JUEVES 30 DE DICIEMBRE DE 1999, 13:32 HT

Flotaba. Estaba flotando en caída libre, conectado a la realidad sólo por el vital cordón umbilical que llegaba hasta su nave.

Kinsman disfrutaba de esa libertad. Giró lentamente en el espacio y saludó a cada una de las estrellas: Rigel, Betelgeuse, Sirio, Proción, Géminis, Cáncer, Escorpión con Antares y su brillo rojo en el centro. Antares, el rival de Marte. Enemigo de Marte. Enemigo de la guerra.

Y luego apareció ella. Muerta. Los brazos todavía estirados por el terror, y los vitales tubos de oxígeno destrozados por las manos de Kinsman. Giraba lentamente, muy lentamente, mostrándole primero la espalda, pero lentamente, girando con tal lentitud que pudo ver la saliente del casco donde estaba el auricular derecho. Y luego el borde de su oscuro visor, y las primeras letras de la roja sigla CCCP, en la parte superior del casco.

¡No! ¡Quiero despertarme!

Pero ella continuaba acercándose, siempre girando. Ahora los brazos semiextendidos le ofrecían un frío y mortal abrazo. Quería apartar la vista, pero no podía. Tenía que mirar a través del oscuro visor y verle la cara.

Era la cara de Ellen. Muerta.

—¡Nooooo! —gritó.

Kinsman trataba de sentarse, con los ojos muy abiertos, mientras todavía resonaba en la habitación su grito de pesadilla. El doctor Landau y dos enfermeras entraron bruscamente en la sala.

Se dio cuenta de que estaba acostado en una cama de agua, y oyó el sonido del líquido que se movía debajo de él. Una ligera red de plástico lo cubría, imposibilitándole moverse. En sus oídos resonaba el doble latido de su corazón natural y del artificial, en una rara síncopa.

—¡Chet! ¡No trate de levantarse!

Es la primera vez que Alex me llama Chet, advirtió con una parte aislada de su mente.

—Estoy bien —dijo—. Fue sólo un sueño… una pesadilla.

Una de las enfermeras, una alta africana de piernas largas, tenía una hipodérmica en sus manos; Landau la hizo alejarse con un gesto.

Mientras le quitaban la red de plástico, Kinsman se relajó y se dejó estar, acompañando el movimiento del agua. La habitación era grande —enorme para las dimensiones lunares— y estaba tapizada en felpa. El techo estaba ricamente adornado con paneles de madera, y una gruesa alfombra cubría el suelo. Hondos y confortables sillones y butacas se distribuían en delicada y lujosa decoración.

La otra enfermera apretó un botón y las cortinas se descorrieron, dejando que se filtrara la luz a través de ventanas que llegaban hasta el techo. Junto a las ventanas había un espacioso escritorio, con varios aparatos electrónicos y una butaca anatómica especial. Para el monstruo, se dio cuenta Kinsman cuando vio el esqueleto exterior prolijamente apoyado junto a la butaca, como un asfixiante insecto que esperaba para envolverlo.

La mayoría de los aparatos eran equipos médicos de control, que Landau usó ahora para verificar los sistemas vitales de Kinsman. El ruso movió solemnemente la cabeza durante todo el breve examen.

Mientras las enfermeras ayudaban a Kinsman a vestirse y a ponerse el esqueleto metálico, éste preguntó a Landau:

—Y bien, Alex, ¿cómo estoy?

Landau estaba sentado en una silla junto al escritorio. Se mordía el labio inferior al observar los resultados en la pantalla visora.

—Muy mal, si quiere saber la verdad —respondió—. La bomba cardíaca no puede soportar ningún esfuerzo físico.

La enfermera negra estaba levantándole la pierna derecha y armando los aparatos del pie mientras la otra muchacha —que parecía griega o tal vez armenia— hacía lo mismo con la pierna izquierda.

—En ese caso no me esforzaré —dijo alegremente—. ¿Quién necesita esforzarse teniendo ayudantes tan expertas?

Les hubiera acariciado la cabeza, pero sentía los brazos demasiado pesados: temía no poder coordinarlos adecuadamente.

—No es para tomarlo en broma —dijo seriamente Landau.

Kinsman se dio cuenta de que ni siquiera podía encogerse de hombros normalmente.

—Muy bien. Me quedaré quieto y no haré nada más que hablar.

—Usted sabe que el corazón reacciona ante tensiones emocionales también.

