QUINTA PARTE Al fin en casa

Un anciano sentado a la cabecera de una cama. Las habitaciones de hospital son todas iguales. Limpias, blancas, frías, llenas de zumbidos y luz fluorescente. En el lecho yace un hombre alto, de piel cobriza y gruesas cejas negras, con un sueño agitado. El anciano está inclinado sobre la cabeza del enfermo y la presiona levemente con las manos, detrás de la oreja. El anciano murmura con voz queda:

—No es más que una respuesta alérgica, hay que convencer a tu sistema inmunitario de que el alérgeno en realidad no es un problema. Todavía no lo han identificado. El edema pulmonar forma parte por lo general del síndrome de las alturas, pero tal vez la causa haya sido la mezcla de gases, o quizá se trate del síndrome de las cotas bajas. Es necesario sacar el agua de tus pulmones. Casi lo han conseguido. La fiebre y los escalofríos pueden atribuirse al biofeedback. Una fiebre de veras alta es peligrosa, debes tenerlo presente. Recuerdo la vez que entraste en los baños después de haberte caído al lago. Estabas azul. Jackie saltó al agua caliente de inmediato… no, me parece que antes se detuvo a mirarte. Nos tomaste a mí y a Hiroko del brazo y todos fuimos testigos de que entrabas en calor. Termogénesis sin temblor, todo el mundo tiene esa capacidad, pero la tuya fue voluntaria y de una potencia increíble. Nunca vi nada igual. Todavía sigo sin saber cómo lo hiciste. Eras un muchacho excepcional. La gente puede temblar a voluntad, así que tal vez sea eso, sólo que en el interior. En realidad no importa, no necesitas saber cómo, sólo tienes que hacerlo, si es que puedes hacerlo en la dirección contraria, para bajar tu temperatura. Inténtalo. Inténtalo. Eras un muchacho excepcional.

El anciano alarga la mano y toma la muñeca del joven. La sostiene y la oprime.

—Solías preguntar mucho. Eras muy curioso, de buena pasta. Decías:

¿Por qué, Sax? ¿Por qué? Era divertido tratar de contestar siempre. El mundo es semejante a un árbol, a partir de una hoja puedes llegar a las raíces. Estoy seguro de que Hiroko lo sentía de esa manera; seguramente fue ella quien me explicó esa teoría. Escucha, no ha sido un error que fueras en busca de Hiroko. Yo he hecho lo mismo. Y volveré a hacerlo.

Porque la vi una vez, en Daedalia. Ella me ayudó cuando quedé atrapado en una tormenta. Me aferró la muñeca, así. Está viva, Nirgal. Hiroko vive. Está en algún lugar, allá afuera. Algún día la encontrarás. Pon ese termostato interno en marcha, baja la temperatura, y algún día la encontrarás….

El anciano suelta la muñeca. Se reclina pesadamente en la silla, medio dormido, murmurando aún.

—Decías: ¿Por qué, Sax, por qué?


Si no hubiera soplado el mistral, se habría echado a llorar, porque nada era igual, nada. Llegó a una estación de Marsella que no existía cuando se marchó, próxima a una pequeña ciudad que no existía cuando se marchó, construidas de acuerdo con la arquitectura gaudiniana, bulbosa y chorreante, con un toque de la circularidad bogdanovista, que a Michel le hizo pensar en una mezcla de Christianopolis e Hiranyagarbha. No, nada le resultaba familiar, en lo más mínimo. La tierra era extrañamente llana, verde, despojada de su roca, despojada de ese je ne sals quoi que había dado su carácter a Provenza. Llevaba ausente ciento dos años.

Pero sobre ese paisaje desconocido soplaba el mistral, que bajaba desde el Macizo Central: frío, seco, mohoso y eléctrico, rebosante de iones negativos o de lo que fuera que le confería su característico efecto katabático tan estimulante. ¡El mistral! No importaba lo que pareciera, tenía que ser Provenza.

Los miembros de la rama local de Praxis le hablaban en francés y él apenas los entendía. Escuchaba con atención, esperando recuperar su lengua nativa, esperando que la franglaisation y la frarabisation de las que le habían hablado no hubiesen cambiado las cosas en exceso. Le resultaba chocante buscar a tientas en su idioma nativo, y también que la Academia francesa no hubiese cumplido con el cometido de mantener la lengua congelada en el siglo XVII. Le pareció que la joven que encabezaba el grupo de Praxis decía que lo llevarían a visitar la región en coche y bajarían hasta la nueva costa.

—Estupendo —dijo Michel.

Empezaba a entenderlos mejor. Seguramente era cosa del acento provenzal. Los siguió por los círculos concéntricos de edificios y luego al interior de un aparcamiento igual a todos los aparcamientos. La joven auxiliar lo ayudó a acomodarse en el asiento del pasajero del pequeño vehículo y después se instaló frente al volante. Se llamaba Sylvie; era menuda, atractiva, elegante y olía muy bien, y por eso su extraño francés no dejaba de sorprenderlo. El coche se puso en marcha, abandonaron el aeropuerto y, rodando estrepitosamente, tomaron una carretera negra que cruzaba un paisaje llano, salpicado del verde de pastos y árboles. ¡No, unas pequeñas colinas se elevaban en la distancia! ¡Y el horizonte parecía tan lejano!

Sylvie lo llevó hasta la costa más cercana. Desde un apartadero en lo alto de una colina se alcanzaba a ver el Mediterráneo a lo lejos; jaspeado de pardo y gris, centelleaba bajo el sol.

Después de unos minutos de silenciosa contemplación, Sylvie continuó viaje, de nuevo tierra adentro sobre terreno llano. Más adelante se detuvieron en un terraplén y ella le dijo que estaban contemplando la Camarga. Michel no la habría reconocido. En otro tiempo el delta del Ródano había sido un amplio triángulo de muchos miles de hectáreas, lleno de salinas y pastos; ahora se había reintegrado en el Mediterráneo. Agua marrón sembrada de edificios, pero seguía siendo agua, y la línea azulada del Ródano discurría por el centro. Arles, en el vértice del triángulo, volvía a ser un puerto activo, aunque todavía estaban afianzando el canal. La parte del delta al sur de Arles, desde Martigues al este a Aigües-Mortes al oeste, había sido invadida por las aguas. Aigües-Mortes había sucumbido, pues sus edificios industriales estaban anegados. Las instalaciones portuarias se habían reflotado y trasladado a Arles o Marsella. Estaban esforzándose por crear rutas de navegación seguras; tanto la Camarga como la Plaine de la Crau, más al este, mostraban estructuras de todo tipo, aunque no todas se distinguían fácilmente, el agua estaba demasiado opaca a causa del limo.

—Mire, allí está la estación… pueden verse los silos pero no las dependencias. Y ahí tiene uno de los malecones que forman los canales, ahora actúan a modo de arrecifes. ¿Ve la línea de agua gris? Cuando la corriente del Ródano es fuerte suele desmoronarlos.

—Menos mal que las mareas no son fuertes —dijo Michel.

—Cierto. Si lo fueran, la ruta a Arles sería demasiado traicionera para los barcos.

