Habitar una nueva tierra es siempre un reto. Tan pronto como se hubo cubierto Nirgal Vallis con material de tienda, Séparation de L'Atmosphere instaló algunos de sus aereadores de mesocosmos más grandes y pronto la tienda estuvo llena de una mezcla de oxígeno, nitrógeno y argón extraída y filtrada del aire ambiente, ahora a 240 milibares. Y los colonos de Cairo y Senzeni Na, y de los dos mundos, empezaron a instalarse allí.
Al principio vivieron en caravanas móviles, junto a los pequeños invernaderos portátiles, y mientras trabajaban los suelos del cañón con bacterias y arados, desarrollaron en los invernaderos los primeros cultivos, y los árboles y el bambú que necesitarían para construir sus casas, y las plantas de desierto que arraigarían fuera de las granjas. Las arcillas esmécticas del fondo del cañón eran una base excelente para conseguir un suelo, aunque tuvieron que añadir biota, nitrógeno, potasio… Había fósforo en abundancia, y más sales de las que necesitaban, como siempre.
Pasaban el tiempo preparando el suelo, enhilando en los invernaderos y plantando halófilas resistentes. Comerciaban a lo ancho y largo del cañón, y los pequeños mercados aldeanos brotaron casi el mismo momento en que se instalaron allí, así como una carretera que recorría el valle por el centro, paralela al arroyo. No había ningún acuífero en la cabecera de Nirgal Vallis, y por eso un acueducto que venía de Marineris suministraba agua suficiente para alimentar un pequeño arroyo. Las aguas se recogían en la Puerta Uzboi y eran canalizadas hacia la cabecera.
Cada patrimonio familiar tenia cerca de media hectárea, donde trataban de cultivar la mayoría de sus alimentos. Casi todos dividieron sus tierras en seis pequeños campos, alternando las cosechas y el pasto cada estación. Todos tenían sus propias teorías sobre cultivo y recuperación del suelo. Muchos producían pequeñas cosechas para intercambiarlas en el mercado, frutos secos, fruta o árboles madereros. Algunos criaban gallinas, ovejas, cabras, cerdos, vacas. Las vacas eran por lo general miniaturas, no mayores que cerdos.
Intentaron concentrar las granjas en la zona cercana al cañón, y conservar las tierras más alejadas en su estado salvaje. Introdujeron una comunidad de animales del desierto del sudoeste norteamericano, y lagartos, tortugas y liebres empezaron a merodear por las cercanías, y los coyotes, gatos monteses y halcones empezaron a hacer estragos entre las gallinas y las ovejas. Tuvieron una plaga de alimañas y luego otra de sapos. Lentamente, las poblaciones se estabilizaban, alcanzaban el número adecuado, aunque reproducían frecuentes fluctuaciones. Las plantas empezaron a propagarse por su cuenta. Parecía que la vida había pertenecido siempre a esa tierra. Los muros de roca permanecieron intactos, misteriosos y escarpados sobre el nuevo mundo ribereño.
Los sábados por la mañana había mercado, y la gente acudía a las aldeas en camionetas abarrotadas. Una mañana, a principios del invierno de 2142, se reunieron en Playa Blanco bajo un cielo cubierto de nubes oscuras para vender verduras frescas, productos lácteos y huevos.
—¿Sabes como identificar los huevos que tienen pollitos vivos dentro? Los metes en un barreño lleno de agua, y esperas a que se queden quietos. Aquellos que tiemblan un poco son los que contienen pollitos. Puedes volver a ponerlos bajo la gallina y comerte el resto.
—¡Un metro cúbico de peróxido de hidrogeno es equivalente a mil doscientos kilovatios-hora! Y además pesa una tonelada y media. Seguro que no necesitas tanto.
—Estamos intentando incluirlo en la escala, pero no hemos tenido suerte aún.
—En el Centro de Educación y Tecnología de Chile han realizado un trabajo muy interesante sobre la rotación de cultivos; no te lo creerás. Ven y mira.
—Se acerca una tormenta.
—Tenemos abejas también.
—Maja es nepalés; Bahram, parsi; Mawrth es gales. Si, suena como un balbuceo, pero seguramente no lo pronuncio bien. La lengua galesa es muy extraña. Probablemente lo pronuncian Moth, o Mart, Marte.
Entonces corrió la voz por el mercado, saltando de un grupo a otro como el fuego.
—¡Nirgal! ¡Ha venido Nirgal! Hablará en el pabellón.
Y allí llego, caminando deprisa a la cabeza de una muchedumbre saludando a viejos amigos y estrechando la mano de la gente que se le acercaban. Todo el mercado lo siguió, y se apiñaron en el pabellón y la pista de voleibol, en el extremo occidental del mercado.
Nirgal se subió a un banco. Habló del valle, y de las otras nuevas tierras cubiertas de Marte, y sobre lo que eso significaba. Pero cuando estaba llegando a la situación general de los dos mundos, la tormenta rompió con violencia sobre ellos. Las centellas afluían a los pararrayos, y en rápida sucesión vieron lluvia, nieve, aguanieve y finalmente barro.
La tienda que cubría el valle era tan empinada como el tejado de la iglesia, y el polvo y la arena eran repelidos por la carga estática de la capa exterior, piezoeléctrica; la lluvia y la nieve resbalaban, y ésta se amontonaba contra la base, formando ventisqueros que eran removidos por los enormes ingenios robóticos provistos de largos fuelles que durante las tormentas de nieve recorrían incesantemente el muro. Pero el barro era un problema. Al mezclarse con la nieve formaba unas frías placas duras como el hormigón sobre la porción de tienda más baja, y podía acumular la suficiente para hundir la tienda; ya había ocurrido una vez en el norte.
Por eso, cuando la tormenta arreció y la luz del cañón adquirió el color de una rama, Nirgal dijo: «Será mejor que subamos». Todos se apretujaron en los camiones y se dirigieron al ascensor más cercano y luego subieron por la pared del cañón hasta el borde. Una vez arriba, aquellos que sabían manejarlas se pusieron al volante de las quitanieves. Los grandes fuelles derramaron vapor sobre los ventisqueros para despejar la tienda. El resto de los voluntarios, con unas carretillas de vapor, trasladaron los montones de barro. Y ahí intervino Nirgal, corriendo de un lado a otro con una manga de vapor como si participara en un nuevo y esforzado juego. Nadie podía seguir su ritmo, pero pronto todos estuvieron hasta la cintura en un barro frío, con vientos superiores a los 150 kilómetros por hora, y con unas nubes bajas, densas y negras que seguían escupiendo más barro sobre ellos. Los vientos alcanzaron los 180 kilómetros por hora, pero nadie dejo de ayudar a retirar el barro de la tienda. Hicieron otro barrido, moviéndose hacia el este con el viento, arrojando ríos de barro al Uzboi Vallis, aún no cubierto.
Cuando la tormenta pasó, la tienda estaba bastante limpia, pero la tierra a ambos lados de Nirgal Vallis se encontraba cubierta de una gruesa capa de barro helado, y los voluntarios estaban calados hasta los huesos. Se amontonaron en los ascensores y bajaron al piso del cañón, exhaustos y ateridos, y cuando salieron se miraron los unos a los otros, figuras completamente negras a excepción de los visores. Nirgal se quitó el casco y se echó a reír a carcajadas, inconteniblemente, y entonces tomó un poco de barro de su casco y lo arrojó a los otros, y empezó la batalla. Muchos consideraron prudente no quitarse el casco, y fue un espectáculo extraño el que se desarrolló en el suelo oscuro de aquel cañón: ciegas figuras fangosas arrojándose pelotas de barro, corriendo hacia el arroyo, resbalando mientras luchaban y se sumergían.
Maya Katarina Toitovna se despertó de un humor de perros, turbada por un sueño que olvidó deliberadamente al salir de la cama, como cuando se tira de la cadena después de la primera visita al retrete. Los sueños eran peligrosos. Se vistió de espaldas al pequeño espejo sobre el lavamanos y luego bajó a los comedores comunes. Toda Sabishii se había construido de acuerdo con el particular estilo marciano/japonés, y el vecindario de Maya parecía un jardín zen, musgo y pinos que aparecían aquí y allá entre piedras pulidas de color rosa. El conjunto tenía una belleza sobria que Maya encontraba desagradable, una especie de reproche a sus arrugas. Lo ignoró lo mejor que pudo y se concentró en el desayuno. El mortal aburrimiento de las necesidades diarias. Sentados a otra mesa, Vlad, Ursula y Marina comían con un grupo de issei de Sabishii. Los sabishianos llevaban la cabeza afeitada, y vestidos con los monos de trabajo parecían monjes zen. Uno de ellos encendió una diminuta pantalla sobre la mesa. Un programa de noticias terrano, una producción metanacional de Moscú que guardaba la misma relación con la realidad que Pravda en otro tiempo. Algunas cosas nunca cambiaban. Ésta era la emisión en inglés, y el de la locutora era mucho mejor que el suyo, aún después de todos esos años. «Les ofrecemos las últimas noticias en este cinco de agosto de dos mil ciento catorce.»
Maya se puso rígida en la silla. En Sabishii estaban en Ls 246, muy cerca del perihelio, el cuarto día de noviembre 2. Los días eran cortos en ese año marciano 44. Maya no tenia ni idea de cuál era la fecha terrana, hacía años que no lo sabia. Pero allá en la Tierra era el día de su cumpleaños. Su… tuvo que calcularlo… su 130 aniversario.
Sintiéndose enferma, frunció el ceño y dejó caer el bagel a medio comer en el plato, y lo miro. Los pensamientos atravesaban su cerebro como pájaros en desbandada; era incapaz de seguirlos, tenia la mente en blanco. ¿Qué significaba aquello, esa horrible edad antinatural? ¿Por qué habían tenido que encender la pantalla justo en ese momento?
No termino la medialuna de pan, que de pronto adquirió un aspecto ominoso, y salió a la mañana otoñal. Bajo por el encantador bulevar principal del barrio antiguo de Sabishii, verde en el césped, rojo en los arces de fuego de copas anchas; uno de estos ocultaba parcialmente el sol bajo y resplandecía de escarlata. Al otro lado de la plaza que había delante de los dormitorios vio a Yeli Zudov jugando a los bolos con una niña pequeña, quizá la tataranieta de Mary Dunkel. Ahora muchos de los Primeros Cien vivían en Sabishii, que les servia como una especie de demimonde; intervenían en la economía local y residían en el barrio antiguo, con identidades falsas y pasaportes suizos, lo que les permitía estar en la superficie. Todo muy sólido, y además sin necesidad de la cirugía estética que tanto había alterado a Sax, porque la edad se había ocupado de hacerlos irreconocibles. Maya podía pasear por las calles de Sabishii y la gente solo vería una vieja arpía entre muchas otras. Si los oficiales de la Autoridad Transitoria la detenían, identificarían a una tal Ludmilla Novosibirskaya. Pero lo cierto era que no la detendrían.
Paseo por la ciudad, tratando de escapar de si misma. Desde el extremo norte de la tienda se veía, fuera de la ciudad, el macizo de la roca extraída del agujero de transición de Sabishii. Formaba una colina larga y sinuosa que subía y se perdía en el horizonte a través de las altas cuencas de krummholz de Tyrrhena. habían depositado la roca de manera que vista desde el cielo ofreciera la imagen de un dragón que tenia las tiendas de la ciudad entre sus garras. Una hendidura en sombras que cruzaba la colina marcaba el punto donde una garra nacía en la piel escamosa de la criatura. El sol de la mañana brillaba como el ojo de plata del dragón, que volvía la mirada hacia la ciudad por encima del hombro.
Su ordenador de muñeca emitió un pitido y atendió la llamada con irritación. Era Marina.
—Saxifrage está aquí —dijo—. Nos encontraremos en el jardín de piedra occidental dentro de una hora.
—Allí estaré —dijo Maya, y cortó la conexión.
Menudo día le esperaba. Vagó hacia el oeste por el borde de la ciudad, distraída y deprimida. Ciento treinta años. Se sabia que había abjasianos en Georgia, o en el Mar Negro, que habían alcanzado una alta edad sin el tratamiento. Seguramente seguían pasando sin él, el tratamiento gerontológico sólo se había distribuido en la Tierra, según las isóbaras del dinero y el poder, y los abjasianos siempre habían sido pobres. Felices, pero pobres. Trato de recordar cómo era Georgia, en la región del Caucaso donde se encuentra con el Mar Negro. La ciudad se llamaba Sukhumi. Seguramente la había visitado en su juventud, porque su padre era georgiano. Pero no consiguió evocar ni una sola imagen, ni un solo fragmento. En verdad, apenas recordaba nada de su vida en la Tierra: Moscú, Baikonur, la vista desde la Novy Mir, nada en absoluto. El rostro de su madre al otro lado de la mesa, riendo sobriamente mientras planchaba o cocinaba. Maya sabía que eso había ocurrido porque repetía las palabras surgidas de la memoria de cuando en cuando, cuando se sentía triste. Pero las imágenes de verdad… Su madre había muerto sólo diez años antes de que el tratamiento estuviese disponible. Ahora tendría ciento cincuenta años, una edad no tan disparatada; el record actual estaba en los ciento setenta y seguiría subiendo. Aparte de los accidentes y enfermedades poco comunes, y de algún ocasional error médico, nada mataba a los que habían recibido el tratamiento, salvo el asesinato; y el suicidio.
Llegó a los jardines de roca de occidente sin haber visto ninguna de las hermosas y estrechas calles de la parte vieja de Sabishii. Por eso los viejos acababan por olvidar los sucesos recientes, porque ni siquiera los advertían. Una memoria perdida antes de haber existido, porque uno estaba absorto en el pasado.
Vlad, Ursula, Marina y Sax estaban sentados en un banco del parque, enfrente de los habitats originales de Sabishii, que todavía se usaban, al menos los gansos y los patos. El estanque, el puente y las riberas de rocalla y bambú parecían salidos de un viejo grabado en madera o de una pintura sobre seda. Más allá del muro de la tienda la gran nube térmica del agujero de transición se elevaba más blanca y espesa que nunca a medida que el pozo se hacía más profundo y la atmósfera más húmeda.
Se sentó en un banco frente a sus viejos compañeros y les miro duramente. Vejestorios y brujas arrugados y manchados. Casi parecían extranjeros, desconocidos. Ah, pero ahí estaba la mirada provocativa de Marina, y la pequeña sonrisa de Vlad, extraña en la cara de un hombre que había vivido con dos mujeres, aparentemente en armonía y desde luego en una completa y aislada intimidad, durante ochenta años. Aunque se rumoreaba que Marina y Ursula eran una pareja de lesbianas y Vlad una especie de compañero o mascota. Pero nadie podía asegurarlo. Ursula también parecía feliz, como siempre. La tía favorita de todo el mundo. Sí, concentrándose uno podía verlos. Solo Sax tenía un aspecto totalmente distinto, un hombre apuesto con una nariz rota que todavía no le habían enderezado. Destacaba en medio de su atractiva nueva cara como una acusación contra ella como si hubiese sido Maya quien le había hecho aquello, y no Phyllis. Sax no se dignó mirarla; siguió observando mansamente los patos que picoteaban a sus pies, como si los estudiase un científico en acción. Salvo que él era un científico loco ahora, que echaba a perder todos los planes de ellos, ajeno por completo a cualquier discurso racional.
Maya apretó los labios y miró a Vlad.
—Subarashii y Amexx están aumentando los efectivos de las tropas de la Autoridad Transitoria —dijo éste—. Recibimos un mensaje de Hiroko. Han convertido la unidad que atacó Zigoto en una especie de fuerza expedicionaria, y ahora se están moviendo hacia el sur, entre Argyre y Hellas. Parece que desconocen la situación de la mayoría de los refugios ocultos, pero comprueban los puntos calientes uno por uno, y entraron en Christianopolis y la convirtieron en su centro de operaciones. Son unos quinientos, armados hasta los dientes y protegidos desde la órbita. Hiroko dice que a duras penas ha conseguido evitar que Coyote, Harmakhis y Kasei y la guerrilla de Marteprimero los ataquen. Los radicales están determinados a atacar sí la unidad localiza algún otro refugio.
Ésos son los jóvenes alocados de Zigoto, pensó Maya con amargura. Les habían dado una pésima educación, a los ectógenos y a toda la generación sansei, casi en los cuarenta ahora, y ansiosos de pelea. Peter y Kasei y el resto de los nisei rondaban los setenta, y en el curso de una vida ordinaria ya se habrían convertido en los líderes del mundo. Sin embargo, ahí estaban, a la sombra de unos padres que no morían. ¿Como debían sentirse? ¿A qué los moverían esos sentimientos? Tal vez algunos imaginaban que otra revolución les daría la oportunidad que necesitaban. Quizá la única oportunidad. La revolución era el dominio de los jóvenes, después de todo.
Los viejos permanecieron sentados, mirando los patos en silencio. Un grupo sombrío y desalentado.
—¿Qué les ocurrió a los cristianos? —preguntó Maya.
—Algunos fueron a Hiranyagarbha. Los demás se quedaron.
Las fuerzas de la Autoridad Transitoria se apoderaran de las tierras del sur, quizá significaba que la resistencia se había infiltrado en las ciudades, pero ¿con qué propósito? Diseminados no conseguirían conmover el orden de los dos mundos, basado como estaba en la Tierra. De pronto Maya tuvo la sensación de que todo el proyecto de independencia no era mas que un sueño, una fantasía consoladora para los decrépitos sobrevivientes de una causa perdida.
—Ya saben por qué se ha producido esta escalada —dijo, echándole una mirada fulminante a Sax—. Por culpa de esos grandes sabotajes.
Sax no dio muestras de haberla oído.
—Fue una lástima que no consiguiésemos fijar un plan de acción en Dorsa Brevia —se lamentó Vlad.
—Dorsa Brevia —gruñó Maya despectivamente.
—Era una buena idea —dijo Marina.
—Quizá lo era. Pero sin un plan de acción aceptado por todos, la cuestión constitucional sólo fue… —Maya sacudió una mano.— Construir castillos de arena. Un juego.
—La idea era que cada grupo haría lo que considerase más conveniente —dijo Vlad.
—Ésa fue la idea del sesenta y uno —señaló Maya—. Y ahora, si Coyote y los radicales desencadenan una guerra de guerrillas, tendremos un nuevo sesenta y uno.
—¿Qué crees que deberíamos hacer? —le preguntó Ursula intrigada.
—¡Deberíamos hacernos cargo del asunto! Nosotros elaboramos el plan, nosotros decidimos qué hacer, y lo propagamos por toda la resistencia. Si no asumimos la responsabilidad, lo que ocurra será culpa nuestra.
—Eso es lo que Arkadi trató de hacer —apuntó Vlad.
—¡Al menos Arkadi lo intentó! ¡Deberíamos tener en cuenta los puntos positivos de su trabajo! —Rió brevemente.— Nunca pensé que me oiría decir esto. Pero tenemos que colaborar con los bogdanovistas y con todos aquellos que deseen unirse a la causa. ¡Tenemos que hacernos cargo! Somos los Primeros Cien, los únicos con autoridad para hacerlo. Los sabishianos nos ayudarán, y los bogdanovistas accederán.
—También necesitamos a Praxis. —dijo Vlad—. A Praxis y a los suizos. Tiene que ser un golpe más que una guerra general.
—Praxis quiere ayudar —dijo Marina—, pero ¿qué hay de los radicales?
—Tenemos que coaccionarlos —dijo Maya—. Cortarles los suministros, detener a sus miembros…
—Eso llevaría a una guerra civil —objetó Ursula.
—¡Pues hay que detenerlos de algún modo! Si empiezan un revuelta demasiado pronto y las metanacionales caen sobre nosotros, será nuestro fin. Todos esos ataques desordenados tiene que acabar. No consiguen nada, y hacen que se refuerce la seguridad y que todo sea aún más difícil para nosotros. Cosas como sacar a Deimos de su órbita sólo consiguen hacerlos más conscientes de nuestra presencia.
Sin dejar de mirar los patos, Sax habló con su extraña cadencia musical:
—Hay ciento catorce naves de tránsito Tierra-Marte. Cuarenta y siete objetos en óbito marciano… en órbita marciana. El nuevo Clarke es una estación espacial perfectamente defendida. Deimos llevaba camino de convertirse en lo mismo. Una base militar. Una plataforma de ataque.
—Era un luna vacía —dijo Maya—. En cuanto a los vehículos en órbita, tendremos que ocuparnos de ellos a su debido tiempo.
De nuevo Sax no pareció notar que ella había hablado. Seguía mirando los malditos patos, parpadeando, mirando de cuando en cuando a Marina.
—Tiene que ser una decapitación —dijo Marina—, como Nadia, Nirgal y Art dijeron en Dorsa Brevia.
—Habrá que ver si encontramos el cuello —señaló Vlad secamente. Cada vez más furiosa con Sax, Maya dijo:
—Cada uno de nosotros tiene que hacerse cargo de una de las ciudades importantes y organizar a la población en una resistencia unificada. Quiero regresar a Hellas.
—Nadia y Art están en Fosa Sur —dijo Marina—. Pero necesitaremos a todos los Primeros Cien para que esto funcione.
—Los primeros treinta y nueve —precisó Sax.
—Necesitamos a Hiroko —dijo Vlad—, y que Hiroko le meta un poco de sentido común a Coyote.
—No hay nadie que pueda hacer eso —dijo Marina—. Pero es verdad que necesitamos a Hiroko. Iré a Dorsa Brevia y hablare con ella, y trataremos de controlar el sur.
—¿Sax? —dijo Vlad.
Sax salió bruscamente de su ensimismamiento y miro a Vlad parpadeando. Tampoco ahora dedicó una mirada a Maya, a pesar de que estaban discutiendo un plan propuesto por ella.
—Gestión integral de plagas. —dijo—. Siembras plantas resistentes entre las malas hierbas. Y entonces las plantas resistentes acaban con las malas hierbas. Tomare Borroughs.
Furiosa por el desprecio de Sax, Maya se puso de pie y rodeó el pequeño estanque. Se detuvo en la orilla opuesta y aferró la barandilla junto al estanque con ambas manos. Miró con resentimiento al grupo al otro lado del agua, sentados en los bancos como pensionistas, charlando sobre la comida y el tiempo y los patos y la última partida de ajedrez.
¡Maldito Sax, maldito! ¿Es que iba a reprocharle lo ocurrido con Phyllis, esa mujer despreciable, por toda la eternidad?
De pronto escuchó sus voces, lejanas pero claras. Detrás del sendero había una pared curva de cerámica que rodeaba casi por completo el estanque y actuaba como una especie de galería de ecos; Maya oía las palabras una fracción de segundo después de que fuesen articuladas por los menudos movimientos de sus bocas.
—Fue una tragedia que Arkadi no sobreviviese —dijo Vlad—. Los bogdanovistas hubiesen cedido más fácilmente.
—Sí —dijo Ursula—. Él y John. Y Frank.
—Frank —dijo Marina con desdén—. Si no hubiese asesinado a John, nada de esto habría sucedido.
Maya parpadeó. La barandilla le permitió mantenerse derecha.
—¿Qué…? —gritó sin detenerse a pensar.
Al otro lado del estanque, las pequeñas figuras se sobresaltaron y la miraron. Ella se separó de la barandilla, primero una mano, luego la otra, y rodeó el estanque casi corriendo, tropezando en dos ocasiones.
—¿Qué quieres decir? —le gritó a Marina mientras se acercaba a ellos, las palabras saliendo de su boca con vehemencia.
Vlad y Ursula la detuvieron a unos pasos de los bancos. Marina permaneció sentada, y miró a otro lado con resentimiento. Vlad había extendido los brazos para sujetar a Maya, y ésta los dio un manotazo y se plantó delante de Marina.
—¿Qué pretendes con esas sucias mentiras? —gritó; la voz le dolía en la garganta—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Fueron árabes quienes mataron a John, todo el mundo lo sabe!
Marina hizo una mueca y sacudió la cabeza, mirando al suelo.
—¿Bien? —gritó Maya.
—Era una manera de hablar. —dijo Vlad detrás de ella—. Frank hizo mucho para minar la autoridad de John durante esos años, y sabes que es verdad. Algunos dicen que fue el quien incitó a la comunidad musulmana contra John, eso es todo.
—¡Bah! —dijo Maya—. ¡Todos hemos discutido entre nosotros, no significa nada!
Entonces noto que Sax la miraba directamente, ahora que estaba furiosa, mirándola con una extraña expresión, fría e imposible de analizar, ¿de acusación, de venganza, de que? Maya se dio la vuelta, y huyó.
Se encontró delante de la puerta de su habitación sin que recordase haber cruzado Sabishii, y se arrojó al interior como si se arrojase a los brazos de su madre. Pero una vez dentro de la austera y hermosa habitación de madera se detuvo en seco a unos pasos de la cama, perturbada por el recuerdo de otra habitación que había dejado de ser el útero materno para atraparla, en otro momento de sorpresa y miedo… ninguna respuesta, ninguna distracción, ninguna escapatoria… Vio su rostro encima del pequeño lavamanos como si fuese un retrato enmarcado: macilenta, vieja, los bordes de los ojos enrojecidos, como los ojos de un lagarto. Una imagen nauseabunda. Eso era: la vez que ella había visto al polizón en el Ares, la cara vista a través de una tinaja de algas. Coyote: una conmoción por algo que había resultado ser realidad, no alucinación.
Y lo mismo podía ocurrir también con esas noticias sobre John y Frank.
Intentó recordar. Intentó con todas sus fuerzas evocar a Frank Chalmers, recordarlo de veras. Había hablado con él esa noche en Nicosia, en un encuentro en el que destacaron la torpeza y la tensión. Frank como siempre en el papel del agraviado y rechazado. Estaban juntos cuando dejaron a John inconsciente y lo arrastraron a la granja para que muriese. Frank no podía haber…
Sin embargo, estaban los sicarios. Siempre se podía pagar a alguien para que actuase por uno. No era que a los árabes les interesase el dinero. Pero el honor, el orgullo… pagados con honor, o con algún quid pro quo político, la clase de moneda que Frank acuñaba con tanta maestría…
Pero recordaba tan poco de esos años, tan pocos detalles. Cuando se concentraba y se forzaba a recordar, era aterrador lo poco que conseguía. Fragmentos, momentos, trozos de toda una civilización pasada. Una vez se había enfadado tanto que había destrozado una taza de café sobre la mesa, el asa rota había quedado como restos de comida sobre la mesa.
¿Pero dónde había ocurrido, y cuando, y con quién? ¡No lo sabía!
—¡Aah! —gritó involuntariamente, y el ojeroso rostro antediluviano del espejo de pronto la sorprendió con su patético sufrimiento de reptil. Era tan fea. Y una vez ella había sido hermosa y, orgullosa de serlo, lo había utilizado como un escalpelo. Ahora el cabello, antes de un blanco inmaculado, tenía un gris mortecino; había cambiado después del último tratamiento. Y empezaba a ralear, ¡oh, Dios!, en algunos sitios. Repugnante. Había sido bella, hacía mucho tiempo. Ese rostro regio de halcón… y ahora… Como si la baronesa Blixen, también ella de una belleza poco común en su juventud, se hubiese convertido en la sifilítica bruja Isak Dinesen y hubiese sobrevivido durante siglos, como un vampiro o un zombi: el cadáver estragado de un lagarto vivo, ciento treinta años, cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…
Se plantó delante del lavamanos y con un movimiento brusco hizo girar el espejo sobre sus goznes, dejando al descubierto un atestado botiquín. Las tijeras de manicura estaban en el estante superior. En algún lugar de Marte fabricaban tijeras de manicura, de magnesio, naturalmente. Tiró de un mechón de pelo hasta que le dolió y cortó a ras del cuero cabelludo con las tijeras. Las cuchillas no estaban afiladas, pero si tiraba con fuerza servían. Tenía que ir con cuidado para no cortarse, un pequeño vestigio de su vanidad no lo consentiría. Por eso fue una tarea larga, esmerada y dolorosa. Pero en cierto modo la consolaba estar tan concentrada en aquello, ser tan metódica, tan destructiva.
El corte inicial había sido un trasquilón y tuvo que perder mucho tiempo recortando para igualar. Una hora. Pero no conseguía cortar el pelo a la misma medida, y al fin sacó la navaja del armario y acabó por afeitarse la cabeza. Se secó los cortes, que sangraban profusamente, con papel higiénico, ignorando las viejas cicatrices que habían quedado al descubierto y los feos bultos en su cráneo desnudo.
Cuando termino, observo su aspecto en el espejo; andrógino, marchito, demente. El águila se convirtió en buitre; cabeza rapada, cuello curvo, ojos redondos, pequeños y brillantes, nariz ganchuda y una pequeña boca descendente sin labios. Miró largamente ese rostro espantoso, y hubo momentos en los que no pudo recordar nada sobre Maya Toitovna. Estaba atrapada en el presente, extraña a todo.
Un golpe en la puerta la sobresaltó y la liberó del hechizo. Vaciló, de pronto avergonzada, casi asustada. Una parte de ella graznó:
—Adelante.
La puerta se abrió. Era Michel. La vio y se detuvo en el umbral.
—¿Y bien? —inquirió ella, mirándolo y sintiéndose desnuda. Michel tragó con dificultad y ladeó la cabeza.
—Hermosa como siempre —dijo, con una sonrisa torcida. Ella tuvo que reírse. Después se sentó en la cama y sollozó.
—A veces —dijo luego, secándose los ojos—, desearía dejar de ser Maya Toitovna. Estoy tan cansada de mí y de mis acciones. Michel se sentó junto a ella.
—Estamos encerrados en nosotros mismos hasta el final. Es el precio que pagamos por pensar. ¿Pero qué preferirías ser, un convicto o un idiota?
Maya sacudió la cabeza.
—Estaba en el parque con Vlad, Ursula, Marina y Sax, que por cierto me odia, y los miraba… Tenemos que hacer algo; pero al mirarlos y al recordar, al intentar recordar, de pronto pensé que éramos personas muy dañadas.
—Han ocurrido muchas cosas —dijo Michel, y le acarició la mano.
—¿Tienes problemas para recordar? —preguntó Maya temblando, y aferró la mano de Michel como si fuese un salvavidas—. A veces tengo tanto miedo de olvidarlo todo. —Rió entre sollozos.— Supongo que eso significa que preferiría ser convicto antes que idiota. Si olvidas, te liberas del pasado, pero entonces nada tiene sentido. Así que no hay escapatoria —empezó a llorar otra vez—, recuerdes u olvides, duele lo mismo.
—Los problemas de memoria son bastante comunes a nuestra edad —dijo Michel gentilmente—. Sobre todo los sucesos a distancia media, por decirlo así. Hay ejercicios que ayudan.
—No es un músculo.
—Lo sé. Pero la capacidad de recordar parece reforzarse con el uso. Y el acto de recordar refuerza los recuerdos. Si te paras a pensarlo, tiene sentido. Sinapsis físicamente reforzadas o reemplazadas, ese tipo de cosas.
—Pero ¿y si no puedes enfrentarte a los recuerdos?… Oh, Michel — Maya aspiro temblorosa una gran bocanada de aire.— Ellos dicen… Marina dijo que Frank había matado a John. Se lo dijo a los otros cuando creyó que yo no los oía, ¡y lo dijo como si fuese algo que todos sabían! —Le aferró el hombro y lo apretó como si fuese a arrancarle la verdad con las uñas.— ¡Dime la verdad, Michel! ¿Es cierto? ¿Es eso lo que todos creen que ocurrió?
Michel negó con la cabeza.
—Nadie sabe lo que ocurrió.
—¡Yo estaba allí! ¡Estaba en Nicosia esa noche, y ellos no! ¡Yo estaba con Frank cuando ocurrió! ¡Él no sabía nada, lo juro!
Michel miró de reojo, indeciso, y ella exclamó:
—¡No pongas esa cara!
—No, Maya, no. Es que estoy tratando de recordar todos los rumores que he oído. Han circulado muchos sobre lo que ocurrió esa noche. Es cierto, algunos dicen que Frank estuvo involucrado o relacionado con los saudíes que mataron a John. Dicen que se encontró con el que murió al día siguiente y otras cosas.
Maya rompió a sollozar con fuerza. Se dobló sobre el estómago y apoyó la cara en el hombro de Michel, las costillas sacudiéndose espasmódicamente.
—No puedo soportarlo. Si no sé lo que ocurrió, ¿cómo puedo recordarlo? ¿Cómo puedo pensar en ellos?
Michel la abrazó, tratando de tranquilizarla. Le masajeó los músculos de la espalda una y otra vez.
—Ah, Maya.
Después de un largo rato, ella se levantó y se lavó la cara con agua fría, evitando mirar el espejo. Regresó a la cama y se sentó, la imagen misma del desaliento, rezumando oscuridad.
Michel le tomó la mano otra vez.
—Me pregunto si no te ayudaría saber. O al menos saber tanto como puedas. Investigar, ya sabes. Leer sobre Frank y John. Hay libros sobre ellos. Y preguntar a otros que estaban en Nicosia, sobre todo a los árabes que vieron a Selim el-Hayil antes de que muriese. Te daría una especie de control, pienso. No sería recordar exactamente, pero tampoco seria olvidar. Ésas son las dos únicas alternativas, por extraño que parezca. Tenemos que asumir nuestro pasado, ¿comprendes? Tenemos que hacerlo parte de lo que somos ahora, mediante un acto de imaginación. Es una labor creativa, activa. No es un proceso simple. Pero te conozco, siempre te sientes mejor cuando estás activa, cuando tienes un poco de control sobre las cosas.
—No sé si podré —dijo ella—. No puedo soportar no saber, pero tengo miedo de saber. No quiero saber. Sobre todo si es cierto.
—Inténtalo y a ver como te sientes —sugirió Michel—. Puesto que ambas alternativas son dolorosas, quizá prefieras la acción.
—Bien. —Sorbió con la nariz y su mirada atravesó la habitación. Desde el fondo del espejo una resuelta asesina la observaba.— Dios mío, soy tan fea —dijo, y la sensación de náusea fue tan intensa que temió vomitar.
Michel se puso de pie y fue hasta el espejo.
—Existe un síndrome llamado desorden dismórfico del cuerpo —dijo—. Está relacionado con los trastornos obsesivo-compulsivos, y con la depresión. Hace tiempo que vengo advirtiendo en ti síntomas de ese trastorno.
—Es mi cumpleaños.
—Ah. Bien, es un problema tratable.
—¿Los cumpleaños?
—El desorden dismórfico del cuerpo.
—No pienso tomar drogas.
Michel cubrió el espejo con una toalla y se volvió y la miró.
—¿Qué quieres decir? Puede ser sencillamente una falta de serotonina. Una insuficiencia química. No hay nada de qué avergonzarse. Todos tomamos drogas. La clomipramina es muy útil para este problema.
—Lo pensaré.
—Y nada de espejos.
—¡No soy una niña! —refunfuñó Maya—. ¡Sé qué aspecto tengo! —Se levantó de un salto y arrancó la toalla del espejo. Un buitre, un reptil insano, un pterodáctilo, feroz… en cierto modo era impresionante.
Michel se encogió de hombros. Tenía una pequeña sonrisa en la cara, y ella tuvo deseos de borrársela de un puñetazo o de un beso. A él le gustaban los lagartos.
Sacudió la cabeza.
—En fin. Elige la acción, dices. —Meditó—. Ciertamente prefiero la acción en la situación en la que nos encontramos. —Compartió con él las noticias del sur, y lo que les había propuesto a los otros—. Me ponen tan furiosa. Están esperando que vuelva a producirse el desastre. Todos menos Sax, y es un cañón descontrolado con todos esos sabotajes, sin consultar a nadie más que a esos idiotas… ¡Tenemos que hacer algo coordinarlo!
—Bien —dijo él enfáticamente—. Estoy de acuerdo. Lo necesitamos. Ella lo miró.
—¿Vendrás a Hellas conmigo?
Y él sonrió, una sonrisa espontánea de placer. ¡Estaba encantado de que ella se lo pidiera! Esa sonrisa le traspasó el corazón.
—Sí —contestó él—. Tengo algunos asuntos pendientes, pero puedo resolverlos deprisa. Sólo necesito unas pocas semanas.
Y volvió a sonreír. Michel la amaba, era evidente; no sólo como terapeuta, sino como hombre. Pero con un cierto aislamiento, propio de él, del terapeuta. De modo que ella pudiera respirar. Ser amada y poder respirar. Seguir teniendo un amigo.
—Así que todavía puedes soportar estar conmigo, aun con esta apariencia.
