El frío era insoportable. Llevaban días caminando. Cortés se había empeñado en llegar a Tenochtitlan a como diera lugar.
Después de haber errado el camino varias veces, descubrió que le estaban dando indicaciones falsas para llegar a la gran ciudad de los mexicas, así que en contra de todo consejo, decidió cruzar entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, los dos volcanes que vigilaban el valle del Anáhuac.
Malinalli estaba convencida de que a ella pronto le llegaría la hora. Se sentía muy cansada. Sus pies le eran ajenos, ya no los sentía. Estaban completamente helados, engarrotados. Tanto, que ni siquiera sentía las heridas que unas grandes ampollas le habían producido en los dedos de los pies. Le habían salido por usar unos zapatos cerrados que le había quitado a uno de los esclavos cubanos que quedaron muertos sobre el camino. No le importó usar los zapatos del muerto. Era capaz de cualquier cosa con tal de aliviar un poco el frío que tenía en
los pies. El problema era que nunca había calzado sus pies y, a los pocos metros, ya tenía ampollas y un dolor insoportable, pero no le fue permitido detenerse. Siguió caminando a pesar de que las ampollas le sangraban, hasta que sus pies entumecidos dejaron de causarle dolor,
Ahora lo único que tenía era sueño, mucho sueño. Le parecía imposible pensar en un día soleado, caluroso, alegre. Quiso imaginar el calor que se sentía en todo el cuerpo en los días de verano pero le fue imposible. ¡Necesitaba tanto calentar su piel! Sin saber por qué, pensó en los chapulines…
Cada verano, ella se dedicaba a atraparlos entre los maizales. A ella le encantaba sorprenderlos en pleno salto, y luego meterlos en un pequeño guaje de donde más tarde, en la cocina comunitaria, los sacaban para dejarlos caer en agua hirviendo. La muerte de los chapulines era instantánea. Luego, los enjuagaban muchas veces hasta que el agua quedaba totalmente transparente y los asaban en una olla de barro. Al finalizar le rociaban jugo de limón. No había nada más sabroso que un puñado de chapulines en una tarde de
verano, después de haber jugado y haberse bañado en el agua fría del río.
En ese instante deseó con toda el alma ser un chapulín, que alguien la atrapara y la dejara caer en una olla de agua hirviendo. Ser calor, ser fuego en vez de un cuerpo amoratado y dolorido. Si para lograrlo tenía que morir, que así fuera. No le importaba. Al menos moriría calientita, su espíritu sería absorbido por el sol, sería una con él y su cuerpo, que permanecería en la tierra, sería utilizado para ser alimento suculento. Sus carnes deleitarían a los demás. Se le ocurrió que tal vez lo más adecuado para el paladar de los españoles sería que la sazonaran con un poco de ajo molido, esa planta que habían traído con ellos, que tanto acostumbraban comer y que a veces olía en su sudor y en sus bocas. ¡Se moría del antojo! En ese momento hubiera dado lo que fuera por un chapulín. Pero con ese frío era imposible conseguir uno. Y ahora sabía por qué. Con ese clima lo único que se buscaba era arroparse bajo la tierra y no andar brincoteando por ahí. Malinalli ya no podía dar un paso más. Recordó el viaje que había realizado en compañía de su abuela y resonaron en su mente las palabras que en esa ocasión le había dirigido:
– Tu tarea es caminar… Caminar nos convierte en mariposas que se elevan y ven en verdad lo que el mundo es.
Malinalli, por experiencia propia, sabía que la caminata ritual efectivamente producía un desprendimiento del cuerpo, una elevación espiritual, una integración con el todo. Sucedía cuando se derrotaba al cuerpo, cuando se le vencía, cuando la carne renunciaba a contener al caminante y le permitía integrarse a la nada donde todo es, donde todo está. Malinalli, completamente rendida, cerró los ojos para ver si podía ser una con su abuela, pero no pudo. Su cuerpo aún la mantenía prisionera.
Cortés la observaba a distancia. Habían decidido tomar un descanso para esperar a que la expedición de Diego de Ordaz regresara del Popocatépetl. Cortés envió una decena de exploradores al mando de Diego de Ordaz para observar de cerca el Popocatépetl, que, según le informaron, había hecho erupción varias veces en los últimos años. Para la mayoría de los conquistadores, la visión de un volcán en actividad era algo nuevo y que no querían perderse.
Cortés, desde su puesto de descanso, observó la nube de humo y cenizas que salía del volcán. Después su vista se dirigió hacia Malinalli. Cortés la observó detenidamente.
Con los ojos cerrados y acurrucada bajo una manta que Bernal Díaz del Castillo le había prestado, se veía pequeña, vulnerable, pero nada más alejado de la verdad. Hernán pensó en lo admirable que era esa mujer. No se había quejado en ningún momento. Seguía el paso a todos ellos sin chistar. Nunca se había enfermado ni llorado ni dado molestias. La comparación con su esposa fue inevitable. Catalina Xuárez era una mujer débil y enfermiza, que no le había podido dar hijos. Estaba seguro de que Catalina, su mujer, en la misma situación en la que se encontraba Malinalli ya habría muerto.
