Érase una vez un rey que hizo la promesa

de construir un convento en Mafra.

Érase una vez la gente que construyó ese convento.

Érase una vez un soldado manco y una mujer

que tenía poderes.

Érase una vez la historia de un amor

sin palabras de amor.

Érase una vez un cura que quería volar

y murió loco.

Érase una vez un músico.

Érase una vez una passarola.

Érase una vez.

«Son muchos los ecos que esta novela fascinante deja en la memoria, pero, sobre todo, el de su historia de amor resuena sobre el resto de la acción como una flauta en medio de una gran orquesta»

The New York Times Book Review.

Para a forca hia um homen: e outro que o encontrou lhe dice: Que he isto senhor fulano, assim vay v. m.? E o enforcado respondeo: Yo no voy, estes me lleban.

P. MANUEL VELHO

Je sais que je tombe dans l’inexplicable, quand j’affirme que la realité- cette notion si flottante-, ta connaissance la plus exacte possible des êtres est notre point de contac, et notre voie d’accès aux choses qui dèpassent la realité.

MARGUERITE YOURCENAR


Don Juan, quinto de este nombre en el orden real, irá esta noche al dormitorio de su mujer, Doña María Ana Josefa, llegada hace más de dos años desde Austria para dar infantes a la corona portuguesa y que aún hoy no ha quedado preñada. Ya se murmura en la corte, dentro y fuera de palacio, que es probable que la reina sea machorra, insinuación muy resguardada de orejas y bocas delatoras y que sólo entre íntimos se confía. Ni se piensa que la culpa sea del rey, primero porque la esterilidad no es mal de hombres, de mujeres sí, por eso son repudiadas tantas veces, y segundo, y prueba material por si preciso fuere, que abundan en el reino los bastardos de real simiente y siguen aumentando. Además, quien se extenúa implorando al cielo un hijo no es el rey, sino la reina, y también por dos razones. La primera es que un rey, y aún más si lo es de Portugal, no pide lo que sólo en su poder está dar, la segunda razón porque siendo la mujer, naturalmente, vaso de recibir, ha de ser naturalmente suplicante, tanto en novenas organizadas como en oraciones ocasionales. Pero ni la pertinacia del rey, que, salvo dificultad canónica o impedimento fisiológico, dos veces por semana cumple vigorosamente su débito real y conyugal, ni la paciencia y humildad de la reina, que, oraciones aparte, se sacrifica a una inmovilidad total después de que su esposo se retira de ella y de la cama, para que no se perturben en su acomodo generativo los líquidos comunes, escasos los suyos por falta de estímulo y de tiempo, y cristianísima retención moral, pródigos los del soberano, como se espera de un hombre que aún no ha cumplido veintidós años, ni esto ni aquello hincharon hasta hoy el vientre de Doña María Ana. Pero Dios es grande.

Casi tan grande como Dios es la basílica de San Pedro de Roma que el rey está levantando. Es una construcción sin fosos ni fundamentos, asentada en el tablón de una mesa que no precisaría ser tan sólida para la carga que soporta, miniatura de basílica dispersa en pedazos por encajar según el antiguo sistema del machihembrado, que, con mano reverente, van siendo cogidos por los cuatro gentileshombres de servicio. El arca de donde los retiran huele a incienso, y los terciopelos carmesíes que los envuelven, separadamente para que no se raye el rostro de la estatua con la arista del pilar, refulgen a la luz de los grosísimos blandones. Va la obra adelantada. Ya todas las paredes están firmes en los goznes, aplomadas se ven las columnas bajo la cornisa recorrida por latinas letras que explican el nombre y el título de Paulo V Borghese y que el rey hace mucho dejó de leer, aunque aún sus ojos se complazcan en el número ordinal de aquel papa, por vía de igualdad con el suyo propio. En rey sería defecto la modestia. Va ajustando en los orificios adecuados de la cornisa las figuras de los profetas y los santos, y por cada una hace reverencia el camarero, abre las dobleces preciosas del terciopelo, ahí está una estatua ofrecida en la palma de la mano, un profeta boca abajo, un santo que cambió los pies por la cabeza, pero en estas involuntarias irreverencias nadie repara, tanto más cuanto que el rey, inmediatamente, reconstituye el orden y la solemnidad que conviene a las cosas sacras enderezando y poniendo en su lugar las vigilantes entidades. Desde lo alto de la cornisa lo que ellas ven no es la Plaza de San Pedro, sino al rey de Portugal y a los gentileshombres de cámara que lo sirven. Ven el entarimado de la tribuna, las celosías que dan a la capilla real, y mañana, a la hora de la misa primera, si entre tanto no han regresado a los terciopelos y al arca, verán al rey devotamente acompañando el santo sacrificio, con su séquito, del que ya no serán parte estos hidalgos que aquí están porque se acaba la semana y entran otros de servicio. Bajo esta tribuna en que estamos, otra hay también velada por celosías, pero sin construcción de armar, fuese capilla o ermitorio, donde apartada asiste la reina al oficio, ni siquiera la santidad del lugar ha sido propicia a la gravidez. Ahora sólo falta colocar la cúpula de Miguel Ángel, aquel arrebato de piedra, aquí en fingimiento, que, por sus excesivas dimensiones, está guardado en arca aparte, y siendo ése el remate de la construcción le será dado diferente aparato, que es el de ayudar todos al rey, y con un ruido retumbante se ajustan los dichos machos y hembras en sus mutuos encajes, y la obra queda lista. Si el poderoso son, que resonará por toda la capilla, llega, por salas y extensos corredores, al cuarto o cámara donde la reina espera, sepa ella que su marido viene ahí.


Que espere. Por ahora aún el rey está preparándose para la noche. Lo desnudaron los camareros, lo vistieron con el traje de la función y del estilo, pasadas las ropas de mano en mano tan reverentemente como reliquias de santas que hubieran trasladado doncellas, y esto ocurre en presencia de otros criados y pajes, este que abre el gran cajón, aquél aparta la cortina, uno alza el velón, otro le amortigua el brillo, dos que no se mueven, dos que imitan a éstos y tantos que no se sabe qué hacen ni para qué están. Al fin, tras tanto esfuerzo de todos, quedó dispuesto el rey, uno de los hidalgos rectifica el pliegue final, otro ajusta el cuello bordado, antes de un minuto estará Don Juan V camino del cuarto de la reina. El cántaro está a la espera de la fuente.

Pero entra ahora Don Nuno da Cunha, que es el obispo inquisidor y trae consigo a un franciscano viejo. Entre pasar adelante y decir el recado hay reverencias complicarlas, floreos de aproximación, pausas y retrocesos, que son las fórmulas de acceso a la vecindad del rey, y todo esto habremos de dar por hecho y explicado vista la prisa que trae el obispo y considerando el temblor inspirado del fraile. Se retiran en un aparte Don Juan V y el inquisidor, y éste dice, Ese que está ahí es fray Antonio de San José, a quien, hablándole yo de la tristeza de vuestra majestad por no haberle dado hijos la reina nuestra señora, pedí que encomendara vuestra majestad a Dios para que le diera sucesión, y él me respondió que vuestra majestad tendrá hijos si quiere tenerlos, y entonces le pregunté qué quería decir con tan oscuras palabras, dado que es sabido que hijos vuestra majestad quiere tenerlos, y él me respondió, con palabras al fin muy claras, que si vuestra majestad prometiera levantar un convento en la villa de Mafra, Dios le daría sucesión, y habiendo declarado esto se calló Don Nuno e hizo un gesto al frailuco.


Preguntó el rey, Es verdad lo que acaba de decirme su eminencia, que si yo prometo levantar un convento en Mafra tendré hijos, y el fraile respondió, Es verdad, señor, pero sólo si el convento es franciscano, y volvió el rey, Cómo lo sabéis, y fray Antonio dijo, Lo sé, no sé cómo he llegado a saberlo, yo soy sólo la boca de que la verdad se vale para hablar, la fe no tiene más que responder, construya vuestra majestad el convento y en seguida tendrá sucesión; no lo construya y Dios decidirá. Con un gesto mandó el rey al fraile que se retirase, y luego preguntó a Don Nuno da Cunha, Es virtuoso este fraile, y el obispo respondió, No hay otro que lo sea más en su orden. Entonces Don Juan, el V de su nombre, seguro así sobre el mérito del empeño, levantó la voz, para que claramente lo oyese quien allí estaba y mañana lo supieran ciudad y reino, Prometo, por mi palabra real, que haré construir un convento de franciscanos en la villa de Mafra si la reina me da un hijo en el plazo de un año a contar de este día en que estamos, y todos dijeron, Dios oiga a vuestra majestad, y nadie allí sabía quién iba a ser puesto a prueba, si el mismo Dios, si la virtud de fray Antonio, si la potencia del rey, o, al fin, la dificultosa fertilidad de la reina.

Doña María Ana conversa con su camarera mayor portuguesa, la marquesa de Unhão. Han hablado ya de las devociones del día, de la visita realizada al convento de las carmelitas descalzas de la Conceição dos Cardais y de la novena de San Francisco Javier, que se iniciará mañana en San Roque, es el hablar de la reina y la marquesa jaculatorio y al mismo tiempo lacrimoso cuando dicen los nombres de los santos, pungitivo si hay mención de martirios o sacrificios particulares de clérigos y monjas, aunque unos y otros no excedan la sencilla maceración del ayuno o el oculto flagelo del cilicio. Pero el rey se ha anunciado ya, y viene con el ánimo encendido, estimulado por la conjunción mística del deber carnal y de la promesa que hizo a Dios por medio de los buenos oficios de fray Antonio de San José. Entraron con el rey dos camareros que lo aliviaron de las ropas superfluas, y lo mismo hace la marquesa con la reina, de mujer a mujer, con ayuda de otra dama, condesa, más una camarera mayor no menos graduada, que vino de Austria, es el cuarto una asamblea, las majestades que se hacen mutuas reverencias, no se acaba el ceremonial, al fin se retiran los gentileshombres de cámara por una puerta, las damas por otra, y en las antecámaras permanecerán a la espera de que acabe la función, a fin de que el rey regrese acompañado a su cuarto, cuarto que fue de la reina su madre en tiempos de su padre, y vengan las damas a éste a cobijar a Doña María Ana con el edredón de plumas que también trajo de Austria y sin el que no puede dormir, sea invierno o verano. Y es por causa de este edredón, sofocante hasta en el frío febrero, que Don Juan no pasa toda la noche con la reina, al principio sí, por ser aún mayor la novedad que el incomodo, que no lo era pequeño el sentirse bañado en sudores propios y ajenos, con una reina tapada hasta la cabeza, recocido en olores y secreciones. Doña María Ana, que no ha venido de país cálido, no soporta el clima de éste. Se cubre toda con un inmenso y altísimo edredón, y así se queda, enroscada como topo que encontró piedra en su camino y anda pensando por qué lado ha de seguir excavando su galería.

Visten la reina y el rey camisas largas, que por el suelo arrastran, la del rey sólo la fimbria bordada, la de la reina una buena cuarta más, para que ni la punta de los pies se vea, el dedo gordo o los otros, de las impudicias conocidas tal vez sea ésta la más osada. Don Juan V conduce a Doña María Ana al lecho, la lleva de la mano, como en un baile el caballero a su dama, y antes de subir los pequeños escalones, cada uno por su lado, se arrodillan y dicen las oraciones precautorias necesarias para no morir en pleno acto carnal sin confesión, para que de esta nueva tentativa resulte fruto, y sobre este punto tiene Don Juan V razones dobladas para esperar, confianza en Dios y en su propio vigor, por eso dobla la fe con que al propio Dios impetra sucesión. En cuanto a Doña María Ana, es de suponer que esté orando por los mismos favores, si por ventura no tiene motivos particulares que los dispensen y sean secreto de confesionario.

Se han acostado ya. Ésta es la cama que vino de Holanda cuando la reina vino de Austria mandada hacer de propósito por el rey, la cama, a quien costó setenta y cinco mil cruzados, que en Portugal no hay artífices de tanto primor, y, si los hubiera, sin duda ganarían menos. Para un mirar distraído, ni se sabe si es de madera el magnífico mueble, cubierto como está por la armazón preciosa, tejida y bordada de florones y relieves de oro, eso por no hablar del dosel, que podría servir para cubrir al papa. Cuando la cama fue aquí puesta y armada aún no había en ella chinches, tan nueva era, pero después, con el uso, el calor de los cuerpos, las migraciones en el interior del palacio, o de la ciudad para adentro, que de dónde viene esta ventregada de bichejos es algo que no se sabe, y siendo tan rica de materia y adorno no se le puede aproximar un trapo ardiendo para quemar el enjambre, y no hay más remedio, aun no siéndolo, que pagar a San Alejo cincuenta reis al año, a ver si libra a la reina, y nos libra a nosotros todos, de la plaga y el picor. En noches que viene el rey, las chinches tardan más en empezar a atormentar, por mor del bullicio de los colchones, que son bichos que gustan de sosiego y gente adormecida. Allá en la cama del rey hay otros a la espera de su quiñón de sangre, que no la encuentran ni mejor ni peor que la otra de la ciudad, azul o natural. Doña María Ana tiende al rey la manita sudada y fría, que incluso tras calentarse al cobijo del edredón se hiela pronto en el aire gélido del cuarto, y el rey, cumplido ya el débito, y esperándolo todo del convencimiento y creativo esfuerzo con que lo cumplió, se la besa como a reina y futura madre, si no es que fray Antonio de San José ha ido demasiado lejos en su presunción. Es Doña María Ana quien tira del cordón de la campanilla, entran por un lado los gentileshombres del rey, por otro las damas, flotan olores diversos en la atmósfera pesada, uno lo identifican fácilmente, que sin lo que lo causa no son posibles milagros como el que esta vez se espera, porque la otra, la tan comentada, incorpórea fecundación, fue una vez y no sirva como ejemplo, sólo para mostrar que Dios, cuando quiere, no precisa de los hombres, aunque no pueda dispensarse de mujeres.

Aunque insistentemente tranquilizada por el confesor, tiene Doña María Ana, en estas ocasiones, grandes escrúpulos de alma. Retirados el rey y los gentileshombres, acostadas ya las damas que la sirven y protegen su sueño, siempre piensa la reina que sería obligado levantarse para sus últimas oraciones, pero, obligada por los médicos a hacer la clueca, se contenta con murmurarlas hasta el infinito, pasando cada vez más lentamente las cuentas del rosario, hasta que se queda dormida en medio de un Dios te salve María llena eres de gracia, al menos a ella le fue todo tan fácil, bendito sea el fruto de tu vientre, y es en el de su ansiado propio en el que piensa, al menos un hijo, Señor, al menos un hijo. De este involuntario orgullo nunca se confesó, por ser distante e involuntario, tanto que si fuera llamada a juicio juraría, con verdad, que siempre se había dirigido a la Virgen y al vientre que ella tuvo. Son meandros del subconsciente real, como aquellos otros sueños que siempre Doña María Ana tiene, a ver quién los explica, cuando el rey viene a su cuarto, que es verse atravesando el Terreiro do Paço hacia la parte de los mataderos, levantando la falda por delante y patinando en un cieno aguado y pegajoso que huele a lo que huelen los hombres cuando descargan, mientras el infante Don Francisco, su cuñado, cuyo antiguo cuarto ahora ocupa, y algún hechizo queda de él allí, danza a su alrededor, alzado en zancos, como una cigüeña negra. Tampoco de este sueño dio nunca cuenta al confesor, y qué cuentas le iba a dar él a su vez, siendo, como es, caso omiso en el manual de la perfecta confesión. Quede Doña María Ana en paz, dormida ya, invisible bajo la montaña de plumas, mientras las chinches empiezan a salir de las hendeduras, de las dobleces, y se dejan caer desde lo alto del dosel, haciendo así más rápido el viaje.

También Don Juan V soñará esta noche. Verá alzarse de su sexo un árbol de Jessé, frondoso y poblado todo de los ascendientes de Cristo, hasta al mismo Cristo, heredero de todas las coronas, y después disiparse el árbol y en su lugar alzarse, poderosamente, con altas columnas, torres de campanas, cúpulas y torreones, un convento de franciscanos, como se puede ver por los hábitos de fray Antonio de San José, que está abriendo, de par en par, las puertas de la iglesia. No es vulgar en reyes un temperamento así, pero de ellos Portugal siempre ha estado bien servido.


Y bien servido de milagros también. Aún es pronto para hablar de este que se prepara, y que, por otra parte, no es exactamente un milagro sino favor divino, descenso de mirada piadosa y propiciatoria hacia un vientre esquivo, esto será el nacimiento del infante cuando llegue la hora, pero es justamente tiempo de mencionar veros y certificados milagros que, por venir de la misma y ardentísima zarza franciscana, bien auguran la promesa del rey.

Véase si no el célebre caso de la muerte de fray Miguel de la Anunciación, provincial electo que fue de la orden tercera de San Francisco, cuya elección, dicho sea de paso pero no fuera de propósito, se hizo con guerra encendida que contra ella y él levantó la Parroquial de Santa María Magdalena, por oscuros celos, con tal saña que a la muerte de fray Miguel aún andaba en pleitos y no se sabe cuándo iban a ser juzgados de una vez, si es que al fin lo eran, entre sentencia y recurso, entre conciliación y agravio, hasta que la muerte viniera a cerrar el proceso, cosa que ocurrió. Lo cierto es que no murió el fraile de corazón despedazado, sino de una maligna tifoidea o tifus, si no fue otra fiebre sin nombre, remate común de una vida en ciudad de tan pocas fuentes de agua para beber y donde los gallegos no dudan en llenar los barriles en las fuentes de los caballos, y así mueren, inmerecidamente, los provinciales. Sin embargo, era fray Miguel de la Anunciación de tan compasiva naturaleza que, hasta después de muerto, pagó con bien el mal, y si vivo había hecho caridades, difunto obraba maravillas, siendo la primera el desmentir a los médicos que temían que se corrompiera el cuerpo aceleradamente y por eso recomendaron abreviada sepultura, y no se corrompió el carnal despojo, antes bien, por espacio de tres días enteros embalsamó la iglesia de Nuestra Señora de Jesús, donde estuvo expuesto, con suavísimo aroma, y el cadáver no estaba rígido, al contrario, blandamente los miembros todos se dejaban mover, como si estuviese vivo.

Segundas y terceras maravillas, pero de valor primerísimo, fueron los milagros propiamente dichos, tan señalados e ilustres que acudió el pueblo de toda la ciudad a observar el prodigio y beneficiarse de él, pues quedó autentificado que en dicha iglesia fue dada vista a ciegos, y pies a cojos, y era tanta la afluencia que en los escalones del atrio había puñetazos y puñaladas para entrar, y algunos perdieron la vida, que luego, ni por milagro les fue restituida. O tal vez sí, si pasados tres días, y siendo grande la alarma, de allí no se hubiesen llevado el cuerpo, a escondidas, y a escondidas lo enterraran. Privados de esperanza de cura mientras no constase el fallecimiento de otro bienaventurado, allí mismo anduvieron a bofetadas de pura fe y puro desespero, ciegos y mancos, si es que a éstos les sobraba mano, en gritos todos y en invocaciones a cuantos santos hay, hasta que los frailes salieron a bendecir aquel ayuntamiento, y con eso, a falta de cosa mejor, se fueron todos.

Pero ésta, confesémoslo sin vergüenza, es una tierra de ladrones, ojo que ve, mano que se dispara, y siendo la fe tanta, aunque no siempre bien recompensada, mayor es el descaro y la impiedad con que se asaltan iglesias, como ocurrió sin ir más lejos el año pasado, en Guimarães, también en la de San Francisco, quien, por haber despreciado en vida tan sólidos bienes, consiente que se le lleven todo en la eternidad, menos mal que tiene la orden la vigilancia de San Antonio, que, ése, se resigna mal a que le vacíen altares y capillas, como en Guimarães se vio y en Lisboa se ha de ver.

En aquella ciudad fueron, pues, los ladrones a robar, entrando al efecto por una ventana, adonde el santo, jovialmente, fue a recibirlos, pegándoles con eso tan gran susto que hizo caer desamparado a quien más alto en la escalera estaba, cierto es que sin ningún hueso partido, pero tan tullido quedó que ya no va a poder moverse más, y queriendo los compañeros llevárselo de allí, que no son raros tampoco entre ladrones los generosos y abnegados de corazón, no lo consiguieron, caso, por otra parte, no inédito pues ya le sucedió a Inés, hermana de Santa Clara, cuando aún San Francisco andaba por el mundo, hace exactamente quinientos años, en mil doscientos once, pero no era por robo el caso de ella, o de robo sería, porque al Señor se la querían robar. Allí quedó el ladrón, como si la mano de Dios lo estuviera clavando al suelo o la garra del diablo lo sostuviera desde las profundidades, allí quedó hasta el día siguiente, cuando dieron con él las gentes del barrio y luego lo llevaron, ya sin esfuerzo y con peso natural, al altar del mismo santo para que lo sanara, milagro obrado de forma original, pues se vio sudar copiosamente a la imagen de San Antonio, y durante tanto tiempo que dio para que llegaran jueces y escribanos a dar fe del prodigio, que fue éste el de sudar la madera y también que se curó el ladrón al pasarle por la cara una toalla húmeda de aquel humor bendito. Y con esto quedó el hombre sano, salvo y arrepentido.

Pero no todos los delitos llegan a averiguarse. En Lisboa, por ejemplo, no habiendo sido el milagro menos notorio, aún hoy está por aclarar quién fue el del asalto, por más que se permitan algunas sospechas, afortunadamente absueltas, como quien de ellas fue objeto, por la buena intención que en definitiva lo motivara. Fue el caso que en el convento de San Francisco de Xabregas entraron los rateros, o entró un ratero, por la claraboya de una capilla contigua a la de San Antonio, y fue, o fueron, al altar mayor, y en un credo afanaron las tres lámparas que allí había. Descolgar las lámparas de los ganchos, cargar con ellas a oscuras por mayor cautela, arriesgarse a tropezones, tropezar incluso y hacer ruido sin que nadie acudiera a indagar el porqué de aquel barullo, sería como para sospechar un prodigio o complicidad de algún santo desvariado si no fuera que en aquel mismo momento empezaron a sonar la campana y la matraca con su acostumbrado zafarrancho despertando a los frailes para los maitines. Pudo por ello el ladrón escapar a salvo, y si más barullo hiciera no lo habrían oído, viéndose así hasta qué punto conocía el asaltante las costumbres de la casa.


Empezaron los frailes a entrar en la iglesia y la hallaron a oscuras. Ya estaba conforme el hermano responsable con el castigo que no dejarían de aplicarle por una falta que no sabría explicar, cuando se observó, y fue confirmado por el tacto y el olor, que no era aceite lo que faltaba, que allí estaba derramado por el suelo, sino las lámparas, que de plata eran. Estaba aún fresco el desacato, si así se puede decir, pues las cadenas de donde habían colgado las susodichas lámparas oscilaban aún mansamente, diciendo, en lenguaje de alambre, Hace poco, hace poco.

Salieron de inmediato algunos religiosos a las calles próximas, repartidos en patrullas, que si atrapan al ladrón no se sabe lo que misericordiosamente iban a hacer de él, pero no dieron ni con su rastro, o con el de la cuadrilla, si lo era, caso que no debe sorprendernos por cuanto pasaba ya de medianoche y estaba la luna en el menguante. Sofocáronse los frailes recorriendo las cercanías a paso de carga, y regresaron al fin al convento con las manos vacías. Entre tanto, otros religiosos, pensando que podría el ladrón, con fina astucia, haber permanecido oculto en la iglesia, dieron por ella una vuelta completa desde el coro a la sacristía, y fue cuando andaban en este alborozado escudriñar, toda la congregación batiendo las sandalias y las faldas del hábito, levantando las tapas de los arcones, apartando armarios, sacudiendo paramentos, cuando un fraile viejo, conocido por su vida virtuosa y su brava religión, reparó en que el altar de San Antonio no había sido tocado por aquellas rateras manos pese a ser abundantísima en él la plata, rica en peso, labor y pureza. Sorprendió a aquel pío varón, y nos sorprendería a nosotros si allí estuviésemos, porque, siendo manifiesto que por aquella claraboya entró el ladrón y al altar mayor fue a robar las lámparas, tuvo que pasar por delante de la capilla de San Antonio, que estaba de camino. Con toda razón, pues, volvióse el fraile para increpar a San Antonio como siervo poco celoso de sus obligaciones. Y vos, Santo, sólo guardáis la plata que os toca, y dejáis que se lleven la otra, pues ahora os vais a quedar sin ninguna, y dichas estas violentísimas palabras se fue a la capilla y empezó a despojarla, quitando de allí, no sólo plata, sino mantos y adornos, y no sólo en la capilla, sino también al propio santo, que vio cómo se llevaban su corona de quita y pon, y la cruz, y hasta sin Niño se habría quedado si los otros religiosos no hubieran acudido, pensando que el castigo era excesivo y advirtiendo que lo dejara para consuelo del pobre castigado. Meditó un poco el fraile la advertencia, y remató, Pues que se quede como fiador mientras el santo no devuelva las lámparas. Y como con todo esto eran ya más de las dos pasada la medianoche, tiempo gastado en la rebusca y, al fin, en el recriminatorio lance relatado, se recogieron los frailes para dormir, temiendo algunos que se vengara el santo de aquel insulto.

