Portento, maldición

I

La primera impresión, claro está, ha sido desastrosa. Cierto que ya me habían advertido, pero no esperaba encontrarme con semejante exageración; y además, de su carácter, que por desgracia adivino, nada se me había dicho, ignoraba que se tratase de un fatuo. Lo veo, es algo manifiesto que me va a hacer la vida imposible, y no porque no pueda evitarlo, porque esté implicado (que lo está) en su sola existencia, sino porque sin ningún género de dudas lleva esas intenciones dentro de su cabecita; ese braquicéfalo, capaz de pensar pese a todo; de ideas luminosas: de eso es de lo que, con certeza, está poblada. Luminosas, resplandecientes, exigentes, un prodigio y un hallazgo. Y además es presumido: si fuera mujer, se tendría por una beldad, y he de decir que aun con todos los sinsabores que semejante condición me podría acarrear en el futuro, lo preferiría. ¿Quién lo habrá engañado? ¿O es que acaso es dueño de una voluntad omnipotente capaz de convertirlo todo en sentido, en convicción, en ley? Así ha de ser, de otra manera ya habría puesto fin a su vida; pero debería comprender que se sale de lo corriente y optar por el término medio, moverse en ese terreno donde todo es cuestión de vocabulario, donde no es difícil pasar inadvertido y donde, desde luego, las maldiciones son mucho más llevaderas. Ni siquiera me acuerdo muy bien de cómo se llama. ¿Y para qué? Tendré que ponerle algún apodo, es lo que se merece. De esa forma irá aprendiendo y sabrá quién toma las decisiones. Pero, aun con todo, me va a hacer la vida imposible, de eso estoy completamente seguro. Lo lleva en la sangre, esos ojitos que sin oposición ni lamento se dejan invadir por los párpados y las mejillas me lo han dicho con franqueza, a pesar de que miraban amistosamente y con un poco de coquetería. Debe de tener bien aprendida la lección, sabe a lo que se expone, no carece de experiencia. Esquivar, esquivar, en eso consiste su estrategia y su carácter: preocupante no es, no es esa la palabra justa, aquí no hay cabida para las medias tintas y matices: es un fenómeno, un energúmeno; y además es un traidor, la sonrisa así lo proclama; y no por ser desenfadada es menos ostentósa. Poco podía yo imaginar esto ante la pila, cuando fui su padrino. A las primeras de cambio, en cuanto me descuide, me quemará los papeles, roerá las puntas de los visillos, aserrará tres patas a una mesa, me hará tropezar para reírse de mí. ¿Qué puedo hacer?

II

Hoy le he visto saltando a la comba en el jardín. Lo hacía excesivamente mal, más que otra cosa provocaba hilaridad, y en vista de que en esos momentos su situación con respecto a mí era de absoluta desventaja y nada podía temer de sus desplantes (ni de sus impertinencias y sarcasmos, que nunca utiliza para defenderse, sólo para atacar), me he atrevido a interpelarle y me ha contestado, con aplomo y sin titubeos, que quiere ser boxeador. Al parecer, entre sus cosas, que en su mayoría están aún por llegar, hay un punching bag. Le he preguntado si no le cansaba hacer tanto ejercicio y me ha respondido que no, y que además así adelgaza. Por lo menos sabe (y lo que es más importante, no lo niega ni se hace el loco al respecto) que es gordo y no se ofenderá tal vez si le hago bromas acerca de su disparatado volumen; estas alegrías son las únicas que hoy por hoy me pueden distraer de mi condena. También he observado que bebe grandes cantidades de líquido, pero en cambio, en contra de lo que había supuesto, no le gustan los dulces. Su grasa debe de tener un origen endocrino; pobre, al pensarlo, mi firmeza se tambalea: a lo mejor, después de todo, él no tiene la culpa. Pero me indigna verlo así, me dan ganas de zarandearlo, de abofetearlo, incluso de darle patadas en los muslos. Los tiene tan anchos que al andar se rozan entre sí y producen un ruido semejante al del frotamiento rítmico de dos telas bastas. Más le valdría llevar pantalones largos. Lo que sucede es que tendría que acompañarle yo a comprárselos y me da vergüenza salir a la calle con él; aunque algún día me veré obligado a hacerlo, no puedo confinarlo a la casa y al jardín. Y de una vez por todas he de hacerme a la idea de que esta situación no es temporal, no se trata de algo pasajero, ¡helas!: lo voy a tener siempre conmigo, soy lo único que le queda en todo el mundo. He de reconocerlo: él tiene la totalidad de sus esperanzas depositadas en mí.

