Se unió João Elvas a la tropa de vagabundos, más sabedor de cortes que todos ellos, y no fue muy bien recibido, limosna dividida por cien no es igual a limosna que entre ciento uno se divida, pero el gran cayado que lleva al hombro como una lanza, y cierta marcialidad de paso y gesto, acabaron por intimidar a la cuadrilla. Andada medía legua, todos eran hermanos. Cuando llegaron a Pegões ya el rey estaba comiendo, un tentempié, pato estofado con membrillo, unos pastelillos de tuétano, olla mora, lo que basta para llenar el hueco de un diente. Entre tanto cambiaron los caballos. La turba de pordioseros se juntó a la puerta de las cocinas, armó su coro de padrenuestros y avemarías, y al fin comió de un caldero. Algunos, sólo porque comieron hoy, se quedaron allí, tumbados, imprevisores. Otros, aunque hartos, sabiendo que el pan de ahora no mata el hambre de ayer, y mucho menos la de mañana, siguieron la pitanza que ya iba de camino. João Elvas, por sus propias razones, puras e impuras, se fue con ellos.

Hacia las cuatro de la tarde llegó el rey a Vendas Novas, hacia las cinco, João Elvas. Pronto se hizo de noche, el cielo se cargó, parecía que alzando el brazo se llegaba a las nubes, creo que esto ya lo dijimos una vez y cuando, a la hora de la cena, distribuyeron la manduca, prefirió el antiguo soldado proveerse de alimentos sólidos para ir a comerlos solo y en paz bajo un alpendre, o al abrigo de un carro de labor, si es posible lejos de la charla de los pedigüeños. Parece no tener que ver la amenaza de lluvia con el deseo de aislamiento de João Elvas, es no pensar en cuánto hay de extraño en algunos hombres, solos toda la vida y que aman la soledad, mucho más si está lloviendo y es duro el mendrugo.

A las tantas, no sabía João Elvas si estaba despierto o si se había quedado dormido, sintió un rumor en la paja, alguien que se acercaba llevando un candil en la mano. Por el color y calidad de la media y el calzón, por la tela de la capa, por la lacería de los zapatos, comprendió João Elvas que el visitante era hidalgo, y pronto reconoció a aquel que tan seguras informaciones le había dado desde lo alto de la cerca. Jadeante y quejumbrosa, se sentó la noble persona, Estoy cansado de buscarte, recorrí todo Vendas Novas, dónde está João Elvas, dónde está João Elvas, nadie me sabía dar respuesta, por qué los pobres no se dicen unos a los otros quiénes son, en fin, ya te he encontrado, venía a contarte cómo es el palacio que el rey mandó hacer para pasar la noche, durante diez meses han estado trabajando en él noche y día, sólo para el trabajo nocturno se gastaron más de diez mil antorchas, y por aquí deben de andar más de dos mil hombres entre pintores, herreros, entalladores, ensambladores, sirvientes, soldados de infantería y caballería, y sabes tú que la piedra de los muros vino de tres leguas de distancia, las carretas de transporte pasaron de quinientas, y hubo otras de menor porte, así vino todo lo necesario, cal, vigas, tablas, sillares, ladrillos, tejas, clavijas, herrajes, y los caballos de tiro fueron más de doscientos, mayor que esto sólo el convento de Mafra, no sé si lo conoces, pero ha valido la pena y el trabajo, y también el dinero, te digo, en confianza, pero no se lo digas a nadie, que en este palacio y en la casa que viste en Pegões se gastó un millón de cruzados, sí, un millón, claro, tú no imaginas lo que es un millón de cruzados, João Elvas, pero no seas mezquino, ni siquiera sabrías qué hacer con tanto dinero, pero el rey lo sabe muy bien, aprendió desde niño, los pobres no saben gastar, los poderosos sí, lo que ahí han metido en pinturas y adornos, con alojamientos para el cardenal y para el patriarca, y tiene camas con dosel, gabinete y cámara para el señor Don José, y aposentos iguales para la infanta Doña María Bárbara, para cuando pase por aquí, y las dos alas, una es para la reina, otra para el rey, así estarán a gusto, no tienen por qué dormir apretados, en todo caso, amplitud de cama como la tuya raramente se ve, parece que tienes la tierra entera para tu uso, ahí roncando como un puerco, con perdón, con los brazos y las piernas abiertos sobre la paja, el capote encima, y no hueles a rosas precisamente, João Elvas, como nos volvamos a encontrarte traigo un frasquito de agua de Hungría, y éstas son las noticias todas que quería darte, no olvides que el rey sale para Montemor a las tres y media de la mañana, si quieres ir con él, no te quedes dormido.

Se quedó dormido João Elvas, cuando despertó pasaba ya de las cinco y llovía a cántaros. Por la luz de la mañana entendió que el rey, si había salido puntualmente, ya iría lejos. Se enrolló en el capote, encogió las piernas como si aún estuviera en la barriga de su madre, y se durmió de nuevo al calor de la paja, al buen olor que da cuando abriga un cuerpo humano. Hay gente hidalga, o no tanto, que no soporta olores, así disimulan si pueden sus propios olores naturales, y aún llegará el tiempo en que con falso perfume de rosa se aromen rosas falsas, y dirá la gente, Qué bien huelen. No sabía João Elvas el motivo de que le vinieran a la mente estos pensamientos, y dudaba si dormía aún o si estaba divagando despierto. Abrió los ojos al fin, salió del sueño. La lluvia caía con fuerza, vertical y sonora, pobres de sus majestades, obligadas a viajar con un tiempo así, los hijos nunca podrán agradecer los sacrificios que los padres hacen por ellos. Camino de Montemor iba Don Juan V, sabe Dios con qué valor luchando contra las dificultades, los chaparrones, los barrizales, los ríos en crecida, se le oprime a uno el corazón sólo con pensar en el miedo de aquellos señores, los camaristas y los confesores, los clérigos y los hidalgos, apuesto a que metieron los trompeteros las trompetas en el saco para que no se atragantaran y que los atabales no precisan de macetas para oírles el redoble, tan fuerte cae la lluvia. Y la reina, qué le habrá ocurrido a la reina, a estas horas habrá salido ya de Aldeagalega, viene con la infanta Doña María Bárbara y con el infante Don Pedro, éste es otro, con el mismo nombre que el primero, frágiles mujeres, frágiles criaturas, expuestas a los agravios del mal tiempo, y aún dicen que el cielo está con los poderosos, mirad, mirad cómo la lluvia, cuando cae, cae para todos.

João Elvas pasó todo este día al cálido abrigo de las tabernas, adobando con el cuenco de vino las viandas de la alforja, pródigamente abastecida por la despensa de su majestad. En general, los pordioseros se habían quedado en la villa, esperando que escampara para alcanzar luego al cortejo. Pero la lluvia no paró. Caía la noche cuando los primeros coches de la comitiva de Doña María Ana empezaron a entrar en Vendas Novas, con más apariencia de ejército en desbandada que de cortejo real. Las cabalgaduras, derrengadas, apenas podían arrastrar las berlinas y los coches, algunas doblaban las manos y morían allí mismo, sujetas aún por los arreos. Los criados y los mozos de cuadra agitaban las antorchas, el griterío era ensordecedor, y fue tal la confusión que resultó imposible encaminar a sus respectivos aposentos a todos los acompañantes de la reina, de modo que muchos de ellos tuvieron que volver a Pegões, donde se instalaron al fin, sabe Dios en qué deplorable estado. Fue una noche de gran desastre. Al día siguiente, echaron cuentas y se vio que habían muerto decenas de mulas, sin contar las que quedaron por el camino, con el pecho reventado o los miembros partidos. A las damas les daban vahídos y desfallecimientos, los señores disimulaban la fatiga rodando la capa por los salones, y la lluvia continuaba inundándolo todo, como si Dios, por enfado particular no comunicado a la humanidad, hubiera decidido repetir el diluvio universal, ahora definitivo.

La reina quería seguir hacia Évora aquella misma madrugada, pero le expusieron el peligro de la empresa, aparte de que muchos carruajes venían retrasados, cosa que resultaría en perjuicio de la dignidad del cortejo, Y los caminos, sepa vuestra majestad, están que no se puede avanzar, ya cuando el rey pasó por ellos fue una calamidad, qué hará ahora, con la interminable lluvia que está cayendo, día y noche, noche y día, pero ya han dado orden al alcalde de Montemor para que reúna hombres que reparen los caminos, cieguen los atolladeros y aplanen las quebradas, descanse su majestad este día once en Vendas Novas, en el majestuoso palacio que el rey mandó construir, aquí tiene todas las comodidades, se distrae con la princesa y aprovecha para darle los últimos consejos de madre, Mira, hija mía, los hombres son siempre unos brutos la primera noche, en las otras también, pero ésta es peor, siempre dicen que van a tener mucho cuidado, que no va a doler nada, pero luego no sé qué les pasa por la cabeza, empiezan a gruñir, a gruñir, como perros, y nosotras, pobrecillas, no tenemos más remedio que aguantar las embestidas hasta que consiguen lo que quieren, que, a veces, se queda en nada, y una entonces no debe reírse de ellos, no hay cosa que los ofenda más, lo mejor es fingir que no nos dimos cuenta, porque si no es en la primera noche, es en la segunda, o en la tercera, de sufrir nadie nos libra, y ahora llamo al señor Scarlatti para que nos distraiga de los horrores de esta vida, la música es un gran consuelo, hija mía, la oración también, creo que todo es música, si no es oración todo.

Mientras eran dados los consejos, y se tocaba el clavicordio, ocurrió que João Elvas fue contratado como peón caminero, son azares a los que no siempre se puede escapar, va uno a la carrera, de un abrigo a otro, huyendo de la lluvia, y oye una voz, Alto, es un cuadrillero, se conoce en seguida por el tono, y tan supitaña fue la interpelación que ni le dio tiempo a João Elvas para fingirse viejo caduco, la autoridad incluso vaciló al ver más canas de las que esperaba, pero al fin prevaleció la agilidad de la carrera, quien es capaz de correr así, bien puede con la pala y el azadón. Cuando João Elvas, con otros atrapados, llegó al descampado donde el camino desaparecía entre charcos y lodazales, ya andaban por allá muchos hombres cargando tierra y piedras de los ribazos más secos, era un trabajo de negros sacar de allí y tirar aquí, otras veces abrían canales para que fluyeran las aguas, cada hombre era un fantasma de barro, un fantoche, un espantajo, en poco tiempo quedó João Elvas como los otros, mejor le hubiera sido quedarse en Lisboa, por más que uno se esfuerce, no puede volver a la infancia. Todo el día lo pasaron en dura faena, fue menguando la lluvia, y ésa fue la mejor ayuda, pues así ganaron las nivelaciones cierta consistencia, eso si no viene de noche otro temporal a deshacerlo todo. Doña María Ana durmió bien, bajo su alto edredón de plumas, que siempre lleva consigo, arrullada en su suave sueño por la lluvia que caía, pero, como no siempre las mismas causas producen los mismos efectos, depende de las personas, de las ocasiones, de los cuidados que uno lleva a la cama, le ocurrió a la princesa Doña María Bárbara que se le prolongaron hasta la madrugada los ecos de los chaparrones que caían del cielo, o serían las palabras inquietantes que oyó a su madre. De los que anduvieron trabajando por los caminos, unos durmieron bien, otros mal, depende del cansancio, que en cuanto a agasajo y alimento no se podían quejar, su majestad no había regateado abrigo y comida caliente, como estimación del mérito de los trabajadores.

Por la mañana temprano salió al fin de Vendas Novas la comitiva de la reina, ya con los carruajes que habían quedado rezagados, pero no todos, perdidos algunos para siempre, o de más demorada reparación, pero todo lleva un aire triste, empapados los paños, deslucidos los oros y el color, si no viene un rayo de sol va a ser ésta la boda más triste que se haya visto jamás. Ahora no llueve, pero el frío aprieta y quema las carnes, no faltan sabañones para esas manos, pese a los ungüentos y al abrigo, hablamos de las damas, claro está, tan ateridas y resfriadas que dan pena. Al frente del cortejo va una partida de peones camineros, en carretas de bueyes y, en cuanto ven un atolladero, un arroyo desbordado o un alud, saltan y ponen remedio al caso, mientras queda parado el cortejo, esperando en medio de la gran desolación de la naturaleza. De Vendas Novas y otros lugares próximos habían venido yuntas de bueyes, no una o dos, sino decenas, para sacar de los barrizales las carrozas, las berlinas, las galeras, los coches que constantemente quedaban presos en ellos, con esto se pasaba el tiempo, desuncir mulas y caballos, atraillar bueyes, tirar, desuncir los bueyes, uncir caballos y mulas, en medio de griterío y zurriagazos, y cuando el coche de la reina se atascó hasta los cubos de las ruedas y fue preciso sacarlo del atolladero con seis yuntas de bueyes, un hombre que allí estaba, y que había venido de su tierra por mandado del alcalde, dijo hablando consigo mismo, aunque estaba cerca João Elvas y lo oyó, Parece como si estuviéramos tirando de la piedra de Mafra. Siendo hora de esforzarse los bueyes, holgaban un poco los hombres, por eso João Elvas preguntó, Qué piedra fue ésa, y el otro respondió, Era una piedra del tamaño de una casa que llevamos de Pêro Pinheiro a Mafra, sólo la vi cuando llegó, pero aún eché una mano, andaba yo entonces por allá, Y era grande, Era la madre de la piedra, eso dijo un amigo que la trajo de la cantera y que luego se fue a su tierra, yo me vine también, no quise seguir allí. Los bueyes, atascados hasta la barriga, tiraban sin esfuerzo aparente, como si quisieran, por las buenas, convencer al fango de que dejara de hacer presa. Al fin se asentaron en firme las ruedas del coche, y entre aplausos la máquina fue arrancada del atolladero, mientras la reina sonreía, la princesa saludaba y el infante Don Pedro, un chiquillo, intentaba ocultar su enfado porque no le dejaban patinar en el barro.

Fue así todo el camino hasta Montemor, menos de cinco leguas que costaron casi ocho horas de continuo trabajo, de esfuerzo hasta la extenuación de hombres y animales, cada uno según su especialidad. Deseaba la princesa Doña María Bárbara dormir, reposar de aquel insomnio lacerante, pero las sacudidas del coche, el griterío de los forzudos, el ir y venir de los caballos llevando órdenes, aturdían su pobre cabecita, la angustiaban, qué trabajos, Dios mío, tanta confusión para casar a una mujer, cierto es que princesa. La reina va murmurando oraciones, menos para conjurar los limitados peligros que para pasar el tiempo, y como lleva ya no pocos años en este ejercicio, se ha habituado y de vez en cuando se desliza hacia el sueño, del que regresa pronto, y vuelve a las oraciones desde el principio, como si no ocurriera nada. Del infante Don Pedro por ahora no hay más que decir.

