Serán nostalgias

Es muy posible que los fantasmas, si es que aún existen, tengan por criterio contravenir los deseos de los inquilinos mortales, apareciendo si su presencia no es bien recibida y escondiéndose si se los espera y reclama. Aunque a veces se ha llegado a algunos pactos, como se sabe gracias a la documentación acumulada por Lord Halifax y Lord Ry-mer en Inglaterra, o por don Alejandro de la Cruz en México.

Uno de los casos más modestos y conmovedores registrados por este último es el de una anciana de Veracruz, iniciado hacia 1920, cuando ella no era una anciana sino muy joven y nada sabía de la existencia -si es que puede aplicarse este término- de tales visitas y esperas, o quizá son nostalgias. Esta anciana, en su juventud, había sido señorita de compañía de una dama mayor y muy adinerada a quien, entre otros servicios prestados, leía novelas en voz alta para disipar el tedio de su falta de necesidades y preocupaciones visibles, y de una viudez temprana para la que no había habido remedio: la señora Suárez Alday había sufrido algún desengaño ilícito tras su breve matrimonio según se decía en la ciudad portuaria, y eso seguramente -más que la muerte del marido poco o nada memorable- la había hecho áspera y reconcentrada a una edad en que esas características en una mujer ya no pueden resultar intrigantes ni todavía objeto de broma y por lo tanto entrañables. El hastío la llevaba a ser tan perezosa que difícilmente era capaz de leer por sí sola y en silencio y a solas, de ahí que exigiera de su acompañante que le transmitiera en voz alta las aventuras y los sentimientos que cada día que ella cumplía -y los cumplía muy rápida y monótonamente- parecían más alejados de aquella casa. La señora escuchaba siempre callada y absorta, y sólo de vez en cuando le pedía a la joven (Elena Vera su nombre) que le repitiera algún pasaje o algún diálogo del que no se quería despedir para siempre sin hacer amago de retenerlo. Al terminar, su único comentario solía ser: «Elena, tienes una hermosa voz. Con ella encontrarás amores».

Y era durante estas sesiones cuando el fantasma de la casa hacía aparición: cada tarde, mientras Elena pronunciaba las palabras de Cervantes o Dumas o Conan Doyle, o versos de Darío y de Martí, veía difusamente la figura de un hombre aún joven y de aspecto algo rural, un hombre de unos treinta y tantos años que se quitaba cortes-mente el sombrero ancho y cuyas ropas no gastadas se veían sin embargo llenas de agujeros, como si lo hubieran acribillado a balazos, o más bien a la chaqueta corta, la camisa blanca y el pantalón ceñido sin su cuerpo dentro, pues éste parecía ileso, y presentaba buen color el curtido rostro parapetado tras un frondoso bigote. La primera vez que lo vio, de pie y con los codos apoyados en el respaldo del sillón que ocupaba la señora, haciendo balancear su sombrero en la mano de vez en cuando, como si escuchara atentamente el texto que recitaba ella, estuvo a punto de gritar del susto, sobre todo porque, si bien no lucía armas, sí llevaba una canana cruzada en diagonal sobre el pecho, es decir, en bandolera, Pero en seguida el hombre se llevó el índice a los labios y le hizo tranquilizadoras señas a Elena Vera de que continuara y no denunciara su presencia. Su rostro no era amenazante, con una tímida sonrisa perpetua en los ojos burlones, alternada tan sólo, en algunos momentos graves de la lectura -o tal vez de sus pensamientos, o de sus recuerdos-, con una seriedad alarmada e ingenua propia de quien no distingue del todo entre lo acaecido y lo imaginado. La joven obedeció, aunque no pudo evitar aquel día levantar la vista demasiadas veces y dirigirla por encima del moño de la señora Suárez Alday, que a su vez alzaba la suya inquieta como si no estuviera segura de llevar derecho un sombrero hipotético o debidamente iluminada una aureola. «¿Qué ocurre, niña?», le dijo alterada. «¿Qué es lo que miras ahí arriba?» «Nada», contestó Elena Vera, «es una manera de descansar los ojos para volver a fijarlos luego en la página, señora. Tanto rato seguido me los fatiga.» El hombre asintió con su pañuelo al cuello y levantó un instante el sombrero en señal de aprobación y agradecimiento, y la explicación bastó para que en lo sucesivo la señorita mantuviera su costumbre y pudiera saciar al menos su curiosidad visiva. Porque a partir de entonces, tarde tras tarde y con pocas excepciones, leyó para su señora y también para él, sin que aquélla se diera jamás la vuelta ni supiera de las intrusiones de éste.