Cortés a su vez era observado por Malinalli por el rabillo del ojo. Ella no quería hablar con nadie así que prefería fingirse dormida. No tenía energía ni para pedir ayuda. Le gustaba mirar el cuerpo de Cortés, su musculatura, su fortaleza, su valentía, su audacia, su don de mando. Miles de veces, parada frente al mar y meditando sobre el eterno retorno de las olas, había deseado el regreso de su padre, o alguien lo más parecido a él, para que la protegiera. En ese momento se preguntó si Cortés podría ser ese hombre y llegó a la conclusión de que no. La protección que ella anhelaba era una que no tenía nada que ver con su anulación como persona. La protección y defensa que los españoles decían que les iban a proporcionar contra los dioses falsos y contra sus prácticas paganas más bien los dejaban en un estado de indefensión, los convertían en niños débiles que no sabían lo que era bueno para ellos y que necesitaban de alguien superior a ellos que viniera a decirlo. Definitivamente, ser protegida por Cortés representaba ser una mujer débil e ignorante.
Pero estaba tan cansada que no tenía ganas de pensar en nada que no fuera el sol. No en balde decían sus antepasados que primero fue el fuego y que de él nació el sol y con él los hombres. El sol era fuego en movimiento. Cerró los ojos. La altura estaba haciendo estragos en su estado de salud. Le dolía la cabeza, sentía que el aire no era suficiente. Se sentía mareada, igual que cuando era niña y la abuela la levantaba en brazos por los aires y le daba vueltas y vueltas como a los voladores de Papantla. Esos hombres que realizaban una bella danza en los aires mientras descendían al piso sostenidos por una cuerda atada a sus tobillos. Eran cinco integrantes, de los cuales cuatro descendían el piso poco a poco, girando y bajando mientras otro quedaba en lo alto del gran poste representando al centro. Antes de bajar, saludaban a los cuatro puntos cardinales y al sol. Los cuatro danzantes que volaban por los aires representaban a cada uno de los cuatro puntos cardinales. Malinalli los vio varias veces en su niñez y le encantaba que la abuela la convirtiera en un volador tomándola de los pies y haciéndola girar. Cuando su abuela se cansaba, ella sólita giraba y giraba con los brazos abiertos hasta que se mareaba y caía al piso entre risas.
La abuela le explicaba que eso pasaba porque perdía su centro.
– Dios está en el centro. Ahí donde no hay forma alguna, ni sonido, ni movimiento. Cuando te encuentres mareada, siéntate, deja de moverte, quédate en silencio y encontrarás al señor nuestro ahí, en tu centro invisible, el que te une a él. Somos como las cuentas del collar de la creación y estamos unidos unos con otros, cada uno ocupando el lugar y el espacio que le corresponde. Cuando alguno jala más de la cuenta para un lado, altera todo el orden de los cielos y el cielo se abre, la tierra se abre. Cuando uno se separa ya no irá a caer donde debería caer, ya no caminará donde debería caminar, ya no irá a morir a donde debía morir porque su lazo se rompió, porque todo forma parte del todo y todo repercute en el todo. Y por eso dios se entristece cuando no lo vemos, cuando no lo conocemos, cuando pasamos la vida de espaldas a él.
– ¿Y dónde está dios? ¿Cómo lo puedo ver? -preguntó la niña.
– Ver lo invisible es complicado, pero debes saber que aquel por quien se vive está en el aire que respiramos, en cada gota de agua, en cada cuerpo, en cada piedra, en cada planta, en cada animal, en todas las formas de su creación. En el centro, en lo invisible de todos ellos es donde se encuentra.
Cada cuerpo celeste se encuentra unido en su centro con los otros astros y con nosotros. Es como si un hilo de plata nos hubiera enlazado durante la creación. Ver lo invisible en los otros es ver a dios en ellos. Escuchar lo invisible en sus palabras es escuchar a dios. Sentir el agua en el aire antes de que se convierta en lluvia es sentir a dios. No importa que tan distintos sean los rostros que miras, que tan distinto sea el canto de alguien, atrás de su cuerpo, atrás de sus palabras está la presencia del señor del cerca y del junto. Por eso es tan importante la representación, el canto, el movimiento, todo aquello que hacemos. Si lo hacemos de acuerdo con nuestro centro, de acuerdo con la divinidad, tendrá un carácter sagrado; si lo hacemos mareados, nos tirará al piso, nos dejará a un lado, desconectados de dios. Todos giramos. Cada hombre, cada luna, cada sol, cada estrella danza alrededor de un centro. El movimiento de los astros es sagrado y el nuestro también. Nos une el mismo invisible.
Pero lo más importante del conocimiento que la abuela le transmitió a Malinalli fue quizá la noción de que atrás de cada representación divina, ya fuera en papel, en piedra, en flor o en canto, dios ya estaba ahí. Antes de que cualquier palabra que lo nombrara se pronunciara, ya estaba ahí. No importan la forma, el color o el sonido que se eligieran para representarlo.
– Querida Malinalli, antes de que tú tomaras forma en este cuerpo ya eras una con dios y lo vas a seguir siendo aunque tu figura se haya borrado de la tierra. -Y luego continuó-:
Cuando yo muera, cuando esté fuera del tiempo, va a ser difícil que me veas, que me escuches, que me sientas, por eso te voy a dar esta Tonantzin de piedra; ella es nuestra madre, a ella le puedes decir y pedir lo que quieras. Yo voy a estar danzando en el cielo a su lado así que juntas veremos por ti.