III

Por fin (confesaré que tras largas reflexiones y vacilaciones, a cual de índole más penosa, sí) me he decidido a seguirle en sus paseos por los campos de los alrededores. Y ya sé por qué va siempre vestido de negro, gris o azul marino: se cae, ¡se cae^con muchísima frecuencia! Más o menos cada veinticinco pasos. Y la única solución para que la ropa no se le vea excesivamente sucia es llevarla de tonos muy oscuros. No me había dado cuenta en todo este tiempo, pues hasta ahora casi siempre lo había visto quieto, por lo general desplomado en un sofá y enfrascado en sus abominables lecturas. No sé qué le podrá suceder, pero a él no parece preocuparle en absoluto: ni me lo ha comentado ni me ha pedido que lo lleve a un médico. Cada vez que se caía el espectáculo era excelente; lo he observado con mucha atención, y no tropieza, ni siquiera con sus propios pies; simplemente se cae (o quizá se deja caer agotado por el esfuerzo de caminar, aunque esto, bien mirado, es imposible: de ser así no saldría a dar paseos; y en ningún momento parecía fatigado). Sí, se cae, y si el terreno presenta algún desnivel o inclinación, rueda un par de metros. No se levanta inmediatamente, como sería de esperar, sino que una vez en el suelo permanece allí desparramado como si comprobara con regocijo la infalibilidad de la regla o contemplara con serenidad la puesta en práctica de su sino; pero, transcurridos estos segundos iniciales, da comienzo a una serie de agónicos movimientos que nunca son los mismos. Visto el gran número de caídas que sufre, lo natural sería que ya hubiese hallado un método gracias al cual le resultara sencillo incorporarse y que lo empleara siempre; y sin embargo no es así, cada vez intenta levantarse de una manera distinta. En una ocasión ha tratado de hacerlo estando boca arriba y sin ayudarse de las manos, a la manera de los atletas; le ha costado mucho, pero, inexplicablemente, al final lo ha conseguido. En otra, ha pretendido girar sobre el suelo para, aprovechando el impulso de sus propias vueltas, alzarse impetuosamente con el rostro enrojecido, no sé si por el esfuerzo o por la emoción. Debería decirle que la manera más fácil es: poniéndose boca abajo y apoyando las manos en el suelo. Pero si lo hiciera se enteraría de que he estado espiándole y podría imaginarse que me intereso por él. Y ya es bastante vanidoso, ya es bastante vanidoso. No lo puede ser más.

IV

He descubierto que lee biografías. ¡Biografías! ¿Qué gusto les encontrará? Tiene la habitación literalmente atestada de biografías, algunas, además, noveladas; hay varias de Metternich, me ha parecido ver por lo menos dos o tres; y otras de personajes tan irrelevantes y secundarios que ni siquiera estoy muy seguro de saber quiénes son: el emperador Jacques I de Haití, Carmen Sylva, el barón Jomini… Tal vez no las lea y simplemente las coleccione; eso podría explicar su nauseabunda in-discriminación. También tiene algunos libros de teatro, pero son todos muy malos, y las ediciones tan arrastradas que no dejan de llamar un poco la atención. Debe de ser comprador de quioscos. Ayer, para probarle, le ofrecí un tomito de poesías de Querubin y otro de Valéry y me los desdeñó. Me dijo que no le interesaban en absoluto, y al preguntarle yo por qué, me dio la espalda y prosiguió su lectura sin contestarme. Durante unos segundos de estupor dudé entre derribarle al suelo, sobre la alfombra, y golpearle hasta hacerle vomitar una respuesta o marcharme sin hacer ningún comentario. Finalmente opté por lo segundo, y lo cierto es que estoy arrepentido de mi presurosa decisión: ahora se envalentonará y se permitirá no responderme siempre que se le antoje. La única manera de impedir que semejante actitud se convierta en un hábito es no hacerle más preguntas, no dirigirle la palabra, ignorarlo. Me atrevería a presumir que tal medida acabaría por destrozarle los nervios y llevarle a una conducta diametralmente opuesta si no fuera por que la soledad y el silencio no parecen afectarle demasiado: se las arregla bien a solas. Tiene la cabeza hueca, eso es lo que le ocurre, aunque las notas que todos los meses se molesta en enseñarme como si a mí me interesara verlas parecen decir justamente lo contrario; debe de ser muy aplicado. Y he de reconocer que jamás me pide ayuda para nada.

V

Lo peor son las comidas. Ahora son más insoportables aún si cabe. Ya se ha dado cuenta de que yo hago lo inimaginable por no sentarme a la mesa hasta que él ha terminado, y ahora, después del postre, desdobla un periódico y se pone a hojearlo con desinterés para no abandonarlo, empero, hasta que yo he puesto punto final a mi almuerzo y enciendo un cigarrillo (con la intención de ahumarle y ahuyentarle, no tolera el olor). Y así, mientras él come solo y durante ese acto sin duda trascendental para sus humores goza de intimidad y no se ve importunado por nadie, yo me veo obligado a soportar sus miradas opacas, tanto más irritantes cuanto que nada revelan. Está mucho más atento a mis movimientos que al diario que con enorme soltura maneja entre sus manitas de cera; lo sé muy bien porque a veces, cuando no me queda vino en la copa, acerca con disimulo la botella hasta mis dominios; o si he acabado el primer plato, empuja la bandeja del segundo hasta que ésta tropieza con mi codo. Y juega con mi servilletero. Parece que se impacientara, que estuviera deseoso de despejar la mesa para utilizarla él; pero no, cuando he terminado se limita a quitarla sin la menor diligencia, y a continuación se queda merodeando a mi alrededor completamente desocupado, como si no tuviera otra cosa que hacer que vigilar mi digestión. He de variar mis costumbres: de ahora en adelante volveré a comer al mismo tiempo que él, será mejor que me acompañe a pesar de su estúpida chachara banal. Al menos de esa manera estaremos en igualdad de condiciones y yo no me sentiré tan cohibido por su presencia, pues ciertamente la opinión que uno pueda merecerle al otro en esos momentos delicados de la alimentación no será tan severa como la que él debe de albergar acerca de mí en la actualidad: ambas, en cierto modo, quedarán suspendidas al verse amenazadas por el juicio del otro comensal. El diario que siempre lee es deportivo.

