I

Se sentaron tiesos en sus antiguas sillas Eames, dos personas que no deseaban estar allí, o una que no lo deseaba y otra que se resentía por la resistencia de la otra. El doctor Ong ya lo había visto antes. En dos minutos estuvo seguro: la que se resistía furiosamente era la mujer. Perdería. El hombre lo pagaría luego, con pequeñeces, por mucho tiempo.


– Supongo que ya pidieron los informes financieros necesarios -dijo amablemente Roger Camden-, de modo que vayamos directamente a los detalles, ¿de acuerdo, doctor?


– Seguro -dijo Ong-. ¿Por qué no empieza por decirme todas las modificaciones genéticas que desea para el bebé?


La mujer se volvió repentinamente en la silla. Tenía entre veinticinco y treinta años -obviamente una segunda esposa- pero ya parecía decaída, como si convivir con Roger Camden la estuviera desgastando. No le extrañaría en lo más mínimo, pensó Ong, que así fuera. El cabello de la señora Camden era castaño, sus ojos eran castaños, su piel tenía un tinte castaño que habría sido bonito con algo de color en las mejillas. Llevaba un abrigo castaño, ni barato ni a la moda, y zapatos que parecían vagamente ortopédicos. Ong buscó en los informes su nombre: Elizabeth. Apostó a que la gente lo olvidaba a menudo.


Junto a ella, Roger Camden irradiaba una nerviosa vitalidad; un hombre de edad algo más que mediana, cuya cabeza en forma de bala no casaba con el cuidadoso corte de pelo y el traje de negocios de seda italiana.


Ong no necesitó consultar sus informes para recordar algo sobre Roger Camden. Una caricatura de su cabeza de bala había sido la principal ilustración de la edición por cable del Wall Street Journal del día anterior:


Camden había dirigido una importante jugada en inversiones cuasi-fraudulentas de data-atoll.


Ong no estaba seguro de qué era una inversión cuasi-fraudulenta de data-atoll.


– Una niña -dijo Elizabeth Camden. Ong no esperaba que ella hablara primero. Su voz fue otra sorpresa: clase alta británica-. Rubia, ojos verdes, alta, delgada.


Ong sonrió.


– Los factores de apariencia son los más fáciles de lograr, como seguramente sabrán. Pero todo lo que podemos hacer en cuanto a la "delgadez" es darle una disposición genética en tal sentido. Cómo la alimenten, naturalmente…


– Sí, sí -dijo Roger Camden- eso es obvio. Ahora: inteligencia. Gran inteligencia. Y osadía.


– Lo siento, señor Camden; los factores de personalidad no se conocen aún lo bastante como para permitir a la genética…


– Sólo lo ponía a prueba -dijo Camden, con una sonrisa que a Ong le pareció que quería ser simpática.


Elizabeth Camden dijo:


– Capacidad musical.


– Otra vez, señora Camden, todo lo que podemos garantizar es cierta disposición hacia la música.


– Con eso basta -dijo Camden-. Todas las correcciones para cualquier problema de salud ligado a lo genético, por supuesto.


– Por supuesto -dijo el doctor Ong. Los clientes no hablaron. Hasta el momento su lista era modesta, en vista de la riqueza de Camden; con la mayoría de los clientes había que discutir para que no pretendieran tendencias genéticas contradictorias, o exceso de alteraciones, o expectativas irreales.


Esperó. La tensión irradiaba en la habitación como calor.


– Y -dijo Camden-, que no necesite dormir.


Elizabeth Camden volvió la cabeza para mirar por la ventana.


Ong tomó de su escritorio un imán sujeta-papeles. Habló en tono amable:


– ¿Podría saber cómo se enteró de que existe ese programa de modificación genética?


Camden hizo una mueca.


– No está negando que exista.


Lo anoto a su favor, Doctor.


Ong se contuvo.


– ¿Podría saber cómo se enteró de que el programa existe?


Camden rebuscó en el bolsillo interior de su traje. La seda se arrugó y se deformó; cuerpo y traje provenían de diferentes clases sociales. Camden era, recordó Ong, un yagaísta, amigo personal del propio Kenzo Yagai.


Le alcanzó una hoja de impresora: las especificaciones del programa.