Malinalli entonces tomó entre sus manos el collar de cuentas de barro que había moldeado junto con la abuela y con la imagen de la Tonantzin entre los dedos pidió que le permitieran recuperar su centro. Dominar el mareo que la volvía loca. Y recuperar la salud. Faltaba poco para llegar al valle del Anáhuac. Quería verlo. Quería sobrevivir. Después de este deseo, sus ojos se cerraron. Malinalli dejó su cuerpo y se convirtió en pensamiento, en idea, en sueño. En ese estado, nada le impedía ser parte de todo lo que la rodeaba. No tuvo problema para entretejer su pensamiento con el de las demás esclavas y al instante experimentó una libertad inimaginada. Se vio flotando sobre un petate de serpientes entrecruzadas. Sabía que estaba instalada en otra realidad, y que lo que veía era parte de un sueño, pero también sabía que en ese sueño podía encontrar una realidad mejor, más colectiva que individual.
En su sueño se vio como parte de una mente femenina unificada que tenía el mismo sueño. En él, un grupo de mujeres descalzas caminaba sobre el hielo de un río que había quedado congelado en el momento en que la luna se había reflejado sobre su superficie. Las plantas de sus pies en contacto con lo helado se cuarteaban, y las heridas formaban mapas estelares. La luz de la luna llena se proyectó con fuerza sobre todas ellas y entonces fueron una sola mente y sólo un cuerpo, fueron todas una sola mujer que se sostenía en el viento y que se alimentaba de la fe de todas las que querían liberarse de la pesadilla de sentir, de tocar, de llorar, de amar, de sangrar, de morir, de tener y dejar de tener. Malinalli, en cuerpo de esa mujer unificada, se vio rodeada por doce lunas y sostenida por los cuernos de la treceava. Con sus manos recogía plegarias y pedazos de dolor que convertía en rosas. Luego sintió que la luna bajo sus pies se incendiaba toda y el fuego devoraba sus pensamientos. Su mente era lumbre que creaba imágenes que se clavaban en el corazón de los hombres como cuchillos de luz, mientras les hablaban del verdadero significado del lenguaje. Cuando Malinalli sintió que la luna, junto con ella, se incendiaba toda, abrió los ojos. En sus ojos había lágrimas y en su corazón, un presagio de flores.
Reflejo del reflejo Malinalli era. La luz de la luna se proyectaba sobre su espalda y la sombra alargada que de su cuerpo salía abarcaba gran parte de la distancia que la separaba de la piedra del sol, ubicada en el Templo Mayor de Tenochtitlan.
Malinalli había decidido salir a medianoche a recorrer la plaza en silencio. Sin necesidad de traducir e interpretar, sin tener que fingir indiferencia ante los dioses de sus antepasados para evitar ser catalogada como idólatra. Había llegado a Tenochtitlan un día antes y Malinalli había quedado tan o más impresionada que los mismos españoles ante la grandeza de la ciudad. El Templo Mayor era el centro. Era el espacio que reflejaba la cosmovisión de sus fundadores. Desde ese espacio partían grandes calzadas hacia los cuatro puntos cardinales.
Ahí, de pie ante la piedra del sol, Malinalli estaba precisamente en el centro de la ciudad, del cosmos. El sol, la luna, ella y la piedra del sol formaban un todo único e indivisible y en ese momento comprendió que la piedra era una representación de lo invisible. Que era un círculo que representaba no sólo al sol y a los vientos, a las fuerzas de la creación, sino a lo invisible de su centro.
Por primera vez vio lo invisible y comprendió que el tiempo era algo distinto a lo que ella pensaba. Ella estaba acostumbrada a percibir el paso del tiempo a través del movimiento de los astros en los cielos, a través de los ciclos de siembra y cosecha, de vida y muerte. Mientras tejía, también podía entender el tiempo. Un bello huípil era la muestra del tiempo invertido, de la forma en que el tiempo se entreteje. En cada bordado, Malinalli regalaba su tiempo a los demás y compartía con ellos la belleza. Hacía mucho que ya no tenía tiempo de hilar, mucho menos de bordar. Su vida, al lado de los españoles, había modificado por completo su concepción del tiempo. Ahora lo medía por los días de caminata, por los días de batalla, por la cantidad de palabras traducidas, por la cantidad de intrigas y de estrategias desarrolladas. Su tiempo parecía haberse acelerado y no le dejaba ni un momento libre para poder ubicarse en el centro de los acontecimientos. Era un tiempo confuso en el que su tiempo y el de Cortés inevitablemente se entrecruzaban, se enlazaban, se amarraban. Era como si a la usanza indígena, en una ceremonia tradicional, alguien les hubiera atado la punta de sus vestimentas para convertirlos en marido y mujer. Esa sensación la incomodaba. Sentirse amarrada le quitaba libertad. Ella quería ir por un lado y Cortés jalaba por el otro. Era una unión obligada que ella no había decidido pero que parecía marcarla para siempre. Su tiempo -sin remedio- ahora estaba entretejido con el de Cortés. Sin embargo, esa noche, de pie ante la piedra del sol, Malinalli se sentía equilibrada, restaurada, ubicaba en el tiempo, o más bien fuera de él.
Esa noche Moctezuma también reflexionaba respecto al tiempo, a su tiempo, al ciclo que terminaba.
