SEGUNDA PARTE Areofanía

Para Sax la guerra civil era el más irracional de los conflictos. Dos partes de un grupo compartían muchos más intereses que discrepancias, pero de todas formas se enfrentaban. Desgraciadamente no era posible obligar a la gente a hacer un análisis de la relación coste-beneficio. No había nada que hacer. O… se podía intentar identificar aquello que compelía a una o a las dos partes a recurrir a la violencia, y después tratar de neutralizarlo.

Sin duda, en este caso el busilis era la terraformación, un tema con el que Sax estaba estrechamente vinculado. Esto podía considerarse una desventaja, ya que lo ideal era que un mediador fuera neutral. Por otra parte, sus acciones podían hablar simbólicamente en favor del esfuerzo terraformador. Él podía conseguir más que nadie con un gesto simbólico. Era necesario hacer una concesión a los rojos, una concesión real cuya realidad incrementaría su valor simbólico debido a algún oculto factor exponencial. Valor simbólico: era un concepto que Sax se esforzaba por comprender. Las palabras, de todo tipo, le planteaban dificultades; tanto era así que había recurrido a la etimología para intentar penetrarlas mejor. Una ojeada a su muñeca: símbolo, «algo que representa a otra cosa», del latín symbolum, que procedía de una palabra griega que significaba «reunir». Exactamente. Este concepto de reunión era ajeno a su comprensión, algo emocional, casi irreal, y sin embargo de importancia vital.

La tarde de la batalla por Sheffield, contactó brevemente con Ann y trató de hablarle, pero fracasó. Entonces condujo hasta las ruinas de la ciudad, sin saber qué hacer, en busca de la mujer. Era turbador ver cuánto daño podían hacer unas pocas horas de lucha. Muchos años de trabajo yacían ahora convertidos en ruinas humeantes, un humo que no estaba constituido por partículas de ceniza producida por el fuego, sino por viejas cenizas volcánicas levantadas por el viento y luego arrastradas hacia el este por la corriente de chorro. El cable asomaba entre las minas como una negra cuerda de fibras de nanotubo de carbono.

No se advertía ningún signo de resistencia roja. Por tanto no había manera de localizar a Ann. No contestaba a las llamadas. Frustrado, Sax regresó al complejo de almacenes de Pavonis Este y entró.

Y allí estaba Ann, en el vasto almacén, avanzando entre los demás hacia él como si fuera a clavarle un puñal en el pecho. Sax se hundió en el asiento con cierto malestar, recordando una serie demasiado larga de encuentros desagradables entre ellos. El más reciente, durante el viaje en tren desde la Estación Libia. Ella había dicho algo sobre retirar la soletta y el espejo anular, lo cual constituiría sin duda una poderosa declaración simbólica. Y además, él nunca se había sentido cómodo sabiendo que uno de los principales elementos de aporte de calor terraformador era tan frágil.

De modo que cuando Ann dijo «Quiero algo a cambio», él creyó saber a qué se refería y sugirió la retirada de los espejos. Eso la retuvo, debilitó su terrible cólera, dejando algo mucho más profundo, sin embargo, tristeza, desesperación, no estaba seguro. Ciertamente ese día habían muerto muchos rojos, y muchas esperanzas rojas también.

—Siento lo de Kasei —dijo.

Ella hizo caso omiso de la observación y le obligó a prometer que retiraría los espejos espaciales. Sax lo hizo, calculando al mismo tiempo la perdida de luz resultante, y tratando de reprimir una mueca. La insolación disminuiría un veinte por ciento, una cantidad significativa.

—Eso iniciará una era glacial —murmuró.

—Bien —dijo ella.

Pero Ann no estaba satisfecha. Y cuando abandonó la sala, advirtió por la caída de sus hombros que la concesión le proporcionaba un flaco consuelo. Sólo podía esperarse que sus cohortes fueran más fáciles de contentar. En cualquier caso, habría que hacerlo. Eso tal vez evitara una guerra civil. Naturalmente, un gran número de plantas moriría, sobre todo en las zonas más elevadas, aunque afectaría a todos los ecosistemas en mayor o menor grado. Una era glacial, no cabía la menor duda. A menos que reaccionaran con prontitud. Pero valdría la pena si ponía fin a la lucha.


Hubiera sido fácil limitarse a cortar la gran banda del espejo anular y dejar que se perdiera en el espacio, fuera del plano de la eclíptica. Y otro tanto con la soletta: si encendían algunos de sus cohetes de posición, se alejaría girando como una rueda de fuegos de artificio.

Pero eso supondría un despilfarro de silicato de aluminio procesado que Sax desaprobaba. Decidió investigar la posibilidad de usar los cohetes direccionales del espejo y su capacidad reflectora para propulsarlos a otro lugar del sistema solar. Podían colocar la soletta delante de Venus, y realinear sus espejos para que la estructura se convirtiera en un enorme parasol que daría sombra al planeta e iniciaría el proceso de enfriamiento de su atmósfera. Esto era algo que venía discutiéndose en la literatura especializada desde hacía tiempo, y cualesquiera que fuesen los planes de terraformación de Venus, ése era el primer paso. Una vez hecho esto, habría que colocar el espejo anular en la correspondiente órbita polar alrededor del planeta, pues la luz que reflejara ayudaría a mantener la posición de la soletta/parasol, contrarrestando la presión de la radiación solar. Los dos artilugios seguirían siendo útiles, y sería también un gesto, otro gesto simbólico, que diría ¡Eh, miren aquí… este gran mundo también es terraformable! No sería fácil, pero era posible. De ese modo parte de la presión psíquica sobre Marte, «la única otra Tierra posible», se aliviaría. No era una cosa lógica, pero no importaba; la historia era extraña, las personas no eran sistemas racionales, y en la peculiar lógica simbólica del sistema límbico constituiría una señal para la población terrestre, un presagio, una dispersión de semilla psíquica, una forma de reunión. ¡Miren allá! ¡Vayan allá! Y dejen en paz a Marte.

De manera que discutió el asunto con los científicos de Da Vinci, que a todos los efectos habían tomado el control de los espejos. Ratas de laboratorio, los llamaba la gente a sus espaldas (aunque Sax los oía de todas maneras); las ratas de laboratorio o los saxaclones. Jóvenes y serios científicos nativos marcianos, de hecho, con las mismas variaciones de temperamento de los licenciados y doctores de cualquier laboratorio; pero los hechos carecían de importancia. Trabajaban con él y por eso eran los saxaclones. De alguna manera Sax se había convertido en el modelo del moderno científico marciano, primero como una rata de laboratorio con bata blanca, después como un científico completamente loco y descontrolado, con un cráter-castillo lleno de Igores voluntariosos, de mirada extraviada pero modales comedidos, pequeños señores Spock, los hombres tan enjutos y torpes como grullas en el suelo, las mujeres anodinas, protegidas por ropas incoloras, por su neutra devoción a la Ciencia. Sax los apreciaba mucho. Admiraba su devoción a la ciencia, porque la comprendía: la necesidad de entender las cosas, de poder expresarlas matemáticamente. Era un deseo sensato. Incluso pensaba muchas veces que si todo el mundo fuese versado en física estarían mucho mejor. «Ah, no, a la gente le gusta la idea de un universo plano porque un espacio de curvatura negativa les resulta demasiado complicado.» Bueno, tal vez no. En cualquier caso, extraño o no, los jóvenes nativos de Da Vinci formaban un grupo poderoso. En aquellos momentos, Da Vinci se encargaba de gran parte de la base tecnológica de la resistencia, y con Spencer allí, dedicado en cuerpo y alma al trabajo, su capacidad de producción era asombrosa. A decir verdad, habían diseñado la revolución y en ese momento tenían el control de facto del espacio orbital marciano.

Ésa era una de las razones por las que muchos parecieron descontentos o al menos estupefactos cuando Sax les habló sobre la retirada de la soletta y el espejo anular. Lo hizo en una reunión por pantalla, y sus rostros adoptaron una expresión alarmada: Capitán, eso no es lógico. Pero tampoco lo era la guerra civil. Y lo uno era mejor que lo otro.

—¿No se opondrán? —preguntó Aonia—. Me refiero al colectivo verde.

—Sin duda —dijo Sax—. Pero en este momento vivimos en la anarquía. Tal vez el grupo de Pavonis Este sea una especie de protogobierno. Pero aquí en Da Vinci nosotros controlamos el espacio de Marte. Y a pesar de lo que pueda objetarse, esto evitará la guerra civil.

Se explicó lo mejor que pudo. El desafío técnico, el problema duro y simple, los absorbió, y pronto se desvaneció la sorpresa inicial. De hecho, plantearles un reto técnico de ese calibre era como darle un hueso a un perro. Se pusieron a roer las partes duras del problema, y pocos días después ya habían dejado el procedimiento mondo y lirondo. Que consistía básicamente en dar instrucciones a las IA, como siempre. Estaban llegando al punto en que teniendo una clara idea de lo que uno deseaba hacer, bastaba con decirle a una IA «por favor, haz esto o aquello», por favor, coloca la soletta y el espejo anular en la órbita venusiana y ajusta las tablillas de la soletta de manera que se transforme en un parasol que proteja al planeta de la insolación; y las IA calcularían las trayectorias, el encendido de los cohetes y el ángulo necesario de los espejos, y estaba hecho.

Tal vez los humanos estaban convirtiéndose en criaturas demasiado poderosas. Michel hablaba constantemente de sus nuevos poderes divinos, e Hiroko, con sus acciones, había sugerido que no habría límites para lo que intentasen con esos poderes, olvidándose de cualquier tradición. Sax tenía un saludable respeto por la tradición, como una especie de contumaz instinto de supervivencia. Pero los técnicos de Da Vinci tenían tanto respeto por la tradición como Hiroko, es decir, ninguno. Se encontraban en una coyuntura histórica abierta, no eran responsables ante nadie. Y por eso lo hicieron.

Después Sax fue a ver a Michel.

—Estoy preocupado por Ann —le dijo.

Estaban en una esquina del gran almacén de Pavonis Este y el movimiento y el estrépito de la muchedumbre creaba una especie de espacio privado. Pero tras echar una ojeada alrededor, Michel dijo:

—Salgamos.

Se pusieron los trajes y salieron. Pavonis Este era un laberinto de tiendas, almacenes, fábricas, pistas, aparcamientos, tuberías y tanques de contención, y también de depósitos de chatarra y vertederos. Los detritos mecánicos estaban desparramados por todas partes, como deyecciones volcánicas. Michel guió a Sax hacia el oeste entre el desorden y rápidamente alcanzaron el borde de la caldera, desde el cual la confusión humana se veía en un nuevo y mas amplio contexto, un cambio logarítmico que metamorfoseaba la faraónica colección de artefactos en una mancha de cultivo bacteriano.

Al filo mismo del borde, el oscuro basalto moteado se quebraba formando cornisas concéntricas escalonadas. Una serie de escaleras bajaban hasta esas terrazas, y la última estaba protegida por una baranda. Michel llevó a Sax hasta allí, donde podían asomarse y contemplar el interior de la caldera. Cinco mil metros de caída vertical. El gran diámetro de la caldera hacía que no pareciera tan profunda; sin embargo había todo un mundo circular allá abajo, muy abajo. Y cuando Sax recordó lo pequeña que era la caldera en comparación con todo el volcán, Pavonis pareció erguirse como un continente cónico que atravesaba la atmósfera del planeta hacia el espacio. El cielo sólo era púrpura sobre el horizonte, y oscuro en lo alto, y el sol parecía una pequeña moneda de oro en el oeste que proyectaba sombras oblicuas y definidas. Desde allí podían admirar todo eso. Las partículas levantadas por las explosiones se habían disipado y todo había recuperado su claridad telescópica de costumbre. Piedra y cielo y nada más… salvo la sarta de edificios alrededor del borde. Piedra, cielo y sol. El Marte de Ann. Aunque sobraban los edificios. Pero en la cima de Ascraeus, Arsia y Elysium, e incluso sobre el Olimpo, no habría edificios.

—Sencillamente podríamos declarar todo lo que esté por encima de los ocho mil metros zona salvaje primitiva —dijo Sax—. Y, mantenerlo así para siempre.

—¿Bacterias? —preguntó Michel—. ¿Líquenes?

—Probablemente. ¿Pero acaso importa?

—Para Ann, sí.

—¿Pero por qué Michel? ¿Por qué tiene que ser así? Michel se encogió de hombros.

Después de un largo silencio, dijo:

—Sin duda es muy complejo. Pero creo que es una negación de la vida. Se ha vuelto hacia la roca porque es algo en lo que puede confiar. De niña sufrió maltratos, ¿lo sabías?

Sax negó con la cabeza. Intentó imaginar lo que eso significaba.

—Su padre murió —continuó Michel—. Su madre volvió a casarse cuando ella tenía ocho años. A partir de ese momento empezaron los malos tratos, hasta que a los dieciséis años se fue a vivir con la hermana de su madre. Le he preguntado en qué consistieron, pero ella no quiere hablar del tema. Abusos. Dice no recordar casi nada.

—Lo creo.

Michel agitó una mano enguantada.

—Recordamos más de lo que creemos. Más de lo que desearíamos, a veces.

Siguieron contemplando el interior de la caldera en silencio.

—Resulta difícil de creer —comentó Sax.

—¿De veras? —dijo Michel con expresión sombría—. Había cincuenta mujeres entre los Primeros Cien. Es muy probable que más de una sufriera abusos por parte de los hombres durante su vida. Del orden del diez o quince por ciento, si las estadísticas no engañan. Violación sexual, palizas… así funcionaban las cosas.

—Cuesta creerlo.

—Sí.

Sax recordó que una vez había golpeado a Phyllis en la mandíbula y la había dejado inconsciente. Había hallado una cierta satisfacción en ello. Aunque se había visto obligado a hacerlo. O eso le había parecido entonces.

—Todos tienen sus razones —dijo Michel, sobresaltándolo—. O eso creen. —Intentó explicarse… intentó, como siempre hacía, atribuirlo a algo más que la pura maldad.— La base de la cultura humana —dijo, observando el paisaje— es una respuesta neurótica a las primeras heridas psíquicas. Antes del nacimiento y durante la infancia se vive sumido en una beatitud oceánica narcisista, en la que el individuo es el universo. Después, en algún momento al final de la etapa infantil, descubrimos que somos individuos independientes, distintos de nuestra madre y de las demás personas. Éste es un golpe del que nunca nos recuperamos por completo. Existen diferentes estrategias neuróticas para hacerle frente. La primera, volvernos a fundir con la madre. O bien negar a la madre y desplazar nuestro ideal del yo al padre. Los miembros de estas culturas veneran al rey y al padre divino, y así sucesivamente. Pero el ideal del yo puede volver a desplazarse, hacia alguna idea abstracta o una hermandad masculina. Existen nombres y descripciones exhaustivas para todos esos complejos: el dionisiaco, el perseico, el apolíneo, el heracleo. Comportamientos neuróticos, en el sentido de que todos llevan a la misoginia, excepto el complejo dionisiaco.

—¿Este es otro de tus rectángulos semánticos? —preguntó Sax con aprensión.

—Sí. El complejo apolíneo y el heracleo describirían las sociedades industriales terranas. El perseico, sus culturas primitivas, de las cuales todavía hoy quedan poderosos vestigios, naturalmente. Y los tres son patriarcales. Todos ellos niegan lo materno, que en el patriarcado se relaciona con el cuerpo y la naturaleza. Lo femenino es instinto, el cuerpo y la naturaleza, mientras que lo masculino es razón, intelecto y ley. Y la ley gobierna.

Fascinado por toda aquella reunión de conceptos, Sax sólo pudo decir:

—¿Y en Marte?

—Bien, en Marte es muy probable que el ideal del yo esté desplazándose de nuevo hacia lo materno, hacia lo dionisiaco o algo parecido a una reintegración postedípica con la naturaleza, que todavía estamos creando. Un nuevo complejo que no esté tan sujeto a las investiduras neuróticas.

Sax meneó la cabeza. Siempre le sorprendía lo floridamente elaborada que podía llegar a ser una pseudociencia. Una técnica de compensación, quizá; un intento desesperado de ser como la física. Pero lo que nadie comprendía es que la física, aunque muy complicada, trataba siempre de simplificarse.

Michel seguía elaborando. Correlacionado con el patriarcado estaba el capitalismo, decía en ese momento, un sistema jerárquico en el que la mayoría de los hombres eran explotados económicamente y además tratados como animales, envenenados, traicionados, llevados de acá para allá, asesinados. E incluso en el mejor de los casos, estaban bajo la amenaza constante de perder el trabajo y no poder sostener a sus familias, hambrientos, humillados. Algunos, atrapados en este desafortunado sistema, descargaban su rabia donde podían, incluso en sus seres queridos, precisamente aquellos que podían darles algún consuelo. Era ilógico y hasta estúpido. Brutal y estúpido. Sí. Michel se encogió de hombros; no le gustaba el rumbo que tomaba esa línea de razonamiento. Para Sax aquello significaba que las acciones de muchos hombres ponían de manifiesto, lamentablemente, excesiva estupidez. Y en algunas mentes el sistema límbico se deformaba por completo, continuó Michel, tratando de desviarse y dar una explicación que redimiera en parte al hombre. La adrenalina y la testosterona impulsaban siempre a luchar o huir, y en algunas situaciones deprimentes se establecía un circuito de satisfacción en las coordenadas recibir daño/devolver daño, y entonces los hombres atrapados en esa dinámica estaban perdidos, no sólo para la empatia sino para el racional interés propio. Enfermos, de hecho.