– No se moleste en buscar la falla de seguridad en su banco de datos, Doctor; no la encontrará. Si le sirve de consuelo, nadie más lo logrará. Ahora bien. -Se incorporó súbitamente y su tono cambió-. Sé que ha creado hasta ahora veinte niños que no necesitan dormir para nada. Que diecinueve son hasta ahora sanos, inteligentes y psicológicamente normales. De hecho mejor que normales; son inusualmente precoces. El mayor tiene ya cuatro años y puede leer en dos idiomas. Sé que están pensando en ofrecer al mercado esta modificación genética en unos años. Todo lo que quiero es la posibilidad de comprarla para mi hija ya. Al precio que pidan.


Ong quedó perplejo.


– No puedo discutir esto unilateralmente con usted, señor Camden. Ni el robo de nuestros archivos…


– No hubo robo. Su sistema vomitó espontáneamente una burbuja de información en una salida pública; les llevaría un tiempo del demonio probar lo contrario…


– … ni la oferta de negociar esta modificación genética quedan bajo mi sola autoridad.


Ambos deben discutirse con el Directorio del Instituto.


– Sin duda, sin duda. ¿Cuándo puedo hablar con ellos?


– ¿Usted?


Camden lo miró desde su asiento. Ong pensó que pocos hombres podían lucir tan confiados a medio metro por debajo del nivel de los ojos.


– Por supuesto. Me gustaría presentar mi oferta a quienquiera que tenga real autoridad para aceptarla. Sólo una sana negociación.


– No es sólo una cuestión comercial, señor Camden.


– No es tampoco sólo investigación pura -replicó Camden-.


Son una corporación comercial. Y tienen exenciones impositivas que se otorgan solamente a firmas que cumplen ciertas normas de juego limpio.


Por un momento a Ong no se le ocurrió qué quería decir.


– Normas de juego limpio…


– … pensadas para proteger a las minorías cuando actúan como proveedores. Sé que nunca se aplicaron en el caso de clientes, excepto para limitaciones en instalaciones de energía-Y.


Pero se puede hacer la prueba, doctor Ong. Las minorías tienen derecho a que se les ofrezca el mismo producto que a los que no son minoría. Sé que al Instituto no le caería bien un juicio, Doctor. Ninguna de sus veinte familias de la prueba genética beta es negra o judía.


– ¡Un juicio!… ¡pero usted no es negro ni judío!


– Pertenezco a otra minoría.


Polaco-americano. Mi apellido era Kaminsky. -Camden al fin se puso de pie y sonrió cálidamente-. Vea, es descabellado. Usted lo sabe, yo lo sé, y ambos sabemos que de todos modos los periodistas igualmente lo disfrutarían. Y usted sabe que yo no quiero entablar una demanda descabellada, solamente como amenaza de una publicidad prematura y adversa para lograr lo que quiero. Sólo quiero para mi hija ese maravilloso adelanto que han conseguido.


Su rostro cambió, adoptando una expresión que Ong no hubiera creído posible en esas facciones: ansiedad.


– Doctor,… ¿sabe usted cuánto más habría logrado si no hubiera tenido que dormir en toda mi vida?


Elizabeth Camden dijo ásperamente:


– Apenas duermes ahora.


Camden bajó la vista, como si hubiera olvidado que ella estaba allí.


– Bueno, no querida, ahora no. Pero cuando era joven… la escuela, podría haber terminado los estudios aún manteniendo… Bueno, nada que ahora importe.


Lo que sí importa, Doctor, es que usted, yo y su Directorio lleguemos a un acuerdo.


– Señor Camden, por favor retírese ya mismo.


– ¿Quiere decir antes de que usted pierda los estribos por mi presunción? No sería el primero.


Espero que arregle una reunión para finales de la semana próxima, cuándo y dónde usted diga, por supuesto. Basta con que informe a mi secretaria, Diane Clavers, los detalles. Cuando a ustedes les quede cómodo.


Ong no los acompañó a la puerta. Le palpitaban las sienes.


Elizabeth Camden se volvió desde la puerta:


– ¿Qué pasó con el vigésimo?


– ¿Qué?


– El vigésimo bebé. Mi esposo dijo que diecinueve son sanos y normales. ¿Qué sucedió con el vigésimo?


Las palpitaciones aumentaron.


Ong sabía que no debía contestar; que probablemente Camden ya sabía la respuesta, aunque no la supiera su mujer; que él, Ong, de todos modos iba a contestar; que luego se arrepentiría, amargamente, de su falta de autocontrol.


