—Motores de retroceso en cinco minutos; por favor, prepararse para el descenso.
La voz del piloto, que salía del pequeño parlante en el respaldo delante de él, despertó a Kinsman. Por un momento no supo dónde estaba. Desorientado, sintió que un relámpago de miedo lo atravesaba. Luego se orientó: estaba en la lanzadera lunar. Los jóvenes oficiales lo rodeaban, los correajes de seguridad cruzaban su pecho y sus muslos, y vio el tubo metálico sin ventanas de la sección de pasajeros de la nave.
—Seguramente he estado dormitando —murmuró.
El muchacho que estaba junto a él le sonrió.
—Desde hace cuatro horas, señor.
Kinsman gruñó y se friccionó los ojos. Había sido un vuelo muy largo, con un impulso de mínima energía, pero un viaje muy ajetreado. Había pasado más de veinte horas ininterrumpidas en urgentes comunicaciones con Selene, con las estaciones espaciales —donde había dejado a Chris Perry a cargo de todo— y con Ted Marrett, adentrándose cada vez más en los detalles de una política mundial de control del clima.
Había habido una inundación de mensajes desde la Tierra : urgentes, furiosos, inquisitivos, aprensivos. Kinsman hizo que Perry y Harriman contestaran la mayor parte de ellos. Se negaba a hablar con cualquiera que estuviera por debajo del presidente de los Estados Unidos o el premier de la Unión Soviética.
—Eso me asegura que no tendré que ocuparme de ningún llamado —había admitido con una sonrisa.
Los jefes de estado jamás lo llamarían. Sería una concesión demasiado grande el que lo hicieran. Simplemente esas cosas no se hacían en el mundo de la diplomacia internacional, en el que el protocolo está por sobre todas las cosas.
Habló brevemente con Ellen usando la pantalla visora compacta que tenía ante sí. Todo estaba en orden en Selene. Aparentemente ambos lados continuaban en alerta roja, pero no habían habido más incidentes bélicos, lanzamientos de cohetes, amenazas de Washington o explosiones de Moscú.
Kinsman sabía que ellos jugaban a esperar y ver qué sucedía. Estaban digiriendo la nueva situación, haciéndola examinar por las computadoras y comisiones especiales y grupos de expertos, tratando de adivinar qué había que hacer.
—Retroceso en treinta segundos.
Tenemos que enviar a Marrett de vuelta a Nueva York, se dijo Kinsman. Tiene que hablar con De Paolo. Necesitamos el control del clima, como amenaza tanto que como promesa, si queremos tener alguna influencia sobre las grandes potencias.
Los cohetes de freno entraron en acción, y Kinsman sintió una enérgica pero suave mano que lo presionaba en su asiento de espuma. Realmente no se oía ningún ruido de motores, pero se sentía una vibración que hacía estremecer los huesos.
Estaba aún tratando de decidir si el piloto había usado tres o cuatro veces los frenos, cuando se dio cuenta de que ya habían llegado. La habitual sensación de peso lunar lo envolvió, mientras el piloto anunciaba:
—Última escala: la nación libre e independiente de Selene. Población: mil y tantos. ¡Todo el mundo abajo!
Kinsman sonrió. Hogar, dulce hogar, se dijo. Y entonces se dio realmente cuenta de que había regresado al hogar. Allí estaban Ellen, Harriman, Frank Colt, y toda la otra gente y las cosas que hacían que esta parte del universo le pareciera su hogar.
Había venido sentado en el extremo delantero del compartimiento de pasajeros, y la mayoría de sus acompañantes a bordo se alineaban frente a la portezuela, por delante de él. Uno de los jóvenes se volvió cuando Kinsman salió de su lugar y entró al pasillo entre los asientos:
—Si quiere salir primero, señor…
Sacudió la cabeza.
—No, está bien. Sigan así.
La portezuela quedó expedita en pocos minutos, y Kinsman caminó lentamente junto con los otros a través del tubo flexible de acceso a la esclusa neumática de la cúpula principal de Selene.
Parecía ser una caminata muy larga. Detrás de sí quedaba la excitación, el terror, la pasión de la acción, la rápida y temible culminación de tantos años de dudas, de tantas semanas de indecisión. Ahora ya estaba hecho, y habían muerto hombres a causa de ello. Yo los maté. Pero, sorprendentemente, no sintió culpa: sólo cansancio… y el comienzo del miedo.