También Sax se sentía un poco enfermo. Michel había dado varias explicaciones diferentes para la maldad masculina en poco más de un cuarto de hora, y aún así los hombres de la Tierra tenían aún mucho de lo que responder. Los hombres marcianos eran diferentes, aunque había habido torturadores en Kasei Vallis, como él bien sabía. Pero eran colonos venidos de la Tierra. Enfermos. Sí, se sentía enfermo. Los jóvenes nativos no eran así, ¿verdad? Un hombre marciano que golpeara a una mujer o abusara de un niño sería condenado al ostracismo, excoriado, incluso golpeado; perdería su hogar y lo exiliarían en los asteroides, y no se le permitiría regresar nunca.

Había que estudiar el tema.

Volvió a pensar en Ann, en cómo era: tan obstinada, tan concentrada en la ciencia, en la roca. Una suerte de respuesta apolínea, tal vez. Concentración en lo abstracto, negación del cuerpo y, por tanto, de todo su dolor.

—¿Qué crees que podría ayudar a Ann ahora? —preguntó Sax. Michel volvió a encogerse de hombros.

—Llevo años preguntándome lo mismo. Creo que Marte la ha ayudado, y Simón, y también Peter. Pero ellos se han mantenido a una cierta distancia. No han cambiado esa negación fundamental en su interior.

—Pero ella… ella ama todo esto —dijo Sax, señalando la caldera—. Lo ama de verdad. —Meditó en el análisis de Michel.— No es sólo una negación. Hay un sí implícito. El amor por Marte.

—Pero hay algo de desequilibrado en el hecho de amar las piedras pero no a las personas —objetó Michel—. Algo deformado. Ann tiene una mente privilegiada, ¿sabías?

—Lo sé.

—Y ha conseguido mucho. Pero no parece contenta.

—No le gusta lo que le está sucediendo a su mundo.

—No. ¿Pero es eso lo que realmente le desagrada? ¿O le desagrada todo? No estoy tan seguro. En ella tanto el amor como el odio están de algún modo desplazados.

Sax sacudió la cabeza. Era pasmoso, de veras, que Michel pudiera considerar la psicología una ciencia. Dependía demasiado de la reunión de ideas. Como por ejemplo concebir la mente como una máquina de vapor, la analogía mecánica más a mano en el momento del nacimiento de la psicología moderna. La gente siempre había pensado en la mente en esos términos: un mecanismo de relojería para Descartes, cambios geológicos para los primeros Victorianos, ordenadores u holografías para el siglo XX, IA para el siglo XXI… y para los freudianos tradicionales, máquinas de vapor. Aplicación de calor, aumento de la presión, desplazamiento de la presión, alivio, todo transformado por la represión y la sublimación, el retorno de lo reprimido. Sax no creía que las máquinas de vapor fueran un modelo adecuado de la mente humana. La mente era más bien como…

¿qué?… una ecología, un tellfield… o como una jungla, poblada por toda suerte de extrañas istias. O un universo, lleno de estrellas y quásares y agujeros negros. Bueno, quizás eso era demasiado grandioso. En verdad era más bien como una compleja colección de sinapsis y axones, energías químicas que brotaban aquí y allá, como el clima en una atmósfera. Eso estaba mejor, el clima: frentes borrascosos de pensamiento, zonas de altas presiones, bolsas de bajas presiones, huracanes… las corrientes turbulentas de los deseos biológicos, siempre con sus bruscos y poderosos giros… la vida en el viento. En suma, volvíamos a la reunión de ideas. En realidad, la mente apenas se comprendía.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Michel.

—A veces me preocupan las bases teóricas de tus diagnósticos — admitió Sax.

—Oh, no, tienen una buena base empírica, son muy precisas, muy exactas.

—¿Precisas y exactas?

—Caramba, es lo mismo, ¿no?

—No. En las estimaciones de un valor, la exactitud significa a qué distancia estás del valor real. La precisión se refiere a la amplitud de la estimación. Más cien o menos cincuenta no es muy preciso. Pero si tu estimación es más cien o menos cincuenta, y el valor real es de ciento uno, es bastante exacto aunque no demasiado preciso. A menudo los valores reales no se pueden determinar, por supuesto.

Michel tenía una expresión curiosa en la cara.

—Eres una persona muy exacta, Sax.

—Sólo es estadística —dijo Sax a la defensiva—. De cuando en cuando la lengua te permite decir las cosas con precisión.

—Y con exactitud.

—A veces.

Contemplaron el fondo de la caldera.

—Quiero ayudarla —dijo Sax. Michel asintió.

—Eso dijiste. Y yo dije que no sabía cómo. Para ella, tú eres la terraformación. Si te propones ayudarla, la terraformación tendrá que ayudarla. ¿Crees que puedes encontrar la manera?

Sax lo estuvo pensando un rato.

—Podría permitirle salir al exterior. Salir sin casco, y con el tiempo incluso sin mascarilla.

—¿Crees que ella quiere eso?

—Todo el mundo lo desea, en mayor o menor grado. En el cerebelo. Es lo que desea el animal, ya sabes.

—No sé si Ann está demasiado en sintonía con sus sentimientos animales.

Sax se quedó meditabundo.

Y entonces, el paisaje se oscureció.

Miraron hacia arriba. El sol estaba negro. Las estrellas brillaban en el cielo alrededor de él. Un leve resplandor rodeaba el disco oscuro, tal vez la corona solar.

Y de pronto, una giba de fuego los obligó a apartar la vista. Ésa era la corona; lo que habían visto antes era probablemente la exosfera.

El paisaje oscurecido volvió a iluminarse a medida que el eclipse artificial pasaba. Pero el sol que resurgió era perceptiblemente más pequeño que el que brillara unos momentos antes. ¡El viejo botón de bronce del sol marciano! Era como si un viejo amigo hubiese regresado para una visita. El mundo estaba más oscuro, y los colores de la caldera eran más apagados, como si unas nubes invisibles oscurecieran la luz del sol. Una visión muy familiar, por cierto: la luz natural de Marte, brillando sobre ellos de nuevo por primera vez en veintiocho años.

—Espero que Ann haya visto esto —dijo Sax. Sintió un escalofrío, aunque sabía que no había pasado tiempo suficiente para que el aire se enfriara, y de todas formas él llevaba traje. Pero habría una helada. Pensó con aire sombrío en los fellfields diseminados por todo el planeta, a cuatro o cinco mil metros de altitud, y más abajo, en las latitudes medias y altas. En ese momento, arriba, en el límite de lo posible, ecosistemas enteros empezarían a morir. Una caída de la insolación del veinte por ciento: era peor que cualquier edad glacial terrana, más semejante a la oscuridad que sobreviene después de los grandes períodos de extinciones masivas: el impacto KT, el ordovícico, el devónico, o el peor de todos, el episodio pérmico, hacía doscientos cincuenta millones de años, que mató al noventa y cinco por ciento de las especies vivas. Equilibrio discontinuo, y pocas especies sobrevivían a las discontinuidades. Las que lo hacían eran muy resistentes, o simplemente afortunadas.

—Dudo que la satisfaga —dijo Michel.

Y Sax lo creía. Pero por el momento discurría cuál sería la mejor manera de compensar la pérdida de la luz de la soletta. Era recomendable que ningún bioma sufriera grandes daños. Si se salía con la suya, aquellos fellfields serían algo a lo que Ann tendría que acostumbrarse.

Estaban en Ls 123, entre el verano septentrional y el invierno Meridional, cerca del afelio, lo que, unido a la gran altitud, hacía que el invierno meridional fuera mucho más frío que el septentrional; las temperaturas caían hasta los 230ºK, no mucho más cálidas que los fríos primitivos que predominaban antes de la llegada humana al planeta. Ahora, sin la soletta y el espejo anular, las temperaturas bajarían aún más. Las tierras altas del sur vivirían un invierno excepcionalmente gélido. Por otro lado, ya había caído mucha nieve en el sur, y ahora a Sax le inspiraba un gran respeto la capacidad de la nieve de proteger a los seres vivos del frío y el viento. El medio subníveo era bastante estable. Era posible que una disminución de la luz y, consecuentemente, de la temperatura de superficie, no hiciera tanto daño a las plantas ya preparadas y endurecidas para pasar el invierno. Quería salir al campo y averiguarlo por sí mismo. Naturalmente, pasarían meses o tal vez años antes de que las diferencias fueran cuantificables. Salvo en el clima, quizá. Y el clima podía controlarse siguiendo los datos meteorológicos, cosa que ya hacía, pasando incontables horas delante de fotografías de satélite y mapas meteorológicos, en busca de señales. Era una buena excusa cuando la gente iba a protestar porque había retirado los espejos, un hecho tan frecuente en la semana que siguió al suceso que acabó por hastiarle.

Desgraciadamente el clima en Marte era tan variable que resultaba difícil decidir si la pérdida de los grandes espejos estaba afectándolo o no. Una triste y clara muestra del escaso conocimiento que tenían de la atmósfera, en opinión de Sax. Pero ahí estaba. El clima marciano era un violento sistema semicaótico. En algunos aspectos se asemejaba al de la Tierra, hecho nada sorprendente dado que se trataba de aire y agua que se movían alrededor de la superficie de una esfera que giraba: las fuerzas de Coriolis eran iguales en todas partes, y por tanto allí, como en la Tierra, había vientos del este tropicales, vientos templados del oeste, vientos polares del este, corrientes de chorro que actuaban como anclas y así sucesivamente; pero eso era lo único seguro que podía decirse del clima marciano. Bueno… podía afirmarse también que era más frío y más árido en el sur que en el norte, que en los grandes volcanes y las cadenas montañosas se formaban zonas de lluvia en la dirección del viento, que hacía más calor cerca del ecuador y más frío en los polos. Pero esas obvias generalizaciones eran lo único que podían afirmar con seguridad, aparte de algunas características locales, sujetas a infinidad de variaciones; se trataba de estudiar minuciosamente las estadísticas más que de observar la experiencia vivida. Y con sólo cincuenta y dos años marcianos en archivo, la atmósfera que iba espesándose gradualmente, el agua que se estaba bombeando a la superficie y un largo etcétera, en realidad era bastante difícil definir las condiciones normales o las medias.

Mientras tanto a Sax le costaba mucho concentrarse en Pavonis Este. La gente no dejaba de interrumpirlo para quejarse del destino de los espejos, y la volátil situación política seguía produciendo tormentas tan impredecibles como las del clima. Era evidente que la retirada de los espejos no había aplacado a todos los rojos; los sabotajes a proyectos de terraformación eran cosa corriente, y a veces la defensa de esos proyectos exigía violentos combates. Y de los informes que llegaban de la Tierra, que Sax se obligaba a estudiar a diario durante una hora, se desprendía que ciertos sectores trataban de mantener las cosas tal como eran antes de la inundación, en lucha encarnizada con otros grupos que intentaban aprovechar la inundación de la misma manera que los revolucionarios marcianos, utilizándola como punto de inflexión en la historia y trampolín hacia un nuevo orden, un nuevo comienzo. Pero las transnacionales, que no iban a rendirse fácilmente, se habían atrincherado en la Tierra. Controlaban vastos recursos, y una simple subida de siete metros del nivel del mar no iba a dejarlos fuera de combate Sax apagó la pantalla después de una de esas deprimentes sesiones y se reunió con Michel en el rover para cenar.

—No existen los comienzos desde cero —dijo, mientras ponía a hervir agua.

—¿El Big Bang? —sugirió Michel.

—Por lo que tengo entendido, existen teorías que sugieren que la… la aglutinación en los primeros momentos del universo fue causada por la aglutinación previa del universo anterior, que se colapso en su propio Big Crunch.

—Habría supuesto que eso aplastaría todas las irregularidades.

—Las singularidades son extrañas… fuera de su horizonte de sucesos, los efectos cuánticos permiten la aparición de algunas partículas. Entonces, la inflación cósmica que impulsaba esas partículas hacia el exterior al parecer hizo que empezaran a formarse pequeños agregados, que fueron aumentando de tamaño. —Sax frunció el entrecejo; hablaba como el grupo teórico de Da Vinci.— Pero estaba hablando de la inundación de la Tierra, que de cualquier modo no es una alteración de las condiciones tan radical como una singularidad. Incluso debe de haber muchos que no la contemplan como un punto de inflexión.

—Cierto —dijo Michel; por alguna razón, reía—. Deberíamos ir allá a ver, ¿eh?

Cuando terminaron de comer los espagueti, Sax dijo:

—Quiero salir al campo. Comprobar si ya hay algún efecto visible de la desaparición de los espejos.

—Ya has visto uno. Esa disminución de la luz cuando estábamos en el borde… —dijo Michel, y se estremeció.

—Sí, pero eso sólo acrecienta mi curiosidad.

—Bueno… nosotros vigilaremos la fortaleza en tu ausencia.

Como si uno tuviera que ocupar físicamente un espacio dado para estar presente.

—El cerebelo nunca se da por vencido —dijo Sax. Michel sonrió.

—Y ésa es la razón de que quieras salir y verlo. Sax puso una expresión ceñuda.

Antes de partir, llamó a Ann.

—¿Te gustaría… te gustaría acompañarme en un viaje a Tharsis Sur, para… para examinar el límite superior de la areobiosfera… juntos?

Ella se sobresaltó. Su cabeza se movía asintiendo mientras pensaba, la respuesta del cerebelo, que se anticipaba seis o siete segundos a la respuesta verbal consciente.

—No. —Y cortó la conexión, con una expresión casi de miedo.

Sax se encogió de hombros. Se sentía mal. Había descubierto que uno de los motivos por los que salía al campo era el deseo de llevar a Ann y mostrarle los primeros biomas rocosos de los fellfields. Mostrarle qué hermosos eran. Hablar con ella. Algo por el estilo. Su imagen mental de lo que le diría si conseguía que lo acompañara era borrosa en el mejor de los casos. Simplemente quería mostrárselos. Obligarla a mirarlos.

Bien, no se podía obligar a nadie a ver las cosas.

Fue a despedirse de Michel. El trabajo de éste consistía en forzar a la gente a ver cosas. Ésa era, sin duda, la causa de su frustración cuando hablaba de Ann. Ella había sido paciente suya durante más de un siglo y no sólo no había cambiado, sino que tampoco le había contado gran cosa de sí misma. A Sax le parecía gracioso, aunque era evidente que eso afligía a Michel, porque la quería, como amaba al resto de sus viejos amigos y pacientes, incluyendo a Sax. Formaba parte de la naturaleza de la responsabilidad profesional, en opinión de Michel: enamorarse de los objetos de «estudio científico». Los astrónomos aman las estrellas. Bueno, vaya uno a saber.

Sax alargó la mano y aferró el brazo de Michel, que sonrió feliz ante ese gesto tan impropio de Sax, ese «cambio de mentalidad». Amor, sí; y especialmente cuando el objeto de estudio eran mujeres conocidas desde hacía años, estudiadas con la intensidad de la ciencia pura… Sí, había sentimiento. Una profunda intimidad tanto si cooperaban en el estudio como si no. De hecho, tal vez resultaban más seductoras si no lo hacían, si se negaban a responder. Al fin y al cabo, si Michel quería respuestas a las preguntas, respuestas con gran profusión de detalles, incluso cuando no los pedía, siempre tenía a Maya, la humana en demasía, que obligaba a Michel a una dura carrera de obstáculos a través del sistema límbico, que incluía convertirse en blanco de proyectiles diversos, si lo que contaba Stephen era cierto. Después de esa clase de simbolismo, el silencio de Ann resultaba encantador.

—Ve con cuidado —dijo Michel, el científico feliz, ante uno de sus objetos de estudio, al que amaba como a un hermano.

Sax partió solo. Bajó la desnuda y abrupta pendiente sur de Pavonis Mons y luego franqueó el desfiladero entre Pavonis y Arsia. Contorneó el gran cono de Arsia Mons por su árido flanco oriental y luego descendió por el flanco meridional de Arsia y de la Protuberancia de Tharsis, y al fin alcanzó las accidentadas tierras altas de Daedalia Planitia. Esa llanura era el único vestigio de una antiquísima y gigantesca cuenca de impacto; el levantamiento de Tharsis, la lava de Arsia y los vientos incesantes la habían borrado casi por completo, y ahora todo lo que quedaba de ella era una colección de observaciones y deducciones de los areólogos, series radiales y poco marcadas de deyecciones y accidentes similares, visibles en los mapas pero no en el paisaje.

A los ojos del viajero que las atravesaba apenas diferían del resto de las tierras altas meridionales: un terreno accidentado, erosionado y anfractuoso. Un paisaje rocoso agreste. Las antiguas coladas de lava aparecían en forma de lisas curvas lobuladas de roca oscura que recordaban una sucesión de olas descendentes que se abrían en abanico. Unas franjas en las que alternaban colores claros y oscuros marcaban el terreno, indicando la diferencia de pesos y consistencias: triángulos alargados de color claro que adornaban la cara sudoriental de los cráteres y peñascos, cheurones que miraban al noroeste y manchas oscuras en el interior de los numerosos cráteres sin borde. La siguiente gran tormenta de polvo rediseñaría todos aquellos dibujos.

Sax conducía sobre las olas bajas de roca con gran placer, abajo, abajo, arriba, abajo, abajo, arriba, leyendo los dibujos que trazaban las franjas de arena como en una carta de vientos. No viajaba en un rover-roca, con el espacio reducido y en penumbras, escabulléndose como una sabandija de un escondrijo a otro, sino en una de las caravanas de los areólogos, grandes cajones con ventanas en los cuatro costados del compartimiento del conductor, en el tercer piso. Era en verdad placentero viajar a la luz del sol, tenue y brillante, abajo y arriba, abajo y arriba sobre la llanura cruzada por franjas de arena y unos horizontes extrañamente lejanos para la norma marciana. No tenía que esconderse de nadie, nadie lo perseguía. Era un hombre libre en un planeta libre, y podía recorrer el mundo entero en su coche si lo deseaba, ir adonde quisiera.

