Le encantó Harvard.
A la primera vista del Massachusetts Hall, medio siglo más viejo que los Estados Unidos, Leisha sintió algo que le había estado faltando en Chicago: tiempo, raíces, tradición. Tocó los ladrillos de la Biblioteca Widener, las vitrinas del Museo Peabody, como si fueran el grial. Nunca había sido particularmente sensible al mito o al drama; la angustia de Julieta le parecía artificial, la de Willy Loman una pérdida de tiempo.
Sólo el Rey Arturo, luchando por crear un orden social mejor, le había interesado. Pero ahora, caminando bajo los enormes árboles otoñales, percibió un destello de una fuerza que podía abarcar generaciones, fortunas legadas para fomentar aprendizajes y logros que los benefactores nunca verían, el esfuerzo individual expandiéndose y dando forma a los siglos por venir. Se detuvo y miró el cielo por entre las hojas, miró los edificios deliberadamente sólidos. En ese momento pensó en Camden, torciendo la voluntad de todo un instituto de investigaciones genéticas para crearla a ella a imagen de lo que deseaba.
En un mes se había olvidado de semejantes disquisiciones.
El volumen de trabajo era increíble, aún para ella. En la Escuela Sauley fomentaban la exploración individual a su propio ritmo; en Harvard sabían lo que querían de ella, y marcaban el ritmo. En los últimos veinte años, bajo la dirección académica de un hombre que en su juventud había presenciado consternado la dominación económica japonesa, Harvard se había convertido en controvertido líder de un retorno al duro aprendizaje de los hechos, las teorías, las aplicaciones, la resolución de problemas, la eficiencia intelectual. La escuela aceptaba una de cada doscientas solicitudes de inscripción llegadas de todo el mundo. La hija del Primer Ministro Británico había fracasado en su primer año y la habían mandado de vuelta a casa.
Leisha tenía una habitación individual en un nuevo dormitorio. En un dormitorio porque había pasado tantos años aislada en Chicago que estaba ansiosa de compañía, pero individual para no molestar a nadie cuando trabajaba toda la noche. En su segundo día, un muchacho del corredor de abajo se dejó caer en su habitación y se encaramó en el borde de su escritorio.
– Así que tú eres Leisha Camden.
– Sí.
– Dieciséis años.
– Casi diecisiete.
– Y nos superarás a todos, tengo entendido, sin siquiera intentarlo.
A Leisha se le borró la sonrisa. El muchacho la miraba por debajo de un entrecejo fruncido y sonreía, con los ojos muy brillantes. Leisha había aprendido de Richard, Tony y los otros a reconocer la bronca disimulada.
– Sí -contestó fríamente Leisha-, eso haré.
– ¿Estás segura? ¿Con tu cabello de niñita linda y tu cerebro de niñita mutante?
– ¡Déjala en paz, Hannaway!
– dijo otra voz. Un alto muchacho rubio, tan delgado que sus costillas parecían onditas en arena dorada, apareció en vaqueros y descalzo, secándose el cabello-. ¿No te cansas de andar por ahí como un imbécil?
– ¿Y tú? -dijo Hannaway. Dejó el escritorio y se dirigió a la puerta. El rubio se apartó, y Leisha se interpuso.
– La razón por la que voy a superarlos -dijo tranquilamente- es que tengo ciertas ventajas. Incluyendo no dormir. De modo que después de "superarlos” con mucho gusto los ayudaré a estudiar para los exámenes, así también aprueban.
El rubio, secándose las orejas, rió. Pero Hannaway se quedó mirándola, mientras aparecía en sus ojos una expresión que hizo retroceder a Leisha. La empujó y salió corriendo.
– Estuvo bien, Camden -dijo el rubio-. Se lo merecía.
– Pero lo dije en serio -dijo Leisha-. Lo ayudaré a estudiar.
El rubio bajó la toalla y la miró fijamente.
– ¿En serio? ¿Realmente lo dijo en serio?
– ¡Sí! ¿Por qué todos lo ponen en duda?
– Bueno -dijo el muchacho-.
Yo no. Puede ayudarme si me meto en problemas -sonrió repentinamente-. Pero no sucederá.
– ¿Por qué no?
– Porque soy tan bueno en todo como usted, Leisha Camden.