Pero la conversación entre João Elvas y el hombre que había hablado de la piedra continuó poco después, y dijo el viejo, De Mafra era un amigo mío de hace muchos años, nunca más tuve noticia de él, vivía en Lisboa, un día desapareció de allí, cosas que pasan, quizá haya vuelto a su tierra, Si volvió, quizá lo conozca, cómo se llamaba, Se llamaba Baltasar Sietesoles y era manco de la mano izquierda, la perdió en la guerra, Sietesoles, Baltasar Sietesoles, claro que lo conocí, fuimos compañeros en la obra, Hombre, me alegro, qué pequeño es el mundo, mira que encontrarnos los dos en este camino, y ser los dos amigos de Sietesoles, Era un buen hombre, Habrá muerto, No sé, creo que no, con una mujer como la suya, una tal Blimunda, que tenía unos ojos de los que nunca sabías el color, con una mujer como ésa, digo yo, se agarra uno a la vida y no la suelta aunque sólo tenga una mano, A la mujer no la conocí, Sietesoles tenía a veces ideas raras, un día dijo que había estado cerca del sol, Habría bebido, Bebíamos todos, pero nadie estaba borracho, o estaríamos y lo he olvidado, pero lo que él quería decir es que había volado, Volado Sietesoles, nunca oí nada igual.

Vino el río Canha a cruzarse en la conversación, caudaloso, espumeante, al otro lado se había reunido fuera de puertas el pueblo de Montemor a esperar a la reina y, con el trabajo de todos, más el auxilio de unos barriles que ayudaron a la flotación de los carruajes, al cabo de una hora estaban comiendo en la ciudad, los señores en los lugares propios de su distinción, los braceros al azar, unos comiendo callados, otros conversando como João Elvas que decía en el tono de quien continúa dos conversaciones, una con su interlocutor, otra consigo mismo, Me estoy acordando de que Sietesoles, cuando vivía en Lisboa, se trataba con el Volador, y que fui yo quien le dije quién era, un día en el Terreiro do Paço, me acuerdo como si fuera ayer, Quién era el Volador, El Volador era un cura, Bartolomeu Lourenço, que luego murió en España, hace ahora cuatro años, fue un caso del que se habló mucho, el Santo Oficio metió las narices, quién sabe si estaría Sietesoles en el asunto, Pero, llegó a volar el Volador, Hubo quien dijo que sí, hubo quien dijo que no, vete tú a saber, Lo que sí es seguro es que el Sietesoles dijo que estuvo cerca del sol, eso lo oí yo, Debe haber un secreto, Lo habrá, y con esta respuesta que preguntaba, se calló el hombre de la piedra, y ambos acabaron de comer.

Se habían levantado las nubes, planeaban alto, la lluvia ya no amenazaba tanto, los hombres que habían venido de los pueblos entre Vendas Novas y Montemor no continuaron. Les pagaron su trabajo, jornal doble por bondad interventora de la reina, que siempre tiene su compensación cargar con los poderosos. João Elvas seguía viaje, ahora tal vez con más comodidad porque lo conocían los cocheros y los mozos de cuadra, quizá lo dejaran ir sentado en una galera, con las piernas colgando, balanceándolas encima de las boñigas y del barro. El hombre que había hablado de la piedra estaba al borde del camino, mirando con sus ojos azules al que se acomodaba entre dos arcones. No volverán a verse más, o eso suponemos, que el futuro ni Dios lo sabe, y cuando la galera empezó a andar, dijo João Elvas, Si un día encuentras a Sietesoles dile que has hablado con João Elvas, seguro que se acuerda de mí, y dale un abrazo de mi parte, Se lo diré y se lo daré, pero no creo que lo vuelva a ver, Y tú, cómo te llamas, Me llamo Julián Maltiempo, Entonces, adiós, Julián Maltiempo, Adiós, João Elvas.

De Montemor a Évora no faltarán trabajos. Volvió a llover, volvieron los barrizales, se partieron ejes, se rompían como palillos los radios de las ruedas. La tarde caía rápidamente, se iba poniendo fría la noche, y la princesa Doña María Bárbara, que se había quedado al fin dormida, auxiliada por el sopor emoliente de los caramelos con que halagó el estómago y por quinientos pasos de camino sin baches, despertó estremecida, como si un dedo helado hubiera rozado su frente, y, volviendo los ojos ensoñados hacia los campos crepusculares, vio parado un pardo grupo de hombres alineados al borde del camino y atados unos a otros con cuerdas, serían quizá unos quince.

Se espabiló la princesa, no era sueño ni delirio, y se turbó ante el lastimoso espectáculo de los grilletes, en vísperas de su boda, cuando todo debería ser contento y regocijo, no era suficiente ya el tiempo pésimo que llevaban, esta lluvia, este frío, mejor habría hecho casándome en primavera. Cabalgaba al estribo un oficial a quien Doña María Bárbara ordenó que se enterase qué hombres eran aquéllos y qué habían hecho, qué crímenes, y si iban para el Limoeiro o para África. Fue el oficial en persona, quizá por amar mucho a la infanta, ya sabemos que fea, picada de viruelas, y qué, y va llevada a España, va lejos de su puro y desesperado amor, amar un plebeyo a una princesa, qué locura, fue y volvió, no la locura, él, y dijo, Sepa vuestra alteza que esos hombres van a trabajar a Mafra, en las obras del convento real, son del término de Évora, gente de oficio, Y por qué van atados, Porque no van por gusto, si los sueltan, huyen, Ah. Se recostó la princesa en las almohadas, pensativa, mientras el oficial repetía y grababa en su corazón las dulces palabras intercambiadas, será viejo, caduco y jubilado, y aún recordará el maravilloso diálogo, cómo estará ella entonces, pasados tantos años.

La princesa no piensa ya en los hombres que vio en el camino. Recuerda ahora que nunca ha ido a Mafra, qué raro, se construye un convento porque nació María Bárbara, se cumple el voto porque María Bárbara nació, y María Bárbara no vio, no sabe, no tocó con su dedito gordezuelo la primera piedra, ni la segunda, no sirvió con sus manos el caldo a los albañiles, no alivió con un bálsamo los dolores que Sietesoles siente en el muñón cuando se quita el gancho, no enjugó las lágrimas de la mujer que vio a su hombre aplastado, y ahora va María Bárbara a España, el convento es para ella como un sueño soñado, una niebla impalpable, no puede siquiera representarlo en su imaginación, si a otro recuerdo no serviría la memoria. Ay las culpas de María Bárbara, el mal que ha hecho ya, sólo por nacer, y no es preciso ir muy lejos, bastan aquellos quince hombres que allí van, mientras pasan los coches con los frailes, las berlinas con los hidalgos, las galeras con los guardarropas, las estufas con las damas, y de éstas las arcas con joyas, y el resto del ajuar, zapatitos bordados, frascos de agua de flores, cuentas de oro, cinturones bordados de oro y plata, los justillos, las pulseras, los opulentos manguitos, las borlas de los polvos, las pieles de armiño, oh, cuán deliciosamente pecadoras son las mujeres, y hermosas, incluso cuando están picadas de viruela y son feas como esta infanta a quien vamos acompañando, bastaría la seductora melancolía, el semblante pensativo, ni precisa del pecado, Señora madre y reina mía, aquí estoy, camino de España, de donde no volveré, y en Mafra sé que están construyendo un convento por causa de un voto en que fui parte, y nunca nadie me ha llevado a verlo, en esto hay muchas cosas que no entiendo, Hija mía y futura reina, no pierdas un tiempo que ha de ser de oración en vanos pensamientos como éstos, la real voluntad de tu padre y señor nuestro quiso que se construyera el convento, la misma real voluntad quiere que te vayas a España y que no veas el convento, sólo la voluntad del rey prevalece, el resto es nada, Entonces es nada esta infanta que soy yo, nada los hombres que ahí van, nada este coche que nos lleva, nada aquel oficial que va bajo la lluvia y que me mira, nada, Así es, hija, y cuanto más se vaya prolongando tu vida, mejor verás que el mundo es como una gran sombra que va adentrándose en nuestro corazón, por eso el mundo se vuelve vacío y el corazón no resiste, Oh, madre, qué es nacer, Nacer es morir, María Bárbara.

Lo mejor de los viajes largos son estos filosóficos debates. El infante Don Pedro, cansado, duerme con la cabeza apoyada en el hombro de la madre, un bonito cuadro familiar, ya ven cómo este chiquillo es igual a cualquier otro, duerme, deja caer la barbilla, en confiado abandono, y un hilillo de baba le corre hacia los huelgos del cabezón bordado. La princesa se seca una lágrima. A lo largo del cortejo empiezan a encenderse las antorchas, son como un rosario de estrellas caído de las manos de la Virgen y que, por azar, si no por especial preferencia, vino a posarse en tierra portuguesa. Entraremos en Évora ya con noche cerrada.

Está el rey a la espera, con los infantes Don Francisco y Don Antonio, está el pueblo de Évora dando vivas, la luz de las antorchas se ha vuelto esplendoroso sol, los soldados disparan las salvas de ordenanza, y cuando la reina y la princesa pasan al coche de su marido y padre, el entusiasmo alcanza el delirio, nunca se vio tanta gente feliz. João Elvas ha saltado ya de la galera en que vino, le duelen las piernas, a sí mismo se promete darles en el futuro el uso para que fueron hechas, en vez de dejarse ir en el balanceo de la carreta, no hay nada mejor para un hombre que andar por su pie. Durante la noche no se le apareció el hidalgo, y de aparecérsele, qué iba a decir, noticias de banquetes y doseles, de visitas a conventos y distribución de títulos, de limosnas y besamanos. De todo eso, sólo una limosnilla le serviría de algo, pero no han de faltar oportunidades. Dudó João Elvas al día siguiente si acompañaría al rey o a la reina, y acabó por elegir a Don Juan V, e hizo bien, porque la pobre Doña María Ana, que salió un día más tarde, apañó una ventisca que ni en sus tierras de Austria, cuando en realidad lo que hacía era dirigirse a Vila Viçosa, lugar de señalados calores en otra estación, como todos estos espacios que vamos atravesando. Al fin, en la madrugada del día dieciséis, ocho días después de haber salido el rey de Lisboa, partió completo el cortejo para Elvas, rey, capitán, soldado, ladrón, son irreverencias de chiquillos que nunca han visto tanta magnificencia junta, imagínense, sólo los carruajes de la casa real son ciento setenta, añadan ahora los de los muchos nobles que van también, y los de las comunidades de Évora, y los de los particulares que no quieren perder la ocasión de ilustrar la historia de la familia, tu tatarabuelo acompañó a la familia real a Elvas cuando lo del cambio de princesas, nunca lo olvides, oíste.

Al camino salía el pueblo menudo de aquellas tierras y de rodillas imploraba la piedad real, parece como si los míseros adivinaran que a sus pies llevaba Don Juan V un baúl de monedas de cobre, que iba lanzando a manos llenas, a un lado y a otro, en gestos amplios de sembrador, lo que causaba gran alboroto y gratitud, violentamente se deshacían las filas y se disputaban los dineros arrojados, y era de ver cómo viejos y jóvenes se revolcaban en el barro allá donde se enterrara un real, cómo tanteaban ciegos el fondo de las aguas lodosas donde un real se hundió, mientras las reales personas iban pasando, graves, severas, majestuosas, sin abrir una sonrisa, porque tampoco Dios sonríe, él sabrá por qué, quizás avergonzado del mundo que creó. João Elvas anda por ahí, cuando tendió el sombrero al rey, sólo por saludar, como era su obligación de súbdito, le cayeron dentro unas monedas, es hombre de suerte este viejo, ni tiene que agacharse, le llevan la felicidad a la puerta y las monedas a la mano.

Eran más de las cinco cuando el cortejo llegó a la ciudad. Disparó sus salvas la artillería, y tan combinadas parecían estas cosas, que del otro lado de la frontera resonaron también unos tiros, era la entrada de los reyes de España en Badajoz, quien estuviera inadvertido creería que estaba a punto de trabarse una gran batalla, y que, contra lo que era costumbre, iban al combate el rey y el ladrón, aparte del soldado y el capitán, que siempre van. Pero son tiros de paz, fuegos de otro artificio, las luminarias nocturnas y las artes pirotécnicas, ahora bajaron del coche el rey y la reina, el rey quiere ir a pie, de la puerta de la ciudad a la catedral, pero el frío es tanto, corta las manos heladas, corta la cara aterida, hasta el punto que el rey Don Juan V se resigna a perder esta primera escaramuza, vuelve a subir al coche, luego, por la noche, tal vez diga dos palabras secas a la reina, pues ella fue quien se negó, quejosa del aire helado, cuando al rey daría gusto y satisfacción recorrer por su pie las calles de Elvas, tras el cabildo que lo esperaba con cruz alzada y Santo Leño, besado sí, pero no acompañado, este vía crucis no lo medirá paso a paso Don Juan V.

Probado está que Dios ama a sus criaturas. Después de, por espacio de tantos kilómetros y tiempo de tantos días, probarles la paciencia y la constancia, mandándoles fríos insoportables y lluvias como el diluvio, conforme queda relatado por menudo, quiso ahora premiar su resignación y su fe. Y como para Dios nada es imposible, le bastó hacer subir la presión atmosférica, poco a poco se alzaron las nubes, apareció el sol, y todo esto ocurrió mientras los embajadores estudiaban la forma en que los reyes se habían de tratar, espinosa negociación, fueron precisos tres días para rematar el acuerdo, estudiados al fin todos los pasos, gestos y decires, minuto por minuto, para que nada fuese en desdoro de ninguna de las dos coronas en actitud o palabra de menor precio en comparación con la vecina. Cuando, el día diecinueve, salió el rey de Elvas camino de Caia, que está ahí mismo, llevando a la reina y a los príncipes, con los infantes todos, hacía el más hermoso tiempo que se podía desear, lleno de sereno y agradable sol. Imagine, pues, quien allá no estuvo, las galas del extensísimo cortejo, los frisones de trenzadas crines tirando de las carrozas, el centelleo del oro y de la plata, las trompetas y atabales a porfía, las insignias de la religión, las deslumbrantes pedrerías, ya habíamos visto todo esto bajo la lluvia, ahora juraremos que no hay nada como el sol para alegrar la vida a los hombres y dar lustre a las ceremonias.