Kinsman se dio cuenta de que esta revolución —si es que realmente lo era— apenas estaba comenzando. El combate podía haber terminado, pero la verdadera lucha recién comenzaba. Ahora había que hacerla perdurar. Hacer que una nación de poco más de mil personas siga siendo independiente de los ocho mil millones de habitantes de la Tierra. Tenemos una larga palanca y un punto de apoyo…, pero ¿es eso suficiente?
La puerta interior de la esclusa neumática estaba cerrada cuando Kinsman ingresó en el pequeño compartimiento metálico.
—¿Algún problema? —preguntó al hombre que estaba delante de él.
El oficial se encogió de hombros.
—No lo sé. Estaba abierta, y la gente estaba saliendo. Luego alguien afuera gritó “esperen” y cerraron la maldita portezuela en mis narices.
Antes de que Kinsman pudiera acercarse al teléfono que había en la pared, la portezuela se abrió nuevamente. El joven oficial hizo un gesto y salió. Kinsman lo siguió hacia el ámbito de la cúpula principal.
Estaba llena de gente. A la derecha, una abigarrada colección de músicos comenzó a tocar una casi irreconocible versión de “Viva el Jefe”. Los instrumentos eran: un vapuleado trombón a vara, una docena o más de armónicas y chicharras, unos pocos instrumentos caseros, por lo menos un violín, unos cuantos tambores hechos con latas de aceite y una melódica.
Todos gritaban y daban vivas. Kinsman ni siquiera tuvo la fortaleza de tambalearse. Se quedó como helado en su sitio. ¡El trombonista sonreía mientras tocaba!
Cuando la banda terminó la multitud siguió gritando, y sus gritos hicieron vibrar la cúpula. Hugh Harriman alcanzó de algún modo a colocarse junto a él, palmeándole la espalda. También estaba Leonov, sonriendo y besando a todo el mundo a su alcance, hombres y mujeres.
—¡Felicitaciones, Chet! —le gritaba Harriman al oído—. ¡Hicimos una elección esta tarde y perdiste! Ahora eres el administrador general de esta enloquecida nación.
—Y yo soy el vice administrador —dijo alegremente Leonov—. A cargo de la inmigración. ¡Tengo que entrevistar a todas las muchachas que quieren venir a vivir aquí!
Era un torbellino vertiginoso y enloquecido. Ellen se separó de la gente y lo tomó del brazo mientras toda la población lo rodeaba riendo, dando vivas, tomándose de las manos, diciéndole a él —y diciéndoselo unos a otros— que estaban dispuestos a defender su nueva nación y a seguir al jefe.
Kinsman perdió la noción del tiempo. De alguna manera, después de lo que parecieron horas de ruidos ensordecedores, gentíos, música, parejas bailando y serpenteando a lo largo de la cúpula y por los corredores del subsuelo, un pequeño grupo terminó con él en las habitaciones de Ellen: Harriman, Leonov, Jill y Alexei Landau, y la misma Ellen.
—¿Inmigración? —estaba preguntando Kinsman.
Le daba vueltas la cabeza, y tenía una alta copa en sus manos. Ellen estaba sentada en el brazo del sillón, junto a él. Leonov asintió vigorosamente con la cabeza. Tenía una botella en una mano y un diminuto vaso en la otra. Estaba de pie, con sus pies sólidamente plantados sobre la hierba del suelo, pero su cuerpo se balanceaba lentamente de un lado a otro. Kinsman no podía decidir si se trataba de su propia vista o efectivamente el sistema de estabilidad del ruso se había descompuesto.
Leonov anunció jovialmente:
—¿Sabes cuántos pedidos para visas de inmigración hemos recibido en las últimas veinticuatro horas? ¡Miles! De casi todas las naciones del mundo.
—Ya hemos sido reconocidos oficialmente por varios países —dijo Ellen—. Comenzando por Israel.
Antes de que Kinsman pudiera decir nada, Harriman se pulió las uñas en el pecho de su traje de cremalleras.
—Es necesario que sepan que tengo mis influencias entre ciertos países civilizados de la Tierra. Además —agregó—, ésta es la única nación del mundo que no los ha expulsado.