Al otro día, serían las once cuando llamó a la portería del convento un estudiante, de quien conviene aclarar que llevaba años pretendiendo el hábito de la casa y frecuentando con gran asiduidad a los frailes de ella, y se da esta información, primero, por ser verdadera y servir siempre para algo la verdad, y, segundo, para ayudar a quien se dedique a descifrar enigmas, o a hacer crucigramas cuando los haya, en fin, llamó el estudiante a la puerta del convento y dijo que quería hablar con el prelado. Lo llevaron a su presencia, le besó la mano o el cordón del hábito, si no la fibria, que esto no se acabó nunca de saber con certeza, y declaró haber oído contar en la ciudad que las lámparas estaban en el convento de Cotovía, de los padres de la Compañía de Jesús, más allá del Barrio Alto de San Roque. Dudó el prelado, dada la insuficiencia manifiesta del portador de la noticia, estudiante a quien sólo por tanto aspirar a fraile no tenían por un truhán, aunque tampoco sea tan raro encontrarse esto en aquello, y luego por la inverosimilitud de que alguien fuera a devolver a Cotovía lo hurtado en Xabregas, sitios tan opuestos y distantes, órdenes tan poco parientes, en la distancia casi una legua a vuelo de pájaro, y en lo demás unos de negro y otros de pardo, que aun eso sería lo de menos, que por la casca no se conoce el fruto y sí sólo cuando se le mete el diente. Mandaba no obstante la prudencia que se averiguara el aviso, y así fue un grave religioso, acompañado por dicho estudiante, desde Xabregas a Cotovía, ambos a pie, entrando en la ciudad por la Puerta de Santa Cruz, y si para completa ciencia del caso importa saber qué otro camino tomaron hasta su destino, dígase entonces que pasaron por delante de la iglesia de Santa Estefanía, y, después, al lado de la iglesia de San Miguel, y luego por la iglesia de San Pedro, para entrar por la puerta de su nombre y descender luego por el Postigo del Conde de Linhares; después, todo derecho, por la Puerta del Mar hasta el Pelourinho Velho, son todos nombres y lugares de los que sólo quedó el recuerdo, evitaron la Rua Nova dos Mercadores por ser grave el religioso y de práctica usuraria hasta hoy la dicha calle, y habiendo pasado por el lado de Rossío fueron a dar al Postigo de San Roque, y, en fin, llegaron a Cotovía, donde llamaron y entraron, y conducidos ante el rector, dijo el fraile, Este estudiante que viene aquí conmigo fue a Xabregas diciendo que están aquí nuestras lámparas, robadas ayer noche, Así es, por lo que me han contado eran cerca de las dos cuando llamaron a la portería con insistencia y preguntando el portero qué querían, respondió una voz que abrieran en seguida la puerta porque se iba a efectuar una restitución, y llegado el portero a darme noticia del insólito caso, mandé abrir la puerta y encontramos las lámparas, un tanto abolladas y rotas las guarniciones, pero aquí están, y si les falta algo es que ya faltaba cuando se las robaron. Y vieron quién fue el de la llamada, Eso no lo vimos, que aunque salieron unos padres a la calle no encontraron a nadie.

Volvieron las lámparas a Xabregas, y ahora piense cada uno lo que quiera. Habrá sido el estudiante, tunante al fin, y bellaco, que preparó su estratagema para entrar por aquellas puertas y vestir hábito de franciscano, como de hecho hizo, y para eso robó y fue a entregar, con mucha esperanza de que la bondad de la intención le perdonase la fealdad del pecado en el día del juicio final. Habrá sido San Antonio, que, habiendo realizado hasta hoy tantos y tan variados milagros, también podía haber hecho éste al verse dramáticamente despojado de sus platas por la furia sagrada del fraile que bien sabía a quién intimaba, como igualmente lo saben los barqueros y marineros del Tajo, que cuando el santo no satisface sus voluntades ni premia sus votos, lo castigan hundiéndolo cabeza abajo en las aguas del río. No será tanto por la incomodidad, porque un santo merecedor de ese nombre es tan capaz de respirar a pulmón el aire de todos nosotros como con branquias el agua que es el cielo de los peces, pero la vergüenza de saber expuestas las plantas humildes de los pies o el desánimo de verse sin platas y casi sin Niño Jesús, hacen de San Antonio el más milagroso de los santos, mayormente para hallar cosas perdidas. En fin, salga el estudiante absuelto de esta sospecha, si no viene a hallarse en otra igualmente dudosa.

Con tales precedentes, siendo tan favorecidos los franciscanos de medios para alterar, invertir o acelerar el orden natural de las cosas, hasta la matriz renitente de la reina obedecerá a la fulminante imposición del milagro. Tanto más cuanto que convento en Mafra es algo que desea la orden de San Francisco desde mil seiscientos veinticuatro, aún era rey de Portugal un Felipe español, que, por serlo, e importarle pues muy poco los frailes de por acá, en los dieciséis años que le duró la realeza nunca dio consentimiento. No cesaron por eso las diligencias, metióse en el empeño el valimiento de los nobles donatarios de la villa, pero parecía agotada la potencia y embotada la pertinacia de la Provincia de Arrábida, que al convento aspiraba, pues aún ayer, que tanto se puede decir de lo que apenas hace seis años que aconteció en mil setecientos cinco, dio parecer desfavorable el Desembargo do Paço a una nueva petición, y con no pequeño atrevimiento se expreso, si no es falta de respeto por los intereses materiales y espirituales de la Iglesia, osando considerar no era conveniente la pretendida fundación por estar el reino muy onerado de conventos mendicantes, y por muchos otros inconvenientes que la prudencia humana sabe dictar. Sabe Dios qué inconvenientes dictaba la prudencia humana a los del Tribunal, pero ahora van a tener que comerse la lengua y digerir el mal pensamiento, que ya dijo fray Antonio de San José que, en habiendo convento, habrá sucesión. La promesa está hecha, parirá la reina, la orden franciscana cogerá la palma de la victoria, ella que tantas cogió del martirio. Cien años de espera no son mortificación excesiva para quien cuenta con vivir la eternidad.

Vimos cómo, en instancia final, salió absuelto el estudiante de la sospecha de robo de las lámparas. Ahora no se va a decir que por secretos de confesión divulgados supieron los frailes de la Arrábida de la preñez de la reina antes incluso de que ella se lo participara al rey. No se va a decir ahora que Doña María Ana, por ser tan piadosa señora, acordó callar un tiempo suficiente para que apareciera con el reclamo de la promesa el virtuoso fray Antonio. No se va a decir ahora que el rey contará las lunas desde la noche del voto hasta el día en que nacerá el infante, y que las hallará completas. No se diga más de lo que dicho queda.

Salgan, pues, absueltos los franciscanos de esta sospecha, si nunca se hubieran hallado en otras igualmente dudosas.


A lo largo del año hay quien muere por haber comido mucho durante toda su vida, razón por la que se repiten los accidentes apopléticos, primero, segundo y tercero, y a veces basta uno para llevar a la sepultura, y, si el accidentado provisionalmente escapó, queda tullido de un lado, con la boca tuerta, sin voz si el lado fue ése, y también sin remedios que le acudan, fuera de las sangrías, que se recetan por medias docenas. Pero no falta, y por eso mismo fallece más fácilmente, quien muere por haber comido poco durante toda la vida, o quien la aguantó con un triste pasar a base de sardina y arroz, más la lechuga que dio su apodo a los moradores, y carne, cuando cumple años su majestad. Quiere Dios que el río sea pródigo en peces, loados sean los tres por eso. Y que la lechuga, a más de otras hortalizas, vengan en jumentos de las aldeas, en serones completos, a gritos de rústicos y rústicas, que en este trabajo no se distinguen. Y que no falte el arroz más allá de lo tolerable. Pero esta ciudad, más que cualquier otra, es una boca que mastica de sobras por un lado y con estrecheces por el otro, sin que haya, pues, término medio entre la papada pletórica y el cuello fruncido, entre la narizota rubicunda y la otra hética, entre la nalga danzarina y la escurrida, entre la panza repleta y la barriga pegada a la espalda. Sin embargo, la Cuaresma, como el sol, cuando nace es para todos.


Corrió el Antruejo por esas calles, quien pudo se atracó de gallina y de carnero, de sueños y buñuelos, se pegó el lote por los rincones quien no pierde baza autorizada, se pusieron rabos celebrados en lomos fugitivos, se roció de agua la cara con jeringas de lavativas, se atizaron incautos con ristras de cebollas, bebieron vino hasta el regüeldo y el vómito, se partieron ollas, se tocaron gaitas, y si más no se revolcaron por travesías, plazas y rinconadas, barriga al aire, es porque la ciudad es inmunda, está alfombrada de excrementos, de basura, de perros pustulentos y gatos vagabundos, y cieno hasta cuando no llueve. Ahora es tiempo de pagar los cometidos excesos, mortificar el alma para que el cuerpo finja arrepentirse, él rebelde, él insumiso, este cuerpo parco y puerco de la pocilga que es Lisboa.

Va a salir la procesión de la penitencia. Castiguemos la carne por el ayuno, macerémosla ahora con los zurriagos. Comiendo poco se purifican los humores, sufriendo un algo se lavan las costuras del alma. Los penitentes, hombres todos, van al frente de la procesión, inmediatamente detrás de los frailes que llevan los pendones con las imágenes de la Virgen y del Crucificado. Tras ellos aparece el obispo bajo rico palio, y luego los santos en las andas, el regimiento interminable de curas, cofradías y hermandades, pensando todos en la salvación del alma, convencidos algunos de que no la han perdido, dudosos otros hasta hallarse en el lugar de la sentencia, quizá uno de ellos pensando que el mundo está loco desde que nació. Pasa la procesión entre filas de gente, y cuando pasa se arrastran por el suelo hombres y mujeres, se arañan la cara unos, se arrancan otros mechones de pelo, se dan todos de bofetadas, y el obispo va amagando bendiciones a un lado y otro, mientras un acólito maneja el incensario. Lisboa huele mal, huele a podrido, el incienso da un sentido a la fetidez, el mal es de los cuerpos, que el alma, ésa, es perfumada.

En las ventanas hay sólo mujeres, ésa es la costumbre. Los penitentes llevan grilletes alrededor de las piernas, o cargan sobre los hombros gruesas barras de hierro pasando sobre ellas los brazos, como crucificados, o se aplican zurriagazos con las disciplinas hechas de cordones en cuyos cabos hay bolas de cera dura armadas con puntas de cristal, y, los que así se flagelan, son lo mejor de la fiesta porque exhiben verdadera sangre que les corre por la espalda, y claman estrepitosamente, tanto por los motivos que el dolor les da como de obvio placer, que no comprenderíamos si no supiéramos que algunos tienen su amor en la ventana y van de procesión no tanto por salvar el alma como por pasados o prometidos gustos del cuerpo.

Presas en el alto copete o en la propia disciplina llevan cintitas de colores, cada uno la suya, y si la mujer elegida que desde la ventana ansía de angustia, de piedad por el amado sufridor, si no también de gozo al que sólo mucho más tarde aprenderemos a llamar sádico, no supiere, por la fisonomía o la silueta, reconocer al amante en aquella confusión de penitentes, pendones, gentío derramado en pavores y súplicas, vocear de letanías, ondear desajustado de los palios, bruscos cabeceos de las imágenes, adivinará al menos por la cintita rosa, o verde o amarilla, lila si no roja o color del cielo, que aquél es su hombre y servidor, que le está dedicando el vergajazo violento y que, no pudiendo hablar, brama como toro en celo, pero si a las mujeres de la calle, y a ella misma, les parece que falta vigor al brazo del penitente o que el vergajazo fue de esos que no abren laña en la piel, y desgarrones que desde aquí arriba se vean, entonces se levanta del coro femenino la rechifla y lo abuchean, posesas, frenéticas, las mujeres reclaman fuerza en el brazo, quieren oír el restallar de los rabos de la tralla, que corra la sangre como corrió la del Divino Salvador, mientras palpitan bajo las redondeces de las faldas, y aprietan y abren los muslos según el ritmo de la excitación y su avance. Está el penitente justo ante la ventana de la amada, abajo en la calle, y ella lo contempla dominante, acompañada tal vez de madre, o prima, o aya, o tolerante abuela, o tía acedísima, pero sabiendo todos muy bien lo que allí pasa, por experiencia fresca o remota remembranza, que Dios nada tiene que ver con esto, que todo es cosa de fornicación, y probablemente el espasmo de arriba viene a tiempo de responder al espasmo de abajo, el hombre arrodillado en el suelo azotándose furiosamente, frenético, mientras gime de dolor, la mujer mirando con ojos desorbitados al macho derrumbado, abriendo la boca para beberle la sangre y lo demás. Se ha parado la procesión el tiempo suficiente para que concluya el acto, el obispo bendijo y santificó, la mujer siente aquel delicioso relajamiento de los miembros, el hombre sigue adelante, va pensando, con alivio, que a partir de este momento no va a necesitar azotarse con tanta furia, que lo hagan otros para gusto de otras.

Así, maltratadas las carnes, alimentadas de magro, parece que se habrían de recoger las insatisfacciones hasta la libertad pascual y que las solicitaciones de la naturaleza podrían esperar a que se limpiara de sombras el rostro de la Santa Madre Iglesia, ahora que se aproximan Pasión y Muerte. Pero tal vez la riqueza fosfórica del pescado atice la sangre, tal vez la costumbre de dejar que las mujeres corran solas por las iglesias en Cuaresma, contra lo que es uso en el resto del año, que es tenerlas en casa presas, salvo si son populares con puerta a la calle o viviendo en ésta, tan presas aquellas que se dice que salen, si son de noble extracción, para sólo ir a la iglesia, y apenas tres veces a lo largo de la vida, para ser bautizadas, casadas, sepultadas, para el resto allá está la capilla de la casa, quizá porque el dicho acostumbrado muestra, en fin, cuán insoportable es la Cuaresma, que todo tiempo cuaresmal es de muerte anticipada, aviso que debemos aprovechar, y, entonces, creyendo los hombres, o fingiendo creer, que las mujeres no hacen más que las devociones a que dijeron ir, es la mujer libre una vez sólo al año, y si no va sola, por no consentirlo la decencia pública, quien la acompaña lleva iguales deseos e igual necesidad de satisfacerlos, por eso la mujer, entre dos iglesias, fue a encontrarse con un hombre, cuál sea éste, y la criada que la guarda troca una complicidad por otra, y ambas, cuando se reencuentran ante el próximo altar, saben que la Cuaresma no existe y que el mundo está afortunadamente loco desde que nació. Por las calles de Lisboa, llenas de mujeres que visten igual, con sus velos, el refajo por encima de la cabeza, sólo una rendija apenas abierta para gestos de ojos o de labios, código general aprendido en la clandestinidad de los sentimientos y en los deleites prohibidos, por esas calles, con una iglesia en cada esquina, un convento en cada cuarterón de casas, corre un viento de Primavera que vuelve la cabeza y, no corriendo el viento, hacen su vez los suspiros, los que se desahogan en los confesonarios o en lugares cerrados propicios a otras confesiones, las de la carne adúltera, oscilando entre los bordes del placer y del infierno, ambos gustosos en estos días de mortificación, de altares desnudos, de lutos rituales, de pecado omnipresente.

Entre tanto, si es de día, estarán durmiendo la siesta los maridos ingenuos, o que fingen serlo, y si de noche es, cuando soturnamente calles y plazas se llenan de multitudes que hieden a cebolla y a lavanda, y el murmullo de las oraciones asoma por las puertas abiertas de par en par de las iglesias, si es de noche, más descansados se sienten, porque así la demora no será tanta, se oye ya la llamada en la puerta, suenan los pasos en la escalera, vienen hablando familiarmente ama y criada, quizá no, o la esclava negra, si es que la llevó, y por las hendiduras danzan las luces de la palmatoria o del candil, finge el marido que despierta, finge la mujer que lo ha despertado, y si él pregunta, Qué, ya sabemos qué va ella a responder, que viene muerta de cansancio, molida de pies, desollada de rodillas, pero con el consuelo en el alma, y dice el misterioso número, Siete iglesias he visitado, tan apasionadamente lo dice que, o fue la devoción mucha o mucha la falta de ella.

De desahogos tales las reinas se ven privadas, principalmente si están ya grávidas, y de su señor legítimo, que por nueve meses no volverá a acercarse a ellas, regla, por otra parte, común al pueblo, pero que va sufriendo sus infracciones. Doña María Ana, como razones acrecentadas de recato, tiene además la maníaca devoción con que fue educada en Austria, y la complicidad prestada al artificio franciscano, mostrando así, o dando a entender que la criatura que en su vientre se está formando es tan hija del rey de Portugal como del propio Dios, a cambio de un convento.

Doña María Ana se acostó muy temprano, rezó antes de irse a la cama, murmurando oraciones a coro con las damas que la sirven, y luego, cubierta ya por su edredón de plumas, vuelve a rezar, reza infinitamente, empiezan las damas a cabecear pero resisten como sabias, si no como vírgenes, y al fin se retiran, queda sólo la lamparilla de aceite vigilando, y la dama que allí pasará la noche, en un lecho bajo, no tarda también en quedarse dormida, que sueñe si quiere, qué importancia han de tener los sueños que detrás de sus párpados se están soñando, a nosotros lo que nos interesa es el trémulo pensamiento que aún se agita en Doña María Ana, bordeando el sueño, que en Viernes Santo ha de ir a la iglesia de la Madre de Dios, donde hay un Santo Sudario que las monjas desdoblarán ante ella antes de exponerlo a los fieles, y en él están claramente vistas las marcas del cuerpo de Cristo, éste es el único y verdadero Santo Sudario que existe en la cristiandad, señoras y señores, y los otros son igualmente verdaderos y únicos, y si no, no serían mostrados a la misma hora en tan diferentes lugares del mundo, pero éste está en Portugal, y es así el más vero de todos e incluso único. Cuando, consciente aún, Doña María Ana se ve a sí misma inclinándose ante el paño santísimo, no se llega a saber si lo iba a besar devotamente, porque de repente se queda dormida y se encuentra dentro del coche, volviendo a palacio con la noche ya oscura, con su guardia de arqueros, y de pronto un hombre a caballo, que viene de caza, con cuatro criados en mulas, y animales de pelo y pluma colgados de los arzones, en redes, rompe el hombre en dirección al coche, espingarda en mano, el caballo sacando chispas de las piedras y echando humo por los ollares, y cuando como un rayo rompe la guardia de la reina y llega al estribo sofrenando difícilmente su montura, le da en la cara la luz de las antorchas, es el infante Don Francisco, de qué lugares del sueño vino y por qué vendrá tantas veces. Se le espanta el caballo, no podía haber sido de otra manera con el batir del coche y de los arqueros sobre las piedras de la calzada, pero, comparando sueño y sueño, observa la reina que cada vez el infante se acerca más, qué querrá, y ella, qué querrá.

Es la Cuaresma sueño de unos y vigilia de otros. Pasó la Pascua, que despertó a todos pero condujo de nuevo a las mujeres a la sombra de las estancias y a la carga de las faldas. En casa hay unos cuantos maridos cucos * mas lo bastante feroces para el caso de otras caídas fuera de estación. Y porque, andando, andando, hemos acabado por hablar de pájaros, es hora ya que oigamos a los canarios que, en las iglesias, en jaulas adornadas con cintas y flores, cantan locos de amor, mientras en el púlpito predica el fraile su sermón y habla de cosas que presume más sagradas. Es Jueves de la Ascensión, asciende hasta las bóvedas el canto de los pájaros, subirán o no las preces al cielo, si ellos no las ayudan, no habrá esperanza, tal vez si nos calláramos todos.


Este que por la entereza de su porte, por su aire al mover la espada y por lo disparejo de las vestimentas, aunque descalzo, parece soldado, es Baltasar Mateus, el Sietesoles. Fue licenciado del ejército por no tener ya acomodo en él, tras cortarle la mano izquierda por la muñeca, destrozada por una bala frente a Jerez de los Caballeros, en la gran entrada de once mil hombres que hicimos en octubre del año pasado y que terminó con la pérdida de doscientos de los nuestros y la desbandada de los vivos, acosados por los caballos que los españoles sacaron de Badajoz. Nos refugiamos en Olivenza, con algún botín que cogimos en Barcarrota, y poco gusto para gozar de él, que no valió la pena andar diez leguas para llegar allí y correr otras tantas para acá, dejando en el campo tanta gente muerta y media mano de Baltasar Sietesoles. Por mucha suerte o por gracia particular del escapulario que trae al pecho no se le gangrenó la herida al soldado ni le reventaron las venas con la fuerza del garrote, y, siendo hábil el cirujano, bastó con desarticularle las junturas, que ni preciso fue meter el serrucho al hueso. Le almohadillaron el muñón con hierbas cicatrizantes, y tan excelente era la carnadura del Sietesoles que al cabo de dos meses estaba curado.

Por ser poco lo que pudo guardar de la soldada, tuvo que ponerse a pedir limosna en Évora para juntar las monedas que tendría que darle al herrero y al guarnicionero si quería el gancho de hierro que le iba a servir de mano. Así pasó el invierno, guardando la mitad de lo que conseguía, reservando para el camino la mitad de la otra mitad, y entre comida y vinos se le iba el resto. Era ya primavera cuando, pagado a plazos por cuenta del total, el guarnicionero, con la última entrega, le dio el gancho más un espigón que, por capricho de tener dos manos izquierdas diferentes, le había encargado Baltasar. Eran finas obras de cuero, perfectamente ligadas a los hierros, sólidos éstos de mazo y temple, y las correas de dos tamaños, para atar encima del codo y al hombro, para mayor refuerzo. Comenzó Sietesoles su viaje al tiempo cuando se sabía ya que el ejército de la Beira se quedaba en los cuarteles y no acudía en ayuda del de Alentejo, por ser mucha el hambre en esta provincia, sobre ser general en las demás. La tropa andaba descalza y rota, robaba a los labrantines, se negaba a entrar en batalla, y tanto desertaba para el enemigo como salía en desbandada, cada uno para su tierra, echándose fuera de los caminos, asaltando para comer, violando mujeres desgarradas, cobrando en fin la deuda a quien nada les debía y sufría un desespero igual. Sietesoles, mutilado, caminaba hacia Lisboa por el camino real, acreedor de una mano izquierda que había quedado parte en España y parte en Portugal, por artes de una guerra en que se decidiría quién vendrá a sentarse en el trono de España, si un Carlos austríaco o un Felipe francés, portugués ninguno, si completos o mancos, si enteros o cojos, salvo si dejar miembros cortados en el campo o vidas perdidas no es apenas señal de quien tenga nombre de soldado y para sentarse el suelo o poco más. Salió Sietesoles de Évora, pasó por Montemor, no lleva por ayuda o compaña fraile o diablillo, que para mano rota le basta con la suya.