El pueblo de Elvas y de muchas leguas alrededor asiste desde la carretera, después echa a correr a través de los campos para colocarse, espectador, a lo largo del río, es un mar de gente de uno y otro lado, portugueses de éste, españoles del otro, dando vivas y felicitándose, nadie diría que llevamos tantos siglos matándonos unos a otros, visto esto, quizá fuera el remedio casar a los de allá con los de aquí, guerras, de haberlas, sólo serán domésticas, que ésas no se pueden evitar. João Elvas lleva aquí tres días, ha cogido un buen sitio, que sería de anfiteatro si lo hubiera. Por singular capricho no quiso entrar en la ciudad donde nació, que acabó la añoranza en esta abstención. Ya irá cuando se hayan ido todos, cuando pueda andar solo por las calles silenciosas, sin más júbilo que el suyo propio, si es que aún lo siente si no ha visto antes convertirse en dolorosa amargura el repetir de viejo los pasos dados de joven. Gracias a esta decisión pudo, para dar ayuda al transporte de materiales, entrar en la casa donde se encontrarán los reyes y los príncipes, casa que fue construida sobre el puente de piedra que atraviesa el río. Tiene esta casa tres salas, una a cada lado para los soberanos de cada país, y otra central para las entregas, toma Bárbara, dame Mariana. De lo que nada se sabe es de los arreglos finales, lo que João Elvas tenía que hacer era sólo cargar con la obra gruesa, pero apareció aquel filantrópico hidalgo, providencia de João Elvas en este viaje, Si vieras cómo ha quedado aquello, no lo reconocías, por nuestro lado todo son tapicerías y cortinajes de damasco carmesí con cenefas de brocado de oro, e igualmente la mitad de la sala de en medio que nos pertenece, y en lo tocante a Castilla los adornos son de tiras de brocado blanco y verde, teniendo en medio un gran ramo de oro de donde aquéllas salen, y en el centro de la sala de los encuentros hay una gran mesa con siete sillas del lado de Portugal y seis del lado de España, forradas de tisú de oro las nuestras, y de plata las de ellos, esto es lo que te puedo decir, que más no vi, y ahora me voy, pero no me envidies, porque tampoco a mí me dejan entrar, cuanto menos a ti, imagínate lo que seas capaz, y si un día volvemos a encontrarnos, ya te contaré cómo fue, si es que a mí me lo cuentan antes, para saber las cosas tendrá que ser así, que nos las vayamos diciendo los unos a los otros.

Fue todo muy conmovedor, lloraron las madres y las hijas, los padres cargaron el ceño para disfrazar el sentimiento, los prometidos se miraban de soslayo, gustándose o no, ellos sabrán, ellos lo callarán. Amontonado en las márgenes del río, el pueblo no veía nada de lo que estaba ocurriendo, pero se servía de sus propias experiencias y recuerdos de boda, e imaginaba los abrazos de los consuegros, las efusiones de las consuegras, las malicias insinuadas de los novios, los rubores calculados de las novias, al fin y al cabo, tanto hace rey como carbonero, y nada hay mejor que un buen revuelque, la verdad es que somos un pueblo de patanes.

Duró su tiempo la ceremonia. A las tantas acabó por callar la multitud, apenas se movían las oriflamas y los estandartes en los mástiles, los soldados miraron todos hacia el puente y la casa. Había empezado a oírse una música tenue, suavísima, un tintineo de campanillas de cristal y plata, un arpegio a veces ronco, como si la emoción oprimiera la garganta de la armonía, Qué es esto, preguntó una mujer al lado de João Elvas, y el viejo contestó, No lo sé, alguien debe de estar tocando para diversión de sus majestades y altezas, si estuviera aquí mi hidalgo, le preguntaría, él lo sabe todo, es de ellos. Acabará la música, se irán todos a donde tengan que ir, sigue fluyendo sosegadamente el río Caia, de banderas no queda un hilo, de tambores ni un redoble, y João Elvas nunca llegará a saber que oyó a Domenico Scarlatti tocando su clavicordio.


Delante, por ser ambos de mayor grandeza corporal y caberles por tanto justa capitanía, van San Vicente y San Sebastián, mártires los dos, aunque del martirio de aquél no haya más señal que la simbólica palma, el resto son atavíos de diácono y emblemático cuervo, mientras que el otro santo se presenta en su conocida desnudez, atado al árbol, con aquellos mismos horribles agujeros de las heridas de donde por prudencia desencajaron las flechas, que no se partieran en el viaje. Luego, vienen las damas, tres gracias preciosas, la más bella de todas Santa Isabel Reina de Hungría, que murió a los veinticuatro años, y después Santa Clara y Santa Teresa, mujeres apasionadas, que ardieron en fuego interior, es lo que se presume de sus acciones y palabras, cuánto más presumiríamos si supiésemos de qué está hecha el alma de las santas. También van llegando Santa Clara y San Francisco que no es de extrañar la preferencia, se conocen de Asís y se encontraron ahora en este camino de Pinteus, de poco valdría la amistad, o lo que fuera que los unió, si no continuasen la conversación interrumpida, como íbamos diciendo. Si éste es el lugar que realmente mejor convendría a San Francisco, por ser, entre todos los santos de esta leva, el de más femeniles virtudes, de más manso corazón y alegre voluntad, también en lugar cabal vienen Santo Domingo y San Ignacio, ambos ibéricos y sombríos, incluso demoníacos, si no es esto ofender al demonio, y si, en definitiva, no sería justo decir que sólo un santo sería capaz de inventar la inquisición y otro santo la modelación de las almas. Es evidente, para quien conozca a estos policías, que San Francisco está bajo sospecha.

Pero, en esto de santidades, las hay para todos los gustos. Si se quiere un santo dedicado a trabajos de hortelano y al cultivo de la letra, tenemos a San Benito. Si se quiere uno de vida austera, sabia y mortificada, que se adelante San Bruno. Si se quiere uno para predicar cruzadas viejas y reunir cruzados nuevos, no lo hay mejor que San Bernardo. Vienen los tres juntos, tal vez por semejanzas del rostro, tal vez porque sumadas las virtudes de todos formarían un hombre honesto, tal vez por tener en sus nombres la misma primera letra, no es raro que se junten las personas por azares como éstos, quién sabe si no fue por esta razón por lo que se unieron algunas personas a quienes conocemos bien, como Blimunda y Baltasar, que, dígase de paso, y hablando de Baltasar, es boyero de una de las yuntas que va arrastrando a San Juan de Dios, único santo portugués de la cofradía desembarcada de Italia en San Antonio do Tojal, y que anda, como casi todo lo que aparece en esta historia, camino de Mafra.

Detrás de San Juan de Dios, cuya casa en Montemor fue visitada, hace ya más de año y medio, por Don Juan V, cuando llevó a la princesa a la frontera, y de esa visita no se habló en la ocasión propia, lo que demuestra la poca importancia que damos a las glorias nacionales, ojalá el santo nos perdone esta ofensa de omisión, detrás de San Juan de Dios, decimos, vienen media docena de otros bienaventurados de menos relumbrón, sin menosprecio de los muchos atributos y virtudes que los adornan, pero la experiencia nos enseña todos los días que, si no ayuda la fama en el mundo, no se alcanza la celebridad en el cielo, desigualdad flagrante de que son víctimas todos estos santos reducidos, por su menor significación, a los simples nombres, Juan de Mata, Francisco de Paula, Cayetano, Félix de Valois, Pedro Nolasco, Felipe Neri, que enunciados así parecen nombres comunes, pero no se pueden quejar, va cada cual en su carro, y no de cualquier manera, tumbaditos como los otros de cinco estrellas en blando lecho de estopa, lana y sacos de hojas, de este modo no se arruga el pliegue ni se tuerce la oreja, son éstas las fragilidades del mármol, tan duro que parece, y con dos golpes pierde Venus los brazos. Y nosotros vamos perdiendo la memoria, aún ahora juntamos a Bruno, Benito y Bernardo con Baltasar y Blimunda, y olvidamos a Bartolomeu, de Gusmão o Lourenço, como quieran, pero despreciado no. Bien verdad es el dicho, ay de quien muere, y dos veces ay si no había santidad verdadera o fingida que lo salvara.

Pasamos ya Pinteus, vamos camino de Fanhões, dieciocho estatuas en dieciocho carros, yuntas de bueyes a proporción, hombres a las cuerdas en la cuenta de lo ya sabido, pero ésta no es aventura comparable con la de la piedra de Benedictione, son cosas que sólo pueden ocurrir una vez en la vida, si el ingenio no ingeniara maneras de hacer fácil lo difícil más valía haber dejado el mundo en su barbarie primigenia. La gente de los pueblos sale a los caminos a festejar el paso, sólo se sorprende al ver a los santos tumbados, y tienen razón, que más hermoso y edificante espectáculo darían las sacras figuras viajando de pie sobre los carros como si fuesen en andas, hasta los más bajitos, que no llegan a tres metros, medida nuestra, serían vistos de lejos, y qué no harían los dos de delante, San Vicente y San Sebastián, de casi cinco metros de altura, gigantones atléticos, hércules cristianos, campeones de la fe, mirando desde lo alto el vasto mundo, por encima de las cercas y de las copas de los olivos, entonces sí, sería esto religión que en nada desmerecería frente a la griéga y la romana. En Fanhões se paró el cortejo porque los vecinos quisieron saber, nombre por nombre, quiénes eran los santos que allí iban, pues no todos los días se recibe, aunque sea de paso, a visitantes de semejante tamaño corporal y espiritual, que una cosa es el cotidiano tránsito de materiales de construcción, y otra, pocas semanas hace, el interminable cortejo de campanas, más de cien, que han de resonar en las torres de Mafra para imperecedera memoria de estos acontecimientos, y otra, aún, este panteón sagrado. Fue el párroco del pueblo llamado como cicerone pero se lió, porque no todas las estatuas tenían visible el nombre en el pedestal, y, en muchos casos, de ahí no pasaba la ciencia identificadora del cura, una cosa es ver de inmediato que éste es San Sebastián, y otra sería decir, de coro y salteado, Amados hijos, el santo que aquí veis es San Félix de Valois, que fue educado por San Bernardo, que va allí delante, y fundó, con San Juan de Mata, que viene ahí atrás, la orden de los Trinitarios, instituida para rescatar a los esclavos de manos de los infieles, ved qué admirables historias se cuentan en nuestra santa religión, Ah, ah, ah, ríe el pueblo de Fanhões, y cuándo vendrá una orden para rescatar a los esclavos de manos de los fieles.

Vistas las dificultades, fue el cura al gobernador de este transporte y pidió consulta de los papeles de exportación que habían venido de Italia, sutileza que le valió recuperar su quebrantada credibilidad, y entonces pudieron ver los vecinos de Fanhões a su ignorante pastor, alzado sobre el muro del atrio, pregonando los benditos nombres por el orden en que iban pasando los carros, hasta el último, que por casualidad era San Cayetano, conducido por José Pequeno, que tanto sonreía de los aplausos como reía de quien los daba. Pero este José Pequeno es criatura malvada, por eso lo castigó Dios, o el diablo lo castigó, con la corcova que lleva encima, habrá sido Dios el del castigo, porque no consta que tenga el diablo esos poderes en vida del cuerpo. Se acabó el desfile, sigue el santerío camino de Cabeco de Monte Achique, buen viaje.

Menos bueno lo tienen los novicios del convento de San José de Ribamar, cercano a Algés y Carnaxide, que andan a estas horas pateando el camino hacia Mafra, por orgullo o vicaria mortificación de su provincial. Fue el caso que, aproximándose la fecha de la consagración del convento, se empezó a acomodar y a poner en buen orden los cajones que de Lisboa se iban enviando con los paramentos para el culto divino y las cosas necesarias para el servicio de la comunidad que en dicho convento iba a habitar. Fueron éstas las órdenes dadas por el provincial, quien en el momento oportuno dio otras, a saber, que siguieran camino los novicios hasta la nueva casa, lo que, llegado a conocimiento del rey, movió el corazón de este piadosísimo señor, que quiso fuesen los novicios en sus falúas hasta el puerto de San Antonio do Tojal, reduciéndoles así el trabajo y la fatiga del camino. Sin embargo, estaban tan alterados los mares, tan agitados por la furia de los vientos, que sería locura suicida intentar tal navegación, visto lo cual propuso el rey entonces que los novicios viajasen en sus coches, a lo que el provincial respondió, ahora sí, ardiendo en santo escrúpulo, Qué es esto, señor, exagerar comodidades a quien se debe a los cilicios, procurar ocios a quien ha de ser vigilante centinela, mullir cojines a quien se prepara para sentarse en espinos, nunca vea yo tal cosa, señor, o dejo de ser provincial, irán a pie, para ejemplo y edificación de la gente de esos pueblos, no son más que Nuestro Señor, que sólo anduvo en burro una vez.

Ante argumentos de tanta sustancia retiró Don Juan V la oferta de los coches, como había retirado la de las falúas, y los novicios, llevando consigo sólo los breviarios, salieron del convento de San José de Ribamar por la mañana, treinta aturdidos y bisoños adolescentes, con su maestro fray Manuel da Cruz, y otro fraile de guardia, fray José de Santa Teresa. Pobres muchachos, pobres pajarillos implumes, no bastaba que fueran los maestros de novicios, por infalible regla, los más temibles tiranos, con aquella obstinación de las disciplinas diarias, seis, siete, ocho, hasta quedar los pobres con el lomo en carne viva, no bastaba esto, y aun cosas peores, como tener que cargar sobre sus espaldas llagadas y heridas todos los pesos para que no llegasen a sanar, y tenían ahora que caminar seis leguas descalzos, por montes y valles, sobre piedras y barro, caminos tan malos que, comparados con ellos, fue suave prado el suelo pisado por el burro que llevó a la Virgen en su fuga a Egipto, de San José ya no hablamos por ser modelo de paciencia.