—Demasiado —murmuró Kinsman—. Esto es demasiado.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Jill Myers, posando su mirada profesional sobre Kinsman—. Tienes el aspecto de haber pasado por varios torniquetes. Quiero que estés en mi oficina mañana a la mañana, a las nueve horas.
—Quieres decir hoy a la mañana —dijo Alexei suavemente—. Ya son más de las tres.
—A la cama, todos ustedes —ordenó Jill—. No podemos permitir que nuestro administrador general se desmaye en el primer día de su cargo.
Harriman frunció los labios.
—Podría hacer varios comentarios obscenos, pero considerando su alta investidura, señor administrador general, mantendré un respetuoso y cortés silencio.
—Me adulas para poder conseguir un buen cargo político —dijo Kinsman.
—Tienes razón. ¿Que tal si me ofreces el Ministerio de Educación?
—No. Lo que quiero es que seas nuestro ministro de Relaciones Exteriores.
Harriman quedó sorprendido.
—¿Yo, un diplomático? ¿Uno de esos melindrosos mariquitas?
—Iniciarás un nuevo estilo en relaciones exteriores. Acabas de admitir que has ejercido tu influencia sobre un país.
—¡No me pondré pantalones a rayas!
—Hugh, no tienes que ponerte pantalones si no quieres. Lo que yo necesito es…
—¡Mañana! —dijo Jill con firmeza.
Se levantó de su silla y Alexei hizo lo mismo, elevándose por sobre las pequeñas proporciones de la muchacha. Ellen también se apeó, y todos se dirigieron hacia la puerta. Pero Kinsman se quedó rezagado mientras los otros salían.
La voz de Harriman aún resonaba en el corredor, mientras Kinsman le decía a Ellen:
—No me mataron.
—Pero lo intentaron —dijo ella.
Chet estiró su mano para cerrar la puerta, pero ella no se lo permitió.
—Hiciste un buen trabajo cuidando que todo marchara bien mientras yo estuve ausente.
—Gracias.
No era su intención mantener una conversación de cortesía. No quería hablar de nada, ni siquiera quería pensar. Ni sobre política, ni sobre guerra, ni sobre muerte.
—Ellen… hagamos el amor.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó ella, con voz neutra y sin emoción.
—Sí.
—Y luego volverás mañana a tu oficina y serás el administrador general.
Chet asintió con la cabeza.
Ellen soltó la puerta y sacudió la cabeza.
—Tengo tanta fuerza de voluntad cuando no estás aquí… —con una triste sonrisa lo abrazó—. No estamos hechos el uno para el otro, lo sabes.
—No, no lo sé. Dímelo.
Cerró la puerta y se dirigieron al dormitorio.
Jill Myers ocupó las primeras horas del nuevo día examinando minuciosamente a Kinsman. Hizo una serie de ruidos y gestos con su boca y su cara mientras leía los resultados de los diferentes exámenes que entregaba la computadora, que había integrado todos los datos provenientes de los distintos aparatos médicos.
—Estás convencido de que estos murmullos cardíacos tuyos son sólo una trampa para engañar a las autoridades de la Tierra —lo regañó—. Pues bien, mira este electrocardiograma.
Le alcanzó una cinta de plástico por sobre su pequeño y desnudo escritorio. Kinsman examinó la línea dentada.
—¿Está mal?
—No es una línea segura. ¿No has estado sintiendo algunos dolores de pecho? ¿Agudas punzadas en el brazo izquierdo, o en alguna otra parte?
Chet hizo un gesto con los hombros.
—Pues… una pequeña molestia cuando estaba en la sección de mucha gravedad de la estación espacial, eso es todo.
—Eso es todo, dices…
La mirada de Jill echaba fuego. Dictó una receta para pildoras a la computadora, y luego lo hizo salir de su minúscula oficina con un movimiento de su mano. De un solo paso, Chet llegó a la puerta.
—No eres inmortal —dijo Jill secamente—. Todos dependemos de ti, Chet. Pero muerto no nos servirás de nada. Actúa con más tranquilidad.
—Por supuesto —sonrió—. Lo peor ya ha pasado. De ahora en adelante todo irá pendiente abajo.