Vino andando lentamente. No tiene a nadie a su espera en Lisboa, y en Mafra, de donde partió años atrás para sentar plaza en la infantería de su majestad, si padre y madre se acuerdan de él, lo creen vivo porque no tienen noticia de que esté muerto, o muerto porque no las tienen de que esté vivo. Al fin todo acabará por saberse con el tiempo. Hace sol ahora, no ha llovido, los matojos están cubiertos de flores, los pájaros cantan. Baltasar Sietesoles lleva los hierros en la alforja, porque hay momentos, horas enteras, en que siente la mano como si la tuviera aún rematando el brazo y no quiere robarse a sí mismo la felicidad de encontrarse entero y completo como enteros y completos estarán Carlos y Felipe en sus tronos, que al fin los habrá para los dos cuando la guerra acabe. A Sietesoles le basta para su contento, y mientras no mire donde le falta, la comezón que siente en la punta del dedo índice, e imaginar que está rascándose con el pulgar en el sitio donde le come. Y cuando esta noche sueñe, si a sí mismo se ve en el sueño, se verá sin que nada le falte, y podrá apoyar la cansada cabeza en las palmas de las dos manos.

También por otra interesada razón trae Baltasar los hierros guardados. Aprendió rápidamente que con ellos puestos, en particular el espigón, caen menos limosnas, la dan mezquina, aunque haya siempre quien se ve forzado a dejar caer una moneda al ver la espada que lleva a la cintura, batiéndole en el muslo, pese a que espada todos llevan, hasta los negros, pero no con este aire perfecto de quien ha aprendido a usarla, y ahora mismo si preciso fuera. Y si el número de viajeros no equilibra la desconfianza causada por aquel bulto que en medio del camino, cortando el paso, pide ayuda para un soldado a quien cortaron la mano y sólo por milagro pudo salvar la vida, si quien viene teme que la súplica pueda convertirse en ataque, siempre cae la limosna en la mano que queda, es lo que le vale a Baltasar, tener aún mano derecha.

Pasado Pegões, a la entrada de los grandes pinares donde comienza el arenal, Baltasar, ayudándose con los dientes, sujeta a la muñeca el espigón, que hará, llegado el caso y urgiendo la necesidad, veces de puñal, en tiempos que anda éste prohibido por ser arma fácilmente mortal. Sietesoles tiene, por así decir, carta de privilegio, y, doblemente armado de espigón y espada, se esconde en el camino, a la sombra de los árboles. Tendrá que matar a un hombre, de dos que quisieron robarle, aun gritándoles que no llevaba dineros, pero, llegando de una guerra donde vimos morir a tanta gente, no es caso éste que merezca resalte singular, salvo haber Sietesoles cambiado luego el espigón por el gancho para arrastrar más fácilmente al muerto fuera del camino, quedando así probadas las ventajas de ambos hierros. El salteador que, de los dos, había salido mejor librado, lo siguió aún media legua entre los pinares, y desistió al fin, y sólo de lejos le lanzó palabras de insulto y maldición, pero así como quien no cree que unas embaracen y otras ofendan.

Cuando Sietesoles llegó a Aldegalega, estaba anocheciendo. Comió unas sardinas fritas, bebió una jarra de vino, y, no llegándole el dinero para tomar posada, y sí sólo, y aun escaso, para pasar el día siguiente se metió en un tejar, bajo unos carros, y allí durmió, enrollado en el capote, pero con el brazo izquierdo fuera y el espigón armado. Pasó la noche en paz, soñando con el choque de Jerez de los Caballeros, y esta vez vencerán los portugueses porque a su frente avanza Baltasar Sietesoles, llevando en la mano diestra la siniestra cortada, prodigio que a los españoles los deja sin defensa y sin apaño. Al despertar, no había aún lucero de madrugada en el levante del cielo, sintió grandes dolores en la mano izquierda, nada sorprendentes con el espigón allí sujeto. Desató las correas y, pudiendo tanto la ilusión, y mucho más siendo noche y espesa la tiniebla bajo los carros, el no ver Baltasar sus dos manos no quería decir que no estuvieran allá. Ambas. Acomodó la alforja con el brazo izquierdo, se enroscó en el capote y volvió a quedarse dormido. Por lo menos, se había librado de la guerra. Con un trozo de carne menos, pero vivo.


Con la claridad del alba se levantó. Estaba el cielo muy limpio, transparente hasta las pálidas y últimas estrellas. Era un bonito día para entrar en Lisboa, con buen tiempo para quedarse allá, o continuar luego viaje, eso se vería. Metió mano en la alforja, sacó las botas arruinadas que no se había puesto en todo el camino del Alentejo, que si se las hubiera puesto en ese mismo camino se habrían quedado, y, pidiendo a la mano derecha mañas nuevas, con el débil amparo que el muñón, aún en el primer aprendizaje, podía ofrecer, consiguió acomodar los pies, aunque más bien se diría sacrificarlos con ampollas y mataduras, tan viejo era el hábito de llevarlos descalzos, en su vida de paisano, o, en tiempo militar, cuando la soldada ni para comer daba, cuanto más para botas. No hay vida peor que la del soldado.

Cuando llegó al embarcadero, ya iba fuera el sol. Empezaba la bajamar, el patrón de la barca gritaba que iba a largar, Está la marea buena, quién embarca para Lisboa, y Baltasar Sietesoles corrió por las tablas tintineándole los fierros dentro de la alforja, y cuando un gracioso dijo que el manco llevaba las herraduras en el saco, para ahorrarlas, lo miró de través, metió la diestra y sacó el espigón, donde, ahora se veía bien, si no era aquello sangre seca era el diablo que lo fingía. Desvió los ojos el guasón encomendándose a San Cristóbal, que defiende de malos encuentros y accidentes de viaje, y no abrió más el pico desde allí a Lisboa. Una mujer, que iba con el marido por azar sentada al lado de Sietesoles, desató el fardel del almuerzo, y si a la vecindad ofreció por cortesía, pero sin voluntad de repartir, con el soldado insistió tanto que él aceptó. No gustaba Baltasar de comer ante la gente, con aquella su mano derecha que, sola, parecía una izquierda, el pan que resbalaba, el condumio que caía, pero la mujer le colocó la tajada sobre una rebanada y así, alternando el uso de los dedos con la punta de la navaja que había sacado del bolsillo, pudo comer con descanso y aseo suficiente. La mujer tenía edad para ser su madre, el hombre para ser su padre, no se trataba allí de cortejo amoroso sobre las aguas del Tajo, a las barbas del involuntario o consentidor cornudo. Sólo cierta fraternidad, pena de quien de guerras viene lisiado para siempre.

El patrón había izado una velilla triangular, el viento ayudaba a la marea, y ambos al barco. Los remeros, frescos de la noche dormida y del aguardiente bebido, remaban seguros y sin prisa. Cuando doblaron la punta de tierra, la barca fue tomada por la fuerza de la corriente y de la bajamar, parecía un viaje hacia el paraíso, con el sol relampagueando en la superficie del agua y dos familias de atunes, unas veces una, otras la segunda, cruzando frente a la barca, oscuros sus lomos brillantes, arqueados como si imaginaran el cielo cerca y quisieran llegar a él. En la otra orilla, asentada sobre el agua, lejos aún, Lisboa se derramaba fuera de las murallas. Se veía el castillo allá en lo alto, las torres de las iglesias dominando la confusión de las casas bajas, la masa indistinta de las fachadas. Y empezó el patrón una historia, Buena fue la de ayer, si quieren que se la cuente, y todos querían, siempre era un modo de matar el tiempo, que el viaje no era corto, Pues fue, empezó el patrón, que llegó una flota inglesa, que está ahí, en la playa de Santos, y lleva tropas para Cataluña, para la guerra, con las otras que estaban aquí a la espera, pero vino también con ella un navío con unas parejas de facinerosos desterrados a las islas Barbadas, y unas cincuenta mujeres de mala vida que iban también para allá, a hacer casta, que en tierras de ésas tanto monta honrada como deshonrada, pero el capitán del barco, diablo de hombre, pensó que en Lisboa podrían hacerla mejor, y aligeró la carga y mandó poner en tierra a las mujeres, con su cuerpo gentil, que algunas vi yo, y no estaban nada mal las inglesitas. Se rió el patrón de gusto anticipado, como si estuviera haciendo sus propios planes de navegación carnal y calculando los beneficios del abordaje, se rieron a carcajadas los remeros algarbios, Sietesoles se desperezó como un gato al sol, la mujer del fardel hizo como quien no ha oído, el marido no sabía qué hacer, si reír la historia o quedarse serio, precisamente porque historias de éstas en serio ya no las podía tomar, si es que pudo alguna vez, viviendo lejos, en tierras de Pancas, donde, de nacimiento a muerte es siempre el mismo surco del arado, el propio y el figurado. Y pasando de una idea a otra, por alguna razón desconocida preguntó al soldado, Y vuecé, qué edad tiene, y Baltasar respondió, Veintiséis años.

Allí estaba Lisboa, ofrecida en la palma de la tierra alta ahora de muros y de casas. Emproó la barca a la Ribeira, maniobró el patrón para acercarse al embarcadero tras arriar la vela, y los remeros levantaron en un solo movimiento los remos del lado del atraque, corrieron los del otro lado a ayudar, un toque más de timón, un cabo lanzado sobre sus cabezas, fue como si se hubieran juntado las dos márgenes del río. Estando baja la marea, quedaba alto el embarcadero, y Baltasar ayudó a la mujer del fardel y a su hombre, aposta pisó al gracioso, que ni chistó, y alzando la pierna, en un solo impulso, se halló en tierra firme.

Había una confusión de lanchones y barcazas descargando pescado, los capataces gritaban y maltrataban de palabra, con algún revés por añadidura, a los cargadores negros que pasaban abrumados por la carga, chapoteando en el agua que chorreaba de las banastas, con la piel de los brazos y de la cara salpicada de escamas. Parecía que se hubieran juntado en el mercado todos los habitantes de Lisboa. A Sietesoles se le hacía la boca agua, era como si el hambre acumulada en cuatro años de campaña militar saltara ahora los diques de la resignación y de la disciplina. Sintió unos retortijones de estómago, buscó inconscientemente con los ojos a la mujer del fardel, dónde iría ya, y con ella su sosegado esposo, éste probablemente contemplando las hembras que pasaban, adivinando si serían inglesas y de mala vida, que un hombre precisa hacer provisión de sueños.

Con poco dinero en el bolsillo, sólo unas monedas de cobre que sonaban bastante menos que los hierros de la alforja, desembarcado en una ciudad que apenas conocía, tenía Baltasar que resolver qué pasos iba a dar de inmediato, si ir a Mafra, donde su única mano no iba a poder con la azada, que requiere dos, o a palacio, donde tal vez le dieran una limosna por la sangre vertida. Alguien le había dicho algo de esto en Évora, pero le dijeron también que era necesario pedir mucho y por mucho tiempo, con mucho empeño de padrinos, y pese a eso muchas veces se apagaba la voz y acababa la vida antes de verle el color a los dineros. En caso de urgencia, ahí estaban las hermandades limosneras y las porterías de los conventos, que daban la sopa boba y un mendrugo. Un hombre a quien le han rebanado una mano no tiene queja si aún le queda la diestra para pedir a quien pasa. O exigir con un hierro aguzado.

Sietesoles atravesó la Pescadería. Las vendedoras gritaban desbocadas a los compradores, incitándolos, agitaban los brazos cargados de brazaletes de oro, se golpeaban, jurando, el pecho donde se reunían cadenas, cruces, pinjantes, cordones, todo de buen oro brasilero, así como los largos y pesados pendientes o aretes, arracadas ricas que valían la mujer. Pero, en medio de la sucia multitud, parecían milagrosa mente aseadas, como si ni siquiera las tocara el olor del pescado que removían a manos llenas. A la puerta de una taberna que quedaba al lado de la casa de los diamantes, compró Baltasar tres sardinas asadas, que, sobre la indispensable rebanada de pan, soplando y mordisqueando, comió mientras caminaba hasta el Terreiro do Paço. Entró en el matadero que daba a la plaza, regalando la vista ansiosa en las grandes piezas de carne, en los canales de buey y puerco, en los cuartos enteros colgados de ganchos. A sí mismo se prometió un festín de carne cuando el dinero le diera para tanto, no sabía entonces que allí iba a trabajar muy pronto, y que el empleo lo debería, al padrino, sí, pero también al gancho que llevaba en la alforja, tan práctico para tirar de un costillar, para sacar tripas, para arrancar unas capas de grasa. Fuera de la sangre, el lugar es limpio, con las paredes cubiertas de azulejos blancos, y si el de la balanza no engaña en el peso, con otros engaños nadie sale de allí, porque en lo de blandura y salud es muy verdadera la carne.

Por otra parte, aquello es además el palacio del rey, está el palacio, el rey no está, anda cazando en Aceitão con el infante Don Francisco y sus otros hermanos, más los criados de la casa, y los reverendos padres jesuitas João Seco y Luis Gonzaga, que, desde luego, no fueron sólo para comer y rezar, tal vez quisiera refrescar el rey las lecciones de matemáticas y latinidades que de ellos, siendo príncipe, había recibido. Llevó también su majestad una espingarda nueva, que le hizo João de Lara, maestro armero de los almacenes del reino, obra fina, damasquinada en plata y oro, que si se pierde de camino volverá presto a su dueño, pues a lo largo del cañón, en buena letra romana repujada, como la del frontón de San Pedro de Roma, lleva estos decires explicados SOY DEL REY NUESTRO SEÑOR AVE DIOS GUARDE A DON JUAN EL V, todo en mayúsculas, como se copia, y aún dicen que las espingardas sólo saben hablar por la boca y en lenguaje de pólvora y plomo. Eso son las comunes, como fue la de Baltasar Mateus, el Sietesoles, ahora desarmado y parado en medio del Terreiro do Paço, viendo pasar la gente, las literas y los frailes, los cuadrilleros y los vendedores, viendo pasar fardos y cajones, le da de repente una añoranza muy grande de la guerra, y si no fuera porque sabe que no lo quieren allá, al Alentejo volvería en este instante, hasta adivinando que le esperaba la muerte.

Se metió Baltasar por la calle ancha, hacia el Rossío tras haber entrado en la iglesia de Nuestra Señora da Oliveira, donde oyó una misa y cambió guiños con una mujer sola que pareció prendarse de él, diversión por otra parte general, porque, mujeres a un lado, hombres a otro, recados, gestos, movimientos de pañuelo, muecas, guiños, no hacían más, si no es pecado el hacer tanto, que transmitir mensajes, combinar citas, pactar acuerdos, pero viniendo Baltasar de tan lejos, maltratado por los caminos, sin dinero para golosinas y cintas de seda, no fue adelante el cortejo y, saliendo de la iglesia, se metió por la calle ancha hacia el Rossío. Día era éste de mujeres, como confirmaba la docena de ellas que salía de una callejuela, rodeadas de cuadrilleros negros que las hacían avanzar a golpes, y con un mayoral vara en mano, y eran casi todas rubias, de ojos azules, verdes, cenicientos, Quiénes son éstas, preguntó Sietesoles, y cuando un hombre se lo dijo ya estaba él seguro de que eran las inglesas llevadas al navío de donde por fraude del capitán habían salido, y qué remedio ahora sino ir a las Barbadas, en vez de quedarse en esta buena tierra portuguesa, tan favorecedora de putas extranjeras, oficio que se ríe de las confusiones de Babel porque en sus oficinas se puede entrar mudo y salir callado, si es que antes ha hablado el dinero. Pero el patrón de la barca había dicho que eran unas cincuenta, y allí no iban más de doce, Qué ha sido de las otras, y el hombre respondió, Ya cogieron unas cuantas, pero no se las llevan a todas porque algunas se han escondido bien escondidas, seguro que a esta hora ya saben si hay diferencia entre ingleses y portugueses. Siguió Baltasar su camino, haciendo promesa a San Bento de un corazón de cera si, al menos una vez en la vida, le ponía delante a una inglesa rubia, de ojos verdes, y que fuera alta y delgada. Si el día de la fiesta de ese santo va la gente a su puerta para pedir que no le falte el pan, si las mujeres que quieren un buen marido mandan rezarle misas los viernes, qué mal hay en que un soldado le pida a San Bento una inglesa, aunque sólo sea por una vez, por no morir ignorante.

Baltasar Sietesoles vagabundeó por barrios y plazas toda la tarde. Fue a la sopa de la portería de San Francisco da Cidade, se informó de las hermandades más generosas en limosnas, reteniendo tres para ulterior comprobación, la de Nuestra Señora da Oliveira, donde había estado ya, que era la de los confiteros, la de San Eloy, de los aurífices y plateros, y la del Niño Perdido, por cierta semejanza que consigo encontraba, incluso no recordando haber sido niño, pero sí perdido, a ver si algún día me encuentran.

Cayó la noche, y Sietesoles fue a buscar dónde dormir. Ya entonces había hecho amistad con otro veterano, más viejo que él en años y experiencia, se llamaba éste João Elvas, ahora rufián de oficio, que se acomodaba de noche siendo suave el tiempo, en unos tejares abandonados, junto a los muros del convento de la Esperanza, al lado del olivar. Se hizo Baltasar huésped de ocasión, siempre era un amigo nuevo compaña para charlar, pero, por el sí o por el no, dando por disculpa convenirle mucho librar al brazo sano del peso de la alforja, encajó el gancho en el muñón, no queriendo asustar a João Elvas y demás compadres con el espigón, arma mortal como sabemos. Nadie le hizo mal, y eran seis bajo el tejar, y él tampoco hizo mal a nadie.

Mientras les llegaba el sueño, hablaron de crímenes acontecidos. No de los suyos propios, cada cual sabe y Dios sabrá de todos, sino de los de la gente principal, sin castigo casi siempre cuando son conocidos los autores, y sin escrúpulo extremo de la justicia en las averiguaciones si ha sido misterioso el hecho. Ladronzuelos, reñidores, matamoros de cuatro perras, si es que había peligro en que soltaran la lengua denunciando al mandante, ésos sí que paraban con sus huesos en el Limoeiro, y menos mal, porque así tenían sopa segura, tan segura como la mierda y los orines en que se revolcaban. Hace poco que soltaran a unos ciento cincuenta, todos de culpas leves, que había entonces en el Limoeiro más de quinientos en total, de las muchas levas de hombres que se hicieron para las Indias y que acabaron por no ser necesarios, era tanto el ayuntamiento, y el hambre tanta, que se declaró una enfermedad que los iba matando a todos, por eso los soltaron, y uno de ésos soy yo. Y otro dijo, Ésta es tierra de mucho crimen, se muere más que en la guerra, eso es lo que dice quien allá anduvo, y tú qué dices, Sietesoles, y Baltasar respondió, Vi cómo se muere en la guerra, no sé cómo se muere en Lisboa, por eso no puedo comparar, pero que hable ahí João Elvas, que tanto sabe de plazas de guerra como de plazas de gente, y João Elvas se encogió de hombros, no dijo nada. Volvió la charla al punto primero y contó alguien el caso del dorador que pegó una cuchillada a la viuda con quien quería casarse, y ella no quería, que por castigo de no cumplir el deseo del hombre quedó muerta, y él se fue a meter en el convento de la Trinidad, y también el de aquella desventurada mujer que, por haber reprendido al marido el descarrío en que andaba, le metió él la espada de parte a parte, y lo que le ocurrió al cura que por un lío de faldas se llevó tres navajazos, todo en tiempo de Cuaresma, que es sazón de sangre ardiente y humores retraídos, como queda dicho, Pero agosto tampoco es bueno, ya veis lo del año pasado, cuando apareció por ahí una mujer cortada en catorce o quince pedazos, nunca se llegaron a contar por lo seguro, lo que sí se veía es que le habían metido la cuchilla con mucho más brío y crueldad en las partes blandas como las posaderas y en las pantorrillas, cercenadas, separadas de los huesos, tiraron los pedazos en la Cotovía, la mitad en las obras del conde de Tarouca, los otros en los Cardais, pero tan manifiestos que fueron encontrados fácilmente, ni los enterraron ni los echaron al mar, parecía que de propósito los habían dejado a la vista, para que fuese general el horror.

Tomó entonces la palabra João Elvas, que declaró, Fue una carnicería, y debieron de hacerla aún en vida de la infeliz, porque sería rigor de más tratar así a un cadáver, y porque, cuando lo que allí se veía era lo recortado de las partes sensibles y menos mortales, sólo alguien de corazón mil veces condenado y perdido puede haber practicado tal crimen, seguro que en la guerra nunca viste cosa así, Sietesoles, hasta sin saber yo lo que en la guerra viste, y el que había empezado a contar el caso aprovechó la coma y continuó, Luego fueron apareciendo las partes que faltaban, al día siguiente encontraron en Junqueira la cabeza y una mano, y un pie en Boavista, y por la mano, el pie y la cabeza se vio que era persona fina y biencriada, el rostro mostraba no tener de edad más de dieciocho, veinte años, y en el saco donde apareció la cabeza venían las tripas y más partes interiores, y los pechos, cortados como naranjas, y con ellos un chiquillo de unos tres o cuatro meses estrangulado con un cordón de seda, en Lisboa se han visto muchos casos, pero como ése, ninguno.

Volvió João Elvas añadiendo lo que del caso sabía, El rey mandó poner carteles con promesa de mil cruzados a quien descubriera a los culpables, pero va ya casi un año y nada han descubierto, es posible, y pronto lo vio todo el mundo, que fuera gente con quien no convenía meterse, que los tales homicidas no eran sastres ni zapateros, que éstos sólo hacen cortes en las bolsas, y los de la mujer esa estaban hechos con tal arte y ciencia, sin errar juntura alguna de tantas partes del cuerpo que le cortaron, casi hueso por hueso que los cirujanos llamados a consulta dijeron que aquellos tajos eran obra de persona peritísima en las artes anatómicas, por no confesar que ni ellos sabían tanto. Tras el muro del convento se oían letanías de las monjas, poco saben ellas de qué se libran, parir un hijo y tan violentamente pagar por él, entonces preguntó Baltasar, Y no se supo nada más ni quién era la mujer, Ni de ella ni de los homicidas hubo noticia, pusieron la cabeza en la Puerta de la Misericordia, por si alguien la conocía, como si nada, y uno de los que no habían hablado aún, hombre de barba más blanca que negra, dijo, Serían de fuera de la corte, si vivieran en ella se daría alguien cuenta de que faltaba la mujer y empezaría la gente a murmurar, habrá sido algún padre que decidió matar a la hija por deshonra, y la trajo aquí, despedazada, sobre una mula, o escondida la carne en una litera, para echarla por la ciudad, y puede que allá donde vive enterró un puerco fingiendo que era la asesinada y dijo que su pobre hija había muerto de viruelas, o de humores corruptos, por no tener que abrir la mortaja, que hay gente capaz de todo, hasta de lo que está por hacer.

Se callaron los hombres, indignados, de las monjas no se oía ahora ni un suspiro, y Sietesoles declaró, En la guerra hay más caridad, La guerra es algo que aún está empezando, es como un niño, dudó João Elvas. Y, no habiendo más que decir tras esta sentencia, se aprestaron todos a dormir.


Doña María Ana no irá hoy al auto de fe. Está de luto por su hermano José, emperador de Austria, víctima en pocos días de la viruela, y muerto de ella cuando sólo tenía treinta y tres años, pero el motivo de quedarse al resguardo de los aposentos es otro y no ése, muy mal andarían los Estados si una reina flaqueara por una menudencia así, cuando para tan grandes y mayores golpes son educadas. A pesar de ir ya en el quinto mes, todavía sufre de los mareos naturales que, sin embargo, tampoco bastarían para desviarle la devoción y los sentidos de la vista, olfato y oído de la solemne ceremonia, tan edificante de almas, acto tan de fe, la procesión acompasada, la descansada lectura de las sentencias, las figuras decaídas de los condenados, las voces lastimosas, el olor de la carne restallando cuando le llegan las llamas y va pingando en las brasas la poca grasa que tras las cárceles le ha quedado. Doña María Ana no estará en el auto de fe porque, pese a estar preñada, tres veces la han sangrado, y ha sido esto causa de gran debilidad, añadida a los achaques que viene sufriendo desde hace muchos meses. Le habían demorado las sangrías como le demoraron la noticia de la muerte del hermano, que querían los médicos asegurarla más, siendo la preñez aún reciente. En verdad, no andan buenos los aires en palacio, como se acaba de saber al darle al rey un flato grave, y se sabe que pidió confesión y que en seguida se la dieron, por el bien que siempre trae al alma, pero habrán sido imaginaciones suyas pues todo se desató en un buen suceso cuando lo purgaron, que al fin sólo era tripa empedernida. Está el palacio triste, sobre la tristeza en que de costumbre está, con el luto que el rey ordenó en toda su casa, y mandato expreso de que los títulos y oficiales de ella lo pusieran, como él mismo lo puso, cerrándose ocho días y ordenando seis meses de duelo, tres de capa larga y tres de capa corta, en demostración del gran sentimiento por la muerte del emperador su cuñado.