– El vigésimo bebé murió. Sus padres resultaron ser inestables. Se separaron durante el embarazo, y la madre no pudo soportar las veinticuatro horas de llanto de un bebé que nunca duerme.


Elizabeth Camden lo miró con ojos desorbitados:


– ¿Lo mató?


– Accidentalmente -dijo brevemente Camden-. Sacudió al chiquito demasiado fuerte.


Se dirigió, ceñudo, a Ong:


– Niñeras, Doctor. En turnos.


Deberían haber elegido solamente padres lo bastante ricos como para pagar niñeras en turnos.


– ¡Eso es horrible! -exclamó la señora Camden, sin que Ong pudiera saber si se refería a la muerte del bebé, a la falta de niñeras o al descuido del Instituto. Ong cerró los ojos.


Cuando se fueron, tomó diez miligramos de ciclobenzaprine III. Por su espalda, sólo por su espalda. Otra vez le dolía su vieja herida. Luego se detuvo ante la ventana largo rato, sosteniendo aún el imán sujeta-papeles, sintiendo cómo cedía la presión en sus sienes, cómo se iba relajando. Ante él el Lago Michigan lamía pacíficamente la orilla; la policía había hecho una redada de los sin techo la noche anterior, y todavía no habían tenido tiempo de volver.


Sólo quedaban sus desechos, tirados entre los arbustos del parque ribereño: mantas raídas, diarios, bolsas de plástico como patéticos estandartes pisoteados. Era ilegal dormir en el parque, entrar a éste sin un permiso de residencia, era ilegal no tener vivienda ni residencia. Mientras Ong miraba, empleados uniformados del parque comenzaron a ensartar metódicamente los diarios y a meterlos en limpios recipientes autopropulsados.


Ong tomó el teléfono para llamar al Presidente del Directorio del Instituto Biotech.


Había cuatro hombres y tres mujeres sentados en torno a la pulida mesa de caoba de la sala de reuniones. Doctor, abogado, jefe indio, pensó Susan Melling, mirando a Ong, Sullivan y Camden, y sonrió. Ong notó la sonrisa y la miró con frialdad. Asno pomposo. Judy Sullivan, abogada del Instituto, se volvió para hablar en voz baja con el abogado de Camden, un hombre delgado y nervioso con cara de obedecer al amo. El amo, Roger Camden, el mismísimo jefe indio, era el que más feliz parecía. El letal hombrecito -¿Cómo se hace para llegar a ser tan rico, partiendo de la nada? Ella, Susan, nunca lo sabría- irradiaba excitación. Brillaba, ardía, tan diferente de los habituales aspirantes a padres que intrigó a Susan. Generalmente los padres y madres -especialmente los padres- se sentaban allí con aspecto de estar en una fusión de empresas. Camden lucía como si estuviera en una fiesta de cumpleaños.


Y, por supuesto, así era. Susan le dirigió una sonrisa, y le agradó ver que se la devolvía.


Rapaz, pero con un encanto que solamente podía describirse como inocente… ¿Cómo sería en la cama? Ong frunció majestuosamente el entrecejo y se puso de pie para hablar.


– Damas y caballeros, creo que podemos empezar. Tal vez corresponda presentarlos. El señor Roger Camden, la señora Camden, por supuesto, nuestros clientes.


El doctor John Jaworski, abogado del señor Camden. Señor Camden, esta es Judith Sullivan, jefa de Legales del Instituto; Samuel Krenshaw, en representación del Director del Instituto, Doctor Brad Marsteiner, quien lamentablemente no puede estar hoy aquí; y la doctora Susan Melling, quien desarrolló la modificación genética que afecta el sueño. Hay algunos puntos de interés legal para ambas partes…


– Olvide los contratos por un minuto -interrumpió Camden-.


Hablemos del asunto del sueño.


Quiero hacer unas preguntas.


– ¿Qué querría saber? -dijo Susan. Los ojos de Camden eran muy azules en su estólida cara; no era lo que ella esperaba. La señora Camden, quien por lo visto carecía tanto de nombre de pila como de abogado, ya que Jaworski fue presentado como el de su esposo pero no de ella, miraba con una expresión que no podía saberse si era adusta o asustada.


