededor de todo este sitio, desprendiendo luz del aire, que Malinalli, emocionada, preguntó:
– ¿Por qué todas las mariposas están juntas?
– Están juntas para unir las distancias; están juntas para unir el frío con el calor; están juntas para que leamos lo que ellas en sus formas nos proyectan. Apréndete sus formas, sus movimientos, sus sonidos, concéntrate en ellas -le explicó la abuela.
La pequeña niña de cuatro años entró en una especie de trance, dejó de mirar las mariposas y en su lugar comenzó a mirar códices, manifestaciones de arte sagrado, como si fuera una enviada de los dioses y una niña profeta; su mente comprendió al leer los códices, sin que nadie se los hubiera explicado, sin que estuvieran ahí; los vio todos y comprendió su significado.
– ¿Qué ves? -preguntó la abuela.
– Códices -respondió la niña.
– Y, si cierras los ojos, ¿los sigues viendo?
– Sí.
– Bueno, ahora abre los ojos. ¿Siguen ahí los códices?
– No -aseguró Malinalli.
– Eso te muestra que debes estar despierta, para no vivir en las ilusiones. Tú verás lo que quieras ver.
Ahora deseaba olvidar.
No quería que las imágenes de la destrucción de Tula formaran un códice en su mente. Quería olvidar también el día en el temascal, en el que confió que Quetzalcóatl hubiera humedecido en Cortés el recuerdo de dios. Ya no quería hablar, ya no quería ver, ya no quería salvar su libertad. No a ese precio. No a través de la muerte de tantos inocentes, de tantos niños, de tantas mujeres. Antes que ello prefería que de su vientre salieran serpientes que se enrollaran por todo su cuerpo, que le ahogaran el cuello, que la dejaran sin respiración, que la volvieran nada, palabra en la humedad de la lengua, símbolo, glifo, piedra.