No obstante, hoy es día de alegría general, quizá la palabra sea impropia porque el gusto viene de más hondo, tal vez del alma, mirar esa ciudad saliendo de sus casas dispersa por plazas y calles, bajando de las lomas, juntándose en el Rossío para ver cómo ajustician a judíos y cristianos-nuevos, a herejes y hechiceros, aparte de otros casos menos corrientemente calificables, como los de sodomía, molinismo, forzar mujeres y solicitarlas y otras menudencias merecedoras de exilio y hoguera. Son ciento cuatro las personas que hoy salen, las más de ellas venidas de Brasil, fértil terreno en diamantes e impiedades, siendo cincuenta y uno los hombres y cincuenta y tres las mujeres. De éstas, dos serán relajadas al brazo secular, en carne, por relapsas, que quiere decir reincidentes en la herejía, por convictas y negativas, y esto quiere decir protervas y obstinadas a pesar de todos los testigos, por contumaces, y esto quiere decir persistentes en su error que es su verdad, sólo que desacertada en tiempo y lugar. Y habiendo pasado ya dos años sin que se quemara gente en Lisboa, está el Rossío lleno de gente, dos veces festiva por ser domingo y por haber auto de fe, que nunca se llegará a saber de qué gustan más los moradores, si de esto, si de las corridas de toros, incluso cuando sólo éstas se usen. En las ventanas que dan a la plaza hay mujeres, vestidas y tocadas con primor, a la alemana por gracia de la reina, con su bermellón en la faz y en el escote, haciendo muecas con la boca para aparentarla pequeña y exprimida, visajes varios y todas vueltas hacia la calle, a sí mismas preguntándose las damas si estarán seguros los lunares en el rostro, el de la comisura o besador, el de bajo el ojo o desatinado, el del hoyuelo o encubridor, mientras el pretendiente confirmado o suspirante pasea abajo, pañuelo en mano y dándole aire a la capa. Y siendo el calor tanto, se van refrescando los asistentes con la conocida limonada, el jarrito de agua, tan común, la tajada de sandía, que no por morir aquéllos van a consumirse éstos. Y si el estómago pide relleno más sustancioso, no faltarán altramuces y piñones, quesadas y dátiles. El rey, con los infantes, sus hermanos y sus hermanas las infantas, comerá en la Inquisición, finalizado ya el auto de fe, y aliviado de su incomodo honrará la mesa del inquisidor-general, soberbísima de cazuelas de caldo de gallina, de perdigones, de pechos de ternera, de pastelones, de pasteles de carnero con azúcar y canela, de cocido a la castellana con todo cuanto le compete, y azafranados, manjar blanco, y al fin dulces fritos y fruta del tiempo. Pero es tan sobrio el rey que no bebe vino, y como la mejor lección es siempre el buen ejemplo, todos lo toman, el ejemplo, no el vino.

Otro ejemplo, pero éste de provecho al alma, si el cuerpo tan repleto está, se dará hoy aquí. Empezó a salir la procesión, van al frente los dominicos, con el pendón de Santo Domingo, y los inquisidores después, todos en una larga fila, hasta aparecer los sentenciados, ya fue dicho que ciento cuatro, llevan cirios en la mano, al lado los acompañantes, y todo son rezos y murmullos, por diferencias de copete y sambenito sábese quién va a morir y quién no, aunque otra señal haya que no miente, que es ir el alzado crucifijo de espaldas a las mujeres que acabarán en la hoguera, y al contrario mostrando su benigna y sufridora faz a aquellos que de ésta van a salir con vida, maneras simbólicas de entender todos lo que a cada cual espera, si no reparasen en el vestido que llevan, que, ése sí, es traducción visual de la sentencia, el sambenito amarillo con la cruz de San Andrés en rojo para quienes no han merecido la muerte, el otro con las llamas vueltas hacia abajo, llamado fuego revuelto, si confesando sus culpas la evitaron, y la zamarra cenicienta, lúgubre color, con el retrato del condenado cercado de diablos y llamaradas, cosa que, trasladado a lenguaje, significa que aquellas dos mujeres van a arder de inmediato. Predicó fray João dos Mártires, provincial de los frailes de la Arrábida, y ciertamente nadie lo estaría mereciendo más si recordamos que arrábido fue el fraile cuya virtud Dios coronó engravidando a la reina, así aproveche la prédica a la salvación de las almas como aprovecharán a la dinastía y a la orden franciscana en sucesión asegurada y prometido convento.

Grita el buen pueblo furiosos improperios a los condenados, chillan las mujeres asomadas a los alféizares, dicen su perorata los frailes, la procesión es una serpiente enorme que no cabe derecha en el Rossío y por eso se va curvando y recurvando como si decidiera llegar a todas partes u ofrecer el espectáculo edificante a toda la ciudad, aquel que allí va es Simeão de Oliveira e Sousa, sin menester ni beneficio, pero que del Santo Oficio declaraba ser calificador, y siendo secular decía misa, confesaba y predicaba, y al mismo tiempo que esto hacía se proclamaba hereje y judío, nunca se vio confusión tal, y para que fuera mayor unas veces se hacía llamar padre Teodoro Pereira de Sousa, otras fray Manuel da Conceição, o fray Manuel da Graça, e incluso Belchior Carneiro, o Manuel Lencastre, quién sabe qué otros nombres tendría y todos verdaderos porque debería ser un derecho de hombre elegir su propio nombre y cambiarlo cien veces por día, que un nombre no es nada, y aquél es Domingos Afonso Lagareiro, natural y morador que fue de Portel, que fingía visiones para que lo tuviesen por santo y hacía curas usando bendiciones, palabras y cruces, y otras tales supersticiones, imagínense, como si hubiera sido él el primero, y aquel otro es el padre Antonio Teixeira de Sousa, de la isla de San Jorge, por culpas de solicitar mujeres, manera canónica de decir que las palpaba y fornicaba, empezando sin duda por la palabra en el confesonario y terminando el acto en el recato de la sacristía, por ahora no va corporalmente a acabar en Angola, adonde irá degradado de por vida, y ésta soy yo, Sebastiana María de Jesús, un cuarto de cristiana-nueva, que tengo visiones y revelaciones, pero dijeron en el Tribunal que era fingimiento, que oigo voces del cielo, pero me explicaron que era efecto demoníaco, que sé que puedo ser santa como los santos son, o aún mejor, pues no alcanzo diferencia entre yo y ellos, pero me reprendieron que eso es presunción insoportable y monstruoso orgullo, desafío a Dios, y aquí voy blasfema, herética, temeraria, amordazada para que no se me oigan las temeridades, las herejías y las blasfemias, condenada a ser azotada en público y a ocho años deportada en el reino de Angola, y habiendo oído las sentencias, las mías y las de quienes conmigo van en esta procesión, no oí que se hablase de mi hija, es su nombre Blimunda, dónde estará, dónde estás, Blimunda, si no fuiste presa después de mí, aquí has de venir a saber de tu madre, y yo te veré si en medio de esa multitud estás, que sólo para verte quiero ahora estos ojos, la boca me amordazaron, no los ojos, ojos que no te verán, corazón que siente y sintió, oh corazón mío, me salta en el pecho si Blimunda ahí está, entre esa gente que me escupe y me tira cascas de sandía e inmundicias, ay qué engañados están, sólo yo sé que todos podrían ser santos, si así lo quisieran y no puedo gritárselo, al fin el pecho me da la señal, gimió profundamente el corazón, voy a ver a Blimunda, voy a verla, ahí, allí está, Blimunda, Blimunda, Blimunda, hija mía, y ya me ha visto, y no puede hablar, tiene que fingir que no me conoce o me desprecia, madre bruja y marrana aunque sólo un cuarto, ya me vio y a su lado está el padre Bartolomeu Lourenço, no hables, Blimunda, mira sólo, mira con esos tus ojos que todo son capaces de ver, y aquel hombre quién será, tan alto, que está cerca de Blimunda y no sabe, ay, no sabe, quién es él, de dónde viene, qué va a ser de ellos, poder mío, por las ropas soldado, por el rostro castigado, por la mano cortada, adiós, Blimunda, que no te veré más, y Blimunda le dijo al cura, Ahí va mi madre, y luego, volviéndose hacia el hombre alto que estaba junto a ella, preguntó, Cuál es su gracia, y el hombre dijo, naturalmente, reconociendo así el derecho de esta mujer a hacerle preguntas, Baltasar Mateus, también me llaman Sietesoles.

Pasó ya Sebastiana María de Jesús, pasaron todos los demás, dio vuelta entera la procesión, fueron azotados quienes este castigo tuvieron por sentencia, quemadas las dos mujeres, una agarrotada, primero por haber declarado que quería morir en la fe cristiana, la otra asada viva por contumacia hasta en la hora de morir, ante las hogueras se armó un baile, danzan hombres y mujeres, el rey se ha retirado, vio, comió y anduvo, con él los infantes, se recogió en palacio en su coche tirado por seis caballos, guardado por su guardia, la tarde va bajando con rapidez pero el calor sofoca aún, sol de garrote, sobre el Rossío caen las grandes sombras del convento del Carmen, bajan a las mujeres muertas sobre los tizones para que se acaben de consumir, y cuando sea ya noche, serán esparcidas sus cenizas, ni el Juicio Final las sabrá juntar, y la gente volverá a su casa, rehechos todos en su fe, llevando pegada a la suela de los zapatos alguna motita fuliginosa, pegajosa polvareda de carnes negras, sangre quizás aún viscosa si en las brasas no se ha evaporado. El domingo es el día del Señor, verdad trivial ésta, porque de Él son todos los días, y a nosotros nos vienen consumiendo los días si en nombre del mismo Señor no nos consumen más de prisa las llamas, con duplicada violencia, que es la de quemarme cuando por mi razón y voluntad recusé a dicho Señor huesos y carne, y el espíritu que me sustenta el cuerpo, hijo de mí y de mí, cópula directa de mí conmigo mismo, infuso del mundo sobre el rostro escondido, igual al mostrado y por eso ignorado. No obstante, es preciso morir.

Frías habrán parecido, a quien cerca estuviese, las palabras dichas por Blimunda, Ahí va mi madre, ni suspiros ni lágrimas ni siquiera el rostro compasivo, que aun así no faltan éstos en el pueblo, pese a tanto odio, a tanto insulto y escarnio, y esta que es hija, y amada como se vio por el modo como la miraba la madre, no tuvo más que decir sino, Ahí va, y luego se volvió hacia un hombre a quien nunca había visto, y le preguntó, Cuál es su gracia, como si contara más saberlo que el tormento de los azotes después del tormento de la cárcel y de los malos tratos, y que la cierta certeza de ir Sebastiana María de Jesús, ni el nombre la ha salvado, desterrada a Angola, para quedarse allí, quién sabe si consolada espiritual y corporalmente por el padre Antonio Teixeira de Sousa, que mucha práctica lleva de aquí, y menos mal, para que el mundo no sea tan desgraciado e incluso cuando ya se tiene garantizada la condena por toda la eternidad. Pero, ahora, en su casa, lloran los ojos de Blimunda como dos fuentes de agua, si vuelve a ver a su madre será en el embarque, pero de lejos, más fácil es que un capitán inglés dé suelta a un rebaño de mujeres de mala vida que el que una hija bese a su madre condenada, acercar una mejilla a otra mejilla, la piel suave, la piel floja, tan cerca, tan distante, dónde estamos, quiénes somos, y el padre Bartolomeu Lourenço dice, Nada somos ante los designios del Señor, si Él sabe quién somos, confórmate, Blimunda, dejemos a Dios el campo de Dios, no atravesemos sus fronteras, adorémoslo desde este lado de acá, y hagamos nuestro campo, el campo de los hombres, que estando hecho ha de querer Dios visitarnos, y entonces sí será el mundo creado. Baltasar Mateus, el Sietesoles, está callado, sólo mira fijamente a Blimunda, y cada vez que ella lo mira siente él una crispación en la boca del estómago, porque ojos como éstos jamás los había visto claros cenicientos, o verdes, o azules, que con la luz de fuera varían o con el pensamiento de dentro, y a veces se vuelven negros nocturnos o blancos brillantes como lascado carbón de piedra. Vino a esta casa, no porque le dijeran que viniese, pero Blimunda le había preguntado su nombre y él le había respondido, no era precisa mejor razón. Terminado el auto de fe, barridos los restos, Blimunda se retiró, el cura fue con ella, y cuando Blimunda llegó a su casa dejó la puerta abierta para que Baltasar entrara. Él entró y se sentó, el cura cerró la puerta y encendió una candela a la última luz de una rendija, bermeja luz de poniente que llega a este alto cuando ya en la parte baja de la ciudad oscurece, se oye gritar a unos soldados en las murallas del castillo, si fuera otra la ocasión, Sietesoles recordaría la guerra, pero ahora sólo tiene ojos para los ojos de Blimunda, o para el cuerpo de ella, que es alto y delgado como el de la inglesa con quien, despierto, soñó en el mismo día en que desembarcó en Lisboa.

Blimunda se levantó del tajuelo, encendió lumbre en la lar, puso sobre la trébede una cacerola de sopas y cuando hirvió, echó una parte en dos cuencos hondos que sirvió a los hombres, todo esto lo hizo sin hablar, no había vuelto a abrir la boca desde que preguntó, cuántas horas hace, Cuál es su gracia, pese a que el cura fue el primero en acabar de comer, esperó a que Baltasar terminase para servirse de la cuchara de él, era como si, callada estuviese respondiendo a otra pregunta, Aceptas para tu boca la cuchara de que se ha servido la boca de este hombre, haciendo suyo lo que era tuyo, volviendo ahora a ser tuyo lo que fue de él, y eso tantas veces hasta que se pierda el sentido de lo tuyo y lo mío, y como Blimunda ya había dicho que sí antes de ser preguntada, Entonces, os declaro casados. El padre Bartolomeu Lourenço esperó a que Blimunda acabara de comer las sopas que quedaron, le echó la bendición, cubriendo con ella persona, comida y cuchara, el regazo, la lumbre, la candela, la estera del suelo, el muñón de Baltasar. Luego, se fue.

Durante una hora se quedaron los dos sentados, sin hablar. Sólo una vez se levantó Baltasar para echar leña al fuego que iba decayendo, y una vez espabiló Blimunda la candela que estaba agonizando la luz, y entonces, siendo tanta la claridad, ya pudo Sietesoles decir, Por qué me preguntaste el nombre, y Blimunda respondió, Porque mi madre lo quiso saber y quería que yo lo supiera, Cómo lo sabes, si con ella no pudiste hablar, Sé que sé, no sé cómo sé, no hagas preguntas a las que no puedo responder, haz como hiciste, viniste y no preguntaste por qué, Y ahora, Si no tienes dónde vivir mejor, quédate aquí, He de ir a Mafra, tengo allá familia, Mujer, Padres, y una hermana, Quédate mientras no vayas, siempre tendrás tiempo de partir, Por qué quieres que me quede, Porque es preciso, No es razón que me convenza, Si no quieres quedarte, vete, no te puedo obligar, No tengo fuerzas que me lleven de aquí, me has echado un hechizo en el cuerpo, No eché tal, no dije una palabra, no te toqué, Me miraste por dentro, juro que nunca te miraré por dentro, Juras que no lo harás y ya lo has hecho, No sabes de qué hablas, no te miré por dentro, Si me quedo, dónde duermo, Conmigo.

Se acostaron. Blimunda era virgen. Cuántos años tienes, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Diecinueve años, pero entonces su edad era otra. Corrió algo de sangre por la estera. Con las puntas de los dedos índice y corazón humedecidos en ella, Blimunda se persignó e hizo una cruz en el pecho de Baltasar, sobre el corazón. Estaban los dos desnudos. En una calle cercana oyeron voces de desafío, batir de espadas, carreras. Luego el silencio. No corrió más sangre.

Cuando, por la mañana, despertó Baltasar, vio a Blimunda tendida a su lado, comiendo pan, con los ojos cerrados. Sólo los abrió cenicientos a aquella hora, tras acabar de comer, y dijo, Nunca te miraré por dentro.


Llevarse este pan a la boca es gesto fácil, excelente de hacer si el hambre lo reclama, por lo tanto alimento del cuerpo, beneficio del labrador, probablemente mayor beneficio de algunos que entre la hoz y los dientes supieron meter manos de llevar y traer y bolsas de guardar, y ésta es su regla. No hay en Portugal trigo que baste al perpetuo apetito que los portugueses tienen de pan, parece que no sepan comer otra cosa, por eso los extranjeros que aquí viven, doloridos de nuestras necesidades, que en mayor volumen fructifican que simientes de calabaza, mandan venir, de sus propias y de otras tierras, flotas de cien navíos cargados de cereal, como estos que vienen ahora Tajo adentro, salvando la Torre de Belem y mostrando al gobernador de ella los papeles al uso, y esta vez son más de treinta mil medidas de pan que vienen de Irlanda, y es la abundancia tal, hambre convertida al fin en hartura, y bien está mientras en hambre no se torne, que, hallándose llenos los tinglados del muelle e incluso almacenes particulares, andan por ahí alquilando silos a cualquier precio, y ponen escritos en las puertas de la ciudad para que conste a las personas que los tuvieron por alquilar, conque de esta vez van a tirarse de los pelos los que mandaron venir el trigo, obligados por el exceso a bajar precios, tanto más cuanto que se habla ya de la llegada inmediata de una flota de Holanda cargada del mismo género, pero de ésta se sabrá más tarde que la asaltó una escuadra francesa casi a la entrada de la barra, y así el precio, que iba a bajar, no baja, que si es preciso se prende fuego a un silo o a dos, mandando en seguida pregonar la falta que el trigo que ardió nos está haciendo cuando creíamos que había tanto y de sobra. Son misterios mercantiles que los de fuera enseñan y los de dentro van aprendiendo, aunque éstos sean normalmente tan estúpidos, hablamos de los mercaderes, que nunca mandan venir ellos mismos las mercancías de las otras naciones, y se contentan con comprarlas aquí a los extranjeros, que se forran con nuestra simplicidad y forran con ella los cofres, comprando a precios que ni sabemos y vendiendo a otros que sabemos demasiado, porque los pagamos con lengua de a palmo y la vida palmo a palmo.

Pero, habitando la risa tan cerca de la lágrima, el desahogo tan próximo al ansia, el alivio tan vecino del susto, pasando así la vida de las personas y de las naciones, cuenta João Elvas a Baltasar Sietesoles el hermoso paso bélico de haberse armado la marina de Lisboa, de Belem a Xabregas, por espacio de dos días y dos noches, al tiempo que en tierra tomaban posiciones de combate los tercios y la caballería, porque corrió la voz de que venía una armada francesa a conquistarnos, hipótesis ante la que cualquier hidalgo, o un plebeyo cualquiera, sería aquí otro Duarte Pacheco Pereira *, y Lisboa una nueva plaza de Diu, y al fin la armada invasora resultó una flota de bacalao, que buena falta estaba haciendo, como no tardó en verse por el apetito. Mustios acogieron los ministros la noticia, risueños soltaron las armas los soldados, y más altas y estrepitosas fueron aún las carcajadas del vulgo, vengándose así de no pocas vejaciones. Al fin, peor que la vergüenza de esperar al francés y ver llegar el bacalao, sería si contáramos con el bacalao y entrara el francés.

Sietesoles concuerda, pero se imagina en la piel de los soldados que esperaban la batalla, sabe cómo late entonces el corazón, qué va a ser de mí, estaré vivo dentro de poco, se aterra un hombre por la posible muerte y vienen luego a decirle que están descargando fardos de bacalao en la Riveira Nova, si los franceses se enteran del equívoco se reirán todavía más de nosotros. Está Baltasar a punto de sentir de nuevo añoranza de guerra pero se acuerda de Blimunda e intenta averiguar de qué color son los ojos de ella, es una guerra en la que anda con su propia memoria, que tanto le recuerda un color como otro, ni sus propios ojos consiguen decidir qué color de ojos están viendo cuando los tienen delante. Se olvidó así de la añoranza que iba a sentir, y responde a João Elvas, Debía de haber un modo cierto de saber quién viene y qué trae o quiere, que lo saben las gaviotas que se posan en los mástiles, y nosotros, a quienes más importa, no lo sabemos, y el soldado viejo dijo, Las gaviotas tienen alas, también las tienen los ángeles, pero las gaviotas no hablan, y de ángeles, nunca vi ninguno.

Atravesaba el Terreiro do Paço el padre Bartolomeu Lourenço, que venía de palacio, adonde había ido por instancia de Sietesoles, deseoso de que se enterara de si habría o no pensión de guerra, si es que tanto vale una simple mano izquierda, y cuando João Elvas, que de la vida de Baltasar no sabía todo, vio aproximarse al cura, dijo continuando la conversa, Ese que ahí va es el padre Bartolomeu Lourenço * a quien llaman el Volador, pero al Volador no le crecieron bastante las alas, y así no podemos ir a espiar las flotas que vienen y las intenciones o negocios que traen. No puede Sietesoles responder porque el cura, sin acercarse demasiado, le hizo señal para que se aproximase, así queda João Elvas estupefacto al ver a su amigo envuelto en efluvios del Palacio y de la Iglesia, y pensando ya si de esto podría sacar ventaja un soldado vagabundo. Y para que, entre tanto, algo fuera adelantándose ya, tendió la mano pidiendo limosna, primero a un hidalgo, que se la dio sin más, y luego, por distracción, a un fraile mendicante que pasaba exhibiendo una imagen ofreciéndola a los ósculos devotos, por lo que João Elvas acabó por dejar lo que había recibido, Mal rayo me parta, será pecado maldecir, pero alivia mucho.

Dijo el padre Bartolomeu Lourenço a Sietesoles, Hablé con los curiales de tu caso y me dijeron que lo iban a ponderar, por ver si vale la pena que hagas petición, pronto me darán respuesta, Y cuándo será eso, padre, quiso saber Baltasar, ingenua curiosidad de quien acaba de llegar a la corte e ignora los usos de ella, No te puedo decir, pero, con el tiempo, tal vez pueda hablar yo unas palabras a su majestad, que me distingue con su estima y protección, Puede hablar con el rey, se asombró Baltasar, y añadió, Puede hablar con el rey y conocía a la madre de Blimunda, que fue condenada por la Inquisición, qué cura es este cura, palabras estas últimas que Sietesoles no habrá dicho en voz alta, sólo inquieto las pensó. Bartolomeu Lourenço no respondió, lo miró sólo a los ojos, y así quedaron parados, el cura un poco más bajo y de apariencia más joven, pero no, tienen los dos la misma edad, veintiséis años, como de Baltasar ya sabíamos, pero son vidas diferentes, la de Sietesoles de trabajo y guerra, una acabada, otro que tendrá que volver a empezar, la de Bartolomeu Lourenço, que en Brasil nació y joven vino por primera vez a Portugal, mozo de tanto estudio y tanta memoria que, a los quince años prometía, y mucho hizo de cuanto prometió, soltar de coro todo Virgilio, Horacio, Quinto Curcio, Suetonio, Mecenas y Séneca, para adelante y para atrás, o donde le apuntaran, y dar la definición de todas las fábulas que se escribieron, y a qué fin las fingieron aquellas gentes griegas y romanas, y también decir quiénes fueron los autores de todos los libros de versos, antiguos y modernos, hasta el año mil doscientos, y si alguien le decía una poesía, respondía él de propósito con diez versos suyos allí mismo compuestos, y prometía también justificar y defender toda la filosofía y los puntos más intrincados de ella, y explicar la parte de Aristóteles, aunque extensa, con todos sus embarazos, términos y medios términos y responder a todas las dudas de la Sagrada Escritura tanto del Viejo Testamento como del Nuevo repitiendo de memoria, a hilo corrido o salteado, como quisieran, todos los Evangelios de los Cuatro Evangelistas, para atrás y para adelante, y lo mismo hacía con las Epístolas de San Pablo y de San Jerónimo, y los años de profeta a profeta y cuántos de vida tuvo cada uno de ellos, y lo mismo de todos los reyes de la Escritura, y lo mismo, para abajo y para arriba, a izquierda y derecha, con los Libros de los Salmos, de los Cantares, del Éxodo y de todos los Libros de los Reyes, y que no son canónicos los dos Libros de los Esdras, que al fin no parecen muy canónicos, dicho sea aquí, entre nosotros y sin otras desconfianzas, este sublime ingenio, estas prendas y memoria nacidas y criadas en tierra a la que sólo hemos pedido el oro y los diamantes, el tabaco, el azúcar y las riquezas de la selva, y lo demás que aún ha de encontrarse en ella, tierra de otro mundo, mañana y por los siglos de los siglos que vendrán, sin contar con la evangelización de los tapuias, que sólo con esto ya tendríamos ganada la eternidad.