—Oh, Maya. —Michel rió.— Sí, sigues siendo hermosa, si quieres saberlo. Y desde luego quieres saberlo, gracias a Dios. —La abrazo, y luego la alejó un poco y la estudió.— Es algo austero, pero está bien.
Ella lo empujó.
—Y nadie me reconocerá.
—Nadie que no te conozca. —Se puso de pie.— Vamos, ¿tienes hambre?
—Sí. Deja que me cambie de ropa.
Michel se sentó en la cama y la miró mientras ella se cambiaba, empapándose de ella. El cuerpo de Maya era sorprendente, indudablemente femenino incluso a esa ridícula edad póstuma. Ella podía acercarse y aplastarle un pecho en la cara y él mamaría como un chiquillo. En vez de eso, Maya se vistió, sintiendo que su estado de ánimo rozaba el fondo e iniciaba la ascensión; el mejor momento de la curva sinusoidal, como el solsticio de invierno para los hombres del paleolítico, el momento de alivio en que sabes que el sol volverá, algún día.
—Esto es bueno —dijo Michel—. Necesitamos que lleves la delantera de nuevo, Maya. Tienes la autoridad para hacerlo, la autoridad natural. Y es bueno que repartas el trabajo y te concentres en Hellas. Un buen plan. Pero, ya sabes, se necesitará algo más que la ira.
Maya se pasó un jersey por la cabeza (sentía una sensación rara, con la cabeza desnuda), y luego lo miró, sorprendida. Él levantó un dedo amonestador.
—Tu ira será útil, pero no puede serlo todo. Frank no era más que ira, ¿recuerdas? Y ya ves a dónde lo llevó. Tienes que luchar no solo contra lo que odias, sino también por aquello que amas, ¿comprendes? Por eso tienes que averiguar qué es lo que amas. Tienes que recordarlo, o crearlo.
—Si, si —dijo Maya, de pronto irritada—. Te quiero a ti, pero cállate —alzó la barbilla con gesto imperioso.— Vayamos a comer.
El tren que salía de Sabishii y circulaba por la pista Burroughs-Hellas no era muy largo: una pequeña locomotora y tres vagones de pasajeros, todos medio vacíos. Maya recorrió todo el tren y se sentó en un asiento al fondo del último vagón. La gente la miró, pero sólo brevemente. A nadie parecía chocarle su falta de pelo. Al fin y al cabo, había muchas mujeres buitre en Marte, algunas en ese mismo vagón. Vestían también monos de trabajo de color cobalto, orín o verde claro, viejas devastadas por los rayos ultravioleta. Un cliché: los viejos veteranos de Marte, que estaban allí desde el principio, que lo habían visto todo, siempre dispuestos a aburrirte hasta las lágrimas con cuentos de tormentas de polvo y puertas de antecámara atascadas.
Bien, mejor así. No habría sido conveniente que la gente anduviera dándose codazos y exclamando: «¡Ésa es Toitovna!». Sin embargo, al sentarse no pudo evitar sentirse fea y olvidada. Una estupidez, porque en verdad necesitaba que la olvidasen. Y la fealdad que le disgustaba contribuía a que así fuera: el mundo quiere olvidar la fealdad.
Se hundió en el asiento y miró alrededor. Al parecer un contingente de turistas japoneses terranos había visitado Sabishii. Estaban sentados delante, charlando y mirando a todas partes con sus videogafas, grabando cada minuto de la película de sus vidas que nadie vería jamás.
El tren se puso en marcha suavemente. Sabishii aún era una pequeña ciudad tienda en las colinas, pero la tierra ondulada que se extendía entre ella y la pista principal estaba tachonada de pináculos labrados y pequeños refugios. Las pendientes que subían al norte estaban cubiertas por la nieve de las primeras tormentas del otoño, y el sol rebotaba con relámpagos enceguecedores en los espejos de hielo cuando los viajeros pasaban junto los estanques congelados. Los oscuros arbustos achaparrados descendían de los ancestros de Hokkaido y le daban al paisaje un aspecto verdinegro. Eran jardines bonsai, islas en un áspero mar de roca quebrada.
Naturalmente, a los turistas japoneses el paisaje les pareció mejor. Aunque probablemente eran de Burroughs, nuevos emigrantes que habían ido a visitar el primer asentamiento japonés en Marte, como si hiciesen un viaje de Tokio a Kyoto. O quizás eran nativos y nunca habían visto el Japón. Lo sabría en cuanto los viese andar.
La pista corría al norte del Cráter Jarry-Desloges, que desde el exterior parecía una gran mesa redonda. Las pendientes eran un amplio abanico de escombros cubiertos de nieve, salpicados de árboles y de abigarrados tapices de líquenes, flores alpinas y brezo, cada especie con su particular sello de color, y todo el campo sembrado de bloques erráticos que habían vuelto a caer del cielo cuando el cráter se formó. Un campo de piedra roja inundado desde abajo por una marea irisada.
Maya contempló la colina de colores intensos, casi aturdida. Nieve, liquen, brezo, pino: sabía que el mundo había cambiado mientras ella vivía oculta bajo el casquete polar. Sabía que ese mundo había sido diferente: Maya había vivido en un mundo rocoso y había experimentado los intensos acontecimientos de aquellos años, su corazón aplastado bajo su impacto hasta convertirse en estisovita. Pero le costaba tanto conectar con todo aquello. Los pocos recuerdos que tenía no despertaban en ella ninguna sensación. Se recostó en el asiento y cerró los ojos, y trató de relajarse, de dejar que lo que tuviese que venir a ella viniese.
No era un recuerdo específico sobre un suceso concreto, sino más bien una suerte de composición: Frank Chalmers denunciando o burlándose o tronando furiosamente. Michel tenía razón, Frank había sido un hombre airado. Pero no había sido solo eso. Ella más que nadie lo sabía: lo había visto en paz, o al menos feliz. O algo parecido. Temeroso de ella, solícito con ella, enamorado de ella. Maya había visto todo eso. Y también gritándole furiosamente por alguna pequeña traición, o por nada. Ciertamente había visto todo eso. Porque él la había amado.
Pero, ¿cómo había sido Frank en realidad? O mejor, ¿por qué fue de esa manera? ¿Había algo que explicase por qué eran así? Sabía tan poco de la vida de Frank antes de que se conocieran: una vida entera en Estados Unidos, una existencia que ella no había visto. El hombre corpulento y oscuro que había conocido en la Antártida… incluso esa persona se había perdido para ella, sepultada por todo lo que había ocurrido en el Ares y Marte. Pero antes de eso, nada, o casi nada. Había sido responsable de la NASA, había lanzado el programa de Marte, seguramente con el mismo estilo corrosivo que había exhibido en sus últimos años. Había estado casado poco tiempo, o eso le pareció recordar.
¿Como habría sido aquel matrimonio? Pobre mujer, Maya sonrió. Pero entonces oyó de nuevo la vocecita de Marina diciendo: «Si Frank no hubiese matado a John», y se estremeció. Miró el atril que tenía en el regazo. Los pasajeros japoneses cantaban, una canción de taberna por lo visto, porque se estaban pasando una botella. Jarry-Desloges había quedado atrás, y ahora se deslizaban por el borde septentrional del Sumidero lapygia, una depresión oval que podrían ver durante un buen trecho, saturada de cráteres, y en el interior de cada anillo una ecología ligeramente distinta. Era como mirar desde el aire una floristería bombardeada: las cestas desparramadas por todas partes, y rotas en su mayoría, aquí un tapiz amarillo, allá un palimpsesto rosa, o alfombras persas blanquecinas, azuladas o verdes…
Activó el atril y tecleó Chalmers.
La bibliografía era inmensa: artículos, entrevistas, libros, videos, una biblioteca de comentarios, diplomáticos, históricos, biográficos, psicológicos, psicobiográficos. Historias, comedias y tragedias, todos los géneros, incluyendo una ópera. Una infame coloratura terrana para sus pensamientos.
Apagó el atril, horrorizada. Respiró hondo durante unos minutos, lo activó de nuevo y pidió el archivo. No soportaría ver ninguna imagen; estudió la lista de artículos de revistas populares, escogió uno al azar y empezó a leer.
Nació en Savannah, Georgia, en 1976, y creció en Jacksonville, Florida. Sus padres se divorciaron cuando él tenia siete años, y se quedó con su padre. Vivían en unos apartamentos cerca de Jacksonville Beach, una zona de edificios de estuco barato construidos en la década de 1940, detrás de un viejo paseo marítimo lleno de puestos de gambas y hamburguesas. Pasó algunas temporadas con unos tíos que vivían cerca del centro de la ciudad, dominado por los grandes rascacielos levantados por las compañías de seguros. La madre se trasladó a Iowa cuando él tenía ocho años. Su padre se unió a Alcohólicos Anónimos tres veces. Frank fue delegado de curso en la escuela secundaria, y capitán de los equipos de fútbol y de béisbol, en los que jugaba como centrocampista y de catcher. Lidero el proyecto para eliminar los jacintos que asediaban St. John River. «¡El artículo sobre él en el anuario del ultimo curso es tan extenso que uno sospecha que tiene que estar equivocado.» Fue admitido en Harvard y le concedieron una beca, después de lo cual lo transfirieron al MIT, donde se licenció en ingeniería y astronomía. Durante cuatro años vivió solo en una habitación encima de un garaje en Cambridge, y de ese período apenas se sabe nada; muy pocos parecían haberle conocido.
«Pasó por Boston como un fantasma.»
Después de salir de la universidad, aceptó un trabajo en el Cuerpo de Servicio Nacional en Fort Walton Beach, Florida, y fue entonces cuando saltó a la escena nacional. Dirigió uno de los mejores programas de trabajo social asociados con el CSN, la construcción de viviendas para los inmigrantes caribeños que desembarcaban en Pensacola. Allí lo conocían miles de personas, al menos en su faceta laboral. «Todo el mundo coincide en que era un líder carismático, un trabajador incansable en favor de la integración de los inmigrantes en la sociedad norteamericana.» Fue en esos años cuando contrajo matrimonio con Priscilla Jones, la hermosa hija de una influyente familia de Pensacola. La gente habló de su carrera política. «¡Estaba en la cima del mundo!»
En 2004 el CSN estaba acabado, y en 2005 empezó su preparación como astronauta en Huntsville, Alabama. Su matrimonio se rompió ese mismo año. En 2007 ya era astronauta, y rápidamente ocupó un cargo en la «administración de vuelo». Una de sus misiones espaciales más largas fueron las seis semanas que pasó en la estación espacial norteamericana con su camarada John Boone, ya entonces una estrella en ascenso. Chalmers se convirtió en director de la NASA en 2015, y nombraron a Boone capitán de la estación espacial. Chalmers y Boone defendieron el proyecto «Marte Apolo» ante el gobierno estadounidense, y después de que Boone aterrizase por primera vez en el planeta, en 2020, ambos formaron parte de los Primeros Cien y fueron a Marte en 2027.
Maya se quedo mirando los nítidos caracteres romanos. Los artículos decían que perdió el trabajo y el matrimonio en el mismo año. Habría que mirar con más detalle ese 2005. Después parecía bastante claro que se había encerrado en sí mismo. Eso era lo que significaba generalmente ser astronauta, en la NASA o en Glavkosmos tratando siempre de conseguir más tiempo en el espacio, metiéndose en la administración para conseguir el poder para hacerlo… La breve descripción de ese período de su vida concordaba con el Frank que ella había conocido. No, la clave estaba en la juventud, la niñez. Era difícil imaginar cómo sería Frank entonces.
Volvió al índice y recorrió la lista de material biográfico. Había un artículo titulado «Promesas rotas: Frank Chalmers y el Cuerpo de Servicio Nacional». Maya tecleó el código y el texto apareció en pantalla. Lo ojeó rápidamente, hasta que tropezó con su nombre.
Como muchas personas con problemas estructurales en su vida Chalmers afrontó sus años en Pensacola ocupando los días con una actividad incesante. Si no tenía tiempo para descansar, no tenía tiempo para pensar. Ésa había sido una estrategia eficaz para él desde sus tiempos en la escuela secundaria, cuando además de sus actividades académicas dedicaba veinte horas a la semana a un programa de alfabetización. Y en Boston sus múltiples ocupaciones académicas lo convirtieron, en palabras de un compañero de clase, en un «hombre invisible». Se sabe menos de ese período de su vida que de cualquier otro. Parece ser que vivió en su coche durante el primer invierno en Boston, usando los aseos del gimnasio del campus. Sólo después de que se confirmara su transferencia al MIT se tiene una dirección de él…
Maya apretó la tecla de avance rápido.
La costa de Florida era una de las zonas más deprimidas de la nación en los comienzos del siglo XXI, la inmigración caribeña, el cierre de la base militar local y el paso del huracán Dale se sumaron para causar una gran miseria. «Te sentías como si estuvieses trabajando en África», declaró un voluntario del Cuerpo de Servicio Nacional. En los tres años que pasó allí tenemos una visión de Chalmers como criatura social, ya que consiguió fondos de ayuda federal para desarrollar el programa de empleo que tuvo un gran impacto en la zona, ayudando a los miles de personas que vivían en refugios provisión antes del paso del Dale. Los programas de formación enseñaron a la gente a construirse sus viviendas, a la vez que adquirían conocimientos que utilizar en cualquier lugar. Los programas fueron muy populares entre los beneficiados, pero la industria de desarrollo local se opuso a ellos. Chalmers fue, por tanto, una figura controvertida, y en los primeros años del nuevo siglo aparece a menudo en los medios de comunicación locales defendiendo con entusiasmo el programa y mostrándolo como parte de un esfuerzo popular de acción social. En el artículo para el Walton Beach Journal escribía: «La solución evidente es concentrar todas nuestras energías en el problema y trabajar de manera sistemática. Es necesario construir escuelas para que nuestros hijos aprendan a leer y enviarlos a la universidad para que se conviertan en médicos que nos curen y abogados que nos defiendan, y así el resultado será equitativo. Tenemos que ser autosuficientes». Gracias a los resultados en Pensacola y Fort Walton Beach, el CSN consiguió más fondos de Washington y de las corporaciones participantes. En su momento álgido, en 2004, el CSN de la costa de Pensacola daba empleo a 20,000 personas, y fue uno de los principales factores responsables de lo que se dio en llamar «el renacimiento del Golfo». El matrimonio de Chalmers con Priscrilla Jones, vástago de una de las viejas familias adineradas de Panamá City, simbolizo la nueva síntesis de pobreza y privilegio en Florida, y los dos fueron una pareja notable en la sociedad de la Costa del Golfo durante casi dos años.
Las elecciones de 2004 marcaron el fin de este período. La repentina cancelación del CSN fue uno de los primeros actos de la nueva administración. Chalmers pasó dos meses en Washington testificando ante comités de la Cámara y el Senado, tratando de que se aprobara un proyecto de ley que relanzase el programa. El proyecto se aprobó, pero los dos senadores demócratas de Florida y un congresista de Pensacola no dieron su apoyo, y el Congreso no pudo anular el veto ejecutivo. El CSN «amenazaba a algunos sectores del mercado», declaró la nueva administración, y ése fue el fin. La acusación y posterior condena de diecinueve congresistas (incluyendo el diputado por Pensacola) por irregularidades en las concesiones de las obras ocurrió ocho años después, y para entonces el CSN estaba muerto y enterrado, y sus veteranos, diseminados.
Para Frank Chalmers aquél fue un momento decisivo. Se refugió en un aislamiento del que en muchos aspectos nunca salió. El matrimonio no sobrevivió al traslado a Huntsville, y Priscilla volvió a casarse poco después, con un amigo de la familia que conocía desde la aparición de Chalmers. En Washington, Chalmers llevó una vida austera en la que la NASA parece ser su único interés. Fue famoso por su jornada laboral de dieciocho horas y por su contribución a la fortuna de la NASA. Esos éxitos hicieron a Chalmers famoso, pero nadie en la NASA o en Washington declaró conocerlo bien. Su obsesiva hiperactividad sirvió de nuevo como máscara, y con ella el idealista trabajador social de la costa del Golfo desapareció para siempre.
Un alboroto en la parte delantera del vagón le hizo levantar la mirada. Los japoneses estaban de pie, bajando el equipaje. Eran sin duda nativos de Burroughs: la mayoría casi alcanzaban los dos metros, muchachos aborregados con sonrisas llenas de dientes y pelo negro uniforme y brillante. Ya fuese por la gravedad o la dieta, o por otro motivo, los nacidos en Marte eran muy altos. El grupo de japoneses le recordó a Maya los ectógenos de Zigoto, esos chicos extraños que habían crecido como malas hierbas. Y ahora, tras la desaparición de aquel pequeño mundo, condenado a desaparecer como todos los que lo precedieron, se habían dispersado por el planeta.
Maya hizo una mueca, y activó impulsivamente el avance rápido hasta llegar a las fotografías del artículo. Allí encontró una imagen de Frank a los veintitrés años, al principio de su carrera con el CSN: un muchacho de cabello oscuro con una sonrisa inteligente y segura, que miraba al mundo como si estuviese a punto de comunicarle algo que éste no sabía. ¡Era tan joven! Tan joven y tan confiado. A primera vista Maya pensó que era la inocencia de la juventud lo que lo hacía parecer tan confiado; pero en realidad la cara de Frank no tenía nada de inocente. Él no había tenido una infancia inocente. Pero era un luchador, y había encontrado un método, y estaba venciendo. Un poder que nadie podría contrarrestar o eso parecía sugerir la sonrisa.
Pero si pateas al mundo, te rompes el pie, como decían en Kamchatka.
El tren redujo su marcha y se detuvo con suavidad. Estaban en la Estación Fournier, donde el ramal de Sabishii se unía a la pista principal Burroughs-Hellas.
Los japoneses de Burroughs salieron en fila, y Maya apago el atril y los siguió. La estación era sólo una tienda pequeña al sur del Cráter Fournier. El interior era simple, una cúpula en forma de T. Docenas de personas caminaban por los tres niveles del edificio, en grupos o solos, la mayoría con monos de trabajo corrientes, pero muchos con trajes de ejecutivo o uniformes metanacionales, o con ropa informal, que esos días consistía en pantalones holgados, blusas y mocasines.
Le alarmó ver a tanta gente, y se apresuró para dejar atrás los quioscos y los cafés abarrotados frente a las vías. Nadie miró a aquel andrógino calvo y marchito. Sintiendo la brisa en la calva, se puso en la cola para tomar el próximo tren al sur, con la fotografía del libro en la cabeza. ¿Alguna vez habían sido tan jóvenes?
A la una en punto el tren llegó desde el norte. Los guardias de seguridad salieron de una sala contigua a los cafés, y bajo su mirada aburrida, ella pasó la muñeca por un verificador portátil y subió al tren. Un nuevo procedimiento, y sencillo; pero mientras encontraba un asiento, su corazón empezó a latir con violencia. Los sabishianos, con ayuda de los suizos, habían derrotado al nuevo sistema de seguridad de la Autoridad Transitoria, pero no obstante tenía motivos para temer: ella era Maya Toitovna, una de las mujeres más famosas de la historia, uno de los criminales más buscados de Marte, y los pasajeros sentados la miraban mientras avanzaba por el pasillo, desnuda bajo un mono azul de algodón. Desnuda pero invisible a causa de su fealdad. Y lo cierto era que al menos la mitad de los ocupantes del vagón parecían tan viejos como ella, veteranos de Marte con aspecto de setentones pero que podían tener el doble de esa edad, arrugados, canosos, calvos, irradiados y con gafas, diseminados entre los jóvenes nativos altos y frescos como hojas de otoño entre árboles perennes. Y entre ellos alguien que parecía Spencer. Mientras arrojaba la bolsa al estante miró tres asientos más allá. La calva del hombre no le decía nada, pero estaba casi segura de que era él. Mala suerte. Por regla general, los Primeros Cien (los Primeros Treinta y nueve) procuraban no viajar juntos. Pero siempre existía la posibilidad de que la casualidad les jugara una mala pasada.
Se sentó junto a una ventanilla, preguntándose que estaría haciendo Spencer. Lo ultimo que había oído era que el y Sax habían formado un equipo tecnológico en Visniac para unas investigaciones sobre armamento de las que nadie sabia nada; eso había dicho Vlad. De modo que Spencer formaba parte del equipo de ecotaje, al menos hasta cierto punto. No parecía muy propio de el, y Maya se pregunto si no habría sido Spencer la influencia moderadora que se había advertido últimamente en las actividades de Sax. ¿Se dirigía a Hellas o a los refugios del sur? Bien, no lo averiguaría hasta que llegaran a Hellas, pues el protocolo era ignorarse hasta que estuviesen en privado.
De modo que ignoro a Spencer, si es que era él, e ignoró a los pasajeros que seguían entrando en el vagón. El asiento contiguo continuó vacío. Frente a ella había dos hombres cincuentones de traje y aspecto de emigrantes y que al parecer viajaban con el mismo aspecto sentados delante de Maya al otro lado del pasillo. El tren salió de la estación. Los hombres hablaban sobre el juego: «¡La envió a una milla! ¡Tuvo suerte de encontrarla!» Golf, por lo visto. Norteamericanos seguramente. Ejecutivos de una metanacional que iban a visitar algo en Hellas. Maya sacó el atril y se puso los auriculares. Pidió el Novy Frayda y miró las diminutas imágenes procedentes de Moscú. Resultaba difícil concentrarse en las voces, que la adormecían.
El tren volaba hacia el sur. El locutor deploraba el conflicto creciente entre Armscor y Subarashii por los términos del plan de desarrollo de Siberia. Lágrimas de cocodrilo en realidad, porque el gobierno ruso llevaba años esperando la ocasión de enfrentar a los dos gigantes entre sí para poder sacar a subasta los campos petrolíferos siberianos en vez de tratar con una metanacional que dictaría todas las condiciones. Aquella desavenencia entre las dos metanacionales sorprendió a Maya. No esperaba que esa situación se prolongara: a las metanacionales les convenía seguir unidas para repartirse los recursos disponibles sin necesidad de disputárselos. Si se enfrentaban, el frágil equilibrio de poder podía derrumbarse sobre ellas, una posibilidad de la que sin duda estaban al corriente.
Recostó la cabeza en el respaldo, somnolienta, y contempló el paisaje fugitivo por la ventana. Ahora estaban bajando hacia el Sumidero lapygia y disfrutaban de una extensa vista hacia el sudoeste. Parecía la frontera entre taiga y tundra en Siberia, tal como la describían los noticiarios que acababa de ver: una inmensa pendiente quebrada y revuelta de hielo y nieve en la que asomaban la roca manchada de liquen y amorfos montículos de musgos color oliva y caqui, los cactus coral y los árboles enanos ocupando cada hueco disponible. Los pingos punteaban el suelo llano de un valle bajo como un repugnante sarpullido untado con alguna pomada. Maya se adormeció un rato.
La imagen del Frank de veintitrés años la despertó bruscamente. Meditó en lo que había leído, tratando de unir las piezas. El padre; ¿qué le había hecho unirse a Alcohólicos Anónimos tres veces, para rendirse dos (o tres) veces? Había algo raro. Y despues, como una respuesta a eso, la adicción al trabajo que concordaba con el Frank que había conocido, aunque debajo fuese idealista, impropio de él. La justicia social no era en lo que el Frank que había conocido creyera. Era un pésimo político, trabajando siempre en la retaguardia para evitar protegerse de lo peor. Toda una carrera limitando los daños, ganando prestigio personal. Sin duda era verdad. Aunque Maya creía que él siempre había ansiado el poder para limitar más los daños. Pero nadie podía separar el poder de sus motivos si se confundían como el musgo y la roca. El poder tenía múltiples facetas.
Si solo Frank no hubiese matado a John… Miró el atril, lo activó, tecleó el nombre de John. La bibliografía era interminable. Lo probó:
5.146 entradas. Y era sólo una lista seleccionada. A Frank le habían dedicado unos centenares como mucho. Pidió el índice y buscó «Muerte de».
¡Docenas, cientos de entradas! Sintiendo frío, pero a la vez sudorosa, Maya recorrió la lista rápidamente. La conexión de Berna, la Hermandad Musulmana, Marteprimero, UNOMA. Frank, ella misma, Helmut Bronski, Sax, Samantha. Sólo por los títulos, supo que se habían propuesto toda clase de conexiones y teorías sobre su muerte. Por supuesto. La teoría de la conspiración gozaba de gran popularidad, como siempre. La gente quería que esas catástrofes significasen algo mas que la locura individual, y así la caza continuaba.
El disgusto por la extensión sin sentido de la lista casi le hizo cerrar el archivo. ¿No sería que tenía miedo? Abrió una de las muchas biografías, y apareció en pantalla una fotografía de John. Un fantasma de su viejo dolor la atravesó, dejando una desolación estéril. Fue hasta el capítulo final.
Los disturbios de Nicosia fueron una temprana manifestación de las tensiones internas de la sociedad marciana que más tarde provocaron el estallido de 2061. Para entonces, un gran número de técnicos árabes vivían en albergues mínimos, muy cerca de grupos étnicos con los que tenían enemistades históricas, y también cerca del personal administrativo, cuyos privilegios eran obvios. Una mezcla volátil de diferentes grupos se reunió en Nicosia para la fiesta de inauguración, y durante varios días la ciudad estuvo abarrotada.
La violencia nunca ha podido ser explicada satisfactoriamente. La teoría de Jensen, de que el conflicto intra-árabe —estimulado por la liberación libia de Siria— provoco los disturbios de Nicosia, es insuficiente. Allí se produjo también un ataque contra los suizos, así como un alto nivel de violencia sin objeto, imposible de explicar sólo por el conflicto árabe.
La destitución oficial de los responsables de Nicosia esa noche sigue dejando en el misterio el factor desencadenante del conflicto. Numerosos informes sugieren la presencia de un agente provocador nunca identificado.
A medianoche, al empezar el lapso marciano, Saxifrage Russell estaba en un café del centro de la ciudad, Samantha Hoyle recorrió el muro de la ciudad y Frank Chalmers y Maya Toitovna se habían encontrado en el parque occidental donde se habían pronunciado los discursos unas horas antes. Las peleas ya habían empezado en la medina. John Boone bajó por el bulevar central para investigar el alboroto, como hizo Sax Russell desde otra dirección. Diez minutos más tarde, Boone fue atacado por un grupo de entre tres y seis hombres jóvenes, algunas veces identificados como «árabes». Dejaron a Boone inconsciente y se lo llevaron a la rastra a la medina antes de que ninguno de los testigos reaccionase. Una búsqueda improvisada no encontró señales de él. No fue hasta las 12:27 AM que una partida más numerosa lo localizó en la granja de la ciudad. Lo trasladaron al hospital más cercano, en el bulevar de los Cipreses. Russell, Chalmers y Toitovna ayudaron a llevarlo hasta allí…
Un nuevo revuelo en la parte delantera del vagón arrancó a Maya del texto. Tenía la piel fría y pegajosa, y temblaba ligeramente. Algunos recuerdos nunca desaparecen, por mucho que uno los reprima: Maya no pudo dejar de recordar perfectamente los cristales en el suelo, la figura tendida en el césped, la expresión de perplejidad en el rostro de Frank, y una perplejidad distinta en el de John.
Unos oficiales avanzaban lentamente por el pasillo. Comprobaban identificaciones, papeles de viaje; y había otros dos en la parte trasera del vagón.
Maya desconectó el atril. Observó a los tres policías que avanzaban y se le aceleró el pulso. Esto era nuevo; ella no lo había visto nunca, y parecía que el resto de los viajeros tampoco. Se hizo el silencio en el vagón; todos miraban. Cualquiera podía tener una identificación irregular, y eso impregnaba de una cierta solidaridad el silencio; todos los ojos estaban fijos en los policías; nadie miró alrededor para ver si alguien palidecía.
Los tres policías seguían con su tarea, ajenos a esta observación, e incluso a las personas a las que pasaban revista. Bromeaban y hablaban sobre los restaurantes de Odessa, y pasaban deprisa de una fila a la siguiente, haciendo señas para que la persona acercase la muñeca al pequeño lector, y echándole una rápida mirada al resultado, comparando sólo un instante las caras de las personas con las fotografías.
Llegaron a Spencer y el pulso de Maya se aceleró aún más. Spencer (si es que era él) aplicó una mano firme al lector, con la vista clavada en el respaldo del asiento delantero, De pronto algo en su mano le resultó muy familiar: debajo de las venas y las manchas hepáticas estaba Spencer Jackson, sin ninguna duda. Lo reconoció por los huesos. En ese momento estaba respondiendo una pregunta sin levantar la voz. El policía con el lector de voz y retina lo sostuvo frente a la cara de Spencer un momento y todos esperaron. Finalmente una breve línea apareció en la pantalla y siguieron adelante. Faltaban dos para que llegaran a ella. Incluso los exuberantes ejecutivos parecían impresionados, e intercambiaban muecas sardónicas y cejas enarcadas, como si considerasen grotesco que utilizasen esas medidas también en los vagones. A nadie le gustaba aquello, era un error. Maya cobró ánimo al advertirlo y miró por la ventana. Estaban subiendo la vertiente meridional del Sumidero, y el tren se deslizaba por la pendiente suave de la pista que corría sobre las colinas bajas sin aminorar la velocidad, como si se deslizara sobre una alfombra mágica sobre la aún más mágica alfombra del paisaje de millefleur.
Se detuvieron junto a ella. El que estaba más cerca llevaba un cinturón sobre el mono color orín, del que colgaban varios instrumentos, incluyendo una pistola aturdidora.
—Identificación de muñeca, por favor.
El hombre llevaba una tarjeta de identificación, con foto y dosímetro, que rezaba «Autoridad Transitoria de las Naciones Unidas». Un joven inmigrante de rostro enjuto, de unos veinticinco años, aunque era más fácil adivinarlo por la fotografía, pues su cara en aquel momento parecía cansada. El hombre se volvió y dijo a la oficial detrás de él:
—Me gusta la ternera al parmesano que preparan allí.
Le puso el lector contra la muñeca. La oficial la observo con atención. Maya ignoró la mirada y se miró la muñeca, deseando tener un arma. Luego miró el objetivo del lector de voz y retina.
—¿A dónde va? —preguntó el joven.
—Odessa.
Un momento de silencio. Un sonoro bip.
—Disfrute de su visita. —Y se marcharon.
Maya trató de controlar la respiración, de aminorarla. Los lectores de muñeca medían el pulso, eran sencillos detectores de mentiras. Al parecer ella se había mantenido por debajo de la línea de las 110. Pero la voz, la retina, eso no se lo habían cambiado nunca. El pasaporte suizo tenía que ser poderoso, puesto que invalidaba los registros anteriores cuando se consultaban, al menos en ese sistema de seguridad. ¿Lo habían hecho los suizos, los sabishianos, Coyote o Sax, o alguna fuerza que ella desconocía? ¿O habían descubierto su verdadera identidad y la dejaban libre para que los guiase hasta otros fugitivos de los Primeros Cien? Parecía tan probable como superar los grandes bancos de datos… más probable incluso.
Pero por el momento la habían dejado tranquila. La policía se había ido.
El dedo de Maya activó el atril, y sin pensarlo recuperó el texto que estaba leyendo. Michel tenía razón; se sentía fuerte, dura, otra vez en su elemento. Teorías para explicar la muerte de John Boone. John había sido asesinado y ahora a ella la policía le comprobaba la identidad mientras viajaba en un tren corriente. Era difícil no sentir que había alguna relación de causa-efecto en ello, sentir que si John estuviese vivo, las cosas no serían así.
Se ha acusado a todas las figuras presentes en Nicosia esa noche de estar detrás del asesinato: Russell y Hoyle por sus profundas discrepancias sobre la política de Marteprimero, Toitovna a causa de una pelea de amantes, y los diferentes grupos étnicos y nacionales debido a disputas políticas, reales o imaginarias. Pero ciertamente las principales sospechas recayeron siempre en Frank Chalmers. Aunque hubo quienes lo vieron con Toitovna en el momento del ataque (lo que en otras teorías convierte a Toitovna en cómplice o coconspiradora), su relación con los egipcios y saudíes presentes en Nicosia aquella noche y su viejo enfrentamiento con Boone le señalan como la causa última del asesinato de Boone. Pocos niegan que Selim el-Hayil fuera el líder de los tres árabes que acabaron confesándose autores del crimen antes de su muerte/suicidio. Pero eso sólo arroja más sospechas sobre Chalmers, conocido amigo de El-Hayil. Se dice que algunos mensajes y documentos clandestinos aseguran que «el polizón» estaba en Nicosia y que vio a Chalmers y El-Hayil hablando esa noche. Puesto que «el polizón» es un mecanismo mítico mediante el que las gentes expresan las percepciones anónimas del marciano de a pie, es muy probable que esa historia refleje las observaciones de personas que no quisieron ser identificadas como testigos.
Maya fue hasta el final.
El-Hayil se encontraba en los últimos estadios de un paroxismo fatal cuando irrumpió en el hotel que ocupaban los egipcios y confesó ser el asesino de Boone, afirmando que él había sido el cabecilla, pero que lo habían ayudado Rashid Abou y Buland Besseisso, del ala Ahad de la Hermandad Musulmana. Los cuerpos de Abou y Besseisso fueron encontrados esa misma tarde en una habitación de la medina, envenenados con coagulantes que ellos mismos se habían administrado. Los asesinos de hecho de Boone estaban muertos. Por qué lo hicieron y con quién actuaron nunca se sabrá. No es la primera vez que se ha dado una situación similar, ni será la última; porque escondemos mucho más de lo que revelamos.
Releyendo las notas a pie de página, Maya se sorprendió por lo tópico de la situación, debatida por eruditos e historiadores y conspiradores de todas las creencias. Con un escalofrío de repulsión apagó el atril y enfrentó la ventana doble. Cerró los ojos, tratando de restaurar al Frank que había conocido, y a Boone. Durante años apenas había pensado en John; el dolor era demasiado intenso. Y, de una manera diferente, tampoco había querido pensar en Frank. Ahora quería recuperarlos. El dolor se había convertido en el fantasma del dolor, y ella necesitaba recuperarlos por su propio bien. Necesitaba saber.
El «mítico» polizón… Rechinó los dientes, rememorando el miedo ingrávido y alucinatorio de la primera vez que lo vio, la distorsionada cara morena de ojos saltones a través del cristal. ¿Sabía algo? ¿Estaba de verdad en Nicosia? Desmond Hawkins, el polizón, el Coyote. Un hombre extraño. Maya nunca había sido capaz de hablar normalmente con él. No sabía si podría ahora que necesitaba hacerlo; seguramente no.
¿Qué ocurre?, le había preguntado a Frank cuando oyeron los disparos.
Un encogimiento de hombros, una mirada oblicua. «Algo hecho con el impulso del momento.» ¿Dónde había oído eso antes? Había apartado los ojos al decirlo, como si no pudiese soportar la mirada de ella. Como si de algún modo hubiese dicho demasiado.
Las cadenas montañosas que rodeaban la Cuenca de Hellas eran más anchas en la medialuna occidental llamada Hellespontus Montes, la cadena marciana que más recordaba a las montañas terranas. Hacia el norte, donde la pista que venía de Sabishii y Burroughs se internaba en la depresión, la cadena era más angosta y baja, no tanto un terreno montañoso como una caída desigual hasta el suelo de la cuenca, la tierra empujada hacia el norte en ondas concéntricas. La pista bajaba por esa colina y con frecuencia tenía que zigzaguear por unas largas rampas talladas a los lados de esas olas de roca. El tren reducía mucho la velocidad en las curvas, y Maya podía contemplar sin prisas el basalto desnudo de la ola que estaban descendiendo, o la gran extensión al noroeste de Hellas, todavía a tres mil metros debajo de ellos: una amplia llanura desnuda, ocre y oliva en primer término, y un sucio blanco centelleando como un espejo roto en el horizonte. Ése era el glaciar sobre el Punto Bajo, aún helado, pero en proceso de fusión, con puntos derretidos en la superficie y bolsas de agua más profundas. Bolsas que hervían de vida y que de cuando en cuando irrumpían en la superficie del hielo, o incluso de la tierra adyacente, ya que ese lóbulo de hielo se extendía con rapidez. Estaban bombeando el agua de los acuíferos bajo las montañas circundantes y llenando la cuenca. La depresión más profunda en la parte noroccidental, donde habían estado Punto Bajo y el agujero de transición, era el centro de este nuevo mar, que tenía más de mil kilómetros de largo, y un ancho máximo, sobre Punto Bajo, de trescientos kilómetros. El punto más bajo de Marte. Una situación muy promisoria, como Maya había mantenido desde el momento en que aterrizaron.