Él, al igual que Malinalli, tampoco podía dormir. Salió al balcón del palacio y desde ahí observó a una mujer resplandeciente que cruzaba la plaza, vestida de blanco. Su corazón dio un brinco, parecía Cihuacóatl, el sexto presagio funesto, que se aparecía por las noches y recorría las calles de la gran ciudad llorando y dando grandes gritos por sus hijos. Es más, con toda claridad escuchó una voz que decía: «¡Hijitos míos, ya tenemos que irnos! ¿Adonde los llevaré, que el dolor no los alcance?». Su píel se le enchinó. El espanto lo dejó helado. Quiso moverse y no pudo. Trató de calmarse, de controlar su mente, pero sus pensamientos no hacían sino conectarlo con imágenes de infortunio. Sin saber por qué, recordó al ave extraña que años atrás le habían llevado a palacio unos pescadores y que en la cabeza tenía un espejo. El hallazgo del ave constituyó el último de los presagios funestos. En cuanto Moctezuma miró al ave, ésta desapareció para siempre de su vista. Trató de recordar lo que el espejo del ave le había reflejado y, en lugar de que viniera a su memoria, en su mente apareció una imagen tremendamente dolorosa: una lluvia pesada caía sobre la piedra del sol. Y cada gota de agua que chocaba en la piedra la deslavaba, dejándola completamente lisa.
Moctezuma comprendió que la muerte era todo aquello que no tenía ni signos ni mediciones y se estremeció. Definitivamente su tiempo había terminado y temió por el futuro de sus hijos, sobre todo los pequeños: Tecuichpo de nueve y Axayácatl de siete años de edad.
Malinalli, continuando con el juego de espejos, sintió el mismo temor que Moctezuma por el futuro de sus hijos, con la diferencia de que ella aún no los tenía. Era una noche de magia, de luz, de paz, antes de la guerra. Malinalli volvió a este mundo al escuchar el ruido de los peces que saltaban en los canales que rodeaban la plaza mayor. Con su salto, producían un ruido parecido al que una piedra hacía al caer al agua, pero los sonidos de los peces eran más delicados, continuos y tranquilizadores. La razón por la que los peces saltaban en noche de luna llena se debía a la luz. Gracias a la luminosidad que la luna proyectaba en el agua, los peces alcanzaban a ver a los insectos que revoloteaban en la superficie del agua y brincan para devorarlos.
Malinalli esperaba que, de la misma manera, Tlazolteotl, la «comedora de las inmundicias», devorara sus pecados. Lo que ella consideraba como pecados, que no eran otra cosa que inconformidad, disgusto, una serie de emociones encontradas.
De inmediato se introdujo al templo de Huitzilopochtli, lugar en donde sabía que la podía encontrar. Tlazolteotl no tenía templo propio. Era una divinidad lunar, era la diosa del amor pasional, del que desata la lujuria y quebranta la ley provocando el adulterio. Tlazolteotl también era la gran madre paridora, la patrona de los partos, de la medicina y de los baños de vapor que limpiaban y purificaban más allá del cuerpo. A esta diosa se le temía pues, así como provocaba el apasionamiento y el apetito sexual, podía retirarlos o provocar enfermedades venéreas. Para evitar todo esto, si uno cometía una transgresión sexual, era necesario que lo confesara a uno de los sacerdotes de la diosa, quienes, en su nombre, recibían «la inmundicia» e implantaban una penitencia que iba desde un simple ayuno de cuatro días hasta la perforación de la lengua con una espina de maguey. Como el ayuno debía realizarse los cuatro días anteriores a la celebración de las Cihuateteo -las divinidades femeninas que habían muerto durante el parto- y esta fecha ya había pasado, Malinalli decidió por sí misma que el castigo que procedía en su caso era la perforación de la lengua.
Por supuesto que no se confesó ante ningún sacerdote. No podía hacerlo. Cortés no lo habría aprobado y en el acto se dio cuenta de que tampoco aprobaría que ella se perforara la lengua. ¿Qué explicación daría al día siguiente cuando no pudiera hablar? Tenía que haber alguna otra manera de castigarse pero no encontraba cuál. Sin embargo se sentía sucia, pecadora. Le urgía limpiar su alma. Para no ser vista, había acudido a esas horas de la noche en busca de algo que le diera alivio, que la purificara. Los últimos acontecimientos la tenían abrumada, descontrolada, excitada.
Antes que nada, estaba el hecho de que durante el primer encuentro entre Moctezuma y Cortés, ella había sido la traductora y durante su actuación había mirado directo a los ojos de Moctezuma, el máximo gobernante. El rey supremo. Las piernas le habían temblado. Ver su rostro había constituido una transgresión suprema. Ella sabía perfectamente que estaba prohibido mirar a la cara a Moctezuma y que aquel que lo hacía era condenado a muerte, y sin embargo, lo hizo. La mirada que obtuvo de vuelta le indicó que a Moctezuma no le pareció en absoluto su actitud, pero lejos de mostrar su molestia, permitió que siguiera traduciendo su discurso de bienvenida. Malinalli lo hizo respetuosamente. Consideraba como el más grande honor que había tenido en la vida transmitir las palabras de Moctezuma. Lo que nunca esperó fue que Moctezuma depusiera su trono a favor de Cortés y que ella, por ser la traductora, fuera quien prácticamente le hubiera dado el reino a Cortés. Tampoco se imaginó que al hacerlo experimentaría un dolor tan profundo. Era muy triste ver que su fe no tenía nada que hacer al lado de la de Moctezuma. Ver a un emperador, a un hombre que había sido educado para el poder, entregar su reino la conmovió profundamente. Ser testigo de la profunda fe de Moctezuma, de la grandeza espiritual que le permitía desprenderse de todo su enorme poder ante un espíritu: el de Quetzalcóatl. Sentir el orgullo de Moctezuma de ser el emperador al que le correspondía presenciar el regreso de Quetzaocóatl la estremecía. Sólo un hombre transformado espiritual mente podía realizar esa entrega.