En el Mediterráneo las mareas eran insignificantes y los barcos de pesca y los cargueros descubrían a diario rutas seguras; se intentaba reforzar el cauce principal del Ródano mediante un nuevo lago y restaurar los canales adyacentes para que los botes no tuvieran que desafiar el río cuando remontaban la corriente. Sylvie señalaba detalles que Michel no advertía y hablaba de los súbitos cambios del cauce del Ródano, de barcos encallados, de boyas sueltas, cascos hendidos, rescates nocturnos, vertidos de petróleo, de falsos faros, destinados a confundir a los incautos, e incluso de piratería clásica en alta mar. La vida parecía excitante en las nuevas bocas del Ródano.

Después de un rato regresaron al coche y Sylvie condujo hacia el sur y el este; al fin alcanzaron la costa, la verdadera costa, entre Marsella y Cassis. Esa parte del litoral mediterráneo, al igual que la Costa Azul más al este, estaba formada por una cadena de colinas escarpadas que caían abruptamente hacia el mar. Las colinas seguían aún muy por encima de las aguas, naturalmente, y a primera vista Michel tuvo la impresión de que allí la costa había cambiado mucho menos que en la inundada Camarga. Pero después de unos minutos de contemplar en silencio el paisaje cambió de parecer. La Camarga siempre había sido un delta, y por tanto en esencia no había cambiado. Pero allí…

—Las playas han desaparecido.

—Sí.

Era de esperar. Pero las playas habían sido la esencia de aquella costa, con sus largos veranos dorados y multitud de animales humanos desnudos que veneraban el sol, con bañistas, veleros y colores carnavalescos, y noches largas, cálidas y excitantes. Todo eso se había desvanecido.

—Nunca regresarán. Sylvie asintió.

—Ha ocurrido lo mismo en todas partes —dijo.

Michel miró hacia el este; las colinas caían a pico hacia el mar pardo hasta donde alcanzaba la vista; tenía la sensación de que podía ver hasta el cabo Sicié. Más allá estaban los grandes centros turísticos, Saint-Tropez, Cannes, Antibes, Niza, su pequeña Villefranche-sur-mer, y todas las playas de moda, pequeñas y grandes, todas anegadas, como la que tenían debajo: las aguas lodosas del mar lamían una franja de piedra fracturada y amarillentos árboles muertos, y los caminos que bajaban a la playa se hundían en la sucia espuma de la resaca que bañaba las calles de las ciudades abandonadas.

Los árboles verdes que estaban sobre la nueva línea de costa oscilaban sobre la roca blanquecina. Michel había olvidado lo blanca que era la roca. El follaje consistía básicamente en matorral bajo y polvoriento; la deforestación se había convertido en un problema en los últimos años, le dijo Sylvie, porque la gente talaba los árboles para conseguir combustible. Pero Michel apenas la oía; miraba las playas inundadas, tratando de recordar su belleza cálida, erótica y arenosa. Y mientras contemplaba la espuma sucia, descubrió que ya no las recordaba, ni tampoco los días pasados en ellas, los innumerables días ociosos que ahora no eran sino manchas brumosas, como el rostro de un amigo muerto. Ya no las recordaba.

Marsella se las había arreglado para sobrevivir: la única zona de la costa que no le importaba a nadie, la más fea, la ciudad. Naturalmente. Los muelles se habían inundado y también los barrios inmediatamente detrás de ellos; pero el terreno se elevaba rápidamente y los barrios más altos habían continuado con su vida dura y sórdida: los barcos aún anclaban en el puerto y unos largos muelles flotantes maniobraban hasta llegar a ellos para descargar las mercancías, mientras los marineros se derramaban por la ciudad y se desmadraban, en conformidad con una larga tradición. Sylvie dijo que Marsella era el lugar en el que había escuchado las aventuras más espeluznantes ocurridas en la desembocadura del Ródano y el resto del Mediterráneo, donde las cartas de navegación ya no servían para nada: casas de los muertos entre Malta y Túnez, ataques de corsarios de Berbería…

—Marsella es más Marsella que nunca —concluyó, sonriendo, y Michel tuvo una súbita visión de la vida nocturna de la mujer, desenfrenada y tal vez peligrosa. Era evidente que le gustaba la ciudad. El coche se sacudió al pasar sobre uno de los muchos baches de la carretera y a Michel se le antojó que él y el mistral pasaban velozmente sobre la vieja y fea Marsella sacudidos por el pensamiento de una mujer joven y salvaje.

Más ella misma que nunca. Tal vez eso era cierto para toda la costa. Ya no había turistas; sin las playas, el concepto de turismo se desvanecía. Los grandes hoteles y apartamentos de color pastel estaban invadidos por las aguas, como los castillos de arena de los niños por la marea. Mientras cruzaban Marsella, Michel advirtió que los pisos superiores de muchos edificios parecían haber sido reocupados; pescadores, le dijo Sylvie. Sin duda amarraban los botes en los pisos inferiores, como el Pueblo del Lago de la Europa prehistórica. Retornaban a formas de vida ancestrales.

Michel siguió mirando por la ventana, intentando pensar la nueva Provenza, esforzándose por asimilar el sobresalto de tanto cambio. En verdad todo era muy interesante, aunque no fuera como él lo recordaba. Con el tiempo se formarían nuevas playas, se dijo para tranquilizarse, a medida que las olas erosionaran la base de los acantilados y los ríos y arroyos aportasen sedimentos. Hasta era posible que el proceso fuera rápido, aunque al principio las playas serían sólo barro y piedras. Esa arena dorada… bueno, las corrientes podían devolver parte de la arena sumergida a las nuevas playas, por qué no. Pero lo cierto era que la mayor parte de ella se había perdido para siempre.

Sylvie detuvo el coche en otro apartadero ventoso que miraba sobre el mar. El agua parda se extendía hasta el horizonte y el viento de la costa alejaba las olas de la playa, un efecto extraño. Michel trató de recordar el viejo azul bajo la luz del sol. En otro tiempo habían existido distintas variedades de azul mediterráneo: la pureza cristalina del Adriático, el Egeo, con su homérico toque vinoso… Ahora todo era pardo. Un mar terroso, acantilados sin playas, pálidas colinas de piedra, desérticas, abandonadas. Un yermo. No, nada era igual, nada.

Sylvie acabó por notar su silencio. Se dirigieron al oeste, hacia Arles, y allí a un pequeño hotel en el corazón del pueblo. Michel nunca había vivido en Arles, ni tenía un particular interés por el lugar, pero las oficinas de Praxis estaban junto al hotel y a él no se le ocurría ninguna alternativa. Salieron del coche; sentía la pesadez de la gravedad. Sylvie esperó en el vestíbulo mientras él subía a dejar el equipaje. Y allí estaba, vacilante en una diminuta habitación de hotel, con su bolsa sobre la cama y su cuerpo deseoso de reencontrar su tierra, de regresar al hogar. Pero aquello no lo era.

Bajó al vestíbulo y fueron al edificio contiguo, donde Sylvie atendió otros asuntos.

—Hay un lugar que quiero visitar —le dijo a la muchacha.

—Iremos adonde usted quiera.

—Está cerca de Vallabrix. Al norte de Uzés. Ella dijo que sabía a qué lugar se refería.