Andada media legua, por causa de tropezones, de esos que abren boca en la yema del dedo gordo, o arista asesina, o el roce continuo de las plantas en la aspereza del suelo, ya los pies de los más delicados iban sangrando, rastro de pías y bermejas flores, sería un bello cuadro católico si no fuera tanto el frío, si no mostraran los novicios los labios agrietados, los ojos lagrimeantes, cuánto cuesta ganar el cielo. Iban rezando en los breviarios, anestésico prescrito para todos los dolores del alma, pero éstos son del cuerpo, y un par de sandalias sustituiría con provecho a la más eficaz de las oraciones, Dios mío, si te empeñas en esto, aparta de mí las tentaciones, pero primero aparta esa piedra del camino, ya que eres el padre de las piedras y de los frailes, y no padre de ellas y padrastro mío. No hay vida peor que la de novicio, a no ser, dentro de muchos años, la de mozo recadero, y hasta nos sentimos tentados a decir que el novicio es como un mozo recadero de Dios, que lo diga si no un tal fray Juan de Nuestra Señora, novicio que fue de esta misma orden franciscana y que ha de ir ahora como predicador a Mafra en el tercer día de la consagración, pero no llegará a hablar porque es sólo sustituto, que lo diga este fray Redondo, así llamado por la mucha gordura que de fraile ganó, que en tiempos de su noviciado y delgadez anduvo por el Algarve pidiendo borregos para el convento, tres meses pasó en esto, roto, descalzo, mal comido, imaginen el tormento, juntar los animales, ir de lugar en lugar con el rebaño, pedir por el amor de Dios un borreguito más, llevarlos todos a pastar, y, mientras practicaba tan religiosos actos, sentir que el estómago le da saltos de pura hambre, sólo pan y agua, y con la tentación de un estofado ante los ojos. Vida mortificada es toda una, sea la del novicio, el recluta o el mancebo de comercio.

Son muchos los caminos, pero a veces se repiten. Partiendo de San José de Ribamar, los novicios siguieron en dirección a Queluz, luego por Belas y Sabugo, pararon algún tiempo descansando en Morelena, restauraron como pudieron los atormentados pies en la enfermería, y luego, sufriendo al principio dolores multiplicados hasta acostumbrarse al nuevo sufrimiento, continuaron camino hacia Pêro Pinheiro, el peor tramo de todos, por estar los caminos cubiertos de esquirlas de mármol. De bajada hacia Cheleiros, vieron una cruz de madera al borde del camino, señal de que allí había muerto alguien, normalmente son asesinados, éste sería el caso, o quizá no, pero en todo caso vamos a rezar un padrenuestro por su alma, se arrodillaron frailes y novicios, rezaron a coro la oración, pobrecillos, ésta sí que es caridad suprema, rezar por quien no conocen, así de rodillas se les ven las plantas de los pies, tan castigadas, tan ensangrentadas, tan doloridas y sucias, son la parte más conmovedora de todo el cuerpo humano, si está uno de rodillas, vueltas las plantas hacia el cielo por donde nunca caminarán. Terminado el padrenuestro, bajaron al valle, atravesaron el puente, entregados de nuevo a la lectura del breviario, y no vieron a una mujer que se asomó al postigo de su casa, y no oyeron lo que dijo, Malditos sean los frailes.

Quiso el azar, agenciador de buenos y malos sucesos, que se encontraran las estatuas con los novicios en el cruce del camino que viene de Cheleiros con el que viene de Alcaínça Pequena, y ésa fue ocasión de grandes demostraciones de regocijo por parte de la congregación, por el afortunado augurio. Pasaron los frailes al frente del convoy de carros, como batidores y espantadiablos, entonando sonoras jaculatorias, y si no alzaron cruz es porque no la llevan, que bien lo hubieran hecho de consentirlo el ritual. Entraron así en Mafra, recibidos triunfalmente, tan dolidos de pies, tan transportados de fe en el desvarío de la mirada, o será hambre, que desde San José a Ribamar vienen caminando y sólo comieron pan duro mojado en agua de las fuentes, pero ahora seguro que van a tener mejor trato en el hospicio, donde por hoy se acomodan, apenas pueden andar, es como las hogueras, pasa la gran llamarada, quedan las cenizas, se acaba la exaltación, queda la melancolía. Ni a la descarga de las estatuas asistieron. Vinieron ingenieros y faquines, trajeron cabrestantes, poleas, cabrias, calabrotes y almohadas, cuñas, calzos, funestos instrumentos que de repente escapan, por eso la mujer de Cheleiros dijo, Malditos sean los frailes, y con mucho sudor y rechinar de dientes fueron bajadas las figuras, aunque alzadas ahora en toda su altura, puestas en círculo, vueltas hacia dentro como si estuvieran reunidas en asamblea o partida, entre San Vicente y San Sebastián están las tres santas, Isabel, Clara, Teresa, parecen gallinas junto a ellos, pero las mujeres no se miden en palmos, aun en el caso de que no sean santas.

Baja Baltasar al valle, va para casa, cierto es que aún no ha acabado el trabajo en la obra, pero viniendo él tan esforzado y de tan lejos, desde San Antonio do Tojal en un solo día, no lo olvidemos, tiene derecho a recogerse antes, una vez descargados los bueyes y tras darles el pienso. El tiempo, a veces, parece no pasar, es como una golondrina que hace nido en el alero, sale y entra, va y viene, pero siempre a nuestra vista, y nos parece que nosotros y ella vamos a estar así hasta la eternidad, o la mitad de ella al menos, lo que ya no estaría nada mal. Pero, de repente, estaba y ya no está, la acabo de ver ahora mismo, dónde se habrá metido, y, si tenemos un espejo a mano, Dios santo, cómo ha pasado el tiempo, qué viejo estoy, si aún ayer era la flor del barrio y hoy ni barrio ni flor. Baltasar no tiene espejos, a no ser estos ojos nuestros que lo están viendo bajar por el camino embarrado hacia el pueblo, y son ellos los que le dicen, Tienes la barba blanca, Baltasar, tienes la frente cargada de arrugas, Baltasar, tienes el cuello como cuero seco, Baltasar, se te caen ya los hombros, Baltasar, no pareces el mismo, Baltasar, pero esto es defecto de los ojos que usamos, porque ahí viene una mujer, y donde nosotros veíamos un hombre viejo, ve ella un hombre joven, el soldado a quien preguntó un día, Cuál es su gracia, o ni ve siquiera a ése, sólo a este hombre que baja, sucio, canoso y manco, Sietesoles de apodo, si lo merece tanto cansancio, pero es un constante sol para esta mujer, no porque siempre brille, sino por existir, escondido de nubes, tapado de eclipses, pero vivo, Santo Dios, y le abre los brazos, quién, los abre él a ella, los abre ella a él, ambos, son el escándalo de Mafra, que se agarren así en la plaza pública, y con edad de sobra, quizá es porque nunca han tenido hijos, o tal vez se ven más jóvenes de lo que son, pobres ciegos, o puede que sean estos dos los únicos seres humanos que como son se ven, es ése el modo más difícil de ver, ahora que están juntos hasta nuestros ojos son capaces de ver que se han vuelto hermosos.

Durante la cena, dijo Álvaro Diego que las estatuas van a quedar donde fueron descargadas, no hay tiempo para colocarlas en las hornacinas respectivas, la consagración será el domingo, y todos los cuidados y trabajos serán pocos para dar a la basílica un aire compuesto de obra acabada, está concluido el edificio de la sacristía, pero con las bóvedas sin revoque, y, como aún conservan el primero, mandarán cubrirlas con paño de dril enyesado, fingiendo guarnición de cal, para que aparezca más lucida, y en la iglesia, como falta la linterna, habrá que disimular la ausencia del mismo modo. Álvaro Diego sabe mucho de estas menudencias, de albañil pelado pasó a cantero, de cantero a cantero de obra fina, y bien visto por oficiales y maestros de obra, siempre puntual, siempre diligente, siempre cumplidor, tan hábil de manos como dócil de palabra, muy distinto de esa pandilla de boyeros, turbulentos muchas veces, oliendo a estiércol y con la suciedad que del estiércol viene, en vez de esta blancura del polvo de mármol que cubre los pelos de las manos y de la barba y se agarra a la ropa para toda la vida. Así ocurrirá con Álvaro Diego, precisamente para toda la vida, aunque corta, que pronto caerá de una pared a la que no tenía que subir, no se lo exigía ya el oficio, se encaramó para ajustar una piedra que había salido de sus manos y sólo por eso no podía estar mal tallada. Casi treinta metros de caída, y de ella morirá, y esta Inés Antonia, tan orgullosa ahora del favor de que su hombre goza, se convertirá en una viuda triste, ansiosa por si se cae ahora el hijo, no se acaban las tribulaciones del pobre. Dice más Álvaro Diego, que antes de la consagración se mudarán los novicios para dos construcciones terminadas ya encima de la cocina, y, a propósito de esta información, recordó Baltasar que, estando los revoques aún húmedos y siendo tan fría la estación, no iban a faltar enfermedades a los frailes, y Álvaro Diego respondió que había ya braseros ardiendo noche y día dentro de las celdas acabadas, aunque, incluso así, la humedad chorreaba por las paredes, Y las estatuas de los santos, Baltasar, fue mucho trabajo el traerlas, No mucho, lo peor fue cargarlas, luego, con un poco de maña y fuerza, más la paciencia de los bueyes, fuimos haciendo camino. Decaía la conversación, decaía el fuego en el hogar, Álvaro Diego e Inés Antonia se fueron a dormir, de Gabriel no hablemos, que ya estaba dormido cuando masticaba el último bocado de la cena, entonces Baltasar preguntó, Quieres ir a ver las estatuas, Blimunda, el cielo debe de estar limpio y no tardará en salir la luna, Vamos, respondió ella.

Estaba la noche clara y fría. Mientras subían la ladera hacia el alto de la Vela apareció la luna, enorme, roja, recortando primero los campanarios, los alzados irregulares de las paredes más altas, y, allá atrás, el rebaje del monte que tantos trabajos causó y tanta pólvora había consumido. Y Baltasar dijo, Mañana voy a ver cómo está la máquina, han pasado seis meses desde la última vez, Iré contigo, No vale la pena, salgo temprano, si no tengo mucho que remendar estaré de vuelta por la noche, es mejor ir ahora, después empiezan las fiestas de la consagración, y si le da por llover quedan imposibles los caminos, Ten cuidado, No te preocupes, a mí no me asaltan ladrones ni me muerden lobos, No hablo de ladrones ni de lobos, Entonces, de qué, Hablo de la máquina, Siempre me dices que vaya con cuidado, más cuidado no puedo tener, Tengámoslo todos, no te olvides, Calma, mujer, que mi día no ha llegado aún, No me calmo, porque ése es día que llega siempre.

Habían subido a la gran explanada ante la iglesia, cuyo cuerpo rompía la línea del suelo, cielo arriba aislado de la restante obra. Lo que había de ser palacio era todavía, y apenas, piso de tierra a un lado y otro, donde se ven unas construcciones de madera que servirán para las ceremonias que allí van a celebrarse. Parecía imposible que tantos años de trabajo, trece, mostraran tan poco resultado, una iglesia inacabada, un convento que, en las dos alas, está levantado hasta el segundo piso, el resto poco más que la altura de los portales del primero, en total cuarenta celdas acabadas, en vez de las trescientas que hay que hacer. Parece poco y es mucho, si no demasiado. Una hormiga va a la era y coge una pajita. De allí al hormiguero hay diez metros, menos de veinte pasos de hombre. Pero quien va a llevar la paja es una hormiga, no un hombre. Pues bien, el mal de esta obra de Mafra es haber puesto en ella hombres a trabajar y no gigantes, y si con estas y otras obras pasadas y futuras se quiere probar que también el hombre es capaz de hacer trabajo de gigantes, entonces acéptese que tarde el tiempo que tardan las hormigas, todas las cosas tienen que ser entendidas en su justa proporción, los hormigueros y los conventos, la losa y la pajita.

Blimunda y Baltasar entran en el círculo de las estatuas. La luna ilumina de frente las dos grandes figuras de San Sebastián y San Vicente, las tres santas en medio, después, hacia los lados, empiezan los rostros y los cuerpos a llenarse de sombras, hasta la oscuridad completa en que se ocultan Santo Domingo y San Ignacio, e, injusticia grave, si ya lo han condenado, San Francisco de Asís, que merecía estar a plena luz, al pie de su Santa Clara, no se vea en esta insistencia una insinuación de comercio carnal, y si lo hubiera habido, qué importa, no por eso dejan las personas de ser santas, y con eso los santos se hacen personas. Blimunda va mirando, intenta adivinar las imágenes, a unas las reconoce a primera vista, con otras acierta después de mucho pensar, de otras no llega a tener la certeza, otras son como arcas cerradas. Comprende que aquellas letras, aquellos signos, en la base en que se asienta San Vicente, están explicando, claramente para quien sepa leer, qué nombre tiene. Con el dedo acompaña las curvas y las rectas, es como un ciego que aún no aprendió a descifrar los relieves de su alfabeto, Blimunda no puede preguntar a la estatua, Quién eres, el ciego no puede preguntarle al papel, Qué dices, sólo Baltasar, entonces, pudo responder, Baltasar Mateus, el Sietesoles, cuando Blimunda quiso saber su nombre. Todo el mundo está dando respuestas, lo que tarda es el tiempo de las preguntas. Vino del mar una nube solitaria, sola en todo el claro cielo, y por un largo minuto cubrió la luna. Las estatuas se convirtieron en bultos blancos, informes, perdieron el contorno y las facciones, son como bloques de mármol antes de que fuera a buscarlos y encontrarlos el cincel del escultor. Dejaron de ser santo y santa, son sólo primitivas presencias, sin voz, ni siquiera aquella que el diseño da, tan primitivas, tan difusas en su masa, como parecen las del hombre y la mujer que, en medio de ellas, se han diluido en la oscuridad, pues éstos no son de mármol, simple materia viva, y, como sabemos, nada se confunde más con la sombra del suelo que la carne de los hombres. Bajo la gran nube que, lentamente, iba pasando se distinguía mejor el brillo de las hogueras que acompañaban la vigilia de los soldados. A distancia, la Isla de Madeira era una masa confusa, un gigantesco dragón tumbado, respirando por cuarenta mil fuelles, tantos son los hombres que allí duermen, más los míseros de las enfermerías donde no hay un camastro libre, salvo si están los enfermeros retirando los cadáveres, este que reventó por dentro, este que tenía un tumor, este que echaba sangre por la boca, este a quien dio primero una parálisis, y, al repetirle, lo mató. La nube se alejó hacia dentro de la tierra, manera de decir, tierra adentro, hacia el interior de los campos, aunque nunca se puede saber qué hace una nube cuando dejamos de mirarla, o cuando se oculta tras aquel monte, puede muy bien haberse metido dentro de la tierra o descender sobre ella para fecundar, quién adivinará qué extrañas vidas, qué raros poderes, Vámonos a casa, Blimunda, dijo Baltasar.