Tardó dos días en advertir todas las repercusiones de esto, e incluso entonces no estuvo seguro de comprenderlas. Se traducía en una sensación de levedad, una extraña levedad que a menudo le distendía la boca en una pequeña sonrisa. Nunca hasta entonces había experimentado sensaciones de opresión o miedo después de 2061, pero al parecer habían existido. Sesenta y seis años de miedo, inadvertidos pero siempre ahí, una suerte de tensión de la musculatura, un pequeño pavor oculto en el corazón de todo. «¡Sesenta y seis botellas de miedo en la pared, sesenta y seis botellas de miedo! ¡Baja una, hazla circular, sesenta y cinco botellas de miedo en la pared!» Que se habían acabado. Él era libre, su mundo era libre. Descendía por la planicie inclinada grabada por el viento. Al despuntar el día había empezado a aparecer nieve en las grietas, con un centelleo acuático que el polvo nunca tendría; y después, liquen: estaba bajando a la atmósfera.

¡Y no había nada, en ese momento, que le impidiera seguir viviendo de esa manera, trabajando a su aire cada día en el gran laboratorio del mundo, y los demás disfrutando de la misma libertad!

Qué sensación.

Oh, podían discutir en Pavonis, y ciertamente lo harían. Y no sólo en Pavonis. Eran una pandilla extraordinariamente belicosa. ¿Qué teoría sociológica podía explicarlo? Era difícil saberlo. Y de todas formas, a pesar de todas sus disputas, habían cooperado; tal vez sólo fuese una confluencia temporal de intereses, pero todo era temporal; cuando tantas tradiciones se rompían o desaparecían, surgía la necesidad de la creación, como decía John; y crear no era fácil. Ni tenían tanto talento para crear como para quejarse.

No obstante habían desarrollado ciertas capacidades como grupo, como, por ejemplo… una civilización. El cuerpo de conocimientos científicos acumulados era vasto, y seguía aumentando, ese conocimiento les estaba proporcionando unos poderes que un solo individuo apenas podía comprender, ni siquiera en líneas generales. Pero eran poderes, los comprendiesen o no. Poderes divinos, como los llamaba Michel, aunque no era necesario exagerar o confundir el tema; eran poderes reales en el mundo material, reales pero constreñidos por la realidad. Que a pesar de todo acaso les permitirían, y a Sax le parecía que así sería si los aplicaban de manera correcta, crear al fin una civilización humana decente. Después de tantos siglos de intentos fallidos. ¿Y por qué no? ¿Por qué no aspirar a llevar la empresa al más alto nivel posible? Podían proveer equitativamente para todos, podían curar la enfermedad, retrasar la senectud y vivir mil años, comprender el universo, desde la distancia de Planck hasta la distancia cósmica, desde el Big Bang hasta el eskaton… todo eso era posible, técnicamente posible. Y en cuanto a quienes creían que la humanidad necesitaba del acicate del sufrimiento para hacerse grande, bien, podían salir y encontrarse de nuevo con las tragedias que en opinión de Sax nunca desaparecerían, cosas como el amor perdido, la traición de los amigos, la muerte, malos resultados en el laboratorio. Y mientras tanto los demás podrían continuar con la tarea de crear una civilización decente. ¡Podían hacerlo! Era en verdad sorprendente. Habían alcanzado un punto en la historia en que podía decirse que eso era posible. A Sax hasta le parecía sospechoso; en física uno aprendía a desconfiar de inmediato cuando una situación parecía extraordinaria o única. Las probabilidades estaban en contra, sugerían que era un producto de la perspectiva, había que asumir que las cosas eran más o menos constantes y que uno vivía en unos tiempos que se ajustaban a una media… el llamado principio de mediocridad. Nunca le había parecido un principio particularmente atractivo; acaso significara solamente que la justicia siempre se podía alcanzar. En cualquier caso, ahí estaba, en un momento extraordinario que más allá de las cuatro ventanas se extendía bruñido por el leve tacto del sol natural. Marte y sus humanos, libres y poderosos.

Era demasiado para asimilarlo. Escapaba de su mente, y luego lo recuperaba, y sorprendido y alegre, reía. El sabor de la sopa de tomate y el pan, la penumbra purpúrea del cielo crepuscular, el espectáculo del brillo tenue de los instrumentos del salpicadero reflejado en las ventanas oscuras, todo le hacía reír. Podía ir adonde quisiera. Ya nadie dictaba las normas. Se lo dijo en voz alta a la pantalla a oscuras de la IA:

—¡Nadie dicta las normas! —Era una sensación vertiginosa, casi aterradora. Ka, como dirían los yonsei. Se suponía que Ka era el nombre que el pequeño pueblo rojo daba a Marte; procedía del japonés ka, que significaba «fuego». La misma palabra existía en otras lenguas, incluido el protoindoeuropeo, al menos eso decían los lingüistas.

Se metió con cautela en el gran lecho que había al fondo del compartimiento, rodeado por el murmullo de los sistemas eléctricos y de calefacción del rover, y yació murmurando él también bajo la gruesa colcha que le calentaba el cuerpo tan deprisa, y reposó la cabeza en la almohada y contempló las estrellas.

A la mañana siguiente un sistema de altas presiones llegó desde el noroeste, y la temperatura subió hasta los 262°K. Había bajado a cinco mil metros sobre la línea de referencia, y la presión exterior del aire era de 230 milibares. No suficiente para respirar libremente, por lo que se puso uno de los trajes de superficie con calefacción, se colgó un pequeño tanque de aire a la espalda, se colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca y unas gafas para protegerse los ojos.

Aún así, cuando salió gateando de la antecámara y bajó los peldaños hasta la arena, el intenso frío le hizo moquear y le llenó los ojos de lágrimas que le impedían ver. El aullido del viento era agudo, a pesar de que llevaba las orejas protegidas por la capucha del traje. Pero la calefacción ya funcionaba, y con el resto del cuerpo caliente su cara fue acostumbrándose.

Tensó el cordón de la capucha y echó a andar. Pisaba siempre sobre piedras planas, que allí abundaban. Se acuclillaba a menudo para examinar las grietas, en las que encontraba líquenes y numerosos especímenes de otras formas de vida: musgos, pequeñas matas de carrizo, hierba. Hacía mucho viento. Unas ráfagas excepcionalmente fuertes lo golpeaban cuatro o cinco veces por minuto. Aquél era un lugar ventoso la mayor parte del tiempo, sin duda, puesto que la atmósfera se deslizaba hacia el sur alrededor de la mole de Tharsis en grandes masas. Las bolsas de altas presiones descargaban la mayor parte del agua al pie de esa pendiente, en el flanco occidental; en ese mismo momento el horizonte occidental estaba oscurecido por un llano mar de nubes que se fundía con la tierra, dos o tres kilómetros más baja allá, y tal vez a unos sesenta kilómetros de distancia.

En el suelo, la nieve llenaba solamente algunas grietas y hondonadas umbrías. Esos bancos de nieve eran tan compactos que podía saltar sobre ellos sin dejar marca. Láminas formadas por el hielo, parcialmente derretidas y de nuevo congeladas. Una de esas láminas festoneadas se quebró bajo sus pies y al examinarla descubrió que tenía varios centímetros de grosor. Debajo había nieve polvo o granulada. Tenía los dedos helados, a pesar de los guantes con calefacción.

Se enderezó y continuó vagando, sin rumbo, sobre la roca. Algunas de las hondonadas más profundas contenían estanques de hielo. Alrededor de mediodía bajó al fondo de una y almorzó junto al estanque de hielo, levantándose la máscara de aire para dar pequeños mordiscos a una barra de cereales con miel. Altura, 4,5 kilómetros sobre la línea de referencia; presión del aire, 267 milibares. Un sistema de altas presiones, sin duda. En el cielo boreal, el sol bajo era un punto brillante orlado de peltre.

El hielo del estanque era transparente en algunos puntos, y esas pequeñas ventanas le proporcionaban una vista del fondo oscuro. El resto estaba lleno de burbujas o cuarteado, o cubierto de escarcha. La ribera en la que estaba sentado era una curva de grava, y en algunas porciones, semejantes a playas en miniatura, la tierra parda aparecía cubierta de vegetación muerta y ennegrecida: la línea de crecida del estanque, al parecer, una orilla de tierra por encima de la de grava. La playa no tendría más de cuatro metros de largo y uno de ancho. La grava fina era de color ocre, ocre moteado o… Tendría que consultar una tabla cromática. Pero no en ese momento.

La berma de tierra estaba salpicada de las cabezuelas de color verde pálido de unas diminutas briznas de hierba. Unos manojos de briznas más altas sobresalían aquí y allá, la mayor parte de ellas muertas y de color gris claro. Junto al estanque había agrupaciones de hojas carnosas de color verde oscuro, y rojo oscuro en los bordes. En el punto donde el verde se fundía con el rojo se formaba un color cuyo nombre desconocía, un marrón oscuro y lustroso que conservaba los dos colores que lo constituían. Al final iba a tener que consultar la escala cromática antes de lo que pensaba; había descubierto que cuando salía al campo convenía tener una a mano, porque era necesario consultarla más o menos una vez por minuto. Unas flores de color céreo, casi blancas, se escondían debajo de esas hojas bicolores. Más allá yacían unas marañas de tallos rojos y agujas verdes, como algas tiradas en la pequeña playa. De nuevo la mezcla de rojo y verde, mirándole desde la naturaleza.

Oyó un murmullo, tal vez el viento en las rocas, o el zumbido de los insectos. Moscas enanas, abejas… en ese aire sólo tendrían que tolerar treinta milibares de CO2, porque la presión parcial que lo empujaba al interior de sus organismos era muy pequeña, al llegar a cierto punto la saturación interna bastaría para impedir cualquier aportación excesiva.

Para los mamíferos no sería tan sencillo, pero serían capaces de tolerar veinte milibares, y con la vida vegetal floreciendo en todas las zonas bajas del planeta los niveles de CO2 pronto bajarían a veinte milibares, y entonces podrían prescindir de los tanques de aire y las máscaras. Y podrían liberar animales en Marte.

Le pareció escuchar sus voces en el débil murmullo del viento, inmanentes o inesperadas, surgiendo de la siguiente gran marea de viriditas. El murmullo de unas voces lejanas; el viento; la paz de aquel pequeño estanque en el páramo rocoso; el placer, propio de Nirgal, al sentir el frío penetrante…

—Ann debería ver esto —murmuró.

Sin embargo, a causa de la desaparición de los espejos orbitales, presumiblemente todo lo que veía estaba condenado. Aquél era el límite superior de la biosfera, y con toda seguridad, con la pérdida de luz y calor, el límite superior descendería, al menos temporalmente, o tal vez para siempre. Él no quería que eso ocurriera, y parecía haber medios para compensar la pérdida de insolación. Después de todo, la terraformación había conseguido mucho antes de la llegada de los espejos; en realidad, no eran necesarios. Y era bueno no depender de algo tan frágil; y mejor desprenderse de ellos ahora que más tarde, cuando grandes poblaciones animales además de las plantas podrían desaparecer a causa de la regresión.

A pesar de todo, era una pena. Pero la materia vegetal muerta al fin y al cabo significaba más fertilizante, y sin el sufrimiento inherente a los animales. Al menos así lo suponía. ¿Quién sabía lo que sentían las plantas? Cuando uno las examinaba de cerca, resplandecientes en su minuciosa articulación, como cristales complejos, eran tan misteriosas como cualquier otra forma de vida. Y la presencia de ellas allí convertía el plan, todo lo que él alcanzaba a ver, en un gran fellfield, que se extendía lentamente como un tapiz sobre la roca, descomponía los minerales desgastados y se mezclaba con ellos para formar los primeros suelos. Un proceso muy lento. Cada pulgarada de suelo contenía una vasta complejidad; y aquel fellfield era la cosa más encantadora que había visto en su vida.

Desgastar. Todo aquel mundo estaba desgastándose. El primer registro escrito del uso de la palabra con ese significado había aparecido en un libro sobre Stonehenge, muy apropiadamente, en 1665. «El desgaste de tantas centenas de años.» En ese mundo de piedra. Desgaste. El lenguaje como la primera ciencia, exacta y sin embargo imprecisa, o plurivalente, reuniendo las cosas. La mente como el tiempo que desgasta, o que es desgastada por él.

Unas nubes se aproximaban por las colinas cercanas, al oeste; sus vientres descansaban sobre una capa termal, nivelándose como si se apretaran contra un vidrio. Unas serpentinas de lana hilada abrían la marcha hacia el este.

Sax se enderezó y trepó. Fuera de la hondonada el viento era sorprendentemente intenso, y el frío parecía el de una era glacial que se hubiera abatido sobre él con toda su fuerza. El factor viento, naturalmente; si la temperatura era de 262°K y el viento soplaba a unos setenta kilómetros por hora, con ráfagas mucho más fuertes, crearía una temperatura equivalente a 250°K. ¿Era correcto el cálculo? Eso era mucho frío para andar sin casco. En realidad, se le estaban entumeciendo las manos. Y también los pies. Y sentía la cara como una gruesa máscara. Estaba tiritando, y sus párpados se pegaban, porque las lágrimas empezaban a congelarse. Tenía que regresar al rover.

Avanzó con dificultad sobre el suelo rocoso, sorprendido por la capacidad del viento para intensificar el frío. No había conocido un viento así de frío desde la niñez, si es que había ocurrido, y había olvidado lo yerto que uno se quedaba. Tambaleándose por la embestida de las ráfagas, subió a un antiguo montículo de lava y miró pendiente arriba. Allí estaba su rover, grande, de un verde chillón, centelleando como una nave espacial, unos dos kilómetros cuesta arriba. Una grata visión.

Entonces la nieve empezó a volar horizontalmente, de cara, en una dramática demostración de la gran velocidad del viento. Unos pequeños perdigones chocaron contra sus gafas. Echó a andar hacia el coche, con la cabeza gacha y observando la nieve que remolineaba sobre las rocas. Había tanta en el aire que se le empañaban las gafas, pero tras una dolorosa y fría operación para limpiar la cara interna de los cristales descubrió que la condensación se estaba produciendo en el aire. Nieve fina, bruma, polvo, quién sabía.

Siguió avanzando. Cuando volvió a levantar la vista, el aire estaba tan cargado de nieve que no fue capaz de ver el coche. No podía hacer otra cosa que continuar. Tenía suerte de que el traje estuviera bien aislado y revestido con elementos calefactores, porque incluso con el calor al máximo, el frío le calaba el lado izquierdo como si estuviese desnudo. La visibilidad era ahora de unos veinte metros, aunque variaba mucho según la densidad de las ráfagas de nieve; se encontraba en el interior de una burbuja blanca y amorfa que se expandía y se contraía, atravesada por la nieve volante y lo que parecía ser una especie de niebla o bruma helada. Era muy probable que se encontrara dentro de la nube de la tormenta. Tenía las piernas rígidas. Cruzó los brazos sobre el pecho y metió las manos bajo las axilas. No había manera de saber si estaba avanzando en la dirección correcta. Tenía la impresión de que seguía la ruta emprendida antes de que la visibilidad disminuyera, pero por otra parte, si era así, ya debería haber alcanzado el rover.

No tenían brújulas en Marte; aunque disponía, no obstante, de sistemas de localización por satélite, en su consola de muñeca y en el coche. Podía poner en la pequeña pantalla un mapa detallado y localizarse a sí mismo y al coche; después caminaría un trecho y comprobaría la posición, y finalmente iría derecho al rover. Se le antojó un montón de trabajo; y eso le recordó que el frío afectaba a la mente lo mismo que al cuerpo. No era tanto trabajo, después de todo.

Se acurrucó al abrigo de un peñasco y puso en práctica el método. La teoría que lo respaldaba era obviamente sólida, pero los instrumentos dejaban que desear; la pantalla de muñeca sólo medía cinco centímetros, tan pequeña que no podía ver bien los puntos que aparecían en ella. Cuando consiguió distinguirlos, caminó un poco y volvió a comprobar la posición. Pero desgraciadamente los resultados indicaron que debería haber avanzado en ángulo recto respecto a la dirección que había estado siguiendo.

Aquello lo perturbó de tal modo que se quedó paralizado. Su cuerpo insistía en que había seguido la dirección correcta; su mente (una parte de ella, al menos) estaba casi segura de que era mejor confiar en los resultados de la consola de muñeca y admitir que se había desviado. Pero no tenía esa impresión; el terreno conservaba aún una inclinación que apoyaba el parecer de su cuerpo. La contradicción era tan intensa que lo acometió una oleada de náusea; su torce interno fue tan agudo que le resultó doloroso permanecer erguido, como si todas las células de su cuerpo estuvieran retorciéndose bajo la presión de lo que la pantalla de muñeca le estaba diciendo… los efectos fisiológicos de una resonancia puramente cognitiva, curioso. Casi le hacía creer en la resistencia de un imán interno en el cuerpo, como en la glándula Pineal de las aves migratorias… aunque no hubiera ningún campo magnético. Tal vez su piel era tan sensible a la radiación solar que podía determinar con precisión la localización del sol, incluso cuando el cielo tenía un color gris oscuro y opaco. ¡Tenía que ser algo por el estilo, porque la sensación de que estaba bien orientado era muy fuerte!