Había caído la tarde cuando llegaron: un claro al costado de una carretera antigua y estrecha, junto a un olivar que trepaba por una pendiente, golpeado por el mistral. Michel le pidió a Sylvie que lo esperase en el coche, salió al viento y subió por la pendiente entre los árboles, a solas con el pasado.

Su antiguo mas estaba en el extremo norte del bosque, en el borde de una meseta que daba sobre un barranco. Los olivos estaban retorcidos por la edad. Del mas sólo subsistía una cáscara de mampostería, casi sepultada por las densas y enredadas matas espinosas de las zarzamoras que crecían junto a las paredes exteriores.

Al mirar las ruinas, Michel descubrió que recordaba el interior, o al menos parte de él. Cerca de la puerta había habido una cocina, con la mesa donde comían, y más allá, después de pasar bajo una gran viga de madera, una sala de estar con sofás y una mesita baja de café, y la puerta del dormitorio. Había vivido allí dos o tres años con una mujer llamada Eve. Hacía más de un siglo que no pensaba en aquella casa y habría sido lógico suponer que no recordaría nada, pero delante de las ruinas fragmentos dispersos de ese tiempo pasaban por su mente, ruinas de otra índole: en ese rincón ahora lleno de cascotes de yeso había habido una lámpara azul. En esa pared de la que sólo quedaban algunos mampuestos cubiertos por montones de hojas colgaba en otro tiempo una lámina de Van Gogh sujeta con chinchetas. La gran viga de madera había desaparecido y sus soportes en la pared también. Debían de habérsela llevado; costaba creer que alguien hiciese el esfuerzo, porque pesaba centenares de kilos. La deforestación, claro; quedaban pocos árboles capaces de proporcionar una viga de ese tamaño. La gente había vivido durante siglos en aquella tierra.

Con el tiempo la deforestación dejaría de ser un problema. Durante el viaje Sylvie le había hablado del violento invierno de la inundación, de las lluvias, del viento; el mistral había soplado durante todo un mes. Algunos sostenían que no amainaría nunca. Mirando la casa en ruinas, Michel no sintió tristeza. Necesitaba el viento para orientarse. Era extraño cómo funcionaba la memoria, o cómo se resistía a funcionar. Se acercó al muro derruido y trató de recordar más del lugar, de su vida allí con Eve, un esfuerzo deliberado para recuperar el pasado… En vez de eso, le vinieron a la cabeza escenas de la vida que había compartido con Maya en Odessa, con Spencer de vecino. Probablemente aquellos dos períodos tenían suficientes aspectos en común para crear la confusión. Eve tenía el mismo temperamento apasionado de Maya, y en cuanto a lo demás, la vie quotidienne era la vie quotidienne en todas las épocas y lugares, sobre todo para un individuo específico, que se acostumbra a sus hábitos como a los muebles que se llevan de un lugar a otro. Quizá.

En otro tiempo láminas que reproducían obras pictóricas habían adornado las paredes enyesadas de color beige. Ahora lo que quedaba del enlucido se veía rugoso y descolorido, como las paredes exteriores de una vieja iglesia. Eve se movía por la cocina como una bailarina de piernas esbeltas y poderosas. Se volvía para mirarlo por encima del hombro y reía, y sus cabellos castaños volaban en cada giro. Sí, recordaba aquella acción repetida. Una imagen sin contexto. Él la había amado, aunque siempre la ponía furiosa. Al final, ella lo había dejado por otro; ah, sí, un maestro de Uzés. ¡Cuánto dolor! Lo recordaba, pero ya no significaba nada para él, no sentía ni una pizca de aquel dolor. Una vida anterior. Las ruinas no le devolvían aquellas sensaciones. Apenas evocaban imágenes. Era aterrador, como si la reencarnación fuese real y le hubiese ocurrido a él, y lo que en ese momento experimentaba se redujese a fugaces flashbacks de una vida de la que lo separaban varias muertes. Debía de ser muy extraño que la reencarnación fuera real y uno empezara a hablar lenguas que no conocía, como Bridey Murphy, y sintiera el torbellino del pasado, de otras existencias, en su mente… Quizá algo semejante a lo que él sentía en ese momento. Pero no recobrar ningún sentimiento del pasado, no experimentar otra cosa que la sensación de que uno no sentía…

Se alejó de las ruinas y regresó al vehículo por entre los olivos centenarios.

Alguien debía de cuidar los olivos porque las ramas bajas estaban podadas y una hierba pálida y seca de pocos centímetros cubría el suelo entre miles de viejos huesos grises de oliva. Los árboles estaban dispuestos en hileras que, sin embargo, parecían naturales, como si por azar hubiesen crecido guardando esa distancia entre ellos. El viento producía un susurro ligeramente percusivo en las hojas. De pie en medio del bosque, donde no veía más que olivos y cielo; se fijó de nuevo en la rápida alternancia de los dos colores de las hojas en el viento, verde y gris, gris y verde…

Se alzó de puntillas y tiró de una ramita para inspeccionar las hojas. Recordó: de cerca el color de las dos caras no era tan distinto, verde mate, caqui pálido. Pero cuando el viento agitaba una colina poblada de esas hojas, los dos colores se distinguían claramente. A la luz de la luna, alternaban el negro y la plata; contra el sol, la diferencia era de textura, mate o brillante.

Se acercó a un olivo y tocó la corteza: rectángulos rugosos y quebrados, un tono gris verdoso, semejante al del envés de las hojas, pero más oscuro y a menudo cubierto por otro verde, el verde amarillento del liquen, el verde amarillento o el gris de un acorazado. Había pocos olivos en Marte, aún no habían creado Mediterráneos. No, se sentía en la Tierra, como sí de nuevo tuviese diez años, llevaba aquel niño pesado en su interior. Las fisuras que separaban los rectángulos de corteza eran superficiales, y en algunos puntos la cubierta había caído. El auténtico color era un beige pálido y leñoso, pero como el liquen cubría casi toda la superficie era difícil estar seguro. Árboles cubiertos de liquen; Michel no había reparado en ello. Las ramas altas eran más lisas, las fisuras no eran más que líneas de color carne y el liquen, más suave, como un polvo verde.

Las raíces eran grandes y poderosas. Los troncos se expandían a medida que se acercaban al suelo y extendían unas protuberancias semejantes a dedos separados, puños nudosos que se hundían en la tierra. Ningún mistral podría desarraigar aquellos árboles. Ni siquiera un viento marciano.

El suelo estaba cubierto de huesos viejos y de olivas negras y apergaminadas. Tomó una cuya oscura piel aún estaba lisa y la desgarró con las uñas. El jugo de color púrpura le manchó los dedos y cuando lo lamió descubrió que el sabor era muy distinto del que asociaba a las olivas. Agrio. Mordió la carne, que parecía la pulpa de una ciruela, y su sabor, agrio y amargo, en nada parecido al de las olivas que solía comer excepto en el regusto aceitoso, desbocó su memoria como uno de los deja vu de Maya… ¡Había hecho eso mismo antes! De niño las había probado muchas veces con la esperanza de que el sabor se pareciera al de las olivas de mesa y así poder disponer de un tentempié durante sus juegos, una suerte de maná en su pequeño espacio de libertad. Pero la carne (más pálida cuanto más te acercabas al hueso) se empecinaba en conservar su desagradable sabor, que se le había fijado en la memoria como una persona, amargo y agrio. Y sin embargo ahora le resultaba agradable debido al recuerdo que evocaba. Tal vez se había curado.