VI

Hoy ha regresado del veraneo; viene muy tostado por el sol del sur y con ropa de colores claros que, al parecer, le han regalado, como a los demás, los responsables del coro, sus amigos y protectores. Me ha traído un fósil envuelto en un pañuelo de carísimo madapolán, y lo único que se me ha ocurrido ha sido ponerlo encima de mi mesa de trabajo a guisa de pisapapeles. Antes de la cena he ido a su cuarto para devolverle el pañuelo y, tras decirme que no tenía apetito y que hiciera el favor de no esperarle, se me ha quedado mirando torvamente: no quiero pensar, por su propio bien, que con desprecio. No debe de haberle gustado la misión que le he encomendado a su piedra, pero, ¿qué quería que hiciese con ella? ¿Para qué necesito yo un fósil? Y, además, ¿por qué me tiene que hacer regalos? ¿Acaso le he hecho yo alguno? Jamás. Yo nunca le he dado nada que no fuera imprescindible, que no entrara en mis obligaciones; ahora supongo que estoy en deuda con él y tendré que hacerle un obsequio. Ya está: le regalaré una biografía de Ponce de León; o si no, un estuche con compás, tiralíneas y bigoteras, para que se distraiga con provecho. ¿O quizá un disco de 33? ¿Una caja de insectos? ¿Un uniforme? ¿Un disfraz de torero? ¿O tal vez algo más útil, por ejemplo un albornoz? Lo más probable es que, por provenir de mí, nada de lo que le lleve sea de su agrado. Intuyo que hasta sería capaz de (a escondidas y después de recibir el presente con indiferencia) salir a la calle y comprárselo de nuevo para más tarde, cuando la devolución fuera ya infactible, comunicarme que había olvidado que desde hacía tiempo tenía uno igual; tanto tiempo que lo había olvidado. Este temor me fuerza a devanarme los sesos sin justificación y a pensar en algo único que sus múltiples recursos no sepan imitar ni repetir.

VII

Ya sabía yo que un día de estos iba a depararme alguna sorpresa; llevaba cerca de una semana inquieto y desasosegado, evitando encontrarse conmigo para así no exponerse a caer en la tentación de formular verbalmente el ruego que me tenía reservado; aplazando el momento de dar un primer paso, de hacer su petición y de, con ello, reconocer final y abiertamente que aunque las apariencias estén muy lejos de subrayarlo, se halla a merced de mis designios y mis órdenes. Hoy ya no ha podido eludir el compromiso, tal vez porque desde el exterior le han presionado, impacientados por la demora injustificada, por el incumplimiento de lo prometido. Parece que, en contra de mis previsiones, incluso de mis vaticinios y deseos, no se ve rehuido en demasía: puede que posea algún encanto o aliciente que yo he sido incapaz de apreciar o descifrar, pues para encontrárselo hace falta sin duda una concepción en cierto modo matemática del mundo, habilitada para convertirlo todo en módulos y en congruencia. Debe de cumplir con unos requisitos muy difíciles de reunir, pero ignoro cuál podrá ser la combinación deseada para que él, precisamente él, haya logrado proporcionarla. Le he dado permiso y calculo que he hecho bien: así me estará agradecido por mi magnanimidad y se verá en la obligación moral de demostrarme su gratitud de alguna manera que yo mismo me encargaré de sugerirle y que tal vez consiga devolverme parte, al menos, de mis energías. Sí, parecerá un contrasentido, pero le he concedido lo que anhelaba. Y además, lo he hecho con gran astucia y no poca elegancia, como si en realidad me extrañara sobremanera que me pidiese permiso para semejante bagatela. Y sin embargo, ¡ay de él si no me lo hubiera pedido!