Me ha dicho mi amigo João Elvas que tenéis por apodo Volador, padre, por qué os dieron tal nombre, preguntó Baltasar. Empezó Bartolomeu Lourenço a alejarse, el soldado fue tras él y, distantes sólo dos pasos uno de otro, seguirán a lo largo del Arsenal de la Rivera de las Naos, del Palacio de Corte Real, y más adelante, de los Remolares, donde la plaza se abría hacia el río, se sentó el cura en una piedra, hizo señal a Sietesoles para que se acomodara al lado, y respondió al fin, como si ahora mismo acabara de oír la pregunta, Porque he volado, y dijo Baltasar, dudando, Perdone la confianza, pero sólo los pájaros vuelan, y los ángeles, y los hombres cuando sueñan, pero en los sueños no hay firmeza, No has vivido en Lisboa, nunca te he visto, Estuve en la guerra cuatro años y mi tierra es Mafra, Pues yo, hace dos que volé, primero hice un globo que ardió, luego hice otro que subió hasta el techo de una sala de palacio, y al fin otro que salió por una ventana de la Casa de la India, y nadie lo ha vuelto a ver, Pero ha volado en persona o sólo volaron los globos, Volaron los globos, y fue lo mismo que si hubiera volado yo, Volar un globo no es volar un hombre, El hombre primero tropieza, después anda, luego corre, un día volará, respondió Bartolomeu Lourenço, pero de pronto se echó de hinojos porque pasaba el Cuerpo de Nuestro Señor llevado a algún enfermo de calidad, el cura bajo un palio sostenido por seis personas, al frente los trompetas, detrás, los hermanos de la Cofradía, de hopas rojas y cirios en la mano, más las cosas precisas a la administración del Santísimo Sacramento a algún alma impaciente por volar, sólo a la espera de que la aliviaran del lastre corporal poniéndola cara al viento que viene de alta mar, o del fondo del universo, o del último lugar del más allá. Sietesoles también se había arrodillado, tocando el suelo con su gancho de hierro mientras se santiguaba.

No se sentó ya el padre Bartolomeu Lourenço, se acercó lentamente a la orilla del río, con Baltasar atrás, y allí mientras a un lado una barca descargaba paja en grandes fardos que los ganapanes transportaban a cuestas corriendo equilibrados sobre la plancha, y al otro lado estaban dos esclavas negras, tirando al agua la carga de los bacines de sus amos, orines o mierda del día o la semana, entre el natural olor a paja y el olor natural del excremento, dijo el padre, He sido el hazmerreír de la corte y de los poetas, uno de ellos, Tomás Pinto Brandão, llamó a mi invento cosa del viento que se ha de acabar pronto, si no fuera por la protección del rey no sé qué habría sido de mí, pero el rey creyó en mi máquina y permitió que, en la quinta del Duque de Aveiro, en San Sebastián da Pedreira, haga yo mis experimentos, en fin ya me dejan respirar un poco los maldicientes, que llegaron incluso a desear que me partiera las piernas cuando me lanzara del castillo, siendo cierto que yo nunca tal cosa había prometido, y que mis artes más tenían que ver con la jurisdicción del Santo Oficio que con la geometría, Padre Bartolomeu Lourenço, yo de esas cosas no entiendo, fui labrador, soldado no soy ya, y dudo que nadie pueda volar sin que le hayan nacido alas, quien diga lo contrario, entiende tanto de esto como de lagares de aceite, Ese gancho que llevas en el brazo no lo inventaste tú, fue preciso que alguien tuviera la necesidad y se le ocurriese la idea, que sin aquélla ésta no viene, que juntase cuero y hierro, y lo mismo esos navíos que ves en el mar, hubo un tiempo en que no tuvieron velas, y otro tiempo fue el de la invención de los remos, otro el del timón, y, así como el hombre, animal de tierra, se hizo marinero por necesidad, por necesidad se hará volador, Quien pone velas en un barco está en el agua, y en el agua queda, volar es salirse de la tierra para el aire, donde no hay suelo que nos ampare los pies, Haremos como las aves, que tanto están en el aire como posan en tierra, Entonces fue por querer volar por lo que conoció a la madre de Blimunda, por ser de artes sutiles, Oí decir que ella tenía visiones en que aparecía gente volando con alas de paño, cierto es que visiones sobra por ahí quien diga tenerlas, pero había tal verosimilitud en lo que me contaban que discretamente fui a visitarla un día, y después gané su amistad, Y llegó a saber lo que quería, No, no llegué a saberlo, comprendí que el saber de ella, si realmente lo tenía, era otro saber, y que yo debería perseverar contra mi propia ignorancia sin ayudas, ojalá no me engañe, Me parece que están en la verdad quienes dijeron que ese arte de volar más tenía que ver con el Santo Oficio que con la geometría, si yo estuviera en su caso, doblaría cautelas, mirad que cárcel, destierro y hoguera suelen ser la paga de esos excesos, pero de esto sabe un cura más que un soldado, Tengo cuidado, y no me faltan protecciones, Que lo veamos, pues.

Volvieron sobre sus pasos, pasaron otra vez por los Remolares. Sietesoles hizo mención de hablar, se retrajo, el padre se dio cuenta de su vacilación, Quieres decirme algo, Quería saber, padre Bartolomeu Lourenço, por qué Blimunda siempre come pan antes de abrir los ojos por la mañana, Has dormido con ella, Vivo allí, Repara en que estáis en pecado de concubinato, mejor sería casaros, Ella no quiere, yo no sé si querría, si un día de éstos vuelvo a mi tierra y ella prefiere quedarse en Lisboa, por qué casarse, pero mi pregunta, Por qué come Blimunda pan antes de abrir los ojos por la mañana, Sí, Si un día lo sabes, será por ella, no por mí, Pero sabe la razón, Sí, Y no me la dice, Sólo te diré que se trata de un gran misterio, volar es nada comparado con Blimunda.

Andando y conversando llegaron a las caballerizas de un acemilero, en la Puerta de Corpo Santo. El cura alquiló una mula, subió al albardón, Voy a San Sebastián da Pedreira a ver mi máquina, quieres venir conmigo, la mula puede con los dos, Iré, pero a pie, que el camino es de la infantería, Eres hombre natural, ni cascos de mula ni alas de passarola, Es así como se llama su máquina, preguntó Baltasar, y el cura respondió, Así le han llamado por desprecio.

Subieron a San Roque, y luego, contorneando el cerro de las Tapias, bajaron por la Plaza de la Alegría hasta Valverde. Sietesoles acompañaba sin dificultad la andadura de la mula, sólo en terreno plano se dejaba atrasar un poco, para luego recuperar en la próxima cuesta, tanto en bajada como en subida. Pese a no haber caído gota de agua desde abril, y siendo ya pasados cuatro meses, estaban lozanos los campos más allá de Valverde, por vía de muchas fuentes perennes, encaminados los manantiales al cultivo de hortalizas, que eran allí abundantes, a las puertas de la ciudad. Pasado el convento de Santa Marta y ante el de Santa Juana Princesa, se alargaban las tierras de olivar, pero incluso allí se implantaban cultivos hortícolas, y si no brotaban por allí las fuentes naturales, suplían su falta los cigoñales de sacar agua, alzando sus altos pescuezos, y circulaban los burros en la noria, con los ojos tapados para que creyeran caminar derecho, no sabiendo, como sabían los dueños, que también andando derecho acabarían llegando al mismo sitio, porque el mundo también es una noria y son los hombres quienes, andando en él, lo mueven y hacen andar. Aunque aquí no esté ya Sebastiana María de Jesús para ayudar con sus revelaciones, es fácil ver que, faltando los hombres, el mundo se pararía.


Cuando llegaron al portalón de la quinta, donde no está el duque ni criados suyos, pues los bienes de él fueron unidos a los de la corona, y ahora corren autos del proceso para restituirlos a la casa de Aveiro, pero son lentas las justicias, y entonces volverá el duque de la España donde vive y donde es duque también, pero de Baños, al llegar, decíamos, se apeó el cura, sacó una llave del bolsillo y abrió el portón como si estuviera en su casa. Hizo entrar la mula, que llevó a una sombra, le metió al hocico un saquete de paja y habones, y allí la dejó, aliviada de carga, sacudiendo con el rabo tábanos y moscas, excitados por el manjar que les llegaba de la ciudad.

Estaban cerradas todas las puertas y ventanas del palacio, y la finca abandonada, sin cultivo. A un lado del patio espacioso había un granero, o lugar para guardar los aperos, o bodega, estando vacío no se podía saber su uso, pues para granero faltaban trojes, para guardar los aperos tampoco, pues no se veían las argollas, y bodega no hay sin toneles. Esta puerta tenía un candado donde entraba una llave tan sinuosa como si estuviera escrita en arábigo. El cura retiró la tranca, empujó la puerta, al fin no estaba vacía la gran casa, se veían piezas de lona, barrotes, rollos de alambre, planchas de hierro, haces de mimbres, todo ordenado por especies, en buen orden, y, en medio, en el espacio desahogado, lo que parecía una enorme concha, toda erizada de alambres como un cesto que, a medio hacer, muestra las guías del entramado.

Baltasar entró tras el cura, curioso, miró alrededor sin entender lo que veía, tal vez esperara un globo, o unas alas de pardillo pero en grande, un saco de plumas, y no hubo cosa de la que no dudara, Conque es esto, y el padre Bartolomeu Lourenço respondió, Será esto, y abriendo un arca, sacó un papel, lo desenrolló, se veía el dibujo de un ave, la passarola sería, eso era Baltasar capaz de reconocerlo, y porque a la vista estaba que era el dibujo de un pájaro, creyó que todos aquellos materiales, juntos y ordenados en sus lugares competentes serían capaces de volar. Más para sí que para Sietesoles, que del dibujo no veía más que su semejanza con un ave, y ésta le bastaba, el cura explicó, primero en tono sereno, luego cada vez más animado, Esto que aquí ves son las velas que sirven para cortar el viento y se mueven según las necesidades, y aquí está el timón con que se dirigirá la barca, no al azar sino por medio de la ciencia del piloto, y éste es el cuerpo del navío de los aires a proa y popa en forma de concha marina, donde se disponen los tubos del fuelle para el caso de que falte el viento, como tantas veces sucede en el mar, y éstas son las alas, sin ellas, cómo se iba a equilibrar la barca voladora, y no te hablaré de estas esferas, que son secreto mío, bastará que te diga que sin lo que ellas llevarán dentro no volará la barca, pero sobre este punto aún no estoy seguro, y en este techo de alambre colgaremos unas bolas de ámbar, porque el ámbar responde muy bien al calor de los rayos del sol para el efecto que quiero, y esto es la brújula, sin ella no se va a ninguna parte, y esto son roldanas y poleas, que sirven para largar y recoger velas, como los barcos en la mar. Se calló un momento, y añadió, Y cuando todo esté armado y concordante entre sí, volaré. A Baltasar lo convencía el dibujo, no precisaba explicaciones, por la simple razón de que no viendo nosotros el ave por dentro, no sabemos qué es lo que la hace volar, y sin embargo vuela, porque, teniendo forma de ave, no hay nada más simple, Cuándo, se limitó a preguntar, No lo sé aún, respondió el cura, me falta quien me ayude, solo no puedo hacerlo todo, y hay trabajos para los que no basta mi fuerza. Se calló otra vez, y luego, Quieres venir tú a ayudarme, preguntó. Baltasar dio un paso atrás, estupefacto, Yo no sé nada, soy un hombre del campo, aparte de eso, sólo me enseñaron a matar, y así, tal como estoy, sin esta mano, Con esa mano y ese gancho puedes hacer lo que quieras, y hay cosas que hace mejor un gancho que la mano entera, un gancho no siente dolor si tiene que tirar de un alambre o sostener un hierro, ni se corta, ni se quema, y te digo que manco es Dios, e hizo el universo.

Baltasar retrocedió asustado, se santiguó a toda prisa, como para no dar tiempo al diablo a concluir su obra, Qué está diciendo, padre Bartolomeu Lourenço, dónde está escrito que Dios sea manco, Nadie lo ha escrito, no está escrito, pero yo digo que Dios no tiene mano izquierda porque es a su diestra, a su mano derecha, donde se sientan los elegidos, no se habla nunca de la mano izquierda de Dios, ni las Sagradas Escrituras, ni los Doctores de la Iglesia, a la izquierda de Dios no se sienta nadie, es el vacío, la nada, la ausencia, luego Dios es manco. Respiró hondo el cura, y concluyó, De la mano izquierda.

Sietesoles había escuchado con atención. Miró el dibujo y los materiales dispersos por el suelo, la concha aún informe, sonrió, y levantando un poco los brazos dijo, Si Dios es manco e hizo el Universo, este hombre sin mano bien puede atar la vela y el alambre que han de volar.


Pero cada cosa tiene su tiempo. Por ahora, y faltándole al padre Bartolomeu Lourenço el dinero preciso para comprar los imanes que, según él, han de hacer volar la passarola, imanes que, para colmo, han de venir del extranjero, está Sietesoles en el matadero del Terreiro do Paço, por empeño del mismo cura, cargando a cuestas piezas de carne, cuartos de buey, lechones a docenas, carneros a pares, que pasan de un gancho a otro, y en el tránsito dejan cascadas de sangre en la arpillera que le cubre las espaldas y la cabeza, es oficio sucio, pero compensado por algunas sobras, un pie de cerdo, mollejas o higadillos y, Dios queriéndolo y el humor del matarife, una tajada de los ijares, de los cuartos traseros o de pata, envueltos en una crespa hoja de col, para que Blimunda y Baltasar se alimenten un poco mejor de lo vulgar, quien parte y reparte, aunque no sea Baltasar el del reparto, de algo le ha de servir el arte.

Para Doña María Ana va llegando ya el tiempo. La barriga no le aguanta el crecimiento por mucho que dé de sí la piel, es una panza enorme, una nao de la india, una flota del Brasil, de vez en cuando manda el rey saber cómo va la navegación del infante, si se ve ya a lo lejos, si trae buen viento o si ha sufrido asaltos como los que sufren nuestras escuadras, que aún ahora, a la altura de las islas, tomaron los franceses seis naos mercantes nuestras y una de guerra, que todo esto y mucho más se podía esperar de los cabos que tenemos y de los convoyes que armamos, y ahora parece que van los dichos franceses a esperar al resto de nuestros barcos a la entrada de Pernambuco y de Bahía, si es que no están ya al acecho de la flota que debe haber salido de Río de Janeiro. Tantos han sido nuestros descubrimientos cuando había tierras por descubrir, y ahora nos pasan los otros a capa como a toros inocentes, sin arte de corneo, o sólo casualidad. A Doña María Ana llegan también estas noticias, malas cosas que siempre han ocurrido hace un mes, dos meses, cuando el infante aún era en su vientre una gelatina, un renacuajo, un cuerpecito cabezudo, es curioso cómo se forman un hombre y una mujer, indiferentes, allá dentro de su huevo, al mundo de fuera, y pese a todo a este mundo tendrá que enfrentarse, como rey o soldado, como fraile o como asesino, como inglesa en Barbadas o sentenciada en Rossío, alguna cosa siempre, que todo nunca puede ser, y nada menos aún. Porque, en fin, podemos huir de todo, pero no de nosotros mismos.

Sin embargo no todo es tan deplorable para las navegaciones portuguesas. Llegó hace días la nave de Macao que se esperaba, habiendo salido de aquí veinte meses ha, que no hace tiempo ni nada, aún Sietesoles andaba en la guerra, e hizo feliz jornada pese a ser largo el viaje, que queda Macao mucho más allá de Goa, tierra de tantas bienaventuranzas, en China, que excede a todas las otras en regalo y riquezas, y los géneros todos a lo más barato que se puede, y tienen además lo favorable y sano de su clima, tanto que todo lo ignoran allí de achaques y dolencias, por eso no hay ni médicos ni cirujanos, y se muere sólo de viejo y desamparado de la naturaleza, que no siempre nos puede preservar. Cargó la nao en China todo lo rico y precioso que se halló, pasó por Brasil a hacer negocio y metió azúcares y tabacos, y mucha abundancia de oro, que para todo dieron los dos meses y medio que estuvo en Río y en Bahía, y en cincuenta y seis días de viaje llegó aquí, y fue cosa de milagro que en tan peligrosa y dilatada jornada no enfermó ni murió un solo hombre, que parece que de algo sirvió la misa cotidiana que acá se quedó diciendo por intención del viaje a Nuestra Señora de la Piedad de las Llagas, y ni erró el camino, ignorándolo el piloto, si tal cosa es creíble, con lo que ya andan diciendo que negocios buenos son los de la China. Pero, para que no todo sea perfecto, llegó noticia de haber estallado conflictos entre los de Pernambuco y los de Recife, que todos los días se dan allá batallas, algunas muy sangrientas, y llegaron al punto de plantar fuego a los cultivos, quemando todo el azúcar y el tabaco, que para el rey es pérdida muy considerable.

Dan, si cuadra, estas y otras noticias a Doña María Ana, pero ella está abúlica, indiferente, en su torpor de grávida, se las dan o se las callan, que da igual, y hasta de su primera gloria de haber fecundado no resta más que una tenue remembranza, pequeña brisa de lo que fue viento de orgullo, cuando en los primeros tiempos se sentía como aquellas figuras que se colocan en la proa de las naos y que no siendo las que más de lejos ven, para eso está allí el anteojo y está el vigía, son las que más hondo ven. Una mujer grávida, reina o del común, tiene un momento en la vida en que se siente sabia de todo saber, aunque intraducible en palabras, pero después, con el hinchar excesivo del vientre y otras miserias del cuerpo, sólo para el día de parir hay en ella pensamientos, no todos alegres, cuántas veces aterradas por agüeros, pero en este caso va a ser de gran ayuda la orden de San Francisco, que no quiere perder el prometido convento. Andan a porfía todas las congregaciones de la Provincia de la Arrábida diciendo misas, haciendo novenas, promoviendo oraciones, por intención general y particular, explícita e implícita, para que nazca bien el infante y en buenhora, para que no traiga defecto visible o invisible, para que sea varón, en quien alguna desgracia menor podría disculparse, si no ver en ella especial distinción divina. Pero, sobre todo, porque un infante macho daría mayor contento al rey. Don Juan V va a tener que contentarse con una niña. No siempre se puede tener todo, cuántas veces pidiendo esto se alcanza aquello, que ése es el misterio de las oraciones, las lanzamos al aire con una intención que es nuestra, pero ellas escogen su propio camino, a veces se retrasan para dejar pasar otras que habían partido después, y no es raro que algunas se aparejen, naciendo así oraciones mezcladas o mestizas, que no salen ni al padre ni a la madre que tuvieron, y a veces hasta se enfrentan, se paran en camino a debatir contradicciones, y por eso a veces se pide un chiquillo y aparece una niña, pero saludable y robusta y de buenos pulmones, como se ve por el griterío. Pero el reino está gloriosamente feliz, no sólo porque ha nacido el heredero de la corona y por las luminarias festivas que por tres días fueron decretadas, sino también, por que habiendo siempre que contar con los efectos secundarios que tienen las preces sobre las fuerzas naturales, pudiendo ocurrir incluso que den en grandes sequías, como esta que duraba ya ocho meses y sólo esta causa podía tener, que no se veía cuál podía ser otra, acabadas las oraciones dio en llover, y se dice ya que el nacimiento de la infanta trajo auspicios de felicidad, pues ahora la lluvia es tanta, que sólo Dios la puede estar mandando para alivio de la molestia que le causábamos. Ya andan labrando los labradores, van al campo incluso bajo la lluvia, crece la gleba de la tierra húmeda como salen los chiquillos de allá de donde vienen, y, no sabiendo gritar como ellos, suspira al sentirse desgarrada por el hierro, y se acuesta, lustrosa, ofreciéndose al agua que sigue cayendo, ahora muy mansa, casi polvareda impalpable, para que no se pierda la forma del barbecho, tierra encrespada para el amparo de la mies. Este parto es muy simple, pero no se puede hacer sin aquello que los otros primero requirieron, la fuerza y la simiente. Todos los hombres son reyes, reinas son todas las mujeres, y príncipes los trabajos de todos.

Pero no conviene perder de vista las diferencias, que son muchas. Llevaron la princesa a bautizar el día de Nuestra Señora de la O, día por excelencia contradictorio, pues está ya la reina libre de sus redondeces, y se observa que, finalmente, no todos los príncipes son príncipes por igual, como con mucha claridad muestra la pompa y solemnidad con que se dará nombre y sacramento a éste, o ésta, con todo el palacio y la capilla real armados de paños y oros, y la corte adornada de galas, que apenas se distinguen las facciones y los cuerpos bajo tanto aderezo de francias y atavíos. Salió el acompañamiento de la cámara de la reina hacia la iglesia, pasando por la sala de Tudescos, y detrás el duque de Cadaval, con su hopa rozando el suelo, bajo palio va el duque, y sostienen las varas, por distinción, títulos de primera grandeza y consejeros de Estado, y en los brazos del duque, quién va, va la princesa, enfajada de linos, cubierta de lazos, rebosada de cintas, y tras el palio la nombrada aya, que es la condesa de Santa Cruz vieja, y todas las damas de palacio, las hermosas y las que no lo son tanto, y al final media docena de marqueses y el duque hijo, que llevan las insignias de la toalla, del salero, de los óleos, y el resto, que para todos había.

Siete obispos la bautizaron, que eran como siete soles de oro y plata en los escalones del altar mayor, y le pusieron María Javiera Francisca Leonor Bárbara, todo con Doña delante, pese a ser aún tan pequeña, está en el regazo, babea y ya es Doña, qué hará cuando crezca, y lleva, para empezar, una cruz de brillantes que le ha dado su padrino y tío, el infante Don Francisco, que costó cinco mil cruzados, y el mismo Don Francisco mandó a la reina su comadre, como presente, una pluma de tocado, supongo que por galantería, y unos pendientes de brillantes, esos sí, de superlativo valor, cerca de veinticinco mil cruzados, es gran obra, pero francesa.

Para ese día bajó el rey de su grandeza y majestad, y asistió, no detrás de celosías, sino público, y no desde su tribuna, sino desde la de la reina, en muestra del mucho respeto que le merecía, puesta así la feliz madre al lado del feliz padre, aunque en silla más baja, y por la noche hubo luminarias. Sietesoles bajó con Blimunda desde el alto del castillo para ver las luces y los adornos, el palacio armado todo con colgaduras, los arcos alzados por los gremios. Está más cansado que de costumbre tal vez por haber cargado tanta carne para los banquetes que festejaron el nacimiento y van a festejar el bautizo. Le duele la mano izquierda de tanto arrastrar, izar, tirar. El gancho descansa en la alforja que lleva al hombro, Blimunda le coge la mano derecha.

En un mes de estos que pasaron murió de santa muerte fray Antonio de San José. Salvo si se aparece en sueños al rey, ya no podrá recordarle la promesa, pero soseguémonos, a pobre no prestes, a rico no debas, a fraile no prometas, y Don Juan V es rey de palabra. Convento tendremos.