Las hojas se movían en el viento racheado del norte. Olía a polvo. Una luz parduzca y neblinosa, y hacia occidente un cielo cobrizo. Las ramas se alzaban hasta alcanzar dos o tres veces la altura de Michel, y otras caían hasta azotarle la cara. Una escala humana. El árbol mediterráneo, el árbol de los griegos, que habían visto tantas cosas con claridad, que habían empleado en su percepción del mundo proporciones y simetrías humanizadas: los árboles, las ciudades, el mundo físico, las islas rocosas del Egeo, las colinas rocosas del Peloponeso… un universo que se podía recorrer en unos cuantos días. Tal vez el hogar sólo era un lugar a escala humana, dondequiera que estuviese. Por lo general, en la infancia.

Los árboles parecían animales que tendían sus plumas al viento y hundían sus nudosas patas en el suelo. Una colina que centelleaba con el embate del viento, con sus embestidas fluctuantes y sus calmas inesperadas, perfectamente reflejadas por el plumaje de las hojas. Aquello era Provenza, el corazón de la Provenza; sentía cada momento de su infancia acechando en las márgenes de su conciencia, un vasto presque vu que lo llenaba y rebosaba, toda una vida atrapada en aquel paisaje que murmuraba. Ya no se sentía pesado. El azul del cielo hablaba con la voz de aquella reencarnación previa y decía: Provenza, Provenza.

Sobre el barranco apareció una bandada de cuervos negros revoloteando y graznando ¡Ka, ka, ka!

Ka. ¿Quién había inventado la historia del pequeño pueblo rojo y los nombres que le daban a Marte? ¡Quién lo sabía! Esas historias nunca tienen principio. En la antigüedad mediterránea el Ka era un extraño doble del faraón, representado como un halcón, paloma o cuervo que descendía sobre él.

Ahora el Ka de Marte descendía sobre él, allí en la Provenza. Cuervos negros… En Marte esos mismos pájaros volaban bajo las tiendas transparentes, tan despreocupadamente poderosos en medio de las ráfagas de los aireadores como en el mistral. Les traía sin cuidado estar en Marte, era su hogar, su mundo tanto como cualquier otro, y la gente sobre la cual volaban era la misma de siempre, peligrosos animales terrestres que podían matarlos o llevarlos consigo en extraños viajes. Pero ni una sola de las aves de Marte recordaba el viaje, ni tampoco la Tierra.

Nada salvo la mente humana tendía un puente entre ambos mundos. Los pájaros volaban y buscaban comida, en la Tierra o en Marte, como siempre. Estaban en casa en cualquier lugar, volaban azotados por el viento, haciendo frente al mistral y graznando: ¡Marte, Marte, Marte! Pero Michel Duval, ah, Michel… un espíritu que residía en dos mundos a la vez, o que se había perdido en la nada que los separaba. ¡La noosfera era tan vasta! ¿Dónde estaba él, quién era? ¿Cómo iba a vivir?

El olivar. El viento. Un sol brillante en el cielo broncíneo. El peso de su cuerpo, el sabor agrio en la boca. Se sintió como si volara. Aquél era su hogar, aquél y ningún otro. Había cambiado, y sin embargo nunca cambiaría… no su olivar, ni tampoco él. Al fin en casa. Al fin en casa. Podría vivir en Marte diez mil años, pero aquél seguiría siendo su hogar.

Cuando regresó a Arles, llamó a Maya.

—Por favor, ven, Maya. Quiero que veas esto.

—Estoy ocupada con las negociaciones, Michel. ¿Recuerdas?, el acuerdo UN-Marte.

—Lo sé.

—¡Es importante!

—Lo sé.

—Caramba, ésa es la razón por la que vine aquí, estoy involucrada, me concierne. No puedo dejarlo para irme de vacaciones.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero, escucha, la política no se acaba nunca. Puedes tomarte unas vacaciones y después retomar el trabajo, que seguirá donde lo habías dejado. Pero esto… éste es mi hogar, Maya, y quiero que lo conozcas. ¿Es que tú no quieres llevarme a Moscú, no quieres visitarlo de nuevo?

—No, ni aunque fuese el único lugar sobre las aguas. Michel suspiró.

—Bien, para mí es diferente. Por favor, ven y lo comprenderás.

—Tal vez dentro de unos días, cuando haya acabado esta etapa de las negociaciones. ¡Estamos en un momento crítico, Michel! En realidad no deberías pedirme que fuese, deberías estar aquí.

—Puedo estarlo a través de la consola, no es necesario estar allí en persona. ¡Por favor, Maya!

Ella vaciló, conmovida por algo en el tono de su voz.

—Muy bien, lo intentaré. De todas maneras no puede ser ahora mismo.

—No importa, mientras vengas.

Después de esa conversación, Michel pasó los días esperando a Maya, aunque trataba de no pensar en ello. Ocupaba su tiempo recorriendo la zona en coche, a veces con Sylvie, a veces solo. A pesar del momento evocador vivido en el olivar, o tal vez a causa de eso, se sentía fuera de lugar. Por alguna razón, la nueva línea costera ejercía sobre él una gran atracción, y le fascinaba la manera en que la población se estaba adaptando al nuevo nivel del mar. Bajaba a menudo a la costa, siguiendo carreteras que desembocaban en abruptos precipicios o inesperados valles pantanosos. Gran parte de la población de los pueblos pesqueros tenía raíces argelinas. La pesca no marchaba bien, decían. Los enclaves industriales inundados habían contaminado la Camarga, y en el Mediterráneo los peces se mantenían alejados de las aguas pardas, es decir, no abandonaban las aguas azules de alta mar, a una mañana entera de navegación por rutas plagadas de peligros.

Escuchando y hablando francés, incluso aquel nuevo y extraño francés, era como si le aplicaran electrodos en zonas del cerebro que llevaban un siglo sin ser visitadas. Los celacantos aparecían con frecuencia: recuerdos de bondadosas actitudes de las mujeres hacia él, de su crueldad con ellas. Tal vez ése era el motivo que lo había impulsado a viajar a Marte: escapar de sí mismo, un tipo por lo visto bastante desagradable.

Bueno, si escapar de sí mismo era lo que deseaba, lo había conseguido. Ahora era alguien distinto. Un hombre servicial, un hombre compasivo; podía mirarse al espejo. Podía regresar al hogar y afrontarlo, afrontar lo que había sido gracias a lo que ahora era. Marte lo había logrado.

Era extraño el funcionamiento de la memoria. Los fragmentos eran pequeños y agudos, como esas espinas de los cactos, diminutas como pelos, que hieren desproporcionadamente en relación con su tamaño. Lo que recordaba mejor era su vida en Marte. Odessa, Burroughs, los refugios de la resistencia en el sur, los puestos de avanzada ocultos en el caos. Incluso la Colina Subterránea.