Poco a poco la náusea de la desorientación pasó, y se puso de pie y echó a andar en la dirección sugerida por la pantalla de muñeca, con una sensación horrible, desviándose ligeramente cuesta arriba sólo para sentirse mejor. Pero uno tenía que confiar en los instrumentos, no en el instinto, eso era la ciencia. De manera que siguió adelante, subiendo en diagonal, cada vez más torpe. Sus pies casi insensibles tropezaban con rocas que no veía, aunque las tenía delante de las narices; cayó una y otra vez. Era sorprendente que la nieve pudiera oscurecer la visión de tal manera.

Se detuvo y trató de localizar el rover por satélite; el mapa de su muñeca indicó una dirección totalmente distinta, detrás de él y a la izquierda.

¿Era posible que hubiese dejado atrás el rover? No le apetecía retroceder con el viento en contra. Pero al parecer sólo así llegaría al rover. De manera que agachó la cabeza y se internó en el viento penetrante con obstinación. Tenía una sensación extraña en la piel, le picaba bajo los elementos calefactores que recorrían el traje en zigzag, y el resto estaba insensible. Tenía los pies entumecidos y le costaba caminar. No sentía la cara; era evidente que la congelación no tardaría en empezar. Tenía que guarecerse.

Se le ocurrió algo nuevo. Llamó a Aonia en Pavonis, que respondió casi al instante.

—¡Sax! ¿Dónde estás?

—¡Por eso te llamo! —dijo él—. ¡Estoy en medio de una tormenta en Daedalia! ¡Y no puedo encontrar el coche! Me preguntaba si podrían comprobar mi localización y la del rover! ¡Y si pueden indicarme en qué dirección debo ir!

Pegó la consola de muñeca a su oreja.

—Ka uau, Sax. —Parecía que Aonia estaba gritando también, bendita fuera. Su voz sonaba extraña en aquel escenario.— ¡Un segundo, deja que lo compruebe!… ¡Muy bien! ¡Ya te tengo! ¡Y a tu coche también! ¿Qué estás haciendo tan al sur? ¡Creo que tardarán bastante en llegar adonde estás! ¡Sobre todo si hay una tormenta!

—Hay una tormenta —dijo Sax—. Por eso he llamado.

—¡Muy bien! Estás unos trescientos cincuenta metros al oeste de tu coche.

—¿Directamente al oeste?

—¡… y un poco al sur! ¿Pero cómo te orientarás?

Sax lo pensó. La falta de campo magnético de Marte nunca le había parecido un problema, pero lo era. Podía suponer que el viento soplaba directamente del oeste, pero sólo era una suposición.

—¿Puedes comunicarte con la estación meteorológica más próxima e informarte de la dirección del viento?

—Claro, pero no servirá de mucho a causa de las variaciones locales. Espera un momento, me van a echar una mano.

Pasaron unos pocos segundos, eternos y helados.

—¡El viento es oestenoroeste, Sax! ¡Así que tienes que caminar con el viento detrás de ti y ligeramente hacia la izquierda!

—Lo sé. Caminaré un poco; corríjanme sí es necesario.

Echó a andar de nuevo, afortunadamente con el viento a favor. Cinco o seis angustiosos minutos después su consola de muñeca emitió un pitido.

—¡Estás en el buen camino! —dijo Aonia.

Eso era alentador, y continuó a buen paso, aunque el viento le calaba las costillas y le helaba el corazón.

—¡Bien, Sax! ¿Sax?

—¡Sí!

—¡El coche y tú estáis en la misma zona! Pero no había ningún coche a la vista.

El corazón le dio un vuelco. La visibilidad seguía siendo de unos veinte metros, pero no veía ningún coche. Tenía que ponerse a cubierto en seguida.

—Camina en una espiral creciente desde donde estás —sugirió la vocecita en su muñeca. Una buena idea en teoría, pero no podría ejecutarla; no podía afrontar el viento. Miró sobriamente su consola de muñeca de plástico oscuro. Allí no encontraría más ayuda.

Durante unos segundos pudo distinguir unos bancos de nieve a la izquierda. Se dirigió allí arrastrando los pies y descubrió que la nieve descansaba al abrigo de un escarpe que le llegaba más o menos al hombro, un accidente que no recordaba haber visto antes, aunque había algunas grietas radiales en la roca causadas por el levantamiento de Tharsis, y ésa debía de ser una de ellas. La nieve era un aislante prodigioso. Aunque resultaba muy poco atractiva como refugio. Pero Sax sabía que los montañeros a menudo cavaban en ella para sobrevivir a las noches a la intemperie. Protegía del viento. Se detuvo al pie del banco de nieve y lo golpeó con un pie entumecido. Fue como si pateara roca. Excavar una caverna parecía descartado. Pero el esfuerzo lo calentaría un poco. Y hacía menos viento allí. Empezó a patear y descubrió que bajo la gruesa lámina de nieve se encontraba la nieve polvo habitual. Después de todo, la caverna era practicable. Empezó a cavar.

—¡Sax, Sax! —gritó la voz desde la consola de muñeca—. ¿Qué estás haciendo?

—Excavo en la nieve —dijo él—. Un vivac.

—¡Oh, Sax… vamos volando en tu ayuda! ¡Podemos estar allí mañana por la mañana, así que aguanta! ¡Te hablaremos!

—Bien.

Pateó y excavó. De rodillas, sacaba la dura nieve granular y la arrojaba al aire, donde se reunía con los copos remolineantes que volaban sobre su cabeza. Le costaba moverse, le costaba pensar. Se reprochó amargamente haberse alejado tanto del vehículo y haberse enfrascado en el paisaje que rodeaba el estanque de hielo. Era lamentable morir cuando las cosas se estaban poniendo tan interesantes. Libre pero muerto. Había conseguido penetrar en la nieve a través de un agujero oblongo en la lámina de hielo. Se agachó, cansado, y se metió en el reducido espacio, de costado e impulsándose con los pies. La nieve parecía sólida contra la espalda del traje y más cálida que el feroz viento. Recibió con alegría el temblor de su torso, y sintió un vago temor cuando cesó. Estar demasiado frío para temblar era una mala señal.

Muy cansado, aterido de frío. Miró la consola de la muñeca. Eran las cuatro pm. Llevaba más de tres horas caminando en medio de la tormenta. Tendría que arreglárselas para sobrevivir otras quince o veinte horas antes de que llegaran a rescatarlo. O tal vez por la mañana la tormenta habría amainado y encontraría el rover fácilmente. De cualquier modo, tenía que sobrevivir a la noche acurrucándose en aquella cueva. O aventurarse a salir y buscar el vehículo. No podía estar muy lejos. Pero a menos que el viento amainara, afuera no resistiría.

Tenía que esperar allí. Teóricamente podía llegar con vida a la mañana, aunque en aquel momento tenía tanto frío que le costaba creerlo. Las temperaturas nocturnas en Marte descendían drásticamente. Tal vez la tormenta remitiera en la hora siguiente y él pudiera encontrar el rover y refugiarse antes de que oscureciera.

Comunicó a Aonia y sus compañeros dónde se encontraba. Parecían preocupados, pero no podían hacer nada. Sus voces le irritaron.

Después de lo que parecieron muchos minutos, se le ocurrió otra cosa. Con el frío se reducía el aporte sanguíneo a las extremidades, y quizás también al córtex, para que la sangre fuera preferentemente al cerebelo, donde el trabajo necesario continuaría hasta el fin.

Pasó el tiempo. Parecía a punto de oscurecer. Tendría que llamar otra vez. Tenía demasiado frío… algo iba mal. La avanzada edad, la altura, los niveles de CO2, algún factor o combinación de factores empeoraban la situación. Podía morir por la exposición a los elementos en una sola noche. Y parecía que le estaba sucediendo justamente eso. ¡Menuda tormenta! La desaparición de los espejos, tal vez. Una era glacial súbita. Fenómeno de extinción masiva.

El viento traía unos sonidos extraños, como gritos. Ráfagas de débiles aullidos: «¡Sax! ¡Sax! ¡Sax!» ¿Habrían conseguido enviar a alguien por aire? Escudriñó el corazón de la oscura tormenta; los copos de nieve captaban las últimas luces y caían como lágrimas blancas.

De pronto, a través de las pestañas escarchadas vio emerger una figura de la oscuridad. De baja estatura, redonda, con casco.

—¡Sax! —La voz estaba distorsionada porque provenía de un altavoz en el casco de la figura. Esos técnicos de Da Vinci eran gente de recursos. Sax trató de responder y descubrió que tenía demasiado frío para hablar. Sólo sacar las botas fuera del agujero le supuso un esfuerzo formidable. Pero la figura debió de advertir el movimiento, porque se volvió y echó a andar con decisión contra el viento, moviéndose como un marinero experimentado en una cubierta oscilante, resistiendo las embestidas del viento racheado. La figura llegó hasta él, se inclinó y lo asió por la muñeca, y entonces Sax vio el rostro a través del visor, con tanta claridad como si mirara a través de una ventana. Era Hiroko.

Ella esbozó su sonrisa fugaz y lo arrastró fuera de la cueva, tirando con tanta fuerza de la muñeca izquierda de Sax que los huesos le crujieron dolorosamente.

—¡Ay! —exclamó él.

Expuesto al viento, el frío era como la muerte. Hiroko se pasó el brazo izquierdo de Sax sobre los hombros y, sujetándolo aún fuertemente por la muñeca por encima de la consola, dejaron atrás el escarpe y se internaron en el corazón de la tempestad.

—Mi rover está cerca —musitó él, apoyándose en ella y tratando de mover las piernas con la rapidez suficiente para apoyar las plantas en el suelo. Era maravilloso verla otra vez. Una personita muy poderosa, como siempre.

—Está allí —dijo ella por el altavoz—. Estabas muy cerca.

—¿Cómo me encontraste?

—Te seguimos cuando bajaste por Arsia. Y hoy, cuando empezó la tempestad, comprobamos tu posición y vimos que estabas fuera del rover. Salí para ver si estabas bien.

—Gracias.

—Tienes que tener cuidado durante las tormentas.

De pronto se encontraron delante del rover. Hiroko le soltó la muñeca, que le latía de dolor, y pegó el casco a las gafas de Sax.

—Entra —le dijo.

Sax subió los escalones con cuidado hasta la puerta de la antecámara, la abrió y se derrumbó dentro. Se volvió con torpeza para hacerle sitio a Hiroko, pero ella no estaba. Se arrastró y asomó la cabeza por la puerta, en el viento, y miró alrededor. Ni rastro de ella. Estaba oscuro; la nieve parecía negra.

—¡Hiroko! —gritó. No hubo respuesta.

Cerró la antecámara, de pronto asustado. Falta de oxígeno. Presurizó la antecámara y cayó por la puerta interior en el pequeño vestuario. Estaba sorprendentemente caliente, y el aire parecía vapor. Tironeó con torpeza de sus ropas, sin éxito. Entonces empezó a desvestirse metódicamente. Gafas y máscara fuera. Estaban recubiertas de hielo. Ah… seguramente el aporte de aire se había visto restringido por la formación de hielo en el tubo de comunicación entre el tanque y la máscara. Respiró hondo varias veces y tuvo que sentarse muy quieto ante una oleada de náuseas. Se echó atrás la capucha, abrió la cremallera del traje. Quitarse las botas casi fue superior a sus fuerzas. Luego, el traje. La ropa interior estaba fría y húmeda. Las manos le ardían. Era una buena señal, prueba de que la congelación no era grave; pero era un dolor lacerante.

La piel de todo el cuerpo le empezó a hormiguear con el mismo dolor.

¿Qué lo causaba? ¿El retorno de la sangre a los capilares? ¿El retorno de la sensibilidad a los nervios helados? Fuese lo que fuese, era casi insoportable.

Se encontraba de un humor excelente. No era sólo por haber escapado a la muerte, lo cual era bueno, sino también porque Hiroko estaba viva. ¡Hiroko viva! Era una noticia maravillosa. Muchos de sus amigos estaban convencidos de que ella y su grupo habían escapado del asalto de Sabishii a través del laberinto de la ciudad y habían recuperado sus refugios ocultos; pero Sax nunca había estado seguro. No había nada que apoyara esa convicción. Y había elementos en las fuerzas de seguridad perfectamente capaces de matar a un grupo de disidentes y hacer desaparecer los cadáveres. Esto probablemente era lo que había sucedido, pensaba Sax. Pero se había reservado su opinión. No podía saberlo a ciencia cierta.

Pero ahora lo sabía. La había encontrado y ella lo había salvado de la muerte por congelación, o por asfixia, que hubiera llegado antes. Ver su rostro alegre y en cierto modo impersonal, sus ojos castaños, sentir el cuerpo de ella sosteniéndolo, su mano apresándole la muñeca… le saldría un moretón. Quizá hasta tuviese un esguince. Flexionó la mano y el dolor de la muñeca le hizo saltar las lágrimas. Se rió. ¡Hiroko!

Después de un rato el tormento del retorno de la sensibilidad a su piel se aplacó. Aunque aún sentía las manos hinchadas y como en carne viva y no tenía el control total de los músculos, ni de los pensamientos, estaba volviendo a la normalidad. O a algo parecido.

—¡Sax! ¡Sax! ¿Dónde estás? ¡Contesta, Sax!

—Ah, hola. Estoy en el coche.

—¿Lo encontraste? ¿Saliste de la cueva en la nieve?

—Sí. Yo… pude ver el coche en un momento en que la nevada amainó.

La noticia los alegró.

Se quedó allí sentado, casi sin prestar atención a su chachara, preguntándose por qué había mentido con tanta espontaneidad. No se hubiera sentido cómodo explicándoles lo de Hiroko. Supuso que ella quería permanecer oculta… La estaba encubriendo.

Aseguró a sus colaboradores que estaba bien y cortó la comunicación. Arrastró una silla hasta la cocina y se sentó. Calentó sopa y la bebió a sorbos ruidosos, escaldándose la lengua. Congelado, escaldado, tembloroso, con náuseas… a pesar de todo eso, se sentía muy feliz. Pensativo después de haberse librado por los pelos de la muerte, y avergonzado por su ineptitud, por quedarse fuera, perderse y todo lo demás… el suceso daba mucho que pensar. Y sin embargo se sentía feliz. Había sobrevivido, y todavía mejor, también Hiroko. Lo que significaba que todo su grupo había sobrevivido con ella, incluyendo la media docena de los Primeros Cien que la habían acompañado desde el principio: Iwao, Gene, Rya, Raúl, Ellen, Evgenia… Sax preparó un baño y se sentó en el agua templada, y fue añadiendo agua caliente a pedida que el interior de su cuerpo recobraba el calor; y volvió una y otra vez a aquel maravilloso descubrimiento. Un milagro… bueno, no un milagro, naturalmente, pero tenía esa cualidad, una alegría inesperada e inmerecida.

Cuando notó que se estaba quedando dormido en la bañera, salió y se secó, y avanzó cojeando sobre los pies sensibles hasta el lecho, se arrastró bajo la colcha y se tendió pensando en Hiroko. Recordando cuando hacía el amor con ella en los baños de Zigoto, en la cálida y relajada lubricidad de sus citas en la sauna, avanzada la noche, cuando todo el mundo dormía. En su mano aferrándole la muñeca, levantándolo. Tenía la muñeca izquierda muy dolorida. Y eso lo hizo sentirse feliz.

Al día siguiente subió de nuevo por la gran pendiente meridional de Arsia, ahora cubierta de nieve limpia y blanca hasta una altura extraordinariamente elevada, 10,4 kilómetros sobre la línea de referencia, para ser exactos. Sintió una extraña mezcla de emociones, sin precedentes en intensidad y afluencia, aunque de algún modo se parecían a las poderosas emociones que había experimentado durante el tratamiento de estimulación sináptica que había recibido tras la embolia, como si algunas secciones del cerebro estuvieran creciendo activamente; tal vez el sistema límbico, el asiento de las emociones, conectaba con el córtex cerebral. Estaba vivo, Hiroko estaba viva, Marte estaba vivo; frente a aquellas fuentes de gozo la posibilidad de una era glacial no era nada, una fluctuación momentánea dentro del patrón general de calentamiento, algo semejante a la casi olvidada Gran Tormenta. Aunque él deseaba hacer cuanto pudiera para mitigarla.

Mientras, en el mundo humano estallaban feroces conflictos, en ambos mundos. Pero Sax intuía que la crisis había dejado atrás el peligro de guerra. Inundación, era glacial, explosión demográfica, caos social, revolución; quizá las cosas habían empeorado tanto que la humanidad se había entregado a una suerte de operación de rescate de la catástrofe universal o, en otras palabras, había entrado en la primera fase de la era postcapitalista.

O acaso sólo era que él se estaba volviendo excesivamente confiado, alentado por lo sucedido en Daedalia Planitia. Sus colaboradores en Da Vinci ciertamente estaban muy preocupados. Pasaban horas ante la pantalla contándole los detalles de las discusiones que se desarrollaban en Pavonis Este. Pero él no tenía paciencia para aquello. Pavonis iba a convertirse en una onda estacionaria de discusiones, era obvio. Y el grupo de Da Vinci lo temía… así eran ellos. En Da Vinci, si alguien levantaba la voz dos decibelios, se creía que las cosas empezaban a desmandarse. No. Después de su experiencia en Daedalia, nada de eso le interesaba lo suficiente para involucrarse. A pesar del encuentro con la tormenta, o tal vez a causa de ello, sólo deseaba regresar al campo. Quería ver cuanto pudiera, observar los cambios provocados por la retirada de los espejos, cambiar impresiones con los diferentes equipos de terraformación sobre la manera de compensarla. Llamó a Nanao en Sabishii y le preguntó si podía ir a visitarlos y discutir el tema con la gente de la universidad. Nanao estuvo conforme.

—¿Pueden acompañarme algunos de mis asociados? —le preguntó Sax.

Nanao estuvo conforme.