Las enfermeras lo hicieron inclinar hacia adelante para colocarle las placas de la espalda.

—Hum… Pero, Alex, me siento mucho mejor ahora que lo que me sentía ayer. ¿Qué pasó? ¿Me desvanecí?

—Se desplomó —dijo Landau. Y continuó, amargamente—: Y por una razón que yo tendría que haber previsto, pero fui tan estúpido que no lo hice. El aire que respiró estaba fuertemente contaminado, lleno de monóxido de carbono y otras porquerías. Sus pulmones tuvieron que esforzarse, lo que recargó el trabajo del corazón. Se produjo una seria insuficiencia cardíaca y se desplomó. El esqueleto exterior impidió que cayera, de modo que quedó colgando dentro del aparato, totalmente inconsciente.

—¿Tuve un ataque al corazón?

Landau sacudió la cabeza.

—No, no es lo que un profano llamaría un ataque al corazón. Fue simplemente una falta de sangre oxigenada en el cerebro.

—Como una detención en una maniobra en mucha gravedad.

Landau pensó durante un momento.

—Supongo que sí.

—Pero… ahora me siento bien.

—Se le han dado calmantes, y está descansando en el ambiente más confortable que las Naciones Unidas puede ofrecer. El aire de esta habitación es una mezcla de gases envasados. No hay ni una gota de aire de la ciudad, ni siquiera filtrado.

Kinsman se rió cuando las muchachas le levantaron los brazos y le pusieron las partes correspondientes.

—Recuerdo algo que decíamos cuando éramos niños: los neoyorkinos no confían en el aire que no pueden ver.

Landau no le encontró ninguna gracia.

Una vez el esqueleto exterior estuvo completamente armado, Kinsman intentó dar unos pasos a través de la amplia y alfombrada habitación.

Igual que el Hombre de Lata. Espero que alguien se haya acordado de traer el lubricante.

Landau hizo que las enfermeras se retiraran. Unos minutos más tarde, un par de camareros de librea trajeron el desayuno. Inmediatamente detrás de ellos entró Hugh Harriman.

—¡Al fin! —dijo con fingida indignación—. La Bella Durmiente despertó y está ya trabajando.

—Creo que lograré llegar hasta la hora de la siesta —dijo Kinsman.

—Bien.

Harriman comenzó a dar órdenes a los camareros mientras estos, pacientemente, ponían la mesa para el desayuno y sacaban la comida de las secciones fría y caliente que había debajo de la mesa rodante cubierta con un mantel blanco. No dieron ninguna señal de que lo escuchaban, o de que siquiera advertían que les hablaba a ellos. Finalmente cuando se fueron y la mesa estuvo prolijamente preparada con gran variedad de platos, Harriman acercó una silla.

—Por todos los dioses… esto es un golpe bajo —se quejó—. Han llenado la mesa con comidas que no podemos conseguir en Selene.

Kinsman descubrió que su silla anatómica tenía una serie de llaves y pequeñas palancas en el apoyabrazos derecho. La primera que tocó ajustaba el respaldo. La segunda hacía avanzar la silla. Como un juguete, se dijo. Hábilmente maniobró con la silla hasta acercarla a la mesa.

Landau acercó su silla y miró todo lo que había. Luego murmuró:

—Caviar.

—No se preocupe —dijo Kinsman—. Obtendremos esta clase de cosas en intercambio dentro de un año.

—¿Y qué enviaremos de vuelta? —gruñó Harriman—. ¿Oxígeno?

Inconscientemente Kinsman sacudió la cabeza, y el murmullo de los motores eléctricos lo sorprendió.

—Ya tendremos productos para intercambiar —dijo lentamente—. Aparatos electrónicos, productos farmacéuticos, alojamiento para turistas, facilidades para la investigación…

—No obstante, sigo pensando que es una deliberada maldad por parte de ellos hacer este despliegue de exquisiteces ante nosotros —dijo Harriman.

Landau se sirvió té.

—Probablemente sólo están tratando de ser corteses.

—O los malditos agentes de seguridad rusos y americanos están sobornando a las Naciones Unidas para que nos hagan sentir nostalgias de la Tierra.

—Está bien —dijo Kinsman—. Vamos a lo nuestro. ¿Qué es lo que me perdí ayer?

—No mucho —replicó Harriman—. Conocimos a mucha gente del personal de las Naciones Unidas durante la tarde. Luego, casi a la noche, nos mostraron a una docena de inmigrantes. Querían conocerte a ti, pero tuvieron que conformase con mi encantadora persona.