Ver a Moctezuma ofrendar su reino, no a una persona, no a un rostro, ni a una ambición sino al espíritu de Quetzalcóatl era en sí un acto místico y sagrado. Y Malinalli supo en su corazón que Quetzalcóatl en verdad lo agradecía, en verdad lo recibía, en donde quiera que estuviera, aunque no fuera en el cuerpo de Cortés. Al traducir el discurso de Moctezuma, Malinalli también experimentó una transformación espiritual y actuó como verdadera mediadora entre éste y el otro mundo. Su voz salió de su pecho con fuerza y le dijo a Cortés:
– ¡Oh! Señor nuestro. Seáis bienvenido. Habéis llegado a vuestra tierra, a vuestro pueblo y a vuestra casa México. Habéis venido a sentaros en vuestro trono…el cual yo, en vuestro nombre, he poseído algunos días. Otros señores que ya son
muertos lo tuvieron antes que yo: los señores Itzccóatl, Moctezuma el Viejo, Axayácatl, Tizóc y Ahuizotl. ¡Oh! Qué breve tiempo tan sólo guardaron para ti, dominaron la ciudad de México. Bajo su espalda, bajo su abrigo estaba metido el pueblo… ¡Oh! ¡Ojalá une de ellos estuviera viendo, viera con asombro lo que ahora yo veo venir en mí! Lo que yo veo ahora. Yo, el residuo, el superviviente de nuestros señores.
»Señor nuestro, ni estoy dormido ni soñando. Con mis ojos veo vuestra cara y vuestra persona. Días ha que esperaba yo esto. Días ha que mi corazón estaba mirando aquellas partes por donde habéis venido.
»Habéis salido de entre las nubes y de entre las tinieblas del lugar a todos escondido. Esto es, por cierto, lo que nos dejaron dicho los reyes que pasaron, que avíades de volver a reinar en estos reinos y que avíades de sentaros en vuestro trono y en vuestra silla. Ahora veo que es cierto lo que nos dejaron dicho.
»¡Seáis muy bienvenido! Trabajos habréis pasado viniendo de tan largos caminos. ¡Descansad ahora! Aquí está vuestra casa y vuestros palacios: tomadlos y descansad en ellos con todos vuestros capitanes y compañeros que han venido con vos».
Un gran silencio se desplomó del cielo como respuesta. Cortés no daba crédito a lo que sus oídos escuchaban. Sin haber disparado una bala, se le estaba ofreciendo ser rey de esas inmensas y ricas tierras. Los más de cuatro mil nobles y señores principales del reino mexica, ataviados con su mejores galas, con sus mejores pieles, plumas y piedras preciosas, también se asombraron ante estas palabras.
Cortés le pidió a Malinalli que tradujera estas palabras como respuesta:
– Dile a Moctezuma que se consuele, que no tema. Que lo quiero mucho y todos los que conmigo vienen también. De nadie recibirá daño. Hemos recibido con gran contento en verle y conocerle, lo cual hemos deseado muchos días ha. Ya se ha cumplido nuestro deseo.
Moctezuma entonces tomó del brazo a Cortés y en procesión, seguido por su hermano Cuitláhuac y los señores Cacama de Tezcoco, Tetlepanquetzal, príncipe de Tlacopan, Itzcuauhtzin, de Tlatelolco, y muchos grandes señores, se dirigieron hacia Tenochtitlan.
Tenochtilan era una ciudad cuya extensión doblaba cualquiera de las de España. Al verla, Cortés no supo qué decir. Nunca había visto una ciudad como aquélla, construida en medio de una laguna y circundada por amplios canales por donde cientos de canoas se deslizaban.
Cortés quedó deslumbrado por los espejos de agua. Impresionado por la sencilla y majestuosa visión de una arquitectura que parecía haberse diseñado en las estrellas. Una arquitectura que, al mismo tiempo que lo conmovía, despertaba en él la ira por no haber tenido nunca el talento de imaginarla. La contemplación de los majestuosos edificios lo conmovían, lo invitaban a entregarse a la ciudad, a abrazarse a ella, a mojarse en sus aguas, a vivir en sus palacios, pero al mismo tiempo la envidia que le provocaban lo impulsaban a negar la ciudad, a desear evaporarla, volatilizarla, borrarla. En su interior se libraba un combate entre el respeto y el desprecio. Al irse internando en Tenochtitlan, su admiración y su ira fueron creciendo. La arquitectura mexica, aparte de evidenciar el alto grado de desarrollo cultural de esa gran civilización, despertaba piedad, asombro, respeto. Sus edificios tenían armonía, fuerza, magnificencia.
Cortés y sus acompañantes fueron instalados en el palacio de Axayácatl, antiguo gobernante, padre de Moctezuma. Era un edificio rectangular de una planta, con muchos patio interiores y jardines. Algunos de ellos albergaban fieras, plantas exóticas, aviarios donde Moctezuma gustaba de cazar aves con su cerbatana. Era una construcción palaciega que maravilló a Cortés, quien, en cuanto estuvo instalado en su habitación, mandó llamar a Malinalli y fornicó desenfrenadamente con ella, como una manera de celebrar su triunfo y al mismo tiempo negarlo. Como un deseo de gozar y de atacar simultáneamente. De acercarse a la vida que había en Malinalli para contemplar su muerte.