Y de pronto Sax descubrió que tenía planes, pequeñas Ateneas que brotaban de su cabeza. ¿Qué haría Hiroko a propósito de aquella posible era glacial? No podía imaginarlo. Pero un gran número de sus colegas en los laboratorios de Da Vinci habían pasado las últimas décadas trabajando en el problema de la independencia, construyendo armas, transportes, refugios y cosas por el estilo. Ahora aquél era un problema resuelto, y allí estaban ellos, y se avecinaba una era glacial. Antes de Da Vinci muchos de ellos habían trabajado con él en los primeros esfuerzos de terraformación y podía convencerlos para que los retomaran. Pero ¿que hacer? Bien, Sabishii estaba cuatro mil metros por encima de la línea de referencia, y el macizo de Tyrrhena alcanzaba los cinco mil. Los científicos de allí eran los mejores del mundo en ecología de grandes altitudes. Lo más indicado era un congreso. Otra pequeña utopía que cobraba vida.

Esa tarde Sax detuvo el vehículo en el desfiladero entre Pavonis y Arsia, en el punto llamado Mirador de las Cuatro Montañas, un lugar sublime desde donde se veían dos de los continentes-volcán llenando el horizonte al norte y al sur, y la mole distante del Monte Olimpo al noroeste, y en días claros (aquél era demasiado neblinoso) se vislumbraba Ascraeus en la distancia, justo a la derecha de Pavonis. En aquella tierra elevada, espaciosa y marchita, almorzó; luego se volvió al este y bajó hacia Nicosia para tomar un vuelo a Da Vinci y de allí a Sabishii.

Tuvo que pasar muchas horas delante de la pantalla con el equipo de Da Vinci y con otros muchos de Pavonis para explicar ese movimiento, para reconciliarlos con su abandono de las conversaciones del complejo de almacenes.

—Estoy en el almacén en todos los sentidos importantes —dijo él, pero ellos no querían aceptarlo. Sus cerebelos lo querían allí en carne y hueso, una idea en cierto modo conmovedora. «Conmovedora», una afirmación simbólica que en realidad era bastante literal. Se echó a reír, pero apareció Nadia y dijo con irritación—: Vamos, Sax, no puedes abandonar sólo porque las cosas se están poniendo peliagudas; de hecho es precisamente ahí donde se te necesita, eres el general Sax, el gran científico, y tienes que seguir en la partida.

Pero Hiroko demostraba cuan presente podía estar una persona ausente. Y él quería ir a Sabishii.

—Pero ¿qué vamos a hacer? —preguntó Nirgal, y también otros, de forma menos directa.

La cuestión del cable estaba en punto muerto; en la Tierra reinaba el caos; en Marte existían todavía algunos núcleos de resistencia metanacional, y otras áreas bajo control rojo en las que se destruían sistemáticamente todos los proyectos de terraformación además de buena parte de la infraestructura. Existían además varios pequeños movimientos revolucionarios disidentes que estaban aprovechando la ocasión para reivindicar su independencia, algunas veces en detrimento de áreas tan reducidas como una tienda o una estación meteorológica.

—Bien —dijo Sax pensando en todo eso tanto como pudo resistir—, quien controle los sistemas de soporte vital tiene la sartén por el mango.

La estructura social como sistema de soporte vital: infraestructura, modos de producción, mantenimiento… en verdad tendría que hablar con los muchachos de Séparation de l'Atmosphére y con los fabricantes de tiendas, muchos de los cuales mantenían un estrecho contacto con Da Vinci. Lo que significaba que, en ciertos aspectos, era él quien estaba al mando. Un pensamiento poco grato.

—Pero ¿qué sugieres que hagamos nosotros? —preguntó Maya; algo en el tono de su voz puso en evidencia que estaba repitiendo la pregunta. En esos momentos Sax se aproximaba a Nicosia y contestó con impaciencia:

—¿Enviar una delegación a la Tierra? ¿O convocar un congreso constitucional y formular una primera aproximación a la constitución, un borrador de trabajo?

Maya meneó la cabeza.

—Eso no va a ser fácil, con esta gente.

—Tomen la constitución de veinte o treinta de los países terranos más prósperos —sugirió Sax, pensando en voz alta— y estudien cómo funcionan. Y que una IA compile un documento compuesto, por ejemplo, a ver qué dice.

—¿Cómo defines «más prósperos»? —preguntó Art.

—Yo incluyo índice de Futuros del país, Estimación de valores reales, Comparaciones de Costa Rica… incluso el Producto Interior Bruto, por qué no. —La economía era como la psicología, una pseudociencia que trataba de ocultar ese hecho tras una intensa hiperelaboración. Y el producto interior bruto era uno de esos desafortunados conceptos de medición, como las pulgadas o las unidades térmicas británicas, que deberían haber sido retirados de circulación hacía mucho tiempo. Pero qué demonios…— Empleen diferentes criterios, bienestar humano, prosperidad ecológica, lo que tengan.

—Pero Sax —se quejó Coyote—, el concepto mismo de nación-estado es erróneo. Una idea que envenenaría todas esas viejas constituciones.

—Podría ser —dijo Sax—. Pero es un punto de partida.

—Todo eso es esquivar el problema del cable —dijo Jackie.

Era extraño que algunos verdes estuvieran tan obsesionados por la independencia total como los radicales rojos. Sax contestó:

—En física suelo encerrar entre paréntesis los problemas que no puedo resolver, y trato de trabajar alrededor de ellos y ver si se resuelven retroactivamente, por así decir. Para mí, el cable es como uno de esos problemas. Piensen en él como un recordatorio de que la Tierra no va a desaparecer.

Pero ellos siguieron discutiendo sobre qué hacer con el cable, qué hacer con referencia a un nuevo gobierno, qué hacer con los rojos, que al parecer habían abandonado las discusiones, y así sucesivamente, haciendo caso omiso de todas sus sugerencias y retomando las disputas en curso. Demasiado para el general Sax en el mundo posrevolucionario.

El aeropuerto de Nicosia estaba a punto de cerrar, pero Sax se resistía a entrar en la ciudad; acabó volando a Da Vinci con unos amigos de Spencer de la Bahía Bifurcada de Dawes, en un nuevo ultraligero que habían construido justo antes de la revuelta, anticipándose a las necesidades que surgirían cuando ya no fuera necesario ocultarse. Mientras el piloto de la IA guiaba la gran aeronave de alas plateadas sobre el inmenso laberinto de Noctis Labyrinthus, los cinco pasajeros viajaban sentados en una cámara situada en la parte baja del fuselaje con suelo transparente que les permitía mirar el paisaje que tenían debajo por encima del brazo de sus sillones; en ese momento se trataba de la inmensa red de artesas interconectadas que era el Candelabro. Sax contempló las mesetas regulares que se alzaban entre los cañones, a menudo aisladas; parecían lugares hermosos donde vivir, algo parecido a Cairo, allí, en el borde norte, como una ciudad en miniatura dentro de una botella de cristal.

Se empezó a hablar de Séparation de l'Atmosphére y Sax escuchó atentamente. Aunque los amigos de Spencer se habían ocupado del armamento de la revolución y la investigación de materiales básicos, mientras que «Sep», como ellos la llamaban, había trabajado en la disciplina más mundana de la gestión del mesocosmos, sentían un saludable respeto por ella. Diseñar tiendas fuertes y mantenerlas en funcionamiento eran tareas en las cuales los fallos acarreaban severas consecuencias, como uno de ellos dijo. Cuestiones críticas por todas partes, y cada día una aventura en potencia.

Por lo visto, Sep se había asociado con Praxis, y cada tienda o cañón cubierto era gestionado por una organización independiente. Ponían en un fondo común la información y compartían consultores y equipos de construcción ambulantes. Puesto que ellos mismos se consideraban servicios necesarios, funcionaban en régimen de cooperativa —según el modelo Mondragón, dijo uno, en versión no lucrativa—, aunque proporcionaban a sus miembros condiciones de vida acomodadas y mucho tiempo libre. «Piensan que se lo merecen, además. Porque si algo sale mal, tienen que actuar deprisa o perecer.» Muchos de los cañones cubiertos habían estado a punto de desaparecer, a veces a causa de la caída de un meteorito u otros dramas, otras por fallos mecánicos, más corrientes. En el formato usual de cañón cubierto, la planta física estaba situada en el extremo superior del cañón, y extraía las cantidades apropiadas de nitrógeno, oxígeno y otros gases menos importantes de los vientos de superficie. La proporción de gases y la presión a la que se mantenían variaba según el mesocosmos, pero la media rondaba los 500 milibares, lo cual daba un cierto sostén a las tiendas y se ceñía a la norma de los espacios interiores en Marte, en una suerte de invocación de la meta perseguida para la superficie en la línea de referencia. En días soleados, sin embargo, la expansión del aire del interior de las tiendas era significativa, y los procedimientos corrientes para mitigarla incluían simplemente liberar aire a la atmósfera o almacenarlo comprimiéndolo en grandes cámaras excavadas en los acantilados del cañón.

—Una vez estaba en Dao Vallis —dijo uno de los técnicos—, la cámara de aire explotó y destrozó la meseta, y provocó un gran desprendimiento de tierra que cayó sobre Reullgate y rasgó el techo de la tienda. La presión bajó al nivel de la atmosférica, que era de unos 260 milibares, y todo empezó a congelarse. Tenían los viejos refugios de emergencia —que eran cortinas transparentes de unas pocas moléculas de grosor, pero extraordinariamente fuertes, según recordaba Sax—, y cuando los desplegaron alrededor de la rasgadura, una mujer quedó inmovilizada contra el suelo por el material superadherente de la parte baja de la cortina, ¡con la cabeza del lado equivocado! Acudimos a toda prisa y cortamos y pegamos y conseguimos liberarla, pero estuvo a punto de morir.

Sax se estremeció, recordando su reciente refriega con el frío; y 260 milibares era la presión que uno encontraría en la cumbre del Everest. Los otros habían empezado a contar otros famosos reventones, incluyendo el derrumbe de la cúpula de Hiranyagarbha bajo una lluvia de hielo, a pesar de lo cual nadie había muerto.

Entonces iniciaron el descenso sobre la gran planicie elevada sembrada de cráteres de Xanthe, hacia la gran pista arenosa del cráter Da Vinci, que habían empezado a utilizar durante la revolución. La comunidad se había estado preparando durante años para el día en que ocultarse no fuera necesario, y ahora habían instalado una gran curva de ventanas de cristales cobrizos en el arco del borde sur. Una capa de nieve cubría el fondo del cráter, de la cual sobresalía dramáticamente el montículo central. Quizá crearan un lago en el interior del cráter, con una isla prominente central que tendría como horizonte las colinas del acantilado. Construirían un canal circular al pie de las paredes verticales del borde, con canales radiales que lo conectarían con el lago interior; la alternancia de agua y tierra circulares recordaría la descripción de Platón de la Atlántida. Con esta configuración Sax calculó que Da Vinci podría mantener veinte o treinta mil personas; y había veintenas de cráteres como Da Vinci. Una comuna de comunas, cada cráter una suerte de ciudad-estado, polis autosuficientes, que podían decidir qué clase de cultura tendrían; y con voto en un consejo global… No habría ninguna asociación regional mayor que la ciudad, salvo las que regularan el intercambio local. ¿Funcionaría…?

Da Vinci parecía indicar que sí. El arco sur del borde rebosaba de arcadas y pabellones cuneiformes y por el estilo, ahora iluminados por el sol. Sax recorrió todo el complejo una mañana: visitó los laboratorios sin dejarse ninguno y felicitó a sus ocupantes por el éxito de sus preparativos para una retirada fluida de la UNTA de Marte. Una parte del poder político sí procedía del cañón de un arma, después de todo, y otra, de la mirada de las personas; y la mirada de las personas cambiaba, dependía de si estaban encañonadas por un arma o no. Ellos habían inutilizado las armas, los saxaclones, y por eso estaban muy alegres, felices de verlo y buscando ya nuevos retos, de vuelta a la investigación básica, o imaginando usos para los nuevos materiales que los alquimistas de Spencer producían en abundancia, o estudiando el problema de la terraformación.

Se mantenían atentos a lo que ocurría en el espacio y también en la Tierra. Un transbordador rápido procedente de la Tierra, con cargamento desconocido, había establecido contacto con ellos solicitando permiso para efectuar una inserción orbital sin que les arrojaran un barril de chatarra en la trayectoria. Por eso el equipo de Da Vinci trabajaba ahora con cierto nerviosismo en protocolos de seguridad, y mantenía intensas consultas con la embajada suiza, que había instalado sus oficinas en una serie de apartamentos en el extremo noroeste del arco. De rebeldes a administradores; era una transición torpe.

—¿A qué partidos políticos apoyamos? —preguntó Sax.

—No lo sé. Supongo que a los de siempre.

—Ningún partido obtiene demasiado apoyo. Sólo los que funcionan, ya saben.

Sax lo sabía. Ésa era la vieja posición de los técnicos, mantenida desde que los científicos se habían convertido en una clase social, casi una casta sacerdotal, que se interponía entre la gente y su poder. Eran supuestamente apolíticos, como funcionarios, empiristas que sólo deseaban que las cosas se organizaran de una manera científica y racional, lo mejor para la mayoría, lo cual hubiera sido bastante sencillo de lograr si la gente no estuviera tan atrapada en emociones, religiones, gobiernos y otros ilusorios sistemas de masas por el estilo.

El modelo de política del científico, en otras palabras. En cierta ocasión Sax había intentado exponerle este enfoque a Desmond, y su amigo había respondido riéndose prodigiosamente, a pesar de que era perfectamente sensato. Bueno, tal vez era un poco ingenuo, y por tanto un poco cómico; y como muchas cosas divertidas, podía serlo hasta que se transformaba en horrible. Porque era una actitud que había mantenido alejados a los científicos de la política activa durante siglos; y habían sido unos siglos catastróficos.

Pero ahora estaban en un planeta donde el poder político procedía de un ventilador de mesocosmos. Y quienes estaban a cargo de esa gran pistola (manteniendo los elementos a raya) estaban al menos en parte al mando. Si es que se molestaban en ejercer el poder.

Sax les recordaba el tema con tacto a los científicos cuando los visitaba en sus laboratorios; y entonces, para aliviar su malestar ante la idea de la política, les hablaba del problema de la terraformación. Y cuando finalmente estuvo listo para partir hacia Sabishii, unos sesenta de ellos deseaban acompañarlo para ver cómo marchaban las cosas allí abajo.

—La alternativa de Sax a Pavonis —oyó a uno de los técnicos de laboratorio describiendo el viaje. Y no iba desencaminado.

Sabishii estaba situada en el flanco occidental de una prominencia de cinco mil metros de altura llamada Macizo de Tyrrhena, al sur del cráter Jarry-Desloges, en las antiquísimas tierras altas entre Isidis y Hellas, a longitud 275° y latitud 15° sur. Una elección razonable para emplazar una ciudad-tienda, ya que disfrutaba de unas amplias vistas sobre el oeste, y tenía unas colinas bajas a la espalda, hacia el este, como páramos. Pero cuando se trataba de vivir al aire libre, o de cultivar plantas en el terreno rocoso, estaba a demasiada altura; de hecho era, si se excluían las mucho mayores prominencias de Tharsis y Elysium, la región más elevada de Marte, una especie de isla biorregión que los sabishianos habían cultivado durante décadas.

Se mostraron muy disgustados por la pérdida de los grandes espejos, casi podría decirse que los había arrojado a un estado de emergencia, a un esfuerzo supremo para proteger en lo posible las plantas del bioma, pero que resultaba insuficiente. Nanao Nakayama, el viejo colega de Sax, sacudió la cabeza.

—Las heladas invernales serán terribles. Como una era glacial.

—Espero que podamos compensar la pérdida de luz —dijo Sax—. Espesar la atmósfera, añadir gases de invernadero… es posible que podamos conseguirlo en parte con más bacterias y plantas suralpinas, ¿no crees?

—En parte, sí —respondió Nanao con aire dubitativo—. Muchos nichos ya están llenos. Los nichos son bastante pequeños.

Discutieron el tema mientras comían. Los técnicos de Da Vinci estaban en el gran comedor de La Garra, y muchos sabishianos habían ido allí para recibirlos. Fue una conversación larga, interesante y amistosa. Los sabishianos estaban viviendo en el laberinto de su agujero de transición, detrás de una de las garras de la figura de dragón que formaba, de manera que no tuvieran que mirar las ruinas calcinadas de su ciudad cuando no trabajaban en ellas. Las labores de reconstrucción estaban casi abandonadas, ya que la mayor parte de la gente estaba fuera enfrentándose a las consecuencias de la pérdida de los espejos. En lo que parecía ser la continuación de una discusión que venía de largo, Nanao le dijo a Tariki:

—No tiene sentido reconstruirla como una ciudad-tienda. Podríamos esperar un poco y construirla al aire libre.

—Eso podría significar una larga espera —replicó Tariki, echándole una rápida mirada a Sax—. Estamos casi en el límite de la atmósfera viable determinado en el documento de Dorsa Brevia.

Nanao miró a Sax —Queremos a Sabishii incluida en cualquier límite que se fije.

Sax asintió, y luego se encogió de hombros; no sabía qué decir. A los rojos no les gustaría. Pero si el límite superior viable se elevaba aproximadamente un kilómetro, les daría a los sabishianos aquel macizo y afectaría de manera insustancial a las grandes elevaciones; parecía sensato. Pero ¿quién sabía lo que decidirían en Pavonis? Por eso dijo:

—Tal vez ahora deberíamos dedicarnos a evitar que la presión atmosférica caiga en picado.

Adoptaron una expresión sombría.