—¿Es la gente que va a vivir a Selene? —preguntó Landau.

Harriman asintió con la cabeza mientras masticaba un bocado de queso cremoso, salmón de Nueva Escocia y cebollas.

—Mmmhum… —Tragó enérgicamente—. Un grupo fascinante de gente. Todos aún estupefactos de que sus gobiernos los dejen partir. Saldrán mañana de Kennedy. En este momento están en camino.

—¿En camino? —preguntó Kinsman—. ¿Hacia dónde?

—Al Centro Espacial Kennedy.

—¿En Florida? ¿No partirán del espaciopuerto J. F. Kennedy, aquí en Nueva York?

Harriman pestañeó.

—No. Me dijeron que el gobierno americano les trasladaría a Florida.

—¿Qué les impide partir desde aquí? —preguntó Kinsman.

—No tengo la menor idea. Probablemente se trata de alguna prohibición burocrática, en algún departamento. De todos modos, eso no es lo importante. Te encontrarás con el secretario general a las diez de la mañana, es decir dentro de una hora. ¿Te sientes bien como para hacerlo?

Kinsman comenzó a asentir con la cabeza y luego se arrepintió. Estoy empezando a detestar el ruido de los motores eléctricos, pensó.

—Estoy bien. ¿Dónde nos encontraremos?

—Aquí mismo. Mahoma viene a la montaña.

Kinsman arqueó las cejas. Por lo menos esto lo puedo hacer solo, pensó.

Unos minutos antes de las diez, Ted Marrett irrumpió en la habitación sin anunciarse. Venía con Tuli Noyon.

—El mejor meteorólogo que jamás haya producido Mongolia —dijo a modo de presentación.

—Para su información —dijo Noyon quedamente, mientras le daba la mano a Kinsman que permaneció sentado—, Mongolia produce muy pocos meteorólogos. Y además, mis estudios fueron en dinámica de los fluidos.

—Bien, entonces el mejor de Asia —se corrigió Marrett—. ¿Han visto las noticias de la mañana? Esa actuación suya de ayer en el garage está teniendo gran difusión.

Sin consultar a nadie, cruzó la habitación en pocos pasos y tocó un pequeño panel en la pared. Instantáneamente desapareció una reproducción bidimensional de un Monet, y apareció una imagen tridimensional de una mujer mientras era transportada a través del corredor de un hospital.

—Malditas telenovelas —gruñó Marrett, mientras volvía a tocar el panel.

Kinsman se echó hacia atrás en su silla especial y de inmediato vio una imagen de sí mismo en dos dimensiones arrastrándose penosamente hacia la muchedumbre frente al garage de las Naciones Unidas. La cámara estaba en algún lugar entre la gente, ya que constantemente se interponían cabezas y pancartas; mientras, la extraña figura de esqueleto metálico trepaba la rampa.

La voz del periodista decía cosas como:

—Apariencia extraterrestre… tremendo esfuerzo físico en gravedad normal… mensaje de paz y amistad…

¡Dios mío!, se dijo Kinsman mientras miraba. Levanté las manos como un indio explorador de los viejos tiempos.

Marretthizo desaparecer la imagen abruptamente.

—El gobierno se está comiendo los codos —dijo, con una amplia sonrisa—. Tenían todo perfectamente organizado: ningún periodista en el aeropuerto, nadie podía acercarse a ustedes…

—Pero resulta que había un camarógrafo entre la gente.

—¡Seguro! La mitad de ellos eran pagados por el gobierno. Estaban ahí para registrar los desórdenes.

—¿Estaba previsto que hubiera desórdenes?

—Es una vieja táctica —dijo Landau—. El gobierno infiltra agitadores entre la muchedumbre, los líderes naturales aprovechan la oportunidad para alentar sus pasiones, y comienza el desorden. Así los líderes naturales se identifican a sí mismos. Pueden ser prendidos por la policía durante los desórdenes o si eso no es posible, por lo menos quedan registradas sus fotografías. Pueden ser detenidos después.

—Y al mismo tiempo —agregó Marrett—, muestran al público americano, ávido de noticias, que realmente el pueblo está en tu contra. Es lo que se llama “preparación de un clima de opinión”.

—Es un viejo truco —asintió tranquilamente Noyon.

—Me pregunto de quiénes lo habrán aprendido —murmuró Harriman.