Si hubiese regresado a la Tierra durante los años de la Colina Subterránea, los medios de comunicación lo habrían abrumado. Pero había estado fuera de circulación desde su desaparición con el grupo de Hiroko, y aunque no había intentado ocultarse durante la revolución, pocos en Francia parecían haber notado su reaparición. La enormidad de lo sucedido en la Tierra en los últimos tiempos incluía un fraccionamiento parcial de la cultura de los medios de comunicación, o tal vez no fuera más que el paso del tiempo; la mayor parte de la población francesa actual había nacido después de su desaparición, y los Primeros Cien no eran más que historia antigua para ellos… no lo suficientemente antigua, sin embargo, para ser de veras interesante. Si Voltaire o Luis XIV o Carlomagno hubieran aparecido, tal vez habrían causado un cierto revuelo, pero ¿un psicólogo del siglo anterior que había emigrado a Marte, una suerte de América donde todo era dicho y hecho? No, eso no despertaba el interés de nadie. Recibió algunas llamadas, algunos fueron al hotel de Arles para entrevistarlo en el vestíbulo o en el jardín, y después de eso un par de programas de París; pero les interesaba mucho más lo que pudiese contarles acerca de Nirgal. Nirgal era quien los tenía fascinados a todos, la figura carismática del grupo.

Sin ninguna duda, era mejor así. Aunque cuando Michel comía en un café, tan solo como si estuviese perdido con un rover en lo más profundo de las tierras altas del sur, en cierto modo le decepcionaba que lo dejaran de lado de aquella manera; no era más que un vieux entre otros, uno de aquellos cuya vida tan artificiosamente larga creaba más problemas logísticos que le fleuve blanc, a decir verdad…

Era mejor así. Podía detenerse en las pequeñas aldeas que rodeaban Vallabrix, como St-Quentin-la-Poterie, St-Victor-des-Quies o St-Hippolyte-de-Montaigu, y charlar con los tenderos, cuyo aspecto era el de aquellos que regentaban las tiendas cuando él había partido, y que probablemente eran sus descendientes, o tal vez incluso las mismas personas; hablaban un francés más anticuado y estable, y él les traía sin cuidado, absortos como estaban en sus conversaciones, en sus vidas. Él no significaba nada para ellos y por esa razón los veía tal cual eran. Ocurría lo mismo en las callejas estrechas, pobladas de gentes de aspecto pintoresco: la sangre norteafricana se esparcía entre la población como mil años antes, durante la invasión sarracena. Los africanos afluían en tropel cada mil años más o menos, y eso también era Provenza. Las mujeres jóvenes eran hermosas: recorrían las calles graciosamente, en grupos, con sus aún brillantes cabelleras negras flotando en el polvoriento mistral. Aquéllas habían sido las aldeas de su juventud. Carteles de plástico polvorientos, todo astroso y ruinoso…

Oscilaba constantemente entre familiaridad y alienación, memoria y olvido, sintiéndose cada vez más solo. Entró en un café y pidió casis, y al primer sorbo se recordó sentado en ese mismo café, a esa misma mesa, frente a Eve. Proust había identificado acertadamente el gusto como el principal agente de la memoria involuntaria, porque la memoria a largo plazo se fija, o al menos se organiza, en la amígdala, justo encima del área del cerebro relacionada con el gusto y el olfato. Y por eso los olores estaban profundamente ligados con los recuerdos y con la red emocional del sistema límbico, y conectaban ambas áreas; de ahí la secuencia neurológica, el olor que desencadenaba el recuerdo que desencadenaba la nostalgia. Nostalgia, un intenso anhelo del pasado, deseo del pasado, no porque haya sido maravilloso, sino simplemente porque ha sido y ha pasado. Recordaba el rostro de Eve, hablando en aquella sala atestada, frente a él, pero no lo que decía ni por qué estaban allí, naturalmente. Sólo un momento aislado, una espina de cacto, una imagen iluminada un instante por un relámpago que luego desaparecía; y siempre sin poder precisar el contexto, por más que lo intentara. Todos sus recuerdos eran así; eso eran los recuerdos cuando envejecían lo suficiente, relámpagos en la oscuridad, incoherentes, casi absurdos, y sin embargo cargados a veces de un dolor impreciso.

Salió con paso torpe del café de su pasado, se metió en el coche y regresó a casa por Vallabrix, bajo los grandes plátanos de Grand Planas, regresó al mas semiderruido, sin darse cuenta. Subió la pendiente, sin poder evitarlo, como esperando que la casa hubiese vuelto a la vida. Pero seguía siendo la misma ruina polvorienta junto al olivar. Y se sentó en el muro, sintiéndose vacío.

Aquel Michel Duval ya no existía. El actual también desaparecería. Viviría otras reencarnaciones y olvidaría aquel momento, sí, incluso aquel doloroso momento, así como había olvidado todo lo vivido en aquel lugar en el pasado. Flashes, imágenes: un hombre sentado sobre un muro derruido, ningún sentimiento. Nada más. Y el Michel de ahora desaparecería también.

Los olivos agitaban sus ramas, gris-verde, verde-gris. Adiós, adiós. Esta vez no le ayudaban, no le proporcionaban una conexión eufórica con el tiempo perdido; ese momento era también pasado.

Inmerso en la danza de verde y gris, regresó a Arles. El recepcionista del hotel le estaba comentando a alguien que por lo visto el mistral ya no dejaría de soplar.

—Sí, lo hará —dijo Michel al pasar junto a ellos.

Subió a su habitación y llamó a Maya. Por favor, dijo. Por favor, ven pronto. Le enfurecía tener que implorar. Pronto, contestaba ella siempre. Unos pocos días más y llegarían a un acuerdo, un acuerdo serio por escrito entre la UN y un gobierno marciano independiente. Un acontecimiento histórico. Después de eso arreglaría las cosas para ir.

A Michel le traían sin cuidado los acontecimientos históricos. Paseaba por Arles, esperándola. Volvía a su habitación a esperarla. Salía de nuevo.

Arles había sido un puerto tan importante para los romanos como la propia Marsella. De hecho, César había arrasado Marsella por apoyar a Pompeyo y había concedido a Arles su favor como capital de la provincia. Las tres estratégicas calzadas romanas que confluían en la ciudad habían sido utilizadas durante siglos después del fin del imperio, y durante todo ese tiempo había sido una ciudad bulliciosa, próspera, importante. Pero el limo del Ródano había convertido las lagunas de la Camarga en un pantano pestilente, y las calzadas ya no se utilizaban. La ciudad menguó, y con el tiempo las refinerías de petróleo, las centrales nucleares y las industrias químicas fueron a añadirse a las marismas barridas por el viento de la Camarga y sus célebres manadas de blancos caballos salvajes.

Ahora, con la inundación, la región había recuperado las lagunas con su prístina transparencia. Arles volvía a ser un puerto de mar. Michel seguía esperando a Maya en ese lugar precisamente porque nunca había vivido allí. No le recordaba otra cosa que el presente. Y en aquella nueva tierra extranjera pasaba los días observando a la gente del momento viviendo sus vidas.