—¿Podrían llevarnos a visitar el macizo? —dijo Sax. Ellos se animaron.

—Con mucho gusto.

La tierra del macizo de Tyrrhena era lo que los areólogos habían llamado en los primeros años la «unidad disecada» de las tierras altas del sur, que era más o menos lo mismo que la «unidad de los cráteres», pero fracturada por redes de pequeños canales. Las tierras altas más bajas y típicas que rodeaban el macizo contenían también áreas de «unidades crestadas» y «unidades montuosas». Como pronto se hizo evidente la mañana que salieron a recorrer el terreno, reunía todos los aspectos del terreno accidentado de las tierras altas del sur, con frecuencia todos en la misma zona; accidentado, desigual, crestado, disecado y montuoso, la quintaesencia del paisaje de la antigüedad. Sax, Nanao y Tariki estaban sentados en la cubierta de observación de uno de los rovers de la Universidad de Sabishii; tenían a la vista otros vehículos que llevaban a sus colegas, y había equipos que caminaban delante de ellos. Algunas figuras enérgicas trotaban por los páramos de las últimas colinas orientales. Una nieve sucia cubría ligeramente las hondonadas del terreno. El macizo estaba quince grados al sur del ecuador, y disfrutaban de un buen régimen de precipitaciones alrededor de Sabishii, explicó Nanao. La cara sudoriental del macizo era más seca, pero aquí, las masas de nubes viajaban hacia el sur sobre el hielo de Isidis Planitia, trepaban por la pendiente y dejaban caer su carga.

Y de hecho, mientras conducían colina arriba, grandes oleadas de nubes oscuras se acercaban desde el noroeste y se abalanzaban sobre ellos como si persiguieran a los corredores de los páramos. Sax se estremeció, recordando su reciente exposición a los elementos, y se alegró de estar dentro de un rover; unos cortos paseos por el exterior bastarían para satisfacer su curiosidad.

Al fin se detuvieron en el punto más alto de una antigua cresta no muy elevada y salieron. Caminaron sobre una superficie cubierta de peñascos y montículos, grietas, montones de arena, cráteres diminutos, lechos de roca como rebanadas de pan, escarpes y dolinas, y los antiguos canales poco profundos que daban nombre a la unidad disecada. Había accidentes de todo tipo, porque aquella tierra tenía cuatro mil millones de años de antigüedad. Muchas cosas le habían sucedido, pero nunca nada que pudiera destruirla completamente, de manera que los cuatro mil millones de años estaban expuestos allí, un verdadero museo de paisajes rocosos. Había sido completamente pulverizada en la antigüedad, dejando una capa de regolito de varios kilómetros de profundidad y cráteres y deformidades que ninguna denudación eólica podría borrar. Y durante ese temprano período la litosfera de la otra mitad del planeta, hasta una profundidad de seis kilómetros, había salido despedida hacia el espacio a causa del llamado Gran Impacto, y una respetable cantidad de esos escombros había acabado aterrizando en el sur. Ésa era la explicación del Gran Acantilado y la falta de tierras altas primitivas en el norte y un factor más en el aspecto extremadamente desordenado de aquel terreno.

Después, al final del hespérico había sobrevenido un breve período cálido y húmedo, y el agua había circulado por la superficie. En los últimos tiempos, muchos areólogos opinaban que ese período había sido bastante húmedo pero no particularmente cálido, con unas medias anuales bastante por debajo de los 273°K, que permitían la presencia de agua en la superficie, más por la convección hidrotermal que por las precipitaciones. Ese período había prolongado unos cien millones de años, de acuerdo con las estimaciones actuales, y había sido seguido por miles de millones de años de vientos en la árida y fría era amazónica, que había durado hasta la llegada de los humanos.

—¿Existe un nombre para la era que empieza con el primer año marciano? —preguntó Sax.

—El holoceno.

Y por último, todo había sido erosionado por dos mil millones de años de vientos continuos, de tal modo que los cráteres más viejos habían perdido sus bordes. Todo arrasado por los vientos despiadados estrato a estrato, hasta que no quedó nada más que un yermo de roca. No un caos, técnicamente hablando, pero sí un terreno salvaje, que hablaba de su inimaginable edad con una profusión políglota, en cráteres sin borde y mesas grabadas, hondonadas, montes, escarpes e incontables bloques de roca carcomida. Se detenían a menudo y salían a caminar. Incluso las mesas pequeñas parecían alzarse ominosamente sobre ellos. Sax se descubrió manteniéndose cerca del vehículo, pero aún así encontró accidentes geológicos interesantes. Por ejemplo una roca con figura de rover, recorrida en toda su extensión por grietas verticales. A la izquierda de ese bloque, en dirección oeste, disfrutaba de una amplia panorámica hasta el horizonte lejano; la tierra rocosa parecía cubierta por un liso barniz amarillo. A la derecha, la pared de una antigua falla, de aproximadamente un metro de altura y carcomida por una escritura cuneiforme. Más allá una cuenca de acarreo de arena rodeada de piedras, algunas de ellas oscuros ventifacts basálticos y piramidales, otras, roca granulosa y carcomida, de color más claro. Allá un cono de impacto en equilibrio, inmenso como un dolmen. Luego un reguero de arena. Después un tosco círculo de deyecciones, semejante a un Stonehenge erosionado casi por completo. Allí una profunda hondonada serpenteante, quizás un fragmento de algún curso de agua, y detrás una elevación suave, más allá una prominencia semejante a una cabeza leonina, y la prominencia contigua parecía el cuerpo del león.

En medio de toda aquella arena y roca, la vida vegetal era discreta.

Al menos al principio. Uno tenía que buscarla, prestar atención a los colores, sobre todo al verde, en todas sus tonalidades, pero especialmente las desérticas: salvia, oliva, caqui. Nanao y Tariki señalaban continuamente especímenes que él no había reconocido, y miraba con atención. Una vez en sintonía con los colores de la vida, que se mezclaban tan bien con el terreno ferrico, los distinguió de los pardos, rojizos, ámbares, ocres y negros del paisaje rocoso. Las hondonadas y grietas eran los lugares idóneos para verlos, y también cerca de las manchas de nieve en las sombras. Cuanta más atención ponía, más veía; y entonces, en una cuenca alta, le pareció que las plantas lo llenaban todo. En ese momento comprendió: todo el macizo de Tyrrhena era un inmenso fellfield.

Y cubriendo caras de la roca, o tapizando el interior de las cuencas de recepción de las aguas, estaban los verdes diurnos de ciertos líquenes, y el esmeralda o los verdes oscuros y aterciopelados de los musgos. Piel húmeda.

La paleta multicolor de los líquenes; el verde oscuro de las agujas de los pinos. Ramilletes de pinos de Hokkaido, pinos cola de zorro, enebros. Los colores de la vida. De alguna manera era como visitar grandes habitaciones sin techo pasando de una a otra sobre muros de piedra en ruinas. Una pequeña plaza; una suerte de galería sinuosa; un vasto salón de baile; varias cámaras diminutas interconectadas; una sala de estar. Algunas habitaciones tenían krummholz bansei contra las paredes bajas, los árboles no mayores que los huecos donde se acurrucaban, retorcidos por el viento, con las copas recortadas al nivel de la nieve. Cada rama, cada planta, cada habitación abierta tan trabajada como un bonsai… y sin embargo casi sin esfuerzo.

En realidad, le explicó Nanao, la mayoría de las cuencas se cultivaban intensivamente.

—Esta cuenca fue plantada por Abraham. —Cada pequeña región era responsabilidad de cierto jardinero o equipo de jardinería.

—¡Ah! —exclamó Sax—. ¿Y fertilizada? Tariki rió.

—En cierto modo, sí. El suelo es importado en su mayor parte.

—Comprendo.

Eso explicaba la diversidad de plantas. Sabía que en el Glaciar Arena, donde había visto los fellfields por primera vez, también se había hecho una cierta labor de cultivo. Pero aquí habían ido mucho más lejos. Según le explicó Tariki, los laboratorios de Sabishii estaban intentando conseguir manufacturar mantillo. Una buena idea; el suelo de los fellfields aparecía de forma natural a un ritmo de sólo unos pocos centímetros por siglo. Pero esto tenía su razón de ser, y manufacturar suelo era extremadamente difícil.

—Nosotros elegimos unos cuantos millones de años para empezar — dijo Nanao—. Y evolucionar desde ahí. —Plantaban manualmente la mayoría de especímenes, al parecer, y luego los abandonaban a su suerte y estudiaban lo que se desarrollaba.

—Comprendo —dijo Sax.

Miró con más atención todavía en la penumbra transparente. Cada habitación abierta mostraba un grupo ligeramente distinto de especies.

—Así pues, estos son jardines.

—Sí… o algo parecido. Depende.

Nanao contó que algunos jardineros trabajaban según los preceptos de Muso Soseki mientras que otros seguían los de diferentes maestros japoneses zen; había también discípulos de Fu Hsi, el legendario inventor del sistema chino de geomancia llamado feng shui, de los gurús persas de la jardinería, incluyendo a Omar Khayyam, y de Leopold, Jackson y otros primitivos ecologistas norteamericanos, como el casi olvidado biólogo Oskar Schnelling, y de algunos más.

Éstas eran sólo influencias, añadió Tariki. Porque a medida que trabajaban desarrollaban sus propias visiones. Seguían la inclinación de la tierra, ya que observaban qué plantas vivían y cuáles morían. Coevolución, una suerte de desarrollo epigenético.

—Hermoso —comentó Sax, mirando alrededor. Para los adeptos, el paseo desde Sabishii hasta el macizo debía de haber sido una travesía estética, llena de alusiones y sutiles variantes de la tradición invisibles para él. Hiroko lo habría llamado areoformación, o la areofanía—. Me gustaría visitar los laboratorios en los que trabajan con el suelo.

—Naturalmente.

Regresaron al rover y siguieron la marcha. Avanzado el día, bajo unos amenazadores nubarrones negros, alcanzaron la cumbre del macizo, que resultó ser una especie de páramo ondulado y amplio. Las pequeñas barrancas estaban llenas de agujas de pinos, inclinadas por los vientos, de modo que parecían las briznas de césped de un jardín bien cuidado. Sax y sus dos anfitriones salieron del vehículo y dieron una vuelta por los alrededores. El viento era penetrante y el sol de la tarde que declinaba apareció por debajo de la oscura cubierta de nubes, proyectando las sombras de los caminantes hacia el horizonte. Allí arriba, en los páramos había grandes masas de roca desnuda y lisa; al mirar en torno, a Sax le pareció que el paisaje tenía el mismo rojo primitivo que recordaba de los primeros años; pero bastaba con acercarse a la barranca para que apareciera el verde.

Tariki y Nanao hablaban de ecopoyesis, que para ellos era la terraformación redefinida, sutilizada, localizada. Transmutada en algo semejante a la areoformación de Hiroko. No impulsada por los métodos industriales pesados y globales, sino por el proceso lento, continuo e intensamente local del trabajo sobre áreas de terreno.

—Marte es un jardín. La Tierra también. De manera que tenemos que pensar en cultivar, en ese nivel de responsabilidad hacia la tierra. Una interfaz Marte-humanos que haga justicia a ambos.

Sax agitó una mano con gesto incierto.

—Yo estoy acostumbrado a pensar en Marte como en una tierra salvaje —dijo, mientras buscaba la etimología de la palabra jardín. Francés, teutónico, noruego antiguo, gard, recinto cerrado. Parecía compartir orígenes con guard, o conservar. Pero quién sabía qué significaba la palabra japonesa supuestamente equivalente. La etimología ya era bastante difícil sin necesidad de añadir la traducción—. Bueno, ya saben, poner en marcha las cosas, liberar las semillas y entonces observar cómo se desarrolla todo por sí mismo. Ecologías autoorganizativas.

—Sí —dijo Tariki—, pero las tierras salvajes también son un jardín ahora. Una especie de jardín. Eso es lo que significa ser lo que somos. — Se encogió de hombros, con el entrecejo ceñudo; creía que la idea era acertada, pero no parecía acabar de gustarle.— De todas maneras, la ecopoyesis está más cerca de tu visión de las tierras salvajes de lo que la terraformación industrial lo estará nunca.

—Tal vez —concedió Sax—. Tal vez son sólo dos estadios del mismo proceso. Ambos necesarios.

Tariki asintió, deseoso de discutirlo.

—¿Y ahora?

—Depende de lo dispuestos que estemos a enfrentarnos a la posibilidad de una era glacial —dijo Sax—. Sí es muy cruda y mata demasiadas plantas, entonces la ecopoyesis no tendrá ninguna oportunidad. La atmósfera volverá a enfriarse en la superficie y el proceso fracasará. Sin los espejos, no confío en que la biosfera sea lo suficiente robusta como para seguir desarrollándose. Por eso quiero ver sus laboratorios de suelo. Tal vez quede aún trabajo industrial que hacer en la atmósfera. Tendremos que estudiar algunas simulaciones y decidir.

Tariki y Nanao asintieron. Sus ecologías estaban siendo cubiertas por la nieve delante de sus ojos; los copos caían a la pasajera luz broncínea del sol, remolineando en el viento. Estaban abiertos a las sugerencias.

Durante todos esos viajes, los colaboradores más jóvenes de Da Vinci y Sabishii corrían juntos por el macizo, y regresaban al laberinto de la ciudad y pasaban toda la noche parloteando geomancia y areomancia, ecopoéticas, intercambio de calor, los cinco elementos, gases de invernadero… Un fermento creativo que a Sax le parecía muy prometedor.

—Michel debería estar aquí —le dijo a Nanao—. También John debería estar aquí. Le habría gustado mucho un grupo como éste.

Y entonces se le ocurrió:

—Ann debería estar aquí.

Sax dejó al grupo de Sabishii debatiendo diversos temas y regresó a Pavonis.

En Pavonis todo seguía igual. Cada vez más personas, incitadas por Art Randolph, proponían que se celebrara un congreso constitucional. Que redactaran al menos una constitución provisional, la sometieran a voto y luego establecieran el gobierno descrito.

—Buena idea —dijo Sax—. Y una delegación a la Tierra lo sería también.

Esparciendo semillas. Era igual que en los páramos; algunas brotarían, otras, no.

Había ido en busca de Ann, pero descubrió que ella había abandonado Pavonis; se decía que había ido a una avanzadilla roja en Tempe Terra, al norte de Tharsis. Nadie iba allí, salvo los rojos, señalaban.

Después de pensarlo un poco Sax recabó la ayuda de Steve para localizar la avanzadilla. Luego tomó prestado un pequeño avión de los bogdanovistas y voló hacia el norte, dejó atrás Ascraeus a su izquierda, bajó hasta Echus Chasma y sobrevoló lo que había sido su antiguo cuartel general en el Mirador de Echus, en la cima de la inmensa pared a su derecha.

Ann había tomado también aquella ruta, sin duda, y por tanto había pasado junto al primer cuartel general de los esfuerzos de terraformación. Terraformación… todo evolucionaba, incluso las ideas. ¿Había reparado Ann en el Mirador de Echus, había recordado aquel pequeño comienzo? No había manera de saberlo. Así era como se conocían los humanos entre sí. Sólo diminutas fracciones de sus vidas se cruzaban o eran conocidas por los demás. Era como estar solo en el universo, lo cual era extraño. Una justificación para vivir con amigos, para casarse, para compartir habitaciones y vidas en la medida de lo posible. No era que aquello fuera verdadera intimidad entre las personas, pero reducía la sensación de soledad. De manera que uno seguía navegando solo por los océanos del mundo, como en El último hombre, de Mary Shelley, un libro que le había impresionado mucho en la juventud en el cual el héroe epónimo concluía divisando una vela, encontraba otro navío, fondeaba, compartía una comida y luego continuaba la travesía, solo. Una imagen de sus vidas; porque todos los mundos estaban tan vacíos como el que Mary Shelley había imaginado, tan vacíos como Marte en el principio.

Voló sobre la curva ennegrecida de Kasei Vallis sin advertirlo.

Hacía mucho tiempo, los rojos habían vaciado una roca del tamaño de una manzana de ciudad en un promontorio que era la última cuña divisoria en la intersección de dos de las Tempe Fossae, al sur del Cráter Perepelkin. Las ventanas bajo los salientes dominaban los dos cañones desnudos y rectos, y el cañón mayor que formaban tras su confluencia. Ahora todas esas fossae cortaban lo que se había convertido en un altiplano costero; Mareotis y Tempe formaban una inmensa península de antiguas tierras altas que se adentraba profundamente en el nuevo mar de hielo.

Sax aterrizó en la franja arenosa en lo alto del promontorio. Desde allí no eran visibles las llanuras de hielo, ni tampoco vegetación alguna: ni un árbol, ni una flor, ni siquiera una mancha de liquen. Se preguntó si habrían esterilizado los cañones de algún modo. Sólo la roca primitiva con una cubierta de escarcha. No podían hacer nada para evitar la escarcha, a menos que cubriesen los cañones con tiendas.

—Humm —dijo Sax, sobresaltado por la idea.

Dos mujeres le abrieron la puerta de la antecámara en lo alto del promontorio y bajó con ellas las escaleras. El refugio parecía casi desierto. Menos mal. Era agradable no tener que soportar más que las miradas frías de las dos jóvenes que lo guiaban por las toscamente talladas galerías de roca del refugio, en vez de todo un grupo de rojos. La estética roja era interesante. Muy austera, como era de esperar, no se veía ni una sola planta, sólo diferentes texturas de roca: paredes toscas, techos aún más toscos, en contraste con los suelos de basalto pulido y las ventanas resplandecientes que miraban sobre los cañones.