Lo estudió: -No es uno de los nuestros. No es insomne.
– No lo necesito. Sé lo que puedo hacer. Hacer, ser, crear, intercambiar.
– ¡Eres un yagaísta! -exclamó ella, encantada.
– ¡Por supuesto! -le tendió la mano-. Stewart Sutter. ¿Qué te parecería una hamburguesa de pescado en el Yard?
– Grandioso -dijo Leisha.
Salieron juntos, charlando animadamente. Ella trataba de no hacer caso cuando la gente se la quedaba mirando. Allí estaba, en Harvard, con un mundo que se le abría, con tiempo para aprender y gente como Stewart Sutter, que la aceptaba y la estimulaba.
En todas sus horas de vigilia.
Se absorbió totalmente en sus estudios. Roger Camden vino una vez, se paseó con ella, escuchando, sonriendo. Estaba más en su ambiente de lo que ella esperaba: conocía al padre de Stewart Sutter, al abuelo de Kate Addams. Hablaron de Harvard, de negocios, de Harvard, del Instituto de Economía Yagai, de Harvard. Una vez Leisha le preguntó "¿Cómo está Alice?", pero Camden dijo que no sabía, que se había mudado y no quería verlo. Le hacía llegar una pensión por su abogado. Dijo todo esto con el rostro sereno.
Leisha fue al Baile de Bienvenida con Stewart, que también estudiaba el preparatorio de derecho pero estaba dos años más adelante. Se fue un fin de semana a París con Kate Addams y otras dos amigas, tomando el Concorde III. Tuvo una disputa con Stewart sobre si la metáfora de la superconductividad podía aplicarse al yagaísmo, una pelea estúpida que ambos sabían que era estúpida pero igual la tuvieron, y luego se convirtieron en amantes. Tras las torpes exploraciones sexuales con Richard, Stewart resultaba hábil, experimentado, sonriendo ligeramente cuando le enseñaba cómo tener un orgasmo por sí sola o con él. Leisha estaba deslumbrada. "Es tan divertido", dijo, y Stewart la miró con una ternura que ella sabía que tenía algo de turbación, pero no entendía por qué.
A mitad de semestre tenía las notas más altas del primer curso. En los exámenes parciales tuvo bien todas las respuestas de todas las preguntas. Fue con Stewart a celebrarlo con una cerveza, y cuando volvieron la habitación de Leisha estaba destruida: la computadora aplastada, los bancos de datos borrados, los impresos y libros ardían en un cesto metálico de desperdicios. Habían hecho trizas sus ropas y partido su escritorio. Lo único intacto era la cama.
Stewart dijo:
– No es posible que hayan hecho esto en silencio. ¡Todo el mundo en el piso… caray, hasta en el piso de abajo!, tuvo que enterarse. Alguien llamará a la policía.
Pero nadie lo hizo. Leisha se sentó en el borde de la cama, ofuscada, mirando lo que quedaba de su traje de baile. Al día siguiente Dave Hannaway le dirigió una larga y amplia sonrisa.
Camden voló nuevamente al este, furioso. Le rentó un departamento en Cambridge con seguridad electrónica y un guardaespaldas llamado Toshio. Cuando se fue, Leisha despidió al guardaespaldas pero se quedó con el departamento. Les daba a ella y Stewart más privacidad, que usaban para discutir interminablemente la situación. Leisha era la que argumentaba que era una aberración, una inmadurez.
– Siempre hubo odio, Stewart.
A los judíos, a los negros, a los inmigrantes, odio a los yagaístas por tener más iniciativa y dignidad. Solamente soy el último objeto de odio. No es nada nuevo, nada especial. No implica una especie de división básica entre durmientes e insomnes.
Stewart se incorporó en la cama y buscó los emparedados en la mesa de luz.
– ¿Te parece que no? Leisha, eres un tipo de persona totalmente diferente, más adecuada evolutivamente, no sólo para sobrevivir sino para predominar.
Todos los demás "objetos de odio" que nombraste, excepto los yagaístas, eran sectores carentes de poder en su sociedad.
Ocupaban posiciones inferiores.
En cambio vosotros… los tres insomnes de Derecho en Harvard estáis en la Revista de Derecho.