VIII

Hacía casi tres años, desde que él llegó prácticamente, que nadie entraba por la puerta de esta casa. La desbandada fue general y no hubo gratificantes excepciones. Han llegado todos juntos, debían de haberse citado previamente en una esquina o (quién sabe) en un café; han pulsado el timbre con más fuerza de la indispensable y yo me he apresurado a ir a abrir para echarles una ojeada, aprovechándome de una caída del energúmeno, que ya se precipitaba hacia la entrada con gran alborozo. He hecho bien, porque luego me ha resultado imposible atisbar ni oír nada. Y además he de confesar que, pese a estar al acecho, tampoco me he enterado de en qué momento se han marchado, tan sigilosos han sido. Eran tres y parecían normales; su aspecto era un poco desaliñado, pero normal dentro de todo, consecuencia de su ingrata edad. Uno de ellos, en eso me he fijado, lucía bigote, y los tres llevaban cajas bajo el brazo, aunque no he conseguido ver qué clase de cajas eran ni qué forma exacta tenían. Al principio pensé que tal vez fueran instrumentos musicales y que venían dispuestos a acompañarle en sus ensayos, pero no, en toda la casa no ha sonado una sola nota; en consecuencia no sé qué es lo que habrán estado haciendo. Y me muero de ganas de saberlo. Esta noche, durante la cena, se lo preguntaré, y como me debe el favor no osará negarse a contestarme. Y si se niega, tomaré medidas muy severas y esta vez ya me cuidaré yo de que no pueda esquivarlas. Pensándolo bien, el castigo se lo tiene ya más que merecido: debería… ¡sí, debería haberme presentado!

IX

Ya no sé qué hacer. Cada vez hay más fiestas, se suceden sin apenas interrupción, mi vida en la actualidad transcurre en medio de una fiesta a la que por lo demás no se me ha invitado; aunque sería más propio decir junto a una fiesta; me sientí) como el inquilino del piso contiguo al del insaciable anfitrión, como ese inquilino que sufre tanto de insomnio como de envidia; aveces, lo más, como un vecino que no tanto a causa de sus méritos o encantos personales cuanto de su proximidad, ha ido a parar por accidente al vestíbulo, ha llegado hasta la antesala de la fiesta probablemente animado a pasar en el momento culminante por algún personaje que de manera indebida se ha arrogado el derecho a convidarle de una forma verbal e improvisada, sobre la marcha; como ese vecino que, sin embargo, no se atreve a acceder: remolonea en el umbral especulando con su suerte, aguardando una insistencia que en aquel ámbito le dote de identidad para, finalmente, rehusar. Y lo más indignante es que las fiestas, bien mirado, no son tales a pesar de los inequívocos preparativos; quiero decir que en ellas (o junto a ellas) no se puede pasar inadvertido; las conversaciones, escasas e infrecuentes, se celebran en voz muy baja y nunca entre más de dos personas a la vez. Si alguien habla, los demás prestan atención y no intervienen hasta que un nuevo tema se ha propuesto y se ha efectuado el reparto de papeles. Se diría un seminario. Todo esto lo infiero del tono de las reuniones, lo único que puedo percibir: la puerta permanece invariablemente cerrada con pestillo y, cuando llamo, el silencio se va haciendo de manera acompasada: el diálogo o el discurso quedan al instante interrumpidos y dan paso a unos murmullos que yo calificaría de deliberatorios para que, finalmente, sólo su voz se eleve (de un modo que delata el carraspeo previo, la artificialidad) y pregunte: ¿quién es?, sabiendo a la perfección que sólo se puede tratar de mí. El otro día, en lugar de dar la consabida respuesta y agregar un requerimiento o una petición superflua y rebuscada que nunca logran sus propósitos de justificar mi acción, me quedé callado y volví a golpear la puerta con los nudillos para forzarle a abrir. Así lo hizo, pero con tanta cautela y avaricia que únicamente me fue permitido ver uno de sus ojos color sepia y un considerable volumen de carne que debía de pertenecer a su mejilla derecha. Sin embargo, algo saqué en limpio: su mirada, dentro de la inexpresividad habitual, denotaba por una parte soberbia y por otra temor. Este último sentimiento es lo único que todavía puede salvarme, y yo, víctima del escepticismo, había descartado su existencia.

X

Si sólo se trata de un problema de cotidianeidad, entonces estoy irremisiblemente perdido, pues nada se puede hacer para solucionarlo; mi esperanza es que, por el contrario, sólo pueda resolverse desde las alturas más sublimes, mediante un gran salto (en el vacío, sí, pero matemáticamente calculado) que me haga estar donde está él y le obligue, al ver invadido su propio espacio de terreno y ser él un personaje que no puede admitir más que su opuesto, a trasladarse al único-otro lugar donde aún sería capaz de sostenerse en pie, donde todavía podría seguir vistiendo sus galas y satisfaciendo sus pruritos como si nada hubiera sucedido. Pero si una vez en ese lugar, el que yo ocupo y me corresponde según la ley y la tradición, todo efectivamente continuara como si nada hubiera sucedido, ¿habría sucedido algo en realidad? ¿Habría servido de algo el trabajoso y aventurado intercambio habida cuenta de que ignoro, aún hoy, quién goza de la posición más favorable, de privilegio? ¿De que no sé si su malestar, por no decir inaudito tormento, es superior o quizá inferior al mío? ¿Y de que él, en tanto que morador de mi morada, podría verse tentado (aún es más: obligado) a llevar a cabo la misma, idéntica operación más adelante, anulando así los siempre dudosos efectos de mi arriesgada maniobra? Todos estos interrogantes llevan implícita la respuesta en su propia formulación; todo este desconocimiento de las circunstancias sólo tiene de ello la apariencia, con la que yo trato de revestir de ignorancia algo que, precisamente al poder constatarse como tal, ha dejado ya de serlo. Estos párrafos, por tanto, huelgan.