La ciudad de Odessa se había construido en lo alto de la pendiente norte de la cuenca, en la altura —1 kilómetro, donde pensaban estabilizar el nivel final del mar. Por tanto, era una ciudad portuaria que esperaba el agua, y por eso el borde meridional de la ciudad era un largo paseo o cornisa, una amplia explanada herbosa que corría dentro de la tienda, asegurada en el borde de un elevado rompeolas que ahora se alzaba sobre tierra desnuda. La vista del rompeolas mientras el tren se aproximaba hacía que pareciese una ciudad cuya mitad meridional se había desgajado y había desaparecido.
El tren entró en la estación ferroviaria de la ciudad. Maya tomó su bolsa y bajó detrás de Spencer. No se miraron, pero una vez fuera de la estación se unieron a un grupo que se dirigía a la parada de tranvías, y subieron al mismo tranvía azul, que circulaba detrás del parque de la cornisa que bordeaba el rompeolas. Cerca del extremo oeste de la ciudad, los dos bajaron en la misma parada.
Allí dominando un mercado al aire libre, sombreado por unos plátanos, había un complejo de apartamentos de tres pisos dentro de un jardín vallado, con unos cipreses jóvenes bordeando las paredes. Cada piso del edificio retrocedía con respecto al inferior, de modo que los dos niveles superiores tenían balcones, con árboles en macetones y jardineras llenas de flores colgadas de las barandas. Mientras subía la escaleras que llevaban al portal del jardín, Maya pensó que aquella arquitectura recordaba de algún modo las arcadas de Nadia. Pero con las últimas luces de la tarde, con sus paredes blancas y sus postigos azules, el conjunto tenía un aire mediterráneo o del Mar Negro, no distinto del que mostraban las lujosas residencias a orillas del mar de la Odessa de la Tierra. En el portal, Maya se volvió y contempló los plátanos del mercado; el sol se estaba poniendo sobre las Montañas de Hellespontus, al oeste, y sobre el hielo distante los destellos del sol eran tan amarillos como la mantequilla.
Siguió a Spencer por el jardín y el interior del edificio, se inscribió en la conserjería después de él, le dieron la llave y subió al apartamento que le habían asignado. Todo el edificio pertenecía a Praxis, y algunos apartamentos funcionaban como pisos francos, incluyendo el de ella, y sin duda el de Spencer. Tomaron el ascensor juntos y subieron hasta la tercera planta sin hablar. El apartamento de Maya estaba a cuatro puertas del de Spencer. Entró. Dos habitaciones espaciosas, una con una diminuta cocina en un rincón; un baño, un balcón vacío. Desde la ventana de la cocina se veían el balcón y el hielo lejano.
Dejó la bolsa sobre la cama y después bajó al mercado a comprar algo para cenar. Compró a unos vendedores con carritos y sombrillas y se sentó en un banco colocado en el césped que bordeaba la cornisa, y allí comió la souvlakia y bebió de una pequeña botella de retsina, mirando la multitud que paseaba tranquilamente por la cornisa. El borde más cercano del mar de hielo debía de estar a unos cuarenta kilómetros de distancia, y en ese momento, todo menos la parte más oriental estaba bajo la sombra de los Hellespontus, un azul oscuro que en el este se transformaba gradualmente en rosa rojizo.
Spencer se sentó junto a ella en el banco.
—Bonita vista —observó.
Ella asintió con un movimiento de cabeza y siguió comiendo. Le ofreció la botella de retsina.
—No, gracias —dijo él alzando un tamal a medio comer. Ella asintió de nuevo y tragó.
—¿En qué trabajas ahora? —preguntó cuando terminó.
—Fabrico componentes para Sax. Biocerámica, entre otras cosas.
—¿Para Biotique?
—Para una compañía hermana. Ella Hace Conchas Marinas.
—¿Qué?
—Es el nombre de la compañía. Otra división de Praxis.
—Hablando de Praxis… —Ella lo miró.
—Sí. Sax necesita esos componentes con urgencia.
—¿Para armas?
—Sí.
Ella meneó la cabeza con desaprobación.
—¿Podrías mantenerlo a raya durante un tiempo?
—Puedo intentarlo.
Miraron el sol escurriéndose por el cielo, fluyendo hacia el oeste como si fuese líquido. Detrás de ellos, las luces se encendieron en los árboles que dominaban el mercado y empezó a refrescar. Maya se sintió agradecida de tener a un viejo amigo sentado junto a ella en un silencio amable. El comportamiento de Spencer contrastaba vivamente con el de Sax; la amabilidad era su forma de disculparse por las recriminaciones en el coche después de lo de Kasei Vallis, y su perdón por lo que le había hecho a Phyllis. Y ella lo apreciaba. En cualquier caso, Spencer formaba parte de la familia original, y era agradable que estuviera allí, en un nuevo comienzo, una nueva ciudad, una nueva vida… ¿Cuántas llevaban ya?
—¿Conociste bien a Frank? —preguntó.
—En realidad no. No como tú y John.
—¿Crees… crees que tuvo algo que ver con el asesinato de John? Spencer siguió mirando el hielo azul en el horizonte oscuro. Al fin, tomó la botella de retsina del banco, junto a ella, y bebió. La miró.
—¿Acaso importa ahora?
En el pasado Maya había dedicado muchos años a la Cuenca de Hellas, convencida de que su escasa elevación la convertía en un lugar ideal para un asentamiento. Ahora, todas la tierras ligeramente por encima del nivel —1 kilómetro que rodeaban la cuenca se estaban colonizando, tierras que ella había sido una de las primeras en explorar. Aún conservaba sus viejas notas sobre ellas en la IA, de las que Ludmilla Novosibirskaya hizo buen uso.
Trabajaba en la administración de la compañía hidrológica que estaba inundando la cuenca. El equipo formaba parte de un consorcio de organizaciones dedicadas al desarrollo de la región de Hellas, entre ellas las compañías petrolíferas del Grupo Económico del Mar Negro, la compañía rusa que había intentado reanimar el área de los mares Caspio y Aral y su compañía, Aguas Profundas, filial de Praxis. El trabajo de Maya incluía coordinar las numerosas actividades hidrológicas de la región, así que, de nuevo, estaría en el corazón del proyecto de Hellas, del cual en el pasado había sido la fuerza motriz. Esto era muy satisfactorio por diversas razones, algunas extrañas: por ejemplo, la ciudad Punto Bajo, que ella había proyectado (un emplazamiento erróneo, tenía que admitirlo), estaba bajo las aguas, cada día más profundas. Eso estaba bien: sepulta el pasado, sepulta el pasado, sepulta el pasado…
Así pues, ella tenía un trabajo y un apartamento, que decoró con muebles de segunda mano, utensilios de cocina y plantas en macetas. Y Odessa resultó ser una ciudad agradable. Estaba construida principalmente con piedra amarilla y tejas color tierra, y emplazada en un sector de la pendiente que se curvaba hacia dentro mas de lo corriente, por lo que toda la ciudad miraba al centro del muelle seco y gozaba de una amplia vista de la cuenca hacia el sur. En los barrios menos elevados se concentraban los comercios, las oficinas y los parques, y los más altos eran barrios residenciales y zonas ajardinadas. La ciudad quedaba justo por encima de los 30° de latitud sur, y por tanto Maya había pasado del otoño a la primavera: el enorme círculo caliente del sol brillaba sobre las calles empinadas de la zona alta y derretía la nieve invernal de los bordes de la masa de hielo y de los picos de las Montañas Hellespontus, en el horizonte occidental. Una ciudad pequeña y hermosa.
Y más o menos un mes después de su llegada, Michel vino desde Sabishii y tomó el apartamento contiguo. Por sugerencia de Maya, instaló una puerta que los comunicaba, y después de eso anduvieron por los dos apartamentos como por uno solo, viviendo en una domesticidad conyugal que Maya no había experimentado nunca, una normalidad tranquilizadora. Maya no amaba apasionadamente a Michel, pero era un buen amigo, un buen amante y un buen terapeuta, y tenerlo cerca era como tener un ancla que le impedía salir volando entusiasmada por la hidrología o el fervor revolucionario, y también hundirse demasiado en los terribles abismos de la desesperación política o la repugnancia personal. Maya odiaba las inevitables oscilaciones de sus estados de ánimo, y apreciaba cualquier cosa que Michel hiciese para atenuar el ciclo. Por ejemplo, no tenían espejos en el apartamento y tomaba clomipramina. Pero los fondos de las ollas y las ventanas por la noche, le daban las malas noticias si ella quería saberlas, como ocurría con frecuencia.
Spencer vivía en el otro extremo del corredor, y casi parecía que estaban otra vez en la Colina Subterránea, una sensación que reforzaban los ocasionales visitantes de fuera de la ciudad, que utilizaban el apartamento como piso franco. Cuando algún otro miembro de los Primeros Cien venía, salían y recorrían el muelle seco, contemplaban el horizonte de hielo e intercambiaban noticias como los viejos camaradas hacen en todas partes. Marteprimero, liderado por Kasei y Harmakhis, era cada vez más radical. Peter trabajaba en el ascensor, atraído como una polilla hacia su luna. Sax había interrumpido su insensata campaña de sabotaje por el momento, gracias a Dios, y se estaba concentrando en los esfuerzos industriales de Vishniac, donde se fabricaban misiles aire— espacio y similares. Maya meneó la cabeza con desaprobación al oír esto. No sería el poderío militar lo que les daría la victoria; en ese punto particular ella coincidía con Nadia, Nirgal y Art. Necesitarían algo más, algo que ella no lograba visualizar, y ese blanco en sus pensamientos era una de las cosas que podía inducir el descenso en la curva sinusoide de sus estados de ánimo, lo que la ponía frenética.
El trabajo de coordinación de los diferentes aspectos del proyecto de inundación empezó a ponerse interesante. Iba en tranvía o dando un paseo hasta las oficinas, en el centro de la ciudad, y allí procesaba todos los informes que enviaban los numerosos equipos de prospección y perforación, todos rebosantes de entusiastas estimaciones de las cantidades de agua que añadirían a la cuenca, y acompañados de solicitudes de más personal y equipo, hasta que al fin desbordaron las posibilidades de Aguas Profundas. Juzgar las diferentes peticiones era difícil desde la oficina, y muchas veces su equipo técnico ponía los ojos en blanco y se encogía de hombros.
—Es como ser juez en un concurso de mentirosos —dijo uno de ellos. Y además llegaban informes de los asentamientos que se estaban construyendo alrededor de la cuenca, y la gente que trabajaba allí no pertenecía al Grupo del Mar Negro o a las metanacionales asociadas. Muchos sencillamente no se identificaban. Uno de los equipos de prospección de Maya encontró una ciudad-tienda no oficial, y la dejaron en paz. Y la población de los dos grandes proyectos de los cañones de los sistemas Dao Vallis y Harmakhis-Reull era mucho mayor que la registrada en las listas oficiales; gente, por tanto, que tenía que estar viviendo bajo identidades falsas, como ella misma, o fuera de la red. Una situación muy interesante.
El año anterior se había terminado una pista circumHellas, un trabajo de ingeniería complicado, porque el borde de la cuenca estaba fracturado por numerosas grietas y crestas y lleno de los cráteres producidos por la reentrada masiva de deyecciones. Pero estaba la pista, y Maya decidió satisfacer su curiosidad y hacer un viaje para inspeccionar los proyectos de Aguas Profundas y echar un vistazo a alguno de los nuevos asentamientos.
Para que la acompañase designó a una de las areólogas de la compañía, una joven llamada Diana, encargada de la cara este. Los informes que presentaba eran sucintos y poco interesantes. Maya se había enterado por Michel de que era la niña del hijo de Esther, Paul. Esther había tenido a Paul muy poco despues de abandonar Zigoto, y por lo que Maya sabía nunca había dicho quién era el padre. Así que podía ser su marido Kasei, en cuyo caso Diana era sobrina de Jackie y tataranieta de John e Hiroko, o podía ser Peter, como muchos suponían, y entonces Diana era medio sobrina de Jackie y tataranieta de Ann y Simón. Maya lo encontraba muy intrigante, y además la joven era una de las yonsei, la cuarta generación marciana, interesante para Maya sin importar su ascendencia.
E interesante también por derecho propio, como descubrió Maya cuando la conoció en las oficinas de Odessa unos pocos días antes del viaje. Con su gran talla (más de dos metros de altura, y sin embargo redonda y musculosa), su gracia fluida y sus facciones asiáticas de pómulos altos, parecía pertenecer a una nueva raza, presente allí para acompañar a Maya en esa nueva esquina del mundo.
Diana estaba completamente obsesionada con la Cuenca de Hellas y sus aguas ocultas. Habló del tema durante horas, con tanta profusión y detalle que Maya acabó convencida de que había resuelto el misterio de la paternidad: una martemaníaca como ésa tenía que estar emparentada con Ann Clayborne, y eso quería decir que Paul había sido engendrado por Peter. Maya estaba sentada en el tren junto a aquella joven enorme, mirándola o mirando por la ventana la escarpada pendiente norte de la cuenca, preguntando, observando que las piernas de Diana chocaban contra el respaldo del asiento delantero. No hacían los asientos de tren a la medida de los nativos.
Una de las cosas que fascinaba a Diana era que la Cuenca de Hellas estaba rodeada por mucha más agua subterránea de la que habían predicho los modelos areológicos. El descubrimiento, hecho en el campo en la pasada década, había inspirado el actual proyecto de Hellas, transformando la hermosa idea de un hipotético mar en una posibilidad tangible. Asimismo, había forzado a los areólogos a reconsiderar sus modelos teóricos de la historia primitiva marciana, y había empujado a otros a buscar alrededor de todas las grandes cuencas de impacto del planeta; las expediciones de reconocimiento estudiaban ya los Montes Charitum y Nereidum, que rodeaban Argyre, y las colinas que encerraban Isidis sur.
Alrededor de Hellas casi habían completado el inventario: habían encontrado unos treinta millones cúbicos, aunque algunos prospectores afirmaban que el recuento aún no estaba completo.
—¿Hay alguna manera de saber cuándo terminarán? —pregunto Maya a Diana, pensando en las peticiones de recursos que inundaban su oficina.
Diana se encogió de hombros.
—Al final, sencillamente uno ya ha mirado en todas partes.
—¿Qué hay del suelo de la cuenca? Después de inundarlo, ¿podremos encontrar algún acuífero allí?
—No.
Diana le explicó que casi no había agua bajo el suelo de la cuenca. El suelo había sido desecado por el impacto original, y ahora sólo era una capa de sedimentos eólicos de casi un kilómetro de profundidad, bajo la cual había una dura capa de roca brechada que se había formado durante las breves pero formidables presiones del impacto. Esas mismas presiones habían originado las profundas fracturas en todo el borde, y esas fracturas habían permitido que una cantidad inusualmente grande de gases escapase del interior del planeta. Los gases se habían filtrado hacia la superficie y se habían enfriado, y el agua que contenían había formado acuíferos líquidos y zonas de permafrost altamente saturado.
—Un señor impacto —observó Maya.
—Fue ciertamente grande.
Por regla general, explicó Diana, los cuerpos de impacto tenían una décima parte del tamaño del cráter o cuenca que excavaban (igual que las figuras históricas, pensó Maya); así que en este caso el planetesimal había sido un cuerpo de unos doscientos kilómetros de diámetro, y había caído en una zona de tierras altas marcada por numerosos cráteres antiguos. Los restos de ese cuerpo indican que probablemente era un asteroide común, de condrito carbonoso, con mucha agua y algo de niquel-hierro. Llevaba una velocidad de entrada de 72.000 kilómetros por hora, y había caído en un ángulo ligeramente inclinado hacia el este, lo que explicaba la enorme región devastada al este de Hellas, además de las crestas concéntricas altas y relativamente bien organizadas de los Hellespontus Montes, al oeste.
Entonces Diana enunció otra regla empírica que llevó a Maya a establer analogías libres con la historia humana: cuanto mayor era el cuerpo de impacto, menor era la porción del mismo que sobreviviría de el. Casi hasta el último pedazo de éste se había vaporizado en el choque cataclísmico. Pero había un pequeño bólido gravitatorio bajo el Cráter Gledhill, que algunos areólogos afirmaban que con total seguridad era el vestigio enterrado del planetesimal, era quizás una diez milésima parte del original, o menos; sostenían también que ese pedazo proporcionaría todo el níquel y el hierro que necesitarían si alguien se molestaba en desenterrarlo.
—¿Es eso factible? —preguntó Maya.
—En realidad no. Es más barato explotar los asteroides.
Cosa que ya estaban haciendo, pensó Maya con pesar. Eso era lo que significaba en esos tiempos una sentencia de prisión bajo el régimen de la UNTA: años en el cinturón de asteroides, manejando los robots de actividad circunscrita y las mineras. Eficiente, dijo la Autoridad Transitoria. Prisiones remotas y productivas.
Pero Diana seguía pensando en el pavoroso nacimiento de la cuenca. El impacto había ocurrido hacía unos tres mil quinientos millones de años, cuando la litosfera del planeta era más delgada, y su interior más caliente. Las energías liberadas por el impacto eran casi inimaginables: la energía total generada por la humanidad durante toda su historia no era nada comparada con ella, por tanto la actividad volcánica resultante había sido considerable. Hellas estaba rodeada por varios volcanes antiquísimos posteriores al impacto, incluyendo Australis Tholus, al sudoeste, Amphitrites Patera, al sur, y Hadriaca Patera y Tyrrhene Patera, al nordeste. Cerca de todas esas regiones volcánicas se habían encontrado acuíferos líquidos.
Dos de ellos se habían desbordado en la superficie en tiempos antiguos, dejando en la pendiente oriental de la cuenca característicos valles sinuosos excavados por el agua: Dao Vallis, que nacía en las onduladas pendientes de Hadriaca Patera, y mas al sur un par de valles conectados conocidos como el sistema Harmakhis-Reull, con una extensión de casi mil kilómetros. Los acuíferos en las cabeceras de estos valles se habían vuelto a llenar en los eones siguientes, y ahora grandes equipos de construcción habían cubierto Dao con una tienda y estaban trabajando en Harmakhis-Reull, y habían dejado correr el agua de los acuíferos a lo largo de los valles techados, hacia unos desagües en el suelo de la cuenca. Maya estaba muy interesada en esas nuevas zonas añadidas a la superficie habitable, y Diana, que las conocía bien, la llevaría a Dao a visitar a unos amigos.
El tren se deslizó por el borde septentrional de Hellas todo ese primer día, y tuvieron a la vista el hielo que cubría el suelo de la cuenca continuamente. Pasaron por una pequeña ciudad en la ladera de una colina, llamada Sebastopol, con muros de un amarillo florentino a la luz de la tarde, y después llegaron a La Puerta del Infierno, la ciudad situada en el extremo final de Dao Vallis. Salieron de la estación a última hora de la tarde y contemplaron la ciudad tienda que se extendía a sus pies, situada bajo un gran puente colgante. El puente sostenía la pista de trenes, que atravesaba Dao Vallis justo por encima de la boca del cañón; de modo que había unos diez kilómetros de distancia entre las torres en suspensión. Desde el borde del cañón junto al puente, donde estaba la estación de trenes, se veía la boca del cañón, ensanchándose a medida que se internaba en la depresión, extendiéndose en una celosía de extrañas nubes manchadas por el sol. En la otra dirección alcanzaban a ver una buena porción del cañón empinado y angosto. Mientras bajaban por una calle escalonada que descendía en zigzag hasta la ciudad, el nuevo material de la tienda que cubría el cañón sólo se apreciaba como una bruma rojiza contra el color del cielo vespertino, resultado de una capa de arena menuda sobre la tienda.
—Mañana iremos corriente arriba por la carretera del borde —dijo Diana—, y tendremos una vista panorámica. Después regresaremos por el suelo del cañón para que veas cómo es.
Bajaron la calle, que tenía setecientos escalones numerados. Dieron un paseo por el centro de la ciudad y cenaron, y luego volvieron a subir hasta las oficinas de Aguas Profundas, justo en el muro del valle bajo el puente. Durmieron allí, y a la mañana siguiente partieron con un pequeño rover de la compañía.
Diana, al volante, enfiló hacia el nordeste, siguiendo una carretera paralela al borde del cañón que corría junto a los enormes fundamentos de hormigón de la tienda. A pesar de que los materiales eran diáfanos hasta el punto de ser invisibles, el extraordinario tamaño de la techumbre la convertía en una pesada carga. La mole de hormigón de los fundamentos les ocultaba el cañón, y cuando llegaron al primer mirador Maya aún no lo había visto desde que salieran de La Puerta del Infierno. Diana detuvo el rover en una pequeña zona de aparcamiento encajada en los anchos cimientos, se pusieron los trajes y salieron. Subieron por la escalera de madera que parecía ascender hasta el cielo sin ningún soporte, aunque un examen más detenido reveló la viga de aerogel transparente que la sostenía y las capas de la tienda, que tranqueaban el espacio que separaba unas vigas de otras. Encima de las escaleras había una pequeña plataforma de observación rodeada de barandas, desde la que se alcanzaba a ver una gran extensión del cañón en ambas direcciones.
Y había una corriente de agua: un río discurría por Dao Vallis. el suelo del cañón estaba moteado de verde, de una colección de verdes. Maya identificó tamariscos, algodoneros, álamos temblones, cipreses, sicómoros, robles achaparrados, bambú de la nieve, salvia… y luego, en los taludes a los pies de las paredes del cañón, numerosas variedades de arbustos y plantas rastreras, y naturalmente carrizos, musgos y líquenes. Y fluyendo a través de esta exquisita floresta, un río.
No era una corriente azul con rápidos blancos. El agua era opaca en los tramos más lentos y del color del orín. En los rápidos y cascadas espumeaba con ricos tonos rosados. Los tonos marcianos clásicos, originados, explicó Diana, por la arena menuda en suspensión en el agua, como el légamo glaciar. Y también por el color del cielo reflejado, que ese día era una especie de malva brumoso, que se transformaba en lavanda alrededor del sol velado, tan amarillo como el iris de un tigre.
Pero el color del agua no tenía importancia: era un río que discurría por un valle fluvial, plácido en algunos tramos, agitado en otros, que formaba vados de grava, bancos de arena, brazos estrangulados, islas lemniscatas desmoronadas, allí un meandro de aguas profundas y perezosas, abundantes rápidos, y corriente arriba un par de pequeñas cascadas. Bajo la más alta de esas cascadas alcanzaban a ver la espuma rosada volviéndose casi blanca, y unas manchas blancas flotaban corriente abajo y quedaban enganchadas en las rocas y ramas que sobresalían en las riberas.
—El río Dao —dijo Diana—. También llamado Rubí por la gente que vive allí.
—¿Cuántos son?
—Unos pocos miles. La mayoría viven muy cerca de La Puerta del Infierno. Corriente arriba hay unas cuantas granjas familiares. Y por descontado, la estación del acuífero en la cabecera del cañón, donde trabajan algunos cientos.
—¿Es uno de los acuíferos más grandes?
—Sí. Casi tres millones cúbicos de agua. La estamos bombeando a una velocidad de inundación. Bueno, ya se nota allá abajo. Casi cien mil metros cúbicos al año.
—¿Eso quiere decir que dentro de treinta años no habrá rio?
—Exacto. Aunque podrían bombear agua de vuelta a la cabecera mediante una tubería, y soltarla de nuevo. O, ¿quién sabe?, si la atmósfera se vuelve bastante húmeda, las pendientes de Hadriaca Patera podrían acumular neveros lo suficientemente grandes para servir como cuenca fluvial. En ese caso, el río fluctuaría con las estaciones; pero eso es lo que hacen los ríos, ¿no?
Maya miró el paisaje que se extendía ante sus ojos, que le recordaba mucho algo que había visto en su juventud, un río… ¿El alto del Rioni, en Georgia? ¿El Colorado, que había visto durante una visita a los Estados Unidos? No podía recordarlo. Toda aquella vida parecía tan borrosa.
—Es hermoso —dijo, y meneó la cabeza; el paisaje tenía una cualidad nueva para ella, una visión fugaz de un futuro lejano.
—Sigamos la carretera un trecho más y podremos observar Hadriaca. Maya asintió y regresaron al rover. En una o dos ocasiones, mientras continuaban subiendo, la carretera se levantó sobre los cimientos lo suficiente para que disfrutaran de otra vista del suelo del cañón, y Maya vio que el pequeño río se abría paso entre rocas y vegetación. Pero Diana no se detuvo y Maya no vio señales de asentamientos.
En el extremo superior del cañón cubierto se alzaba el gran bloque de hormigón de la planta física, que albergaba los mecanismos de intercambio de gases y la estación de bombeo. Un bosque de molinos de viento se erguía en la pendiente al norte de la estación, las grandes palas mirando al oeste y girando con lentitud. Sobre todo el conjunto se alzaba el cono ancho y bajo de Hadriaca Patera, un volcán cuyos flancos estaban insólitamente surcados por una apretada cuadrícula de canales de lava, los más recientes cruzando sobre los más antiguos. Ahora la nieve del invierno había cubierto los canales, pero no la roca negra entre ellos, desnudada por los fuertes vientos que acompañaban a las tormentas de nieve. El resultado era un enorme cono negro que se levantaba hacía el cielo amoratado, festoneado con centenares de lazos blancos enredados.
—Qué hermoso —dijo Maya—. ¿Pueden ver esto desde el suelo del cañón?
—No. Pero muchos trabajan en el borde, en el pozo o en la central eléctrica. Así que lo ven cada día.
—Esos colonos… ¿quiénes son?
—Vayamos a conocerlos —dijo Diana. Maya asintió. Le gustaba el talante de Diana, que le recordaba un poco a Ann. Los sansei y yonsei eran demasiado extraños para Maya, pero Diana era más normal que la mayoría, un poco reservada, quizá, pero comparada con sus contemporáneos más exóticos y los chicos de Zigoto, agradablemente normal.
Mientras Maya observaba a Diana, pensando en esto, Diana condujo el rover por una carretera que descendía hacia el cañón por la pendiente de un antiguo talud. Allí se había producido el reventón original del acuífero, pero había muy poco terreno caótico: sólo taludes titánicos, tendidos en su ángulo de reposo.
El suelo del cañón era llano y regular. Pronto estuvieron rodando sobre él, por una pista de regolito rociada con un fijador que corría junto al río siempre que era posible. Después de media hora alcanzaron una pradera verde, encajada en la curva perezosa de un grueso meandro. En el centro de esta pradera, en un bosquecillo de pinos piñoneros y álamos, se acurrucaba un grupo de tejados bajos de tablillas; una hebra de humo salía de una solitaria chimenea.
Maya contempló el asentamiento (corrales y pastos, huertos y establos, colmenas), maravillada por su belleza y su arcaica integridad, por la despreocupación que mostraba con respecto al gran altiplano desértico de roca roja que se cernía sobre el cañón… despreocupación por todo en verdad, por la historia, por el tiempo mismo. Un mesocosmos.
¿Pensaban en esas pequeñas casas en los problemas de Marte y de la Tierra? ¿Por qué habrían de hacerlo?
Diana detuvo el coche, y unas cuantas personas se acercaron cruzando la pradera. La presión bajo la tienda era de 500 milibares, lo que ayudaba a sostenerla, ya que la atmósfera tenía una media de 250 milibares ahora. Maya abrió la antecámara y salió sin casco, sintiéndose desnuda e incómoda.
Los colonos eran jóvenes nativos. La mayoría habían venido en los últimos años desde Burroughs y Elysium. Había también algunos terranos, dijeron, no muchos, pero un programa de Praxis traía grupos de países pequeños, y allí en el valle habían dado la bienvenida a suizos, griegos y navajos. Y había un asentamiento ruso cerca de La Puerta del Infierno. En el valle se oían muchos idiomas diferentes, pero el inglés era la lengua franca y la primera lengua de casi todos los nativos. Tenían acentos que Maya no había escuchado nunca, y cometían curiosos errores gramaticales, al menos para su oído.
—Fuimos corriente abajo y vimos que algunos suizos estaban trabajando en el río. Estabilizando las riberas en algunos lugares con plantas y rocas. Dicen que dentro de pocos años estará lo suficientemente limpio como para que el agua sea transparente.
—Seguirá teniendo el color de los acantilados y del cielo —dijo Maya.
—Claro, por supuesto. Pero el agua clara tiene mejor aspecto.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Maya.
Ellos se miraron de reojo y fruncieron el ceño, meditándolo.
—Por el aspecto que tiene en la mano. Maya sonrió.
—Es maravilloso que dispongan de tanto espacio. Es increíble los espacios tan grandes que pueden cubrir ahora, ¿no les parece?
Ellos se encogieron de hombros, como si no se les hubiese ocurrido pensarlo.
—Esperamos con ansiedad el día en que quitaremos el tendido —dijo uno—. Extrañamos la lluvia y el viento.
—¿Cómo lo saben? Pero ellos lo sabían.
Ella y Diana regresaron al coche y siguieron su camino, dejando atrás diminutas aldeas, granjas aisladas, una pradera con ovejas, viñas, huertas, campos cultivados, grandes invernaderos atestados, centelleando como laboratorios. Una vez un coyote cruzó la pista delante del coche. Y en lo alto de un pequeño montículo verde, bajo un talud, Diana divisó un oso pardo, y luego algunas ovejas Dalí. En las pequeñas aldeas la gente intercambiaba comida y herramientas en los mercados y comentaba los sucesos del día. No les llegaban las noticias de la Tierra, y a Maya le parecieron asombrosamente ignorantes. Todos menos una pequeña comunidad rusa; hablaban un ruso mestizo, pero a Maya se le llenaron los ojos de lágrimas. Ellos le contaron que las cosas en la Tierra se estaban cayendo a pedazos. Como siempre. Se alegraban de estar en el cañón.
En una de las pequeñas aldeas había un mercado al aire libre en plena actividad, y en mitad de la multitud estaba Nirgal, comiéndose una manzana y asintiendo vigorosamente mientras escuchaba lo que alguien le decía. Entonces las vio salir del coche y se acercó corriendo y abrazó a Maya, levantándola del suelo.
—¡Maya! ¿Qué haces aquí?
—He venido de visita desde Odessa. Ésta es Diana, la hija de Paul.
¿Qué haces tú aquí?
—Ah, visitando el valle. Tienen algunos problemas con el suelo y estoy intentando ayudarlos.
—Cuéntame.
Nirgal era ingeniero ecológico, y parecía haber heredado algo del talento de Hiroko. El mesocosmos era relativamente nuevo, estaban trasplantando por todo el valle, y aunque habían preparado el suelo, las deficiencias de nitrógeno y potasio no dejaban prosperar a las plantas. Mientras recorrían el mercado Nirgal le explicó esto y les señaló las cosechas locales y los bienes importados, describiendo la economía del valle.
—¿Entonces no son autosuficientes? —preguntó Maya.
—No, no. Ni de lejos. Pero cultivan buena parte de la comida que necesitan, e intercambian cosechas, o las regalan.
Entonces, Nirgal trabajaba en la eco-economía también. Ya había hecho muchos amigos allí: la gente se acercaba constantemente y lo abrazaba, y como él le había echado el brazo por los hombros a Maya, también se veía incluida en el abrazo, y luego la presentaba a los jóvenes nativos, contentos de ver a Nirgal de nuevo. Él recordaba todos los nombres, les preguntaba cómo les iba, y seguía preguntando mientras continuaban la visita al mercado, pasando delante con mesas de pan y verduras, con bolsas de cebada y fertilizantes, con cestas de bayas y ciruelas. Pronto hubo una pequeña muchedumbre siguiéndolo, y finalmente se instalaron alrededor de unas largas mesas de pino fuera de una taberna. Nirgal retuvo a Maya junto a él el resto de la tarde, y ella miró las caras jóvenes, relajadas y felices, advirtiendo lo mucho que Nirgal se parecía a John —la gente se sentía atraída por su calidez, y luego la compartían con otros—, todo se convertía en una fiesta tocado por su gracia. Se sirvieron las bebidas unos a otros, y ofrecieron un banquete a Maya, «todo local, todo local», y hablaron con aquel rápido inglés marciano, contando chismes y explicando sus sueños. Oh, sin duda era un muchacho especial, tan mágico como Hiroko, y sin embargo sencillo. Diana, por ejemplo, no se despegaba de su lado, y muchas mujeres jóvenes parecían deseosas de ocupar su lugar o el de Maya. Quizás habría sido así en el pasado. Bien, ser una anciana babushka tenía algunas ventajas. Podía mimarlo desvergonzadamente, y él reía, y ellas no podían hacer nada. Sí, había algo carismático en Nirgal: el mentón delgado, la boca inquieta y risueña, los ojos castaños, muy separados, ligeramente asiáticos, las cejas pobladas, el cabello negro y revuelto, el cuerpo largo y lleno de gracia, aunque era más bajo que la mayoría. Nada excepcional. Era más bien su forma de ser, amigable, curiosa y risueña.
—¿Y la política? —le preguntó ella esa noche, mientras bajaban de la aldea al río—. ¿Qué les dices?
—Utilizo el documento de Dorsa Brevia. Mi idea es que deberíamos ponerlo en vigor inmediatamente, en nuestra vida diaria. Mucha gente en este valle han abandonado la red oficial, ¿sabes?, y viven según la economía alternativa.
—Ya lo he notado. Ésa es una de las cosas que me trajo aquí.
—Sí, bien, ya ves lo que está ocurriendo. A los sansei y yonsei les gusta. Piensan en ello como en un sistema de cosecha propia.
—La cuestión es qué piensa la UNTA de esto.
—¿Qué pueden hacer? No creo que les importe demasiado, por lo que he visto. —Él viajaba constantemente, llevaba años haciéndolo, y había visto mucho de Marte, mucho más que ella.— Es difícil vernos, y además no los estamos desafiando. De modo que no se molestan en pensar en nosotros. Ni siquiera son conscientes de lo extendidos que estamos.
Maya meneó la cabeza con aire de duda. Estaban en la ribera del río, que en ese punto gorgoteaba ruidosamente sobre los bajíos; la nocturna superficie púrpura apenas reflejaba la luz de las estrellas.
—Es tan cenagoso —dijo Nirgal.
—¿Qué nombre os dais? —preguntó ella.
—¿Qué quieres decir?
—Es una especie de partido político, Nirgal, o un movimiento social. Tienen que darle algún nombre.
—Oh. Bien, algunos dicen que somos booneanos, o una rama de Marteprimero. Pero creo que no es muy adecuado. Yo personalmente no lo llamo de ninguna manera. Tal vez Ka. O Marte Libre. Decimos eso como una especie de saludo. Verbo, nombre, no importa. Marte Libre o Liberad a Marte.
Maya asintió. Sentía la brisa fría y húmeda en la mejilla, y el brazo de Nirgal rodeándole la cintura. Una economía alternativa, que funcionaba sin el gobierno de la ley; fascinante pero peligroso. Porque podía convertirse en una economía negra dirigida por mafiosos, y contra eso poco podría hacer una aldea idealista como aquella. Por tanto, Maya pensó que en realidad era una solución ilusoria frente a la Autoridad Transitoria.
Sin embargo, cuando compartió esta reflexión con Nirgal, él coincidió con ella.
—Yo no lo veo como el paso definitivo. Pero pienso que ayuda. Es lo que podemos hacer ahora. Y cuando llegue la hora…
Maya asintió en la oscuridad. Caminaron de regreso a la aldea, donde la fiesta continuaba aún. Allí, al menos cinco muchachas empezaban a maniobrar para ser la última junto a Nirgal cuando la fiesta terminase. Después de una carcajada con una leve nota de amargura (si ella fuese joven, las otras no tendrían oportunidad) Maya los dejó y se fue a la cama.
Después de conducir durante dos días corriente abajo desde la aldea mercado, todavía a cuarenta kilómetros de La Puerta del Infierno, doblaron un recodo y pudieron ver el cañón en toda su extensión, hasta las torres del puente colgante de las pistas férreas. Como algo salido de otro mundo, pensó Maya, con una tecnología desconocida. Las torres tenían seiscientos metros de altura y entre ellas había diez kilómetros de separación: un puente en verdad inmenso, que convertía a La Puerta del Infierno en una ciudad enana, que apareció en el horizonte una hora después, los edificios derramándose por las escarpadas paredes del cañón como una dramática villa costera en España o Portugal, pero todo a la sombra del inmenso puente. Inmenso, sí, y sin embargo había puentes dos veces más grandes que aquél en Chryse, y con los continuos avances en la ciencia de los materiales las posibilidades eran infinitas. El nuevo filamento de nanotubo de carbono del cable del ascensor tenía una fuerza tensora que sobrepasaba incluso las necesidades del ascensor, y con él uno podía construir cualquier puente que se le antojase: había quien hablaba de tender uno sobre Marineris, y algunos proponían en broma instalar un teleférico entre los regios volcanes de Tharsis para ahorrarse la caída vertical de quince mil metros entre los tres picos.