Salieron del cerco de las estatuas, otra vez iluminadas, y, cuando iban a empezar a bajar hacia el valle, Blimunda miró hacia atrás. Fosforescían como sal. Aguzando el oído, se percibía de aquel lado un rumor de conversación, sería un concilio, un debate, un juicio, quizá el primero desde que dejaron Italia, metidas en bodegas, entre ratas y humedades, violentamente atadas en los conveses, quizá la última conversación general que podían tener, así, a la luz de la luna, porque pronto los meterían en sus nichos, algunos nunca más volverán a mirarse de frente, otros van a estar de espaldas y otros van a continuar mirando el cielo, parece un castigo. Dijo Blimunda, Deben de ser desgraciados los santos, tal como los hicieron así quedan, si esto es santidad, qué será la condena, Son sólo estatuas, Me gustaría verlos bajar de aquellas piedras y ser personas como nosotros, no se puede hablar con las estatuas, Qué sabemos nosotros si no hablarán entre ellos cuando estén solos, Eso no lo sabemos, pero, si sólo hablan entre sí, y sin testigos, para qué los necesitamos, pregunto yo, Siempre he oído decir que los santos son necesarios para nuestra salvación, Ellos no se salvaron, Quién te ha dicho eso, Es lo que siento dentro de mí, Qué sientes dentro de ti, Que nadie se salva, que nadie se pierde, Es pecado pensar así, El pecado no existe, sólo hay muerte y vida, La vida está antes de la muerte, Te equivocas, Baltasar, la muerte viene antes que la vida, murió quien fuimos, nace quien somos, por eso no morimos de una vez, Y cuando vamos a parar bajo tierra, y cuando Francisco Marques queda aplastado bajo el carro de la piedra, no será eso muerte sin recurso, Si hablamos de él, nace Francisco Marques, Pero él no lo sabe, Del mismo modo que nosotros no sabemos suficientemente quiénes somos, y, pese a todo, estamos vivos, Blimunda, dónde aprendiste esas cosas, Estuve en la barriga de mi madre con los ojos abiertos, desde allí lo veía todo.

Entraron en el huerto. La luna era ya de color lechoso. Más nítidas aún que si las marcara el sol, las sombras eran negras y profundas. Había allí un viejo chamizo cubierto de ramas de ciprés medio podridas, donde, en tiempos de mayor holgura, una burra descansaba de sus trabajos de llevar y traer. En el habla familiar era la barraca de la burra, pese a que la propietaria había muerto hacía muchos y muchos años, tantos que ni Baltasar la recordaba, anduve montado en ella, no anduve, y, así, dudando, o diciendo, Voy a guardar el rastrillo en la barraca de la burra, estaba dando la razón a Blimunda, era como ver aparecer al animal con sus serones y su rudo albardón, y la madre diciendo desde dentro de la cocina, Ve a ayudar a tu padre a descargar la burra, no era aún ayuda que valiese, tan pequeño, pero estaba habituado ya a los trabajos pesados, y, como todo esfuerzo debe tener su premio, lo colocaba luego su padre a horcajadas sobre el lomo húmedo del animal y lo paseaba por el huerto, caballero de aquel caballo. Hacia dentro del cobertizo lo llevó Blimunda, no era la primera vez que entraban allí en horas nocturnas, unas veces por deseo de uno, otras por voluntad del otro, lo hacían cuando la urgencia de la carne se anunciaba más expansiva, cuando adivinaban que no podían sofocar el gemido, el estertor, quizá el grito, con escándalo de los discretos abrazos de Álvaro Diego e Inés Antonia, y alborozo insoportable del sobrino Gabriel, forzado por la urgencia a aliviarse pecadoramente. El ancho y antiguo comedero, que en tiempos de su utilidad había estado sujeto a los tabiques del chamizo, a la altura conveniente, estaba ahora en el suelo, medio descoyuntado, pero confortable como un lecho real, mullido con paja, con dos mantas viejas. Álvaro Diego e Inés Antonia sabían qué servicio tenían estas cosas pero fingían ignorarlo. Nunca les dio el capricho de probar la novedad, son espíritus quietos y carnes conformistas, sólo Gabriel vendrá por aquí a cumplir con sus citas, después de cambiadas estas vidas, tan cercano eso y nadie lo adivina. Quizás alguien, tal vez Blimunda, no por haber arrastrado a Baltasar al chamizo, siempre fue mujer de dar el primer paso, decir la primera palabra, hacer el primer gesto, si no por un ansia que le oprimía la garganta, por la violencia con que la abraza Baltasar, por el ansia del beso, pobres bocas, perdida está la lozanía, perdidos algunos dientes, partidos otros, pero el amor existe sobre todas las cosas.

Contra costumbre, durmieron allí. Cuando amanecía, dijo Baltasar, Voy a Monte Junto, y ella se levantó, entró en la casa, en la media oscuridad de la cocina buscó y encontró algo de comer, aún dormían dentro los cuñados y el sobrino, luego salió, cerrando la puerta, traía también la alforja de Baltasar, dentro metió la comida y las herramientas, sin olvidar el espigón, que de malos encuentros no está libre nadie. Salieron ambos, Blimunda acompañó a Baltasar hasta fuera del pueblo, se veían a lo lejos las torres de la iglesia, blancas sobre el cielo encapotado, quién lo iba a pensar, después de la claridad de la noche.

Se abrazaron los dos al recaudo de un árbol de ramas bajas, entre las hojas doradas del otoño, pisando otras que se confundían ya con la tierra, alimentándola para reverdecer de nuevo. No es Oriana en su traje de corte quien se despide de Amadís, ni Romeo, que, bajando, recibe el inclinado beso de Julieta, es sólo Baltasar que va a Monte Junto a remediar los estragos del tiempo, no es más que Blimunda intentando lo imposible, que el tiempo se detenga. Con sus ropas oscuras son dos sombras inquietas, apenas se separan vuelven a juntarse, no sé qué adivinan éstos, qué otros casos se preparan, quizás haya sido todo obra de la imaginación, fruto de la hora y del lugar, de saber que el bien no dura mucho, no nos dimos cuenta de su llegada, no nos apercibimos de su presencia, lo echamos en falta cuando se fue, No tardes, Baltasar, Duerme tú en la barraca, puedo llegar muy tarde pero, si hay mucho que arreglar, no volveré hasta mañana, Lo sé, Adiós Blimunda, Adiós Baltasar.

No vale la pena narrar segundos viajes, si ya fueron explicados los primeros. De cuánto cambió quien los hace ya se dijo bastante, de cómo mudan los lugares y los paisajes, basta saber que por allí pasan los hombres y las estaciones, ellos poco a poco, casa, cobertizo, terrenos labrantíos, muro, palacio, puente, convento, cerca, calzada, molino, ellas de una vez, radicalmente, como si fuese para siempre, primavera, verano, otoño que es ahora, invierno que no tarda. Baltasar conoce estos caminos como la palma de su mano derecha. Descansó a la orilla del río de Pedrulhos, donde un día holgó con Blimunda, en tiempo de flores, de margaritas en los baldíos, de amapolas en los trigales, de colores opacos en los matorrales. Por los caminos va encontrando gente que baja hacia Mafra, pandillas de hombres y mujeres que redoblan tambores y bombos, que soplan gaitas, a veces llevando al frente un cura o un fraile, y no raramente un tullido en parihuela, que puede ser el de la consagración un día señalado por uno o más milagros, nunca se sabe cuándo quiere Dios ejercitar sus medicinas, por eso deben los ciegos, los cojos, los paralíticos, andar en permanente romería, Vendrá hoy Nuestro Señor, quién sabe si me engañó la esperanza, a lo mejor voy a Mafra y es su día de descanso, o mandó la madre a la Señora do Cabo, cómo puede entenderse alguien con esta distribución de poderes, pero la fe nos salvará, Salvar de qué, preguntaría Blimunda.

Con las horas iniciales de la tarde llegó Baltasar a las primeras elevaciones de la sierra del Barregudo. Al fondo se alzaba el Monte Junto, iluminado por el sol que acababa de abrirse paso entre las nubes. Sobre la tierra bogaban sombras, eran como grandes animales oscuros que recorrían las colinas estremeciéndolas al pasar, luego la luz calentaba los árboles, hacia brillar los charcos. Y el viento soplaba contra las aspas paradas de los molinos, silbaba en las velas, son cosas en las que sólo repara quien va de camino sin pensar en otras incidencias de la vida, sólo en este pasar y estar pasando, la nube en el cielo, el sol que pronto empezará su puesta, el viento que nace aquí y muere más allá, la hoja agitada que se va secando y cae, si para tales contemplaciones tiene ojos un antiguo y cruel soldado, con muerte de hombre a las espaldas, crimen sin duda compensado por otras incidencias de su vida, haber sido crucificado con sangre en el corazón, haber visto cuán grande es la tierra y cuán pequeño en ella todo, haberles hablado a sus bueyes con voz blanda y descansada, parece poco, alguien sabrá si es suficiente.

Se ha metido ya Baltasar por los contrafuertes del Monte Junto, busca el casi invisible camino que por el bosque le llevará hasta la máquina de volar, siempre se acerca a ella con el corazón oprimido, por temor de que la hayan descubierto, destruido tal vez, o robado, y cada vez se sorprende al verla como si ahora mismo hubiera acabado de posarse, estremecida aún por el veloz descenso, en su regazo de arbustos y miríficas trepadoras, miríficas se les ha de llamar porque no es esta tierra donde suelen crecer. No fue robada, destruida tampoco, ahí está, en el mismo lugar, con el ala caída, su pescuezo de ave confundido con las ramas más altas, la cabeza oscura como un nido colgando. Baltasar se aproximó, dejó la alforja en el suelo, se sentó a descansar un poco antes de ponerse a trabajar. Comió sobre un pedazo de pan dos sardinas fritas, usando la punta y el filo de la navaja con el arte de quien labra miniaturas en marfil, al terminar, limpió la hoja en las hierbas, la mano en el calzón, y se dirigió a la máquina. El sol brillaba con fuerza, el aire estaba caliente. Sobre el ala, pisando con cautela para no dañar el revestimiento de mimbre, Baltasar entró en la passarola. Se habían podrido algunas tablas del convés. Tendría que sustituirlas, traer los materiales necesarios, estar aquí unos días, o, y sólo entonces se le ocurrió la idea, desmontar la máquina pieza a pieza, llevarla a Mafra, esconderla debajo de un montón de paja, o en uno de los sótanos del convento, si pudiera ponerse de acuerdo con los amigos, confiarles la mitad del secreto, se asombraba de no haber pensado antes en esta solución, cuando volviera hablaría con Blimunda. Iba distraído, no se fijó dónde ponía los pies, de repente dos tablas cedieron, se hundieron. Braceó violentamente para ampararse, para evitar la caída, el gancho del brazo se introdujo en la argolla que servía para separar las velas, y, de golpe, suspendido en todo su peso, Baltasar vio que los paños se apartaban a un lado con estruendo, el sol inundó la máquina, brillaron las bolas de ámbar y las esferas. La máquina giró dos veces, despedazó, desgarró los arbustos que la envolvían, y ascendió. No se veía una nube en el cielo.


Blimunda no durmió en toda la noche. Estuvo esperando que Baltasar regresara al caer el día, como en otras ocasiones ocurriera, y en esa creencia salió del pueblo, anduvo casi media legua por el camino y, durante mucho tiempo, hasta cerrarse el crepúsculo por completo, estuvo sentada en una cerca, viendo pasar la gente que iba a Mafra, de romería a la consagración, no era fiesta que se pudiera perder, habría limosnas y comida para todos, o al menos no iban a faltar para los más listos y pedigüeños, procura el alma sus satisfacciones, y el cuerpo no prescinde de ellas. Al ver a aquella mujer allí sentada, algunos necios venidos de lejos creían que era así como la villa de Mafra recibía a los visitantes machos, con ofrecidas facilidades, y le hacían bromas obscenas, que tenían que tragarse luego ante el rostro de piedra que los miraba. Y uno que se atrevió a experimentar otras aproximaciones, retrocedió asustado cuando Blimunda le dijo, con voz opaca, Tienes un sapo en el corazón, escupo en él, en ti y en toda tu descendencia. Cuando cayó la noche por completo, se acabaron los peregrinos, a estas horas no vendrá ya Baltasar, o llegará tan tarde que lo recibiré acostada, o estará aquí de madrugada, si ha tenido mucho que arreglar, eso fue lo que dijo. Volvió Blimunda a casa, cenó con los cuñados y el sobrino, No ha venido Baltasar, preguntó uno de ellos, Nunca entenderé qué salidas son éstas, dijo el otro, sólo Gabriel no abrió la boca, es aún demasiado joven para hablar cuando lo hacen los mayores, pero, para sí, piensa que sus padres no tienen por qué meterse en la vida de los tíos, es manía de medio mundo la de curiosear en la vida de la otra mitad, que, por otra parte, le paga con la misma moneda, hay que ver, este chico, tan joven y las cosas que ya sabe. Acabada la cena, Blimunda esperó a que todos se acostasen y salió luego al huerto. Estaba serena la noche, limpio el cielo, apenas se sentía el frescor del aire. Tal vez a aquella misma hora viniera Baltasar caminando por la orilla del río de Pedrulhos, con el espigón atado al brazo izquierdo en vez del gancho, que nadie está libre de malos encuentros y de preguntas indiscretas, como ya se ha dicho y comprobado. Salió la luna, así verá mejor el camino, dentro de poco seguro que se oyen ya sus pasos, en el gran silencio premonitorio de la noche empujará la cancela del huerto y allí estará Blimunda recibiéndolo, lo demás no lo veremos, porque nuestra obligación es ser discretos, basta que sepamos que es mucha la inquietud de esta mujer.