XI

La brillantez con que ha ganado el concurso me da que pensar. No es que dudara de sus condiciones, menos aún de su buena y concienzuda preparación; de hecho tengo que reconocer que aun cuando no estaría en modo alguno dispuesto a concederle el adjetivo de excelente, su voz no es mala. Considerando los términos y la índole de nuestra relación, lo consecuente habría sido que me hubiera resultado imposible soportar sus afanosos ensayos, plenos de tenacidad, que se prolongan monótonamente a lo largo del día sin apenas pausa ni cesación; y sin embargo, puedo afirmar que si bien tampoco me llaman lo suficiente la atención como para prestarles oído, han llegado a formar parte de los sonidos naturales de la casa, como el tictac del reloj, los cambios de humor de la nevera o los timbres de las bicicletas que circulan por la vecindad; es decir, me pasan inadvertidos. Sólo cuando practica el tremolo o el vibrato con excesivos denuedo y rigor logra que mis pensamientos, alarmados por los alaridos, se distraigan y confundan. Esta tolerancia para con sus ensayos, tan sesudos, se vio no obstante disminuida tras tener ocasión de contemplarle un día, de manera absolutamente accidental, en medio de su conmoción. Deambulaba yo de un lado a otro del jardín aprovechando el magnífico sol para examinar un documento al aire libre cuando, al pasar junto a la ventana de su habitación, su voz, que hasta aquel momento había desatendido como de costumbre pese a su insistencia en hacerse notar, produjo una fuerte vibración en los cristales, sobresaltándome. Me detuve y, a escondidas, atisbé el interior del cuarto: lo primero que vi fue un gran desorden; los libros yacían amontonados en pilas de gran altura, algunos desparramados por el suelo; una silla estaba caída y todos los cuadros ladeados; algunas gotas de leche se habían vertido sobre la alfombra. Y allí estaba él, enorme, provocador, inmerso en los dominios de la vanagloria y probando el alcance de sus facultades: semidesnudo, con tan sólo una camiseta que a duras penas le llegaba a la cintura, tenía los brazos extendidos hacia adelante, las cortas manos carnosas insuficientes para expresar toda la turbación de su despliegue; con una rodilla apoyada en la alfombra, su pasión contrastaba con los innecesarios e inverosímiles esfuerzos que se veía obligado a hacer para, desde su encogida posición, pasar las hojas de la partitura sin perder el equilibrio (el atril se encontraba a la altura del pecho de una persona que está de pie). Su cuerpo, amarillento y rebosante, se tambaleaba de un lado a otro con pesadez acompañando la intensidad de las sucesivas notas, proferidas con inagotable sentimiento pero privadas de toda razón. Era la imagen de la desmesura y el derroche, de la enajenación y el pavor. Sudoroso, desgafiitándose sin que nada le importara o concerniera, sin duda se había olvidado hasta de su propia existencia en aras no tanto de la música que interpretaba cuanto de la dificultad que, por su propia voluntad, entrañaba la escenificación. La voz (hasta entonces siempre mediada y velada por pasillos, puertas y salones), de una potencia que escapaba a mi comprensión, no parecía provenir de su garganta, invitaba a suponer un fraude; pero la certeza de que efectivamente era suya me hacía penetrar en el reino de la incoherencia y me golpeaba la cabeza como un mazo empuñado por la sinrazón. Sus carnes blandas, llanas, incapaces de alcanzar el retorcimiento a que aspiraban, se conformaban con el suave balanceo que como único resultado daban sus pretensiones de agitación. Así, el encrespamiento de la voz no se dejaba asociar a la molicie de la figura, gruesa y extraña, sin edad ni género, en verdad ajena al entendimiento. Si en aquellos momentos él hubiera reparado en mi presencia, si tan sólo la hubiera adivinado o intuido, no sé qué habría sido de mí. Tal vez, sumido en el trance, mi persona habría resultado inasequible a su percepción, y en el mejor de los casos sólo habría atinado, tras vislumbrarme, a desvanecerse, acongojado por la revelación de una objetividad inopinada con la que no había contado. Tal vez no, tal vez se habría abalanzado sobre mí y me habría destrozado sin por ello interrumpir el canto: sí, sus movimientos demoledores se habrían acoplado a la melodía y yo habría pasado a formar parte de la representación, único ámbito en el que podría habérseme dotado de sentido. Tras esta visión, lo natural, en efecto, habría sido que desde entonces ya no hubiera podido soportar sus estentóreos y vertiginosos vibratos: que me hubieran traído a la memoria la imagen de su espantosa transformación. Si no es así, ello es debido a que la escena sufrió una alteración y obtuvo un desenlace que cambiaron su signo en mi recuerdo, confiriéndole un carácter más benigno: en medio de la jactanciosa dilación de su crescendo, cuando todavía el punto culminante estaba lejos, su rodilla flaqueó como la navaja mal clavada en la madera y cayó en tromba arrastrando el atril, la partitura, una silla y el colchón. Quedó tendido en el suelo, estupefacto; la cabeza, levantada, trataba de formar ángulo recto con el tronco en su vano intento de descubrir alguna causa externa que hubiera precipitado su aparatoso derrumbamiento, inesperado a todas luces esta vez. La partitura se había cerrado al caer. Entonces se levantó poseído de un rencor sin destinatario y, tras asumir el desbarajuste del contorno, inició de nuevo el despliegue aspaventoso y amenazador, no por hacerlo iracundo y ya sin fe con menos vigor, arrojo y exactitud.