Ong dijo ácidamente:


– Entonces tal vez deberíamos comenzar por una breve presentación de la doctora Melling.


Susan hubiera preferido contestar preguntas, para ver qué preguntaba Camden. Pero ya había disgustado a Ong lo suficiente por una sesión, y se levantó obediente.


– Permítanme comenzar por una breve descripción del sueño. Los investigadores saben desde hace tiempo que existen en realidad tres tipos de sueño. Uno es el "sueño de ondas lentas", caracterizado en el Electroencefalograma por ondas delta. Otro es el de "movimientos oculares rápidos", o sueño REM1, que es mucho más ligero y abarca la mayor parte de los sueños. Juntos forman el "núcleo del sueño". El tercer tipo es el "opcional", así llamado porque la gente puede pasarse sin él sin efectos dañinos, y algunos durmientes prescinden totalmente de éste, durmiendo naturalmente tres o cuatro horas por día.


– Como yo -dijo Camden-. Me entrené para ello. ¿No puede hacer eso todo el mundo?


Por lo visto, serían preguntas y respuestas después de todo.


– No. El mecanismo del sueño tiene cierta flexibilidad, pero no es la misma para todos. El núcleo rafe del cerebro…


Ong intervino:


– No creo que necesitemos ese nivel de detalle, Susan. Atengámonos a lo básico.


– El núcleo rafe regula el balance entre los neurotransmisores y los péptidos que empuja al sueño, ¿no?


Susan no pudo evitar un gesto de diversión. Camden, el agudo y despiadado financiero, estaba allí tratando de parecer solemne, como un alumno de escuela esperando que elogien su tarea para el hogar. Ong se veía agrio. La señora Camden miraba a lo lejos por la ventana.


– Correcto, señor Camden. Ha hecho sus investigaciones.


– Se trata de mi hija -dijo Camden, y Susan contuvo el aliento. ¿Cuándo había sido la última vez que oyera ese tono de adoración en la voz de alguien?


Pero nadie pareció notarlo.


– Bien, entonces -dijo Susan-, ya sabe que la razón por la que la gente duerme es porque se crea en el cerebro una presión hacia el sueño. Durante los últimos treinta años, la investigación ha determinado que esa es la única razón. Ni el sueño de ondas lentas ni el REM [1] sirven a funciones que no puedan llevarse a cabo también con el cuerpo y el cerebro despiertos.


Suceden muchas cosas durante el sueño, pero pueden suceder también despiertos, si se hacen otros ajustes hormonales.


Alguna vez el sueño cumplió una importante función evolutiva. Una vez que el pre-mamífero había llenado su estómago y diseminado su esperma, el sueño lo mantenía quieto y a salvo de predadores. Era una ayuda a la supervivencia. Pero ahora es un mecanismo obsoleto, como el apéndice. Se pone en marcha todas las noches, pero ya desapareció su necesidad. Así que suprimimos esa puesta en marcha en su origen, los genes.


Ong dio un respingo. Odiaba que simplificara así. O tal vez lo que odiaba era el tono ligero. Si la presentación la hubiera hecho Marsteiner, no habría figurado el pre-mamífero.


– ¿Y qué hay de la necesidad de soñar? -preguntó Camden.


– No es necesario. Un remanente de bombardeo de la corteza para mantenerla semi alerta en caso de que un predador atacara durante el sueño. La vigilia es mejor.


– ¿Y entonces por qué no directamente la vigilia? Desde el principio de la evolución.


La estaba poniendo a prueba.


Susan le dirigió una amplia y generosa sonrisa, divirtiéndose con su descaro.


– Se lo dije, seguridad ante los predadores. Aunque cuando ataca un predador moderno -digamos, un inversor cuasi fraudulento de data-atoll- es más seguro estar despierto.


Camden atacó:


– ¿Y que hay del alto porcentaje de sueño REM en fetos y bebés?


– También un remanente evolutivo. El cerebro se desarrolla perfectamente sin él.


– ¿Y qué de la recomposición neural durante el sueño de ondas lentas?


– Sigue existiendo. Pero puede llevarse a cabo durante la vigilia, si se programa el ADN para ello. No se pierde eficiencia neural, por lo que sabemos.


– ¿Y la alta producción de enzima del crecimiento durante el sueño de ondas lentas?


Susan lo miró con admiración.