No durmió en toda la noche. Tumbada en el comedero envuelta en mantas que olían a cuerpo y a inmundicia de ovejas, abría los ojos a las rendijas del encañizado de la barraca, por donde penetraba la luz de la luna, después la luna se puso, era casi de madrugada, ni la noche tuvo tiempo de oscurecerse. Con la primera claridad se levantó Blimunda, fue a la cocina a buscar algo de comer, qué inquietud es ésta, mujer, si aún no estamos fuera de lo que Baltasar prometió, llegará hacia el mediodía, tendría mucho que arreglar en la máquina, tan vieja, a la intemperie, ya lo dijo. Blimunda no nos oye, salió de casa, va por el camino que conoce, aquel por el que vendrá Baltasar, no es posible que no se encuentren. Con quien no se encontrará es con el rey, que entrará hoy en la villa de Mafra, por la tarde, llevando consigo al príncipe Don José y al señor infante Don Antonio, más los criados todos de la casa real, en suprema grandeza, ricos coches, soberbios caballos, todos en perfecta formación apareciendo en la boca del camino, rodando, batiendo los cascos, que nunca se habrá visto tan asombrosa perspectiva. Pero de pompas reales ya nos basta, conocemos las diferencias, más brocado o menos brocado, más oro o menos oro, nuestro deber es ir detrás de aquella mujer que a cuantos encuentra va preguntando si vieron a un hombre así, con estas señas, de esta manera, el más hermoso del mundo, por tal engaño se ve cómo no siempre se debe decir lo que uno siente, quién por este relato conocería a Baltasar, renegrido, canoso y manco, No mujer, no lo hemos visto, y Blimunda sigue andando, ahora ya fuera de los caminos principales, atajando como en el viaje que hicieron ambos, aquel monte, aquel matorral, cuatro piedras alineadas, seis colinas alrededor, va cayendo el día, de Baltasar ni sombra. No se ha sentado Blimunda para comer, va andando y masticando, pero la noche en vela la había fatigado, la inquietud le quita fuerzas, no puede tragar bocado, y el Monte Junto, que ya se veía a lo lejos, parece que se aleja, qué prodigio será. No es ningún misterio, es sólo el paso lento con que avanza, arrastrado, así no voy a llegar nunca. Hay lugares por los que Blimunda no recuerda haber pasado, otros los reconoce por un puente, una vaguada, un prado en el fondo. Y supo que ya pasó por aquí porque en aquella misma puerta está aquella misma vieja cosiendo aquella misma saya, todo está igual, menos Blimunda, que va sola.

Por aquí recuerda que encontraron al pastor que les dijo que estaban en la sierra del Barregudo, más allá el Monte Junto parece una colina como cualquier otra, pero no la retuvo así la memoria quizá por lo combado, como si fuera una miniatura de este lado del planeta, así cree una persona que la tierra es realmente redonda. No hay pastor ni rebaño, sólo un profundo silencio cuando Blimunda se detiene, hay una soledad profunda en cuanto ve a su alrededor. El Monte Junto está tan cerca que parece que basta con tender la mano para tocar sus contrafuertes, como una mujer de rodillas que extiende el brazo y toca los muslos de su hombre. No es posible que Blimunda haya pensado esta sutileza, posiblemente, quién sabe, no estamos nosotros dentro de las personas, qué sabemos lo que piensan o dejan de pensar, andamos poniendo nuestros pensamientos en cabezas ajenas y luego decimos, Blimunda piensa, Baltasar pensó, y quizá les imaginamos nuestras propias sensaciones, por ejemplo, ésta de Blimunda en sus muslos, como si los hubiera rozado su hombre. Se detuvo para descansar, porque le temblaban las piernas, fatigadas del camino, ablandadas por el imaginario contacto, pero, de repente, le entra en el corazón el convencimiento de que va a encontrar allá arriba a Baltasar, trabajando y sudando, quizás apretando los últimos nudos, echándose la alforja al hombro y bajando ya hacia el valle, por eso gritó, Baltasar.

No hubo respuesta ni podía haberla, un grito no es nada, llega allí, hasta aquel escarpe y rebota y vuelve hacia atrás, debilitado, no parece nuestra voz. Blimunda empezó a subir rápidamente, le volvieron las fuerzas en aflujo. Echa a correr si la cuesta se reduce antes de empinarse de nuevo, y delante, entre dos carrascas, descubre el casi invisible sendero abierto por los pasos espaciados de Baltasar. Por allí se llega a la máquina de volar. Grita otra vez, Baltasar, ahora, forzosamente, tiene que oírla, no hay montes por medio, sólo una hondonada, si pudiera pararse seguro que oía el grito de él, Blimunda, está tan segura de haberlo oído que sonríe, con el dorso de la mano se seca el sudor o las lágrimas, o quizá está poniendo en orden el cabello, o limpiándose la cara sucia, es un gesto de tan diversos sentidos.

Allí está el lugar, como el nido de un ave gigantesca que alzó el vuelo. El grito de Blimunda, tercero, y siempre el mismo nombre, no fue agudo, sólo una explosión sofocada, como si una mano gigantesca le arrancara las tripas, Baltasar, y, al decirlo, comprendió que desde el principio sabía que iba a encontrar desierto este lugar. Las lágrimas se le secaron de súbito como si un viento ardiente soplara de dentro de la tierra. Se acercó a trompicones, vio los arbustos arrancados, la depresión que el peso de la máquina había hecho en el suelo, y, al otro lado, a media docena de pasos, la alforja de Baltasar. No había otras señales de lo que había ocurrido allí. Blimunda alzó los ojos al cielo, ahora menos limpio, algunas nubes bogaban serenas al caer la tarde, y por primera vez sintió el vacío del espacio, como si estuviera pensando, No hay nada más allá, pero esto mismo era lo que no quería creer, en cualquier parte del cielo debe de andar Baltasar, volando, luchando con las lonas para hacer bajar la máquina. Volvió a mirar la alforja, fue a buscarla, notó el peso del espigón en ella, y entonces recordó que la máquina, si había ascendido el día anterior, había tenido que bajar por la noche, por eso Baltasar no estaba en el cielo, estaría en la tierra, en cualquier parte, quizá muerto, quizá vivo, pero herido, que aún recordaba cuán violento había sido el descenso, aunque es verdad que llevaba entonces mayor carga.

Se echó la alforja al hombro, allí ya no había nada que hacer y empezó a buscar en las proximidades, subiendo y bajando por las cuestas cubiertas de matojos, escogiendo los puntos altos, deseosa ahora de tener ojos agudísimos, no los que el ayuno le daba, sino otros que nada dejasen escapar de la superficie, como los del halcón, los del lince. Con los pies sangrando, la falda desgarrada por los matorrales espinosos, dio la vuelta por el lado norte del monte, luego volvió al sitio de partida buscando un nivel superior, y entonces descubrió que nunca habían ido, ni ella ni Baltasar, a la cima del Monte junto, ahora tendría que subir allí, antes de que cayera la noche, desde arriba tendría una vista más amplia, cierto es que a distancia la máquina apenas se vería, pero el azar a veces ayuda, quién sabe si, al llegar, vería a Baltasar haciéndole gestos con el brazo, a la orilla de una fuente donde matarían la sed.

Empezó a subir Blimunda, reprochándose a sí misma que no se le hubiera ocurrido antes, no ahora, cuando la tarde estaba despidiéndose. Sin pretenderlo encontró un sendero que subía, serpenteando, y más arriba un camino ancho, de carro, la sorprendió la novedad, qué habrá en lo alto del monte para que hayan abierto este camino, y con señales de paso, y antiguo, quién sabe si también Baltasar dio con él. Al doblar una curva, Blimunda se quedó inmóvil. Ante ella caminaba un fraile, dominico por el hábito que vestía, hombre corpulento, de cuello grueso. Inquieta, Blimunda dudaba entre echar a correr o llamarlo. El fraile pareció haber notado una presencia. Se paró, miró a un lado, a otro, luego atrás. Esbozó una bendición y aguardó. Blimunda se fue acercando, Deo gratias, dijo el dominico, qué haces por aquí, preguntó. Ella no tuvo más remedio que responder, Ando buscando a mi marido y no sabía cómo continuar, el fraile iba a pensar que estaba loca si empezaba a hablarle de la máquina voladora, de la passarola, de nubes cerradas. Retrocedió algunos pasos, Somos de Mafra, mi marido vino al Monte Junto porque oímos decir que había aquí un enorme pájaro, lo que temo es que el pájaro se lo haya llevado, Nunca oí hablar de tal cosa, ni nadie de la congregación, Hay en este monte algún convento, Lo hay, No lo sabía. El fraile desanduvo un poco de camino, como si lo hiciera distraídamente. El sol había descendido mucho y, como las nubes se amontonaban del lado del mar, el atardecer tomaba un tono ceniciento. No ha visto por aquí a un hombre manco de la mano izquierda y que usa un gancho que hace las veces de mano, preguntó Blimunda, Es ése tu marido, Sí, No, no he visto a nadie, Y no ha visto un pájaro grande volando por aquel lado, ayer o quizá hoy, No, no he visto ningún pájaro grande, Bueno, pues me voy, déme su bendición, padre, Se va a hacer de noche, te vas a perder si te metes por esos caminos, puede atacarte algún lobo, que los hay, Si me voy ahora, aún llegaré con luz del día, Es más lejos de lo que parece, oye, al otro lado del convento hay unas ruinas, de otro convento que no llegaron a terminar, puedes pasar allí la noche y mañana sigues buscando a tu marido, Me voy ahora, Haz lo que quieras, pero luego no digas que no te avisé de los peligros, y, diciendo esto, el fraile empezó a subir por el camino ancho.

Blimunda se quedó allí parada, dudando otra vez. Aún no había caído la noche, pero, allá abajo, los campos se iban cubriendo de sombras. Las nubes se arrastraban por el cielo, empezó a soplar un viento húmedo, quizá lloviera. Se sentía cansada, tanto que podía dejarse morir de pura fatiga. Ya apenas pensaba en Baltasar. Creía confusamente que lo encontraría al día siguiente, y que nada ganaba buscándolo hoy. Se sentó al borde del camino, en una piedra, metió la mano en la alforja y encontró lo que quedaba de la comida de Baltasar, una sardina reseca, un mendrugo durísimo. Si alguien pasara por allí a aquella hora sentiría un miedo mortal, una mujer sentada así, sin miedo ella, seguro que es una bruja a la espera de un viajero para chuparle la sangre o de las compañeras con las que irá al aquelarre. Sin embargo, es sólo una pobre mujer que ha perdido a su compañero, llevado por aires y vientos, y que haría cualquier brujería para que él regresara, pero brujerías de ésas no conoce ninguna, de qué le sirve ser capaz de ver lo que otros no ven, de qué le sirve haber sido recogedora de voluntades, si precisamente fueron ellas las que se lo llevaron.

Se hizo de noche. Blimunda se puso en pie. El viento era ahora más frío y más intenso. Había un gran desamparo en aquellos montes, por eso empezó a llorar, ya era hora de poder desahogarse. La oscuridad se llenó de sonidos terroríficos, el grito de un mochuelo, el ruido de las ramas de las carrascas, y, si no era que el oído la engañaba, llegaba de lejos el aullido del lobo. El valor de Blimunda le hizo descender aún cien pasos en dirección al valle, pero era como si estuviese bajando lentamente hacia el fondo de un pozo, sin saber qué fauces la esperaban, abiertas cerca del agua. Más tarde saldría la luna, que le mostraría el camino si el cielo se descubriera, pero que la haría visible a cualquier ser vivo que anduviese por el monte, si a algunos podía asustarlos, otros la dejarían helada de miedo. Se paró, asustada. A poca distancia algo se arrastraba lentamente. No lo soportó más. Empezó a correr, desandando el camino, como si llevase tras ella a todos los diablos del infierno, a todos los monstruos que pueblan la tierra, los vivos y los imaginados. Al doblar la última curva, vio el convento, una construcción baja, destartalada. Por las rendijas de las puertas de la iglesia se filtraba una luz pálida. Había un profundo silencio bajo el cielo estrellado, bajo el susurro de las nubes, tan cercanas como si el Monte Junto fuese la montaña más alta del mundo. Blimunda se fue acercando, le pareció oír un murmullo entonado de oraciones, serían las completas, cuando llegó cerca oyó más fuerte la melopea, ahora eran voces fuertes allí orando al cielo, tan humildemente orando que Blimunda volvió a llorar, quizás estos frailes, sin saberlo, estuvieran trayendo a Baltasar desde las alturas, o de las profundidades del bosque, tal vez las mágicas y latinas palabras estuviesen curando las heridas que seguramente padece, por eso Blimunda se unió a las preces, diciendo mentalmente las que sabe y que sirven para todo, ruina, paludismo, alma ansiosa, alguien allá arriba se encarga de una distribución proporcional.

Al otro lado del convento, en un rebaje que da a la cuesta, estaban las ruinas. Había paredes altas, bóvedas, rincones que se adivinaba que eran celdas, buen lugar para pasar la noche al abrigo del frío y de las fieras. Blimunda, temerosa aún, entró en la profunda tiniebla de las bóvedas, tanteó el camino con las manos y los pies, temiendo caer en algún hueco. Poco a poco, los ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, después la claridad difusa del espacio recortó las grietas indicando las paredes. El piso, cubierto de hierba, estaba limpio. Había un altillo al que no se podía llegar, o ahora no era visible el acceso. Blimunda extendió la manta en un rincón, utilizando la alforja como almohada, se acostó. Volvieron de nuevo las lágrimas, y llorando siguió mientras dormía, soñando que lloraba. No duró esto mucho tiempo. Surgió la luna abriéndose paso entre las nubes. La luz de la luna entró en las ruinas como un fantasma, y Blimunda se despertó. Creyó que la luz la había agitado suavemente, que había rozado su rostro, o la mano que reposaba sobre la manta, pero el roce que oía ahora era igual al que oyó antes, cuando aún dormía. El rumor se oía a veces más cerca, otras veces lejos, como de alguien que busca y no encuentra, pero no por ello desiste, vuelve y se obstina, un animal que se refugia habitualmente en este lugar y que ha perdido el sentido del espacio. Blimunda se irguió sobre los codos, aguzó el oído. El sonido era ahora el de unas pisadas cautelosas, casi imperceptibles, pero próximas. Pasó una silueta ante un resquicio del muro, la luz dibujó un perfil torcido en la pared rugosa de piedra. Inmediatamente Blimunda supo que era el fraile del camino. Le había dicho dónde podía encontrar abrigo, y venía ahora a ver si había seguido su consejo, pero no por caridad cristiana. Se echó Blimunda atrás, silenciosamente, y se quedó quieta, quizá la viera y dijese, Descansa, pobre alma fatigada, sería un milagro si así fuera, un verdadero milagro, y edificante, pero la verdad no es ésa, la verdad es que el fraile viene a saciar la carne, no se lo tomemos a mal, aquí en este desierto, en el techo del mundo, es dura la vida. El fraile cubre toda la luz del resquicio, es un hombre alto y fuerte, se oye su respiración. Blimunda apartó la alforja, y cuando el hombre se arrodillaba, metió rápidamente la mano en la bolsa, cogió el espigón por el ajuste, como un puñal. Ya sabemos lo que va a ocurrir, está escrito desde que en Évora el herrero hizo el espigón y el gancho, uno está aquí en la mano de Blimunda, el otro Dios sabe dónde. El fraile tocó los pies de Blimunda, tanteando le apartó suavemente las piernas, hacia un lado, hacia otro, lo excita terriblemente la inmovilidad de la mujer, quizá está despierta y le apetece el hombre, le ha retirado las sayas hacia arriba, lleva ya remangado el hábito, avanza la mano reconociendo el camino, se ha estremecido la mujer, pero no hace ningún otro movimiento, jubiloso, el fraile embiste sobre la invisible entrepierna de la mujer, jubiloso siente que los brazos de la mujer se cierran sobre su espalda, hay grandes alegrías en la vida de un dominico. Empujado por las dos manos, el espigón se entierra entre las costillas, roza por un instante el corazón, luego continúa su trayecto, hace veinte años que el hierro esperaba su segunda muerte. El grito que empezó a formarse en la garganta del fraile se convirtió en un estertor ronco y brevísimo. Blimunda torció el cuerpo aterrada, no por haber matado sino por sentir aquel peso dos veces aplastante. Utilizando los codos se debatió y pudo salir de debajo de él. La luz de la luna mostró una parte del hábito blanco y la mancha oscura que se iba extendiendo. Blimunda se levantó, escuchó atentamente. Era total el silencio en las ruinas, sólo su corazón latía. Palpó el suelo, recogió la alforja y la manta, de la que tuvo que tirar con fuerza porque se había enrollado en las piernas del fraile, y lo colocó todo en un sitio iluminado. Luego volvió al hombre, agarró el ajuste del espigón y tiró de él, una vez, dos veces. Con la torsión del cuerpo debió el hierro de quedar trabado entre dos costillas. Desesperada, Blimunda puso un pie en la espalda del hombre y, con un tirón brusco, extrajo el arma. Oyó un borboteo espeso, la mancha negra se extendió como una inundación. Blimunda limpió el espigón en el hábito, lo guardó en la alforja, que se echó al hombro, con la manta. Cuando iba a salir de allí miró hacia atrás y vio que el fraile llevaba calzadas unas sandalias, se las quitó, un hombre muerto va por su pie a donde tenga que ir, infierno o paraíso.