Un tal Francis Duval lo llamó al hotel. Sylvie se había puesto en contacto con él. Era su sobrino, el hijo de su hermano muerto, que residía en la Rué du 4 Septembre, al norte del anfiteatro romano, a unas pocas manzanas del Ródano crecido y del hotel de Michel. Lo invitaba a reunirse con él.

Tras un momento de vacilación, Michel aceptó. En el tiempo que tardó en cruzar la ciudad, deteniéndose brevemente para echar un vistazo al anfiteatro romano, al parecer su sobrino se las arregló para reunir a todo el vecindario: una celebración espontánea; los corchos de las botellas de champán saltaron como petardos mientras Michel era arrastrado al interior de la vivienda y abrazado por todos los presentes, con tres besos en las mejillas, al estilo provenzal. Tardó un rato en llegar hasta Francis, que le dio un caluroso y prolongado abrazo, hablando sin cesar mientras las cámaras de fibra óptica los enfocaban.

—¡Eres igual que mi padre! —exclamó Francis.

—¡Tú también! —dijo Michel, tratando de recordar si era cierto o no, tratando de recordar el rostro de su hermano. Francis era ya mayor y Michel nunca había visto a su hermano con aquella edad. Era difícil decirlo.

Pero todas las caras le resultaban familiares y el idioma, comprensible; las palabras, el olor y el sabor del queso y el vino encendían imágenes en su mente. Francis resultó ser un connoisseur, y descorchó alegremente varias botellas polvorientas de Cháteau-neuf du Pape, luego un sauternes centenario de Cháteau d'Yquem y su especialidad, grandes tintos de Burdeos, un Pauillac, dos Cháteaux Latour, dos Lafitte y un Chateau Mouton-Rothschild de 2064 etiquetado por Pougnadoresse. Aquellas maravillas con los años se habían metamorfoseado en algo más que un simple vino, y sus sabores estaban cargados de matices y armonía. Fluían por su garganta como su propia juventud.

Podría haber sido una fiesta para un político local; y aunque Michel llegó a la conclusión de que Francis no se parecía en nada a su hermano, sonaba exactamente como él. Michel creía haber olvidado aquella voz, pero la conservaba perfectamente en la memoria. La manera en que Francis arrastraba «normalement», que ahora aludía a cómo eran las cosas antes de la inundación, mientras que el hermano de Michel la había usado para referirse a un hipotético estado de funcionamiento sin contratiempos que nunca se daba en la Provenza real, pero pronunciada con la misma cadencia: nor-male-ment….

Todo el mundo quería hablar con Michel, o al menos escucharlo, así que, vaso en mano, echó un rápido discurso al estilo de un político de pueblo en el que alabó la belleza de las mujeres y se las arregló para manifestar el placer que sentía en semejante compañía sin ponerse sentimental o revelar su desorientación: una actuación diestra y competente, justo lo que la sofisticación de Provenza, con su retórica chispeante y llena de humor, como las corridas de toros locales, requería.

—¿Y qué tal en Marte? ¿Cómo es? ¿Cuáles son sus planes? ¿Todavía quedan jacobinos?

—Marte es Marte —dijo Michel, esquivando el tema—. El suelo es del color de las tejas de Arles, ya saben.

La fiesta se prolongó toda la tarde. Un sinfín de mujeres le besaron las mejillas, y él se sentía ebrio de aquellos perfumes, de aquellas pieles y cabellos, de las sonrisas y los ojos oscuros y líquidos que lo miraban con amistosa curiosidad. Con las nativas marcianas uno siempre tenía que mirar hacia arriba, y acababa inspeccionando barbillas, cuellos y fosas nasales. Era un placer mirar hacia abajo y ver unos cabellos negros y relucientes hendidos por una raya.

Al anochecer, la gente empezó a dispersarse. Francis lo acompañó al anfiteatro romano y juntos subieron los escalones combados de una de las torres medievales que lo fortificaban. A través de los ventanucos del pequeño recinto de piedra que la coronaba contemplaron los tejados, las calles sin árboles y el Ródano. Por las ventanas que miraban al sur se divisaba una porción de la lámina de agua moteada de la Camarga.

—De vuelta al Mediterráneo —dijo Francis muy satisfecho—. La inundación habrá sido un desastre para muchos lugares, pero para Arles ha sido una bendición. Los cultivadores del arroz han venido a la ciudad dispuestos a pescar o a lo que caiga. Y los barcos que sobrevivieron fondean aquí con fruta de Córcega y Mallorca, y comercian con Barcelona y Sicilia. Nos hemos hecho cargo de buena parte de los negocios de Marsella, aunque se están recuperando bastante deprisa, todo sea dicho.

¡Pero esto vuelve a estar vivo! Antes, Aix tenía la universidad, Marsella, el mar, y nosotros, sólo estas ruinas y los turistas que venían a visitarlas en un día. Y el turismo es un negocio feo. No es una ocupación decente para seres humanos hospedar a parásitos. ¡Pero ahora vivimos de nuevo! — Estaba un poco achispado.— Tengo que llevarte un día en barca a la laguna.

—Me gustaría mucho.

Esa noche Michel llamó a Maya otra vez.

—Tienes que venir. He encontrado a mi sobrino, a mi familia. Maya no pareció impresionada.

—Nirgal ha ido a Inglaterra para buscar a Hiroko —dijo con brusquedad—. Alguien le dijo que andaba por allí y él salió corriendo.

—¿Qué has dicho? —exclamó Michel, aturdido por la súbita intrusión de la idea de Hiroko.

—Vamos, Michel, sabes que no puede ser cierto. Alguien le dijo eso a Nirgal, eso es todo. No puede ser cierto, pero él salió corriendo para allá.

—¡Como yo habría hecho!

—Por favor, Michel, no seas estúpido. Con un tonto basta. Si Hiroko está de veras viva, estará en Marte. Alguien le dijo eso a Nirgal simplemente para alejarlo de las negociaciones. Sólo espero que no tuviese peores intenciones. Nirgal estaba causando una gran impresión en la gente. Y no tenía cuidado con lo que decía. Tienes que llamarlo y decirle que vuelva. Tal vez a ti te escuche.

—Yo no lo haría si fuese él.

Gene, Rya, todo el grupo, su familia. Su verdadera familia. Se estremeció, y cuando intentó hablarle a la impaciente Maya de su familia de Arles, las palabras se le atrancaron en la garganta. Su verdadera familia había desaparecido cuatro años antes, ésa era la verdad. Al fin, desesperado, sólo pudo decir:

—Por favor, Maya. Por favor, ven.

—Pronto. Le he dicho a Sax que iré para allá en cuanto terminemos con esto. Eso significa que él tendrá que ocuparse de todo lo demás, y apenas puede hablar. Es ridículo. —Estaba exagerando, ya que disponían de todo un equipo diplomático y además Sax, a su manera, era muy competente.— Pero, sí, sí, iré. Así que deja ya de darme la lata.

Maya fue la semana siguiente.