– Prosigue sin el sueño. Los ajustes genéticos la ligan a otros cambios en la glándula pineal.


– ¿Y que pasa con…?


– ¿… los efectos colaterales? -dijo la señora Camden.


Había olvidado que estaba allí.


La joven la miraba, con las comisuras de la boca apretadas.


– Me alegra que lo preguntara, señora Camden. Porque existen efectos colaterales. -Susan hizo una pausa, disfrutándolo-.


Comparados con los niños de la misma edad, los insomnes -sin manipulación genética de su cociente intelectual- son más inteligentes, mejores para resolver problemas, y más alegres.


Camden tomó un cigarrillo.


Este hábito arcaico, sucio, sorprendió a Susan. Luego vio que era deliberado: Roger Camden llamando la atención con un despliegue ostentoso, para apartarla de lo que sentía. Su encendedor era de oro, monogramado, inocentemente llamativo.


– Permítanme explicarlo -dijo Susan-. El sueño REM bombardea la corteza cerebral con disparos neuronales azarosos desde el tálamo cerebral; los sueños se producen porque la pobre y asediada corteza trata de encontrarles sentido a las imágenes y los recuerdos activados. Se desperdicia mucha energía en eso.


Sin ese desperdicio, los cerebros insomnes se evitan el desgaste y coordinan mejor los datos de la vida real. De ahí: más inteligencia y capacidad para resolver problemas.


Además, los médicos hace sesenta años que saben que los antidepresivos, que mejoran el ánimo de pacientes deprimidos, también suprimen totalmente el sueño REM. Lo que probaron en los últimos diez años es que la inversa también es válida: si se suprime el sueño REM la gente no se deprime. Los niños insomnes son agradables, amistosos… alegres. No hay otra palabra para describirlo.


– ¿A qué costo? -preguntó la señora Camden. Su nuca estaba rígida y contraía la mandíbula.


– Sin costo. No hay efectos colaterales.


– Por ahora -replicó la señora Camden.


– Por ahora -aceptó Susan encogiéndose de hombros.


– ¡Sólo tienen cuatro años, a lo sumo!


Ong y Krenshaw la estudiaban detenidamente. Susan notó que la señora Camden se dio cuenta; se hundió en el asiento, arropándose en su abrigo de pieles, con el rostro inexpresivo.


Camden no miró a su esposa.


Arrojó una nube de humo de su cigarrillo y dijo:


– Todo tiene su costo, doctora Melling.


Le gustó la forma en que decía su nombre.


– Habitualmente, sí. Especialmente en modificación genética. Pero honestamente no pudimos encontrar ninguno aquí, aunque lo buscamos. -Sonrió directamente a Camden, mirándolo a los ojos-. ¿Es demasiado bueno para creerlo, que alguna vez el universo nos dé algo todo positivo, todo progreso, todo beneficio, sin penalidades ocultas?


– No es el universo. Es la inteligencia de gente como usted -dijo Camden, sorprendiéndola más que todo lo que sucediera antes. Sus ojos le sostenían la mirada. Se le encogió el pecho.


– Creo -dijo secamente el doctor Ong-, que la filosofía del universo está más allá de lo que nos ocupa ahora. Señor Camden, si no tiene más preguntas médicas, tal vez podamos volver a los puntos legales que plantearon los doctores Sullivan y Jaworski. Gracias, doctora Melling.


Susan asintió con la cabeza.


No volvió a mirar a Camden. Pero supo lo que decía, cómo se veía, que estaba allí.


La casa era aproximadamente lo que esperaba, una enorme imitación Tudor sobre el Lago Michigan al norte de Chicago. Espeso bosque entre el acceso y la casa, terreno abierto entre la casa y el agua. Parches de nieve cubrían el dormido césped. Aunque hacía cuatro meses que Biotech trabajaba con los Camden, esa era la primera vez que Susan los visitaba.


Mientras avanzaba hacia la casa, detrás entró otro auto.


No, un camión, que siguió por la curva del camino de acceso hacia una entrada de servicio al costado de la casa. Un hombre llamó a la puerta de servicio, mientras otro comenzaba a descargar un corralito envuelto en plástico. Blanco, con conejitos rosados y amarillos. Susan cerró un momento los ojos.