XII

Todavía no salgo de mi asombro pese a que después de tantos años nada debería haberme sorprendido, menos aún después de haber comprobado que su estado habitual es el de enajenación. Bien es verdad que la posibilidad de un enfrentamien-to explícito y directo no escapaba al círculo de mis conjeturas, pero tampoco es menos cierto que la tenía por la más remota de todas ellas: los prolongados años de taciturnidad, la convivencia (de manera inexpresa, pero) ya estatuida sobre la base del supuesto mutuo y de la arbitraría predicción que descarta lo predicho, la delimitación de los terrenos no por impuesta menos inviolable, la habían relegado al último lugar. Si hubiera seguido al pie de la letra los preceptos que rigen el futuro, no otra cosa se me habría aparecido más probable, semejante posibilidad habría pasado a ocupar el primer término, se habría convertido en la certidumbre inapelable de lo que me aguardaba; pero, ¿cómo seguir esos preceptos infalibles sin con ello invalidar su contenido? Lo que más me duele es no haber sabido responder, enmudecido por la incredulidad, a su mendacidad y a su impudencia. Diríase falta de experiencia, más bien fue estupefacción desprevenida, disculpable en toda circunstancia, ¿no es así? Me comunicó, con un día de antelación, que deseaba hablar conmigo, tener unas palabras, pero se negó a especificar el tema hasta, según su propia expresión, haber meditado cabalmente lo que tenía que decirme. Veinticuatro horas más tarde comprendí que lo que había hecho durante ese tiempo no era meditar, sino memorizar: con el aspecto reluciente de quien se dispone a asistir a su primera fiesta, tan bien peinado, arreglado y compuesto como no lo había visto jamás, se presentó en mi despacho a la hora convenida y a mi provocador y bien?, contestó sin ningún preámbulo con un discurso resoluto, desafiante, audaz, perfectamente elaborado, en el que se adivinaba la académica puntuación de la escritura y en el que, a lo largo de los quince minutos que duró, no cesó de acusarme, con la pedantería que los mismos términos proclaman, de iniquidad, contumacia, protervia y prevaricación. De esas cuatro cosas precisamente, esos fueron los sustantivos que utilizó. Expuso los motivos que le habían impulsado a aventurarse de aquella manera y se quejó de mi inaccesibilidad a sus prodigados detalles y a su evidente voluntad de acabar con los recelos y tensiones que ya hacían insufrible la enemistad. El texto recitado, salpicado aquí y allá de metáforas inútiles por su transparencia, era, sin embargo, arrogante y duro, estaba enteramente desprovisto de los tonos de la súplica, lo dictaba la exigencia. Las razones se sucedían ordenadamente y no faltó algún que otro silogismo de baja factura. Sus quejas, dentro de una exageración que lindaba con la falacia, no eran injustas ni disparatadas desde su posición; pero él ignora que desde la mía sólo son improcedentes y una desfachatez: aún no está en edad de comprender que me ha hecho la vida imposible, que su mera presencia es un tormento, que ha arruinado mi fulgurante y prometedora carrera, que además, con su alegato, no ha hecho más que agravar todo el asunto, que ahora ya es irremediable que acabe con él cuando llegue el momento, que por su culpa he sido víctima de la mediocridad y del desánimo, que sé muy bien que tras de su corrección se ocultan la perfidia y el rencor. No se da cuenta tampoco de que con su denuncia es ahora más endeble y vulnerable, que a mis ojos su prestigio se ha perdido para siempre; más que de prestigio habría que hablar de avasallamiento y tiranía, de inexpugnabilidad, de despotismo, de terquedad, de inmundicia y de impiedad. ¡Ah, el día que yo pueda hacer caer sobre ti todo el peso de la ley no escrita, ese día te arrastrarás jadeante ante mis pies y lamentarás cada palabra pronunciada en medio de tu locura precoz!