Cuando estuvieron de nuevo en La Puerta del Infierno, Maya y Diana devolvieron el rover al garaje y devoraron una opípara cena en un restaurante en mitad de la pared del cañón. Diana tenía que visitar a unos amigos, así que después de la cena Maya se excusó y fue a las oficinas de Aguas Profundas y a su habitación. Pero al otro lado de las puertas acristaladas, dominando el pequeño balcón, el gran arco del puente se tendía entre las estrellas, y al recordar el Cañón Dao y a sus pobladores, y la negra Hadriaca ribeteada de blanco con sus canales llenos de nieve, le costó mucho conciliar el sueño. Salió al balcón y pasó gran parte de la noche sentada en una silla, arrebujada en una manta, contemplando la parte inferior del gigantesco puente y pensando en Nirgal y los jóvenes nativos, y en lo que significaban.
Se suponía que a la mañana siguiente debían tomar el tren circumHellas, pero Maya le pidió a Diana que la llevase al suelo de la cuenca para ver con sus propios ojos qué le ocurría al agua del Rio Dao. Diana accedió encantada.
En el extremo inferior de la ciudad la corriente se concentraba en un angosto embalse, represado por un grueso dique de hormigón con una bomba hidráulica, instalado justo en el muro de la tienda. Fuera de la tienda, el agua era canalizada a través de la cuenca mediante una amplia tubería recubierta de aislante, levantada sobre unos pilares de tres metros. La tubería bajaba la suave pendiente oriental de la cuenca y ellas la siguieron en el rover de la compañía hasta que los fracturados acantilados de La Puerta del Infierno desaparecieron bajo las dunas bajas a sus espaldas. Una hora después, las torres del puente aún eran visibles, asomando sobre la línea del horizonte.
Unos pocos kilómetros más allá, la tubería cruzaba una planicie rojiza de hielo resquebrajado, una especie de glaciar que se abría en abanico a derecha e izquierda sobre la planicie hasta donde alcanzaba la vista. Era la orilla del nuevo mar, o al menos uno de los lóbulos, congelado. La tubería sobrevolaba el hielo, luego descendía hasta él y desaparecía a unos dos kilómetros de la orilla.
El anillo de un cráter, pequeño y casi sumergido, asomaba en medio del hielo como una doble península curva. Diana siguió las rodadas que llevaban a una de las penínsulas. El mundo que se extendía ante ellas estaba completamente cubierto de hielo; detrás tenían la pendiente de arena.
—Este lóbulo es muy extenso —dijo Diana—. Mire allí. —Señaló un centelleo plateado en el horizonte occidental.
Maya tomó unos binoculares del salpicadero. Alcanzó a ver lo que parecía ser el borde occidental del lóbulo, que daba paso a las dunas de arena. Mientras miraba, una masa de hielo del borde se desplomó, como un glaciar de Groenlandia precipitándose al mar, y cuando chocó contra la arena se rompió en mil pedazos blancos. El agua corrió sobre las dunas, un agua tan oscura como la arena del río Rubí. Una gran nube de polvo se elevó de la corriente, y el viento la arrastró hacia el sur. Los bordes de la nueva inundación empezaron a blanquear, pero Maya notó que poco tenía que ver con la escalofriante velocidad de congelación de la inundación en Marineris en el 61. ¡Se mantenía en estado líquido, apenas sin escarchada, durante minutos, al aire libre! El mundo era mas templado, desde luego, y la atmósfera mas densa, a veces por encima de 260 milibares y la temperatura exterior era en ese momento de 271°K. ¡Un día muy agradable! Escrutó la superficie del lóbulo con los binoculares y advirtió el resplandor blanco de los estanques que se habían vuelto a congelar, limpios y llanos.
—Las cosas están cambiando —dijo Maya, como hablando consigo misma, y Diana no respondió.
Poco después toda la superficie de la marea de aguas oscuras emblanqueció y dejó de moverse.
—Ahora aflorará por otro sitio —dijo Diana—. Funciona como la sedimentación en el delta de un río. El canal principal de este lóbulo en realidad se encuentra bastante más al sur.
—Me alegro de haberlo visto. Regresemos.
Regresaron a La Puerta del Infierno y esa noche cenaron juntas otra vez, en el mismo restaurante terraza bajo el gran puente. Maya le hizo a Diana muchas preguntas sobre Paul y Esther, Kasei, Nirgal, Rachel, Emily, Reull y el resto de la prole de Hiroko, y sobre los hijos de éstos, y sobre los nietos. ¿Qué hacían ahora? ¿Qué pensaban hacer? ¿Tenía Nirgal muchos seguidores?
—Oh, sí, por supuesto. Usted misma lo vio. Viaja continuamente, y hay toda una red de nativos en las ciudades del norte a quienes les importa Nirgal. Amigos, y amigos de amigos, y así sucesivamente.
—¿Y crees que esa gente apoyará…?
—¿Otra revolución?
—Iba a decir movimiento de independencia.
—Lo llame como lo llame, lo apoyarán. Apoyarán a Nirgal. La Tierra les parece una pesadilla, una pesadilla que trata de arrastrarnos. Y ellos no quieren eso.
—¿Ellos? —preguntó Maya sonriendo.
—Oh, yo tampoco. —Diana sonrió también—. Nosotros.
Mientras rodeaban Hellas en el sentido de las agujas del reloj, Maya tuvo motivos para recordar esa conversación. Un consorcio de Elysium, sin ninguna conexión metanacional o con la UN que Maya pudiese descubrir, acababa de terminar de techar los valles Harmakhis-Reull empleando el mismo método utilizado en Dao. Ahora había centenares de personas en esos dos cañones conectados instalando los aireadores y preparando los suelos, y sembrando y plantando la naciente biosfera del mesocosmos de los cañones. Los invernaderos y plantas de procesamiento producían casi todo lo que necesitaban para continuar los trabajos, y obtenían los metales y gases de las tierras desoladas de Hesperia al este, y los trasladaban a Sujumi, una ciudad situada en la montaña de Harmakhis Vallis. Esas gentes tenían los programas iniciales y las semillas, y no parecían hacer mucho caso de la Autoridad Transitoria: no habían pedido permiso para llevar a cabo su proyecto, y mostraban una abierta antipatía hacia los burócratas del Grupo del Mar Negro, que normalmente representaban a las metanac terranas.
Con todo, andaban muy escasos de mano de obra, y agradecían los técnicos y los trabajadores no especializados que les proporcionaba Aguas Profundas, y cualquier maquinaria que pudieran gorronear de sus cuarteles generales. Prácticamente todos los grupos que Maya conoció en Harmakhis-Reull le pidieron ayuda. Muchos eran jóvenes nativos que parecían pensar que tenían tanto derecho al material como los demás, aunque no perteneciesen a Aguas Profundas o ninguna otra compañía.
Y al sur de Harmakhis-Reull, en las colinas accidentadas detrás del borde de la cuenca, menudeaban los equipos de prospección en busca de acuíferos. Al igual que en los cañones techados, la mayoría de los integrantes de esos equipos había nacido en Marte, muchos de ellos después de 2061. Y eran diferentes, profundamente diferentes, compartían intereses y entusiasmos que no podían compartir con ninguna otra generación, como si una tendencia de selección hubiese producido una distribución bimodal, de tal suerte que los representantes del antiguo Homo sapiens cohabitaban ahora en el planeta con el Homo ares, criaturas altas, esbeltas y gráciles que se sentían en casa, y que charlaban profundamente absortos mientras proseguían con las labores que convertirían la Cuenca de Hellas en un mar.
Y ese gigantesco proyecto era absolutamente natural para ellos. En una parada en la pista, Maya y Diana se apearon y en compañía de unos amigos de Diana viajaron en rover hasta una de las crestas de las Zea Dorsa, que se internaba en el cuadrante sudoriental del suelo de la cuenca. Ahora muchas de esas dorsa eran penínsulas que desaparecían bajo otro lóbulo de hielo, y Maya contempló los glaciares de orillas profundamente agrietadas, y trató de imaginar un tiempo en el que la superficie del mar estuviera centenares de metros por encima de sus cabezas, y esas aristas de las crestas basálticas no serían más que unos blips en el sonar de algún barco, hogar de estrellas de mar, camarones, krill y una extensa gama de bacterias creadas por la ingeniería genética. Ese tiempo no estaba muy lejano, aunque uno se sorprendiese al advertirlo. Pero Diana y sus amigos, éstos en concreto de ascendencia griega, o quizá turca, estos jóvenes zahoríes marcianos no parecían sobrecogidos por ese futuro inminente, ni por la vastedad del proyecto. Aquél era su trabajo, su vida… para ellos tenia una escala humana, no había nada antinatural. En Marte el trabajo humano consistía en proyectos faraónicos como aquél. Crear océanos. Construir puentes que dejaban el Golden Gate a la altura de un juguete. Aquellos jóvenes ni siquiera miraban esa cresta que pronto dejaría de ser visible: estaban hablando de otras cosas, de amigos comunes en Sujumi y cosas por el estilo.
—¡Ésta es una obra prodigiosa! —les dijo Maya con aire de reproche—. ¡Esto es infinitamente mayor que todo lo hecho hasta ahora! ¡Este mar será tan grande como el Caribe! ¡Jamás ha habido un proyecto como éste en la Tierra, ninguno! ¡Ni de lejos!
Una mujer de rostro ovalado y bondadoso y piel hermosa rió con ganas.
—Me importa un comino la Tierra —dijo.
La nueva pista se curvaba siguiendo el borde meridional, y cruzaba transversalmente algunas crestas y barrancos que recibían el nombre de Axius Valles. Estas ondulaciones iban de las colinas escarpadas del borde hasta el suelo de la cuenca, obligando al viaducto de la pista a alternar entre grandes puentes arqueados y profundas gargantas y túneles. El tren al que habían subido después de Zea Dorsa era un corto convoy propiedad de la oficina de Odessa, así que Maya pudo detenerse en casi todas las pequeñas estaciones del trayecto, y conversó con los equipos de construcción y prospección. En una de ellas todos eran emigrantes nacidos en la Tierra, para Maya mucho más comprensibles que los alegres nativos. Eran gentes de estatura normal, que andaban tambaleándose, sorprendidos y entusiasmados, o consternados y quejosos, y en cualquier caso conscientes de lo insólito de la empresa. Llevaron a Maya a un túnel en una cresta, y resultó que era un túnel de lava que venía de Amphitrites Patera: la cavidad cilíndrica era del mismo tamaño que la de Dorsa Brevia, pero muy inclinada. Los ingenieros estaban bombeando el agua del acuífero de Amphitrites al interior del túnel, que usaban como tubería hasta el suelo de la cuenca. Así pues, los sonrientes hidrólogos nativos de la Tierra la llevaron a una galería de observación excavada en la pared; el agua negra rugía en el fondo del enorme túnel, cubriendo apenas el suelo incluso a 200 metros cúbicos por segundo, el rugido amplificado por el eco del basalto.
—¿No es estupendo? —exclamaron los inmigrantes, y Maya asintió, feliz de estar en compañía de gente cuyas reacciones entendía—. Es como un sumidero gigantesco, ¿no?
De nuevo en el tren, los jóvenes nativos asintieron a las exclamaciones de Maya con educación, pero pronto estuvieron discutiendo sobre algún rasgo del suelo de la depresión que Maya no podía ver.
El tren rodeó el arco sudoccidental de la depresión, y la pista los llevó hacia el norte. Pasaron sobre cuatro o cinco grandes tuberías que partían serpenteando de los cañones elevados de los Hellespontus Montes, a la izquierda, cañones entre dentadas crestas de roca desnuda, como salidos de Afganistán o Nevada, los picos cubiertos de nieve blanca. A la derecha se veían manchas de hielo quebrado y sucio en el suelo de la depresión, y con frecuencia las placas blancas y lisas de aludes recientes. Había varios edificios en lo alto de las colinas que flanqueaban la pista, pequeñas ciudades tienda que parecían salidas del renacimiento toscano.
—Esas colinas estarán de moda para vivir —le dijo Maya a Diana—. Estarán entre las montañas y el mar, y las bocas de algunos de esos cañones acabarán siendo pequeños puertos.
Diana asintió.
—Buen lugar para navegar.
Al llegar a la última curva de su circunnavegación, la pista tuvo que cruzar el Glaciar Niesten, el vestigio helado del reventón masivo que había sofocado Punto Bajo en el 61. No era sencillo hacer esa travesía, puesto que el glaciar tenía treinta y cinco kilómetros de ancho en su punto más estrecho, y no habían tenido tiempo ni equipo para construir un puente colgante sobre él. En vez de eso, habían clavado pilares en el hielo y los habían asegurado en la roca subyacente. Los pilares estaban provistos de proas semejantes a las de los rompehielos en la cara que miraba corriente arriba, y en la cara opuesta habían colocado una especie de pontones, que se deslizaban sobre el hielo del glaciar mediante pequeños cojines inteligentes que se dilataban o contraían para compensar los desniveles del hielo.
El tren aflojo la velocidad para cruzar el pontón, y mientras se deslizaban por el, Maya miro corriente arriba. Pudo ver donde había caído el glaciar, muy cerca del cráter Niesten. Unos rebeldes no identificados habían reventado el acuífero de Niesten con una explosión termonuclear, y habían provocado una de las cinco o seis inundaciones más grandes de 2061, casi tan importante como la que había arrasado los cañones de Marineris. El hielo aún era un poco radiactivo. En ese momento yacía inmóvil bajo el puente, y las secuelas de aquella terrible inundación sólo eran un sorprendente campo de bloques de hielo fracturados. Diana dijo algo a propósito de unos escaladores que se divertían subiendo por las paredes del glaciar. Maya tembló de disgusto. La gente estaba tan loca. Pensó en Frank, arrastrado por la inundación de Marineris, y soltó una palabrota.
—¿No lo aprueba? —preguntó Diana. Ella volvió a maldecir.
Una tubería recubierta de aislante pasaba debajo del puente hacia Punto Bajo. Aún estaban drenando el fondo del acuífero reventado. Maya había supervisado la construcción de Punto Bajo, había vivido allí durante años, con un ingeniero cuyo nombre no recordaba, y ahora estaban bombeando lo que quedaba en el fondo del acuífero Niesten para añadirlo al agua que cubría la ciudad. El gran reventón del 61 había quedado reducido a agua regulada discurriendo por una esbelta tubería.
Maya sintió un torbellino de emociones en su interior, removidas por todo lo que había visto durante el viaje, por todo lo que había ocurrido y lo que iba a ocurrir. ¡Ah, las mareas interiores, los relámpagos de las mareas en su mente! Si consiguiese reducir su espíritu como ellos habían reducido el acuífero, drenándolo, controlándolo, infundiéndole sensatez. Pero las presiones hidrostáticas eran muy intensas, los reventones, cuando se producían, eran violentos. Ninguna canalización podría contenerlos.
—Las cosas están cambiando —les dijo a Michel y Spencer—. Me parece que ya no las comprendemos.
Maya se reincorporó a su vida en Odessa, contenta de estar de vuelta, pero también intranquila, inquisitiva, viéndolo todo con ojos nuevos. En la pared, detrás de la mesa de su despacho tenía colgado un dibujo de Spencer, un alquimista arrojando un gran volumen a un mar turbulento. Al pie Spencer había escrito: «Destruyo mi libro».
Maya salía del apartamento por la mañana temprano y bajaba por la cornisa hasta las oficinas de Aguas Profundas, cerca del muelle seco, al lado de otra empresa de Praxis, Separation de L'Atmosphere. Pasaba el día trabajando con el equipo de síntesis, coordinando las unidades de campo y concentrándose ahora en las pequeñas operaciones móviles que se desplazaban alrededor del suelo de la depresión, trabajos de minería y reordenación del hielo de último minuto. De cuando en cuando trabajaba en el diseño de los pequeños caseríos errantes, disfrutando de su vuelta a la ergonomía, su vieja especialidad aparte de la cosmonáutica. Un día en que se ocupaba de una nueva concepción de armarios airó sus bocetos y experimentó una sensación de deja vu. Se pregunto si no habría hecho ese mismo trabajo antes, en algún momento de su pasado perdido, y también cómo era posible que las penalidades se grabaran tan firmemente en la memoria, mientras que el conocimiento era tan frágil. No podía recordar la educación que le había dado sus virtudes ergonómicas, pero las tenía, a pesar de que hacía décadas que no las usaba.
Pero la mente era extraña. Algunos días la sensación de deja vu se volvía tan palpable como un picor, tanto que sentía cada uno de los sucesos del día como ya vividos con anterioridad. Era una sensación que se hacía más incómoda cuanto mas se prolongaba, hasta que el mundo se convertía en una espantosa prisión, y ella era una esclava del destino, un mecanismo de relojería incapaz de hacer nada que no hubiese hecho en el pasado. Cierta vez duro toda una semana, y Maya se sintió casi paralizada; nunca había experimentado un asalto tan brutal al sentido de su vida. Michel estaba muy preocupado y le aseguró que se trataba de la manifestación mental de un desorden físico. Maya trató de creerlo, pero como nada de lo que él le recetó alivió la sensación no le quedó más remedio que aguantar y esperar que aquello pasara.
Cuando al fin pasó, Maya se esforzó por olvidar la experiencia. Y cuando volvía a repetirse, le decía a Michel: «Ay Dios, ya vuelve otra vez», y él preguntaba: «¿Es que te había ocurrido antes?», y los dos reían, y ella se las arreglaba como mejor podía. Solía sumergirse en los detalles del trabajo que tenía entre manos, planificando los equipos de prospección, asignándoles las zonas según los informes de los areógrafos y los resultados de los equipos de prospección que regresaban de sus misiones. Era un trabajo excitante, una suerte de gigantesca búsqueda del tesoro que exigía una educación continuada en areografía, en los hábitos secretos del agua submarciana. Esta dedicación intensa le permitía enfrentarse con bastante éxito al deja vu, y después de un tiempo se convirtió en otra más de las extrañas sensaciones que la atormentaban, peor que la euforia pero mejor que las depresiones o esos momentos en que la avasallaba una sensación opuesta al deja vu, la certeza de que nunca le había sucedido nada parecido a aquello, incluso cuando lo que hacía era subir a un tranvía. Jamais vu, lo llamaba Michel, con aire preocupado. Muy peligroso, por lo visto. Pero no se podía hacer nada. A veces servía de bien poco vivir con alguien especializado en problemas psicológicos. Uno corría el riesgo de convertirse en un caso clínico particularmente interesante. Necesitarían muchos pseudónimos para describirla a ella.
De todas maneras, los días que tenía suerte y se sentía bien, el trabajo la absorbía por completo, y libraba entre las cuatro y las siete, cansada y satisfecha. Volvía a casa andando bajo la luz característica de la tarde avanzada en Odessa: toda la ciudad a la sombra de Hellespontus, el cielo por tanto rebosante de luz y color, las nubes resplandeciendo mientras navegaban hacia el hielo, y las superficies bruñidas por el reflejo de la luz, con una infinita gama de colores entre el azul y el rojo, diferentes cada dia, cada hora. Paseaba perezosamente bajo las hojas de los árboles del parque, y tranqueaba el portón del edificio de Praxis. Luego subía al apartamento y cenaba con Michel, que por lo general había tenido un dia muy largo atendiendo a los terranos llegados con ataques de nostalgia, o a los veteranos con una variedad de tormentos similares al deja vu de Maya o la disociación de Spencer: pérdida de memoria, anomia, olores fantasma y cosas por el estilo, viejos problemas gerontológicos que raras veces se daban en las personas con vidas más cortas, advertencias ominosas de que el tratamiento tal vez no penetraba en el cerebro todo lo necesario.
Sin embargo, muy pocos nisei, sansei o yonsei visitaban a Michel, lo que le sorprendía.
—Es sin duda una buena señal para las perspectivas a largo plazo de la habitación de Marte —dijo una noche cuando llegó después de un día tranquilo en su despacho de la planta baja.
Maya se encogió de hombros.
—Pueden estar locos y no saberlo. Cuando hice aquel viaje alrededor de la cuenca tuve la sensación de que así era.
Michel la miró.
—¿Quieres decir locos o sólo diferentes?
—No lo sé. No parecían ser conscientes de lo que hacían.
—Cada generación se constituye como sociedad secreta. Y a éstos se les podría llamar areurgos. Está en su naturaleza manipular el planeta. Tienes que concederles al menos eso.
Por lo general, cuando Maya llegaba a casa, el apartamento estaba perfumado con los fragantes olores de los intentos de Michel de cocinar a la provenzal, y solía haber una botella de vino tinto abierta sobre la mesa. Durante la mayor parte del año comían en la terraza, y cuando estaba en la ciudad y le apetecía, Spencer se les unía, como lo hacían también los frecuentes visitantes. Mientras comían comentaban el trabajo del día y los sucesos del planeta y de la Tierra.
Y así Maya vivía los días corrientes de una vida corriente, la vie quotidienne, y Michel la compartía con su sonrisa socarrona, el hombre calvo con un elegante rostro galo, irónico y jovial, y siempre tan objetivo. La luz del día moribunda se concentraba en una franja de cielo sobre los picos mellados de Hellespontus, intensos rosas, plateados y violetas, que se fundían en índigos oscuros y negros cárdenos, y ellos bajaban la voz durante la fase final del crepúsculo que Michel llamaba entre chien et loup. Luego recogían los platos y limpiaban la cocina. Todo rutinario, sabido, inmersos en ese deja vu que uno mismo decide, que le da la felicidad.
Algunas tardes, sin embargo, Spencer arreglaba las cosas para que ella asistiera a una reunión, casi siempre en alguna de las comunas de la parte alta de la ciudad, vagamente afiliadas a Marteprimero, aunque la gente que asistía a las reuniones no se parecía mucho a los radicales de Marteprimero que Kasei había liderado en el congreso de Dorsa Brevia, sino más bien a los amigos de Nirgal de Dao, más jóvenes, menos dogmáticos, más egocéntricos y felices. Aunque deseaba conocerlos, esos jóvenes perturbaban mucho a Maya, y el día anterior a la reunión vivía en un estado de anticipación intranquila. Luego, después de la cena, un pequeño grupo de amigos de Spencer los pasaban a buscar y los acompañaban por la ciudad, en tranvía o a pie, normalmente en dirección a los barrios altos de Odessa, donde había una mayor concentración de apartamentos.
En esa zona edificios enteros se estaban convirtiendo en baluartes alternativos, y sus ocupantes pagaban el alquiler, tenían trabajos en la parte baja de la ciudad, pero fuera de eso estaban completamente desconectados de la economía oficial. Cultivaban en invernaderos, terrazas y tejados, y fabricaban material de programación y de construcción, y pequeños instrumentos y agroherramientas para venderlas, intercambiarlas o compartirlas. Las reuniones se celebraban en salas comunes o en los pequeños parques y jardines de la parte alta. A veces, algunos grupos de rojos de fuera de la ciudad se les unían.
Maya empezaba pidiendo a la gente que se presentase, y de ese modo se enteró de muchas cosas: la mayoría estaban entre los veinte y los cuarenta años, habían nacido en Burroughs, Elysium o Tharsis, o en campamentos de Acidalia o el Gran Acantilado. También había un pequeño porcentaje de veteranos de Marte y algunos inmigrantes, sobre todo rusos, lo que complació a Maya. Eran agrónomos, ingenieros ecológicos, obreros de la construcción, técnicos, tecnócratas, empleados municipales, personal de servicio. Y muchos de ellos desarrollaban su trabajo en el marco de la creciente economía alternativa. Los edificios comunales de este movimiento se habían convertido en laberintos de apartamentos de una sola habitación, con los baños al final del pasillo. Iban a trabajar a pie o en tranvía, y pasaban ante la mansión fortaleza ocupada por los ejecutivos metanacionales de visita.
(Todos los empleados de Praxis vivían en apartamentos como los suyos, lo que habían advertido con aprobación.) Todos habían recibido el tratamiento y lo consideraban normal. Tenían una salud excelente, y sabían bien poco de enfermedades y clínicas de salud abarrotadas. Era un remedio popular entre ellos salir al exterior en traje y respirar una bocanada de aire. Se decía que eso acababa con cualquier malestar que uno pudiera tener. Eran grandes y fuertes, y tenían una mirada que Maya reconoció una noche: la del Frank joven, la mirada de la fotografía que había visto en el atril, ese idealismo, ese punto de ira, el conocimiento de que las cosas no iban bien, la seguridad de que ellos podían arreglarlas. Ah, los jóvenes, pensó. Circunscripción natural de la revolución.
Y allí estaban, en sus reducidas habitaciones, reuniéndose para discutir los problemas del momento, cansados pero felices. Esas reuniones también eran fiestas, parte de la vida social de esas gentes, y era importante tenerlo en cuenta. Maya solía ir hasta el centro de la habitación, se sentaba en una mesa, si era posible, y decía:
—Soy Maya Toitovna. Estoy aquí desde el principio.
Entonces les hablaba de aquellos tiempos, de la vida en la Colina Subterránea, esforzándose por recordar, hasta que al fin fue tan insistente como la propia historia en su intento de explicarles por qué las cosas eran como eran en Marte.
—Miren —les decía—, nunca podrán regresar.
Los cambios fisiológicos les habían vedado la Tierra para siempre, tanto a inmigrantes como a nativos, pero sobre todo a los nativos. Ahora todos eran marcianos. Tenían que ser un estado independiente, soberano, o semiautónomo como mínimo. La semiautonomía quizá bastase, dadas las realidades de los dos mundos justificaría que lo llamasen un Marte libre. Pero en el estado actual de las cosas no tenían poder real sobre sus vidas. A cien millones de kilómetros de distancia otros decidían sobre el destino de todos ellos. Estaban despedazando el hogar para arrancarle los metales y llevárselos. Era un despilfarro que beneficiaba a una pequeña élite metanacional que estaba dirigiendo los dos mundos como un feudo de su propiedad. No, tenían que ser libres, eso no significaba desentenderse de la terrible situación de la Tierra, sino ejercer una influencia real sobre lo que estaba ocurriendo allí. De otro modo sólo serían testigos impotentes de la catástrofe. Y luego serían absorbidos por el torbellino. Eso era intolerable. Tenían que actuar.
Los grupos comunales eran muy receptivos a este mensaje igual que los grupos más tradicionales de Marteprimero y los bogdanovistas urbanos, e incluso algunos rojos. Para todos ellos en cada reunión, Maya enfatizaba la importancia de coordinar todas las acciones.
—¡La revolución no es lugar para la anarquía! Si cada uno intenta llenar Hellas por su cuenta, es muy probable que arruine el trabajo de otros, e incluso hasta se podría sobrepasar el nivel menos uno, echando a perder todo aquello por lo que hemos trabajado. Ocurre lo mismo con esto. Es necesario que trabajemos juntos. No lo hicimos en el sesenta y uno, y por eso fue un fiasco. Aquello fue más interferencia que sinergia, ¿comprenden? Una actitud estúpida. Esta vez tenemos que trabajar unidos.
Dígaselo a los rojos, exclamaban los bogdanovistas. Y Maya los empalaba con la mirada y decía:
—Estoy hablando con ustedes ahora. No creo que les gustase oír lo que les digo a ellos. —El comentario los hacía reír y se relajaban al imaginar cómo reñía a otros. Que la considerasen la Viuda Negra, la bruja malvada que podía maldecirlos, la Medca que podía matarlos, no era en absoluto una parte desdeñable de su ascendiente sobre ellos, y por eso de cuando en cuando Maya montaba un numerito truculento y enseñaba los dientes. Les hacía preguntas crudas, y aunque normalmente eran ingenuos sin remedio, algunas veces las respuestas la impresionaban, sobre todo las referidas a Marte. Algunos estaban acumulando cantidades ingentes de información: inventarios de los arsenales metanacionales, instalaciones aeroportuarias, redes de información, listados y programas de localización de satélites y astronaves, bases de datos. Algunas veces, al escucharlos, parecía que todo era factible. Eran jóvenes, claro, e increíblemente ignorantes en muchos aspectos, de modo que era muy fácil sentirse superior a ellos; pero tenían aquella vitalidad animal, aquella salud y energía. Y eran adultos, así que otras veces, al mirarlos Maya comprendía que la tan cacareada experiencia de la edad quizá sólo era cuestión de heridas y cicatrices, que las mentes jóvenes con respecto a las viejas tal vez fueran como los cuerpos jóvenes con respecto a los viejos: más fuertes, más vitales, menos deformadas por los daños.
Así que no perdía esto de vista ni siquiera cuando los sermoneaba con la misma severidad que a los niños de Zigoto, y despues de las clases se esforzaba por mezclarse con ellos y conversar, comer con ellos y escuchar sus historias. Luego de una hora, Spencer anunciaba que tenían que marcharse. Esto implicaba que había venido de otra ciudad. Aunque, así como Maya había visto algunas de aquellas caras en las calles de Odessa, ellos tenían que haberla visto también, y sabían que pasaba mucho tiempo en la ciudad. Pero al salir Spencer y sus amigos la llevaban siguiendo un elaborado itinerario para asegurarse de que no los seguían. Sus acompañantes desaparecían en los callejones escalonados de la parte alta de la ciudad antes de que Spencer y Maya llegaran al cuadrante occidental y al edificio de apartamentos de Praxis. Se escurrían por el portón y la puerta se cerraba con un tintineo metálico, lo cual le recordaba a Maya que el soleado apartamento doble que compartía con Michel era un piso franco.
Una noche, después de una tensa reunión con un grupo de jóvenes areólogos e ingenieros, mientras le explicaba a Michel cómo había ido todo, tecleó en el atril y encontró la fotografía del joven Frank de aquel artículo, e imprimió una copia. El artículo había sacado de un periódico de la época la foto, en blanco y negro y bastante granulosa. La pegó en la pared de la pequeña cocina, encima del fregadero, sintiéndose extraña y desasosegada.
Michel levantó la vista de su IA y miró la fotografía, e hizo un gesto de aprobación.
—Es sorprendente lo mucho que uno puede leer en la cara de las personas.
—Frank no pensaba lo mismo.
—Es que él tenía miedo de esa habilidad.
Maya no contestó. No lo recordaba. Pero recordó la expresión en los rostros de los asistentes a la reunión de esa noche. Era cierto, lo revelaban todo, máscaras cuyas expresiones se correspondían con las frases que sus propietarios habían dicho. Las metanac se han desbocado. Están llevando las cosas al límite. Son egoístas, sólo se interesan en sí mismas. El metanacionalismo es una nueva clase de nacionalismo, pero sin ningún sentimiento de hogar. Es patriotismo monetario, una especie de enfermedad. La gente está sufriendo mucho en la Tierra. Y si las cosas no cambian, sucederá lo mismo en Marte. Nos infectará.
Todo esto expresado con la mirada de la foto, esa mirada sincera y honrada, confiada y segura. Que podía convertirse en cinismo, Frank era la prueba. Era posible doblegar el fervor, o que se perdiera, el cinismo podía ser muy contagioso. Tendrían que actuar antes de que eso sucediera; no demasiado pronto, pero tampoco demasiado tarde. Calcular el momento adecuado sería el problema. Pero si calculaban bien…
Cierto día llegaron noticias de Hellespontus. Habían descubierto un nuevo acuífero, muy profundo comparado con los demás, bastante alejado de la depresión y muy grande. Diana especuló que en las épocas glaciales tempranas había fluido hacia el oeste desde la cordillera Hellespontus, y se había acumulado fuera, bajo la superficie: unos veinte millones de metros cúbicos, más que ningún otro acuífero, lo que elevaba la cantidad de agua localizada del ochenta por ciento al ciento veinte por ciento de la cantidad necesaria para llenar la cuenca hasta el nivel de —1 kilómetro.
Era una noticia sorprendente, y todo el grupo del cuartel general se reunió en el despacho de Maya para discutirla y señalarla en los grandes mapas, los areólogos cartografiando ya el recorrido de las canalizaciones sobre las montañas y debatiendo los méritos relativos de los distintos tipos de tubería. En el mar del Punto Bajo —así llamaban al «estanque» en las oficinas—, que ya mantenía una robusta comunidad biótica basada en la cadena alimentaría del krill antártico, había una zona derretida en expansión en el fondo, calentada por el agujero de transición y el peso de muchas toneladas de hielo. La mayor presión atmosférica y las temperaturas más cálidas significaban que cada vez habría más zonas derretidas en la superficie: los icebergs resbalarían, chocarían entre sí y se quebrarían, dejando más superficie expuesta; el calor aumentaría con la fricción y la luz solar, y se formaría una especie de banquisa de hielo. En ese punto, el agua bombeada —adecuadamente dirigida para reforzar las fuerzas de Coriolis—, daría inicio a una corriente que circularía en sentido contrario a las agujas del reloj.
Hablaron y hablaron y llevaron el juego tan lejos que cuando salieron a celebrarlo con una comida casi fue una conmoción ver la cornisa dominando la llanura pedregosa de la cuenca vacía. Pero ese día el presente no los desanimaría. Todos bebieron mucho vodka en la comida, tanto que se dieron el resto de la tarde libre.
Por eso, cuando Maya regresó al apartamento no estaba en condiciones de afrontar a Kasei, Jackie, Antar, Art, Harmakhis, Rachel, Emily, Frantz y unos cuantos amigos más, todos apretujados en su sala de estar. Estaban de paso, con rumbo a Sabishii donde pensaban encontrarse con algunos amigos de Dorsa Brevia, y luego irían a Burroughs y pasarían unos meses trabajando allí. Sus felicitaciones por el descubrimiento del nuevo acuífero eran sinceras, todas menos la de Art; en realidad no les interesaba. Esto y el apartamento lleno, no ayudaron a Maya, afectada por el vodka, o que Jackie fuera tan efervescente todo el tiempo, entregada tanto al orgulloso Antar (el invicto caballero de la preislámica, como una vez le había explicado él mismo), como al taciturno Harmakhis; los dos se estiraban bajo sus caricias, sin que pareciera importarles que acariciase también al otro o juguetease con Frantz. Maya los ignoró. Quién sabía de qué perversiones eran capaces los ectógenos, criados como una camada de gatos. Y ahora eran vagabundos, gitanos, radicales, revolucionarios, y quién sabía qué más. Como Nirgal, sólo que él tenía una profesión, y un plan, mientras que esa pandilla… Decidió posponer el juicio. Pero tenía sus dudas.
Habló con Kasei, que por lo general era bastante más serio que los ectógenos más jóvenes: un hombre maduro de cabellos grises, que se parecía a John en los rasgos, pero no en la expresión, mostrando su colmillo de piedra mientras observaba con expresión oscura el comportamiento de su hija. Desgraciadamente, esta vez tenía un montón de planes para librar al mundo del complejo de seguridad de Kasei Vallis. Era evidente que había tomado la reubicación de Koroliov en el valle que llevaba su nombre como una afrenta personal, y los daños que había causado al complejo la incursión para rescatar a Sax no habían bastado para resarcirlo; en verdad, parecían haberle gustado tanto que deseaba más. Un hombre caviloso, Kasei, con temperamento —quizá lo había heredado de John—, aunque en realidad no se parecía ni a John ni a Hiroko, lo que Maya encontraba encantador. Pero su plan de destruir Kasei Vallis era un error. Al parecer Coyote y él habían desarrollado un programa que neutralizaba todos los códigos de cierre del recinto de Kasei Vallis, y ahora planeaban reducir a los centinelas, encerrar a los ocupantes de la ciudad en rovers programados para viajar hasta Sheffield y luego volar todo él complejo.
Tal vez funcionara, pero en cualquier caso era una declaración de guerra, una seria brecha en la estrategia tácita que habían establecido desde que Spencer disuadiera a Sax de seguir derribando objetos del cielo. La estrategia consistía simplemente en desaparecer de la faz de Marte: nada de represalias, ni sabotajes, que las fuerzas de seguridad encontrasen vacíos los refugios… Aun Ann parecía atenerse en cierto modo a ese plan. Maya le recordó todo esto a Kasei al mismo tiempo que encomiaba la idea y lo animaba a ponerla en práctica cuando llegase el momento oportuno.
—Pero tal vez entonces no podamos romper los códigos —se quejó Kasei—. Es una oportunidad que sólo se presenta una vez. Y después de lo que Peter y Sax hicieron con la lupa espacial, y Deimos, no se puede decir que ignoran nuestra presencia. ¡Seguramente creen que somos más de los que somos en realidad!