Besó su boca, sus senos, su vientre, sus muslos, su centro, para satisfacer una voluntad tan furiosamente ambiciosa que casi la partió en dos, la lastimó, la rasgó. Al terminar, Malinalli no quiso mirarlo a los ojos, salió del palacio y se lavó en uno de los canales. Después esperó a que fuera medianoche para poder subir sin ser vista al templo de Huitzilopochtli. Escaló sus ciento catorce escalones de un jalón. Sin detenerse a tomar aire. Le urgía confesarse y hacer penitencia. Sentía que sin querer había pecado. Que no era normal lo que había sentido y que no era el amor que forma parte de la energía renovadora de la vida lo que ella había recibido en su vientre.
Malinalli sentía que no merecía ese trato. Nunca antes se había sentido tan humillada. ¿Era ése el digno comportamiento de los dioses? No. Lo peor era que no podía decirle a Moctezuma que había cometido un error. Que los españoles no eran quienes él pensaba, que no se merecían gobernar esa gran ciudad, que no iban a saber qué hacer con ella. Los días siguientes le confirmaron sus sospechas. Cortés se dedicó a robar -porque no se podía decir de otra manera- todo lo que pudo.
Los excelentes trabajos de oro y piedras preciosas fueron en su mayoría desbaratados; los más hermosos tesoros de las artes decorativas fueron destrozados para arrancarles el oro que contenían. Los maravillosos penachos del arte plumario se arrumbaron y, con el tiempo, algunos se deshicieron o fueron comidos por las polillas.
Ante esto, a Malinalli le surgió una necesidad de salvar, de proteger, de evitar una terrible destrucción. No sabía de qué ni cómo hacerlo, pero de pronto le parecía que ella y toda su cultura corrían peligro. Y tal vez por esa misma razón comenzó a valorar cosas que antes le pasaban desapercibidas. Su sensibilidad estaba a flor de piel y la belleza y monumentalidad de la ciudad la mantenían en un estado de enamoramiento. Se despertaba con la ilusión de verla y recorrerla, de atravesarla en canoa o a pie, de estar en ella, con ella y para ella. Constantemente buscaba momentos para estar sola y recorrer la ciudad a su antojo.
El lugar que más le atraía era el mercado de Tlatelolco. Esa enorme plaza y la multitud de personas que en ella había intercambiando productos generaban un rumor similar al de un panal de abejas. El zumbido de las voces resonaba a más de una legua de distancia. Varios de los soldados de Cortés habían estado en muchas partes del mundo, en Constantinopla, en toda Italia y Roma, y dijeron que «plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño y llena de tanta gente no habían visto».
La primera vez que Malinalli visitó el mercado de Tlatelolco fue en compañía de Cortés, pero como iba en calidad de «la lengua», no pudo disfrutarlo. Sus pies quisieron detenerse infinidad de veces en alguno de los tantos puestos de frutas para comprar una, para comerla, para saborearla, pero no pudo. Tuvo que seguir el paso de su amo, así que al día siguiente, aprovechando que su señor iba a tener una reunión con sus capitanes, pidió autorización para salir y entonces fue que pudo recorrerla como deseaba: despacito, para así verlo todo, tocarlo todo, saborearlo todo.
No cabía en sí de gusto. Descubrió nuevas aves, nuevas frutas, nuevas plantas. Todo la seducía, todo la alegraba, todo estimulaba su mente y no paraba de imaginar lo que podría hacer con las plumas y los metales preciosos, lo que podría teñir con la grana cochinilla, lo que podría tejer con aquellas madejas de algodón. En uno de los puestos, hizo el trueque de un grano de cacao por un puñado de sus anhelados chapulines y se fue dando rienda suelta a su antojo, mientras caminaba por el mercado del imperio. Agradeció a los dioses haber sobrevivido al frío de los volcanes para ver y gozar de esa gran ciudad, de ese monumental mercado.
Ahí se intercambiaban todo tipo de productos provenientes de los diferentes rumbos de las diferentes regiones do minadas por los mexicas. Los mercaderes que recorrían las rutas comerciales con su pesada carga inevitablemente convergían en el mercado de Tlatelolco.
Malinalli en ese momento era testigo del desarrollo comercial alcanzado en el reinado de Moctezuma. De pronto, Malinalli se detuvo, su boca se secó, su estómago se revolvió y la diversión se acabó momentáneamente. El olor mezclado de las madejas de pelo de conejo y las plumas de quetzal, con el que despedían las hojas de chipilín, de hoja santa, los huevos de tortuga, la yuca, el camote con miel de abeja y la vainilla la hicieron recordar de golpe el momento más triste de su infancia. El del día en que su madre la había regalado a unos mercaderes de Xicalango.
Malinalli había sido puesta a la venta como esclava precisamente en medio de todos esos aromas. Su pequeño cuerpo aterrorizado no se atrevía a moverse. Sus grandes y acuosos ojos fijaron su atención en el puesto donde vendían cuchillos de obsidiana mientras escuchaba lo que ofrecían por su persona unos comerciantes mayas que habían llegado al mercado de Xicalango a vender unos tarros de miel. Le dolió recordar que ofrecieron mucho más por unas plumas de quetzal que por ella. Esa parte de su pasado le molestaba tanto que decidió borrarla de un plumazo. Decidió pintar en su cabeza un nuevo códice en el cual ella aparecía corno compradora y no como un objeto en venta. A pesar de ese desagradable recuerdo, el mercado siguió siendo su lugar preferido para visitar. Sólo evitaba acercarse a los puestos en donde se vendían esclavos o conectarse con el recuerdo y asunto acabado.