Duerme Baltasar en el lado derecho del jergón, desde la primera noche duerme ahí, porque es de ese lado su brazo entero, y, al volverse hacia Blimunda puede, con él, ceñirla contra sí, correr los dedos desde la nuca a la cintura, y más abajo aún si los sentidos de uno y otro despiertan en el calor y en la representación del sueño, o ya despertadísimos iban cuando se acostaron, que este matrimonio, ilegítimo por su propia voluntad, no sacramentado en la iglesia, cuida poco de reglas y respetos, y si a él le apetece, a ella le apetecerá, y si ella quiere, querrá él. Tal vez ande por aquí obra de otro más secreto sacramento, la cruz y la señal hechos y trazados con la sangre de la virginidad rasgada, cuando, a la luz amarilla del candil, estando ambos tumbados de espaldas, reposando, y, por primera infracción a los usos, desnudos como sus madres los parieron, Blimunda recogió de la yacija, entre las piernas, la vivísima sangre, y en esa especie comulgaron, si no es herejía decirlo, o, mayor aún, haberlo hecho. Meses enteros pasaron desde entonces, el año es ya otro, se oye caer la lluvia en el tejado, hay grandes vientos sobre el río y la barra, y, pese a tan próxima estar la madrugada, parece oscura la noche. Otro se engañaría, pero no Baltasar, que siempre despierta a la misma hora, mucho antes de nacer el sol, hábito inquieto de soldado, y queda alerta para ver retirarse mansamente la oscuridad de encima de cosas y personas, sintiendo aquel gran alivio que levanta el pecho y es el suspiro del día, el primero e impreciso trazo gris de las rendijas, hasta que un leve rumor despierta a Blimunda, y otro son comienza y se prolonga, infalible, es Blimunda comiendo su pan, y después de comerlo, abre los ojos, se vuelve hacia Baltasar y descansa la cabeza sobre el hombro de él, al tiempo que pone la mano izquierda en el lugar de la mano ausente, brazo sobre brazo, muñeca sobre muñeca, es la vida, cuando puede, enmendando a la muerte. Pero hoy no va a ser así. Un día y otro preguntó Baltasar a Blimunda por qué comía todas las mañanas antes de abrir los ojos, le preguntó al padre Bartolomeu Lourenço qué secreto era éste, ella le respondió una vez que se había acostumbrado de niña, él dijo que se trataba de un gran misterio, tan grande que volar sería cosa pequeña, comparando. Hoy se sabrá.

Cuando Blimunda despierta, tiende la mano hacia el fardel donde suele guardar los mendrugos, colgado de la cabecera, y sólo encuentra el lugar. Tantea el suelo, el jergón, mete las manos bajo la almohada, y oye entonces decir a Baltasar, No busques más, no lo vas a encontrar, y ella, cubriéndose los ojos con los puños cerrados, implora, Dame el pan, Baltasar, dame el pan, por el alma de quien la tienes, Primero has de decirme qué secretos son éstos, No puedo, gritó ella, y bruscamente intentó rodar hacia afuera del jergón, pero Sietesoles le echó el brazo sano, la cogió por la cintura, ella se debatió brava, luego le pasó la pierna derecha por encima y así liberada la mano, quiso apartarle los puños de los ojos, pero ella volvió a gritar, despavorida, No me hagas eso, y fue tal el grito que Baltasar la dejó, asustado, casi arrepentido de su violencia, No te quiero hacer mal, sólo quería saber qué misterios son, Dame el pan y te lo digo todo, Lo juras, De qué sirven juramentos si no bastan el sí o el no, Ahí lo tienes, come, y Baltasar sacó el talego de dentro de la alforja que le servía de almohada.

Cubriéndose el rostro con el antebrazo, Blimunda comió al fin el pan. Masticaba lentamente. Cuando acabó, dio un gran suspiro y abrió los ojos. La luz cenicienta del cuarto amaneció azul por aquel lado, así pensaría Baltasar si hubiera aprendido a pensar cosas de éstas, pero mejor que pensar finuras que bien podrían servir en las antecámaras de la corte o en locutorios de monjas, fue sentir el calor de su propia sangre cuando Blimunda se volvió hacia él, los ojos ahora oscuros, y, de repente, una luz verde pasando, qué importaban ahora los secretos, mejor sería volver a aprender lo que ya sabía, el cuerpo de Blimunda, quedará para otra vez, porque, esta mujer, si ha prometido, cumplirá, y dice, Te acuerdas de la primera vez que dormiste conmigo, dijiste que te miré por dentro, Me acuerdo, No sabías lo que estabas diciendo, ni supiste lo que oías cuando te dije que nunca te miraría por dentro. Baltasar no tuvo tiempo de responder, buscaba aún el sentido de las palabras, y otras ya se oían en el cuarto, increíbles, Yo puedo ver dentro de las personas.

Sietesoles se alzó en el jergón, incrédulo, y también inquieto, Estás burlándote de mí, nadie puede ver dentro de las personas, Yo puedo, No lo creo, Primero, quisiste saber, no descansabas mientras no sabías, ahora que ya sabes dices que no crees, de acuerdo, pues, pero no me escondas el pan, Sólo te creeré si eres capaz de decirme lo que está dentro de mí ahora, No veo si no estoy en ayunas, y además he hecho promesa de no verte a ti nunca por dentro, Vuelvo a decir que te estás burlando de mí, Y yo vuelvo a decir que es verdad, Cómo lo voy a saber seguro, Mañana no comeré al despertarme, saldremos luego de casa y te diré lo que vea, pero no miraré para ti, ni te pondrás delante, lo quieres así, Lo quiero, respondió Baltasar, pero dime qué misterio es ése, y cómo te vino ese poder, si es que no me engañas, Mañana sabrás que digo la verdad, Y no tienes miedo del Santo Oficio, por mucho menos han pagado otros, Mi don no es herejía ni hechicería, mis ojos son naturales, Pero tu madre fue azotada y deportada por tener visiones y revelaciones, has aprendido de ella, No es lo mismo, yo sólo veo lo que está en el mundo, no veo lo que está fuera de él, cielo o infierno, no digo oraciones, no hago pases de manos, sólo veo, Pero te santiguaste con tu sangre y me hiciste con ella una cruz en el pecho, si eso no es hechicería, Sangre de virginidad es agua de bautismo, supe que lo era cuando me rompiste, y cuando la sentí correr adiviné los gestos, Qué poder es ese tuyo, Veo lo que hay dentro de los cuerpos, y a veces lo que está en el interior de la tierra, veo lo que hay bajo la piel, y a veces incluso por debajo de las ropas, pero sólo veo cuando estoy en ayunas, pierdo el don cuando muda el cuarto de la luna, pero luego vuelve, ojalá no lo tuviera, Por qué, Porque lo que la piel oculta nunca es bueno verlo, Incluso el alma, has visto el alma, Nunca la vi, Tal vez el alma no esté en el cuerpo, No sé, nunca la vi, Será porque no se puede ver, Será, y ahora, déjame, quítame la pierna de encima, quiero levantarme.

Durante todo ese día Baltasar dudó que hubiera sostenido aquella conversación, o si la había soñado, o si, simplemente, había sido un sueño de Blimunda. Miraba los grandes animales suspendidos de los ganchos de hierro antes de ser cuarteados, forzaba los ojos, pero no veía más que la carne opaca, desollada o lívida, y cuando los pedazos o tajadas se extendían en las bancadas o eran arrojados a los platillos de las balanzas, comprendía que el poder de Blimunda tenía más de condena que de premio, porque el interior de estos animales no era realmente un gusto para la vista, como no lo sería el de las personas que vienen a la carne, ni el de las que la venden, o cortan, o cargan, que éste es el oficio de Baltasar. Por otra parte, ya en la guerra vio lo que está viendo aquí, que para averiguar lo que hay dentro siempre es preciso un cuchillo o una bala, un hacha o un filo de espada, un facón o un proyectil, entonces se desgarra la frágil piel, aún más dolorida virginidad, aparecen los huesos, y las tripas, y con esta sangre no vale la pena bendecirnos, porque no es de vida y sí de muerte. Son pensamientos confusos, que esto dirían si pudiesen ser puestos en orden, libres de excrecencias, ni vale la pena preguntar, En qué estás pensando, Sietesoles, porque él respondería, creyendo decir verdad, En nada, y sin embargo ya pensó todo esto, y aún más, que fue acordarse de sus propios huesos, blancos entre la carne desgarrada, cuando lo llevaban a retaguardia, y luego la mano cortada, caída en el suelo y apartada de un puntapié por el cirujano, Venga otro, y el que venía, pobre hombre, peor iba a quedar, si es que escapa con vida, sin dos piernas. Quiere uno conocer los misterios, y para qué, cuando debería bastarle despertar por la mañana y sentir, adormecida o despierta, a la mujer que vino con el tiempo, el mismo tiempo que mañana la llevará, quién sabe si para otra cama, jergón puesto en el suelo, como éste, o lecho de relieves y festones de oro, que no faltan, dar y llevar, trocar y traer, y es locura o tentación del diablo preguntarle, Por qué comes tu pan con los ojos cerrados, si no comiéndolo eres ciega, no lo comas para no ver tanto, Blimunda, porque ver como tú ves es la mayor de las tristezas, o sentido que aún no podemos soportar, Y tú, Baltasar, en qué piensas, En nada, no pienso en nada, no sé si alguna vez pensé algo. Eh, Sietesoles, arrastra para aquí esos tocinos.

No durmió él, ella no durmió. Amaneció y no se levantaron, Baltasar sólo para comer unos torreznos fríos y beber una jarrilla de vino, pero después volvió a acostarse, Blimunda quieta, con los ojos cerrados, alargando el tiempo del ayuno para que se le aguzaran las lancetas de los ojos, estiletes finísimos cuando al fin salieron a la luz del sol, porque éste es el día de ver, no el de mirar, que ese poco es lo que hacen quienes, no teniendo ojos, son otra categoría de ciegos. Pasó la mañana, fue la hora de almorzar, que es éste el nombre de la refección del mediodía, no lo olvidemos, y al fin se levanta Blimunda, cerrados los párpados, hace Baltasar su segunda comida, ella, para ver, no come, él ni así vería, y luego salen, el día está tan sosegado que ni parece propio de acontecimiento tal, Blimunda va delante, Baltasar detrás, para que ella no lo vea, para saber él lo que ella ve, cuando se lo diga.

Y esto le dice, La mujer que está sentada en el peldaño de aquella puerta tiene en la barriga un hijo varón, pero el pequeño lleva dos vueltas de cordón enrolladas al cuello, tanto puede vivir como morir, que eso no llego a saberlo, y este suelo que pisamos tiene encima barro encarnado bajo aquella arena blanca, luego arena negra, después gravilla, granito en lo más hondo, y en él hay un agujero grande lleno de agua, con el esqueleto de un pez mayor que mi tamaño, y este viejo que pasa está como yo estoy, con la barriga vacía, pero se le va la vista, lo contrario que a mí, y aquel joven que me miró tiene su miembro podrido de venéreo, goteando como caño, enrollado en trapos, y, pese a todo, sonríe, es su vanidad de hombre lo que le hace sonreír así, ojalá no tengas tú esas vanidades, Baltasar, y siempre te aproximes a mí limpio, y ahí viene un fraile que lleva en las tripas una bicha solitaria que él tiene que sustentar comiendo por dos o tres, por dos o tres comería aunque no la tuviese, y ahora, mira aquellos hombres y aquellas mujeres arrodillados ante el nicho de San Crispín, lo que puedes ver es la señal de la cruz, lo que oyes son golpes en el pecho, y las bofetadas que por penitencia se dan entre sí y a sí mismos, pero yo veo sacos de excrementos y de gusanos, y allí un tumor que va a estrangular la garganta de aquel hombre, él no lo sabe aún, mañana lo sabrá, y será tan tarde como ya lo es hoy, porque no tiene remedio, Y cómo voy a creer yo que todo eso es verdad si tú vas explicando cosas que yo no puedo ver con mis ojos, preguntó Baltasar, y Blimunda respondió, Haz un agujero con tu espigón en aquel sitio y encontrarás una moneda de plata, y Baltasar hizo el agujero y la encontró, Te equivocaste, Blimunda, la moneda es de oro, Mejor para ti, y yo no debería haberme arriesgado, porque siempre confundo plata con oro, pero en lo de ser moneda, y valiosa, acerté, qué más quieres, tienes la verdad y el lucro, y si la reina por aquí pasara te diría que otra vez está preñada, pero que aún es pronto para saber si de varón o de hembra, ya decía mi madre que la matriz de las mujeres lo malo es que se llene una vez, que luego siempre quiere más, y ahora te digo que empezó a mudar el cuarto de la luna, porque siento los ojos ardiendo y veo unas sombras amarillas pasar ante ellos, son como piojos caminando, moviendo las patas, y son amarillos, me muerden los ojos, por la salvación de tu alma te lo pido, Baltasar, llévame a casa, dame de comer, y acuéstate conmigo, porque aquí delante de ti no puedo verte, y no te quiero ver por dentro, sólo quiero mirarte, cara oscura y barbada, ojos cansados, boca tan triste, hasta cuando estás a mi lado y me quieres, llévame a casa, que yo iré tras de ti, pero con los ojos bajos, porque una vez juré que nunca te vería por dentro y así será, castigada sea yo si alguna vez lo hago.

Levantemos ahora nuestros propios ojos, que es tiempo de ver al infante Don Francisco disparando con su espingarda, desde la ventana de palacio, a la orilla del Tajo, a los marineros que están subidos a las vergas de los barcos, sólo para probar su buena puntería, y, cuando acierta y van a caer ellos al convés, sangrando todos, alguno que otro muerto, y si la bala erró no se libran de un brazo partido, bate palmas el infante con júbilo irreprimible, mientras los criados le cargan otra vez las armas, bien puede acontecer que este criado sea hermano de aquel marinero, pero a esta distancia ni la voz de la sangre se oye, otro tiro, otro grito y caída, y el contramaestre no se atreve a mandar bajar a los marineros para no irritar a su alteza y porque, pese a las bajas, la maniobra ha de hacerse, y diremos nosotros que el no se atreve es ingenuidad de quien de lejos mira, porque lo más seguro es que ni se le ocurra pensar esta simple humanidad, Ya está ese hijo de puta a tiros con mis marineros, que van al mar a descubrir la India descubierta o el Brasil encontrado, y en vez de eso da orden de que laven el convés, y sobre esto no tenemos más que decir, que todo acabaría en repetición aburrida, que, en fin, si el marinero ha de llevar un tiro, fuera de la barra, de corsario francés, mejor es que se lo den aquí, que muerto o herido siempre estará mejor en su tierra, y hablando de corsario francés, van nuestros ojos más lejos, allá en Río de Janeiro, donde entró una armada de esos enemigos, y no precisamente a tirar un tiro, estaban los portugueses durmiendo la siesta, tanto los del gobierno del mar como los del gobierno de la tierra, y habiendo los franceses fondeado a su placer, desembarcaron, ellos sí que parecía que estuvieran en su tierra, la prueba fue que el gobernador dio luego orden formal de que nadie sacara nada de casa, sus razones tendría, al menos las que el miedo da, tanto que los franceses saquearon todo lo que encontraron, y no lo hicieron llevar a los navíos sino que armaron un zoco en medio de la plaza, que no faltó quien allá fuera a comprar lo que le habían robado una hora antes, no puede haber mayor desprecio, y quemaron la casa del fisco, y fueron al bosque, por denuncia de judíos, a desenterrar el oro que algunas personas principales habían escondido y esto siendo los franceses sólo dos o tres mil, y los nuestros diez mil, pero el gobernador estaba aconchabado con ellos, no hay más que saber, que portugueses y traidores los hubo muchas veces, aunque no todo sea lo que parece, por ejemplo, aquellos soldados de los regimientos de Beira de quienes dijimos que se habían pasado al enemigo, no desertaron, la verdad es que fueron a donde les darían de comer, y otros hubo que huyeron a sus casas, si eso es traición es lo que está ocurriendo siempre, quien quiera soldados para entregarlos a la muerte que les dé al menos de comer y vestir, mientras vivos estén y que no anden por ahí descalzos, sin trabajos de marcha y disciplina, más gustosos de poner al propio capitán en la mira de la espingarda que de desgraciar a un castellano del otro lado, y ahora, si queremos reír de lo que nuestros ojos ven, que la tierra da para todo, consideremos el caso de las treinta naves de Francia, que ya se dijo estaban a la vista de Peniche, aunque no falte quien diga haberlas avistado en el Algarve, que está cerca, y en la duda se guarnecieron las torres del Tajo y toda la marina se puso de ojo alerta, hasta Santa Apolonia, como si las naves pudieran venir río abajo, de Santarem o de Tancos, que estos franceses son gente capaz de todo, y estando nosotros tan pobres de barcos pedimos ayuda a unos navíos ingleses y holandeses que ahí están, y fueron ellos a ponerse en línea en la barra, a la espera del enemigo que ha de estar en el espacio imaginario, ya en tiempos antes contados se dio aquel famoso caso de la entrada de los bacalaos, y ahora se ha sabido que eran vinos comprados en Porto, y las naos francesas son en definitiva inglesas, que andan en su comercio, y de camino se van riendo a costa nuestra, buen plato somos para mofas extranjeras, que también las tenemos excelentes hechas aquí, y es bueno que se diga, y están tan claras a la luz del día que no fueron precisos los ojos de Blimunda, y fue el caso que cierto clérigo, cliente habitual de casas de mujeres de bien hacer y aún mejor dejar que les hagan, satisfaciendo los apetitos del estómago y liberando los de la carne, y siempre diciendo su misa con toda puntualidad, y cuando le parecía se largaba llevándose lo que encontraba a mano, y tantas hizo que un día la ofendida, a quien mucho más había robado que dado, logró orden de prisión, y yendo los oficiales y alguaciles a cumplirla, por orden del corregidor del barrio, a una casa donde el clérigo vivía con otras inocentes mujeres, entraron, pero tan desatentos a la obligación que no dieron con él, que estaba metido en una cama, y fueron a otra donde les pareció que estaría, dando así tiempo para que el cura saltase, en pelota viva y disparando escaleras abajo, a tortas y a puntapiés limpió el camino, quedaron gimiendo los alguaciles negros, pero, como pudieron, echaron a correr tras el cura pugilista y garañón, que iba ya por la Rua dos Espingardeiros, y era esto a las ocho de la mañana, bien comenzaba el día, carcajadas en puertas y ventanas, ver al cura correr como una liebre, con los negros detrás, y él con la verga tiesa, y bien armado, Dios lo bendiga, que para hombre tan dotado no es lugar servir en los altares sino en cama de servicio a las mujeres, y con este espectáculo sufrieron gran conmoción las señoras moradoras, pobrecillas, así inadvertidas, como desprevenidas y exentas estarían las que se hallaban rezando en la iglesia de la Concepción Vieja y vieron entrar al cura jadeando, en figura de inocente Adán, pero tan cargado de culpas, sacudiendo el badajo y las mantecas, a la una apareció, a las dos se escondió, a las tres nunca fue visto, que ese pase de magia lo dio la diligencia de los padres, que lo recogieron y le dieron fuga por los tejados, vestido ya, que ni esto es suceso que cause extrañeza, si en cestos izan los franciscanos de Xabregas a las mujeres para dentro de las celdas y con ellas se gozan, por su propio pie subía este cura a casas de las mujeres a quienes apetecía el sacramento, y para no salirnos de lo acostumbrado, queda todo entre el pecado y la penitencia, que no sólo en la procesión de Cuaresma salen a la calle las disciplinas excitantes, cuántos malos pensamientos habrán tenido que confesar las señoras moradoras de la Baixa de Lisboa y las devotas de la Concepción Vieja por de tan rico cura haber gozado con la vista, y los cuadrilleros tras él, agárralo, agárralo, quién pudiera agarrarlo para una cosa que yo sé, diez padrenuestros, diez salves, y diez reales de limosna a San Antonio, y estar tumbada una hora entera con los brazos en cruz, barriga abajo como a la prosternación conviene, que barriga arriba es postura de más celeste gozo, pero siempre levantando los pensamientos, no las faldas, que eso quedará para el próximo pecado.

Usa cada cual los ojos que tiene para ver lo que puede o le consienten, o sólo una pequeña parte de lo que desearía, cuando no es por simple obra del azar, como Baltasar, que por trabajar en el matadero fue con los otros mozos de carga y cortadores a la plaza para ver llegar al cardenal Don Nuno da Cunha, que va a recibir el capelo de manos del rey, lo acompaña el enviado del papa en una litera forrada toda de terciopelo carmesí, con pasamanos de oro, dorados también los paineles, y ricamente, con las armas cardenalicias a un lado y otro, lleva un coche de respeto, pero no va nadie dentro, sólo el respeto, más una estufa para el estribero y para el secretario doméstico, y también el capellán que lleva la cola cuando la cola tiene que ser llevada, y vienen dos coches castellanos abarrotados de capellanes y pajes, y delante de la litera doce lacayos, que sumando a todo esto los cocheros y los portadores es una multitud para servir a un' cardenal solo, casi habíamos olvidado al criado que va delante con la maza de plata, menos mal que lo hemos recordado a tiempo, feliz pueblo este que con tales fiestas se regala y baja a la calle para ver desfilar a la nobleza toda, que primero fue a casa del cardenal a buscarlo, luego lo viene acompañando hasta el palacio, adonde Baltasar no puede ir ni entran los ojos que tiene, pero conociendo nosotros las artes de Blimunda, imaginemos que ella está aquí y veremos al cardenal subiendo entre hileras de guardias, y entrando en el último aposento del dosel sale el rey a recibirlo y él le dio agua bendita, y en el aposento siguiente se arrodilla el rey en una almohada de terciopelo, y el cardenal, en otra más atrás, ante un altar ricamente armado, donde luego dice misa un capellán de palacio, con todas las ceremonias, y acabada la misa saca el enviado del papa el breve del nombramiento y se lo entrega al rey que lo recibe y se lo devuelve para que lo lea, por así determinarlo el protocolo, no porque el rey no tenga sus humos de latinista, tras lo cual recibe el rey de manos del enviado el capelo cardenalicio y lo pone en la cabeza del cardenal, abrumado de cristiana humildad, naturalmente, que es carga excesiva para un hombre ser así íntimo de Dios, pero aún no han terminado las carantoñas y las zalemas, primero fue el cardenal a cambiarse de ropas, y ahora reaparece todo de rojo vestido, como es propio de su dignidad, vuelve a entrar para hablarle al rey, éste está bajo dosel, por dos veces se quita y se pone el capelo, por dos veces hace lo mismo el rey con su sombrero, y a la tercera da cuatro pasos para recibirlo, al fin se cubren ambos, y sentados, uno más arriba, el otro más abajo, dicen unas palabras, dichas fueron, son horas de despedirse, se quita el sombrero, se pone el sombrero, pero aún va el cardenal al cuarto de la reina, donde se repiten las cortesías, punto por punto, hasta que al fin baja el cardenal a la capilla donde se va a cantar el Te Deum laudamus, alabado sea Dios que tiene que aguantar estas invenciones.

Llegado a casa, Baltasar cuenta a Blimunda lo que vio, y como han anunciado luminarias, bajan al Rossío después de cenar, pero las luces son pocas esta vez, o el viento las apagó, lo que importa es que ya tiene birrete el cardenal, dormirá con él en la cabecera, y si a media noche se alza de la cama para contemplarlo sin testigos, no recriminemos a este príncipe de la Iglesia, porque todos somos hombres iguales por el lado del orgullo, y un birrete de cardenal, llegado de Roma en manos de un propio y hecho de propósito, si no anda aquí experimentación maliciosa de la modestia de los grandes, es porque al final merece entera confianza la humildad de ellos, humildes realmente lo son pues lavan los pies a los pobres, como hizo y hará el cardenal, como hicieron y harán el rey y la reina, ahora tiene Baltasar las suelas rotas y los pies sucios, primera condición para que el cardenal o el rey se arrodillen un día ante él, con toallas de lino, bacías de plata y agua de rosas, si es que la otra condición Baltasar satisface, que es la de ser aún más pobre de lo que hasta entonces ha conseguido ser, y la condición tercera, que es la de que lo elijan por virtuoso y cliente de la virtud. De la pensión pedida aún no hay señal, de poco han servido las instancias del padre Bartolomeu Lourenço, su padrino, del matadero lo despedirán pronto con cualquier pretexto, pero ahí están la sopa boba de los conventos, las limosnas de las hermandades, es difícil morir de hambre en Lisboa, y este pueblo se ha habituado a vivir con poco. Entre tanto, nació el infante Don Pedro, que por venir segundo sólo tuvo cuatro obispos en el bautizo, pero salió ganando, por haber participado en el bautizo el cardenal, que en tiempo de su hermana aún no lo había, y llegó noticia de que en el cerco de Campo Maior murieron muchos soldados enemigos y pocos de los nuestros, a no ser que mañana digan que fueron muchos de los nuestros y pocos de ellos, que al fin se sabrá lo cierto cuando al acabarse el mundo se cuenten los muertos todos de todos los lados. Baltasar le cuenta a Blimunda cosas de su guerra, y ella le coge el gancho del brazo izquierdo como si le cogiera la mano verdadera, es lo que siente él ahora, la memoria de su piel sintiendo la piel de Blimunda.