Camden abrió él mismo la puerta. Se le notaba el esfuerzo por no parecer preocupado:


– ¡No necesitaba venir, Susan, yo hubiera ido a la ciudad!


– No es lo que yo quería, Roger. ¿Está la señora Camden?


– En la sala.


Camden la guió hasta una amplia habitación con chimenea de piedra. Muebles rústicos ingleses, grabados de perros y barcos, todos colgados cincuenta centímetros demasiado altos; debía de haber decorado Elizabeth Camden. No se levantó de su sillón de orejas al entrar Susan.


– Si me disculpan, seré rápida y concisa -dijo Susan-, porque no quiero que esto sea para ustedes más difícil de lo necesario. Tenemos los resultados de todas las pruebas de amniocentesis, ultrasonido y Langston. El feto está bien, desarrollándose como corresponde para dos semanas, sin problemas de implantación en la pared uterina. Pero surgió una complicación.


– ¿Cuál? -dijo Camden. Sacó un cigarrillo, miró a su mujer y lo guardó sin encender.


Susan dijo serenamente:


– Señora Camden, por casualidad, sus dos ovarios produjeron óvulos el mes pasado. Sacamos uno para la cirugía genética.


Por una casualidad aún mayor el segundo quedó fertilizado y se implantó. Lleva dos fetos.


Elizabeth Camden se quedó dura:


– ¿Mellizos?


– No -dijo Susan. Luego se dio cuenta de lo que había dicho-. Quiero decir sí. Son mellizos pero no idénticos. Sólo uno ha sido alterado genéticamente. El otro no se le parecerá más que dos hermanos cualesquiera. Es lo que se llama un bebé normal. Y tengo entendido que no deseaban lo que se llama un bebé normal.


– No. Yo no -dijo Camden.


– Yo sí -dijo Elizabeth Camden.


Camden le dirigió una fiera mirada que Susan no pudo entender. Volvió a sacar el cigarrillo y lo encendió. Estaba de perfil, concentrado en sus pensamientos, y Susan dudó que supiera que el cigarrillo estaba allí o que lo estaba encendiendo.


– ¿Afecta al bebé que el otro esté allí?


– No -dijo Susan-. Por supuesto que no. Simplemente… coexisten.


– ¿Puede abortarlo?


– No sin correr el riesgo de abortarlos a ambos. Remover el feto no alterado puede producir cambios en el revestimiento uterino que lleven a malograr espontáneamente el otro -inspiró profundamente-. Por supuesto, la opción existe. Podemos reiniciar todo el proceso. Pero ya les dije oportunamente que tuvieron suerte en que la fertilización in vitro se lograra recién en el segundo intento. A algunas parejas les lleva ocho o diez. Si empezáramos de nuevo podría ser un largo proceso.


– La presencia de ese segundo feto -dijo Camden-, ¿perjudica a mi hija? ¿Le quita nutrientes o algo así, o cambiará algo para ella durante el resto del embarazo?


– No. Excepto que existe una posibilidad de parto prematuro.


Dos fetos ocupan mucho espacio en el vientre, y si están muy apretados el nacimiento puede ser prematuro. Pero…


– ¿Cuánto? ¿Como para amenazar la supervivencia?


– Es improbable.


Camden siguió fumando. Apareció un hombre en la puerta:


– Señor, llamada de Londres.


James Kendall para el señor Yagai.


– La tomaré-. Camden se levantó. Susan lo miró estudiar el rostro de su esposa. Cuando habló, se dirigió a ésta:


– Bueno, Elizabeth, está bien -y salió.


Las dos mujeres se quedaron sentadas en silencio por un largo momento. Susan era consciente de su propia perplejidad; no era el Camden que esperaba. Notó que Elizabeth Camden la miraba divertida.


– Oh sí, Doctora. Él es así.


Susan no dijo nada.


– Absolutamente dominante.


Pero esta vez no -rió suavemente, excitada-. Dos. ¿Sabe…


sabe el sexo del otro?


– Ambos fetos son femeninos.


– Yo quería una niña, sabe usted. Ahora la tendré.


– Entonces seguirá con el embarazo.


– ¡Oh, sí! Gracias por venir, Doctora.


La despedían. Nadie la acompañó a la puerta. Pero cuando estaba por subir a su auto, Camden salió corriendo, sin abrigo.


– ¡Susan, quería agradecerte!