En la sombra que las paredes arruinadas proyectaban, Blimunda se detuvo a elegir camino. No se arriesgaría a atravesar la explanada del convento, podía verla alguien, acaso otro fraile sabedor del secreto, a la espera del regreso del primero que, por la tardanza, debería de estar retozando muy a gusto, Malditos sean los frailes, murmuró Blimunda. Ahora tenía que desafiar todos los temores, el lobo, si no era fábula, el invisible arrastrarse de algo, que ése sí lo había oído, meterse en el bosque para encontrar el camino, allá delante, donde nadie la pudiera ver. Se quitó las abarcas destrozadas, se puso las sandalias del muerto, grandes, anchas, más sólidas, ató las tiras de cuero a los tobillos y se puso en camino, siempre con las ruinas entre ella y el convento, mientras no la ocultara el bosque o una irregularidad del terreno. La rodearon los rumores de los montes, la bañaba la blancura de la luna, luego venían las nubes y la cubrían de oscuridad, pero súbitamente descubrió que nada la asustaba, que bajaría hasta el valle sin que vacilara el corazón, podían aparecer fantasmas y hombres-lobo, almas en pena y fuegos fatuos, con el espigón los echaría a un lado, arma más poderosa que todos los maleficios y atentados, candela que ilumina mi andar.

Anduvo Blimunda toda la noche. Tenía que estar muy lejos de Monte Junto cuando alumbrara la aurora, cuando la congregación se reuniera para las primeras oraciones. Al echar en falta al fraile, empezarían por buscarlo en su celda, luego por todo el convento, en la sala capitular, en el huerto, el abad lo creería huido, habría comentarios por los rincones, pero, si alguno de los hermanos sabía el secreto, sobre ascuas estaría, quién sabe si envidioso de la fortuna del otro, buena saya sería aquélla para que el otro arrojara el hábito a las ortigas, luego empezarían a buscar fuera de los muros, tal vez sea ya día claro cuando lo encuentren muerto, de la que me he librado, piensa el fraile ya no envidioso, en gracia de Dios.

Cuando, mediada la mañana, Blimunda llegó al río de Pedrulhos, decidió descansar de la ciega caminata en que venía. Había tirado las sandalias del fraile, no fuera el diablo a armarle con ellas una trampa, de su propio calzado se deshizo sin remedio, ahora hundía las piernas en el agua fría, acordándose al fin de examinar sus ropas, si había sangre en ellas, quizá esta mancha en la saya harapienta, rasgó lo que rasgado estaba, lanzó lejos el andrajo. Viendo el agua correr preguntó, Y ahora. Había lavado ya el espigón de hierro, fue como si lavara la perdida mano de Baltasar ausente, perdido, dónde. Salió del agua, Y ahora, volvió a preguntar. Entonces se le ocurrió la idea, y de su bondad se convenció, de que Baltasar estaba en Mafra, esperándola, se habían cruzado sin duda por el camino, quizá la máquina subiera sola, después Baltasar volvió, dejó olvidadas la alforja y la manta, o quizás al huir asustado, se le cayeran, también un hombre tiene derecho a sus miedos, y ahora no sabe qué hacer, si esperar, si lanzarse camino adelante, aquella mujer está loca, ah Blimunda.

Por los caminos de Mafra corría Blimunda como loca, tan extenuada por fuera, dos noches sin dormir, tan resplandeciente por dentro, dos noches batallando, alcanza y deja atrás a los que van a la consagración, si se juntan tantos no van a caber en Mafra. De lejos vienen pendones y estandartes, se distinguen grupos de gente, hasta el domingo nadie trabaja, todo es cuidar galas y afeites. Baja Blimunda hacia su casa, allí está el palacio del vizconde, hay soldados de la guardia real a la puerta, coches y berlinas por la calle, aquí se habrá alojado el rey. Empujó la cancela del huerto, gritó, Baltasar, pero nadie la respondió. Se sentó entonces en un escalón de piedra, dejó caer los brazos, e iba a abandonarse a la desesperación cuando pensó que no podría explicar por qué estaban allí la manta y la alforja de Baltasar, si precisamente tenía que decir que fue a buscarlo y no lo encontró. Sosteniéndose con dificultad sobre las piernas, se dirigió al cobertizo y escondió todo debajo de unas cañas. Ya no tuvo fuerzas para regresar. Se acostó en el comedero y al poco tiempo, porque el cuerpo siente a veces lástima del alma, se quedó dormida. Por eso no se enteró de la llegada del patriarca de Lisboa, que vino en un riquísimo coche, con otros cuatro de cortejo donde venían criados, y delante el cruciferario a caballo, con la cruz patriarcal alzada, y el merino de los clérigos, y venían también los oficiales del concejo, que habían salido a esperarlo a gran distancia, es imposible imaginar tan magnífico cortejo, la multitud gozaba contemplándolo, a Inés Antonia casi se le saltaban los ojos, Álvaro Diego asistía, aturdido y grave, como conviene a un cantero capaz de arrancar formas de la piedra, en cuanto a Gabriel, dado al vagabundaje, ni se sabe por dónde anda. Y tampoco vio Blimunda llegar, desde varios lugares pero no por su pie, más de trescientos franciscanos para asistir al acto, dándole así mayor brillo, si de dominicos fuese la orden, faltaría uno. Se perdió también el desfile triunfal de la milicia, en columna de a cuatro, venían a ver si estaban listas las obras del cuartel, el campo de tiro al alma, el arsenal de las hostias, el pañol de los sacramentos, el bordado del estandarte, In hoc signo vinces, y si, para la victoria, no basta la señal, úsense persuasiones violentas. A esta hora Blimunda duerme, es una piedra caída en el suelo, si no la tocan con el pie le va a crecer la hierba alrededor, así acontece en las grandes esperas.

Por la tarde, acabadas las celebraciones del día, volvieron a casa Álvaro Diego y su mujer, no entraron por el huerto, por eso no vieron en seguida a Blimunda, pero cuando Inés Antonia fue a recoger las gallinas que andaban sueltas, descubrió a su cuñada durmiendo, gesticulando violentamente en sueños, cómo no, si está matando a un dominico, pero eso no podía adivinarlo Inés Antonia. Entró en el chamizo, sacudió a Blimunda por un brazo, no la tocó con el pie, no es piedra para hacerlo, y ella abrió los ojos despavorida, sin saber dónde estaba, en su sueño sólo había tinieblas, aquí aún no ha caído la noche, y, en vez del fraile, está esta mujer, quién es, ah, la hermana de Baltasar, Y Baltasar, dónde está, pregunta Inés Antonia, ya ven cómo son las cosas, con estas mismas palabras se estaba preguntando Blimunda, qué respuesta ha de dar, le costó trabajo levantarse, le duele todo el cuerpo, cien veces había matado al fraile, y las cien había resucitado, Baltasar no puede venir aún, decir esto es lo mismo que estar callada, la cuestión no es si puede o no puede venir, la cuestión es por qué no viene, Piensa quedarse de carrero en Turcifal, cualquier explicación es buena con tal de que la acepten, a veces la indiferencia ayuda, es el caso de Inés Antonia, a quien no importa demasiado el hermano, cuando por él pregunta, es curiosidad y poco más.

Durante la cena, después de mostrar su sorpresa por una ausencia tan prolongada, hace tres días que Baltasar salió de casa, dio Álvaro Diego información completa sobre quién ya está y quién va a llegar, la reina y la princesa Doña Mariana Victoria se han quedado en Belas por no haber acomodo en Mafra, y por la misma razón ha ido el infante Don Francisco a Ericeira, pero lo que por encima de todo enorgullece a Álvaro Diego es, por así decir, que lo cubran los mismos aires que cubren al rey, al príncipe Don José y al infante Don Antonio, aquí mismo, enfrente, en el palacio del vizconde, cuando cenamos nosotros cenan ellos, cada uno de un lado de la calle, dame perejil, vecina. También han venido el cardenal Cunha y el cardenal Mota, y los obispos de Leiria y de Portalegre, y los de Para y de Nankín, que no están allá, están aquí, y va llegando la corte, una masa de hidalgos que no acaba. A ver si está aquí Baltasar el domingo para ver la fiesta, dice Inés Antonia en tono cortés, Estará, murmuró Blimunda.

Aquella noche durmió en la casa. Se olvidó de comer el pan antes de levantarse, y cuando entró en la cocina vio dos fantasmas translúcidos, rápidamente convertidos en un manojo de vísceras y haces de palos blancos, es el horror de la vida, le dio un vómito, volvió la cara precipitadamente y empezó a masticar su pan, pero Inés Antonia soltó una carcajada sin maldad, A ver si estás preñada, después de tantos años, son palabras inocentes que duplicaron el dolor de Blimunda, Ahora, ni aunque lo quisiera, pensó a voces dentro de sí. Aquél fue el día de la bendición de las cruces, de los cuadros de las capillas, de los paramentos y demás objetos de culto, y luego del convento con todas sus dependencias. El pueblo se quedó fuera, Blimunda no llegó a salir de casa, se contentó con ver al rey subiendo al coche, con el príncipe y el infante, iba a encontrarse con la reina y las altezas, por la noche, lo explicó Álvaro Diego lo mejor que pudo.


Al fin llegó el más glorioso de los días, la fecha inmortal del veintidós de octubre del año de gracia de mil setecientos treinta, cuando el rey Don Juan V cumple cuarenta y un años y acude a la consagración del más prodigioso monumento que se haya alzado en Portugal, monumento aún por acabar, es verdad, pero por una paja se conoce el pajar. No se puede describir tanta maravilla, Álvaro Diego no lo ha visto todo, Inés Antonia todo lo ha confundido, Blimunda fue con ellos, parecería mal que no fuese, pero no sabe si sueña o está despierta. Eran las cuatro de la mañana cuando salieron de casa para coger buen sitio en la explanada, a las cinco formó la tropa, ardían antorchas por todas partes, luego empezó a amanecer, bonito día, sí señor, Dios cuida bien su hacienda, ahora se ve el magnífico trono patriarcal, al lado izquierdo del pórtico, con su silla y dosel de terciopelo carmesí con guarniciones de oro, el suelo cubierto de alfombras, un primor, y en una credencia el calderito y el hisopo, más los restantes instrumentos, ya se ha formado la procesión solemne que va a dar la vuelta a la iglesia, el rey va en ella, detrás los infantes y la nobleza, conforme a sus precedencias, pero lo principal de la fiesta es el patriarca, bendice la sal y el agua, tira agua bendita a las paredes, no debió echar tanta cuanta debiera, o no habría caído Álvaro Diego desde treinta metros de aquí a pocos meses, y después golpea por tres veces con el báculo en la puerta grande de en medio, que estaba cerrada, a la tercera fue la vencida, será la cuenta que Dios hizo, se abrió la puerta y entró la procesión, qué pena que no puedan entrar Inés Antonia y Álvaro Diego, e incluso Blimunda, pese a su escaso interés, podrían ver las ceremonias, unas sublimes, otras sorprendentes, unas prostrándose el cuerpo, otras sublimándose aceleradamente el alma, por ejemplo, escribe el patriarca con la punta del báculo, en montones de ceniza dispuestos en el pavimento de la iglesia, los alfabetos griego y latino, más parece obra de brujería, yo te marco y te signo, que ritual canónico, como es también el caso de aquella otra masonería que está allá, oro molido, incienso, ceniza otra vez, sal, vino blanco en una botella de plata, cal y polvo de piedra en una bandeja, una cuchara de plata, una concha dorada, qué sé yo, no faltan jeroglíficos, visajes y garambainas, pasos y pases, hacia aquí y hacia allá, santos óleos, bendiciones, reliquias de los doce apóstoles, doce, y así se pasó la mañana y gran parte de la tarde, que eran las cinco cuando el patriarca inició la gran misa pontifical, que, claro está, llevó su tiempo, y no fue poco, al fin se acabó, entonces subió a la tribuna de la sala de Benedictione para bendecir al pueblo que esperaba fuera, setenta mil, ochenta mil personas, que en un gran susurro de vestes y movimientos se derrumbaron de rodillas en el suelo, momento inolvidable por muchos años que viva, Don Tomás de Almeida recita desde allá arriba palabras de bendición, quien tenga buena vista verá cómo mueve los labios, oídos no hay que alcancen, ay si fuera hoy, clamarían por todo el orbe, urbi et orbis, las trompetas electrónicas, verdadera voz de Jehová, que tuvo que esperar milenios para que al fin lo oyera la tierra, pero la mayor sabiduría del hombre sigue siendo el contentarse con lo que tiene, mientras no inventa algo mejor, por eso es tan grande la felicidad de la villa de Mafra y de quien allí está, le bastan los gestos acompasados de la mano, de arriba abajo, de izquierda a derecha, el anillo centelleante, los oros y carmesíes resplandecientes, las albas de Cambray, el retumbar del báculo sobre la piedra que vino de Pêro Pinheiro, recuérdenlo, ved cómo la piedra sangra, milagro, milagro, milagro, aquél fue su último gesto, quitar el calzo, se retiró el pastor con el séquito, se levantaron las ovejas, seguirá la fiesta, ocho son los días de consagración, y éste es el primero.