Tlatelolco era el corazón del imperio. Sus venas, las rutas comerciales por las que circulaban los más ricos y variados productos y tributos recaudados en todas las provincias sojuzgadas por los mexicas. De cualquier manera, todo fluía hacia el centro, hacia Tenochtitlan, hacia el corazón, hacia el mercado de Tlatelolco. Ese enorme corazón registraba el pulso de los acontecimientos y los reflejaba en todas y cada una de las transacciones que ahí se realizaban.
Ahí supo Malinalli que el precio de las mantas de algodón y de los huipiles había subido porque los tlaxcaltecas, desde que se habían aliado con Cortés, habían roto su pacto de colaboración y habían dejado de dar tributo. Ahí supo de la indignación que provocó en la población el hecho de que Cortés no sólo hubiera sido recibido como gran señor por parte de Moctezuma sino que le permitiera adueñarse de todos los tesoros del palacio de Axayácatl sin mover un solo dedo. Cortés y sus hombres no sólo habían dispuesto de las joyas de los antiguos gobernantes sino de las del mismo Moctezuma. Su tesoro personal, el que había acumulado en sus años de reinado y que incluía los más bellos trabajos en arte plumario y en oro -en forma de penachos, pectorales, ajorcas, narigueras, tobilleras, rodelas, coronas, bandas para las muñecas y cascabeles de oro para los tobillos-, fue objeto de la rapiña.
En el patio del palacio de Axayácatl, los españoles se dedicaban a arrancar el oro de los finos trabajos de pluma y los fundían en lingotes. Al finalizar el día, el patio del palacio parecía un gallinero donde habían desplumado aves preciosas. Volaban plumas por el aire, huérfanas de arte. Volaban por todos lados junto con los sueños de quienes las habían imaginado, quienes las habían elaborado. Algunos sirvientes respetuosamente las recuperaban y al día siguiente las llevaban al mercado para venderlas como las plumas que pertenecieron a uno de los penachos -de Moctezuma, de su padre, Axayácatl, o de cualquier otro rey-; la gente las compraba y las valoraba, pero al hacerlo su indignación crecía y crecía, junto con el precio de los cuchillos y flechas de obsidiana.
Ahí, en el mercado, Malinalli palpó la inconformidad de los orgullosos tenochcas que no entendían, que no se explicaban cómo era posible que el emperador Moctezuma, el gran señor, no pudiera controlar la enfermedad del oro que aquejaba a los extranjeros. Los comentarios, cuchicheos y exclamaciones de enojo subieron de tono dramáticamente el día en que los españoles tomaron como rehén a Moctezuma, a manera de represalia por la muerte que cuatro de sus compañeros sufrieron a manos de Quauhpopocatzin, el señor de Nauhtlan, quien quiso demostrar que los extranjeros no eran dioses, que morían como cualquiera de ellos, pero con menos honor. Ese día, las flechas de obsidiana, las macanas y los escudos se pusieron a la alza. Los tenochcas se preparaban para la guerra.
El mercado, como corazón, como ente viviente, tenía vida propia: dormía, despertaba, hablaba, amaba, odiaba. Si despertaba con ánimos de guerra, se le sentía enfurecido, grosero, violento. Si, por el contrario, despertaba en paz, se le escuchaba alegre, risueño, danzante. Los cambios podían darse de un día para otro, y a partir de que Cortés apresó a Moctezuma, el mercado entró en un juego vertiginoso de acontecimientos. Cuando en una ceremonia Moctezuma juró obediencia al rey Carlos y aceptó su soberanía sobre la nación mexicana, el mercado explotó en injurias, hubo llantos de rabia y dolor. Cuando Cortés prohibió los sacrificios humanos y en un acto de" violencia subió al templo de Huitzilopochtli, se enfrentó con los sacerdotes que lo custodiaban, los venció y luego, con la ayuda de una barra de hierro, golpeó la máscara de oro que cubría la cabeza del ídolo y lo destrozó, colocando en su lugar una imagen de la Virgen María, el mercado mostró todos los rostros de la indignación.
Los puestos donde vendían pellas de copal fueron de los más visitados. Todo el mundo quiso comprar incienso para realizar en sus hogares una ceremonia de desagravio. El mercado respiraba odio, pero a los pocos días recuperó la tranquilidad. Cortés, para calmar los ánimos, autorizó que se llevara a cabo la fiesta de Toxcatl, la celebración mayor que el pueblo mexica realizaba año tras año en honor de su dios Huitzilopochtli. El mercado de inmediato suspiró y se relajó. Los preparativos para la celebración de la fiesta comenzaron. El amaranto, que servía para elaborar las esculturas comibles de dios, subió por los cielos, lo mismo que las plumas de colibrí que se utilizaban para decorarlo. La deidad solar de los mexicas, Huitzilopochtli, había nacido de una pluma que se depositó en el vientre de la señora Coatlicue, su madre, y por esta razón se le representaba con las más bellas plumas.
Malinalli también estaba entusiasmada con la fiesta. Era la primera vez que la iba a poder presenciar.
Lo que más la atraía era que Cortés había prohibido los sacrificios humanos durante la celebración, así que no habría espectáculos de sangre. Había oído que se trataba de una ceremonia imponente en la que participaban todos los nobles y grandes guerreros. Ejecutaban la danza del culebreo frente al Templo Mayor como una invocación a la energía de Coatlicue, la madre de Huitzilopochtli. Tras muchas horas de danza, los danzantes entraban en una especie de trance, de exaltación del espíritu, por medio de la cual se ponían en comunión con las fuerzas generadoras de la vida y, así, la danza se realizaba en dos planos: se danzaba en la tierra y en el cielo. La serpiente danzaba y volaba.