Por venir hasta aquí a decírnoslo personalmente.


– Ya lo has hecho.


– Sí, bueno. ¿Seguro que el segundo feto no puede perjudicar a mi hija?


Susan contestó, deliberadamente:


– Ni el feto genéticamente alterado puede perjudicar al concebido naturalmente.


Él sonrió. Su voz era baja y ansiosa:


– Y tú piensas que eso debería preocuparme en igual medida.


Pero no es así. ¿Y por qué debería disimular lo que siento, especialmente contigo?


Susan abrió la puerta del auto. No estaba preparada para esto, o había cambiado de idea, o algo. Pero entonces Camden se inclinó a cerrar la puerta del auto, sin trazas de flirteo ni de intenciones de congraciarse:


– Mejor que encargue otro corralito.


– Sí.


– Y un segundo cochecito.


– Sí.


– Pero no otra niñera nocturna.


– Eso queda de tu cuenta.


– Y de la tuya.


Se inclinó, abruptamente, y la besó; un beso tan cortés y respetuoso que chocó a Susan.


Una actitud conquistadora o anhelante no le hubiera chocado; esto sí. Camden no le dio oportunidad de reaccionar; cerró la puerta del auto y se volvió a la casa. Susan manejó hacia la salida, con las manos temblorosas en el volante hasta que la diversión reemplazó a la sorpresa: había sido un beso deliberadamente distante, respetuoso, un enigma preparado. Y nada podía garantizar mejor que debería haber sido de otro modo.


Se preguntó qué nombre pondría Camden a sus hijas.


El Doctor Ong recorrió el corredor del hospital, sumergido en una media luz. De la guardia de Maternidad salió una enfermera dispuesta a detenerlo -era medianoche, había pasado la hora de visitas-, lo reconoció y volvió a su sitio. A la vuelta estaba la ventana de observación de la nursery. Para sorpresa de Ong, Susan Melling estaba parada contra el vidrio. Para más sorpresa de su parte, estaba llorando.


Ong se dio cuenta de que nunca le había gustado esa mujer; y tal vez ninguna otra. Aún las dotadas de mentes superiores parecían no poder evitar volverse tontas por sus emociones.


– Mire -dijo Susan con una risita y tapándose un poco la cara-. Mire, Doctor.


Tras el cristal, Roger Camden, con bata y mascarilla, sostenía un bebé con camisita blanca y sabanita rosa. Los ojos azules de Camden -teatralmente azules, realmente un hombre no debería tener ojos tan llamativos- relucían. El bebé tenía la cabeza cubierta de una pelusa rubia, grandes ojos y piel rosada. Los ojos de Camden, por sobre la mascarilla, proclamaban que ningún bebé había tenido nunca tales atributos.


– ¿Un nacimiento sin complicaciones? -preguntó Ong.


– Sí -Susan sollozó-. Todo en orden. Elizabeth está bien, duerme. ¿No es hermosa? Tiene el espíritu más audaz que he conocido. -Se secó la nariz en la manga; Ong notó que estaba bebida-. ¿Le dije que una vez estuve comprometida? Hace quince años, en la facultad de medicina. Rompí porque empezó a resultar tan aburrido, tan vulgar.


¡Oh, Dios!, no debería estar contándole todo esto, lo siento.


Ong se alejó. Tras el cristal, Roger Camden dejó al bebé en una cunita de ruedas. La placa decía NIÑA CAMDEN, 1.9.5 LIBRAS. Una enfermera nocturna miraba, indulgente.


Ong no se quedó para ver a Camden salir de la nursery o para escuchar lo que Susan Melling le decía, fuera lo que fuera. Ong fue a preparar la factura. Bajo las presentes circunstancias, el informe de Melling no era confiable. Una oportunidad perfecta, sin antecedentes, para registrar en detalle una alteración genética con un control no alterado, y Melling estaba más interesada en sus propias melosas emociones.


Obviamente, Ong tendría que hacer él mismo el informe, después de arreglar la cuenta. Estaba ávido de detalles, y no sólo sobre el bebé de rosadas mejillas que había alzado Camden. Quería saberlo todo sobre el nacimiento del bebé de la otra cuna: NIÑA CAMDEN, 2.5.1 LIBRAS. La beba de cabello oscuro y rostro con manchas rojizas, que yacía bajo su sabanita rosada, dormida.

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