Todos. Kevin Baker, el mayor, ya ha fundado una exitosa firma de software para bio-interfase y está ganando dinero, y mucho.
Todo insomne está teniendo las máximas calificaciones, ninguno tiene problemas psicológicos, todos sois sanos… y la mayoría no ha llegado a adulto. ¿Cuánto odio piensas que encontraréis cuando hayáis conquistado el mundo de las finanzas y los sitios de privilegio y la política nacional?
– Dame un emparedado -dijo Leisha-. He aquí mi evidencia de que estás equivocado: tú mismo, Kenzo Yagai, Kate Addams, el profesor Lane, mi padre. Todo durmiente que habita el mundo de los negocios limpios, de los contratos de mutuo beneficio. Y sois la mayoría, o al menos la mayoría de los que importan.
Creéis que la competencia entre los más capaces lleva a mejores condiciones de intercambio para todos, fuertes y débiles. Los insomnes están haciendo contribuciones reales y concretas a la sociedad, en un montón de campos. Eso tiene que contrapesar las incomodidades que causamos.
Somos valiosos para vosotros. Tú lo sabes.
Stewart sacudió las migas de las sábanas.
– Sí, yo sí. Y los demás yagaístas.
– Los yagaístas controlan el mundo de los negocios y de las finanzas y el académico. O los controlarán pronto. Deberían hacerlo en una meritocracia. Subestimas a las mayorías, Stew.
La ética no es privativa de los que se destacan.
– Espero que tengas razón -dijo Stewart-. Porque, sabes, estoy enamorado de ti.
Leisha abandonó su emparedado.
– Alegría -murmuró Stewart contra su pecho-, tú eres alegría.
Cuando Leisha fue a su casa para el día de Acción de Gracias, le contó a Richard de Stewart. Él la escuchó con los labios apretados.
– Un durmiente.
– Una persona -replicó Leisha-. Una persona buena, inteligente y exitosa.
– ¿Sabes lo que han hecho tus buenos, inteligentes y exitosos durmientes, Leisha? Han eliminado a Jeanine del patinaje olímpico. Por "alteración genética, análoga al abuso de esteroides para crear una ventaja no deportiva". Chris Devereaux dejó Stanford: le hicieron trizas el laboratorio, destruyendo dos años de trabajo en proteínas de conformación de memoria. La compañía de software de Kevin Baker está luchando contra una asquerosa campaña, por supuesto clandestina, sobre los niños que usan software diseñado por "mentes no humanas". Corrupción, esclavitud mental, influencias satánicas: toda la cantilena de la caza de brujas. ¡Despierta, Leisha!
El eco de sus palabras resonó por un momento en ambos. Richard estaba en guardia, como un boxeador, con los dientes apretados. Finalmente dijo, muy quedo:
– ¿Lo amas?
– Sí -respondió Leisha-, lo siento.
– Es tu elección -dijo fríamente Richard-. ¿Qué haces mientras duerme? ¿Mirarlo?
– ¡Haces que suene como una perversión!
Richard no dijo nada. Leisha respiró hondo. Habló rápido pero con calma, en un torrente controlado de palabras:
– Mientras duerme Stewart, trabajo. Lo mismo que tú. Richard… no me hagas esto. Yo no quería herirte. Y no quiero perder al grupo. Creo que los durmientes pertenecen a nuestra misma especie… ¿vas a castigarme por eso? ¿Vas a sumarte al odio? ¿Vas a decirme que no puedo pertenecer a un mundo más amplio que incluya a toda la gente honesta y valiosa, duerma o no?
¿Vas a decirme que la división más importante es la genética y no la de la espiritualidad económica? ¿Vas a obligarme a hacer una elección artificial, "nosotros" o "ellos"?
Richard tomó una pulsera.
Leisha la reconoció: se la había regalado ella en el verano. Su voz era tranquila:
– No, no es una elección -jugó un momento con los eslabones, y luego levantó la vista hacia ella-. No por ahora.
Al comenzar la primavera, Camden caminaba más lentamente. Tomaba medicinas para la presión, para el corazón. Él y Susan, le dijo a Leisha, se iban a divorciar.
– Cambió, Leisha, después que me casé con ella. Tú lo viste.