—Pero no lo saben a ciencia cierta. Y queremos mantener el misterio, esa invisibilidad. Invisible es invencible, como dice Hiroko. Aún así, recuerda cómo reforzaron la vigilancia después de que Sax se desmandara. Y si perdiesen Kasei Vallis, tal vez traerían una fuerza militar aún mayor. Y eso nos pondría las cosas más difíciles.
Kasei sacudió la cabeza con un gesto obstinado. Jackie, desde el otro extremo de la habitación, dijo alegremente:
—No te preocupes, Maya, sabemos lo que hacemos.
—¡Algo de lo que pueden jactarse! Pero ¿alguien más lo sabe? ¿O es que tú eres la princesa de Marte ahora?
—Nadia es la princesa de Marte —dijo Jackie, y fue a la cocina. Maya la miró con el ceño fruncido y advirtió que Art la observaba con curiosidad. El hombre no se inmutó cuando Maya lo miró, y ella fue a la habitación a cambiarse de ropa. Michel estaba allí, improvisando unas camas en el suelo. Sería una noche irritante.
A la mañana siguiente, cuando Maya se levantó temprano y fue al lavabo, con una fuerte resaca, Art ya estaba levantado.
—¿Vienes a desayunar fuera? —le susurró él por encima de los cuerpos de los durmientes.
Maya asintió. Se vistió y salieron. Cruzaron el parque y siguieron la cornisa de vivos colores a la luz horizontal del sol naciente. Sobre el muro blanco manchado por el amanecer alguien había hecho una pintada, con la ayuda de una plantilla, a juzgar por el tamaño y la nitidez, de un rojo chulón:
NUNCA PODRÁN REGRESAR
—¡Por Dios! —exclamó Maya.
—¿Qué?
Ella señaló el graffiti.
—Ah, sí —dijo Art—. Sheffield y Burroughs están cubiertas con esa pintada. Da qué pensar, ¿eh?
—¡Ka uau!
A pesar del frío, se sentaron a una pequeña mesa redonda y comieron pastas y bebieron café turco. El hielo en el horizonte brillaba como el diamante, revelando movimientos bajo la superficie.
—Qué vista tan fantástica —dijo Art.
Maya miró al corpulento terrano con atención, complacida con su respuesta. Él era un optimista, como Michel, pero mas astuto, más natural. Lo que en Michel era política, en Art era temperamento. Ella siempre lo había considerado un espía, desde el momento en que lo rescataron de su demasiado oportuna avería en el yermo: un espía de William Fort, de Praxis, quizás hasta de la Autoridad Transitoria. Pero llevaba con ellos tanto tiempo, y además era amigo íntimo de Nirgal, de Jackie, de Nadia. Y de hecho, ellos trabajaban con Praxis ahora, dependían de los suministros, la protección y la información sobre la Tierra que la empresa les proporcionaba. Así que ya no estaba segura, no sólo de si Art era un espía, sino de lo que, en este caso, era un espía.
—Tienes que impedirles que ataquen Kasei Vallis —dijo Maya.
—No creo que estén esperando mí permiso.
—Ya sabes lo que quiero decir. Puedes disuadirlos.
—Bien —dijo Art—. Supongo que temen no poder volver a descifrar los códigos. Pero Coyote parece estar bastante seguro de haber descubierto el protocolo. Y fue Sax quien le ayudó a encontrarlo.
—Díselo a ellos.
—No servirá de nada. Te escuchan más a ti que a mí.
—Es verdad.
—Podemos celebrar un concurso… ¿A quién hace menos caso Jackie? Maya soltó una carcajada. Cualquiera podría ganar.
Art sonrió.
—Deberías colar tus recomendaciones dentro de Pauline, imitando la voz de John Boone.
Maya volvió a reír.
—¡Buena idea!
Hablaron sobre el proyecto de Hellas y ella explicó la importancia del acuífero descubierto al oeste de Hellespontus. Art seguía en contacto con Fort, y describió los vericuetos de la última decisión del Tribunal Mundial, de la que Maya no sabía nada. Praxis había entablado un pleito contra Consolidados, porque estaba planeado anclar el ascensor espacial terrano en Colombia, tan cerca del emplazamiento escogido por Praxis, en Ecuador, que ponía en peligro ambos lugares. El tribunal había decidido en favor de Praxis, pero Consolidados no había hecho caso de la sentencia y había seguido adelante. Había construido una base en su nuevo país cliente y ya estaban preparados para hacer descender el cable allí. Las demás metanacionales disfrutaban viendo la autoridad del Tribunal Mundial desafiada, y respaldaban a Consolidados, lo que estaba creándole dificultades Praxis.
—Esas metanacionales siempre están peleándose, ¿no? —dijo Maya.
—Así es.
—Lo que hay que hacer es provocar más peleas entre ellas. Las cejas de Art salieron disparadas hacia arriba.
—¡Un plan peligroso!
—¿Para quién?
—Para la Tierra.
—Me importa un comino la Tierra —dijo Maya, saboreando las palabras.
—Únete a la multitud —masculló Art pesaroso, y ella volvió a reírse.
Felizmente, la tropa de Jackie partió pronto para Sabishii. Maya decidió visitar el acuífero recién descubierto. Tomó un tren que rodeaba la cuenca en sentido contrario a las agujas del reloj, sobre el Glaciar Niesten, y que luego enfilaba hacia el sur descendiendo por la gran pendiente occidental, dejaba atrás la ciudad colina de Montepulciano y llegaba a una diminuta estación llamada Yaonisplatz. Desde allí viajó en coche, por una carretera que seguía un valle a través de las abruptas cumbres del Hellespontus.
La carretera no era más que un burdo tajo en el regolito rociado con fijador, señalada por radiofaros y obstruida en los lugares umbríos por ventisqueros de nieve estival endurecida y sucia. Era una región muy extraña. Desde el espacio, el Hellespontus tenía una cierta coherencia visual y areomorfológica, ya que las deyecciones arrancadas de la cuenca se habían depositado, al caer, en círculos concéntricos. Pero en la superficie esos anillos irregulares eran casi indistinguibles, un caos de piedras caídas del cielo. Y las fantásticas presiones generadas por el impacto habían originado toda suerte de metamorfosis extrañas; las más conspicuas, habían dado como resultado los conos de explosión, bloques cónicos de piedra fracturada; algunos tenían fallas tan grandes que el coche cabía en ellas, mientras que otros eran pedruscos con fallas microscópicas, como la antigua cerámica china.
Maya atravesó aquel paisaje sobrecogida por la frecuente aparición de estas tétricas piedras kami: conos de impacto que habían caído de punta y se habían mantenido en equilibrio; otros habían caído sobre material más blando, y al erosionarse éste se habían convertido en dólmenes inmensos, hileras de colmillos gigantescos y altas columnas lingam encapuchadas, como las conocidas con el nombre de Falo del Gran Hombre; y también capas sedimentarias curiosamente superpuestas (el conjunto mas conocido era Platos en el Fregadero), grandes paredes de basalto columnar hexagonal y otras paredes tan lisas y relucientes como inmensos pedazos de jaspe.
El anillo de deyecciones más exterior era el que más se asemejaba a una cadena montañosa convencional, y apareció delante de ella en la tarde como salido del Hindukush, desnudo y enorme bajo las nubes galopantes. La carretera cruzaba esa cadena por un desfiladero entre dos picos parecidos a jorobas. Maya detuvo el rover en el ventoso desfiladero y miró atrás, y no vio sino un mundo de montañas escarpadas: picos y crestas moteados por las sombras de las nubes y la nieve, y aquí y allá el anillo de algún cráter para darle al paisaje un aspecto en verdad sobrenatural.
Delante, la pendiente se precipitaba hacia Noachis Planura, picada de cráteres, y abajo se alcanzaba a ver un campamento minero con los rovers dispuestos en círculo. Maya se dio prisa y llegó a ese campamento a última hora de la tarde. La recibió un reducido contingente de viejos amigos beduinos, además de Nadia, que había ido a consultarlos sobre la plataforma de perforación para el nuevo acuífero. Todos estaban muy impresionados por el descubrimiento.
—Se extiende hasta más allá del Cráter Proctor, y seguramente llega hasta Kaiser —dijo Nadia—. Parece que también llega muy lejos hacia el sur, tanto que quizá se comunica con el de Australis Tholus. ¿Fijaron alguna vez el límite septentrional de ese acuífero?
—Creo que sí —dijo Maya, y empezó a teclear en el ordenador de muñeca para averiguarlo. Hablaron casi exclusivamente del agua durante la cena temprana, y después se acomodaron en el rover de Zeyk y Nazik y paladearon sin prisas los sorbetes que Zeyk les ofreció, contemplando el carbón del pequeño brasero en el que había cocinado el shish kebab. La conversación giró inevitablemente hacia la situación del momento, y Maya repitió lo que le había dicho a Art, que deberían fomentar las disensiones entre las metanacionales, si podían.
—Eso conduciría a una guerra mundial —dijo Nadia con agudeza—. Y si sigue la pauta, será la peor. —Meneó la cabeza con disgusto.— Tiene que haber una solución mejor.
—No nos necesitan a nosotros para empezarla —dijo Zeyk—, se han metido en la espiral que lleva a la guerra.
—¿De verás lo crees? —dijo Nadia—. Bien, si sucede supongo que tendremos la oportunidad de dar el golpe aquí.
Zeyk negó con la cabeza.
—Marte es su salida de emergencia. Hace falta mucha coerción para obligar a los poderosos a renunciar a un lugar como éste.
—También muchas clases de coerción —dijo Nadia—. En un planeta en el que la superficie es mortífera, deberíamos ser capaces de encontrar medios que no implicaran matar a la gente. Debería haber una nueva tecnología para hacer la guerra. He comentado el tema con Sax y está de acuerdo.
Maya dio un respingo y Zeyk sonrió.
—¡Sus nuevos métodos se parecen mucho a los viejos, hasta donde yo sé! ¡Derribar esa lente espacial…! ¡Nos encantó! En cuanto a sacar a Deimos de su orbita, bien, comprendo sus razones hasta cierto punto. Cuando los misiles crucero salen…
—Tenemos que procurar no llegar a eso. —Nadia tenía una expresión obstinada, y Maya la miró con sorpresa. Nadia estratega revolucionaria. Nunca lo hubiera creído posible. En fin, seguramente sólo pensaba en proteger sus proyectos de construcción. O un proyecto de construcción particular, en un plano diferente.
—Deberías hablar a las comunas de Odessa —le sugirió Maya—. Son seguidores de Nirgal.
Nadia asintió y se inclinó para devolver uno de los carbones al centro del brasero con un pequeño atizador. Miraron el fuego; un espectáculo insólito en Marte, pero a Zeyk le gustaban los fuegos, lo suficiente como para tomarse la molestia de prepararlos. Las cenizas grises revoloteaban sobre el naranja marciano de los carbones encendidos. Zeyk y Nazik describieron con voces quedas la situación de los árabes en el planeta, compleja como de costumbre. Los radicales estaban casi siempre fuera con las caravanas, buscando metales y agua y puntos areotérmicos, al parecer con un comportamiento pacífico y sin ofrecer el menor indicio de que no formaban parte del orden metanacional. Pero estaban ahí, esperando, listos para actuar.
Nadia les dio las buenas noches y se fue a dormir, y entonces Maya dijo vacilante:
—Háblame de Chalmers.
Seyk la miró, tranquilo e impasible.
—¿Qué quieres saber?
—Quiero saber qué parte tuvo en el asesinato de Boone. Zeyk desvió la mirada, incómodo.
—Aquella fue una noche complicada en Nicosia —protestó—. Los árabes han hablado de ella largo y tendido. Es agotador.
—¿Y qué dicen?
Zeyk miró a Nazik que declaró:
—El problema es que todos dicen cosas diferentes. Nadie sabe lo que ocurrió en realidad.
—Pero ustedes estaban allí. Presenciaron muchas cosas. Cuéntenme lo que vieron.
Al oír eso, Zeyk la observó con atención, y luego asintió.
—Bien. —Respiró hondo, se concentró. Solemnemente, como si estuviese declarando en un tribunal, dijo:— Estábamos reunidos en la Hajr el-kra Meshab, después de los discursos. La gente estaba furiosa con Boone porque corría el rumor de que había suspendido la construcción de una mezquita en Fobos, y su discurso no había aclarado gran cosa. Nunca nos gustó la sociedad marciana que él proponía. Así que estábamos refunfuñando cuando Frank llegó. Debo decir que fue muy alentador verlo allí en aquel momento. Nos parecía entonces que era el único capaz de oponerse a Boone. Así lo veíamos, y Frank nos animaba: descalificaba a Boone sutilmente, hacía bromas que nos indisponían aún más con Boone al tiempo que hacían aparecer a Frank como el único bastión contra él. Yo estaba enojado con Frank por exaltar los ánimos de los jóvenes. Selim el— Hayil y algunos de sus amigos del ala Ahad estaban allí, y se los veía muy nerviosos, no sólo por Boone, sino también por el ala Fetah. Verás, los Ahad y los Fetah discrepaban en muchas cuestiones: panarabismo contra nacionalismo, relaciones con Occidente, actitud hacia los sufíes… Era una división fundamental en esa joven generación de la Hermandad.
—¿Sunnitas-chiítas? —preguntó Maya.
—No. Se trataba más bien de conservadores y liberales; se suponía que los liberales eran seglares y los conservadores, religiosos, tanto sunnitas como chiítas. El-Hayil era el líder de la Ahad conservadora, y estaba en la caravana con la que Frank viajó ese año. Hablaban mucho y Frank le preguntó muchas cosas; de esa manera llegaba al corazón de la persona, comprendía las motivaciones o la posición de uno.
Maya asintió; reconocía a Frank en esa descripción.
—Así que Frank lo conocía bien, y esa noche el-Hayil estuvo a punto de decir algo en cierto momento, pero Frank lo miró y se calló. Yo mismo lo vi. Entonces Frank se marchó, y el-Hayil lo hizo inmediatamente después.
Zeyk tomó un sorbo de café y meditó un momento.
—No volví a verlos en las dos horas siguientes. Las cosas empezaron a ponerse feas antes de que mataran a Boone. Alguien se dedicó a grabar eslóganes en las ventanas de la medina, y la Ahad pensó que era la Fetah, y algunos Ahad atacaron a un grupo Fetah. Después de eso hubo refriegas por toda la ciudad, y lucharon también con algunos obreros de la construcción norteamericanos. Había disturbios por todas partes. Fue como si de repente todo el mundo se hubiera vuelto loco. Maya asintió con un movimiento de cabeza.
—Lo recuerdo.
—Entonces, oímos que Boone había desaparecido, y fuimos a la Siria a comprobar los códigos de las antecámaras para ver si había salido por allí, y descubrimos que alguien había salido y no había vuelto a entrar, íbamos a salir cuando nos enteramos de lo que había sucedido. Era increíble. Regresamos a la medina donde se habían reunido todos, y nos confirmaron la noticias. Conseguí entrar en el hospital después de media hora de empujones. Lo vi. Ustedes estaban con él.
—No me acuerdo.
—Bueno, tú estabas, pero Frank se había ido. Luego de ver a Boone salí y les dije a los otros que era verdad. La noticia conmocionó incluso a los Ahad, estoy seguro: Nasir, Ageyl, Abdullah…
—Sí —dijo Nazik.
—Pero el-Hayil, Rashid Abou y Buland Besseisso no estaban con nosotros. Y habíamos regresado a la residencia que hay delante de Hajr el-kra Meshab cuando oímos un fuerte golpe en la puerta. Cuando la abrimos, el-Hayil se desplomó en la habitación. Se le veía muy mal, sudaba y tenía arcadas, y la piel llena de manchas rojas. Se le había hinchado mucho la garganta y casi no podía hablar. Lo llevamos al cuarto de baño y vimos que el vómito lo sofocaba. Llamamos a Yussuf y estábamos tratando de llevar a Selim a la clínica de nuestra caravana cuando nos detuvo. «Me han asesinado», dijo. Le preguntamos qué significaba eso, y él dijo: «Chalmers».
—¿Dijo eso? —preguntó Maya.
—Yo le pregunté: «¿Quién te hizo esto?», y él contestó: «Chalmers». Como si la voz llegara desde una gran distancia, Maya oyó que Nazik decía:
—Pero hubo más. Zeyk asintió.
—Yo le pregunté: «¿Qué quieres decir?», y él dijo: «Chalmers me ha matado. Chalmers y Boone». Pronunció cada palabra con un gran esfuerzo. Añadió: «Nosotros planeamos matar a Boone». Nazik y yo nos encogimos al oír esto, y Selim me agarro del brazo. —Zeyk alargo las manos y aferró un brazo invisible—. «Quiere echarnos de Marte.» Dijo esto de una manera… no lo olvidare jamás. Lo creía de verdad. ¡Creía que Boone nos iba a echar de Marte! —Meneó la cabeza.
—¿Qué sucedió entonces?
—Él… —Zeyk abrió las manos.— Tuvo un espasmo. Primero la garganta, y luego todos los músculos… —Apretó los puños.— Se puso rígido y dejó de respirar. Intentamos hacerlo respirar, pero no se recuperó. Quién sabe, quizás una traqueotomía. Respiración asistida. Antihistamínicos. —Se encogió de hombros—. Murió en mis brazos.
Hubo un largo silencio y Maya contempló a Zeyk recordando. Había pasado medio siglo desde esa noche en Nicosia, y Zeyk era viejo entonces.
—Me sorprende lo bien que lo recuerdas —dijo—. Mis recuerdos, incluso los de una noche como aquélla…, son difusos.
—Lo recuerdo todo —dijo Zeyk sombrío.
—Él tiene el problema inverso de todo el mundo —dijo Nazik mirando a su marido—. Recuerda demasiado. Duerme muy mal.
Maya reflexionó un momento.
—¿Qué hay de los otros dos? Zeyk apretó los labios.
—No estoy seguro. Nazik y yo pasamos el resto de la noche con Selim. Hubo una discusión a propósito de su cadáver. No sabíamos si llevarlo a la caravana y ocultar lo sucedido o avisar a las autoridades inmediatamente.
O presentarse a las autoridades con un asesino muerto, pensó Maya, advirtiendo la expresión cautelosa de Zeyk. Quizá también se había discutido eso. El estaba contando la historia a su manera.
—No sé lo que les ocurrió en realidad. Nunca lo supe. Había muchos Ahad y Fetah en la ciudad esa noche, y Yussuf oyó lo que Selim había dicho. Así que pudieron haberlo hecho sus enemigos, sus amigos, ellos mismos. Murieron esa misma noche, en una habitación de la medina. Coagulantes.
Zeyk se estremeció.
Otro silencio. Zeyk suspiró y volvió a llenar su taza. Nazik y Maya declinaron.
—Pero, ya ves, eso es sólo el principio —dijo Zeyk—. Eso es lo que vimos, lo que podemos contar. Después de eso, ¡nada! —hizo una mueca.— Discusiones, especulación, teorías sobre todo tipo de conspiraciones. Lo corriente. Ya no asesinan a nadie a secas. Desde los Kennedy, parece que todo se reduce a ver cuántas historias se pueden inventar para explicar los mismos hechos, está el encanto de la teoría de la conspiración: no en la explicación, sino en la narrativa. Como Scherezade.
—¿No crees en ninguna de ellas? —preguntó Maya, sintiéndose de pronto desesperada.
—No. No hay ninguna razón para que lo haga. La Ahad y la Fetah estaban enfrentadas. Frank y Selim estaban relacionados de alguna manera. Cómo eso afectó a Nicosia, si la afectó… —soltó resoplido—. No sé, no alcanzo a ver cómo alguien puede saberlo. El pasado… Que Alá me perdone, el pasado parece un demonio que viene a torturar mis noches.
—Lo siento. —Maya se puso de pie. La pequeña habitación de repente pareció estrecha y sofocante. Al vislumbrar las estrellas vespertinas por la ventana, dijo:— Voy a dar un paseo.
Ellos asintieron y Nazik la ayudó a ponerse el casco.
—No tardare.
El cielo estaba cubierto por una espectacular maraña de estrellas y sobre el horizonte occidental se veía una banda de color malva. Los Hellespontus se levantaban al este, y el resplandor incandescente confería a sus picos un rosado oscuro que dentaba el índigo sobre ellos, ambos colores tan puros que la línea de transición parecía vibrar.
Maya caminó lentamente hacia un afloramiento, tal vez a un kilómetro de distancia. Algo crecía en las grietas del suelo, liquen o musgo rastrero, los verdes eran ahora negros. Procuró pisar sobre las piedras. Las plantas ya lo tenían bastante difícil en Marte para que encima las pisaran. Todos los seres vivos. El frío del crepúsculo la caló, y sintió la X de los filamentos térmicos de sus pantalones contra las rodillas mientras caminaba. Tropezó y parpadeó para aclararse la vista. El cielo estaba lleno de estrellas brumosas. En algún lugar del norte, en el Aureum Chaos, el cuerpo de Frank Chalmers yacía bajo una capa de hielo y sedimentos, con su traje como ataúd. Muerto mientras salvaba a los demás de ser arrastrados. Aunque él habría desdeñado una descripción así con todas sus fuerzas. Un error de cálculo, insistiría él, nada más. Consecuencia lógica de tener más energía que los demás, una energía alimentada por su ira: contra ella, contra John, contra la UNOMA y todos los poderes terrestres. Contra su esposa. Contra su padre. Contra su madre, contra sí mismo. Contra todo. El hombre airado; el hombre más airado que había existido. Y su amante. Y el asesino de su otro amante, el gran amor de su vida, John Boone, que podía haberlos salvado a todos. Que habría sido su compañero para toda la vida.
Y ella los había azuzado el uno contra el otro.
Hay cosas que hay que olvidar. Shikata ga nai.
Cuando regresó a Odessa, Maya hizo lo único que podía con lo que había aprendido, olvidarlo, y se sumergió en el proyecto de Hellas. Pasaba muchas horas en la oficina estudiando informes y asignando operarios a las distintas obras de perforación y construcción. Con el descubrimiento del Acuífero Occidental las expediciones de prospección dejaron de ser urgentes, y los esfuerzos se concentraron en canalizar y bombear los acuíferos ya descubiertos, y en construir la infraestructura de los asentamientos del borde. Así, las perforadoras siguieron a las prospecciones, y los equipos de canalización salieron detrás de las perforadoras, y los techadores trabajaron en torno a la pista y en el cañón Reull, sobre Harmakhis, ayudando a los sufíes a enfrentarse con una pared terriblemente fracturada. Ya habían empezado a llegar inmigrantes al puerto espacial construido entre Dao y Harmakhis, que se trasladaban a la cuenca alta de Dao. Participaban en la transformación de Harmakhis— Reull y colonizaban las nuevas ciudades tienda del borde. Era un imponente ejercicio de logística, que se ajustaba casi en todos los detalles a su viejo sueño de desarrollo para Hellas. Pero ahora que estaba sucediendo, se sentía irritable y extraña en extremo; ya no estaba segura de lo que quería para Hellas, o para Marte, o para ella misma. A menudo se sentía a merced de sus cambios de humor, y los meses que siguieron a su visita a Zeyk y Nazik (aunque ella no advirtió la correlación) fueron especialmente violentos, una oscilación irregular entre la euforia y la desesperación, con el período equinocial estropeado por el conocimiento de que estaba de paso hacia arriba o hacia abajo.
En estos meses con frecuencia vapuleó a Michel, molesta por su serenidad, por la aparente paz consigo mismo, canturreando por la vida como si sus años con Hiroko le hubieran permitido encontrar respuestas a todas sus preguntas.
—Fue culpa tuya —le dijo ella, para forzarlo a reaccionar—. No estabas cuando te necesité. No estabas cumpliendo con tu obligación.
Michel ignoraba el comentario y trataba de apaciguarla, y eso la ponía frenética. Ahora ya no era su terapeuta, sino su amante, y si no podías conseguir que tu amante se pusiera furioso, ¿qué clase de amante era ése? Advirtió entonces el lío espantoso que suponía que el amante fuese también terapeuta, cómo la visión objetiva y el tono tranquilizador se convertían en mero distanciamiento profesional. Un hombre haciendo su trabajo: era intolerable estar expuesta al juicio de esa mirada, como si él estuviese por encima de todo y no tuviese problemas ni emociones que no podía dominar. Había que desafiar esa postura. Y por eso (olvidándose de olvidar) gritó: ¡Yo los maté a los dos! Los atrapé y jugué a enfrentarlos para acrecentar mi poder. ¡Lo hice deliberadamente y tú no me serviste de ninguna ayuda! ¡También fue culpa tuya!
Él murmuró algo, empezando a preocuparse, porque veía lo que se avecinaba, como una de esas frecuentes tormentas que se abalanzaban sobre la cuenca desde Hellespontus, y ella rió y le dio una bofetada, y al verlo retroceder, lo provocó gritándole «¡Vamos, cobarde, defiéndete!», hasta que finalmente él se refugió en el balcón, aguantando la puerta con el talón, mirando los árboles del parque y maldiciendo en voz alta en francés mientras ella aporreaba el cristal. Una vez Maya rompió uno de los cristales y Michel abrió la puerta con violencia, todavía maldiciendo en francés, la apartó de un empujón y salió de la casa.
Pero por lo común Michel esperaba a que ella se derrumbara y empezara a llorar, y entonces entraba y hablaba en inglés, lo que señalaba el retorno de su compostura. Y con un aire apenas disgustado retomaba de nuevo la intolerable terapia.
—Mira —decía—, todos estábamos sometidos a una gran presión entonces, fuéramos o no conscientes de ello. Vivíamos una situación completamente artificial, y peligrosa. Si hubiésemos fracasado, todos habríamos muerto. Teníamos que seguir adelante. Algunos soportaron la tensión mejor que otros. Yo no salí demasiado bien, ni tampoco tu. Pero aquí estamos. Y las presiones continúan, algunas las de entonces y algunas nuevas. Pero ahora las estamos soportando mucho mejor que entonces. Al menos la mayor parte del tiempo.
Y entonces Michel salía e iba a un café de la cornisa, y estaba una hora o dos sentado ante un cassis, dibujando caricaturas de caras en su atril, que borraba en cuanto las terminaba. Maya sabía porque algunas noches iba a reunirse con él, y se sentaba a su lado con un vaso de vodka, con una disculpa en sus hombros caídos. ¿Cómo podía decirle que pelearse de cuando en cuando ayudaba, que la ponía en el camino ascendente de la curva, cómo podía decírselo sin provocar aquel pequeño encogimiento de hombros de Michel, deprimido y angustiado? Además, él ya lo sabía. Lo sabía y la perdonaba.
—Tú los querías a los dos —decía—, pero de diferente manera. Y había cosas que no te gustaban de ellos. Además, hicieses lo que hicieses, no puedes asumir la responsabilidad de sus acciones. Ellos las eligieron, y tú sólo fuiste un factor más.
La ayudaba oír aquello. Y la ayudaba pelear. Se sentía mejor, al menos durante unas semanas o unos días. El pasado era demasiado incompleto, una desordenada colección de imágenes. Con el tiempo olvidaría, seguramente. Aunque los recuerdos más firmes parecían mantenerse gracias a un cemento en el que se mezclaba la pena y el remordimiento. Quizá tardaría un tiempo en olvidarlos, a pesar de que eran tan corrosivos, tan dolorosos e inútiles. ¡Inútiles! Era mejor concentrarse en el presente.
Pensando en eso una tarde, sola en el apartamento, miró largamente la fotografía del joven Frank sobre la fregadera, pensando en arrancarla y destruirla. Un asesino. Concentrarse en el presente. Pero ella también era una asesina, y la persona que lo había empujado al asesinato. Si es que uno podía empujar a alguien. En cualquier caso, ella era su compañera en ese asunto. Así que después de mucho reflexionar dejó la fotografía donde estaba.
Sin embargo, con el paso de los meses, por el ritmo lento de los días marcianos y las estaciones de seis meses, la fotografía se convirtió en poco más que un elemento decorativo, como utensilios de madera o la hilera de cazos y ollas de fondo de cobre colgados de la pared, o el pequeño velero de la sal y la pimienta. Parte del decorado dispuesto para ese acto de la obra, podía desaparecer por completo en cualquier momento, como habían desaparecido todos los decorados anteriores, mientras ella pasaba a la siguiente reencarnación. O no.
Pasaron las semanas, y luego los meses, veinticuatro por año. El primer dia del mes caía en lunes tantas veces que parecía casi siempre. De pronto ya había transcurrido un tercio del año marciano y una nueva estación hacía hecho acto de presencia, y el mes de veintisiete días pasaba y de pronto un domingo era el primer dia del mes, hasta que finalmente también esto empezaba a ser una norma inmutable, mes tras mes. La rueda de los años marcianos seguía su lento curso. Ya se habían descubierto los acuíferos más importantes en torno a Hellas, y el trabajo se concentró en la excavación y la canalización. Los suizos habían desarrollado lo que llamaban la tubería andante, creada especialmente para las obras en Hellas y Vastitas Borealis. Estos artilugios se desplazaban sobre el paisaje distribuyendo el agua uniformemente, de manera que cubrían el suelo de la depresión sin crear montañas de hielo en las bocas de las tuberías fijas, como había venido ocurriendo hasta ese momento.
Maya fue a ver una de esas tuberías en acción acompañada de Diana. Vista desde un dirigible, se parecía notablemente a una manguera de jardín, serpenteando a causa de la alta presión del agua.
De cerca era impresionante y casi pintoresca. Enorme, se desplazaba majestuosamente sobre las capas de hielo liso ya depositadas, suspendida a unos dos metros sobre pilares ventrudos que terminaban en grandes esquíes de pontón. La tubería avanzaba varios kilómetros por hora, empujada por la presión del agua que vomitaba, que salía en diferentes ángulos, determinados por ordenador. Una vez que se había deslizado hasta el fin del arco, los motores volvían la boquilla y la tubería reducía la velocidad, se detenía y avanzaba en dirección opuesta.
El agua salía disparada en un denso chorro blanco, describía un arco en el aire y caía sobre la superficie como una lluvia menuda de polvo rojo y vapor de escarcha. Corría sobre la superficie en amplias oleadas fangosas que de inmediato empezaban a desplazarse con lentitud, hasta detenerse, lisas y blancas, ya congeladas. No se trataba de hielo puro, sin embargo; habían añadido al agua nutrientes y diferentes tipos de bacterias, y por eso tenía un tono rosa lechoso y se derretía más deprisa que el hielo puro. En verano y en los días cálidos de primavera y otoño, en la superficie afloraban con frecuencia numerosos estanques de agua, poco profundos y de muchos kilómetros cuadrados de extensión. Los hidrólogos informaban también que había grandes bolsas de agua bajo la superficie. Y a medida que las temperaturas continuaban subiendo en todo el planeta y los depósitos de hielo en la cuenca se engrosaban, las capas del fondo se derretían a causa de la presión. Las grandes placas de hielo que cubrían las zonas derretidas se deslizaban por las pendientes, por ínfimas que fuesen, y se acumulaban en montones fracturados en los puntos más bajos de la depresión, formando fantásticos yermos poblados de crestas de presión, seracs, lagunas que se helaban cada noche, bloques de hielo que semejaban rascacielos caídos. Esas grandes pilas inestables se movían y se resquebrajaban con el calor del día, con estampidos atronadores que alcanzaban a oírse en Odessa y las ciudades del borde. Volvían a congelarse cada noche con fuertes estampidos y crujidos, hasta que el ciclo convirtió algunos puntos del suelo de la cuenca en un caos indescriptible.
No era posible viajar sobre esas superficies, y la única manera de observar el proceso era desde el aire. Una semana del otoño de M-48, Maya decidió unirse a Diana, Rachel y algunos más que iban a visitar el pequeño asentamiento en la pendiente del centro de la cuenca, al que llamaban Isla Menos Uno, aunque todavía no era una isla, puesto que Zea Dorsa aún no había sido cubierta. Pero iban a inundar la última parte de Zea Dorsa dentro de pocos días, y Diana y otros hidrólogos de la oficina pensaban que era una buena idea presenciar aquel acontecimiento histórico.
Justo antes de la partida, Sax se presentó en el apartamento, solo. Venía de Sabishii y se dirigía a Vishniac, y pasaba por allí para visitar a Michel. Maya se alegró de estar a punto de irse. Aún se sentía incómoda con él, y el sentimiento era mutuo: Sax habló con Michel y Spencer evitando mirarla a los ojos. ¡Ni una palabra para ella! Desde luego Michel había pasado muchas horas conversando con él durante su rehabilitación, pero a pesar de todo se puso furiosa.
Por eso, cuando Sax se enteró de su inminente viaje a Menos Uno y preguntó si él también podía ir, Maya quedó desagradablemente sorprendida. Pero Michel le echó una mirada implorante, fugaz como un relámpago, y de inmediato Spencer manifestó también el deseo de acompañarla, seguramente para impedir que arrojase a Sax fuera del dirigible. Maya accedió, malhumorada.
Cuando partieron, un par de mañanas después, «Stephen Lindholm» y «George Jackson» los acompañaban, dos ancianos que Maya no se molestó en presentar a los demás, comprendiendo que Diana, Rachel y Frantz ya sabían quiénes eran. Los jóvenes parecieron muy entusiasmados al subir la escalerilla y la góndola alargada del dirigible, y Maya frunció los labios con irritación. El viaje no iba a ser lo mismo con Sax.
El vuelo desde Odessa a Menos Uno duraba unas veinticuatro horas. El dirigible era más pequeño que los viejos monstruos de los primeros tiempos. Se trataba de una nave con forma de cigarro llamada Tres Diamantes, y la góndola era larga y espaciosa. Aunque las poderosas hélices lo impulsaban a bastante velocidad y mantenían la estabilidad a pesar de los fuertes vientos, Maya se sentía a bordo de un ingenio poco controlable, el zumbido de los motores apenas audible por encima del aullido del viento del oeste. Se acercó a una ventana y miró abajo, dándole la espalda a Sax.
La vista era maravillosa. Odessa ofrecía un hermoso espectáculo de árboles frondosos y techos de tejas sobre la pendiente septentrional. Después de un par de horas de vuelo dificultoso hacia el sudeste, la llanura de hielo de la cuenca ocupó toda la superficie visible del mundo, como si sobrevolaran el Océano Ártico o un mundo de hielo.
Navegaban a bastante altitud y a unos cincuenta kilómetros por hora. Durante la tarde del primer día, el paisaje de hielo quebrado siguió teniendo un blanco sucio, profusamente salpicado de bolsas de agua que reflejaban el púrpura del cielo y de cuando en cuando resplandecían como la plata bajo el sol. Al oeste divisaron un dibujo espiralado, largas líneas de agua marcando el lugar que había ocupado el agujero de transición de Punto Bajo.
Al atardecer, el hielo mostró una mezcla de rosados, naranjas y marfiles opacos, veteados por largas sombras negras. Siguieron volando en las tinieblas, bajo las estrellas, sobre una blancura luminosa y agrietada. Maya dormitó intranquila en uno de los largos bancos bajo las ventanas, y se despertó antes del alba, que desplegó otra maravilla de colores: los púrpuras del cielo eran mucho más oscuros que el hielo rosado de la superficie, una inversión que le daba un aspecto surreal a todo.
A media mañana volvieron a divisar tierra; sobre el horizonte, elevándose sobre el hielo, flotaba un óvalo de colinas color siena, alrededor de cien kilómetros de largo y cincuenta de ancho, el equivalente a escalar en Hellas el macizo central que solía encontrarse en el fondo de los cráteres de tamaño medio, y lo suficientemente alto como para permanecer muy por encima del nivel previsto del agua, lo que proporcionaría al futuro mar una isla central bastante consistente.
En aquellos momentos el asentamiento de Menos Uno, en el extremo noroccidental, no era más que una serie de pistas de despegue, plataformas de lanzamiento, postes para los dirigibles y una desordenada colección de pequeños edificios, algunos con una pequeña tienda estación, los demás aislados y desnudos como bloques de hormigón caídos del cielo. Allí sólo vivía una pequeña dotación de científicos y técnicos, además de los areólogos que los visitaban.
El Tres Diamantes viró y ancló en uno de los postes y fue arrastrado a tierra. Los pasajeros abandonaron la góndola por un túnel y el jefe de estación les ofreció un pequeño recorrido por el aeropuerto y el complejo residencial.