XIII

Insospechadamente se me ha afeado mi conducta; sólo ha sido una tímida insinuación no exenta de respeto, pero ha bastado para que el pálido y exiguo velo del disimulo cayera hecho jirones, dejando al descubierto su recóndito afán; se me ha afeado mi conducta para con él, y ese es el resultado de haber permitido que una desconocida al fin y al cabo penetrara en mi casa y en mi intimidad y gozara de una confianza otorgada sin cortapisas ni recelo que ahora me veré obligado a retirarle: haciendo caso omiso de los atenuantes, de sus invocaciones a un ayer que ya carece de memoria, y a pesar de su bisoñería. No puedo ser condescendiente con ella, y sus visitas deben cesar inmediatamente, tocar a su fin definitivo antes de que sus descabelladas proposiciones lleguen a oídos de él y encuentren un eco no por mitigado enteramente inocuo. No hay mayor peligro que el de la connivencia. Yo, al hacerle mi narración, no le pedía ni su interpretación ni su opinión, ni tan siquiera comprensión: sólo, si acaso, solicitaba un interés por mi persona que, por otra parte, parecía ya haber manifestado en algunos campos de manera bien sobrada; fue eso, su tenacidad y no otra cosa, lo que en verdad le despejó el camino hasta mi alcoba, que llenó (y se lo agradezco) de fragancia y esplendor. Pero a todo bienestar le corresponde un exceso que lo troca en malestar, y para delimitar sin riesgo y con precisión la longitud del trayecto que se puede recorrer en uno y otro sentido indistintamente antes de hollar el enfangado terreno donde ceden los rieles, se requieren grandes dosis de talento y tacto, mucho mayores de las que (y lo lamento) mi preciosa admiradora parece haber conseguido reunir a lo largo de su breve y lozana existencia. Lo que aún no sé es cómo decírselo: comunicarle que nuestras entrevistas van a quedar no interrumpidas, ni espaciadas (mal menor), sino para siempre canceladas, es tarea delicada, y pienso si no sería más prudente no dar (sí, injustamente) ni aviso ni explicación de mi brusca decisión: aun a expensas de tener que soportar un asedio tanto más insulso cuanto que estaría guiado por la miopía del desconcierto. Si yo fuera capaz de desterrar todo afecto y sentimiento y entregarme a la irrisión, el proceso, sin embargo, podría resultarme divertido: ya la veo haciendo llamadas telefónicas que el energúmeno, provisto de órdenes tajantes, se encargaría de contestar con enorme ambigüedad; enviando billets-doux que tal vez, si estuviera dispuesto (cosa que dudo) a participar en la comedia, le mostraría a él para compartir mi regocijo y mi hilaridad; aporreando la puerta incansablemente con el cabello alborotado: la combinación, mal puesta expresamente, estoy seguro de que le asomaría por debajo de la falda. Más tarde, la actitud contraria: amenazas de abandono definitivo, ignorando (o haciendo como que ignora, engañándose a sí misma, perdida ya por la ilusión) que es ella quien ya lo está; imprecaciones abstru-sas que acabarían por erigirse en disparates, por alcanzar tan graciosa dimensión; tremendos esfuerzos y complicados arabescos para lograr que yo esté al tanto de sus inofensivas aventuras, no dictadas por el gusto sino por la estrategia; y a todo ello yo respondería siempre con el silencio, ¡con el silencio, que ella vería al principio como espejismo de claudicación! Hasta tal punto sería cruel que al final, harta y aburrida y deseosa de variación, se retiraría del escenario con alivio; pero también con la eterna amargura del desconocimiento, sin saber las causas ni las condiciones de mi abandono y con la certeza y el rubor de haber perdido tanto el tiempo como la dignidad. Demasiadas vejaciones para mi pacífico corazón. No me atrevería, no tendría el valor suficiente para llevar a cabo semejante felonía. No, no, no, ni hablar del peluquín.