Blimunda dijo a los cuñados, Ya vuelvo. Bajó la ladera hacia la villa desierta. Con la prisa, algunos vecinos habían dejado las puertas y postigos abiertos. La lumbre estaba apagada. Blimunda fue al cobertizo a buscar la manta y la alforja, entró en casa, reunió lo que pudo de comida, un cuenco de madera, una cuchara, algunas ropas suyas, otras de Baltasar. Luego metió todo en la alforja y salió. Empezaba a oscurecer, pero ahora, ya no iba a tener miedo de ninguna noche, siendo tan negra la que llevaba dentro.


Durante nueve años buscó Blimunda a Baltasar. Conoció todos los caminos del polvo y del barro, la blanda arena, la piedra aguda, tantas veces la helada crujiente y asesina, dos nevadas de las que sólo salió viva porque aún no quería morir. El sol la requemó como una rama retirada del fuego antes de llegarle la hora de convertirse en cenizas, quedó cubierta de arrugas como una fruta pasada, fue espantajo en medio de los sembrados, aparición para los habitantes de los pueblos, temor de las aldeas y de los caseríos. Allá donde llegaba preguntaba si habían visto a un hombre con estas y aquellas señas, la mano izquierda falta, y alto como un soldado de la guardia real, barba completa y gris, y si entre tanto la afeitó, es una cara que no se olvida, al menos no la he olvidado yo, y tanto puede haber venido por los caminos de la gente, o por los senderos que cruzan los campos, como puede haber caído de las nubes en un pájaro de hierro y mimbres entrelazados, con una vela oscura, bolas de ámbar amarillo, y dos esferas de metal opaco que contienen el mayor secreto del universo, aunque de todo esto no queden más que añicos, del hombre y del ave, llévenme a ellos, que con sólo poner las manos encima los reconoceré, ni necesito mirarlos. La creían loca, pero, si se estaba algún tiempo por allí, la veían tan sensata en todas sus palabras y en sus actos que dudaban de la primera sospecha de poco juicio. Al final la conocían ya de tierra en tierra, y la llamaban la Voladora, por causa de la extraña historia que contaba. Se sentaba a las puertas charlando con las mujeres del lugar, oía sus quejas, sus lamentos, con menos frecuencia sus alegrías, por ser pocas, por guardarlas quien las tenía, tal vez porque no siempre hay la seguridad de sentir lo que se guarda, es sólo para no quedar desprovisto de todo. Por donde pasaba, quedaba un fermento de desasosiego, los hombres no reconocían a sus mujeres, que súbitamente empezaban a mirarlos con pena de que no hubieran desaparecido para poder buscarlos. Pero esos mismos hombres preguntaban, Se ha ido ya, con una inexplicable tristeza en el corazón, y si les respondían, Aún anda por ahí, volvían a salir con la esperanza de encontrarla en aquel bosque, en el sembrado alto, bañando los pies en el río o desnudándose tras unas cañas, era igual, que sólo los ojos gozaban, entre la mano y el fruto hay un espigón de hierro, afortunadamente nadie más tuvo que morir. Nunca entraba en iglesia si había gente dentro, sólo para descansar sentada en el suelo o apoyada en una columna, entré un momento, y ya me voy, ésta no es mi casa. Los curas que oían hablar de ella le mandaban recado para que fuese a confesarse, curiosos de saber qué misterios se ocultaban en aquella romera o peregrina, qué secretos se escondían en su rostro impenetrable, en aquellos ojos quietos cuyos párpados apenas se movían, y que a ciertas horas y a cierta luz parecían lagos donde fluctuaban sombras de nubes, las sombras que por dentro pasaban, no las comunes del aire. Y ella les mandaba decir que había hecho promesa de confesarse sólo cuando se sintiera pecadora, no podía haber respuesta que más escandalizara, si pecadores somos todos, sin embargo, a veces hablando de esto con otras mujeres, las dejaba pensativas, en definitiva, qué faltas son esas nuestras, las tuyas, las mías, si nosotras somos, mujeres, realmente, el cordero que quitará el pecado del mundo, el día en que esto se entienda va a ser preciso empezarlo todo de nuevo. Pero no siempre los incidentes de su paso fueron de este tenor, a veces fue apedreada, escarnecida, y en una aldea donde así la maltrataron hizo luego un prodigio tal que poco faltó para que la tomaran por santa, fue el caso que había en el lugar gran sequía de agua, por estar agotadas las fuentes y consumidos los pozos, y Blimunda, tras haber sido expulsada, recorrió los alrededores usando su ayuno y su videncia, y a la noche siguiente, cuando todos dormían, entró en la aldea, y desde mitad de la plaza gritó que en tal sitio y a tal profundidad corría un venero de agua pura, que la vi yo, por eso la llamaron Ojos-de-agua, de los ojos que primero se bañaron en ella. Ojos que agua generasen los halló también, y tantos, si habiendo dicho que vino de Mafra le preguntaban si conocía a uno con este nombre y esta figura, era mi marido, era mi padre, era mi hermano, era mi hijo, era mi novio, lo llevaron forzado a trabajar en el convento, por orden del rey, y nunca más lo vi, no volvió más, habrá muerto por allí, se habrá perdido en el camino, quién sabe, nadie me supo dar noticia de él, quedó la familia sin amparo, abandonada la tierra, o se lo llevó el diablo, pero aquí tengo ya otro hombre, ése es animal que nunca falta si la mujer le abre el cubil, no sé si me entiendes. Pasó por Mafra, supo por Inés Antonia que había muerto Álvaro Diego, de Baltasar ni de muerte había indicio, cuanto menos de vida.

Nueve años buscó Blimunda. Empezó contando las estaciones, luego les perdió el sentido. En los primeros tiempos calculaba las leguas que andaba por día, cuatro, cinco, a veces seis, pero luego se le confundieron los números, pronto no tuvieron significado el tiempo y el espacio, todo se medía en mañana, tarde, noche, lluvia, solanera, granizo, niebla, nublado, camino bueno, camino malo, cuesta de subir, cuesta de bajar, llanura, montaña, playa de mar, ribera de río, y rostros, millares y millares de rostros, rostros sin

número que los dijese, cuántas veces más que los que en Mafra se habían juntado, y, entre los rostros, los de las mujeres para las preguntas, los de los hombres para ver si en ellos estaba la respuesta, y de éstos ni los muy jóvenes ni los muy viejos, alguien de cuarenta y cinco años cuando lo dejamos en la ladera del Monte Junto, cuando subió a los aires, para saber la edad que va teniendo basta añadirle un año cada vez, por cada mes tantas arrugas, por cada día tantos cabellos blancos. Cuántas veces imaginó Blimunda que estando sentada en la plaza de un pueblo, pidiendo limosna, se acercaría un hombre que en vez de dinero o pan le tendía un gancho de hierro, y ella metería la mano en la alforja y de allá sacaría un espigón de la misma forja, señal de su constancia y guarda, Así te encuentro, Blimunda, Así te encuentro, Baltasar, Por dónde anduviste todos estos años, qué casos y miserias te ocurrieron, Háblame primero de ti, tú eres quien ha estado perdido, Te voy a contar, y se quedarían hablando hasta el fin de los tiempos.

Millares de leguas anduvo Blimunda, casi siempre descalza. La planta de sus pies quedó callosa, hendida como corcho. Portugal entero estuvo bajo estos pasos, algunas veces atravesó la raya de España porque no veía en el suelo señal que separase la tierra de allá y la de aquí, sólo oía hablar otra lengua, y se volvía atrás. En dos años, fue de las playas y de los cantiles del océano hasta la frontera, después empezó a buscar por otros lugares, por otros caminos, y andando y buscando descubrió qué pequeño era el país donde nació, Aquí ya he estado, por aquí ya pasé, y daba con rostros que reconocía, No se acuerda de mí, me llaman la Voladora, Ah, claro que me acuerdo, ha encontrado ya al hombre que buscaba, A mi marido, Sí, a ése, No, no lo he encontrado, Pobrecilla, No sabe si ha aparecido por aquí después de haber pasado yo, No, no ha aparecido, ni nunca he oído hablar de él por estos alrededores, Entonces, me voy, hasta otro día, Buen viaje, Si lo encuentro.

Lo encontró. Seis veces había pasado por Lisboa, ésta era la séptima. Venía del sur, de la parte de Pegões. Cruzó el río, casi de noche, en la última barca que aprovechó la marea. Llevaba casi veinticuatro horas sin comer. Tenía algún pan en la alforja, pero, cada vez que iba a llevárselo a la boca, parecía que en su mano se posaba otra, y una voz le decía, No comas, que ha llegado el tiempo. Bajo las aguas oscuras del río veía pasar los peces a gran profundidad, cardúmenes de cristal y plata, largos dorsos escamosos o lisos. La luz interior de las casas se filtraba por las paredes, difusa como un faro en la niebla. Entró por la Rua Nova dos Ferros, dobló a la derecha en la iglesia de Nuestra Señora da Oliveira, en dirección al Rossío, repetía un itinerario de hacía veintiocho años. Caminaba entre fantasmas, entre neblina, que eran personas. Mezclado con mil hedores de la ciudad, la brisa nocturna le trajo el de carne quemada. Había una multitud en Santo Domingo, antorchas, humo negro, hogueras. Se abrió paso, llegó hasta las primeras filas, Quiénes son, preguntó a una mujer que llevaba un chiquillo en brazos, Sé de tres, aquél de allá y la chica, son padre e hija, están aquí por culpas de judaísmo, y el otro, el de la punta, es uno que hacía comedias de fantoches y se llamaba Antonio José da Silva *, de los otros no he oído hablar.

Son once los supliciados. Va adelantada la quema, los rostros apenas se distinguen. En el extremo arde un hombre a quien falta la mano izquierda. Tal vez por tener la barba ennegrecida, prodigio cosmético de la fulígine, parece más joven. Y una nube cerrada está en el centro de su cuerpo. Entonces Blimunda dijo, Ven. Se desprendió la voluntad de Baltasar Sietesoles, pero no subió hacia las estrellas, si a la tierra pertenecía y a Blimunda.


Fin


* Cuco tiene la acepción popular en portugués de cornudo, marido traicionado

* Duarte Pacheco Pereira, cosmógrafo y navegante portugués (c. 1460-1533). Viajó por las costas de Guinea, Benin y Senegal, algunos suponene que paticipó en la expedición de Pedro Álvarez Cabral que descubrió el Brasil (1500), rrecorió los mares de la India y China. Escribió el tratado Esmeraldo de situ orbis. (N del T)

* Bartolomeu Lourenço de Gusmão es un personaje histórico. Nació en Santos (Brasil), en 1685. Estudió en el seminario de Belem (Bahía). Residió en Portugal desde 1708 y fue famoso por su prodigiosa memoria y sus habilidades mecánicas. En 1709 envió a Juan V una Memoria comunicándole haber inventado «un instrumento para andar por el aire del mismo modo que por la tierra y el mar». Publicó Manifiesto Sumário Para os Que Ignoram Poder-se Navegar pelo Elemento do Ar. Se burlaron de él los versificadores de su tiempo, que le apodaron El Volador. Inventó un globo rudimentario que se alzó de tierra el 8 de agosto de 1709. por Lisboa circuló un dibujo de un extraño artefacto en forma de ave -de ahí el nombre de Passarola- que parece ser una mixtificación del propio Volador para desviar la atención de las gentes de la verdadera índole de sus experiencias. En 1710publicó un opúsculo sobre diversas maneras de achicar agua de las naves sin necesidad de trabajo humano. Hizo estudios de mecánica en Holanda y, de vuelta en Portugal, se doctoró en Cánones por Coimbra. Juan V lo nombró Académico de la Historia, le dio un empleo en la Secretaría de Estado y lo nombró hidalgo-capellán de la Casa Real. Siempre preocupado por la mecánica, inventó un artilugio para moler caña de azucar. El 26 de septiembre de 1724, Bartolomeu Lourenço de Gusmão huyó de Lisboa precipitadamente, edvertido quizá de un inmediato proceso inquisitorial. Pasó a España y murió en el Hospital de la Caridad de Toledo, el 18 o 19 de noviembre de 1724. Hoy por testimonio de Fray João alvares, sabemos que ya en 1722 Bartolomeu Lourenço se había adherido al judaísmo. Parece, no obstante, que murió reconciliado con la Iglesia. Dejando aparte lo que en su obra haya de delirio de megalómano, Bartolomeu Lourenço de Gusmão inventó el globo aerostático y fue uno de los precursores de la aeronáutica. (N del T).

* El padre Antonio Vieira (Lisboa, 1608-Bahía, Brasil, 1697) es la figura más destacada del Barroco Literario portugués. Gran orador, conceptista y no gongorino, trató en sus sermones todas las cuestiones candentes de la época, de manera especial, la abolición de la esclavitud y el respeto y colaboración con los judíos. Sus Sermones fueron recogidos y publicados en quince volúmenes (N del T)

* Conto: mil escudos; conto de reis: un millón de reis. (N del T)

* Adamástor, Titán, hijo de la Tierra, aparece en el canto V de Os Lusíadas metamorfoseado en el Cabo de las Tormentas y amenazando a la armada de Gama por atreverse a penetrar en sus dominios. (N. del T.)

* Fernando Pessoa, en Mensagem (N del T)

* Tuerto, como Camões (N del T)

* En español en el original (N del T)

* Antonio José da Silva, dramaturgo portugués, llamado o Judio. Nació en Río de Janeiro, en 1705, en una familia de conversos. En 1737 fue detenido sin denuncia previa y condenado. Manifestó su voluntad de morir dentro de la Iglesia, por lo que fue ejecutado a garrote, y, luego, quemado su cadáver. Antonio José da Silva compuso óperas de muñecos. Los muñecos eran de corcho, con articulaciones de alambre. Una de sus obras es la adaptación libre del Quijote. (N. del T.)


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