No fue hasta que llegó a la mitad del corredor que llevaba hacia la fábrica de agua, que se dio cuenta de las muchas y diferentes implicaciones que la expresión “pendiente abajo” podía tener.
Ernie Waterman estaba incómodo cuando se volvió a enfrentar con Chet. La cara agria del ingeniero enrojeció cuando Kinsman apareció en escena. Estaban junto a los trituradores de rocas, donde una explosión había destrozado dos de las seis cintas sin fin que llevaban la roca pulverizada desde las gigantescas maquinarias hasta los arcos eléctricos.
Los cuatros trituradores que funcionaban marcaban un acompañamiento basso a los ruidos agudos. Waterman tartamudeó por sobre el griterío de los técnicos llamándose los unos a los otros, y los ruidos del chisporroteo de los soldadores.
—Supuse… supuse que mientras estuviera aquí… Bueno… supuse que podría ayudar. Es mejor que estar sentado sin hacer nada, ¿no?
—Está muy bien, Ernie —dijo Kinsman, tratando de mantener su tono tranquilo al gritar por sobre el estrépito del equipo de reparaciones—. Agradezco su ayuda.
—¿Cuándo debo irme?
—¿Irse?
Un compresor de aire entró en acción y Waterman levantó su penetrante voz aún más y se inclinó sobre el oído de Kinsman. Sus duros cascos se tocaron.
—¿Cuándo me hará embarcar para la Tierra ?
—Nadie volverá a la Tierra —gritó Kinsman—, y nada de la Tierra vendrá hacia aquí. Por lo menos, hasta que nos pongamos de acuerdo en varios puntos de política. Por otra parte, si usted abandona o no Selene es una decisión suya, Ernie. No puedo enviarlo de vuelta a una silla de ruedas. Si puede soportar lo que estamos haciendo aquí, o lo que sería mejor, si comienza a compartir nuestra manera de pensar, será bienvenido y podrá quedarse cuanto quiera.
La boca de Waterman se movió, pero Kinsman no pudo oír lo que dijo.
—Lo digo seriamente, Ernie —gritó—. Mientras no haga nada en contra de nosotros queremos que se quede.
—Y… ¿me tendría confianza?
—¿Por qué no? ¿Acaso no es usted un hombre honesto?
Waterman simplemente sacudió asombrado su cabeza.
Kinsman pasó la mayor parte de la tarde revisando las listas de personal y combinando los archivos americanos con los de Leonov. Ambos estaban trabajando en la oficina de personal de los rusos. Estaban solos, excepto por la terminal de computadora de Lunagrad que reposaba sobre una mesa en el centro de la amplia habitación. La computadora de Moonbase no había sido aún totalmente conectada con la máquina rusa.
Leonov tenía que traducir los caracteres cirílicos; Kinsman hizo que los archivos americanos fueran transmitidos por teléfono al banco de datos ruso. Frunció la frente cuando apareció la ficha de Pat Kelly en la minúscula pantalla visora del teléfono. Kelly todavía estaba confinado a sus habitaciones y bajo el cuidado de un psiquiatra. Había solicitado el traslado inmediato a la Tierra junto con su familia.
Me equivoqué con él, se dijo Kinsman a sí mismo. Trabajaba cerca de mí, vio todo lo que yo veía y todo lo que yo hacía. Sin embargo no pudo dar el salto, no pudo cambiar sus ideas lo suficiente como para darse cuenta de lo que había que hacer. Prefiere ver América destruida antes de verla cambiada.
Cuando regresó a sus propias habitaciones, un poco antes de la hora de la cena, encontró a Frank Colt que lo esperaba. Estaba solo.
—Me preguntaba cuándo aparecerías —dijo Kinsman, mientras cerraba la puerta.
—Sí. Me alejé de la fiesta anoche. Me imaginé que te habías ganado la celebración sin necesidad de que yo la estropeara.
—Te busqué entre la gente. Quería agradecerte por no haber intentado nada mientras estuve ausente.
Kinsman atravesó la habitación y se sentó en la silla giratoria que estaba junto a Colt, quien se había sentado tensamente en el sofá.
—Se necesitaba coraje para tener confianza en mí —dijo Colt, mirando cautelosamente a Kinsman.