Luego de una cena mediocre, se pusieron los trajes y salieron a dar un paseo por el exterior. Avanzaron entre dispersos edificios utilitarios y luego bajaron por la colina hacia lo que les habían señalado como la futura línea de costa. Cuando llegaron allí, descubrieron que desde esa altura no se veía el hielo, sólo una planicie baja y arenosa, sembrada de pedruscos, que se extendía hasta el horizonte cercano, a unos siete kilómetros de distancia.
Maya marchaba desganadamente detrás de Diana y Frantz, que parecían estar empezando una relación amorosa. Al lado de ellos caminaba otra pareja de nativos del equipo de la base, aún más jóvenes que Diana, tomados del brazo y muy acaramelados. Los jóvenes medían más de dos metros, pero no eran tan ágiles y esbeltos como la mayoría de los nativos; debían de haber hecho musculación hasta alcanzar las proporciones de los levantadores de peso terranos, a pesar de su altura. Sin embargo caminaban como si bailasen sobre las rocas de aquella playa vacía. Maya los observó, maravillada como siempre por la nueva especie. Sax y Spencer venían detrás, y ella incluso hizo algún comentario por la vieja frecuencia de los Primeros Cien. Pero Spencer se limito a hablar de fenotipo y genotipo, y Sax ignoró la observación y empezó a bajar la pendiente.
Spencer fue con él, y Maya los siguió, avanzando despacio para observar las nuevas especies: entre la arena que rodeaba las piedras asomaban penachos de hierba, y también plantas bajas, malas hierbas, cactos, arbustos, e incluso algunos árboles diminutos y nudosos, refugiados en la base de las rocas. Sax caminaba de aquí para allá, pisando con cautela, agachándose para observar alguna planta, incorporándose de nuevo con una mirada desenfocada, como si la sangre hubiese abandonado su cabeza. O quizás aquélla era la mirada del Sax sorprendido, algo que no recordaba haber visto nunca. Maya se detuvo y miró alrededor; en realidad era sorprendente descubrir tal despliegue de vida allí donde nadie había sembrado nada. O quizá los científicos de la estación lo habían hecho. Y la depresión era baja, cálida, húmeda… Los jóvenes marcianos bailaban sobre todo aquello, evitando graciosamente las plantas casi sin advertirlas. Sax se detuvo delante de Spencer e inclinó la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara.
—Estas plantas acabarán bajo el agua —dijo quejumbroso, casi como si preguntara.
—Así es —dijo Spencer.
Sax miró brevemente a Maya. Tenía los puños crispados. ¿Y ahora qué? ¿La estaba acusando de asesinar a esas plantas también?
—Pero la materia orgánica ayudará a sostener la vida acuática posterior —dijo Spencer.
Sax miró alrededor. Cuando su mirada tropezó con Maya, ella notó que entrecerraba los ojos, como angustiado. Luego reanudó su deambular sobre el intrincado tapiz de plantas y rocas.
Spencer miró a Maya a los ojos y alzó las manos enguantadas, tomo disculpándose por la manera en que Sax la ignoraba. Maya se volvió y subió la pendiente.
Al final todo el grupo trepó hasta una loma situada al norte de la estación, sobre el nivel —1, lo suficientemente alta para que pudiesen ver el hielo en el horizonte occidental. El aeropuerto estaba justo debajo de ellos, y a Maya le recordó la Colina Subterránea o las estaciones antárticas: imprevisto, sin estructura, sin tener en cuenta la ciudad isla que crecería después. Los jóvenes especularon sobre cómo sería esa ciudad: un centro de veraneo, seguramente, cada hectárea edificada o ajardinada, con embarcaderos en cada pequeña cala de la costa, y palmeras, playas, pabellones… Maya cerró los ojos y trató de imaginar lo que los jóvenes iban describiendo; luego los abrió y vio roca y arena y plantas achaparradas. No se había formado ninguna imagen en su mente. Fuera lo que fuese lo que el futuro deparase, sería una sorpresa para ella. No podía imaginarlo, era una suerte de jamáis vu que presionaba el presente. Una súbita premonición de muerte la recorrió, y lucho por librarse de ella. Nadie podía imaginar el futuro. Un vació en su mente no significaba nada, era normal. Era la presencia de Sax lo que la perturbaba, recordándole cosas que no podía permitirse recordar. No, era una bendición que el futuro estuviese vacío. La liberaba del deja vu. Una extraordinaria bendición.
Sax se había quedado rezagado, y contemplaba la cuenca que se abría a sus pies.
Al día siguiente subieron de nuevo al Tres Diamantes y pusieron rumbo al sudoeste, hasta que el capitán soltó el ancla justo al oeste de Zea Dorsa. Había pasado mucho tiempo desde que Maya viajara con Diana y sus amigos hasta allí, y ahora las crestas no eran más que huesudas penínsulas de roca que se internaban hacia Menos Uno en el hielo quebrado y desaparecían bajo él una tras otra. Todas excepto la más grande, una cadena ininterrumpida que separaba dos toscas masas de hielo, la occidental unos doscientos metros más baja que la oriental. Ésa, explicó Diana, era la última franja de tierra que comunicaba Menos Uno y el borde de la cuenca. Cuando el istmo fuese cubierto por el agua, la cresta central se convertiría en una isla.
La masa de hielo al este de la dorsa sobreviviente casi alcanzaba la cima de la cresta en un punto. El capitán del dirigible soltó más cabo de anclaje y la nave se desplazó hacia el este, arrastrada por el viento, hasta que estuvieron justo encima de la cresta, y vieron que sólo faltaban unos pocos metros de roca por cubrir. En el este se veía una tubería andante, una manguera azul que se deslizaba suavemente adelante y atrás sobre sus pilares mientras su boca disparaba agua sobre la superficie. Además del zumbido de los propulsores se escuchaban crujidos y detonaciones sordas. Había agua bajo el hielo, explicó Diana, y el peso del agua vertida en la superficie hacía que algunas secciones del hielo rozasen la dorsa apenas sumergida. El capitán señaló hacia el sur, y Maya vio una hilera de icebergs salir disparados al aire; describieron arcos en distintas direcciones y cayeron quebrándose en mil pedazos.
—Será mejor que retrocedamos un poco —dijo el capitán—. Mi reputación saldrá ganando si no nos derriba un disparo o un iceberg.
La boca de la tubería andante apuntaba en dirección a ellos, y entonces, con un débil rugido sísmico, las aguas cubrieron la cresta. Una marea de aguas oscuras trepó por la roca y se precipitó por la ladera occidental en una cascada de varios cientos de metros de ancho. Los doscientos metros de la caía bajaron en una cortina plácida. En el contexto del inmenso mundo de hielo que se perdía en el horizonte en todas direcciones, no había más que un hilillo de agua, pero siguió derramándose el agua de la masa oriental en cascadas rugientes, encauzada por el hielo que la flanqueaba, el agua del lado occidental formaba arroyos que discurrían por las grietas del hielo. Maya sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Probablemente un recuerdo de la inundación de Marineris, pero no podía estar del todo segura.
El volumen de la cascada fue disminuyendo poco a poco, y en menos de una hora se detuvo y se congeló, al menos en la superficie. Aunque era un soleado día de otoño, estaban a dieciocho grados bajo cero, y una flota de cumulonimbos deshilachados se acercaba por el oeste, indicando un frente frío. Así que, finalmente, el agua se quedó inmóvil, pero dejó atrás una cascada de hielo que recubría la roca con mil tubos blancos y lisos. La cresta se había convertido en dos promontorios ligeramente separados, como las otras crestas de las Zea Dorsa, todas sumergiéndose en el hielo como penínsulas gemelas. El Mar de Hellas era continuo, y Menos Uno, una verdadera isla.
Después de aquello, los viajes en el tren circumHellas y los diferentes vuelos de reconocimiento ya no le parecieron lo mismo, pues Maya ya sólo podía ver la red de glaciares entrelazados y el caos de hielo de la cuenca como el nuevo mar, subiendo, cubriéndolo todo y salpicando. Y de hecho, el mar líquido bajo la superficie de hielo cerca de Punto Bajo crecía más deprisa durante las primaveras y los veranos de lo que encogía durante los otoños e inviernos. Y los fuertes vientos encrespaban las olas sobre las superficies líquidas, olas que en el verano quebraban el hielo entre ellas, originando banquisas, una flotilla de trozos de hielo que al pasar sobre las pequeñas ondulaciones crujía de manera tan audible que casi impedía la conversación en los dirigibles.
Y en el año M-49 el ritmo de bombeo del agua de los acuíferos alcanzó su punto máximo: vertían 2.500 metros cúbicos de agua en el mar. Una cantidad que llenaría la cuenca hasta el nivel —1 kilómetro en el plazo de seis años marcianos. Para Maya eso no era mucho tiempo, porque podían seguir los progresos, delante de Odessa, en el horizonte. En invierno, las tormentas que descargaban sobre las montañas cubrían el suelo de la cuenca con un manto de nieve asombrosamente blanco. En primavera, la nieve se derretía, pero la nueva orilla del mar de hielo estaba más cerca que el otoño anterior.
En el hemisferio norte ocurría lo mismo, como revelaban los informes y sus infrecuentes viajes a Burroughs. Las grandes dunas septentrionales de Vastitas Borealis se inundaban rápidamente, ya que se estaba vertiendo sobre ellas el agua de los enormes acuíferos de Vastitas y la región polar norte, extraída con unas plataformas de perforación que se iban alzando a medida que el hielo se acumulaba debajo de ellas. En los veranos septentrionales, unos caudalosos ríos partían del casquete polar, en proceso de fusión, tallaban canales en las arenas estratificadas y corrían a reunirse con el hielo. Y unos pocos meses después de que Menos Uno se convirtiese en una isla, otros informes mostraron las imágenes de una franja de tierra aún no cubierta en Vastitas, desapareciendo bajo una marea oscura que se precipitaba desde el norte, el este y el oeste. Esto comunicaba definitivamente los dos lóbulos de hielo, de modo que ahora había un mar que rodeaba el mundo en el norte. Naturalmente, de momento sólo cubría la mitad de la tierra comprendida entre las latitudes sesenta y setenta, pero una fotografía de satélite mostró que unas grandes bahías de hielo empezaban a extenderse ya hacia el sur, invadiendo las profundas depresiones de Chrysae Isidis.
Sumergir el resto de Vastitas requeriría veinte años marcianos más, ya que la cantidad de agua que se necesitaba para llenarla era mucho mayor que la necesaria para Hellas. Pero las operaciones de bombeo también eran mayores, de modo que todo avanzaba muy deprisa, y todos los actos de sabotaje de los rojos apenas hacían mella en ese progreso. El proceso se estaba acelerando a pesar de los cada vez más frecuentes sabotajes y ecotajes porque algunos de los nuevos métodos mineros eran muy radicales y efectivos. Los noticiarios mostraron imágenes de las voladuras termonucleares subterráneas en lo profundo de Vastitas. Esto derretía extensas áreas de permafrost, lo que proporcionaba mas agua a las bombas. Esas explosiones parecían repentinos hielomotos que convertían la superficie en un borboteo lodoso. El agua se congelaba rápidamente en la superficie, pero debajo tendía a mantenerse en estado líquido. Explosiones similares bajo el casquete polar norte estaban causando inundaciones casi tan vastas como los grandes reventones de 2061. Y toda esa agua se escurría hacia Vastitas.
En la oficina de Odessa seguían todo esto con interés profesional. Una estimación reciente de la cantidad de agua subterránea había alentado a los ingenieros de Batistas a predecir un nivel final del mar muy próximo a este dato, el nivel kilómetro-0 que había sido establecido en los días de la aerología. Diana y otros hidrólogos pensaron que el hundimiento del terreno en Vastitas, resultante del bombeo de los acuíferos y el permafrost, haría que el nivel del mar fuese inferior al fijado. Pero allí arriba estaban seguros de haber tenido en cuenta esos factores y de que alcanzarían la marca.
Jugueteando con los diferentes niveles del mar en un mapa de la IA de la oficina descubrieron la forma que tendría ese océano, el Gran Acantilado formaría en muchos puntos la línea de costa meridional. En algunos lugares eso significaría una pendiente suave; en el terreno fracturado, archipiélagos; en ciertas regiones, acantilados verticales. Los cráteres recortados servirían como magníficos puertos. El macizo de Elysium se convertiría en una isla continente, igual que los restos del casquete polar norte. Lo que subsistiera del casquete sería la única zona del norte por encima del nivel kilómetro-0.
Eligiesen el nivel del mar que eligiesen, un gran brazo meridional del océano cubriría Isidis Planitia, más hundida que Vastitas. Y estaban bombeando también el agua de los acuíferos de las tierras altas que rodeaban Isidis. Así, la vieja llanura iba a convertirse en una gran bahía, y por eso los equipos de construcción estaban erigiendo un gran dique en arco alrededor de Burroughs. La ciudad estaba muy cerca del Gran Acantilado, pero quedaba por debajo del nivel fijado. Se convertiría en una ciudad portuaria tan importante como Odessa, a orillas de un mar que rodearía el mundo.
El dique tenia doscientos metros de altura y trescientos de ancho. A Maya le inquietó la idea de que un dique protegiera la ciudad, aunque a juzgar por las fotografías aéreas se trataba de una obra faraónica, imponente. Tenía forma de herradura y los extremos trepaban por la pendiente del Gran Acantilado, y era tan grande que planeaban construir sobre él una especie de barrio de moda que dispondría de un puerto recreativo.
Pero Maya recordó lo que había sentido una vez de pie sobre un dique en Holanda, con la tierra a un lado más baja que el Mar del Norte en el otro lado; se había sentido desorientada, más desequilibrada que ingrávida. Y desde una perspectiva más racional, las noticias terranas informaban que todos los diques del planeta estaban soportando la presión de una ligera subida del nivel del mar causada por el calentamiento global iniciado dos siglos antes. Una subida de sólo un metro amenazaría muchas de las zonas bajas de la Tierra, y se suponía que el océano septentrional de Marte subiría en la década siguiente nada menos que un kilómetro. ¿Quién podía garantizar que serían capaces de regular el nivel del mar con tal precisión que el dique sería seguro? El trabajo de Maya en Odessa la obligaba a preocuparse por esa clase de control, aunque ellos intentaban lo mismo en Hellas, y creía haberlo conseguido. Mejor que así fuera, puesto que la situación de Odessa les dejaba muy poco margen de error. Pero los hidrólogos ya habían hablado de utilizar el «canal» abierto por la lente espacial antes de su destrucción como desagüe hacia el océano septentrional, si se hacía necesario. Para ellos estaba muy bien pero el océano septentrional no contaría con ese recurso.
—Oh —dijo Diana—, siempre pueden bombear cualquier exceso a la Cuenca Argyre.
En la Tierra, los disturbios, los incendios, los sabotajes, se sucedían diariamente por parte de aquellos que no habían conseguido el tratamiento, los mortales, como los llamaban. Alrededor de todas las grandes ciudades habían surgido pueblos amurallados, barrios fortaleza donde los que habían recibido el tratamiento podían satisfacer todas sus necesidades vitales por medio de teleenlaces, teleoperación, generadores portátiles, incluso comida de invernadero y sistemas de filtrado del aire, igual que las tiendas en Marte.
Una tarde, harta de Michel y Spencer, Maya salió a comer sola. Últimamente sentía con cierta frecuencia la necesidad de estar sola. Fue paseando hasta un café de la acera que daba a la cornisa, y se sentó a una de las mesas de la terraza, bajo los árboles adornados con luces. Pidió antipasto y espagueti, y comió distraídamente, bebiendo una pequeña garrafa de chianti y escuchando a una pequeña orquesta. El líder tocaba una especie de acordeón con botones, un bandoneón, y sus compañeros, violín, guitarra, piano y contrabajo. Un puñado de viejos marchitos, de la edad de ella, que atacaban con un ritmo vivo melancólicas melodías agridulces: canciones gitanas, tangos y piezas extrañas que parecían improvisar. Cuando terminó de comer, se quedo sentada largo rato, escuchándolos, bebiendo sin prisas un ultimo vaso de vino y después un café, mirando a los otros comensales, las hojas de los árboles, el distante paisaje helado más alla de la cornisa, las nubes que venían de Hellespontus. Trataba de pensar lo menos posible. Durante un rato funcionó y ella hizo una escapada dichosa a una Odessa anterior, a una Europa tan dulce y triste como los duelos de violín y bandoneón. Pero entonces los comensales que ocupaban la mesa próxima comenzaron a debatir que porcentaje de población terrana había recibido el tratamiento —uno decía que el diez por ciento, otro que el cuarenta—, una señal de la guerra de información, o simplemente del nivel del caos que había allí. Al volverse para alejarse de ellos, vio el titular de un periódico en la pantalla encima de la barra, y leyó las frases que iban apareciendo: el Tribunal Mundial había suspendido sus actividades para trasladarse de La Haya a Berna, y Consolidados había aprovechado la oportunidad para intentar una absorción hostil de las empresas de Praxis en Cachemira, lo que a todos los efectos significaba un gran golpe y una pequeña guerra contra el gobierno de Cachemira desde la base de Consolidados en Pakistán. Y eso podía arrastrar a la India al conflicto. La India había estado colaborando con Praxis en los últimos tiempos. India contra Pakistán, Praxis contra Consolidados… y la mayor parte de la población mundial sin tratamiento y desesperada…
Esa noche, cuando llegó a casa, Michel le dijo que esa agresión implicaba un nuevo nivel de respeto hacia el Tribunal Mundial, puesto que Consolidados había hecho coincidir su movimiento con la suspensión de actividades del tribunal. Pero, dada la devastación de Cachemira y las repercusiones para Praxis, Maya no tuvo humor para escucharlo. Michel era tan obstinadamente optimista que a veces parecía estúpido, y era doloroso estar cerca de él. Había que admitirlo: vivían en una situación que se ensombrecía por momentos. El ciclo de locura estaba iniciándose de nuevo en la Tierra, atrapada en su inexorable sinusoide, una curva mucho más espantosa que la de Maya, y pronto se encontrarían inmersos en uno de esos paroxismos descontrolados, luchando por evitar la aniquilación. Ella lo presentía. Iban a repetirlo.
Maya empezó a ir al café de la esquina con regularidad, para escuchar la orquesta y estar sola. Se sentaba de espaldas a la pantalla, pero era imposible no pensar en las cosas que estaban sucediendo. La Tierra: la maldición que pesaba sobre ellos, su pecado original. Intentó comprender, intentó verlo como lo habría hecho Frank. Intentó escuchar la voz de él analizando. El Grupo de los Once (el viejo G-7 más Corea, Azania, México y Rusia) seguía teniendo la mayor parte del poder terrestre a causa de su fuerza militar y financiera. Los únicos competidores reales de estos viejos dinosaurios eran las grandes metanacionales, que habían surgido fusionadas de las trasnac, como Atenea. Esas metanac —en la economía de los dos mundos sólo había espacio para una docena de ellas por definición— estaban naturalmente interesadas en apropiarse de las naciones del Grupo de los Once, puesto que poseían muchas naciones más pequeñas. Las metanac que tuviesen éxito en esta empresa seguramente ganarían el juego de dominación entre ellas. Y por esa razón algunas estaban intentando dividir y conquistar el G-11, esforzándose por enfrentar a sus miembros o sobornándolos para desertar. Y todo el tiempo compitiendo entre ellas, de manera que mientras algunas se habían aliado con naciones del G-11 en un intento de dominarlas, otras se habían dedicado a aumentar su influencia en naciones pobres o en los bebés tigre. Se había establecido, por tanto, un complejo equilibrio de poder, las viejas naciones poderosas contra las nuevas grandes metanacionales. Y la Liga Islámica, India, China y las metanacionales pequeñas eran núcleos de poder independientes, fuerzas impredecibles. En consecuencia el equilibrio de poder era necesariamente frágil, porque la mitad de la población de la Tierra vivía en India y China, un hecho que Maya nunca llegaría comprender del todo —la historia era tan extraña—, y no se sabía por qué lado de la balanza se decantaría esa mitad de la humanidad.
Y había que preguntarse a qué obedecían en realidad todos esos conflictos. ¿Por qué, Frank?, pensó mientras escuchaba la amarga melancolía de los tangos. ¿Qué movía a los dirigentes de esas metanacionales? Podía ver la sonrisa cínica de Frank, la de aquellos años. Los imperios tienen una vida media larga, le había dicho él cierta vez. Y la idea de un imperio tiene una vida media aún más larga. Por eso aún existía gente que intentaba ser Gengis Khan, gobernar el mundo sin que importara el costo: ejecutivos de metanac, dirigentes del Grupo de los Once, generales de los ejércitos…
Además, sugirió Frank en su mente, tranquila, brutalmente, la Tierra tenía una capacidad máxima de carga. La población se había sobrepasado.
Por tanto, mucha gente moriría. Todo el mundo lo sabía. La lucha por los recursos era consecuentemente violenta. Y los que combatían, perfectamente racionales. Pero desesperados.
Los músicos siguieron tocando, su áspera nostalgia cada vez mas intensa conforme pasaban los meses; y llegó el largo invierno, y tocaron durante las oscuras nevadas, mientras el mundo entero se sumía en las tinieblas, entre chien et loup. Había algo tan pequeño en el resuello del bandoneón, en esas humildes melodías; una vida normal, que intentaba sobrevivir con tanta obstinación en una franja de luz bajo los árboles desnudos…
Así que cuando viajaban alrededor de Hellas y se encontraban con grupos de Marteprimero, Maya se alegraba por la gente que se esforzaba en creer que sus acciones podían cambiar las cosas, a pesar de que veían el gran vórtice abrirse a sus pies. Maya se enteró por ellos de que, adondequiera que iba, Nirgal insistía ante los nativos en que la situación en la Tierra era crucial para su propio destino, a pesar de que pareciera muy lejana. Y esto estaba teniendo un efecto: la gente que asistía a las reuniones llegaba cargada de noticias sobre Consolidados, Amexx y Subarashii, y sobre las últimas incursiones de la policía de la UNTA en las tierras altas meridionales, incursiones que habían obligado a abandonar Salientes y otros refugios ocultos. El sur estaba vaciándose, y todos los ocultos se guarecían en Hiranyagarbha, Sabishii, Odessa o los cañones al este de Hellas.
Algunos de los jóvenes nativos que Maya conoció parecían pensar que el hecho de que la UNTA se apropiase del sur era bueno, porque de ese modo habían iniciado la cuenta atrás hacia la acción. Ella censuró esa idea.
—No son ellos los que tienen que determinar el calendario —les decía—, sino nosotros, tenemos que aguardar el momento conveniente, y entonces actuar de común acuerdo. Si no comprenden eso… ¡Es que son unos imbéciles!
Frank siempre había fustigado a sus oyentes. Esas gentes necesitaban algo más. O, para ser exactos, merecían algo más. Algo positivo, algo que los atrajese al tiempo que los motivaba. Frank también había dicho eso, pero raras veces lo había puesto en practica. Necesitaban que los sedujesen, como los bailarines nocturnos de la cornisa. Probablemente esa gente salía a divertirse las otras noches de la semana. Y la política necesitaba apropiarse de esa energía erótica; de otro modo todo se reduciría a resentimiento y control de daños.
Tanto que ella los seducía. Lo hacía incluso cuando estaba preocupada o asustada o de mal humor. Pasaba entre ellos pensando en cómo sería el sexo con aquellos jóvenes altos y ágiles, y entonces se sentaba en medio y les hacía preguntas. Los miraba a los ojos, todos tan altos que, sentada sobre una mesa, quedaba a la altura de los ojos de ellos, sentados en las sillas, y los arrastraba a una conversación que intentaba que fuese íntima y agradable. ¿Qué querían de la vida, de Marte? Muchas veces se le escapaba una carcajada al oír sus respuestas, sorprendida por su ingenuidad o su ingenio. Todos soñaban con un Marte propio más radical que cualquiera de los que Maya podía imaginar, verdaderamente independiente, igualitario, justo y gozoso. Y en algunos aspectos ellos ya habían dado vida a esos sueños: muchos tenían sus pequeñas madrigueras en los apartamentos comunales, y trabajaban en una economía alternativa que cada vez tenía menos relación con la Autoridad Transitoria o las metanacs, una economía regida por la teoría eco-económica de Marina y la areofanía de Hiroko, por los sufíes y Nirgal, y por los jóvenes errantes que lo seguían. Creían que vivirían eternamente, que vivirían en un mundo de sensual belleza; veían normal el confinamiento en las tiendas, pero sólo como un estadio, como el confinamiento en el mesocosmos de un útero cálido, al que seguiría inevitablemente la salida a una superficie libre, ¡como si naciesen, sí! Eran embriones de areurgos, como los llamaba Michel, jóvenes dioses que manipulaban su mundo, gentes que se sabían destinadas a ser ubres y confiaban en alcanzar esa libertad pronto. Entonces llegaban malas noticias de la Tierra y la asistencia aumentaba; y en esas reuniones el ambiente no era de miedo, sino de determinación, como la expresión en el rostro del Frank de la foto. Una disputa entre ex aliados de Armscor y Subarashii sobre Nigeria termino con el empleo de armas biológicas (ambas partes negaban su responsabilidad), y la población, los animales y las plantas de Lagos y la zona circundante había sido diezmada por enfermedades espantosas. En las reuniones de ese mes, los jóvenes marcianos hablaban airadamente, los ojos relampagueantes, de la ausencia de una autoridad de la ley en la Tierra en la que se pudiese confiar. ¡El orden metanacional global era demasiado peligroso para que se le permitiera gobernar Marte!
Maya los dejó hablar durante una hora sin otro comentario que «Lo sé». ¡Y lo sabía! Casi se le saltaban las lágrimas cuando los miraba, cuando veía cuánto los indignaba la crueldad y la injusticia. Entonces planteaba los puntos de la Declaración de Dorsa Brevia uno por uno, explicando las críticas surgidas, lo que significaban y lo que supondría para sus vidas su aplicación en el mundo real. Ellos conocían ese tema mejor que ella misma, y esa discusión los encendía más que cualquier asunto relacionado con la Tierra, los angustiaba menos y los entusiasmaba más. Y cuando intentaba hacerlos imaginar un futuro basado en la declaración, los hacía reír: ridículos escenarios de armonía colectiva todo el mundo en paz y feliz. Ellos conocían la realidad de las estrecheces y las peleas de sus pequeños apartamentos compartidos, y por eso reían. La luz que brillaba en los ojos de los jóvenes marcianos cuando reían… Incluso ella, que no reía nunca, dejaba asomar una sonrisa que reordenaba el mapa invisible de arrugas de su cara.
Y entonces daba por terminada la reunión, sintiendo que había hecho un buen trabajo. ¿De qué servía una utopía si no había alegría? ¿Qué sentido tenía todo su esfuerzo si no incluía la risa de los jóvenes? Eso era lo que Frank no había comprendido nunca, o al menos en sus últimos años. Y por eso Maya abandonó las medidas de seguridad de Spencer y salía con la gente de la reunión e iban al puerto, o a algún parque, o a un café, para charlar, tomar una copa o comer, y le parecía haber encontrado una de las llaves de la revolución, una llave cuya existencia Frank desconocía, pero que intuía cuando miraba a John.
—Claro —dijo Michel cuando ella volvió a Odessa y trató de explicarle todo esto—. Pero Frank nunca creyó en la revolución. Él era un diplomático, un cínico, un contrarrevolucionario. La alegría no estaba en su naturaleza. Para él todo se reducía al control de daños.
Pero Michel le llevaba la contraria muchas veces en esos tiempos. Él había aprendido a provocarla en vez de tranquilizarla cuando advertía en ella señales de que necesitaba una pelea, y ella lo valoró mucho y descubrió que ya no necesitaba pelear tan a menudo.
—Vamos —dijo ella después de la caracterización que Michel había hecho de Frank, y lo empujó a la cama y lo sedujo, por pura y simple diversión, sólo para arrastrarlo al dominio de la alegría y forzarlo a admitirlo. Ella sabía que Michel se consideraba obligado a devolverla al punto medio de sus oscilaciones emocionales, y Maya comprendía por qué mejor que nadie, y apreciaba el punto de anclaje que él trataba de ofrecerle; pero a veces, revoloteando en lo alto de la curva, no veía razón para no disfrutar uno de esos momentos de vuelo ingrávido, una suerte de status orgasmus espiritual… Y por eso lo arrastraba por el pene hasta ese nivel. Y lo hacia durante una hora o dos. Después, era posible que bajasen las escaleras juntos, que saliesen por el portón, cruzasen el parque y fueran al café sintiéndose relajados y en paz, donde se sentaban de espaldas a la pantalla y escuchaban al guitarrista de flamenco o a la vieja orquesta de tangos interpretando a Piazzolla. Hablando desenfadadamente del trabajo alrededor de la cuenca. O sin decir nada.
Una mañana de finales del verano de M-49, bajaron al café con Spencer y se sentaron a la luz del crepúsculo, contemplando las nubes de color cobre oscuro que centelleaban sobre el hielo distante bajo el cielo púrpura. Los vientos del oeste solían llevar masas de aire sobre Hellespontus, de modo que los frentes de nubes espectaculares sobre el hielo formaban parte de su vida diaria. Algunas nubes parecían sólidos objetos lobulados, como estatuas minerales que no podían ser arrastradas por el viento, escupiendo rayos de sus vientres negros sobre el hielo.
Y mientras contemplaban una nube se oyó un fragor apagado; el suelo tembló ligeramente, y los cubiertos tintinearon en la mesa. Agarraron los vasos y se pusieron de pie, como el resto de los parroquianos del café. Y en el silencio sorprendido Maya advirtió que todos miraban hacia el sur, hacia el hielo. La gente corría hacia la cornisa, se pegaba al muro de la tienda y miraba. En el débil índigo del atardecer, bajo las nubes de cobre, se alcanzaba a ver movimiento, un centelleo en el borde de la masa blanca y negra. Avanzaba hacia ellos a través de la planicie.
—Agua —dijo alguien.
Todos se movieron como atraídos por un imán, los vasos en la mano, olvidados de todo mientras se acercaban al muro de la tienda, en el borde del muelle seco, y se apoyaban contra él espiando las sombras en la llanura: negro sobre negro, salpicado de blanco aquí y allá. Durante un segundo Maya recordó la inundación de Marineris y se estremeció. Un liquido ácido se generó en su esófago; ahogándola, y trató de adormecer su recuerdos. Era el Mar de Hellas lo que venía hacia ella, el mar que ella había soñado, y que ahora inundaba la cuenca. Un millón de plantas estaban muriendo en ese momento, como Sax le había hecho recordar. La bolsa de agua de Punto Bajo había estado creciendo, conectándose con otras, derritiendo el hielo carcomido que las separaba, calentada por el largo verano, las bacterias y las ráfagas de vapor de las voladuras en el hielo circundante. Una de las paredes de hielo septentrionales debía de haberse roto, y ahora la inundación oscurecía la llanura al sur de Hellas. El borde más cercano no estaba a más de quince kilómetros. Ahora todo lo que podían ver de la llanura era un revoltijo de sal y pimienta. La pimienta predominante en primer término transformándose rápidamente en sal, la tierra iluminándose mientras el cielo se oscurecía, lo que siempre daba a las cosas un aspecto sobrenatural. El vapor de escarcha flotaba sobre el agua, que reflejaba la luz de Odessa.
Pasó tal vez media hora, y todo el mundo seguía en la cornisa, mirando en silencio, hasta que la inundación se congeló y el crepúsculo terminó. Entonces se produjo el regreso súbito de las voces y de la música electrónica de un café dos puertas más allá. Una salva de carcajadas. Maya fue a la barra y pidió champaña, chisporroteando. Por una vez su estado de ánimo estaba en consonancia con las circunstancias, y quería celebrar la extraña visión de sus propios poderes desatados, desplegados sobre el paisaje. Propuso un brindis a todo el café:
—¡Por el Mar de Hellas, y por todos los marineros que navegarán por él, sorteando icebergs y tormentas para alcanzar la orilla lejana!
Todos vitorearon, y la gente a lo largo de la cornisa se unió al brindis y a los vítores; un momento de frenesí. La orquesta gitana tocó una canción marinera con aires de tango, y Maya sintió la pequeña sonrisa tirando de la piel de sus mejillas el resto de la noche. Ni siquiera una discusión sobre la posibilidad de que una nueva oleada desbordara el rompeolas de Odessa pudo borrarle esa sonrisa. En la oficina habían calculado las posibilidades con bastante precisión, y cualquier derrame, como ellos lo llamaban, era improbable, por no decir imposible. Nada le ocurriría. Odessa estaría bien.
Pero las noticias que llegaban amenazaban con inundarlos de otra manera. En la Tierra, las guerras entre Nigeria y Azama habían originado un encarnizado conflicto económico de alcance mundial entre Armscor y Subarashii. Los fundamentalistas cristianos, musulmanes e hindúes habían hecho de tripas corazón y habían declarado que el tratamiento de longevidad era obra de Satán; un gran numero de los no tratados se estaba uniendo a esos movimientos y derrocaban gobiernos y asaltaban las explotaciones metanacionales a su alcance. Entre tanto, las grandes metanacionales intentaban resucitar a la UN y proponerla como alternativa al Tribunal Mundial. Y muchos de los grandes clientes de las metanacs, y ahora el Grupo de los Once, apoyaban el proyecto. Michel consideraba esto una victoria, ya que de nuevo demostraba que temían al Tribunal Mundial. Y el fortalecimiento de cualquier organismo internacional, aunque fuese la UN, dijo, era mejor que nada. Pero ahora había dos sistemas de arbitraje distintos, uno de ellos controlado por las metanacs, lo que les permitía evitar el sistema que no les convenía.
Y en Marte las cosas no marchaban mucho mejor. La policía de la UNTA recorría el sur sin encontrar resistencia, salvo algunas explosiones inexplicadas entre sus vehículos robot. Prometheus era el último refugio que habían descubierto y clausurado. De todos los grandes refugios sólo Vishniac continuaba oculto, y se mantenían inactivos para seguir así. La región polar sur ya no formaba parte de la resistencia.
En este contexto no fue ninguna sorpresa ver en las reuniones a gente asustada. Se necesitaba valor para unirse a una resistencia que estaba encogiendo a ojos vista, como la isla Menos Uno. La gente se veía arrastrada a ello por la rabia, pensaba Maya, la indignación y la esperanza. Pero de todas maneras tenían miedo. Nada aseguraba que aquel movimiento triunfaría.
Y sería tan fácil infiltrar un espía entre esos nuevos asistentes. A Maya le costaba mucho confiar en ellos a veces. ¿Serían todos ellos lo que afirmaban ser? Era imposible estar seguro. Una noche, en una reunión con mucha gente nueva, sentado delante había un joven cuyo aspecto inquietó a Maya. Después de la sesión, muy poco inspirada, ella salió con los amigos de Spencer, volvió directamente al apartamento y se lo mencionó a Michel.
—No te preocupes —dijo él.
—¿Qué quieres decir con eso? El se encogió de hombros.
—Los miembros se siguen la pista. Y el equipo de Spencer se está armado.
—Nunca me lo dijiste.
—Pensé que lo sabías.
—Vamos, Michel, no me trates como si fuera tonta.
—No lo hago, Maya. En fin, es todo lo que podemos hacer, a menos que nos escondamos.
—¡No estoy proponiendo que lo hagamos! ¿Es que crees que soy una cobarde?
Una expresión agria cruzó el rostro de Michel, y dijo algo en francés. Entonces respiró hondo y le lanzó en francés uno de sus insultos. Pero Maya recordó que él había decidido que las peleas eran buenas para ella y catárticas para él, de modo que podían utilizarse, cuando eran inevitables, como método terapéutico. Y eso era intolerable. Era manipularla. Sin pensar en nada más Maya entró en la cocina, tomó un cazo de cobre y se lo arrojó á Michel, a quien la sorpresa apenas le permitió esquivarlo.
—Putaine! —rugió—. Pourquoi ce fa? Pourquoi?
—No me gusta que me traten como a una niña —contestó ella, satisfecha porque él estaba enfadado de verdad, pero aún furiosa—.
Maldito matasanos, si no fueses tan malo en tu trabajo los Primeros Cien al completo no se habrían vuelto locos y este mundo no estaría tan fastidiado. Es todo culpa tuya. —Y salió dando un portazo. Fue hasta el café para cavilar sobre la desgracia que era tener un psiquiatra como compañero, y también sobre su intolerable comportamiento; tan reacio al control. Esa vez él no fue a reunirse con ella, aunque Maya se quedó hasta la hora de cerrar.