El hombre no rondaba ni se aparecía en ningún otro instante, por lo que Elena Vera no tuvo nunca ocasión, a través de los años, de hablar con él ni de preguntarle quién era o había sido o por qué la escuchaba. Pensó en la posibilidad de que fuera el causante del desengaño ilícito padecido por su señora en un tiempo pasado, pero de los labios de ésta jamás salieron las confidencias, pese a las insinuaciones de tantas páginas sentimentales o trágicas leídas, y de la propia Elena en las lentas conversaciones nocturnas de media vida. Tal vez aquel rumor era falso y la señora no tenía en verdad nada que contar digno de cuento y por eso pedía oír los remotos y ajenos y más improbables. En más de una oportunidad estuvo Elena tentada de ser piadosa y relatarle lo que ocurría todas las tardes a sus espaldas, hacerla partícipe de su pequeña emoción cotidiana, comunicarle la existencia de un varón entre aquellas paredes cada vez más asexuadas y taciturnas en las que sólo resonaban, a veces durante noches y días seguidos, las voces femeninas de ambas, cada vez más avejentada y confusa la de la señora, cada mañana un poco menos hermosa y más débil y huida la de Elena Vera, que en contra de las predicciones no le iba trayendo amores, o al menos no que se quedaran y pudieran tocarse. Pero siempre que estuvo a punto de caer en la tentación recordó al instante el gesto discreto y autoritario del hombre -el índice sobre los labios, repetido de vez en cuando con los ojos de leve guasa-, y guardó silencio. Lo último que deseaba era enfadarlo. Quizá era sólo que los fantasmas se aburren igual que las viudas.

Un día Elena percibió un repentino cambio de expresión en el rostro del hombre mitad campesino mitad soldado, los agujeros de cuya ropa tenía siempre el impulso primero de zurcírselos, para que no se le colara por ellos el fresco de las noches marinas. La salud de la señora Suárez Alday fue flaqueando, y unas fechas antes de su muerte (pero aún no se sabía que esas serían) pidió a Elena que en vez de novelas o versos le leyera de los Evangelios. Así lo hizo Elena, y entonces vio cómo cada vez que ella pronunciaba el nombre «Jesús» -y fueron muchas-, el hombre torcía el gesto con dolor o pena, como si lo hiriera. A la décima o undécima vez debió de hacérsele insoportable, porque su figura siempre algo difusa pero bien distinguible, se fue haciendo tenue hasta desaparecer, mucho antes de que concluyera la sesión de lectura. Se preguntó Elena si habría sido aquel hombre un ateo, un enemigo de la religión declarado. Así que para dilucidar eso al menos insistió un par de días más tarde en leerle a la señora una novela de la que había oído mucho elogio, Enriquillo, del autor dominicano Manuel de Jesús Galván. Y antes de proceder con el texto, habló un rato a la señora acerca de este novelista, procurando nombrarlo siempre por su nombre completo y nunca sólo por el apellido; y vio que cada vez que decía el nombre «Jesús», el visitante se retraía y expresaban sus ojos una mezcla de furor y miedo. Así que Elena empezó a sospechar lo que durante tanto tiempo no habría ni imaginado, y al leer de ese libro inventó un diálogo inexistente, muy breve, en el que hizo que aquel Enriquillo se dirigiera a un subalterno en estos términos: «Tú, Jesús, guajiro». El fantasma se tapó los oídos con pavor un momento, la cara desencajada. Pero ella no insistió, y el hombre se recompuso.

Tardó Elena tres jornadas en hacer su definitiva prueba. La señora languidecía, pero se resistía a meterse en cama, permanecía en su sillón como si eso fuera un signo de su salud, o una salvaguarda contra la muerte. Y Elena Vera le quiso leer el Libro de las Maravillas de Marco Polo o eso dijo, pues en realidad se quedó en el prólogo y en la nota biográfica sobre el viajero, sin duda lo que le interesaba. Pues al recitar en voz alta aquellos datos sobre la vida y andanzas de Marco Polo, también introdujo algo de su propia cosecha y dijo: «Este gran aventurero viajó a la China y a La Meca, entre otros lugares». Se detuvo, y fingiendo admiración añadió: «Fíjese, señora, qué lejos, a la China y a La Meca». El rostro curtido y tostado del hombre palideció de golpe y -como si dijéramos- en el mismo movimiento o proceso y sin transición alguna la figura entera desapareció muy rápido, como si la palidez sobrevenida lo hubiera borrado del aire, lo hubiera hecho transparente, nada, invisible hasta para ella. Y entonces estuvo segura de que aquel hombre había sido Emiliano Zapata, asesinado a los treinta y tantos años gracias a la traición de un fingido zapatista llamado Jesús Guajardo, en un lugar cuyo nombre es Chinameca, o así dice la leyenda. Y se sintió muy honrada al comprender que la visitaba, con los agujeros de las traicioneras balas, el fantasma de Zapata.

Pero la señora murió a la mañana siguiente. Ella siguió en la casa, pero durante unos días, afligida, desconcertada y sin tener ya pretexto, dejó de leer: el hombre no apareció. Convencida de que Zapata deseaba tener la instrucción de la que seguramente había carecido en su historia, o vida, también en la idea de que había sufrido en ella un exceso de realidad y por eso quería descansar en las ficciones después de muerto; pero temerosa asimismo de que no fuera así y de que su presencia hubiera estado relacionada misteriosamente con la señora tan sólo -un amor con Zapata exigía más secreto que ningún otro, y guardar hasta el fin silencio-, decidió volver a leer en voz alta para invocarlo, y no sólo novelas y poesías, sino tratados de historia y de ciencias naturales. El hombre tardó algunas fechas en reaparecer -quién sabe si guardan luto los fantasmas, con más motivo que nadie; o quién sabe si aún desconfían, si aún puede hacérseles daño con las palabras-, pero por fin lo hizo, tal vez atraído por las nuevas materias, acerca de las cuales siguió escuchando con la misma atención, aunque ya no de pie y acodado sobre el respaldo, sino cómodamente sentado en el sillón vacante, el sombrero colgado y a veces con las piernas cruzadas y un cigarro encendido en la mano, como el patriarca que nunca pudo ser en sus días numerables.