Malinalli consideraba un privilegio poder observar la celebración. Le gustaba estar en la gran Tenochtitlan, ser parte de ella. A veces, cuando regresaba del mercado no podía evitar pensar en lo diferente que habría sido su destino si en vez de haber sido regalada a los mercaderes de Xicalango, la hubieran destinado al servicio de Moctezuma: le habría encantado ser una de sus cocineras. Tener el privilegio de preparar para él uno de los más de trescientos platillos que día con día se cocinaban en su palacio. Seducirlo con sus artes culinarias de tal manera que en vez de probar su platillo y desecharlo para que sus súbditos se alimentaran de él, se viera obligado a comerlo todo, cautivado por la mezcla de sabores.
También hubiera sido muy interesante ser una de las artesanas que imaginaban joyas para él, que jugaban con los metales, que derretían el oro y la plata para convertirlos en tobilleras, brazaletes, orejeras y nariceras. Aunque pensándolo bien, el arte plumario hubiera sido, aparte de un honor, su actividad predilecta. Fabricar las capas y los penachos que el gran señor iba a usar cuando presidiera alguna ceremonia en el Templo Mayor. ¡Hacer que las plumas -esas sombras de los dioses- se convirtieran en soles que deslumbraran al mismo sol, al señor Huitzilopochtli!
Malinalli decidió entonces ponerle a uno de sus huipiles un bordado de plumas especial para la ocasión. Se dirigió al puesto donde vendían plumas preciosas cuando vio que la gente se arremolinaba en torno a un hombre. Se trataba de uno de los tantos corredores que llegaban desde la costa trayendo el pescado fresco para la mesa de Moctezuma. A gritos, informaba a todos que habían llegado unos barcos con otros españoles que decían venir en busca de Cortés.
Malinalli se enteró así, antes que Cortés, de la llegada de Pánfilo de Narváez.
Pánfilo llegaba en mal momento, la situación política era muy delicada. Sin embargo, Cortés no tenía otra alternativa que detenerlo, atajarlo, impedir que lo apresara y lo colgara acusado de insurrección por haber desobedecido a Diego Velázquez, gobernador de Cuba, quien había enviado a Cortés en un viaje de exploración y no de conquista.
Antes de irse a combatir a Narváez, Cortés dejó a Pedro de Alvarado a cargo de la ciudad. Cuando Cortés le informó a Malinalli que tenían que abandonar la ciudad para ir a combatir a Pánfilo de Narváez, ella se disgustó sobremanera. Muchas veces en su vida había tenido que abandonar lo que más quería o más le gustaba. Partir de cero para comenzar una y otra vez a crear un mundo nuevo. Abandonarlo todo para tenerlo todo. Pero al llegar a Tenochtitlan pensó que su peregrinaje había concluido. Que por fin podría echar raíces, así, tranquilamente, sin ruido y sin tumulto. En paz. No contaba con que las cosas se iban a complicar a grados inimaginables.
Cortés salió de Tenochtitlan rumbo a Cempoallan, donde Narváez se había establecido. Al llegar, se enteró de que Narváez se encontraba parapetado en el templo mayor del lugar. Como Cortés conocía bien la zona, decidió atacar por la noche, cuando menos lo esperaran. Una lluvia tropical pareció que lo iba a hacer cambiar de planes, pero sucedió todo lo contrario. Decidió atacar como la lluvia, inesperada e intempestivamente. Envió a ochenta hombres hacia el Templo Mayor y dejó al resto de la armada, a Malinalli, a los caballos y las provisiones en las afueras de Cempoallan.
Para Malinalli, aquélla fue una noche tormentosa en todos los sentidos. Ese día había comenzado a menstruar, los caballos lo sentían y se mostraban inquietos. Se tuvo que alejar de ellos y de los hombres para limpiar sus ropas manchadas de sangre y evitar que los caballos se alebrestaran. Malinalli pensaba que era más bien la luna y no el sol la que se alimentaba de sangre y que lo hacía de la sangre de todas las mujeres que menstruaban, porque había observado que siempre que menstruaba, había luna llena y fue así como comprendió que el ritmo lunar era exactamente igual que su ritmo menstrual. La luz de la luna expandía la sangre en sus espacios íntimos. La luz de la luna -la luz que esa noche iba a alumbrar el triunfo o la tragedia, la plenitud o la derrota, el éxtasis o la muerte-, la luz plateada que provocaba que el mar se extendiera, que todos los líquidos del cuerpo adquirieran sentido y cantaran un himno sangrante para inaugurar de nuevo la vida, para regenerarla, era la única que podía convertirse en su aliada.
Ofrendó su sangre a la luna para que esa noche estuviera del lado de Cortés, a pesar de estar oculta en una manta de nubes grises. No quería ni siquiera imaginar lo que pasaría con ella si resultaba vencido. Al parecer la luna la había escuchado y recibido su ofrenda. Había contemplado el éxtasis de sus líquidos y respondido favorablemente. Esa noche de mayo, Cortés tomó a Narváez por sorpresa y lo derrotó contundentemente a pesar de haber atacado con menos de trescientos hombres contra los ochocientos que Narváez comandaba, la mayoría de los cuales, después de la batalla, se unieron a Cortés, deslumbrados por las historias que habían escuchado acerca de que en Tenochtitlan abundaba el oro para todos.
Sin embargo, Cortés no tuvo tiempo para celebrar la victoria pues le llegaron informes de que los mexicas se habían sublevado en Tenochtitlan, debido a que Pedro de Alvarado había llevado a cabo una masacre en el Templo Mayor.