Y entonces, poco después de que volviera a casa y se tendiera en el sofá y se quedara dormida, se oyó un golpe en la puerta, con una urgencia que los asustó. Michel corrió y observó por la mirilla. Abrió. Era Marina.
Se sentó pesadamente en el sofá junto a Maya, y tomándole las manos con sus manos temblorosas dijo:
—Tomaron Sabishii. Las fuerzas de seguridad. Hiroko y su círculo de allegados estaba de visita. También estaban todos los del sur que se habían refugiado allí después de los asaltos. Y Coyote. Todos allí, Nanao, Etsu, y los issei…
—¿Se resistieron? —preguntó Maya.
—Lo intentaron. Mataron a muchos en la estación. Eso los detuvo un tiempo, y creo que algunos pudieron llegar al laberinto. Pero habían rodeado toda la zona y entraron por las paredes tienda. Fue igual que en Cairo en el sesenta y uno, lo juro.
De pronto se echó a llorar, y Michel también se sentó a su lado. Marina se cubrió la cara con las manos y sollozo. Propió de su carácter, por lo general austero, que en la realidad de las noticias que traía se reveló en toda su crudeza.
Marina se seco los ojos y la nariz. Michel le dio un pañuelo. Continuo con más calma:
—Me temo que hayan asesinado a muchos. Yo estaba fuera con Vlad y Ursula, en una de las cavernas, y nos quedamos allí tres días. Luego fuimos a uno de los garajes ocultos y salimos en rovers roca. Vlad fue a Burroughs y Ursula a Elysium. Intentamos comunicarnos con los miembros de los Primeros Cien, especialmente con Sax y Nadia.
Maya se levantó y fue a vestirse. Después salió al corredor y llamó a la puerta de Spencer. Regresó a la cocina y puso a calentar agua para el te evitando mirar la fotografía de Frank, que la miraba como diciéndole: Te lo dije. Así funcionan las cosas. Llevó unas tazas al comedor y descubrió que las manos le temblaban tanto que el líquido caliente se derramaba. Michel estaba pálido y sudoroso, y no escuchaba lo que Marina decía. Era natural. Si el grupo de Hiroko estaba allí, eso significaba que toda la familia de Michel había desaparecido, capturados o asesinados. Maya les alcanzó las tazas, y luego llegó Spencer y se lo contaron todo. Maya sacó una manta y se la puso sobre los hombros a Michel, reprochándose lo poco oportuno de su ataque unas horas antes. Se sentó junto a él, apretándole el muslo, tratando de expresar con aquel contacto que estaba allí, que ella también era su familia y que ya se habían acabado sus juegos: nunca más lo trataría como a una mascota o un saco de arena… Tratando de decirle que lo amaba. Pero el muslo de Michel era como cerámica tibia, y él no notaba la mano de ella, apenas era consciente de su presencia. Y a Maya se le ocurrió que era precisamente en los momentos de mayor necesidad cuando uno podía hacer menos por el otro.
Se levantó y le sirvió un poco de té a Spencer, evitando mirar la fotografía o la pálida imagen de su cara reflejada en la oscura ventana de la cocina, la cansada y desolada mirada de buitre que ella no podía sostener. No se puede mirar atrás.
Por el momento no podían hacer más que sentarse y esperar a que la noche acabara. Y tratar de digerir las noticias, de sobrellevarlas. Así que se sentaron, hablaron, escucharon a Marina contar lo sucedido con más detalle. Hicieron varias llamadas por las líneas de Praxis tratando de averiguar algo más. Allí siguieron, silenciosos, encerrados en sus propias reflexiones, en sus universos solitarios. Los minutos transcurrieron como horas, las horas como años: el tiempo infernal de una vigilia, el más antiguo de los rituales humanos, durante el cual el hombre trataba de encontrar, sin éxito, el sentido de una catástrofe.
Al fin amaneció, un alba encapotada, la tienda perlada de gotas de lluvia. Después de unas lentas y dolorosas horas de espera, Spencer estableció contacto con todos los grupos de Odessa. Durante ese día y el siguiente difundieron la noticia, que Mangalavid y las demás redes informativas habían omitido. Pero era evidente que había sucedido algo precisamente por la ausencia de Sabishii en los noticiarios. Circulaban muchos rumores, que ganaban gravedad debido a la falta de noticias, rumores que proclamaban desde la independencia de Sabishii a su destrucción. En las tensas reuniones de la semana siguiente, Maya y Spencer compartieron con todo el mundo lo que les había contado Marina, y luego discutieron sobre lo que harían. Maya intentó por todos los medios disuadir a la gente de lanzarse al ataque antes de que estuviesen preparados, pero era difícil: estaban furiosos, y asustados, y esa semana se produjeron numerosos incidentes en Hellas, en todo Marte, en realidad: manifestaciones, pequeños sabotajes, ataques a las instalaciones y el personal de seguridad, paradas en las IAs, huelgas de brazos caídos.
—¡Tenemos que demostrarles que no pueden hacer esto impunemente! —dijo Jackie por la red.
Incluso Art estaba de acuerdo con ella:
—Creo que las protestas cívicas de buena parte de la población los detendrán. Obligará a esos bastardos a pensárselo dos veces antes de repetir algo así.
No obstante, la situación no tardó en estabilizarse. Sabishii volvió a aparecer en las noticias y el regular movimiento de trenes y la vida allí se reanudaron, aunque ya no fue como antes: una gran fuerza policial ocupaba la ciudad; controlaban las puertas de la estación y trataban de descubrir todas las cavidades del laberinto. Durante ese período, Maya mantuvo largas conversaciones con Nadia, que estaba trabajando en Fosa Sur, y con Nirgal y Art, e incluso con Ann, que llamó desde uno de sus refugios particulares en el Aureum Chaos. Todos coincidían en que sin importar lo que hubiese sucedido en Sabishii, por el momento necesitaban abstenerse de intentar una insurrección general. Sax llamó a Spencer para decirle que necesitaba tiempo. Esto tranquilizó a Maya, pues aquél no era el momento apropiado. Sospechaba que los habían provocado con la esperanza de que intentaran una revolución prematura. Ann, Kasei, Jackie y los otros radicales —Dao, Antar, incluso Zeyk—, se mostraron inquietos y tristes por la espera.
—Ustedes no comprenden —les dijo Maya—. Hay un nuevo mundo desarrollándose ahí fuera, y cuanto mas esperemos más fuerte será. Esperen un poco.
Mas o menos un mes después del cierre de Sabishii, recibieron un breve mensaje de Coyote en los ordenadores de muñeca, una breve imagen de su cara asimétrica, inusualmente seria, diciéndoles que había escapado por los túneles y que estaban en el sur, en uno de sus escondites.
—¿Qué hay de Hiroko? —preguntó Michel— ¿Qué ha pasado con Hiroko y los demás?
Pero Coyote ya había cortado.
—No creo que hayan capturado a Hiroko —dijo entonces Michel, caminando por la habitación—. ¡Ni a Hiroko ni a ninguno de ellos! Si los hubiesen capturado, la Autoridad Transitoria lo habría anunciado a bombo y platillo. Apuesto a que Hiroko ha llevado al grupo a la clandestinidad. No estaban muy conformes con la situación desde Dorsa Brevia, a ellos no les gusta comprometerse, ésa fue la razón de su marcha la primera vez. Todo lo sucedido desde entonces sólo los ha reafirmado en su opinión de que no pueden confiar en que nosotros construiremos la clase de mundo que ellos quieren. Así que han aprovechado la ocasión para desaparecer otra vez. Quizá la caída de Sabishii los forzó a hacerlo sin advertirnos primero.
—Tal vez —dijo Maya, procurando aparentar que era una posibilidad digna de consideración. Sonaba como si Michel intentase negar la realidad, pero si eso le ayudaba ¿a quién le importaba? Además, Hiroko era capaz de cualquier cosa. Pero tuvo que dar a su respuesta un carácter propio de Maya, o él pensaría que sólo trataba de tranquilizarlo—. Pero ¿adonde irían?
—Otra vez al caos, supongo. Aún quedan muchos de los viejos refugios.
—¿Pero y tú?
—Se pondrán en contacto conmigo más adelante. Michel meditó un momento, y luego la miró.
—O quizá saben que tú eres mi familia ahora.
De manera que él había sentido su mano en esa hora terrible. Le dedico una sonrisa tan desvalida que a ella se le encogió el corazón y lo abrazó estrechamente, tratando de mostrarle cuánto lo quería y qué poco le gustaba esa mirada desolada.
—En eso tienen razón —dijo con voz ronca—. Pero deberían ponerse en contacto contigo de todas formas.
—Lo harán. Estoy convencido de que lo harán.
Maya no sabía qué pensar de la teoría de Michel. Coyote había escapado a través del laberinto, y seguramente había ayudado a otros a hacer lo mismo. E Hiroko habría sido la primera de la lista. La próxima vez que viese a Coyote lo sometería a un minucioso interrogatorio sobre el particular, aunque él nunca le había contado nada. En fin, Hiroko y su círculo habían desaparecido. Muertos, capturados o escondidos, sin importar el golpe cruel que aquello significaba para la causa, pues Hiroko era el alma de gran parte de la resistencia.
Pero Hiroko era tan extraña. Una parte de Maya, inconsciente y reprimida, no se sentía del todo descontenta por la salida de escena de Hiroko. Maya nunca había sido capaz de comunicarse normalmente con ella, de comprenderla, y aunque la quería, la ponía nerviosa tener un poder tan imprevisible rondando cerca complicando las cosas. Y también la irritaba que Hiroko tuviese tanta influencia entre las mujeres, una influencia sobre la que Maya no tenía ningún poder. Por supuesto, sería terrible que hubiesen capturado a su grupo, o que los hubiesen matado. Pero si habían decidido desaparecer otra vez no sería una mala cosa, simplificaría la situación en un momento en que necesitaban desesperadamente la simplificación, y a Maya le proporcionaría un mayor dominio sobre lo que estaba por venir.
Así que deseó de todo corazón que la teoría de Michel fuese cierta, y asintió y simuló aceptar con reservas realistas el análisis que el había hecho. Luego fue a una reunión a aplacar los ánimos de una comuna de nativos furiosos. Transcurrieron las semanas, y luego los meses. Parecía que habían sobrevivido a la crisis. Pero la situación degeneraba en la Tierra, y Sabishii, su ciudad universitaria, la joya del demimonde, vivía bajo una especie de ley marcial; e Hiroko, el alma de la resistencia, había desaparecido. Maya, al principio contenta en parte por verse libre de ella, se sentía cada vez más oprimida por su ausencia. El concepto de un Marte Libre formaba parte de la areofanía después de todo… y verlo reducido a mera política, a la supervivencia del más apto…
La vida parecía haber perdido el espíritu. Y a medida que avanzaba el invierno, y las noticias de la Tierra hablaban del progresivo agravamiento de los conflictos, Maya advirtió que la gente parecía buscar la diversión desesperadamente. Las fiestas se hicieron más ruidosas y salvajes. La cornisa era una celebración nocturna continua, y algunas noches señaladas, como la Fassnacht o la de Noche Vieja, toda la ciudad se apretujaba mientras bailaban y bebían y cantaban con una alegría feroz bajo los pequeños lemas rojos pintados en todas las paredes. NUNCA PODRAN REGRESAR. MARTE LIBRE. ¿Pero cómo? ¿Cómo?
La fiesta de Año Nuevo de ese invierno fue especialmente frenada. Era el año marciano 50, y la gente celebraba el aniversario como era debido. Maya paseó con Michel por la cornisa, y desde detrás de su máscara de dominó observó con curiosidad las ondulantes filas de bailarines que pasaban junto a los jóvenes cuerpos danzantes, las figuras enmascaradas, pero casi desnudas de cintura para arriba, como salidas de una antiquísima ilustración hindú, pechos y pectorales agitándose al compás del nuevo calipso. ¡Era tan extraño! ¡Esos jóvenes alienígenas eran ignorantes, pero tan hermosos! ¡Tan hermosos! Y esa ciudad que ella había ayudado a construir, erguida sobre el puerto seco… Sintió que se elevaba, que cruzaba el equinoccio y alcanzaba la gloriosa euforia. Quizá sólo fuese un desequilibrio bioquímico, seguramente debido a la situación sombría de los dos mundos, entre chien el loup, pero la impulsó a arrastrar a Michel, y bailaron hasta que estuvo cubierta de sudor. Se sintió muy bien.
Luego estuvieron un rato sentados en el café; casi una pequeña convención de los Primeros Treinta y Nueve: ella y Michel, Spencer, Vlad, Ursula y Marina, y Yeli Zudov y Mary Dunkel, que había escapado de Sabishii un mes después de su ocupación, y Mijail Yangel, que venía de Dorsa Brevia, y Nadia, que había subido desde Fosa Sur. Diez.
—La décima parte —observó Mijail. Pidieron una botella tras otra de vodka, como si quisieran ahogar el recuerdo de los otros noventa, incluyendo al desdichado equipo de la granja, que en el mejor de los casos se había ocultado, y en el peor había sido asesinado. Los rusos del grupo, curiosamente mayoría esa noche, propusieron brindis de su país.
¡Llenemos la bodega! ¡Bebamos hasta los ojos! ¡Remojémonos el gaznate!… Tenían tantas variedades que Michel, Mary y Spencer se quedaron boquiabiertos. Era como los esquimales y la nieve, les explicó Mijail.
Y luego siguieron bailando, los diez formando una fila que zigzagueaba peligrosamente entre la multitud de jóvenes. ¡Cincuenta largos años marcianos y aún estaban vivos, aún bailaban! ¡Era un milagro!
Pero como ocurría siempre en la demasiado predecible fluctuación de los estados de ánimo de Maya, al llegar a lo alto perdió velocidad y empezó la repentina bajada. Empezó cuando notó los ojos rosados detrás de las máscaras, cuando advirtió que todo el mundo trataba de evadirse a su mundo privado, en el que no tendrían que conectar con nadie salvo con el compañero de cama de esa noche. Y ellos no eran diferentes.
—Vamonos a casa —le dijo a Michel, que seguía saltando delante de ella al compás de la música, disfrutando de la vista de todos esos esbeltos joven marcianos—. No soporto esto.
Pero él quería quedarse, y también los otros, y al final ella volvió sola a casa. Cruzó el jardín y subió las escaleras hasta el apartamento. El escándalo de la fiesta la persiguió.
Y allí, sobre la fregadera, el joven Frank le sonreía a su aflicción. Claro que las cosas funcionaban así, decía la mirada intensa del joven. Ya conozco esa historia, la aprendí a golpes. Aniversarios, bodas, momentos felices… todo voló. Desapareció. Nunca significó nada. La sonrisa firme, fiera, determinada; y los ojos. Era como mirar las ventanas de una casa vacía. Derribó una taza de café, que se hizo añicos en el suelo. El asa quedó girando y ella gritó, se dejó caer en el suelo, se rodeó las rodillas con los brazos y lloró.
Con el nuevo año se enteraron de que también en Odessa se habían reforzado las medidas de seguridad. Al parecer la UNTA había aprendido la lección con Sabishii y atenazaría las otras ciudades de una manera más sutil: nuevos pasaportes, comprobaciones de seguridad en los garajes y las puertas de la ciudad, acceso restringido a los trenes. Se rumoreaba que andaban detrás de los Primeros Cien en particular, acusándolos de intentar derrocar a la Autoridad Transitoria.
A pesar de todo Maya deseaba continuar asistiendo a las reuniones de Marte Libre, y Spencer siguió llevándola.
—Mientras podamos hacerlo —dijo ella. Y así, una noche subieron juntos las largas escaleras de piedra de la parte alta de la ciudad. Michel la acompañaba por primera vez desde el ataque a Sabishii, y Maya pensó que se estaba recuperando del golpe de aquella noticia, de la noche terrible que siguió a la llegada de Marina.
Pero en esa reunión encontraron a Jackie Boone y el resto de su pandilla, Antar y los zigotos, que habían llegado a Odessa en el tren circumHellas, huyendo de las tropas de la UNTA en el sur, y furiosos por el asalto de Sabishii, más militantes que nunca. La desaparición de Hiroko y su grupo había llevado a los ectógenos al límite; Hiroko era madre de muchos de ellos, después de todo, y todos parecían de acuerdo en que había llegado el momento de empezar una revolución a gran escala. No había un minuto que perder, dijo Jackie a la concurrencia, si querían rescatar a los sabishianos y a los colonos ocultos.
—No creo que capturasen a la gente de Hiroko —dijo Michel—. Creo que volvieron a ocultarse con Coyote.
—Deseas que sea así —dijo Jackie, y Maya sintió que una mueca despectiva le cubría la cara.
—Nos habrían mandado algún mensaje si estuviesen en dificultades —argumentó Michel.
Jackie sacudió la cabeza.
—Ellos nunca se ocultarían otra vez, menos ahora que la situación es crítica. —Harmakhis y Rachel hicieron gestos de asentimiento—. Y además, ¿qué hay de los sabishianos y del asedio de Sheffield? Y también ocurrirá aquí. No, la Autoridad Transitoria está apoderándose del planeta.
¡Tenemos que actuar ahora!
—Los sabishianos han demandado a la Autoridad Transitoria —dijo Michel—, y siguen en Sabishii, caminando libremente.
Jackie lo miró con desprecio, como si Michel fuese un imbécil, un imbécil asustado y débil, demasiado optimista. El pulso de Maya se aceleró, y rechinó los dientes.
—No podemos actuar ahora —dijo con aspereza—. Aún no estamos preparados.
Jackie le echó una mirada feroz.
—¡Si fuera por ti, nunca estaríamos preparados! Esperaremos hasta que tengan todo el planeta en sus garras, y entonces ya no podremos hacer nada aunque queramos. Que es exactamente lo que tú quieres, estoy segura.
Maya saltó de la silla.
—Hay cuatro o cinco metanacionales disputándose Marte, igual que están disputándose la Tierra. Si nos metemos en medio, el fuego cruzado acabará con nosotros, sencillamente. Necesitamos escoger el momento conveniente para nosotros, y ese momento llegará cuando se hayan herido de muerte entre ellas. Entonces tendremos la posibilidad real de tener éxito. De otro modo, ellas impondrán su ritmo, y tendremos otro sesenta y uno, ¡sólo caos y muerte!
—Sesenta y uno —exclamó Jackie—. Siempre sales con el sesenta y uno. ¡La excusa perfecta para no mover un dedo! ¡Sabishii y Sheffield están cerradas, y también Burroughs, Hiranyag y Odessa serán las siguientes, y el ascensor trae policías a diario, que están matando o deteniendo a centenares de personas, como a mi abuela, que es la verdadera líder de todos nosotros, y de lo único que sabes hablar es del sesenta y uno! ¡El sesenta y uno te ha hecho una cobarde!
Maya se adelantó y golpeó a Jackie en un lado de la cabeza, y Jackie se abalanzó sobre ella y la derribó sobre una mesa. Casi sin aliento, Maya se las arregló para aferrar una de las muñecas de Jackie, que le estaba dando puñetazos, y mordió el antebrazo tan fuerte como pudo, como si quisiera arrancarle la carne. Entonces Jackie grito: «¡Ramera!, ¡ramera!, ¡asesina!», y Maya escucho las palabras que también salían de su propia garganta: «Estúpida mujerzuela, estúpida mujerzuela». Le dolían las costillas y los dientes. Alguien le tapó la boca, y a Jackie también, y la gente siseaba: —¡Shsss, shsss, cállense, nos van a oír, informarán sobre nosotros, y vendrá la policía!
Finalmente Michel apartó su mano de la boca de Maya y ella siseó «¡Estúpida mujerzuela!» una última vez. Luego se sentó y les echó una mirada que dejó petrificados al menos a la mitad de los presentes. Soltaron a Jackie, que empezó a insultar a Maya en voz baja, y Maya escupió un «¡Cállate!» tan salvaje que Michel se interpuso entre ellas otra vez.
—Arrastrando a todos los chicos de tu harén por la polla y dándotelas de líder —gruñó Maya—. ¡Y todo eso sin una sola idea en tu cabeza vacía!
—¡No tengo por qué escuchar esto! —gritó Jackie, y todos susurraron «¡Shsss!», y Jackie abandonó la sala.
Eso fue un error, una retirada, y Maya se levantó y aprovechó para reprocharle al auditorio su estupidez con un susurro desgarrado y, cuando consiguió dominar su genio, para demostrarles por qué debían esperar el momento oportuno. Aunque era una petición racional de paciencia y atención, un argumento irrebatible, su furia era evidente. Durante la perorata todos la miraron como si fuese un gladiador sangriento, la Viuda Negra, y a ella, todavía con los dientes doloridos después de morder a Jackie, le costaba mostrarse como un modelo de sensatez. Tenía la boca hinchada, y reprimiendo un creciente sentimiento de humillación, siguió hablando, fría, apasionada, autoritaria. La reunión terminó con el acuerdo malhumorado y tácito de retrasar una insurrección masiva y continuar inactivos. Cuando volvió a estar en sus cabales, se hallaba hundida en el asiento de un tranvía entre Michel y Spencer, tratando de contener las lágrimas. Tendrían que alojar a Jackie y el resto de su grupo mientras estuviesen en Odessa, porque el suyo era un piso franco después de todo. Asi que no podría escapar de la situación. Y mientras tanto había policías custodiando los edificios oficiales y la planta física de la ciudad, comprobando la muñeca de todo el que entraba. Si no se presentaba en el trabajo, tal vez irían a preguntarle qué pasaba, y si iba a trabajar y comprobaban su identidad no era seguro que su identificación y pasaporte suizos pasaran la prueba. Se rumoreaba que la balcanización de la información posterior al sesenta y uno estaba empezando a fundirse en un gran sistema integrado que había recuperado la información anterior a la guerra. De ahí la necesidad de los nuevos pasaportes. Y si ella tropezaba con uno de esos sistemas estaría perdida. La mandarían a los asteroides o a Kasei Vallis, donde la torturarían y le destrozarían el cerebro como a Sax.
—Quizá ya ha llegado la hora —les dijo a Michel y Spencer—. Si cierran todas las ciudades y pistas, ¿qué otra opción tenemos?
Ellos no contestaron. No sabían qué hacer, igual que ella. De pronto, todo el proyecto de la independencia pareció otra vez una fantasía, un sueño tan irrealizable ahora como cuando Arkadi lo había abrazado, Arkadi, tan alegre y tan equivocado. Nunca se librarían de la Tierra, nunca. No podían hacer nada.
—Quiero hablar con Sax primero —dijo Spencer.
—Y con Coyote —dijo Michel—. Quiero preguntarle qué ocurrió exactamente en Sabishii.
—Y con Nadia —dijo Maya, y se le hizo un nudo en la garganta. Nadia se habría sentido avergonzada de ella si la hubiera visto en esa reunión, y eso le dolía. Necesitaba a Nadia, la única persona en Marte en cuyo buen juicio confiaba.
—Ocurre algo raro con la atmósfera —se quejó Spencer mientras hacían transbordo—. Tengo mucho interés en oír lo que piensa Sax sobre esto. Los niveles de oxígeno están subiendo más deprisa de lo que yo hubiera esperado, sobre todo en Tharsis norte. Es como si hubiesen distribuido alguna bacteria sin genes suicidas. Sax ha reunido a su antiguo equipo del Mirador de Echus, a todos los que siguen vivos, y han estado trabajando en Acheron y Da Vinci, en proyectos de los que nadie sabe nada. Es como aquellos malditos molinos de viento calefactores. Así que quiero hablar con él. Tenemos que trabajar conjuntamente en eso; de otro modo…
—¡De otro modo tendremos otro sesenta y uno! —insistió Maya.
—Lo sé, lo sé. Tienes razón sobre eso, Maya, estoy de acuerdo. Espero que haya muchos entre nosotros que también estén de acuerdo.
—Necesitaremos algo más que esperanza.
Lo que significaba que ella tendría que salir y hacerlo en persona, viajar de una ciudad a otra, de un piso franco a otro, como había hecho Nirgal durante años, sin hogar ni trabajo, reuniéndose con el mayor número posible de células revolucionarias, tratando de mantenerlas a bordo. O al menos evitando que saltaran demasiado pronto. No podría continuar trabajando en el proyecto del Mar de Hellas.
Así que su vida se había acabado. Bajó del tranvía y observo brevemente el parque de la cornisa. Luego se volvió y cruzó el portón y el jardín, subió la escalera, avanzó por el pasillo familiar sintiéndose pesada y vieja, y muy cansada. Metió la llave correcta en la cerradura sin pensar, entró en el apartamento y miró sus cosas: los anaqueles de libros de Michel, la lámina de Kandinsky sobre el sofá, los dibujos de Spencer, la mesita de café, los muebles desvencijados, la reducida cocina con todo en su sitio, incluyendo la pequeña cara sobre la fregadera. ¿Cuántas vidas atrás había conocido esa cara? Todas esas piezas del mobiliario seguirían caminos distintos. Se quedó de pie en medio de la habitación, exhausta y desolada, lamentándose por todos esos años que habían pasado casi sin que ella los advirtiese; casi una década de trabajo productivo, de vida real, arrastrada ahora por esta última tormenta de la historia, un paroxismo que ella tendría que intentar dirigir o al menos capear de manera que pudiesen sobrevivir. Maldito mundo, maldita intrusión, esa carga sin sentido que les imponía, el inexorable barrido del presente que destrozaba sus vidas. Había querido aquel apartamento, aquella ciudad, aquella vida, con Michel, Spencer, Diana y los colegas del trabajo, con sus hábitos, su música y sus pequeños placeres cotidianos.
Miró a Michel con aire sombrío; estaba detrás de ella, en el umbral, mirando alrededor como si tratara de grabar el lugar en la memoria. Después de un encogimiento de hombros muy galo, él dijo, tratando de sonreír:
—Nostalgia anticipada. —También él lo sentía, comprendía… no era el estado de ánimo de Maya, esta vez era la realidad.
Haciendo un esfuerzo, Maya le devolvió la sonrisa, se acerco y le tomó la mano. Abajo se oyó un estrépito: la tropa de Zigoto subía por las escaleras. Podían quedarse en el apartamento de Spencer.
—Si funciona —dijo ella—, algún día regresaremos.
Marchaban en la mañana fresca, pasando ante los cafés aún cerrados. En la estación se arriesgaron a presentar sus viejas identificaciones y consiguieron los billetes. Tomaron un tren hasta Montepulciano, y una vez allí alquilaron trajes y cascos, salieron de la tienda, bajaron la colina, e internándose en un profundo barranco en las estribaciones de las colinas, desaparecieron del mundo de la superficie. Coyote los esperaba allí con un rover-roca. Atravesaron el corazón de los Hellespontus, subieron a una red de valles bifurcados, franquearon desfiladero tras desfiladero en aquella cadena montañosa, tan caótica que parecía haber caído del cielo, un laberinto de pesadilla de tierras agrestes, y finalmente bajaron la pendiente occidental, dejaron atrás el Cráter Rabe y alcanzaron las colinas rodeadas de cráteres de las tierras altas de Noachis. Volvían a estar fuera de la red, vagando de una manera desconocida para Maya.
Coyote fue de gran ayuda en la primera parte de ese período. Había cambiado, pensó Maya: parecía abatido por la invasión de Sabisbii, preocupado. No contestó a sus preguntas sobre Hiroko y la colonia oculta.
Repitió «No lo sé» tantas veces que ella empezó a creerlo, sobre todo cuando el rostro de él mostró una reconocible expresión humana de angustia que hizo añicos su famosa preocupación incombustible.
—De verdad que no sé sí consiguieron escapar o no. Yo ya no estaba en el laberinto cuando el ataque comenzó, y salí en un coche tan deprisa como pude, pensando que podría ayudar mejor desde el exterior. Pero nadie más escapó por esa salida. Claro que yo estaba en el lado norte, y ellos podían haber salido por el sur. Se alojaban en el laberinto también, e Hiroko dispone de salidas de emergencia, igual que yo. Pero no sé lo que ocurrió.
—Entonces tratemos de averiguarlo —dijo Maya.
Coyote los llevó hacia el norte. En cierto punto pasaron por la pista Sheffield-Burroughs, utilizando un largo túnel en el que apenas cabía el rover. Pasaron la noche en ese agujero oscuro, y se aprovisionaron y durmieron el sueño inquieto de los espeleólogos. Cerca de Sabishii, descendieron a otro túnel oculto y lo siguieron durante varios kilómetros hasta desembocar en una pequeña cueva garaje que formaba parte del laberinto del monte sabishiano. Las cuevas cuadradas detrás de ella parecían tumbas neolíticas, ahora con calefacción e iluminadas con fluorescentes. Allí los recibió Nanao Nakayama, uno de los issei, tan alegre como siempre. Les habían devuelto Sabishii, a medias, y aunque la policía de la UNTA ocupaba la ciudad, principalmente las puertas y la estación de trenes, ignoraban aún la extensión del laberinto, y por tanto no podían impedir que los sabishianos ayudaran a la resistencia. Sabishii había dejado de ser un demimonde abierto, dijo Nanao, pero seguían trabajando.
Tampoco él sabía qué había sido de Hiroko.
—No vimos que la policía se llevara a ninguno de ellos —dijo—. Pero tampoco encontramos a Hiroko y su grupo en el laberinto cuando las cosas se calmaron. No sabemos adonde fueron. —Tironeó de su pendiente de turquesa, evidentemente perplejo—. Creo que escaparon. Hiroko siempre procuraba tener una salida de emergencia allá donde estuviera, al menos eso me contó Iwao una vez que nos emborrachamos con sake junto al estanque de los patos. Eso de desaparecer es propio de Hiroko. Suponemos que eso fue lo que hizo. Pero vengan, vengan, seguro que les apetece bañarse y comer algo. Y después, si quisieran hablar con algunos de los sansei y yonsei que se han refugiado aquí, les harían mucho bien.
Se quedaron en el laberinto un par de semanas, y Maya se reunió con varios grupos de refugiados recientes. Pasaba la mayor parte del tiempo animándolos, asegurándoles que pronto podrían volver a la superficie, incluso a Sabishii; estaban reforzando las medidas de seguridad, pero las redes eran demasiado permeables y la economía alternativa estaba demasiado extendida como para que pudiesen controlarla. Suiza les proporcionaría pasaportes nuevos, Praxis, empleos, y así volverían a la actividad. Lo importante era coordinar los esfuerzos y resistir la tentación de saltar demasiado pronto.
Nanao le dijo a Maya que Nadia estaba haciendo un llamamiento similar en Fosa Sur, y que el equipo de Sax les pedía más tiempo. Así que había algún acuerdo en cuanto a la política a seguir, al menos entre los veteranos. Y Nirgal trabajaba en estrecha colaboración con Nadia, apoyando esa política. Había que procurar refrenar a los grupos más radicales, y en eso Coyote podía hacer mucho. Él quería visitar algunos de los refugios rojos, y Maya y Michel lo acompañaron hasta Burroughs.
La región entre Sabishii y Burroughs estaba saturada de cráteres de modo que pasaban las noches serpenteando entre colinas circulares de cima llana, y al alba se detenían en pequeños refugios atestados de rojos que no se mostraban muy hospitalarios con Maya y Michel. Pero escuchaban a Coyote con atención, e intercambiaban noticias sobre docenas de lugares de los que Maya no había oído hablar. La tercera noche bajaron la pendiente abrupta del Gran Acantilado, atravesaron un archipiélago de islas mesa y desembocaron en la planicie de Isidis. Desde el borde se alcanzaba a ver un vasto panorama, y en la lejanía una elevación semejante a la del agujero de transición sabishiano atravesaba el paisaje, describiendo una gran curva que partía del cráter Du Martheray, en el Gran Acantilado, en dirección noroeste, hacia Syrtis. Ése era el nuevo dique, les explicó Coyote, construido por un grupo de robots controlados desde el agujero de transición de Elysium. Era colosal, y parecía una de las dorsa de basalto del sur, pero su textura aterciopelada revelaba que se trataba de regolito y no de roca volcánica.
Maya contempló la larga cresta. Las consecuencias de sus acciones recombinadas en cascada estaban fuera de su control, pensó. Podían tratar de construir bastiones para contenerlas, pero ¿aguantarían esos bastiones?
Entraron en Burroughs por la Puerta Sur con sus identificaciones suizas, y se alojaron en un piso franco dirigido por bogdanovistas de Vishniac, que ahora trabajaban para Praxis. Era un apartamento amplio y luminoso en mitad de la pared occidental de Hunt Mesa, con una magnífica vista sobre el valle central. El apartamento de encima era una academia de baile y durante la mayor parte del día convivían con un leve tump-tump-tump. Sobre el horizonte occidental, una nube irregular de polvo y vapor marcaba el lugar donde los robots trabajaban en el dique; cada mañana Maya miraba por la ventana, reflexionando sobre las noticias de Mangalavid y los largos mensajes de Praxis. Entonces se sumergía en el trabajo del día, que era absolutamente subterráneo y a menudo se reducía a celebrar reuniones en el apartamento, o enviar mensajes de vídeo. No tenía nada que ver con la vida que había llevado en Odessa, y le costaba acostumbrarse, lo cual le hacía sentirse irritable y sombría.
Sin embargo, aún podía pasear por las calles de la gran ciudad, un ciudadano anónimo entre miles, podía caminar junto al canal o sentarse en los restaurantes de Princess Park, o en lo alto de una de las mesas menos de moda. Y allá adonde fuera veía el graffiti rojo hecho con plantilla: MARTE LIBRE. O PREPÁRENSE. O bien, como una advertencia de su alma: NUNCA PODRÁN REGRESAR. Por lo que podía ver, el populacho ignoraba esos mensajes, y las brigadas de limpieza los borraban; pero seguían apareciendo, rojos y nítidos, normalmente en inglés, pero a veces en ruso, y entonces el viejo alfabeto se le antojaba un amigo perdido hacía tiempo, como un flash subliminal del inconsciente colectivo, si es que tal cosa existía. Y de algún modo esos mensajes conservaban su carga electrizante. Era extraño el poderoso efecto que podía conseguirse con medios tan simples. La gente accedería a hacer casi cualquier cosa si le hablaban sobre ella el tiempo suficiente.
Las reuniones de Maya con las pequeñas células de las diferentes organizaciones de la resistencia iban bien, aunque advirtió que había profundas divisiones entre ellas, particularmente la aversión que rojos y marteprimeros sentían por los bogdanovistas y los grupos de Marte Libre, a quienes los rojos consideraban verdes, y por tanto una manifestación más del enemigo. Eso podía representar un problema. Pero Maya hizo lo que pudo, y al menos la escuchaban, de modo que tenía la sensación de que estaban progresando. Y poco a poco fue aclimatándose a Burroughs y a la vida que llevaba allí. Michel le organizó una rutina con los suizos y Praxis, y con los bogdanovistas ocultos en la ciudad, que le permitía reunirse con los grupos con más frecuencia sin comprometer la seguridad de los pisos francos. Y en cada reunión las cosas parecían marchar mejor. El único problema insoluble radicaba en los numerosos grupos que querían una revolución inmediata. Tanto rojos como verdes aceptaban el liderazgo radical de los rojos de Ann en las tierras desoladas y de los jóvenes impulsivos del círculo de Jackie, y había cada vez más sabotajes en las ciudades, que provocaban el correspondiente aumento de la presión policial, hasta tal punto que pareció que la situación explotaría. Maya empezó a verse como una especie de freno, y con frecuencia perdía el sueño, preocupada por la escasa atención que prestaba a ese mensaje. Por otro lado, ella había sido la responsable de que los viejos bogdanovistas y otros veteranos tomaran conciencia del poder del movimiento nativo, animándolos cuando se deprimían. Ann seguía destrozando estaciones, en compañía de los rojos, en las tierras desoladas. Las cosas no funcionan así repetía Maya una y otra vez, aunque nunca sabía si Ann había recibido el mensaje.
A pesar de todo, había señales alentadoras. Nadia estaba en Fosa Sur, formando un poderoso movimiento que parecía estar bajo su influencia y muy cerca de los planteamientos de Nirgal. Vlad, Ursula y Marina habían vuelto a ocupar los viejos laboratorios de Acheron, bajo la égida de la compañía de bioingeniería de Praxis, nominalmente al cargo. Mantenían un contacto continuo con Sax, refugiado en el cráter Da Vinci con su viejo equipo de terraformación, que recibía la ayuda de los minoanos de Dorsa Brevia. La habitación de aquel gran túnel de lava se había extendido hacia el norte mucho más que en los tiempos del congreso, y muchos de los nuevos segmentos se habían destinado a albergar a los fugitivos que venían de los refugios destrozados o abandonados del sur, además de diferentes industrias. Maya vio vídeos de gente conduciendo por inacabables segmentos cubiertos, trabajando bajo la luz parda de las claraboyas, dedicados a lo que sólo podía llamarse industria militar: construyendo aviones y rovers camuflados, misiles espacio-espacio, bloques refugio reforzados (algunos ya instalados en el túnel de lava, por sí abrían alguna brecha desde el exterior), misiles espacio-tierra, armas antitanque, armas de mano y, según le contaron los minoanos a Maya, diferentes armas ecológicas que Sax había diseñado.