El rey fue a Mafra a escoger el sitio donde se levantará el convento. Será en el alto que llaman de la Vela, desde aquí se ve el mar, corren aguas abundantes y dulcísimas para el futuro pomar y huerta, que no han de ser menos en primores de cultivo los franciscanos de aquí que los cistercienses de Alcobaça, a San Francisco de Asís le bastaría un yermo, pero él era santo y está muerto. Recemos.


Hay otro hierro ahora en la alforja de Sietesoles, es la llave de la quinta del duque de Aveiro, pues habiéndole llegado al padre Bartolomeu Lourenço los ya mentados imanes, pero aún no las sustancias de que hace secreto, podía al fin ir adelantándose la construcción de la máquina de volar y ponerse en obra material el contrato que hacía de Baltasar la mano derecha del Volador, ya que la izquierda no era precisa, tan poco precisa era que el propio Dios no la tiene, conforme declaró el cura, que estudió esas reservadas materias, y bien sabrá lo que dice. Y estando la Costa do Castelo demasiado lejos de San Sebastián de Pedreira para ir y venir todos los días, decidió Blimunda dejar la casa para estar donde estuviera Sietesoles. No era grande la pérdida, un tejado y tres paredes inseguras, solidísima la cuarta, por ser muralla del castillo, hace tantos siglos implantada, si nadie por allí pasa y dice, Mira, una casa vacía, y diciendo esto no se instale en ella, apenas pasará un año sin que se caigan las paredes y el tejado, y entonces quedarán sólo unos adobes partidos o deshechos en tierra en el lugar donde vivió Sebastiana María de Jesús y donde abrió Blimunda por primera vez los ojos al espectáculo del mundo, porque en ayunas nació.

Siendo tan pocos los haberes, un viaje bastó para transportar, en la cabeza Blimunda y a las espaldas Baltasar, el fardo y el atadijo a que se resumió todo. Descansaron aquí y allá en el camino, callados, ni que decir tenían, si hasta una simple palabra sobra si es la vida la que está cambiando, mucho más si somos nosotros los que cambiamos con ella. En cuanto a la levedad del fardo, así debería ser siempre, llevar consigo mujer y hombre lo que tienen, y cada uno de ellos al otro, para no tener que volver sobre los mismos pasos, es siempre tiempo perdido, y basta.

En un rincón del cuarto de los aperos desenrollaron el jergón y la estera, a los pies pusieron el escaño, frontera el arca, como si fueran los límites de un nuevo territorio, raya trazada en el suelo y en paños levantada, suspensos éstos de un alambre, para que esto sea de hecho una casa y en ella podamos encontrarnos solos cuando estemos solos. Cuando venga el padre Bartolomeu Lourenço, podrá Blimunda, si no tiene trabajos de lavar o cocinar que a la alberca la lleven o en el horno la retengan, o si no prefiere ayudar a Baltasar pasándole el martillo o las tenazas, la punta del alambre o el haz de mimbres, podrá Blimunda estar en su resguardo de mujer hogareña, que a veces hasta a las más empedernidas aventureras apetece, aunque no sea la aventura tanta como la que aquí se promete. Sirven también los paños colgados al acto de la confesión, puesto el confesor de este lado, de fuera puestos los penitentes, uno de cada vez, del lado de dentro, precisamente donde constantes pecados de lujuria ambos cometen, aparte de ser concubinos, si no es peor la palabra que la situación, por otra parte fácilmente absuelta por el padre Bartolomeu Lourenço que tiene ante sus propios ojos un mayor pecado suyo, aquel de orgullo y ambición de alzarse un día en los aires, donde hasta ahora sólo subieron Cristo, la Virgen y algunos santos elegidos, estas partes dispersas que trabajosamente va encajando Baltasar mientras Blimunda dice desde el otro lado del paño, en voz bastante alta para que Sietesoles oiga, No tengo pecados que confesar.

Para el deber de la misa no faltarían iglesias cerca, la de los agustinos descalzos, por ejemplo, que es la más cercana, pero si el padre Bartolomeu Lourenço, como acontece, tiene obligaciones de su ministerio o atenciones y servicios en la corte que lo ocupen más que lo acostumbrado de quien no necesitaría venir aquí todos los días, si no acude el padre a espabilar el fuego del alma cristiana que sin duda habita en Blimunda y Baltasar, él con sus hierros, ella con su lumbre y su agua, ambos con el ardor que los lanza sobre el jergón, no es raro que olviden el santo sacrificio y del olvido no queden arrepentidos, con lo que resulta al fin lícito dudar si en definitiva es cristiana la supuesta alma de ambos. Viven en el chamizo, o salen a tomar el sol, los cerca la gran finca abandonada donde los frutales van volviendo a su natural condición silvestre, los zarzales cubriendo los caminos, y en el lugar del huerto se encrespan selvas de panizos y ricinos, pero ya Baltasar, con la hoz, ha rapado la mayor, y Blimunda, con la azada, cortó y sacó al sol raíces, con el tiempo aún esta tierra dará cosa debida al trabajo. Pero tampoco faltan ratos de holganza, por eso, cuando la comezón aprieta, posa Baltasar la cabeza en el regazo de Blimunda y le cata ella los bichos, que no es asombroso que los tengan estos enamorados y constructores de aeronaves, si es que tal palabra se dice ya en estas épocas, como cada vez más se va diciendo armisticio en vez de paces. Blimunda no tiene quien la expurgue. Hace Baltasar lo que puede, pero aunque le llegan dedos y mano para descubrir el insecto, le faltan dedos y mano para sostener los pesados, espesos, cabellos de Blimunda, color de miel sombría, que apenas los aparta regresan, y esconden así la caza. La vida da para todos.

No siempre el trabajo va bien. No es verdad que la mano izquierda no haga falta. Si Dios puede vivir sin ella es porque es Dios, pero un hombre necesita las dos manos, una mano lava la otra, las dos lavan el rostro, cuántas veces ha tenido ya que venir Blimunda a limpiarle la suciedad que quedó agarrada en el dorso de la mano y no saldría de otro modo, son los desastres de la guerra, mínimos éstos, porque muchos soldados hubo que quedaron sin los dos brazos, o sin las dos piernas, o sin sus partes de hombre, y no tienen Blimunda que les ayude o por eso mismo dejaron de tenerla. Es excelente el gancho para trabar una lámina de hierro o torcer un mimbre, es infalible el espigón para abrir ojales en la lona, pero las cosas obedecen mal cuando les falta la caricia de la piel humana, piensan que han desaparecido los hombres a quienes se habituaron, es el desconcierto del mundo. Por eso viene a ayudar Blimunda, y, en llegando ella, se acaba la rebelión, Menos mal que has venido, dice Baltasar, o lo sienten las cosas, no se sabe cierto.

Alguna vez se levanta Blimunda más temprano, antes de comer el pan de todas las mañanas, y deslizándose a lo largo de las paredes para evitar poner los ojos en Baltasar aparta el paño y va a inspeccionar la obra hecha, descubrir la flaqueza oculta en el trenzado, la burbuja de aire en el interior del hierro, y acabada la inspección se pone al fin a masticar su mendrugo, poco a poco volviéndose tan ciega como la otra gente que sólo puede ver lo que a la vista está. Cuando hizo esto por primera vez, y Baltasar luego dijo al padre Bartolomeu Lourenço, Este hierro no sirve, tiene una caja por dentro, Cómo lo sabes, Lo vio Blimunda, el cura se volvió hacia ella, sonrió y miró a uno y otro, y declaró, Tú eres Sietesoles porque ves a las claras, tú serás Sietelunas porque ves a oscuras, y, así, Blimunda, que hasta entonces sólo se llamaba, como su madre, de Jesús, acabó siendo Sietelunas, y bien bautizada estaba, que el bautismo fue de cura, no un apodo cualquiera. Durmieron aquella noche los soles y las lunas abrazados, mientras giraban las estrellas lentamente en el cielo, Luna, dónde estás, Sol, adónde vas.

De tiempo en tiempo viene aquí el cura a probar los sermones que compone, por la bondad del eco que las paredes tienen, lo bastante para que quede redonda la palabra, sin resonancias excesivas que encabalguen los sonidos y acaben por empastar su sentido. Así debían de sonar las imprecaciones de los profetas en el desierto o en las plazas públicas, lugares sin paredes o que no las tienen próximas, y son así inocentes a las leyes de la acústica, está la gracia en el órgano que profiere la palabra, no en los oídos que la oyen o en los muros que la devuelven. No obstante, esta religión es de capilla regalona, con ángeles carnudos y santos arrebatados, y mucha agitación de túnicas, brazos rollizos, muslos adivinados, pechos que redondean, caídas de ojos, tanto está sufriendo quien goza como está gozando quien sufre, por eso no van a dar a Roma todos los caminos, sino al cuerpo. Se esfuerza el cura en la oratoria, tanto más cuando allí hay quien le oiga, pero, o por efecto intimidatorio del pajarraco o por frialdad egoísta del auditorio, o por faltar el ambiente eclesial, las palabras no vuelan, no retumban, se enredan unas en otras, parece impropio que el padre Bartolomeu Lourenço tenga tan gran fama de orador sacro, hasta el punto de haberlo comparado con el padre Antonio Vieira *, que Dios haya, y que el Santo Oficio hubo. Aquí ensayó el padre Bartolomeu Lourenço el sermón que fue a predicar a Salvaterra de Magos, estando allí el rey y la corte, aquí está probando ahora el que predicará en la fiesta de los desposorios de San José, que se lo encomendaron los dominicos, que al fin no le perjudica gran cosa la fama que tiene de volador y extravagante, que hasta los hijos de Santo Domingo lo demandan, y del rey no hablemos, que siendo tan mozo gusta aún de juegos, por eso protege al cura, por eso se divierte tanto con las monjas en los monasterios y las va preñando, una tras otra o varias al mismo tiempo, que cuando acabe su historia se contarán por decenas los hijos así engendrados, pobre reina, qué sería de ella de no ser por su confesor Antonio Stieff, jesuita, que le enseña resignación, y sin los sueños en que se le aparece el infante Don Francisco con marineros muertos colgados de los arzones de las mulas, y qué sería del padre Bartolomeu Lourenço si aquí entraran los dominicos que le han encomendado el sermón, y vieran esta passarola, y a este manco, y a esta bruja, y a este predicador burilando palabras y tal vez ocultando pensamientos, que ésos no los vería Blimunda ni aunque ayunara un año entero.

Acaba el padre Bartolomeu Lourenço su sermón, ni quiere saber de su religioso efecto, sólo pregunta, como si no le interesara demasiado la cosa, Qué, les ha gustado, y los otros responden, Claro que sí, señor, vaya si nos ha gustado, pero éste es hablar de dientes afuera, que el corazón no da muestras de haber entendido lo que oyó, y si el corazón no entendió, no llega a mentira lo que la boca habla, pero sí es ausencia. Volvió Baltasar a batir sus hierros, Blimunda barrió hacia el patio los fragmentos de mimbre que no servían, por el empeño parecían trabajos urgentes, pero el padre dijo de súbito, como quien no puede contener más su preocupación, Así nunca llegaré a volar, dijo con voz cansada, e hizo un gesto de tan profundo desánimo que Baltasar tuvo la instantánea percepción de la inutilidad de lo que estaba haciendo, por eso dejó el martillo, pero queriendo enmendar lo que podía ser tomado por renuncia, dijo, Tenemos que construir aquí una fragua, templar los hierros, si no el simple peso de la passarola los hará curvarse, y el cura respondió, Qué más da que se curven o que no se curven, el caso es que vuele, y así no puede volar si le falta éter, Qué es eso, preguntó Blimunda, Es de donde cuelgan las estrellas, Y cómo se puede traer aquí, preguntó Baltasar, Por arte de alquimia, pero en ella no soy hábil, pero sobre esto no digáis una palabra, pase lo que pase, Entonces, qué vamos a hacer, Iré a Holanda, que es tierra de muchos sabios, y allí aprenderé el arte de hacer bajar el éter del espacio para introducirlo en las esferas, porque sin él nunca volará la máquina, Qué virtud es ésa del éter, preguntó Blimunda, Pues es ser parte de la virtud general que atrae a los seres y a los cuerpos, y hasta a las cosas inanimadas y los libera del peso de la tierra, llevándolos al sol, Diga eso con palabras que yo entienda, padre, Para que la máquina se levante en el aire, es preciso que el sol atraiga el ámbar que ha de estar preso en los alambres del techo, que a su vez atraerá al éter que habremos introducido en las esferas, que a su vez atraerá a los imanes que estarán abajo, los cuales, a su vez, atraerán las laminillas de hierro de que se compone la osamenta de la barca, y, entonces, subiremos al aire con el viento, o con el soplo de los fuelles, si el viento falta, pero vuelvo a decir, faltando el éter nos falta todo. Y Blimunda dijo, Si el sol atrae al ámbar y el ámbar atrae al éter, y el éter atrae al imán, y el imán atrae al hierro, la máquina irá subiendo hacia el sol sin parar. Hizo una pausa y preguntó, como hablando consigo misma, Qué será el sol por dentro. Dijo el cura, No iremos al sol, para evitarlo están las velas de arriba, que podemos abrir y cerrar a voluntad, de modo que nos pararemos en la altura que queramos. Hizo una pausa también, y remató, En cuanto a saber cómo será el sol por dentro, si se levanta la máquina del suelo, el resto vendrá por añadidura, queriendo nosotros, y no contrariando insoportablemente a Dios.


Es, pese a todo, tiempo de contrariedades. Ahora saldrán las monjas de Santa Mónica con extrema indignación, insubordinándose contra las órdenes del rey de que sólo pudieran hablar en los conventos a sus padres, hijos, hermanos y parientes hasta el segundo grado, con lo que pretende su majestad poner coto al escándalo que causan los frecuentadores de conventos, nobles y no nobles, que visitan a las esposas del Señor y las preñan en un avemaría, que lo haga Don Juan V, bien, pero no un don nadie. Acudió el provincial de Graça queriendo reducirlas al sosiego y al acatamiento de la voluntad real, bajo pena de excomunión si la quebrantan, pero ellas se amotinaron vehementes, trescientas mujeres católicamente enfurecidas porque así las separaban del mundo, la primera vez lo hicieran, por segunda vez lo intentan, ahora se verá cómo fuerzan puertas frágiles manos femeninas, y salen las monjas, llevan consigo violentamente a la madre prioresa, van con cruz alzada, en procesión por las calles, hasta que al encuentro les sale la comunidad de los frailes de Graça y, por las Cinco Llagas, les ruegan que detengan el motín, y ya tenemos armado ahí un santo coloquio entre frailes y monjas, disputando cada cual sus razones, y fue el caso que corrió el corregidor del crimen hasta el rey por si había o no de suspenderse la orden, y entre ir, llegar y debatir el suceso, pasó la mañana, que, para hacerles empezar el día temprano, de madrugada se habían levantado las protestantes, y mientras corregidor no vuelve, corregidor va, corregidor viene, se quedaron allá las monjas, sentadas en el suelo natural las más vetustas, alertas y vigilantes las de la última zafra, tomando el buen sol de la estación que anima los corazones, mirando a quien iba de paso y por curiosidad se detenía, que platos de éstos no los tenemos todos los días, y hablando con quien les apetece, de modo que allí se fortalecieron lazos con prohibidos visitantes que, sabiéndolo, acudieron, y en acuerdos, requiebros, citas, consignas, señales con los dedos o con el pañuelo, fue pasando el tiempo hasta el mediodía, y como al fin el cuerpo quería alimento, allí mismo comieron de los dulces que llevaban en los saquetes, quien va a la guerra empanadas lleva, y al cabo de esta manifestación llegó contraorden de palacio, que todo volvía a la moralidad primera, oído lo cual se recogieron victoriosas las monjas a Santa Mónica entonando jubilosos cantos, y consoladas además por la absolución del provincial, que la envió por un propio, no en persona, porque bien podía herirlo una bala perdida, que esto de monjas amotinadas es la peor de las batallas. Metes, y cuántas veces a la fuerza, a estas mujeres en reclusión conventual, ahí te quedas, aliviando así particiones de herencias, favoreciendo al mayorazgo y a otros hermanos varones, y, así presas, hasta un simple contacto de dedos en la reja del locutorio quieren prohibirles, el clandestino encuentro, el suave contacto, la dulce caricia, aunque lleve tantas veces consigo el infierno, bendito sea. Porque, en fin, si el sol atrae al ámbar y el mundo a la carne, alguien habrá de ganar algo con eso, aunque sólo sea para aprovechar los restos de aquellos que por nacimiento ya lo tienen todo ganado.

Otra contrariedad esperada es el auto de fe, no para la Iglesia, que de él aprovecha un refuerzo piadoso y otras utilidades, ni para el rey que, habiendo salido en el auto estancieros brasileños, puede apropiarse sus haciendas, sino para quien lleva los zurriagazos, o quien va desterrado, o quien es quemado en la hoguera, menos mal que de esta vez salió relajada en carne sólo una mujer, no será mucho trabajo pintarle el retrato en la iglesia de Santo Domingo, al lado de otros chamuscados asados, dispersos y barridos, que hasta parece imposible cómo no sirve de escarmiento a unos el suplicio de tantos, quizá a los hombres les guste sufrir, o estiman en más la convicción del espíritu que la preservación del cuerpo, Dios no sabía en qué lío se metía cuando creó a Adán y a Eva. Qué diremos, por ejemplo, de esta monja profesa, que resultó ser judía, y fue condenada a cárcel y hábito perpetuo, y también de esta negra de Angola, caso nuevo, que vino de Río de Janeiro con culpa de judaísmo, y este mercader del Algarve que afirmaba que cada uno se salva en la ley que sigue, porque todas son iguales, y tanto vale Cristo como Mahoma, el Evangelio como la Cábala, lo dulce como lo amargo, el pecado como la virtud, y este mulato de Caparica que se llama Manuel Mateus, pero no es pariente de Sietesoles, y tiene por apodo Saramago, Dios sabe qué descendencia será la suya, y que ha salido penitenciado con culpas de insigne hechicero, y de tres mozas que decían por la misma cartilla, qué se dirá de todos éstos y de ciento treinta más que salieron en el auto, muchos irán a hacer compaña a la madre de Blimunda, quién sabe si estará viva aún.

Sietesoles y Sietelunas, pues nombre tan bello le pusieron, y bueno es que lo use, no bajaron de San Sebastián da Pedreira al Rossío para ver el auto de fe, pero no faltó pueblo en la fiesta, y de algunos que allá estuvieron, más los registros que siempre quedan, pese a incendios y terremotos, quedó memoria de lo que vieron y a quién vieron, quemados o penitentes, la negra de Angola, el mulato de Caparica, la monja judía, los religiosos que decían misa, confesaban y predicaban sin tener órdenes para hacer tal, el juez de Arraiolos con parte de cristiano-nuevo por ambas vías, en total ciento treinta y siete personas, que el Santo Oficio, en pudiendo, lanza las redes al mundo y las saca llenas, practicando así, de manera peculiar, la buena lección de Cristo cuando a Pedro dijo que lo quería pescador de hombres.

La gran tristeza de Baltasar y de Blimunda es no tener una red que pueda ser lanzada hasta las estrellas, y traer acá el éter que las sostiene, conforme afirma el padre Bartolomeu Lourenço, que va a marchar un día de éstos y no se sabe cuándo volverá. La passarola, que parecía un castillo levantándose, es ahora torre en ruinas, una babel cortada a medio vuelo, cuerdas, paños, alambres, hierros confundidos, ni siquiera quedó el consuelo de abrir el arca y contemplar el dibujo, porque el padre lo lleva en su equipaje, mañana partirá, va por mar y sin mayor riesgo que el natural de viajes, porque al fin fueron pregonadas paces con Francia, con solemne procesión de jueces, corregidores y merinos, todos muy bien montados, y atrás los trompeteros, con trompetas bastardas, luego los porteros de palacio con sus mazas de plata al hombro, y por fin siete reyes de armas, con ricas sobrevestes, y el último llevaba en la mano un papel que era el pregón de paces, leído primero en el Terreiro do Paço, bajo las ventanas donde estaban las majestades y altezas, a la vista del mar de pueblo que llenaba la plaza, formada la compañía de la guardia, y, después de echar aquí el pregón, fueron a echarlo otra vez al atrio de la Catedral, y por tercera vez en el Rossío, en el atrio del hospital, al fin están hechas estas paces con Francia, ahora que vengan otras con los demás países, Pero ninguna me va a dar la mano que perdí, dice Baltasar, Qué más da, entre tú y yo, tres manos tenemos, esto es lo que responde Blimunda.

Echó el padre Bartolomeu Lourenço la bendición al soldado y la vidente, le besaron ellos la mano, pero en el último momento se abrazaron los tres, tuvo más fuerza la amistad que el respeto, y el cura dijo, Adiós Blimunda, adiós Baltasar, cuidad uno del otro y cuidad de la passarola, que un día volveré con lo que voy a buscar, que no será oro ni diamante, pero sí el aire que Dios respira, guardarás la llave que te di, y como os vais a Mafra, acuérdate de volver por aquí de vez en cuando, a ver cómo está la máquina, puedes entrar y salir sin recelo, que la quinta me la ha confiado el rey y él sabe lo que en ella hay, y en diciendo esto, montó en la mula y partió.

Allá va, por el mar, el padre Bartolomeu Lourenço, y qué vamos nosotros a hacer ahora, sin la esperanza próxima del cielo, pues vamos a los toros, que es buena diversión, En Mafra nunca hubo, dice Baltasar, y no llegando el dinero para los cuatro días de función, que este año se remató caro el suelo del Terreiro do Paço, iremos el último, que es el fin de la fiesta, con palenques todo alrededor de la plaza, hasta del lado del río, que apenas se ven las puntas de las vergas de los barcos allí fondeados, buen lugar consiguieron Sietesoles y Blimunda, y no fue por llegar antes que otros, sino porque un gancho de hierro en la punta de un brazo abre camino tan fácil como la culebrina que vino de la India y está en la torre de San Gião, nota un hombre que le tocan la espalda, se vuelve y es como si tuviera la boca de fuego apuntada a la cara. La plaza está toda rodeada de mástiles, con banderolas en lo alto y cubiertos de volantes hasta el suelo, ondeando con la brisa, y a la entrada de la plaza se armó un pórtico de madera, pintada como si fuese mármol blanco, y las columnas fingiendo piedra de la Arrábida, con frisos y cornisas dorados. Al mástil principal le sustentan cuatro grandísimas figuras, pintadas de varios colores y sin avaricia de oro, y la bandera, de hoja de Flandes, muestra por un lado y otro al glorioso San Antonio sobre campo de plata, y las guarniciones son igualmente doradas, con un gran penacho de plumas de muchos colores, tan bien pintadas las plumas que parecen naturales y verdaderas, rematando el varal de la bandera. Están los bancos y las terrazas hormigueando gente, reservadamente acomodadas las personas principales, y las majestades y altezas miran desde las ventanas del palacio, por ahora aún están los aguadores regando la plaza, ochenta hombres vestidos a la morisca, con las armas del Senado de Lisboa bordadas en las hopas que traen vestidas, se impacienta el buen pueblo que quiere ver salir los toros, ya se acabaron las danzas, y ahora se retiran los aguadores, ha quedado la plaza como una joya, oliendo a tierra mojada, parece como si el mundo acabara de crearse ahora mismo, esperen el zurriagazo, no tardarán la sangre y los orines, y las boñigas de los toros, y el fiemo de los caballos, y si algún hombre se descarga de puro miedo, ojalá lo amparen las bragas para no hacer mala figura ante el pueblo de Lisboa y de Don Juan V.