XIV

Él está arriba, en el escenario, vestido a la usanza del XVIII; lleva una larga nariz postiza, algo curvada, que le hace parecer un viejo gruñón. En este justo momento se la quita y saluda al público (que lo aclama) con una inclinación no desprovista de gracia a pesar de su obesidad. El público, ante el desenmascaramiento, intensifica la ovación. No es para tanto. Mira a su derecha, donde, un poco rezagada, se halla la jovencísima soprano que, como él, hace su debut oficial, y la coge de la mano para que salude al mismo tiempo: hasta ahora, cuando el uno subía el otro bajaba y viceversa. Es fea, pero desde la distancia a que me encuentro es imposible determinar en qué consiste su fealdad. Se ha quitado, ella también, la cofia y el delantal: se despoja del disfraz más accesorio y ahora deja enteramente al descubierto su vestido rojo de terciopelo, impropio de una criada (el atrezzo no ha sido de lo mejor); hace unas reverencias muy rápidas y seguidas, como si la estuvieran esperando fuera del teatro y tuviera prisa por terminar. El, mi ahijado, impide además que se la vea muy bien: llena la reducida escena con su descomunal figura, y gracias al colorido de su maquillaje, exagerado sin duda alguna para llamar más la atención (supongo que asimismo ese es el motivo por el que durante su última intervención apareció con una ridicula botarga en lugar de los tradicionales calzones que había llevado a lo largo de toda la obra), logra que todas las miradas se dirijan y fijen en él. A mi lado está su prometida, que aplaude con fervor; le brillan los ojos, llenos de admiración, y el orgullo la hace palmotear a un ritmo distinto del de la concurrencia. Se le cae un guante al suelo sin que lo advierta, y yo me agacho a recogérselo y se lo tiendo, pero ella, entusiasmada, arrebolada, sigue sin darse cuenta ni de la pérdida ni de mi movimiento de recuperación. Yo insisto con la mano derecha extendida, pero es inútil, su arrebato me está jugando una mala pasada: varias personas me miran de reojo y con censura al ver que no estoy aplaudiendo, de modo que finalmente me meto el guante debajo del brazo y reanudo mis aplausos al tiempo que lanzo un vítor que esclarezca mi posición. Estoy en la tercera fila del patio de butacas y tengo que volverme si quiero ver la expresión de los rostros del público. Se muestra jubiloso y satisfecho con la representación, aunque observo que los entendidos ya han dejado de aplaudir e intercambian impresiones entre sí. ¡Cómo me gustaría oírles! Cuando vuelvo de nuevo la vista hacia el escenario, los tres han desaparecido, pero al cabo de unos segundos salen otra vez, ahora ya sólo él y la soprano, sin el mudo; repiten varias veces más la operación mientras me pregunto si al final saldrá sólo uno de ellos o si siempre lo harán los dos, probando así sus deseos de equidad. Por fin obtengo la respuesta que en realidad ansiaba: aparece sólo él. Se ha quitado la peluca y ofrece su aspecto habitual, la cabeza bien rapada, con la raya a la derecha. Exultante, prodiga las reverencias en honor del auditorio, como todos los noveles envía besos a los palcos, y no dirige nunca, ni una vez, la mirada hacia el lugar donde estoy yo con su prometida; espero que ella también advierta el pormenor y entonces me haga algún comentario, me preste un poco de atención. Así tendré ocasión de entregarle el guante, que se me está arrugando debajo del brazo; pero no puedo sacarlo de ahí si quiero ser el último en dejar de aplaudir; tengo que hacerlo, o si no ella tal vez piense (no sé qué le habrá contado él acerca de mí, pero es obvio que no me profesa grandes simpatías) que la envidia ha hecho presa en mí y que me niego a reconocer y sancionar su triunfo desorbitado. Estoy convencido de que ni ella misma tenía excesiva confianza en el éxito. ¡Atiza! Me tefñp que va a dar un encoré. No, afortunadamente no estaba previsto: la ovación va menguando y él parece que se va a retirar ya. Aún le está estrechando la mano al director; ahora a los violines, al clavicordio, a los dos trompetas, que ya desaparecían por la puerta del fondo, y ha sido él quien los ha retenido para que saludaran todos juntos. Ahora ya sí, se ha quedado el último y, sin darle en ningún momento la espalda al auditorio, se encamina tanteando con los pies hacia la salida. ¡Cuidado, cuidado! ¡Lo veo venir! Se ha enganchado en un atril, tropieza, se ve en un aprieto, da un traspiés, se bambolea hacia atrás, intenta mantener el equilibrio apoyándose en los platillos que hay en un rincón, ¡cielos!, los va a arrastrar en su caída… ¡cae! El público, que ya se encaminaba hacia la calle, se vuelve sorprendido por el estruendo. Su prometida, alarmada, emite una ahogada exclamación y se lleva las manos a la cabeza: se le ha caído el otro guante.

XV

Por fin me encuentro a solas otra vez, ya se fue y no volverá; quizá, a lo sumo, de visita y siempre acompañado: lo más probable es que las entrevistas sean incluso una delicia, sedadas e interesantes. Unas manos femeninas y amorosas lo depositaron, insensatas, en mis brazos; y ahora otras, también acariciadoras, me lo sacan de encima, lo apartan de mi existencia restituyéndome la libertad y confirmando así su inusitada capacidad de elasticidad. Pero la elección de ambos momentos no ha sido la acertada; por el contrario, han constituido sendos errores ya irreparables; era antes, y no ahora, cuando más me atormentaba. Y aún es más: este giro, el desenlace, lejos de proporcionarme el alivio y el consuelo, lejos de devolverme mis energías y cerrar el paréntesis demorado de mi falta de talento, ha echado a perder mi última obra, que hoy, con él ausente, se me aparece como carente de sentido y de antemano condenada por mi torpe imprevisión; mis esfuerzos, no por lacónicos y poco perceptibles menos denodados, se han desperdiciado y malgastado; y mi voluntad, una vez más, se ha visto contrariada y defraudada: cuando los lazos que me ataban ya se habían aflojado, cuando su roce era más benévolo, menos doloroso y compulsivo, cuando mi integridad empezaba a desgastarse (maltratada por la continua adversidad, por el cansancio del desdén practicado sin interrupción a lo largo de los años), cuando el entenebrecido progreso se veía atemperado, es entonces cuando un corte brusco me concede, gratuitamente, lo anhelado; de manera súbita y sin escrúpulos, lo priva de todo su atractivo y lo rebaja, y es entonces, sólo entonces, cuando me es entregado sin que yo dé nada a cambio: cuando el deterioro ya ha alcanzado una cota irremediable, cuando él, por el contrario, se eleva irresistible en su veloz carrera, cuando el tiempo se desvanece y a mí, apuntalado, sólo me queda relatar el desengaño a mi manera y constatar la injusticia del reparto.

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