Esa clase de trabajo, y la destrucción de los refugios del sur, había originado lo que desde fuera parecía una fiebre de guerra en Dorsa Brevia, que preocupaba a Maya. Sax, en el corazón de todo eso, era un cañón enloquecido, un cerebro brillante pero dañado, obstinado y distante, un auténtico científico chalado. Aún no había hablado con ella, y sus ataques a Deimos y la lupa espacial, aunque efectivos, eran la causa, en opinión de Maya, del recrudecimiento de los ataques en el sur. Ella siguió enviando a Dorsa Brevia mensajes llamando a la calma y la paciencia, hasta que Ariadne replicó con irritación:
—Maya, ya lo sabemos. Estamos trabajando con Sax, sabemos lo que tenemos entre manos y no necesitamos que insistas. Si quieres ayudar, habla con los rojos, pero déjanos tranquilos.
Maya maldijo al vídeo y habló con Spencer sobre el tema.
—Sax cree que sí vamos a llevar esto adelante podemos llegar a necesitar armas. Es una actividad profiláctica —dijo Spencer— a mí me parece sensato.
—¿Y qué pasa con la idea de la decapitación?
—Quizás él piensa que está construyendo la guillotina. Mira, habla con Nirgal y Art. O incluso con Jackie.
—Con quien quiero hablar es con Sax. Tiene que hablarme alguna vez, maldito sea. Intenta convencerlo de que hable conmigo. ¿Lo harás?
Spencer accedió, y una mañana concertó una llamada con Sax por su línea privada. Fue Art quien contestó, pero prometió convencer a Sax para que hablara.
—Está muy ocupado estos días, Maya. Tendrías que verlo. La gente lo llama general Sax.
—Válgame Dios.
—Así es. También hablan de la generala Nadia y la generala Maya.
—Eso no es lo que me llaman. —La Viuda Negra, seguramente, o la Bruja, la Asesina. Ella lo sabía.
Y la mirada esquiva de Art se lo confirmó.
—Bien —dijo él—, da igual. Con Sax es una especie de chiste. La gente habla de la venganza de las ratas de laboratorio, ese tipo de bromas.
—Pues a mí no me hace gracia.
La idea de otra revolución parecía prosperar, ganar un peso que no guardaba relación con ninguna lógica. Estaba fuera del control de Maya, fuera del control de todos. Incluso los esfuerzos colectivos, dispersos y ocultos como estaban, parecían faltos de coordinación o concebidos sin una idea clara de lo que pretendían conseguir, o por qué lo querían. Sencillamente ocurría.
Trató de explicarle parte de esto a Art, y él asintió.
—Eso es historia, supongo. Es complicada. Tienes que cabalgar sobre el tigre y al mismo tiempo retenerlo. Hay muchos grupos diferentes en el movimiento, y todos tienen ideas propias. Pero verás, creo que esta vez lo estamos haciendo mejor. Estoy trabajando en algunas iniciativas allá en la Tierra, negociando con Suiza y alguna gente del Tribunal Mundial. Y Praxis nos está manteniendo muy bien informados sobre lo que sucede entre las metanacionales en la Tierra, lo que quiere decir que no nos veremos arrastrados a algo que no comprendemos.
—Claro —admitió Maya.
Las noticias y análisis que enviaba Praxis eran mucho más detallados que los de cualquier televisión comercial, y puesto que las metanacionales continuaban abocadas a lo que ellos llamaban metanatricidio, allí en Marte, en los refugios y pisos francos, podían seguirlo golpe a golpe. Subarashii se había apoderado de Mitsubishi, y luego de su viejo enemigo Armscor, y luego se había enfrentado a Amexx, que intentaba separar la Unión de Estados del Grupo de los Once. Nada podía parecerse menos a la situación de la década de 2050. Aunque pequeño, era un consuelo.
Y entonces Sax apareció en la pantalla, detrás de Art, y la miró. Cuando vio que era ella, dijo:
—¡Maya!
Ella tragó con dificultad. ¿Estaba perdonada, entonces, por el asesinato de Phyllis? ¿Comprendía por qué lo había hecho? La nueva cara de Sax no le daba ninguna pista: era tan impasible como la antigua, y más difícil de descifrar porque aún no estaba familiarizada con ella.
Maya se dominó y le preguntó qué planes tenía.
—No tengo planes —dijo él—. Aún estamos con los preparativos. Tenemos que esperar un desencadenante. Un suceso desencadenante. Es muy importante. Hay un par de posibilidades que estoy observando con atención. Pero nada más por el momento.
—Bien —dijo ella—. Pero escucha, Sax. —Y entonces le comunicó todas sus preocupaciones: el poder de las tropas de la Autoridad Transitoria, reforzadas por las grandes metanacs centristas; la constante tendencia hacia la violencia de las facciones más radicales de la resistencia; la sensación de que volvían a caer en el mismo patrón de conducta. Mientras ella hablaba, él parpadeaba a su viejo estilo, y así supo que de verdad era él quien la escuchaba debajo de esa cara nueva, escuchándola al fin. Y por eso ella se extendió más de lo que pretendía, vomitándolo todo, su desconfianza hacia Jackie, su miedo por estar en Burroughs, todo. Fue como si hablase con un confesor, o como si suplicase, como si suplicase al científico racional que no dejase que las cosas se desviasen de nuevo. Que no se volviese loco. Maya se escuchó balbucear, y se dio cuenta de lo asustada que estaba.
El parpadeó con una especie de comprensión neutra, de simpatía. Pero al fin se encogió de hombros y dijo muy poco. Ése era el general Sax, remoto, taciturno, que le hablaba desde el extraño mundo de su nueva mente.
—Dame doce meses —le dijo—. Necesito doce meses más.
—Muy bien, Sax. —Ella se sintió más tranquila—. Haré lo que pueda.
—Gracias, Maya.
Y se fue. Maya se quedó sentada, mirando la pantalla en blanco, exhausta, llorosa, aliviada. Absuelta, por el momento.
Retornó al trabajo con entusiasmo: se reunía con grupos casi cada semana y de cuando en cuando viajaba fuera de la red a Elysium o Tharsis para hablar con las células de las ciudades altas. Coyote se hacía cargo de sus viajes, y la llevaba por todo el planeta en vuelos nocturnos que le recordaron el sesenta y uno. Michel se ocupaba de su seguridad, y la protegía con ayuda de un grupo de nativos que incluía a varios ectógenos de Zigoto; la trasladaban de un piso franco a otro en las ciudades que visitaban. Y ella hablaba y hablaba. No se trataba sólo de conseguir que esperaran, también había que coordinarlos, forzándolos a admitir que estaban del mismo lado. A veces parecía que estaba llegando a alguna parte, podía verlo en la expresión del auditorio. Otras veces tenía que concentrar todos sus esfuerzos en refrenar (con frenos gastados, quemados) a los radicales. Estos ya eran muchos, y su número seguía creciendo: Ann y los rojos, los marteprimeros de Kasei, los bogdanovistas liderados por Mijail, los booneanos de Jackie, los árabes radicales liderados por Antar, uno de los muchos novios de Jackie, Coyote, Harmakhis, Rachel… Era como tratar de detener una avalancha en la que ella misma estaba atrapada, agarrando las rocas mientras caía con ellas. En esa situación, la desaparición de Hiroko empezó a perfilarse como un desastre.
Los ataques de deja vu regresaron, más intensos que nunca. Maya había vivido en Burroughs antes, en una época similar a aquélla…, quizá sólo fuera eso. Pero era tan angustioso, esa profunda y firme convicción de que todo había sucedido antes exactamente de la misma forma. Maya se levantaba e iba al cuarto de baño, y eso ciertamente ya había sucedido, incluyendo la rigidez y los pequeños dolores y molestias. Luego salía y se encontraba con Nirgal y algunos de sus amigos, y admitía que era una crisis, no una coincidencia. Todo había sucedido de la misma manera antes, era un mecanismo de relojería. Un golpe del destino. Muy bien, se decía, ignóralo. Ésta es la realidad. Somos criaturas del destino. Al menos no sabes lo que sucederá después.
Hablaba mucho con Nirgal, tratando de comprenderlo y de que él la comprendiera. Aprendió mucho de él; lo imitaba en las reuniones, imitaba su luminosa y abierta seguridad, que tanto atraía a la gente. Se hicieron muy famosos: salían en las noticias, estaban en la lista de los buscados por la UNTA. Ninguno de los dos podía andar despreocupadamente por la calle. Así que existía un vínculo entre ellos, y Maya aprendió cuanto pudo de él, y creía que Nirgal también aprendía de ella. Maya tenía influencia después de todo. Era una relación provechosa, su mejor vínculo con la juventud. Nirgal la hacía feliz, le daba esperanza.
¡Pero que todo sucediera en la garra despiadada del destino dominador! Lo ya visto, lo ya vivido; no era sino química cerebral, decía Michel, un simple retraso o repetición neuronal, que provocaba la sensación de que el presente era una especie de pasado. Y quizá lo fuera. Así que ella aceptó el diagnóstico y tomó las pastillas que él recetó sin queja ni esperanza. Por la mañana y por la noche abría el compartimiento donde él dejaba la medicación de toda la semana y tomaba las pastillas sin hacer preguntas. Ya no lo atacaba; no sentía la necesidad de hacerlo. Quizá la noche de vigilia en Odessa la había curado, o quizás el había dado con la mezcla adecuada de drogas. Ella así lo esperaba. Iba con Nirgal a las reuniones, regresaba al apartamento debajo de la academia de baile, exhausta. Y sin embargo sufría de insomnio. Su salud empeoró, enfermaba con frecuencia, tenía problemas digestivos, ciática, dolores en el pecho… Ursula aconsejó repetir el tratamiento gerontológico. Siempre ayuda, dijo. Y con las últimas técnicas de localización de cadenas rotas, es más rápido que nunca. Sólo tendría que perder una semana como mucho. Pero Maya no podía permitirse perder una semana. Más adelante, le dijo a Ursula. Cuando todo esto termine.
Algunas noches, cuando no podía dormir, leía sobre Frank. Se había llevado la fotografía del apartamento de Odessa, y ahora estaba pegada en la pared junto a su cama, en el piso franco de Hunt Mesa. Aún sentía la presión de esa mirada electrizante, y por eso pasaba las horas de insomnio leyendo sobre él, tratando de seguir sus esfuerzos diplomáticos. Esperaba encontrar cosas positivas que imitar y descubrir los fallos que debía evitar.
Una noche, después de una tensa visita a Sabishii y la comunidad que se ocultaba en el laberinto, Maya se quedó dormida sobre el atril, en el que había estado leyendo un libro sobre Frank. Entonces soñó con él y se despertó. Agitada, fue a la sala estar y bebió un vaso de agua; regresó y reanudó la lectura.
Ese libro se centraba en los años que mediaban entre la firma del tratado de 2057 y el comienzo de la insurrección de 2061, los años durante los que Maya había estado más cerca de el. Pero ella los recordaba muy vagamente, sólo algunos inconexos y fugaces momentos de eléctrica intensidad, separados por largas zonas en sombra. Y el texto no despertó en ella ningún sentimiento de reconocimiento, a pesar de que la mencionaba con cierta frecuencia. Una especie de jamais vu histórico.
Coyote dormía en el sofá, y murmuró algo en sueños, se despertó y miró alrededor, buscando el origen de la luz. Pasó por delante de Maya en dirección al baño y miró por encima del hombro de ella.
—Ah —exclamó entonces, enfáticamente—. Dicen muchas sobre él. — Y se alejó por el pasillo.
Cuando regresó, Maya dijo:
—Supongo que tú conoces mejor el tema.
—Sé cosas sobre Frank que ellos desconocen, eso seguro. Maya lo miró.
—Tú también estabas en Nicosia. —Entonces recordó haberlo leído en alguna parte.
—Pues sí, allí estaba.
Se dejó caer pesadamente en el sofá y miró al suelo.
—Vi a Frank esa noche, arrojando ladrillos contra las ventanas. Él sólito empezó los disturbios. —Levantó la vista y la miró—. Estuvo hablando con Selim el-Hayil en el parque del vértice media hora antes de que atacaran a John. Imagínate el resto.
Maya apretó los dientes y miró el atril, ignorándolo. Coyote se tendió en el sofá y empezó a roncar.
Esas noticias no eran nuevas. Y Zeyk lo había dejado claro, nadie conseguiría desenredar aquel nudo, sin importar lo que hubieran visto o pensaran que habían visto. Nadie podía estar seguro de nada sucedido en un pasado tan remoto, no se podía confiar en los recuerdos, que cambiaban sutilmente en cada evocación. Lo único fiable eran aquellas imágenes espontáneas que brotaban de las profundidades, las mémoires involuntaires, tan vividas que tenían que ser ciertas. Pero a menudo concernían a sucesos sin importancia. No. El relato de Coyote era tan poco digno de confianza como los demás.
Empezó a leer el texto de la pantalla.
Los esfuerzos de Chalmers para detener la oleada de violencia de 2061 fueron infructuosos sencillamente porque ignoraba la extensión real del problema. Como muchos de los Primeros Cien, se engañaba con respecto a la población real de Marte en 2050, que sobrepasaba el millón de personas. Persuadido de que Arkadi Bogdanov dirigía y coordinaba la resistencia, sólo porque lo conocía, ignoró la influencia de Oskar Schnelling en Koroliov, y de los ampliamente difundidos movimientos rojos, como Elysium Libre, o la de aquellos que abandonaron las colonias oficiales a centenares. Debido a la ignorancia y a la falta de imaginación, sólo abordó una pequeña fracción del problema.
Maya se incorporó y se desperezó, y echó una mirada a Coyote. ¿Era eso cierto? Trató de recordar esos años. Frank sí era consciente de todo aquello. «Jugando con las agujas, cuando son las raíces las que están enfermas.» ¿No le había dicho Frank eso durante ese período?
No lo recordaba. Jugando con las agujas cuando son las raíces las que están enfermas. La frase flotaba allí, aislada, separada de un contexto que podría haberle dado sentido. Pero Maya tenía la profunda certeza de que Frank sabía de la existencia de un gran cúmulo de resentimiento y resistencia oculto; ¡nadie había sido más consciente de eso que él! ¿Cómo podía ignorarlo el escritor? ¿Como podía cualquier historiador, sentado en una silla y escogiendo entre los informes, determinar qué cosas habían sabido ellos, o siquiera capturar el ambiente de ese momento, la naturaleza fragmentaria y caleidoscópica de la crisis diaria, cada momento de la tormenta que ellos habían vivido…?
Intentó recordar la cara de Frank, y surgió una imagen de él, sentado con aire desgraciado a una mesa de café, el asa blanca de una taza girando a sus pies. Ella había roto la taza, pero ¿por qué? No lo recordaba. Pasó deprisa las páginas del libro, volando sobre los meses con cada párrafo, el análisis seco completamente divorciado de lo que ella podría recordar. Entonces un frase llamó su atención, y leyó como si una mano la aferrase por el cuello y la forzara a hacerlo.
Desde su aventura en la Antártida, Toitovna ejerció una influencia sobre Chalmers que nunca se interrumpió, sin importar cuánto interfiriese en los planes de él. Asi, cuando Chalmers regresó de Elysium el mes anterior al inicio de la Sublevación, Toitovna se reunió con él en Burroughs, y pasaron una semana juntos, durante la cual fue evidente para todos que las cosas no iban bien entre ellos. Chalmers quería quedarse en Burroughs mientras durase la crisis; Toitovna quería que regresara a Sheffield. Una noche, él se presentó en uno de los cafés junto al canal tan perturbado y furioso que los camareros se inquietaron. Y cuando apareció Toitovna, creyeron que él estallaría. Pero se quedó sentado mientras ella le recordaba todo lo que habían compartido, lo que se debían, todo su pasado juntos. Y finalmente él cedió a sus deseos y regresó a Sheffield, donde fue incapaz de controlar la revolución.
Maya miró la pantalla. ¡Todo eso era mentira, mentira, nada de eso había sucedido! ¿Una aventura en la Antártida? ¡No, nunca, nunca!
Pero ella lo había enfrentado una vez en un restaurante… seguramente los habían observado… era difícil precisarlo. Ese libro era estúpido, pura especulación, en absoluto histórico. Quizá uno descubriría que todas las historias eran falsas si tuviese la posibilidad de regresar y ver las cosas. Todo mentiras. Intentó rememorar, apretó los dientes y se puso rígida, y los dedos se le curvaron como si quisiesen hurgar en su mente. Pero era como intentar clavarlos en la roca. No acudió a su mente ninguna imagen del encuentro en el café; las frases del libro las cubrían.
¡Ella le recordaba todo lo que habían compartido! ¡No! Una figura encorvada sobre una mesa, ahí estaba la imagen… y entonces él levantó los ojos hacia ella…
Pero la cara que le miraba era el rostro juvenil en la cocina de Odessa.
Maya gimió, se mordió los puños apretados y sollozó.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Coyote, soñoliento.
—No.
—¿Has encontrado algo?
—No.
Frank estaba siendo borrado por los libros. Y por el tiempo. Los años habían pasado, y para ella, incluso para ella, Frank Chalmers se estaba convirtiendo en una diminuta figura histórica entre otras muchas, remota, como si la hubiese enfocado con el extremo equivocado del telescopio. Un nombre en un libro. Alguien sobre el que leer, junto a Bismarck, Talleyrand, Maquiavelo. Su Frank… desaparecido para siempre.
Pasaba varias horas al día estudiando los informes de Praxis con Art tratando de encontrar pautas y de comprenderlas. Recibían tanta información a través de Praxis que ahora tenían el problema inverso al del período previo a la crisis de 2061; entonces no tenían información, ahora tenían demasiada. Cada día la situación se agravaba con una multitud de crisis, y Maya solía acabar al borde de la desesperación. Varias naciones miembros de la UN, todas clientes de Consolidados o de Subarashii, habían pedido la abolición del Tribunal Mundial, puesto que sus funciones eran superfluas. Muchas metanacionales habían secundado de inmediato la propuesta, y puesto que en sus comienzos el Tribunal Mundial había sido una agencia de la UN, había quienes decían que sería una acción legal y que obedecía a una razón histórica. Pero la primera consecuencia sería la interrupción de algunos arbitrajes en curso, lo que provocaría una guerra entre Ucrania y Grecia.
—¿Es que no hay responsables? —exclamó Maya—. ¿Quién ha planeado esta jugada?
—Algunas metanacionales tienen presidentes, y todas tienen consejos ejecutivos, que se reúnen y discuten las cosas, y deciden qué órdenes dar. Es como Fort y los dieciocho inmortales en Praxis, aunque Praxis es más democrática que la mayoría. Los consejos de las metanacionales designan un comité ejecutivo para la Autoridad Transitoria, y ésta toma algunas decisiones locales. Podría darte sus nombres, pero no creo que sean tan poderosos como los que llevan la batuta.
—No importa. —Por supuesto que había responsables. Pero nadie controlaba nada. Sucedía lo mismo en los dos bandos, sin duda. Al menos ése era el caso en la resistencia. El sabotaje, contra las plataformas del océano de Vastitas sobre todo, era pandémico ahora, y ella sabía de quién había sido la idea. Discutió con Nadia la conveniencia de comunicarse con Ann, pero Nadia negó con la cabeza.
—No hay ninguna posibilidad. No he conseguido hablar con Ann desde Dorsa Brevia. Es una de las rojas más radicales.
—Como siempre.
—Bien, no creo que antes lo fuera. Pero eso no importa ahora.
Maya meneó la cabeza con disgusto y volvió al trabajo. Pasaba cada vez más tiempo trabajando con Nirgal, recibiendo su instrucción y aconsejándole a su vez. Más que nunca él era su mejor contacto con la juventud, el más poderoso y además moderado. Nirgal quería esperar el desencadenante y entonces organizar una acción conjunta, igual que ella, y ésa era una de las razones por las que ella gravitaba en torno a él. Pero también influía el carácter de Nirgal, su calidez y su buen ánimo, la consideración que le demostraba. No podía ser más diferente de Jackie, aunque Maya sabía que los unía una compleja relación que se remontaba a la niñez. Pero últimamente parecían distanciados, lo que a ella no le desagradaba, y enemistados políticamente. Jackie, como Nirgal, era un líder carismático, y reclutaba mucha gente para las filas booneanas del grupo de Marteprimero, que abogaba por la acción inmediata, y eso la alineaba más con Harmakhis que con Nirgal. Maya hizo cuanto estuvo en su mano para apoyar a Nirgal en esta división entre los nativos: en las reuniones, defendía las políticas y acciones verdes, moderadas, no violentas, y coordinadas desde un centro. Pero advertía que a la mayoría de los nativos de las ciudades recientemente politizados les atraía Jackie y Marteprimero, radicales, rojos, violentos y anárquicos… Al menos ella lo veía así. Y las cada vez más frecuentes huelgas, manifestaciones, refriegas callejeras, sabotajes y ecotajes tendían a darle la razón.
Y no eran sólo los nativos los que se unían a Jackie; había también muchos inmigrantes descontentos, los que hacía poco que habían llegado. Esta tendencia desconcertaba a Maya, y lo comentó con Art.
—Bien —dijo el diplomáticamente—, es bueno tener el mayor número de inmigrantes posible de nuestra parte.
Cuando no estaba colgado del enlace con la Tierra, Art se pasaba el tiempo yendo y viniendo entre los grupos de la resistencia, tratando de ponerlos de acuerdo; aquélla era su línea de acción.
—¿Pero por qué se unen a ella precisamente? —preguntó Maya.
—Caramba… —dijo Art, agitando una mano—, ya sabes, esos inmigrantes llegan y ven las manifestaciones. Y preguntan y oyen historias, y creen que si participan en esas manifestaciones los nativos serán muy amables con ellos, ¿comprendes? Tal vez alguna joven nativa se mostrará muy cordial. Muy cordial. Así que allá van, pensando que si ayudan alguna de esas muchachas altas se los llevará a casa al final del día.
—Vamos, Art —dijo Maya.
—Bueno, ya sabes —dijo Art—, a algunos les pasa.
—Y de esa manera nuestra Jackie consigue sus nuevos reclutas.
—Bien, no me parece descabellado pensar que ocurre lo mismo con Nirgal. Y no estoy seguro de que la gente haga fiestas distintas entre ellos. Eso es un detalle, algo que tú percibes mejor que ellos.
Maya no contestó. Recordó a Michel diciéndole que era importante luchar por lo que amaba, además de hacerlo contra lo que odiaba. Y ella amaba a Nirgal, era cierto. Era un joven extraordinario, el mejor entre los nativos. No había que despreciar ese tipo de motivaciones, esa energía erótica que arrastraba a la gente a las calles… Sin embargo, si la gente fuese un poco más sensata… Jackie estaba llevándolos directamente hacia otra revuelta desordenada y espasmódica, y los resultados podían ser desastrosos.
—Ése es también uno de los motivos por los que la gente te sigue a ti, Maya.
—¿Qué…?
—Me has oído perfectamente.
—Vamos. No seas tonto.
Aunque era agradable oírlo. Quizás ella podría extender la lucha por el control a ese nivel también. Aunque estaría en desventaja. Crearía un partido de viejos. Bien, en realidad eso eran. En Sabishii habían acordado que los issei asumieran el control de la resistencia y la guiaran por la senda recta. Y muchos de ellos llevaban muchos años dedicados a eso. Pero lo cierto era que no había funcionado. Porque la nueva mayoría era una especie nueva con ideas propias. Los issei sólo podían cabalgar sobre el tigre, hacer lo que pudieran. Maya suspiró.
—¿Cansada?
—Exhausta. Este trabajo me matará.
—Descansa un poco.
—A veces, cuando hablo con esa gente me siento como una cobarde conservadora y cauta que no sabe decir otra cosa que no. No hagan esto, no hagan aquello, siempre. Estoy tan harta. Me pregunto a veces si Jackie no tendrá razón.
—¿Bromeas? —dijo Art abriendo mucho los ojos—. Tú eres quien está manteniendo en pie el espectáculo, Maya. Tú, Nadia y Nirgal. Y yo. Pero tú tienes el aura. —La fama de asesina, quería decir él—. Sólo estás cansada. Ve a descansar. Es casi el lapso marciano.
Algunas noches después, Michel la despertó: en el otro lado del planeta, unidades de seguridad de Armscor, supuestamente integradas en Subarashii, se habían apoderado del ascensor y habían echado a la policía regular de Subarashii. En la hora de incertidumbre que siguió, un grupo de Marteprimero había tratado de apoderarse del Enchufe, en las afueras de Sheffield. El intento fracasó y la mayor parte de los atacantes había muerto. Subarashii se había apoderado entonces de Sheffield, Clarke y todo lo que había en medio, y de buena parte de Tharsis. Ahora caía la tarde allí, y una gran muchedumbre se había lanzado a las calles para protestar por la violencia, o por la invasión, no lo habían acabado de decidir. Era inútil. Medio dormida, Maya vio con Michel a la policía, con trajes y cascos, romper la manifestación en segmentos y dispersarla con gases lacrimógenos y porras de goma.
—¡Estúpidos! —gritó Maya—. ¿Por qué hacen eso? ¡Van a conseguir que todo el poder militar terrano caiga sobre nosotros!
—Parece que se están dispersando —dijo Michel mirando la pequeña pantalla—. Quién sabe, Maya. Imágenes como éstas pueden encender a la gente. Ellos habrán ganado esta batalla pero perderán apoyo en todas partes.
Maya se tendió en un sofá frente a la pantalla, aún no lo suficientemente despierta como para pensar.
—Quizás —dijo—. Pero será más difícil que nunca refrenar a la gente el tiempo que Sax necesita.
Michel no le dio ninguna importancia al comentario.
—¿Cuánto tiempo espera que sigas ingeniándotelas?
—No lo sé.
Escucharon a los reporteros de Mangalavid describir los disturbios como acciones terroristas. Maya gimió. Spencer hablaba por otra IA con Nanao en Sabishii.
—El nivel de oxígeno está subiendo muy deprisa, tiene que haber algo ahí fuera sin genes suicidas. ¿Los niveles de dióxido de carbono? Si, están bajando deprisa también… Hay un puñado de bacterias fijadoras del carbono realmente eficaces ahí fuera, proliferando como las malas hierbas. Le he preguntado a Sax pero él sólo parpadea… Sí, está tan descontrolado como Ann. Y ella anda por ahí saboteando cualquier proyecto que se le pone a tiro.
Cuando Spencer cortó, Maya le preguntó:
—¿Cuánto tiempo pretende Sax que aguantemos? Spencer se encogió de hombros.
—Hasta que tengamos lo que él llama un desencadenante. O una estrategia coherente. Pero si no podemos detener a los rojos y Marteprimeros, poco importará lo que Sax quiera.
Las semanas pasaron lentamente. En Sheffield y Fosa Sur empezó una campaña de manifestaciones callejeras. Maya pensaba que sólo incrementaría la represión, pero Art las defendió.
—Tenemos que demostrarle a la Autoridad Transitoria lo amplia que es la resistencia, para que cuando llegue el momento no traten de aplastarnos por pura ignorancia, ¿me comprendes? En estos momentos necesitamos que se sientan rechazados y sobrepasados en número. Demonios, las grandes masas de gente en las calles son casi lo único que asusta a los gobiernos.
De todas maneras, Maya no podía hacer nada. Pasaban los días y ella sólo podía trabajar duro, viajando y hablando con grupos, mientras sus músculos se convertían en alambres tensos y casi no dormía, salvo una hora o dos cerca del alba.
Una mañana de la primavera septentrional de M-52, año 2127, Maya se despertó más descansada que de costumbre. Michel aún dormía. Se vistió y salió. Cruzó el gran paseo central hacia los cafés junto al canal. Eso era lo extraordinario de Burroughs: a pesar del estricto control de las fuerzas de seguridad en las puertas y estaciones, uno aún podía pasear por la ciudad a ciertas horas, y entre las multitudes el riesgo de ser detenida era ínfimo. Así que se sentó y bebió café y comió pastas y observó las bajas nubes grises que pasaban sobre la ciudad y seguían la pendiente de Syrtis hacia el dique, al este. La circulación del aire dentro de la tienda era rápida, para proporcionar un contrapunto cinético a lo que ocurría sobre sus cabezas. Era extraño. Se había acostumbrado a que el aspecto del cielo no se correspondiera con el viento de las tiendas. Los esbeltos tubos arqueados del puente entre el Monte Ellis y Hunt Mesa estaban poblados de figuras humanas, puntos de color que parecían hormigas, gente ocupada en sus tareas matinales, desarrollando vidas normales. Se puso de pie, pagó la cuenta e inició un largo paseo. Caminó junto a las hileras de blancas columnas Bareiss, subió hasta las nuevas tiendas por Princess Park, recorrió las colinas pingo, que se habían convertido en el emplazamiento de los apartamentos de moda. Allí, en el alto distrito occidental, uno podía mirar atrás y ver toda la ciudad, los árboles y los tejados divididos por el paseo y sus canales, las mesas enormes y muy separadas, semejantes a vastas catedrales. Sus extraños flancos de roca estaban cuarteados y estriados, y las centelleantes hileras de ventanas eran lo único que revelaba que habían sido vaciados y convertidos en ciudades, pequeños mundos sobre la roja llanura de arena, bajo la inmensa tienda invisible, conectados por pasarelas colgantes que brillaban como las burbujas de jabón. ¡Ah, Burroughs!
Regresó con las nubes, por calles estrechas flanqueadas de bloques de apartamentos y jardines, a Hunt Mesa y a su hogar bajo la academia de baile. Michel y Spencer habían salido, y ella estuvo un buen rato mirando por la ventana, viendo las nubes veloces sobre la ciudad, tratando de hacer el trabajo de Michel, echarle el lazo a sus estados de ánimo y arrastrarlos a una especie de centro estable. En el techo se oyeron unos golpes. Otra clase empezaba. Pero luego oyó golpes provenientes del vestíbulo, delante de la puerta, y llamaron con violencia. Abrió con el corazón agitado.
Eran Jackie, Antar, Nirgal, Art, Rachel, Frantz y el resto de los ectógenos, que entraron en tropel hablando a la velocidad del sonido, de manera que no pudo entender qué decían. Ella los recibió con toda la cordialidad que pudo, dada la presencia de Jackie, y entonces recobró el dominio y apartó todo rastro de odio de sus ojos, y habló con todos, incluso con Jackie, de sus planes. Habían ido a Burroughs a ayudar a organizar una manifestación en el parque del canal. Habían hecho correr la voz entre las células, y esperaban que un gran número de ciudadanos no alineados se unieran a ellos.
—Espero que esto no precipite ninguna represalia —dijo Maya. Jackie le dedicó una sonrisa triunfal, por supuesto.
—Recuerda, nunca podrán regresar —dijo.
Maya puso los ojos en blanco y fue a calentar agua, tratando de sofocar la amargura. Se reunirían con los líderes de todas las células de la ciudad, y Jackie se apropiaría de la reunión y exhortaría a la revolución inmediata, sin sentido ni estrategia. Y Maya no podía hacer nada para impedirlo…
Así que recogió los abrigos de todos, repartió plátanos y apartó pies de los cojines del sofá, sintiéndose como un dinosaurio en un clima nuevo, entre criaturas veloces y calientes que desdeñaban sus movimientos pesados.
Art la ayudó con las tazas de té, desaliñado y tranquilo como siempre. Maya le preguntó qué noticias tenía de Fort, y él la dio el informe diario sobre la Tierra. Subarashii y Consolidados eran atacadas por los ejércitos de lo que parecía ser una alianza fundamentalista, aunque ilusoria, porque el fundamentalismo cristiano y el musulmán se odiaban, y ambos despreciaban a los hindúes. Las grandes metanacionales habían utilizado a la nueva UN para advertir que defenderían sus intereses con las fuerzas necesarias. Praxis, Amexx y Suiza habían pedido la intervención del Tribunal Mundial, y también la India, pero nadie más.
—Al menos aún temen al Tribunal Mundial —dijo Michel.
Pero para Maya era evidente que el metanatricidio estaba degenerando en una guerra entre los acaudalados y los «mortales», que podía ser mucho más explosiva: guerra total, y no decapitación.
Art y ella conversaron sobre la situación mientras servían el té. Espía o no, Art conocía la Tierra, y tenía un juicio político incisivo que a ella le parecía muy útil. Era como una versión dulce de Frank, y aunque no podía precisar por qué, la complacía oscuramente. Nadie advertiría nunca tal semejanza en ese hombre corpulento y sigiloso, sólo ella.
Entonces empezó a llegar más gente al apartamento, los líderes de las células y visitantes de fuera de la ciudad. Maya se sentó y escuchó hablar a Jackie. Todos los miembros de la resistencia, pensó Maya, actuaban sólo en representación de sí mismos, pero la manera en que Jackie utilizaba a su abuelo como un símbolo, haciéndolo ondear como sí fuera una bandera para reunir a sus tropas, era repugnante. No era John lo que había atraído a los seguidores, sino la blusa escotada de sucia mujerzuela de Jackie. No le extrañaba que Nirgal se hubiese distanciado de ella.
Ahora los arengaba con su mensaje incendiario de costumbre, defendiendo con entusiasmo la rebelión inmediata, sin importar que hubiese una estrategia acordada. Y para los llamados booneanos, Maya no era más que una vieja amante del gran hombre, o quizá la razón por la que había muerto: una odalisca fósil, una vergüenza histórica, el objeto del deseo de los hombres, como Helena de Troya convocada por Fausto, insustancial y extraña. ¡Aj, era desesperante! Pero mantuvo una expresión de calma, se levantó y fue a la cocina con el pensamiento en otra parte, haciendo lo que se esperaba de las amantes, mantener a la gente cómoda y alimentada. No podía hacer otra cosa.
En la cocina, se quedó mirando los tejados por la ventana. Había perdido la influencia que alguna vez había tenido sobre la resistencia. Todo iba a desmoronarse antes de que Sax o alguno de ellos considerase que estaban listos. Jackie vociferaba con animación en la sala de estar, organizando una manifestación que tal vez reuniría a diez mil personas en el parque, o quizá a cincuenta mil, nadie podía decirlo. Y si las fuerzas de seguridad respondían con gases lacrimógenos y porras, habría heridos, incluso muertos; muertos sin ningún propósito que podrían haber vivido mil años. Y sin embargo, Jackie seguía hablando, entusiasmada, flamígera. El sol centelleó en lo alto a través de un claro entre las nubes, como plata brillante, ominosamente grande. Art entró en la cocina y se sentó a la mesa; activó su IA y pegó la cara a ella.
—He recibido una nota de la sede de Praxis. —Leyó la pantalla, con la nariz pegada a ella.
—¿Es que eres corto de vista? —exclamó Maya con irritación.
—No creo… ¡Dios mío! ¿Está Spencer ahí fuera? Dile que venga rápidamente.
Maya fue hasta la puerta y le hizo señas a Spencer. Jackie continuaba hablando. Spencer se sentó junto a Art, ahora apoyado en el respaldo, con los ojos fuera de las órbitas y boquiabierto. Spencer leyó durante cinco segundos y también se echó hacia atrás y miró a Maya con una extraña expresión.
—¡Ya lo tenemos! —dijo.
—¿Qué?
—El desencadenante.
Maya se acercó a él y leyó por encima de su hombro.
Se agarró a Spencer, invadida por una extraña sensación de ingravidez. Ya no tendría que retener más la avalancha, había cumplido con su misión, lo había conseguido. A las puertas del fracaso, el destino había vuelto las tornas.
Nirgal entró en la cocina para preguntar qué ocurría, atraído por el tono de sus voces. Art se lo explicó con la mirada brillante, sin poder ocultar su excitación. Nirgal se volvió a Maya y preguntó:
—¿Es cierto?
Ella lo habría podido besar. En vez de eso, se limitó a asentir con la cabeza, desconfiando de su voz, y fue a la sala de estar. Jackie seguía con su arenga y a Maya le causó un placer inmenso interrumpirla.
—Se suspende la manifestación.
—¿Qué quieres decir? —exclamó Jackie, sorprendida y molesta—.
¿Por qué?
—Porque vamos a iniciar una revolución.