Entró el primer toro, entró el segundo, entró el tercero, vinieron los dieciocho toreros de a pie que el Senado contrató en Castilla a precio de mucho dinero, y salieron los caballeros a la plaza, clavaron sus lanzas, y los de a pie clavaron dardos adornados con papales recortados, y aquel jinete a quien el toro ofendió haciéndole caer el manto, tira el caballo contra el animal y lo hiere a espada, que es el modo de vengar la honra manchada. Y entran al cuarto toro, y al quinto, y al sexto, entraron ya diez, o doce, o quince, o veinte, es una sangría y está la plaza empapada, ríen las damas, dan grititos, baten palmas, son las ventanas como ramos de flores, y los toros mueren uno tras otro y los llevan fuera en una carroza de ruedas bajas tirada por seis caballos, como sólo para gente real o de gran título se usa, cosa que, si no prueba la realeza y la dignidad de los toros, está mostrando cuán pesados son, díganlo los caballos, por otra parte muy bonitos y lucidamente aparejados, con cabezales de terciopelo carmesí labrado, con las mantas franjadas de plata falsa, así como las defensas del cuello, y allá va el toro acribillado de flechas, agujereado de lanzadas, arrastrando las tripas por el suelo, los hombres en delirio palpan a las mujeres delirantes, y ellas se frotan contra ellos sin disfraz, ni Blimunda es excepción, y por qué había de serlo, toda ceñida a Baltasar, se le sube a la cabeza la sangre que ve derramarse, las fuentes abiertas en los flancos de los toros, manando la muerte viva que hace rodar la cabeza, pero la imagen que se fija y desorbita los ojos es la cabeza caída de un toro, la boca abierta, la lengua gruesa colgando, que no segará ya, áspera, la hierba de los campos, o sólo los pastos de humo del otro mundo de los toros, cómo podríamos saber si infierno o paraíso.

Paraíso será si hay justicia, no puede haber infierno después de lo que sufren éstos, los de las mantas de fuego, que son mantas gruesas, rellenas en capas de varios tipos de cohetería, y por las dos puntas les allegan fuego, y entonces empieza la manta a arder, y estallan los cohetes, por mucho tiempo uno tras otro restallando, estallan y resplandecen por toda la plaza, es como asar el toro en vida, y así va el animal corriendo la plaza, loco y furioso, saltando y bramando, mientras Don Juan V y su pueblo aplauden la mísera muerte, que el toro ni siquiera se puede defender y morir matando. Huele a carne quemada, pero es un olor que no ofende a estas narices, habituadas al churrasco del auto de fe, y en definitiva en el plato acaba el toro, siempre es un final de provecho, que del judío, en cambio, no quedan más que los bienes que aquí dejó.

Traen ahora unas figuras de barro pintadas, de mayor tamaño que el natural de hombres citando, alzados los brazos, y las ponen en medio del campo, qué número será éste, pregunta quien nunca lo vio, tal vez los ojos descansen de tanta carnicería, en fin, si las figuras son de barro, lo peor que puede salir de esto es un montón de cascote, que luego tendrán que barrerlo todo, está la fiesta estragada, es lo que es, dicen los escépticos y los violentos, a ver si viene otra manta de fuego y nos reímos todos y el rey, que no hay tantas ocasiones para reírnos juntos, y en ese instante salen del corral dos toros que, pasmados, asoman a la plaza desierta, sólo aquellos fantoches con los brazos alzados y sin piernas, redondos de panza, y pintados como demonios, en éstos vamos a vengar todas las ofensas sufridas, y los toros embisten, revientan los muñecos de barro con sordo estruendo, y de dentro salen decenas de conejos despavoridos, corriendo disparados por todas partes, perseguidos y muertos a porrazos por los capeadores y otros hombres que saltaron a la plaza, un ojo en el bicho que huye, otro en el bicho que embiste, mientras el pueblo ríe, con carcajadas estentóreas, de gente excesiva, súbitamente cambia de tono el clamor, porque de otros dos muñecos de barro ahora despedazados, salen restallando bruscamente las alas bandadas de palomas, desorientadas por el choque, heridas por la luz cruda, algunas pierden el sentido del vuelo, no consiguen ganar altura y chocan contra las gradas, donde caen en manos ansiosas, no tanto con mira al saludable pellizco que es el palomo estofado, sino para leer la cuarteta que va escrita en un papel atado en el pescuezo del ave, como son éstas por ejemplo, Tenía ruin prisión y de buena escapé, aquí dichosa seré, si me acoge quien bien sé, Aquí me trae mi pena, con bastante sobresalto, porque quien vuela más alto, a más caída se condena, Ahora estoy descansada y si he de morir al fin, Dios, que lo decide así, me mate con gente honrada, Vengo escapando a tumbos, de quienes matarme quieren, que aquí, al igual que los toros, también las palomas mueren, pero no todas, que algunas abren vuelo circular, escapan a la vorágine de manos y gritos, y suben, suben, logran batir las alas, cogen altura hasta la luz del sol, y, cuando se alejan por encima de los tejados, son como pájaros de oro.

En la madrugada siguiente, todavía de noche, Baltasar y Blimunda, sin más carga que un fardo de ropa y alguna comida en la alforja, salieron de Lisboa para Mafra.


Ha regresado el hijo pródigo, viene con mujer, y, si no llega de manos vacías, es porque una le quedó en el campo de batalla y en la otra lleva la mano de Blimunda, si viene más rico o más pobre no es cosa que se pregunte, pues todo hombre sabe lo que tiene pero no sabe lo que eso vale. Cuando Baltasar empujó la puerta, apareció la madre, Marta María es su nombre, se abrazó al hijo, lo abrazó con una fuerza que parecía de hombre y era sólo de corazón. Estaba Baltasar con su gancho puesto, y era una tristeza en el alma, una aflicción ver sobre el hombro de la mujer un hierro torcido en vez de la concha que los dedos hacen, acompañando el contorno de lo que ciñen, amparo que lo será más cuanto más se ampare. No estaba el padre en casa, andaba en el trabajo del campo, la hermana de Baltasar, única, se casó y tiene ya dos hijos, se llama Álvaro Pedreiro su marido, le pusieron el oficio en el nombre, caso no raro, que razones habría habido, y en tiempos para algunos habría sido dado, aunque sea sólo apodo, el de Sietesoles. No pasó Blimunda de entrepuertas, a la espera de su vez, y la vieja no la veía, más baja que el hijo, aparte de estar oscura la casa. Se movió Baltasar para dejar ver a Blimunda, era lo que él pensaba, pero Marta María vio primero lo que aún no había visto, tal vez sólo presentido en la fría incomodidad del hombro, hierro en vez de mano, pero distinguió aún la silueta en la puerta, pobre mujer, dividida entre el dolor que la mutilaba en aquel brazo y la inquietud de otra presencia, de mujer también, y entonces Blimunda se apartó para que cada cosa aconteciera a su tiempo y desde fuera oyó lágrimas y preguntas, Mi hijo querido, cómo fue, quién te hizo eso, el día iba oscureciendo, hasta que Baltasar salió a la puerta y llamó, Entra, se encendió en la casa una candela, Marta María aún sollozaba mansamente, Madre, ésta es mi mujer, se llama Blimunda de Jesús.

Debería bastar esto, decir de alguien cómo se llama y esperar el resto de la vida para saber quién es, si alguna vez llegamos a saberlo, pues ser no es haber sido, haber sido no es será, pero otra es la costumbre, quiénes fueron sus padres, dónde nació, qué edad tiene, y con esto se cree que uno sabe ya más y a veces todo. Con la última luz del día llegó el padre de Baltasar, João Francisco de nombre, hijo de Manuel y de Jacinta, aquí nacido en Mafra, siempre vivió en el pueblo, en esta misma casa a la sombra de la iglesia de San Andrés y del palacio de los vizcondes, y, para saber más, hombre tan alto como el hijo, un tanto curvado ahora por la edad y también por el peso del haz de leña que mete en casa. Le ayudó Baltasar a descargarlo, y el viejo lo miró de frente, dijo, Ah, hombre, reparó luego en la mutilación, pero de ella no habló, sólo esto, Paciencia, ya se sabe, quien fue a la guerra, miró luego a Blimunda, comprendió que era la mujer del hijo, le dio la mano a besar, poco después estaban ya suegra y nuera tratando de la cena mientras Baltasar explicaba cómo fue la batalla, la mano cortada, los años de ausencia, pero callando que estuvo casi dos en Lisboa sin dar noticias, las primeras y únicas sólo las habían recibido aquí pocas semanas antes, por carta que el padre Bartolomeu Lourenço escribió, a petición de Sietesoles, diciendo que estaba vivo y que iba a volver, ay la dureza de corazón de los hijos, que están vivos y hacen de sus silencios muerte. Quedaba por decir cuándo se había casado con Blimunda, si durante el tiempo de soldado, si después de él, y qué casamiento era ése, cómo y de qué modo, pero a los viejos o no se les ocurrió preguntar o preferían no saber, súbitamente conscientes del aire extraño de la muchacha, con aquel cabello rucio, injusta palabra, que su color es como la miel, y los ojos claros, verdes, cenicientos, azules cuando les da la luz de frente, y de repente oscurísimos, terreños, agua parda, negros si la sombra los cubría o sólo afloraba, por eso se quedaron callados todos, era el momento de empezar todos a hablar, No conocí a mi padre, creo que había muerto ya cuando nací, mi madre ha sido desterrada a Angola por ocho años, sólo han pasado dos, y no sé si está viva, nunca tuve noticias, Yo y Blimunda venimos a vivir aquí en Mafra, a ver si encuentro casa, No vale la pena que busques, ésta da para los cuatro, ya vivió más gente aquí, y por qué han desterrado a tu madre, Porque la denunciaron al Santo Oficio, padre, Blimunda no es judía ni cristiana-nueva, esto del Santo Oficio, de la cárcel y del destierro fue cosa de unas visiones que su madre tenía, y revelaciones, y que también oía voces, No hay mujer que no tenga visiones y revelaciones y que no oiga voces, las oímos todo el día, para eso no hay que ser bruja, Mi madre no era bruja, ni yo lo soy, También tienes visiones, Sólo las que todas las mujeres tienen, madre, Eres mi hija, Sí, madre, juras entonces que no eres judía ni cristiana-nueva, Lo juro, padre, Siendo así, bienvenida seas a la casa de los Sietesoles, Ella se llama ya Sietelunas, Quién le puso el nombre, El cura que nos casó, Cura que tales ocurrencias tiene no suele ser fruta que se dé en las sacristías, y todos se echaron a reír, unos sabiendo más, otros menos. Blimunda miró a Baltasar y ambos vieron en la mirada del otro el mismo pensamiento, la passarola deshecha por el suelo, el padre Bartolomeu Lourenço saliendo por el portón de la quinta, caballero en su mula, camino de Holanda. Quedaba en el aire la mentira de no tener Blimunda costilla de conversa, si mentira era, cuando de estos dos sabemos el poco caso que hacen de tales casos, que por salvar mayores verdades se miente a veces.

El padre dijo, Vendí la tierra que teníamos en la Vela, no es que la vendiera mal, trece mil quinientos reales, pero la vamos a necesitar, Entonces por qué la vendió, El rey la quiso, la mía y otras, Y para qué las quiso el rey, Va a construir ahí un convento de frailes, no oíste hablar de eso en Lisboa, No señor, no oí nada, Dice ahí el párroco que fue por mor de una promesa que el rey hizo si le nacía un hijo, quien va a ganar ahora buen dinero será tu cuñado, van a necesitar albañiles. Comieron habones y col, apartadas las mujeres y de pie, y João Francisco Sietesoles fue a la saladera y sacó un tajo de tocino que partió en cuatro tiras, puso cada una en su rebanada de pan y las distribuyó alrededor. Se quedó mirando alerta para Blimunda, pero ella recibió su parte y empezó a comer tranquilamente, No es judía, pensó el suegro, Marta María la había mirado también, inquieta, luego clavó los ojos con severidad en el marido, como si le recriminara la astucia. Blimunda acabó de comer y sonrió, no adivinaba João Francisco que igual habría comido el tocino aunque judía fuera, es otra verdad que hay que salvar.

Baltasar dijo, Tengo que buscar trabajo, y Blimunda trabajará también, no podemos quedarnos así, Para Blimunda, no hay prisa, quiero que se quede aquí en casa un tiempo, quiero conocer a mi nueva hija, Está bien, madre, pero yo tengo que buscar trabajo, Y qué trabajo harás con esa mano de menos, Tengo el gancho, padre, que es una buena ayuda cuando uno está habituado, Será, pero cavar no puedes, segar no puedes, cortar leña no puedes, Puedo cuidar animales, Sí, eso sí puedes, Y también puedo ser carretero, para asegurar la soga basta el gancho, la otra mano hará el resto, Hijo, estoy muy contento de que hayas vuelto, Y yo debería haber vuelto antes, padre.

Aquella noche Baltasar soñó que andaba arando con una yunta en lo alto de la Vela y que tras él iba Blimunda clavando en el suelo plumas de ave, después éstas empezaron a agitarse como si fueran a alzar el vuelo, capaz la tierra de ir con ellas, surgió el padre Bartolomeu Lourenço con el dibujo en la mano, indicando el error cometido, vamos a empezar de nuevo, y la tierra apareció otra vez por arar, estaba Blimunda sentada y le decía, Ven a acostarte conmigo, que ya he comido el pan. Era aún noche cerrada cuando Baltasar despertó, atrajo hacia sí el cuerpo dormido, tibia frescura enigmática, ella murmuró su nombre, él dijo el de ella, estaban acostados en la cocina, sobre dos mantas dobladas, y silenciosamente, para no despertar a los padres que dormían en el cuarto de al lado, se entregaron el uno al otro.

Al día siguiente llegaron, a festejar la llegada y a conocer a la nueva parienta, Inés Antonia, hermana de Baltasar, y el marido, que en suma se llamaba Álvaro Diego. Trajeron a los hijos, uno de cuatro años, otro de dos, sólo el más viejo cuajará, porque al otro se lo llevarán las viruelas antes de que pasen tres meses. Pero Dios, o quien allá en el cielo decide la duración de las vidas, tiene escrúpulos de equilibrio entre pobres y ricos, y, siendo preciso, hasta a las familias reales va a buscar contrapeso para ponerlo en la balanza, la prueba es que, compensando la muerte de este chiquillo, morirá el infante Don Pedro cuando llegue a la misma edad, y como, queriendo Dios, cualquier causa de muerte sirve, la que ha de llevarse al heredero de la corona de Portugal será el haberlo destetado, sólo a un delicado infante le ocurriría algo así, que el hijo de Inés Antonia, cuando murió, ya comía pan y lo que hubiera. Equilibrada la cuenta, se desinteresó Dios de los funerales, por eso en Mafra fue sólo el entierro de un angelito, como a tantos otros sucede, que apenas repara la gente en el suceso, pero en Lisboa no podía ser así, fue otra pompa, salió el infante de su cámara metido en su pequeño ataúd y llevado por los consejeros de Estado, lo acompañaba toda la nobleza, e iba también el rey, y los hermanos, y si iba el rey sería por dolor de padre, pero principalmente por ser el fallecido hijo primogénito y heredero del trono, son las obligaciones del protocolo, fueron bajando hasta el patio de la capilla, todos cubiertos, y cuando colocaron el ataúd en las andas que lo habían de llevar, se descubrió el rey y padre, y, habiéndose descubierto y cubierto otra vez, volvió a palacio, es la deshumanización del protocolo. Allá siguió el infante solo hasta San Vicente de Afuera con su lucido acompañamiento y sin padre ni madre, delante el cardenal, luego a caballo los maceros, los oficiales de la casa real y títulos, después, clérigos y mozos de capilla, menos los canónigos, que ésos esperaban el cuerpo en San Vicente, todos con hachones encendidos en las manos, y luego la guardia en dos hileras, delante los tenientes, y, ahora sí, ahí viene la caja, cubierta por una riquísima tela encarnada que cubre también el coche de Estado, y detrás del ataúd sigue el duque de Cadaval viejo, por ser mayordomo mayor de la reina, que, si entrañas de madre tiene, estará llorando a su hijo, y, por ser de ella estribero mayor, va también el marqués de Minas, por las lágrimas se contará el amor, no por los títulos que la sirven, y tales paños, más los arreos y cubiertas de los machos, quedarán para los frailes de San Vicente como es costumbre antigua, y por la serventía de los machos, que son de los dichos frailes de San Vicente, se pagarán doce mil reales, es un alquiler como cualquier otro, no nos extrañe, que los machos no son humanos, aun machos siendo, y también los alquilan, y todo esto junto es pompa, circunstancia y solemnidad, por las calles por donde el entierro pasa cubren carrera los soldados, más los frailes de todas las órdenes, sin excepción, aparte de los mendicantes, como dueños de la casa que recibirá al niño muerto de destete, privilegio que los frailes merecen cumplidamente, como han merecido el convento que va a ser construido en la villa de Mafra, donde hace menos de un año fue enterrado un chiquillo de quien aquí ni se llegó a saber el nombre, y que llevó acompañamiento completo, iban los padres, los abuelos, los tíos y otros parientes, cuando el infante Don Pedro llegue al cielo y sepa esta diferencia va a tener un disgusto mayúsculo.


En fin, siendo tan buenas las disposiciones de la reina para la maternidad ya le ha hecho otro infante el rey, éste sí, será rey, que daría materia para otro memorial y otras fatigas, y si alguien tiene curiosidad por saber cuándo equilibrará Dios este nacimiento real con un nacimiento popular, lo equilibrará, sí, pero no por vía de estos hombres mal conocidos y de estas mujeres por adivinar, que no querrá Inés Antonio que otros hijos le mueran, y de Blimunda se dice que tiene artes misteriosas para no tenerlos. Quedémonos con éstos ya crecidos, con el repetitivo relato que Sietesoles tiene que hacer de su historial bélico, de su pequeño parágrafo, cómo fue su mano herida y cómo se la cortaron, muestra los añadidos de hierro, en fin se volvieron a oír las acostumbradas y no imaginativas lamentaciones, Siempre ocurren a los pobres estas desgracias, y no es verdad, que no falta por ahí que queden muertos o lisiados cabos y capitanes, Dios tanto compensa lo poco como reduce lo mucho, sin embargo pasada una hora, ya todos se habían habituado a la novedad, sólo los niños no desvían los ojos, fascinados, y se horrorizan cuando el tío, por diversión, se sirve del gancho para levantarlos del suelo, y el que mayor interés muestra en el ejercicio es el menor, que se aproveche, que se aproveche mientras está a tiempo, que sólo le quedan tres meses para jugar.

En estos primeros días ayuda Baltasar a su padre en el trabajo en el campo, en otra tierra de la que éste es aparcero, y tiene que aprenderlo todo desde el principio, cierto es que no ha olvidado los antiguos movimientos, ahora cómo los hará. Y, para prueba de que en sueños no hay firmeza, si fue capaz de arar, soñando, el alto de la Vela, le bastó mirar otra vez el arado para entender lo que vale una mano izquierda. Oficio cabal, sólo el de carretero, pero como no hay carretero sin carro y yunta de bueyes, por ahora servirán los del padre, ahora yo, ahora tú, mañana tendrás los tuyos, Y si muero pronto, tal vez ahorres el dinero que juntas para comprar yunta y carro, Padre, Dios no lo oiga. Va también Baltasar a la obra donde trabaja el cuñado, es el muro nuevo de la quinta de los vizcondes de Vila Nova da Cerveira, no confundir la geografía, que el vizcondado es de allá, pero el palacio está aquí, y si, como entonces, escribiéramos ahora bisconde y biscondado, no faltaría quien se burlara de nosotros por la vergüenza de la pronunciación norteña en tierras del sur, que ni parecemos aquel país civilizado que dio mundos nuevos al mundo viejo, cuando el mundo tiene todo él la misma edad, y si vergüenza realmente fuera, seguro que no sería mayor si le llamamos bergüenza. A este muro no podrá Baltasar añadir piedra, en definitiva mejor le hubiera sido quedarse sin una pierna, que un hombre tanto puede apoyarse en un pie como en un palo, es la primera vez que tal idea se le ocurre, pero recuerda cómo quedaría cuando estuviera acostado con Blimunda, encima de ella, y encuentra que no señor, que mejor fue quedarse sin la mano, y suerte que le acertaron en la izquierda. Álvaro Diego baja del andamio y, mientras al resguardo de una cerca come lo que Inés Antonia le lleva, dice que no ha de faltar trabajo a los albañiles cuando empiecen las obras del convento, no tendrá que salir de su tierra a buscar obras lejos de la villa, semanas y semanas fuera de casa, por muy vagabundo que por naturaleza sea el hombre, la casa, si la mujer que en ella está es querida y los hijos amados, tiene el gusto que tiene el pan, no es para todas las horas, pero se echa en falta si no se tiene todos los días.

Baltasar Sietesoles fue a dar una vuelta por allí cerca, al alto de la Vela, desde donde se ve toda la villa de Mafra en su agujero, en el fondo del valle. Aquí jugaba cuando tenía la edad del sobrino mayor, y más, pero no por mucho tiempo, que pronto hay que entregar los brazos al campo. El mar está lejos y parece cerca, brilla, es una espada caída del sol, que el sol ha de ir envainando lentamente cuando baje en el horizonte para ocultarse. Son comparaciones inventadas por quien escribe para quien anduvo en la guerra, no las inventó Baltasar, pero por alguna razón suya se acordó de la espada que tiene guardada en casa de su padre, nunca más la desenvainó, es posible que esté ya cubierta de herrumbre, un día de éstos va a pasarle la piedra y aceitarla, nunca se sabe qué puede pasar mañana.

Habían sido tierras de cultivo, ahora están abandonadas. Los mojones que aún se mantienen visibles, las cercas, los vallados, los cañizos, ya no separan propiedades. Todo esto pertenece al mismo dueño, al rey, que si aún no pagó, ya pagará, que es hombre de cuentas claras, hágasele esta justicia. João Francisco Sietesoles está a la espera de su parte, qué pena que no fuera todo suyo, quedaba rico, hasta ahora alcanzan las escrituras de venta trescientos cincuenta y ocho mil quinientos reales, y con el tiempo y visto que esto aún crecerá más, pasará de los quince millones de reales, número excesivo para las flacas cabezas populares, por eso lo traduciremos a quince contos * y casi cien mil reales, una inmensidad de dinero. Si el negocio es bueno o malo, eso depende, que el dinero no siempre tiene el mismo valor, al contrario de los hombres que siempre valen lo mismo, todo y nada. Y el convento va a ser cosa grande, preguntara Baltasar al cuñado y éste respondió, Se habló primero de trece frailes, luego se subió a cuarenta, ahora ya andan los franciscanos de la alberguería y de la capilla del Espíritu Santo diciendo que serán ochenta, Va a ser lo nunca visto, remató Baltasar. Hablaron esto cuando ya Inés Antonia se había retirado, por eso Álvaro Diego puede hablar con libertades de hombre. Vienen los frailes para fornicar con las mujeres, como hacen siempre, y franciscanos nada menos, como un día agarre a uno, lleva una zurra que no le va a quedar hueso entero, y el cantero deshacía a martillazos la piedra donde se había sentado Inés Antonia. Se ha puesto ya el sol, Mafra, abajo, está oscura como un pozo. Baltasar empieza a bajar, mira los mojones que delimitan los terrenos por aquel lado, piedra blanquísima sobre la que aún no han caído los primeros fríos, piedra que poco sabe de grandes calores, piedra asustada aún por la luz del día. Estas piedras son el primer cimiento del convento, alguien por orden del rey mandó que las tallaran, piedras portuguesas escuadradas por portuguesas manos, que aún no ha llegado el tiempo en que vengan los Garvos milaneses a gobernar a los albañiles y canteros que aquí van a juntarse. Cuando Baltasar entra en casa oye un murmullo que viene de la cocina, es la voz de la madre, la voz de Blimunda, primero una, luego otra, que apenas se conocen y tienen ya tanto que decirse, es la grande, interminable, charla de mujeres, parece cosa de nada, eso piensan los hombres, pero no se dan cuenta de que esta conversación sostiene al mundo en su órbita, que si no hablaran las mujeres unas con otras, ya habrían perdido los hombres el sentido de la casa y del planeta, Bendígame, madre, Dios te bendiga, hijo, no habló Blimunda, no le habló Baltasar, sólo se miraron, mirarse era la casa de ambos.

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