Era independiente, productiva, feliz, y en unos años dejó todo y se convirtió en una arpía, en una arpía quejosa -sacudió la cabeza, genuinamente asombrado-. Tú viste el cambio.
Así era. Un recuerdo le brotó: Susan planteándoles a ella y Alice "juegos" que en realidad eran pruebas mentales de control, con sus cabellos bailoteando en torno a sus ojos alegres. En ese entonces Alice amaba a Susan, tanto como Leisha.
– Papá, quiero la dirección de Alice.
– Ya te dije en Harvard que no la tengo -dijo Camden. Se revolvió en su silla, con el gesto impaciente de un cuerpo que no esperaba el deterioro. En enero había muerto Kenzo Yagai de un cáncer de páncreas, y a Camden le había caído muy mal-.
Le paso su pensión por intermedio de un abogado, por elección de ella.
– Entonces quiero la dirección del abogado.
Pero el abogado se negó a decirle dónde estaba Alice.
– No quiere que la encuentren, señorita Camden. Quiso romper completamente.
– No conmigo -dijo Leisha.
– Sí -respondió el abogado, con un cierto brillo en los ojos, el mismo que había visto en los de Dave Hannaway.
Voló a Austin antes de regresar a Boston, retrasándose un día en retomar las clases. Kevin Baker la recibió de inmediato, cancelando una reunión con la IBM. Ella le explicó lo que necesitaba y él puso a trabajar en ello a sus mejores expertos en redes de datos, sin decirles por qué. En dos horas tenía la dirección de Alice, tomada de los archivos electrónicos del abogado. Se dio cuenta de que era la primera vez que recurría a la ayuda de uno de los insomnes, y se la habían brindado instantáneamente. Sin intercambio.
Alice estaba en Pennsylvania.
El fin de semana siguiente Leisha rentó un hovercar con chófer (había aprendido a manejar, pero sólo autos terrestres) y fue a High Ridge, en los montes Apalaches.
Era un caserío aislado, a cuarenta kilómetros del hospital más cercano. Alice vivía con un hombre llamado Ed, un silencioso carpintero veinte años mayor que ella, en una cabaña en los bosques. Tenía agua corriente y electricidad, pero no red de noticias. La tierra se veía pelada y desnuda a la luz de comienzos de primavera, moteada con parches de hielo. Aparentemente Alice y Ed no trabajaban. Alice estaba embarazada de ocho meses.
– No te quería aquí -le dijo a Leisha-. ¿Por qué viniste?
– Porque eres mi hermana.
– ¡Dios, mírate! ¿Es eso lo que usan en Harvard?, ¿esas botas? ¿Desde cuando sigues la moda, Leisha? Siempre estuviste demasiado ocupada siendo una intelectual para preocuparte por la ropa.
– ¿Qué es todo esto Alice?
¿Por qué estás aquí?, ¿qué haces?
– Vivo -dijo Alice-. Lejos del querido Papá, lejos de Chicago, lejos de la borracha y quebrada Susan… ¿sabías que bebe? Igualito que Mamá. Hace eso con la gente, pero no a mí.
Yo me salí. Me pregunto si tú lo harás algún día.
– ¿Salir? ¿Para esto?
– Soy feliz -dijo enojada Alice-. ¿No se supone que de eso se trata? ¿No es ese el objetivo de vuestro gran Kenzo Yagai, la felicidad por el esfuerzo individual?
Leisha pensó en decir que no veía que Alice hiciera ningún esfuerzo. Pero no lo dijo. Una gallina cruzó corriendo el patio de la cabaña. Detrás, se alzaban las Montañas Great Smoky por sobre una bruma azul. Leisha pensó en cómo sería el lugar en invierno: aislado del mundo en el que la gente luchaba por sus metas, aprendía, cambiaba.
– Me alegra que seas feliz, Alice.
– ¿Tú lo eres?
– Sí.
– Entonces también me alegro -dijo, casi desafiante, Alice.
Y al minuto siguiente abrazó abruptamente a Leisha, con fiereza, aplastando entre ellas el gran bulto de su vientre. Su cabello tenía un perfume dulce, como el césped fresco del atardecer.
– Volveré a visitarte, Alice.
– No lo hagas -dijo Alice.