Llegaron a una galería tallada en el acantilado que parecía una cueva natural, no más rectilínea que las líneas casi euclidianas del cañón que tenían debajo. Había unos mosaicos en la pared del fondo, hechos con trocitos de piedras de colores, pulidos y engarzados unos junto a otros sin dejar resquicios, formando dibujos abstractos que casi parecían representar algo si uno los miraba con la debida atención. El suelo estaba cubierto por un parqué de ónice y alabastro, serpentina y sanguinaria. La galería era enorme y polvorienta, y todo el conjunto parecía de algún modo abandonado. Los rojos preferían sus rovers, y lugares como aquél sin duda se consideraban desafortunadas necesidades. Refugio oculto; si las ventanas hubieran estado cerradas, uno podría haber recorrido el cañón sin advertir que estaba allí; y a Sax se le ocurrió que eso no era sólo para escapar a la vigilancia de la UNTA, sino también para pasar inadvertidos ante la tierra misma, para fundirse con ella.

Como Ann parecía pretender, sentada en un asiento de piedra junto a la ventana. Sax se detuvo en seco; perdido en sus pensamientos casi había tropezado con ella, igual que un viajero ignorante con el refugio. Un pedazo de roca, sentado allí. La examinó con atención. Parecía enferma. En los últimos tiempos no era frecuente ver eso, y cuanto más la miraba Sax, más se alarmaba. Ella le había dicho una vez que había dejado de someterse al tratamiento de longevidad. De eso hacía varios años. Y durante la revolución había ardido como una llama. Ahora, con la rebelión roja sofocada, no era más que cenizas. Carne grisácea. Era un espectáculo terrible. Tenía alrededor de 150 años, como el resto de los Primeros Cien que seguían con vida, y sin el tratamiento… pronto moriría.

Bueno, estrictamente hablando, estaba en el equivalente fisiológico de los setenta años, suponía Sax, pues ignoraba cuándo había recibido el tratamiento por última vez. Tal vez Peter lo supiera. Pero él había oído que cuanto más tiempo se dejaba transcurrir entre los tratamientos, más problemas se acumulaban, según las estadísticas. Parecía correcto.

Pero no podía decírselo a Ann. De hecho, no imaginaba qué podía decirle.

Al fin, ella levantó la mirada. Lo reconoció y se estremeció, y su labio se crispó como el de un animal atrapado. Entonces apartó los ojos de él, sombría, inexpresiva. Más allá de la ira, más allá de la esperanza.

—Quería enseñarte parte del macizo de Tyrrhena —dijo Sax sin demasiada convicción.

Ella se puso de pie como una estatua y abandonó la sala.

Sax salió tras ella, sintiendo el crujido de sus articulaciones, el dolor pseudoartrítico que a menudo acompañaba sus encuentros con Ann.

Las dos mujeres de aspecto severo los siguieron.

—Me parece que no quiere hablar con usted —le informó la más alta.

—Qué perspicaz —dijo Sax.

En el otro extremo de la galería Ann se había detenido ante una ventana: hechizada o demasiado exhausta para moverse. O tal vez una parte de ella deseaba hablar.

Sax se detuvo cerca de ella.

—Quiero que me des tu opinión —dijo—. Tus sugerencias acerca de lo que podemos hacer. Y tengo varias, varias preguntas areológicas. Naturalmente es posible que las cuestiones estrictamente científicas ya no te interesen…

Ella se adelantó un paso y le golpeó en la mejilla. Sax acabó contra la pared de la galería, sentado en el suelo. No había ni rastro de Ann. Las dos mujeres lo estaban ayudando a ponerse de pie, y era evidente que no sabían si reír o llorar. Le dolía todo el cuerpo, no precisamente la cara, y los ojos le ardían. No podía echarse a llorar delante de aquellas dos jóvenes idiotas, que con su manía de seguirlo le estaban complicando las cosas enormemente; con ellas merodeando, no podría gritar ni suplicar, no podría arrodillarse y decir Ann, por favor, perdóname. No podría.

—¿Adonde ha ido? —se las arregló para preguntar.

—Se lo repito, es evidente que no quiere hablar con usted —declaró la más alta.

—Quizá debería esperar e intentarlo más tarde —le aconsejó la otra.

—¡Oh, cállense! —explotó Sax, sintiendo de pronto una irritación vehemente, próxima a la rabia—. ¡Supongo que ustedes le permitirán dejar de recibir el tratamiento y suicidarse!

—Está en su derecho —pontificó la más alta.

—Naturalmente que lo está. Pero yo no estaba hablando de derechos. Hablaba de lo que debería hacer un amigo cuando alguien actúa de forma suicida. Es un tema que seguramente desconocen. Ahora ayúdenme a encontrarla.

—Usted no es amigo suyo.

—Desde luego que lo soy. —Se había puesto de pie. Se tambaleó ligeramente cuando empezó a andar en la dirección que probablemente había tomado Ann. Una de las mujeres trató de agarrarlo por el codo. Él rechazó la ayuda y siguió adelante. Allá estaba Ann, hundida en una silla, en una especie de comedor. Se acercó a ella, como Apolo en la paradoja de Zenón.

Ella volvió la cabeza y le echó una mirada furibunda.

—Fuiste quien abandonó la ciencia, desde el principio —gruñó—.

¡Así que no me vengas con esa mierda de que no estoy interesada en la ciencia!

—Es cierto —le respondió Sax—. Es cierto. —Tendió las dos manos.— Pero ahora necesito consejo. Consejo científico. Deseo aprender. Y deseo mostrarte algunas cosas también.

Pero tras un momento, ella se levantó de nuevo y se alejó, sin mirarlo siquiera, de manera que a pesar suyo Sax vaciló. Pero salió en pos de ella; la zancada de Ann era mucho más larga que la suya y andaba deprisa, y casi tuvo que correr. Le dolían atrozmente los huesos.

—Podríamos salir aquí mismo —sugirió Sax—. En realidad no importa dónde.

—Porque todo el planeta está destrozado —musitó ella.

—Seguro que aún sigues saliendo de cuando en cuando a la hora del crepúsculo —insistió Sax—. Podría acompañarte.

—No.

—Por favor, Ann. —Ella caminaba muy deprisa y era más alta que él, y por consiguiente a Sax le resultaba difícil mantenerse a su lado y hablar al mismo tiempo. Resoplaba y jadeaba y aún le escocía la mejilla.— Por favor, Ann.

Ella no contestó ni aminoró la marcha. Avanzaban por un pasillo entre habitaciones. De pronto Ann apretó el paso, cruzó un umbral y cerró la puerta de un golpe. Sax intentó abrirla, pero ella había echado la llave.

En conjunto, un comienzo nada prometedor.

El perro y su presa. Él tenía que cambiar las cosas para que dejara de ser una cacería, una persecución. Sin embargo, murmuró:

—Soplaré y soplaré y tu casa derribaré.

Sopló sobre la puerta. Pero entonces advirtió la presencia de las dos mujeres, observándolo con mirada crítica.

Esa misma semana, una tarde, cerca del crepúsculo, bajó al vestuario y se puso el traje. Cuando Ann entró, Sax dio un respingo.

—Estaba a punto de salir —tartamudeó—. ¿Te parece bien?

—Éste es un país libre —dijo ella con cansancio.

Y salieron por la antecámara juntos, al campo. Las dos mujeres se habrían sorprendido.

Tenía que ser muy cauteloso. Naturalmente, aunque estaba allí fuera con ella para mostrarle la belleza de la nueva biosfera, no convenía mencionarle plantas, o nieve, o nubes. Tenía que dejar que las cosas hablasen por sí mismas. Y quizá esto fuera cierto para todos los fenómenos. No se podía hablar en favor de nada. Uno sólo podía caminar sobre la tierra y dejar que hablara.

Ann no se mostraba sociable, apenas le dirigía la palabra. Mientras la seguía Sax sospechó que aquélla era su ruta usual. Le estaba permitiendo acompañarla.

Tal vez también le estuviera permitido hacer preguntas: eso era la ciencia. Y Ann se detenía con bastante frecuencia para examinar de cerca las formaciones rocosas. Era apropiado que en esas ocasiones él se agachara junto a ella y con un gesto o una palabra preguntara sobre lo que descubría. Llevaban trajes y cascos, a pesar de que la altura les habría permitido valerse sólo de las máscaras filtro de CO2. Por tanto, la conversación consistía en voces al oído, como antaño.

Y él preguntaba. Y Ann respondía, a veces en detalle. Tempe Terra era de veras la Tierra del Tiempo: un pedazo superviviente de las tierras altas del sur, uno de aquellos lóbulos que penetraban en las planicies norteñas, un superviviente del Gran Impacto. Más tarde, Tempe se había fracturado a medida que la litosfera era empujada hacia arriba por la Protuberancia de Tharsis. Esas fracturas incluían las Mareotis Fossae y las Tempe Fossae que ahora los rodeaban.

La tierra en expansión se había resquebrajado lo suficiente como para permitir que algunos volcanes tardíos emergieran, derramándose sobre los cañones. Desde una cresta alta divisaron el cono distante de uno, como un cono ennegrecido caído del cielo; y más allá otro, que a Sax le pareció el cráter abierto por un meteorito. Ann negó con la cabeza esta suposición y señaló coladas de lava y chimeneas, accidentes nada obvios bajo las piedras y (había que admitirlo) una capa de nieve sucia, que se acumulaba como arena al abrigo de los vientos, volviéndose del color de ésta a la luz crepuscular.

Contemplar el paisaje en su historia, leer en él como en un libro, escrito por su propio pasado; ésa era la visión de Ann, conseguida tras una centuria de minuciosa observación y estudio, y gracias a su don natural, su amor por la tierra. Algo, en verdad, para maravillarse. Una suerte de recurso, o de tesoro, un amor más allá de la ciencia, o algo dentro del dominio de la ciencia mística de Michel. Alquimia. Pero los alquimistas querían cambiar las cosas. Una especie de oráculo, más bien. Una visionaria, con una visión tan poderosa como la de Hiroko. Menos obviamente visionaria, tal vez, menos espectacular, menos activa; una aceptación de lo que había allí; el amor a la roca por el bien de la roca, por el bien de Marte. El planeta primitivo en toda su gloria, rojo y orín, inmóvil como la muerte; muerto; alterado a lo largo de los años sólo por permutaciones químicas, la inmensa y lenta vida de la geofísica. Era un concepto extraño, el de la vida abiológica, pero ahí estaba, si uno se molestaba en buscarlo, una forma de vida, girando en el espacio, moviéndose entre las estrellas ardientes, por el universo, con su gran movimiento de sístole y diástole, su gran aliento, podría decirse. El crepúsculo de algún modo facilitaba esa perspectiva.

Trataba de mirar las cosas a la manera de Ann. Observaba furtivamente la consola de muñeca. Piedra, stone, del inglés antiguo stán, palabras afines por doquier, que se remontaban al protoindoeuropeo sti, guijarro. Roca, del latín medieval meca, origen desconocido, una masa de piedra. Sax se olvidó de la consola y cayó en una especie de ensoñación rocosa, abierta y vacía. Tabula rasa, hasta tal punto que al parecer no oyó lo que Ann le estaba diciendo; porque ella se crispó y siguió caminando. Avergonzado, fue tras ella, y se forzó a no hacer caso de su disgusto y a seguir preguntando.

Parecía haber mucho disgusto en Ann. En cierto modo, eso era tranquilizador; la falta de afectos habría sido una mala señal. Durante la mayor parte del tiempo ella mostraba mucha emotividad. A veces se concentraba en la roca con tanta atención que Sax, esperanzado, creía ver en ella el antiguo entusiasmo. Otras parecía que simplemente estaba en movimiento, haciendo areología en un desesperado intento por apartarse del presente, de la historia o la desesperación, o de todo. En esos momentos caminaba sin propósito y no se detenía a examinar los accidentes obviamente interesantes que encontraban, y no contestaba a sus preguntas sobre los mismos. Lo poco que Sax había leído sobre la depresión lo alarmaba; no se podía hacer gran cosa, se necesitaban drogas para combatirla, y aún así nada era seguro. Pero sugerirle antidepresivos equivalía más o menos a aconsejarle el tratamiento, y por tanto no podía hablarle de ello. Además, ¿era la desesperación lo mismo que la depresión?

Felizmente, en aquel contexto las plantas eran penosamente escasas. Tempe no era como Tyrrhena, ni siquiera como las riberas del Glaciar Arena. Sin un trabajo activo de jardinería, sólo eso se conseguía. El mundo seguía siendo sobre todo roca.

Por otra parte, Tempe estaba a baja altura y era húmeda; el océano de hielo se encontraba unos pocos kilómetros al noroeste. Johnnie Appleseed había sobrevolado varias veces toda la línea costera meridional del nuevo mar, como parte de los esfuerzos de Biotique, iniciados varias décadas antes, cuando Sax estaba en Burroughs. Si se miraba con mucha atención, se veían algunos líquenes y pequeñas porciones de fellfield. Y también algunos árboles de krummholz, medio enterrados en la nieve. Todas esas plantas estaban en dificultades en aquel verano septentrional convertido en invierno, excepto el liquen, por supuesto. Ya predominaban los colores otoñales en las diminutas hojas de la koenigia, aferrada al suelo, en los botones de oro pigmeos, en la hierba de las nieves y por supuesto en la saxífraga ártica. Esos colores camuflaban el mundo vegetal en aquel ambiente de roca roja; muchas veces Sax no veía las plantas hasta que estaba a punto de pisarlas. Y naturalmente no se le ocurría llamar la atención de Ann sobre ellas, de manera que cuando tropezaba con alguna le echaba una rápida mirada evaluadora y seguía adelante.

Subieron a una loma que dominaba el cañón al oeste del refugio, y allí lo tenían: el gran mar de hielo, de un naranja broncíneo con las últimas luces del día. Llenaba las tierras bajas en una gran curva y formaba su propio horizonte de sudoeste a nordeste. Las mesas del terreno fracturado asomaban entre el hielo como farallones en el mar o islas de paredes verticales. A decir verdad, esa parte de Tempe iba a ser una de las líneas costeras más dramáticas de Marte; los extremos inferiores de algunas de las fossae se convertirían en largos fiordos o lochs. Y uno de los cráteres costeros estaba justo al nivel del mar y tenía una brecha en el lado del mar, lo que formaba una bahía perfectamente redonda de unos quince kilómetros de diámetro con un canal de entrada de dos kilómetros de ancho. Más al sur, el terreno fracturado al pie del Gran Acantilado crearía una verdadero archipiélago de las Hébridas, y muchas de esas islas serían visibles desde los acantilados del continente. Sí, una dramática línea costera. Como podía apreciarse ya mirando las quebradas láminas de hielo crepuscular.

Pero por supuesto nada de eso debía ser comentado. Ninguna mención del hielo, del revoltijo de icebergs mellados en la nueva orilla. Los icebergs se habían formado según un proceso que Sax desconocía, aunque le interesaba; pero no podía manifestarlo. Tenía que guardar silencio, como si hubiese entrado en un cementerio.

Abochornado, se agachó para examinar un espécimen de ruibarbo tibetano que casi había pisado. Pequeñas hojas rojas formaban una cabezuela que salía de un bulbo rojo.

Ann estaba mirando por encima de su hombro.

—¿Está muerta?

—No. —Sax arrancó unas pocas hojas muertas del exterior de la cabezuela y le mostró las hojas brillantes de debajo.— Está endureciéndose para el invierno. Engañada por la disminución de la luz. — Sax continuó, como hablando para sí mismo:— Muchas plantas morirán, sin embargo. La inversión térmica —«la temperatura del aire se volvía más fría que la temperatura de superficie»— sobrevendrá más o menos de la noche a la mañana. No tendrán oportunidad de endurecerse. Y muchas morirán por la helada. Las plantas toleran esos cambios mucho mejor que los animales. Pero los insectos son sorprendentemente aptos, considerando que son pequeños contenedores de líquido. Están provistos de crioprotectores. Creo que podrán resistir cualquier cosa.

Ann seguía inspeccionando la planta, y Sax se calló. Está viva, quería decirle. Dado que los miembros de una biosfera dependen de los otros para existir, la planta forma parte de tu cuerpo. ¿Cómo puedes odiarla?

Pero ella se negaba a recibir el tratamiento.

El mar de hielo era una llamarada de bronce y coral. El sol se estaba poniendo, tendrían que regresar. Ann se incorporó y echó a andar, una silueta oscura, silenciosa. Sax podía hablarle al oído, incluso en ese momento, cuando ella estaba a cien metros de distancia, a doscientos, una diminuta figura negra en la gran llanura del mundo. Pero no le habló; habría sido una invasión de su intimidad, de sus pensamientos. Pero cuánto deseaba Sax conocer aquellos pensamientos, preguntarle ¿qué piensas? Háblame, Ann. Comparte tus pensamientos.

El intenso deseo de hablar con alguien, agudo como cualquier otro dolor; a eso se refería la gente cuando hablaban de amor. O más bien eso era lo que Sax reconocería como amor. Sólo el intenso deseo de compartir los pensamientos. Sólo eso. Oh, Ann, por favor, háblame.