La joven, que se fue haciendo mayor, guardó celosamente el secreto y le hablaba con cada vez más confianza, pero sin obtener nunca respuesta: los fantasmas no siempre pueden o quieren hablar. Y con esa siempre mayor y unilateral confianza transcurrieron los años, y ella tuvo ya buen cuidado de no volver a mencionar el nombre «Jesús» en ningún contexto, y de evitar toda palabra que empezara como «guajiro» o «Guajardo», y de desterrar para siempre de sus lecturas a la China y a La Meca. Hasta que llegó un día en que el hombre no se presentó, y tampoco lo hizo durante los días ni las semanas siguientes. La joven que ya era casi vieja se preocupó al principio como una madre, temiendo que le hubiere sucedido algún percance grave o desgracia, sin darse cuenta de que ese verbo, suceder, sólo cabe entre los mortales y que quienes no lo son están a salvo. Cuando reparó en ello su preocupación dio paso a la desesperación: tarde tras tarde contemplaba el sillón vacío e increpaba al silencio, hacía dolidas preguntas a la nada, lanzaba reproches al aire invisible y maldecía el pasado al que temía que hubiera él vuelto; se preguntaba cuál había sido su falta o error y buscaba con afán nuevos textos que pudieran atraer la curiosidad del guerrillero y hacerlo volver, nuevas disciplinas y nuevas novelas, y procuraba encontrar nuevas entregas de Sherlock Holmes, en cuya habilidad y lirismo confiaba más que en casi ningún otro cebo científico o literario. Y seguía leyendo en voz alta a diario, por ver si él acudía.

Una tarde, el cabo de meses de desolación, se encontró con que la señal del libro de Dickens que le estaba leyendo pacientemente en ausencia no se hallaba donde la había dejado, sino muchas páginas más adelante. Leyó con atención allí donde él la había puesto, y entonces comprendió con amargura y sufrió el desengaño que a toda vida alcanza, por recóndita y quieta que sea. Había una frase del texto que decía: «Y ella envejeció y se llenó de arrugas, y su voz cascada ya no le resultaba grata». Cuenta don Alejandro de la Cruz que la anciana se indignó como una esposa repudiada, y que lejos de resignarse y callar le dijo al vacío con gran reproche: «Eres injusto, y tú quisiste ser siempre un hombre justo, o eso se cuenta ahora. Tú no envejeces y quieres voces gratas y juveniles, y contemplar caras tersas y luminosas. No creas que no lo entiendo, todavía eres joven y lo serás ya siempre, y quizá no tuviste mucho tiempo para demasiadas cosas que te pasaron de largo. Pero yo te he instruido y distraído durante años, y si gracias a mí has aprendido tantas cosas y no sé si a leer incluso, no es para que ahora me dejes mensajes ofensivos a través de mis textos que he compartido contigo siempre. Ten en cuenta que cuando murió la señora yo podía haber leído en silencio, y no lo hice. Podía haberme marchado de Veracruz, y no lo hice. Comprendo que puedas ir en busca de otras voces, nada te ata a mí y es cierto que nunca me has pedido nada, luego tampoco nada me debes. Pero si conoces el agradecimiento, Emiliano», y esta fue la primera vez que lo llamó por su nombre, sin saber si era escuchada, «te pido que al menos vengas una vez a la semana a oírme y tengas paciencia con mi voz que ya no es hermosa y ya no te agrada, porque no va a traerme más amores. Yo me esforzaré y seguiré leyendo lo mejor posible. Pero ven, porque ahora que ya soy vieja soy yo quien necesita de tu distracción y presencia. Ya no me sería fácil pasarme sin ver tus ropas agujereadas. Pobre Emiliano», añadió con más calma, «cómo te dispararon».

Según el estudioso don Alejandro de la Cruz, el fantasma del hombre rústico y soldado eterno que acaso había sido Zapata no fue enteramente desaprensivo y atendió a razones o supo lo que era el agradecimiento: a partir de entonces, y hasta su muerte, Elena Vera esperó con ilusión e impaciencia la llegada del día elegido en que su impalpable amor silencioso accedía a volver al pasado de su tiempo en el que en realidad ya no había ningún pasado ni ningún tiempo, la llegada de cada miércoles, cuando él quizá regresaba cada vez de Chinameca, asesinado, triste y exhausto. Y se piensa que tal vez fueron aquellas visitas y aquel oyente y aquel pacto los estímulos que la mantuvieron frente al mar y todavía viva durante bastantes años, es decir, todavía con presente y pasado y también futuro, o quizá son nostalgias.

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