—Se necesitaba coraje para aceptar esa responsabilidad sin estar de acuerdo con lo que estábamos haciendo.
—Sí. Tal vez sea así.
—¿Sigues pensando de ese modo? ¿Crees que lo que estamos haciendo es un error?
Colt no respondió inmediatamente. Y cuando lo hizo fue con una silenciosa afirmación de su cabeza.
—¿Aun cuando puedes ver que la gente de Lunagrad está con nosotros, y que todos estamos actuando para salvar a los Estados Unidos y a Rusia?
Inclinando hacia adelante, con sus puños sobre las rodillas, Colt respondió:
—Está bien, está bien. Las intenciones de ustedes son buenas y han hecho suyos los mejores intereses de la humanidad, pero… no me convencen. Lo siento, Chet, pero las cosas son así. Quiero irme. Quiero volver a la Tierra.
—Pero Frank, ¿no puedes ver…?
—¡Puedo ver todo el maldito asunto! Y sé de qué lado estoy. Y no es de tu lado. Lo siento, hombre. Es posible que yo esté equivocado y tú tengas razón, pero mi actitud es ésa.
Kinsman buscó la cara de su amigo. Era una mezcla de dolor y obstinación débilmente enmascarada.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—Absolutamente nada. Envíame de vuelta a la Tierra tan pronto como puedas.
—Puede haber problemas para ti allá. Podrían no creer que estabas en contra de nosotros.
—Correré el riesgo.
Kinsman sacudió la cabeza y dijo:
—Frank, detesto tener que…
—¡Hazlo! —interrumpió Colt—. Deja de pensar que puedes convencer a todo el mundo con la lógica de la dulce sonrisa. Yo soy lo que soy, y eso no lo puedes cambiar.
—Y tú no quieres cambiar.
Por un instante, Colt pareció a punto de golpear a Kinsman. Pero el fuego que había en sus ojos se apaciguó y sólo respondió:
—Tienes razón, no quiero cambiar.
Algo surgió en la mente de Kinsman y se oyó a sí mismo que decía:
—Muy bien, Frank. Podrás irte en el próximo vuelo hacia Alfa. Habrá un vuelo especial a la Tierra desde allí. Hay algunos civiles, científicos y otros, que quieren regresar. Podrás irte con ellos.
Y con Marrett, pensó Kinsman.
—Muy bien.
Kinsman se dejó hundir en su silla mientras pensaba: Estás usándolo, es una excusa para hacer que Marrett se ponga en contacto con la gente de las Naciones Unidas.
—¿Quieres alguna otra cosa, Frank?
Colt apretó los dientes antes de responder.
—Sí, algo, más. —Su tono era de desagrado, casi de vergüenza.
—¿De qué se trata?
—Murdock…
—Oh, demonios. ¿Qué ha hecho ese calzonazos ahora?
Los ojos de Colt trataron de evitar los de Kinsman.
—Ellen me pidió que te lo dijera. No sabía cómo hacerlo ella misma. Ha muerto. Se suicidó hace dos días.
—¿Se suicidó?
—Se abrió las muñecas.
¿Murdock? ¿Ese hombre regordete como un timbal? ¿El tipo a quien molestábamos hasta hacerle dar un ataque? Los payasos no se abren las muñecas. ¡No puede ser verdad!
—Pero… ¿por qué?
La voz de Colt apenas si se podía oír.
—Buscaban un chivo expiatorio. Le dijeron que habría una investigación, que le formarían una corte marcial.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Bastardos. Ensañarse con el más débil. Tendría que haberlo previsto—. ¿Dejó alguna nota, o algo? —preguntó Kinsman.
—Un mensaje grabado. Dirigido a ti. La gente de comunicaciones lo recibió esta tarde. Estaban confundidos; no venía marcado como secreto.
—¿Dirigido a mí? —Kinsman sintió que sus entrañas se le contraían.
—Lo quemé —dijo Colt—. Es mejor que no sepas lo que decía.
—¿Qué decía?
—Era una porquería…
—¿Qué decía?
Colt tomó aliento.
—Decía: “Gracias por todo, Kinsman. Esta es la recompensa que tengo por ocultar tu asesinato de la muchacha rusa. Debí haberte crucificado cuando tuve la oportunidad”.