Michel la esperaba con el coche en la nueva estación ferroviaria, nervioso. Había vivido con Maya, en Odessa y Burroughs, durante casi treinta años; pero mientras la llevaba a Aviñón, tuvo la sensación de que la persona sentada junto a él era una extraña, una beldad envejecida de mirada velada y con una expresión difícil de leer que le contaba en un inglés seco y rápido lo ocurrido en Berna. Habían firmado un tratado con la UN en el que ésta reconocía la independencia marciana. A cambio ellos aceptarían una inmigración anual moderada, nunca superior al diez por ciento de la población marciana, proveerían algunos recursos minerales y se comprometían a tener contactos diplomáticos para resolver ciertas cuestiones.

—Está muy bien, de veras. —Michel trataba de concentrarse en las noticias, pero le costaba. De cuando en cuando, mientras hablaba, Maya echaba una breve mirada a los edificios que dejaban atrás velozmente, pero bajo la polvorienta luz del sol no parecían impresionarla.

Con la sensación de que todo se acaba, Michel aparcó todo lo cerca que pudo del palacio del papa en Aviñón y la llevó a caminar junto al río; dejaron atrás el puente, que no alcanzaba la otra orilla, y luego tomaron el ancho paseo que partía del palacio hacia el sur, en el que los cafés se acurrucaban a la sombra de unos viejos plátanos. Almorzaron allí y Michel saboreó voluptuosamente el aceite de oliva y el casis mientras observaba a su compañera instalada en la silla metálica como un gato.

—Esto está muy bien —dijo ella, y él sonrió. Sí, tranquilo, relajado, civilizado, la comida y la bebida, excelentes. Pero mientras para él el sabor del casis liberaba todo un caudal de recuerdos, emociones de anteriores reencarnaciones que se mezclaban con las de aquel momento y lo intensificaban todo, los colores, las texturas, el tacto de las sillas metálicas y del viento, para Maya el casis sólo era una bebida ácida de grosellas negras.

Mirándola se le ocurrió que el destino lo había llevado hasta una compañera aún más atractiva que la mujer francesa con la que había convivido en aquella vida temprana. Una mujer en cierto modo superior. También en eso le había ido mejor en Marte. Había asumido una vida superior. Ese sentimiento y la nostalgia luchaban en su corazón, y mientras tanto Maya engullía el cassoulet, el vino, los quesos, el casis, el café, ajena a las interferencias de las vidas de Michel, que se agitaban en su interior.

Charlaron de naderías. Maya estaba relajada y de buen humor, contenta por lo conseguido en Berna, sin la apretura de tener que ir a algún sitio. A Michel lo recorría una oleada de calor, como si estuviese bajo los efectos del omegendorfo. Mirándola, poco a poco empezó a sentirse feliz, simplemente feliz. Pasado, futuro, nada era real. Sólo el almuerzo bajo los plátanos en Aviñón. No necesitaba pensar en nada que no fuera aquello.

—Es tan civilizado —dijo Maya—. Hacía años que no sentía tanta paz. Comprendo por qué te gusta. —Y entonces se echó a reír y Michel notó que una sonrisa de idiota le cubría la cara.

—¿No te gustaría volver a ver Moscú? —le preguntó con curiosidad.

—La verdad es que no.

Maya rechazaba la idea pues le parecía una intromisión en el momento. Michel se preguntaba qué significaba para ella el regreso a la Tierra. No era posible que una cosa así dejara indiferente a nadie.

Para algunos el hogar era el hogar, un cúmulo de sentimientos complejos que escapaban a la racionalidad, una suerte de cuadrícula o campo gravitatorio en el que la personalidad adquiría su forma geométrica. Mientras que para otros, un lugar sólo era un lugar, y el ser era independiente, el mismo sin importar dónde estuviera. Los unos vivían en el espacio curvo einsteiniano del hogar, los otros, en el espacio absoluto newtoniano del ser independiente. Él pertenecía a la primera clase, y Maya a la segunda, y era inútil luchar contra ese hecho. Con todo, deseaba que a ella le gustara la Provenza. O al menos que comprendiera por qué la amaba él.

Por eso, cuando terminaron de comer la llevó al sur, cruzando St-Rémy, a Les Baux.

Maya durmió durante el viaje, pero a él no le molestó; entre Aviñón y Les Baux el paisaje se reducía a feos edificios industriales diseminados por la polvorienta planicie. Despertó justo en el momento oportuno, cuando él avanzaba con dificultad por la carretera estrecha y sinuosa que trepaba por un reborde de los Alpilles y llevaba hasta la antigua villa en lo alto de la colina. Aparcó en el espacio destinado a los coches y subieron a pie hasta el pueblo. Era evidente que lo habían dispuesto así pensando en los turistas, pero la calle curva de la pequeña localidad estaba muy tranquila, como abandonada, y era muy pintoresca. Todo estaba cerrado, el pueblo parecía dormir. En la última revuelta de la carretera se cruzaba un terreno despejado semejante a una plaza irregular e inclinada, y más allá asomaban las protuberancias de caliza de la colina, en las que antiguos ermitaños habían excavado cuevas para resguardarse de los sarracenos y demás peligros del mundo medieval. En el sur, el Mediterráneo centelleaba como una lámina de oro. La roca era amarillenta, y cuando un tenue velo de nubes broncíneas apareció en el cielo occidental, la luz adquirió un matiz ambarino metálico, como si estuviesen inmersos en un gel añejo.

Gatearon de una cámara a otra, maravillados de su pequeñez.

—Es como la madriguera de un perrillo de las praderas —comentó Maya asomándose a una pequeña cueva escuadrada—. Como en la Colina Subterránea.

Regresaron a la plaza inclinada, sembrada de pedruscos de caliza, y se detuvieron a contemplar el resplandor mediterráneo. Michel señaló el fulgor más claro de la Camarga.

—Antes sólo se veía una pequeña porción de agua. —La luz viró a un tono oscuro de albaricoque y tuvieron la sensación de que la colina era una fortaleza sobre el ancho mundo, sobre el tiempo. Maya le pasó un brazo por la cintura y lo estrechó, temblando.— Es precioso. Pero yo no podría vivir aquí, está demasiado expuesto.

Regresaron a Arles. Era sábado por la noche y en el centro de la ciudad se desarrollaba una especie de fiesta gitana o norteafricana: las callejas estaban atestadas de puestos de comida y bebida, la mayoría instalados bajo los arcos del anfiteatro romano, en cuyo interior tocaba una banda. Maya y Michel pasearon tomados del brazo, inmersos en el aroma de las fritangas y las especias árabes. Se oían dos o tres idiomas distintos.

—Me recuerda a Odessa —comentó Maya—, sólo que aquí la gente es muy pequeña. Es agradable no sentirse como un enano.

Bailaron en el centro del anfiteatro, bebieron sentados a una mesa bajo las estrellas brumosas. Una de ellas era roja, y Michel tuvo sus sospechas, aunque no las expresó. Regresaron al hotel e hicieron el amor en la estrecha cama, y en cierto momento Michel sintió como si en su interior varias personas alcanzaran el orgasmo a la vez, y ese extraño éxtasis lo hizo gritar… Maya se quedó dormida y él se tendió a su lado, sumido en una tristesse reverberante, en algún lugar fuera del tiempo, bebiendo el olor familiar de los cabellos de Maya mientras la cacofonía de la ciudad se acallaba poco a poco. Al fin en casa.