Pero Ann no le habló. En ella las plantas no parecían producir el mismo efecto que en él. Parecía odiarlas de verdad, pequeños emblemas de su cuerpo, como si la viriditas no fuera más que un cáncer que la roca debía padecer. En los crecientes ventisqueros las plantas ya casi no se distinguían. Estaba oscureciendo, se avecinaba otra tormenta, nubes bajas sobre un mar de oscuridad y cobre. Un cojín de musgo, una superficie de roca cubierta de liquen; pero casi todo era roca desnuda, como había sido siempre. No obstante…

Y entonces, en la puerta de la antecámara del refugio, Ann se desvaneció. Al caer su cabeza golpeó contra el marco de la puerta. Sax sostuvo el cuerpo inerte cuando estaba a punto de derrumbarse sobre un banco adosado a la pared interior. A medias la cargó, a medias la arrastró a través de la antecámara. Después cerró la puerta exterior, y cuando la cámara estuvo presurizada la arrastró hasta el vestuario. Debía de haber estado gritando por la frecuencia común, porque cuando se quitó el casco, había cinco o seis rojas en la habitación, más de las que había visto en el refugio hasta el momento. Una de las mujeres que le habían puesto tantas trabas, la bajita, resultó ser el médico de la estación, y cuando colocaron a Ann sobre una mesa con ruedas que hacía las veces de camilla, la mujer abrió la marcha hacia la clínica médica del refugio, y allí se hizo cargo de todo. Sax ayudó en lo que pudo, quitó las botas de los largos pies de Ann con manos temblorosas. Su pulso, comprobó su consola de muñeca, era de 145, y se sentía acalorado y mareado.

—¿Ha sufrido una apoplejía? —preguntó—. ¿Creen que ha sufrido una apoplejía?

La mujer bajita pareció sorprendida.

—No creo. Se desmayó y se golpeó la cabeza.

—Pero ¿por qué se ha desmayado?

—No lo sé.

La doctora miró a la mujer alta, sentada junto a la puerta. Sax comprendió que eran las máximas autoridades del refugio.

—Ann dejó instrucciones de que no la conectáramos a ningún sistema de soporte vital si alguna vez se encontraba incapacitada.

—No —se opuso Sax.

—Instrucciones muy explícitas. Lo prohibió. Lo dejó todo por escrito.

—Utilizarán lo que sea para mantenerla con vida —dijo Sax, con la voz ronca por el esfuerzo. Todo lo que decía desde que Ann se desmayara era una sorpresa para él. Era testigo de sus propias acciones tanto como aquellas mujeres. Se oyó decir—: Eso no significa que tengan que mantenerla conectada si no recupera la conciencia. Me refiero sólo a un mínimo razonable, para estar seguros de que no se va por una tontería.

La doctora puso los ojos en blanco ante aquella distinción, pero la mujer alta parecía pensativa.

Sax se oyó continuar:

—Me mantuvieron con soporte vital durante cuatro días, por lo que sé, y me alegro de que nadie decidiera desconectarme. Ella debe decidir, no ustedes. Cualquiera que desee morir puede hacerlo sin necesidad de comprometer el juramento hipocrático de ningún médico.

La doctora puso los ojos en blanco con más disgusto que antes. Pero después de una mirada fugaz a su colega, empezó a conectar a Ann a los sistemas de soporte vital de la cama. Sax la ayudó; la doctora activó la IA médica y empezó a despojar a Ann del traje. Una anciana esbelta, que respiraba con una mascarilla de oxígeno. La mujer alta se levantó y empezó a ayudar a la doctora, y Sax fue a sentarse. Sus propios síntomas fisiológicos eran alarmantes, sobre todo la sensación general de calor y una especie de hiperventilación incompetente y un dolor que le hacía desear llorar.

Después de un rato la doctora se le acercó. Ann estaba en coma, le dijo. Al parecer una pequeña anomalía en el ritmo cardíaco había provocado el desmayo. De momento permanecía estable.

Sax se quedó sentado en la habitación. Más tarde la doctora regresó. La consola de muñeca de Ann había registrado un episodio de latidos rápidos e irregulares en el momento del desmayo. Ahora persistía una ligera arritmia. Y al parecer, la anoxia o el golpe en la cabeza, o ambos, habían iniciado el coma.

Sax quiso saber qué era exactamente un coma, y sintió un profundo desaliento cuando la doctora se encogió de hombros. Era un término genérico para ciertos estados de inconsciencia. Pupilas fijas, cuerpo insensible y a veces paralizado en posturas indicativas de falta de actividad cortical. El brazo y la pierna izquierdos de Ann estaban torcidos. Y además la inconsciencia, por supuesto. A veces algunos vestigios de respuesta, puños apretados o algo por el estilo. La duración del coma variaba mucho. Algunas personas no salían nunca de él.

Sax se miró las manos hasta que la doctora lo dejó solo. Se quedó en la habitación después de que todos se hubieran ido. Entonces se levantó y se acercó a Ann, observando su rostro bajo la máscara. No había nada que hacer. Le tomó la mano; el puño no se cerró. Apoyó su mano en la cabeza, como le dijeron que había hecho Nirgal cuando él estaba inconsciente. Se dio cuenta de que era un gesto inútil.

Se acercó a la pantalla de la IA y pidió un programa de diagnóstico y el historial médico de Ann, y volvió a leer los datos del monitor cardíaco sobre el incidente en la antecámara. Una ligera arritmia, sí; un latido rápido e irregular. Incluyó los datos en el programa de diagnóstico y buscó información sobre las arritmias cardíacas. Existían numerosas aberraciones del ritmo cardíaco, pero por lo visto Ann tenía una predisposición genética a padecer un trastorno llamado síndrome de QT larga, caracterizado por una onda larga anormal en el electrocardiograma. Solicitó el genoma de Ann y dio instrucciones a la IA para que llevara a cabo un escaneo en las regiones pertinentes de los cromosomas 3, 7 y 11. En el gen llamado HERG, en el cromosoma 7, la IA identificó una pequeña mutación: una inversión de la adenina-timina y la guanina-citosina. Pequeña, pero el HERG contenía las instrucciones para la síntesis de una proteína que actuaba como canal de los iones de potasio en la superficie de las células cardíacas, y esos canales de iones permitían desactivar la contracción de las células del corazón. Sin ese freno, el corazón podía entrar en arritmia y empezar a latir demasiado deprisa para bombear sangre de manera efectiva.

Ann tenía también otro problema, en un gen del cromosoma 3 llamado SCN5A. Ese gen codificaba una proteína reguladora de canales de iones de sodio en la superficie de las células cardíacas, canales que funcionaban como aceleradores, y la mutación aquí agravaba el problema del latido rápido. En resumen, a Ann le faltaba un bit CG.

Esas anomalías genéticas eran raras, pero para la IA de diagnóstico no eran un obstáculo. Contenía la sintomatología de todos los problemas conocidos, aun de los más raros. Parecía considerar el caso de Ann bastante sencillo, y daba una lista de los tratamientos existentes. Había muchos.

Uno de los sugeridos era la recodificación de los genes problemáticos en el curso del tratamiento gerontológico corriente. La reiterada recodificación de los genes durante varios tratamientos de longevidad erradicaría la causa del problema. Le parecía extraño que no lo hubiesen hecho antes, pero entonces Sax advirtió que la recomendación sólo tenía dos décadas de antigüedad; era posterior al último tratamiento de Ann.

Sax estuvo sentado delante de la pantalla largo tiempo. Después se dedicó a investigar la clínica roja, instrumento por instrumentó, habitación por habitación. Las enfermeras de guardia lo dejaron hacer; seguramente pensaban que estaba trastornado.

En un refugio importante como aquél era probable que una de las salas estuviese habilitada para administrar el tratamiento gerontológico. Y en efecto así era. Una pequeña habitación al fondo de la clínica. No se necesitaba mucho: una IA voluminosa, un pequeño laboratorio, las proteínas y sustancias químicas indispensables, incubadoras, aparatos de resonancia magnética, el equipo de intravenoso. Sorprendente, cuando uno consideraba lo que hacía. Pero la vida misma era sorprendente: nada más que simples secuencias de proteínas al principio, y después allí estaban ellos.

La IA principal tenía el genoma de Ann archivado. Pero si ordenaba al laboratorio que empezara a sintetizar las cadenas de DNA que ella necesitaba (añadiendo la recodificación de los genes HERG y SNC5A) seguramente alguien lo advertiría. Y entonces tendría problemas.

Volvió a su reducida habitación e hizo una llamada codificada a Da Vinci. Pidió a sus colegas que iniciaran la síntesis y ellos accedieron sin hacer más preguntas que las puramente técnicas. A veces amaba a aquellos saxaclones con todo su corazón.

Después de eso, era cuestión de esperar. Las horas pasaron, interminables. Y luego los días, y el estado de Ann no experimentó ningún cambio. La expresión de la doctora se fue tornando cada vez más sombría, aunque no volvió a proponer que desconectaran a Ann. Sax empezó a dormir en el suelo de la habitación de Ann. Llegó a conocer el ritmo de su respiración. Pasaba mucho tiempo con una mano en la cabeza de Ann, como Nirgal había hecho con él, según le había contado Michel. Dudaba de que aquello curase alguna vez a nadie, pero aun así lo hacía. Sentado durante largas horas en aquella actitud, tuvo ocasión de pensar en el tratamiento de plasticidad cerebral que le habían administrado Vlad y Ursula después de la apoplejía. Naturalmente, una apoplejía no era lo mismo que un coma. Pero un cambio mental no tenía por qué ser malo, si la mente de uno sufría atrozmente.

Pasó más tiempo y no se produjo ningún cambio, cada día más lento, confuso y terrible que el anterior. Hacía ya mucho que las incubadoras de los laboratorios de Da Vinci habían cocinado toda una batería de cadenas de DNA específicas de Ann corregidas, con refuerzos antisentidos y enlaces… el tratamiento gerontológico completo en su última versión.

Una noche llamó a Ursula y mantuvo una larga consulta. Ella contestó a sus preguntas con calma, a pesar de no aprobar lo que el pretendía hacer.

—El paquete de estimulación sináptica que te aplicamos provocaría un crecimiento sináptico excesivo en un cerebro no dañado —afirmó con rotundidad—. Alteraría la personalidad de un modo imprevisible. — Creando locos como tú, le indicó su mirada alarmada.

Sax decidió renunciar al suplemento sináptico. Salvarle la vida a Ann era una cosa, cambiarle la mente, otra. El cambio azaroso no era lo que pretendía. Él quería la aceptación, la felicidad, ahora tan lejana, tan inimaginable, que Ann fuese verdaderamente feliz, fuera cual fuese el procedimiento. Le dolía pensar en todo aquello. Cuánto dolor físico podía generar el pensamiento; el sistema límbico era un universo anegado en dolor, como la materia oscura que anegaba el universo.

—¿Has hablado con Michel? —le preguntó Ursula.

—No; buena idea.

Llamó a Michel, le explicó lo que había sucedido y lo que se proponía.

—Dios mío, Sax —dijo Michel, sorprendido. Pero poco después le prometía ir. Le pediría a Desmond que lo llevara en avión hasta Da Vinci para recoger el tratamiento, y luego volarían hasta el refugio.

Sax esperó en la habitación de Ann, con una mano apoyada en la cabeza de ella. Un cráneo lleno de bultos; un frenólogo encontraría abundante materia de estudio.

Michel y Desmond llegaron al fin, sus hermanos, de pie junto a él. La doctora estaba allí, escoltándolos, y la mujer alta y otras; de manera que todo tuvo que ser comunicado a través de miradas, o de la ausencia de miradas. De todas formas, estaba perfectamente claro. El rostro de Desmond era diáfano. Habían traído el paquete de longevidad de Ann. Sólo tenían que esperar que se presentara la oportunidad.

Y se presentó pronto; como Ann estaba en coma, la situación en el hospital era rutinaria. Los efectos del tratamiento de longevidad en un coma, no obstante, no eran del todo conocidos. Michel había estudiado la literatura existente y los datos eran escasos. Había sido empleado experimentalmente en algunos casos de coma sin respuesta y habían conseguido despertar al cincuenta por ciento de los pacientes. Por eso Michel era optimista.

Poco después de su llegada, los tres hombres se levantaron en mitad de la noche y pasaron de puntillas ante la enfermera de guardia dormida en el vestíbulo. La formación médica había tenido el efecto usual, y la mujer dormía profundamente, aunque en una mala posición sobre la silla. Sax y Michel acometieron la conexión de Ann al sistema de infusión intravenosa introduciendo las agujas en las venas del dorso de la mano, trabajando despacio, con cuidado y precisión. En silencio. Poco después el sistema estaba en marcha y las nuevas cadenas de proteínas se incorporaban a la corriente sanguínea. La respiración de Ann se volvió irregular y una oleada de miedo reflejada en calor inundó a Sax. Gimió para sus adentros. Era reconfortante tener a Michel y Desmond allí, agarrándole los brazos, como si trataran de evitar que cayera. Pero ansiaba desesperadamente la presencia de Hiroko. Eso era lo que ella hubiera hecho, estaba seguro, lo cual le hacía sentirse mejor. Hiroko era una de las razones por las que lo estaba haciendo. Sin embargo, ansiaba su apoyo, su presencia física, deseaba que apareciera para ayudarlo, como en Daedalia Planitia. Para ayudar a Ann. Ella era la experta en ese tipo de experimentación humana radicalmente irresponsable, aquello habría sido una menudencia para ella…

Cuando la operación concluyó, retiraron las agujas intravenosas y guardaron el equipo. La enfermera de guardia seguía dormida, con la boca abierta, como la niña que era. Ann aún estaba inconsciente, pero a Sax le pareció que respiraba mejor, con más fuerza.

Los tres hombres la contemplaron. Entonces salieron sigilosamente y regresaron de puntillas a sus habitaciones. Desmond bailaba sobre las puntas de los pies como un loco, y los otros dos lo hicieron parar. Se metieron en las camas pero no pudieron conciliar el sueño, ni tampoco hablar; se quedaron tendidos en silencio, como hermanos en una gran casona después de una exitosa expedición al nocturno mundo exterior.

La mañana siguiente, la doctora entró en la habitación.

—Sus constantes vitales han mejorado. Los tres hombres expresaron su alegría.

Más tarde, en el comedor, Sax sintió la imperiosa necesidad de relatar a Michel y Desmond su encuentro con Hiroko. La noticia significaría para esos dos hombres mucho más que para cualquier otro. Pero temía hacerlo, temía parecer sobreexcitado, incluso alucinado. El momento en que Hiroko lo había dejado en el rover y había desaparecido en la tormenta… no sabía qué pensar. En sus largas horas velando a Ann, había pensado mucho, y había investigado; sabía que no era infrecuente que escaladores terranos, solos en las alturas, por la falta de oxígeno fueran víctimas de alucinaciones en las que veían a compañeros. Una especie de figura doppelganger. El alma al rescate. Y el tubo de aire estaba parcialmente obstruido por el hielo.

Por eso dijo:

—Creo que esto es lo que hubiera hecho Hiroko. Michel asintió.

—Es audaz, lo admito. Es de su estilo. No, no me interpretes mal, me alegro de que lo hicieras.

—Ya era hora, si me lo preguntan —dijo Desmond—. Alguien debería haberla amarrado y obligado a recibir el tratamiento hace mucho tiempo. Oh, Sax, Sax… —Rió de felicidad.— Sólo espero que cuando recupere la conciencia no esté tan loca como tú.

—Pero Sax sufrió una apoplejía —arguyó Michel.

—Bueno —dijo Sax, siempre preocupado por recordar las cosas con exactitud—, en realidad yo ya era un poco excéntrico.

Sus dos amigos asintieron, con los labios apretados. Se sentían muy alegres, aunque la situación seguía siendo incierta. Entonces, la doctora alta entró; Ann había salido del coma.

Sax pensaba que tenía el estómago demasiado agarrotado por la tensión para admitir comida, pero descubrió que estaba dando cuenta de una pila de tostadas con mantequilla con notable facilidad; en realidad, devorándolas.

—Pero se pondrá muy furiosa contigo —señaló Michel.

Sax asintió. Era, ay, muy probable. Una mala perspectiva. No quería que ella le volviera a golpear. O peor aún, que rechazara su compañía.

—Podrías acompañarnos a la Tierra —sugirió Michel—. Maya y yo iremos con la delegación, y también Nirgal.

—¿Es que va a ir a la Tierra una delegación?

—Sí, alguien lo sugirió, y parece una buena idea. Necesitamos tener algunos representantes allí, hablando con ellos. Y para cuando regresemos, Ann ya habrá tenido tiempo de digerirlo.

—Interesante —dijo Sax, aliviado por la mera sugerencia de una escapatoria, y también preocupado al ver con qué velocidad podía pensar en diez diferentes razones por las que debía ir a la Tierra—. Pero ¿qué hay de Pavonis y de esa conferencia de la que hablan?

—Podemos intervenir a través del vídeo.

—Cierto. —Era justo lo que él siempre había dicho.

El plan era atractivo. No quería estar allí cuando Ann despertara, cuando descubriera lo que había hecho. Cobardía, naturalmente. Pero aun así preguntó:

—Desmond, ¿tú también vas?

—No tengo ni una jodida posibilidad.

—Pero dices que Maya va, ¿no es así? —le preguntó a Michel.

—Sí.

—Bien. La última vez que… que yo intenté salvarle la vida a una mujer, Maya la mató.

—¿Qué…? ¿Phyllis? ¿Intentaste salvarle la vida a Phyllis?

—Bueno, no. Es un decir; fui yo quien la puso en peligro, para empezar. Así que no creo que cuente. —Trató de explicar lo que había sucedido aquella noche en Burroughs, pero con escaso éxito. Sus recuerdos eran borrosos, excepto algunos momentos terriblemente vividos.— No importa. No debería haberlo mencionado. Estoy…

—Estás cansado —dijo Michel—. Pero no te preocupes. Maya estará lejos de aquí, y bajo nuestra atenta vigilancia.

Sax asintió. Cada vez sonaba mejor. Le daría tiempo a Ann para enfriarse, para reflexionar, para comprender. Con un poco de suerte. Y sería muy interesante conocer la situación terrana de primera mano. Extremadamente interesante; ninguna persona racional dejaría pasar esa oportunidad.

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