En los días que siguieron, la presentó a su sobrino y al resto de sus parientes, reunidos por Francis, que la acapararon y, gracias a las IA traductoras, le hicieron montones de preguntas. También compartieron sus historias con ella. Sucedía a menudo; la gente quería conocer a una celebridad cuya historia creían conocer y narrarle sus historias personales como una manera de equilibrar la relación. Algo así como un testimonio o una confesión. Una acción recíproca. De todos modos la gente se sentía atraída por Maya. Ella los escuchaba y reía y preguntaba, siempre atenta. Le explicaron una y otra vez cómo había sobrevenido la inundación, cómo había destruido sus hogares y sus medios de vida y los había arrojado al mundo, a merced de amigos y familiares que no veían hacía años, forzándolos a adaptarse y a depender de otros, rompiendo el molde de sus vidas y dejándolos expuestos al mistral. El proceso los había mejorado, estaban orgullosos de su respuesta, de cómo todos se habían unido… y también muy indignados por los casos de rapiña o insensibilidad, manchas en el por lo demás heroico comportamiento.

—No sirvió de nada. Saltó a la calle una noche y todo ese dinero desapareció, ¿puede creerlo?

—Eso nos sacó del sueño, ¿comprende? Nos despertó después de tanto tiempo dormidos.

Hablaban en francés con Michel, esperaban que asintiera y entonces se volvían a esperar la respuesta de Maya cuando la IA repetía la historia en inglés. Y ella también asentía, atenta a ellos igual que con los jóvenes nativos en la Cuenca de Hellas, iluminaba sus confesiones con su expresión, con su interés. Ah, ella y Nirgal eran tal para cual, tenían carisma, por la manera en que prestaban atención a los demás, la manera en que permitían que la gente se exaltara con sus vivencias. Tal vez el carisma no fuera más que eso, una suerte de cualidad especular.

Unos familiares de Michel los llevaron a dar un paseo en barca y Maya se maravilló ante la violencia con que el Ródano invadía la extrañamente atestada laguna de la Camarga y los esfuerzos de la población por devolverlo a su cauce. Luego salieron a las aguas terrosas del Mediterráneo y avanzaron hasta alcanzar las azules aguas en mar abierto: el azul abrasado por el sol, el pequeño barco sacudiéndose sobre las crestas blancas levantadas por el mistral. Y sin ningún fragmento de tierra a la vista, sobre una centelleante lámina azul; asombroso. Michel se desnudó y saltó al agua salada y fría; chapoteó y bebió un poco de ese líquido, paladeando el sabor amniótico de sus baños en el mar de antaño.

En tierra salían en coche. Una vez fueron a visitar el Pont du Gard, y allí estaba, el mismo de siempre, la obra de arte más importante de los romanos, un acueducto: tres hileras de piedra, los gruesos arcos inferiores firmemente asentados en el lecho del río, orgullosos de sus dos mil años de resistencia al paso del agua; encima, unos arcos más ligeros y estilizados, y por último los más pequeños. La forma en armonía con la función hasta alcanzar el corazón de la belleza, utilizando piedra para transportar agua sobre el agua. La piedra se veía ahora carcomida y del color de la miel, muy marciana: parecía la galería de Nadia en la Colina Subterránea, irguiéndose en el verde polvoriento y la caliza del desfiladero del Gard, en Provenza, pero ahora, para Michel, casi más marciana que francesa.

A Maya le encantó su elegancia.

—Observa qué humano es, Michel. Eso es lo que les falta a nuestras estructuras marcianas, son demasiado grandes. Pero esto… esto fue construido por manos que empuñaban herramientas que cualquiera puede fabricar y utilizar. Bloques y poleas y matemática humana, y tal vez algunos caballos. Y no nuestras máquinas teleoperadas y sus extraños materiales, que hacen cosas que nadie puede comprender o ver.

—Sí.

—Me pregunto si no sería bueno que construyésemos cosas con las manos. Nadia debería ver esto, le encantaría.

—Eso fue lo que pensé.

Michel se sentía feliz. Comieron el contenido de la cesta de picnic allí y luego visitaron las fuentes de Aix-en-Provence. Se asomaron a un mirador que daba sobre el Gran Cañón del Gard. Vagaron por las calles-muelle de Marsella. Visitaron las ruinas romanas de Orange y Nimes. Pasaron junto a los centros turísticos inundados de la Costa Azul. Y una noche visitaron el mas en ruinas de Michel y pasearon por el viejo olivar.

Y todas las noches de esos breves y preciosos días regresaban a Arles y comían en el restaurante del hotel, o si hacía bueno, en las terrazas de los cafés, bajo los plátanos; y después subían a la habitación y hacían el amor; y al alba se despertaban y volvían a hacer el amor o bajaban sin dilaciones a buscar croissants y café recién hechos.

—Es maravilloso —dijo Maya una tarde azul que habían subido a la torre del anfiteatro y contemplaban los tejados de la ciudad; se refería a todo, a la Provenza. Y Michel se sintió feliz.

Pero recibieron una llamada. Nirgal estaba enfermo, muy enfermo; Sax, muy agitado, lo había instalado en una nave en órbita terrana, con gravedad marciana y en un medio estéril.

—Me temo que su sistema inmunitario no está a la altura, y la gravedad no ayuda. Tiene una infección, edema pulmonar y una fiebre muy alta.

—Alérgico a la Tierra —dijo Maya con expresión sombría. Informó a Sax de sus próximos movimientos y concluyó la llamada aconsejándole secamente que no perdiese la calma. Después abrió el pequeño armario de la habitación y empezó a arrojar ropa sobre la cama.

—¡Vamos! —gritó cuando vio a Michel allí plantado—. ¡Tenemos que irnos!

—¿Tenemos que hacerlo?

Ella hizo un ademán despectivo y siguió escarbando en el armario.

—Yo sí me voy. —Tiró la ropa interior en la maleta y le echó un rápida mirada.— De todas maneras, es hora de irse.

—¿De veras?

Ella no contestó. Tecleó en su consola de muñeca y pidió al equipo local de Praxis transporte a la órbita. Allí se reunirían con Sax y Nirgal. Su voz era tensa, fría, práctica. Ya había olvidado la Provenza.

Cuando vio a Michel de pie como un pasmarote, estalló:

—¡Oh, vamos, no te pongas tan dramático! ¡Que ahora tengamos que irnos no significa que no vayamos a regresar! ¡Vamos a vivir mil años, puedes regresar las veces que quieras, por Dios! Además, ¿qué tiene este lugar que lo haga mejor que Marte? A mí me parece igual que Odessa, y tú fuiste feliz allí, ¿no es cierto?

Michel no respondió. Pasó junto a las maletas y se plantó frente a la ventana. Fuera, una calle arlesiana corriente, azul en el crepúsculo: paredes de estuco de tonos pastel, adoquines. Cipreses. El tejado de enfrente tenía algunas tejas rotas. Del color de Marte. En la calle gritaban en francés, voces que algo enfurecía.

—¿Y bien? —exclamó Maya—. ¿Piensas venir?

—Sí.

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