El secretario general llegó precisamente a las diez. Venía solo, sin ayudantes ni anunciadores. Simplemente golpeó la puerta una vez y la abrió. Cuando entró, los cinco hombres presentes se pusieron de pie, Kinsman ignorando los quejidos de los motores.

—Por favor… siéntense —dijo el secretario general—. Insisto. —Mientras todos tomaban asiento agregó—: Y ya que ésta es una reunión informal, dejemos de lado los titulos. Mi nombre es Emanuel De Paolo. Sus nombres ya los conozco: señor Kinsman, señor Harriman, doctor Landau; de modo que pongámonos cómodos y hablemos con libertad. Puedo asegurarles que hace apenas una hora esta habitación ha sido cuidadosamente inspeccionada para confirmar que no hubiera micrófonos ocultos.

Kinsman se dio cuenta inmediatamente de que le gustaba ese hombre delgado, de cara bronceada y oscuros ojos tristes. De Paolo tomó una silla para sí y la acercó a Kinsman. Marrett retiró la mesa del desayuno. La luz del sol matutino se esforzaba por atravesar la oscura neblina de la ciudad para que la habitación pareciera tibia y luminosa.

—Muy bien, Señor Kinsman —dijo De Paolo—, usted ha demostrado tener bastante coraje y habilidad. Se ha convertido de la noche a la mañana en un héroe para el público americano. Sin embargo no es posible decir cuánto durará esa popularidad. Honestamente, muchos americanos, tal vez la mayoría, lo consideran un traidor.

—Estoy seguro que la mayoría de los ingleses consideró que George Washington era un traidor —respondió Kinsman.

De Paolo se encogió de hombros.

—Sí, por supuesto. Ehm… Usted ha venido hasta aquí para obtener el reconocimiento de su nueva nación, ¿verdad?

—Sí. Queremos crear una situación política en la que Selene se vea liberada de la amenaza de un ataque por parte de los Estados Unidos o de Rusia. A cambio de esto, podemos ofrece a las naciones del mundo protección contra los ataques de proyectiles intercontinentales y la guerra atómica.

De Paolo arrugó los labios.

—Ustedes nos ofrecen mucho más que eso.

Kinsman miró a Marrett y dijo:

—Ah, sí. Se refiere al control del clima…

—Quiero decir mucho más que eso. Mucho, mucho más.

Kinsman se inclinó hacia adelante en su silla. El respaldo acompañó este movimiento.

—No comprendo.

Con una sonrisa que mostraba más tristeza que alegría, De Paolo dijo:

—Permítame que se lo explique en pocas palabras… —Hizo una breve pausa. Luego continuó—: ¿Cuál es la causa de la guerra? Uno podría decir “diferencias políticas”, o “conflictos territoriales” o incluso “necesidad de recursos naturales”. Pero ninguna de estas respuestas es totalmente correcta. El origen de la guerra son las naciones. Los gobiernos nacionales deciden que pueden obtener por la fuerza lo que desean, y que no puede obtenerse de otro modo. Una vez que han decidido usar la fuerza, no hay manera de impedir la lucha.

—Continúe —dijo Kinsman.

—Nuestro mundo, la Tierra , se enfrenta con infinidad de problemas gravísimos. La guerra es tan sólo uno de ellos. Hay mucha hambre, en mi tierra natal, en la mayor parte del hemisferio austral y hasta en partes de las naciones más ricas. Hay luchas para obtener recursos naturales. Hay superpoblación, escasez de combustibles, contaminación a escala mundial. Estos son problemas que abarcan todo el planeta.

—¡Aaah!… —exclamó Harriman.

—Usted comienza a comprender —De Paolo le sonrió—. Las naciones del globo no pueden, o no quieren resolver esos problemas mundiales porque el problema fundamental, el que está en la base de todos los demás, es el problema del nacionalismo. —Su voz se endureció repentinamente—. Cada nación se considera soberana y autónoma, y no acepta una autoridad superior que limite sus acciones. Todas las naciones, hasta las más jóvenes del Africa y de Asia, exigen completa autoridad para hacer lo que desean dentro de sus territorios. ¡Lo que se logra con esto es la estupidez total! Crisis de población, escasez de alimentos, injusticias raciales. Y eventualmente e inevitablemente, aparece la guerra.

—También nosotros somos una nación nueva —dijo Kinsman—, y también queremos nuestra soberanía.

—Sí, por supuesto. Pero, ¿por qué han venido hasta aquí? Creo que es porque se han dado cuenta de que ninguna nación es, de hecho, completamente soberana. Siempre hay límites, realidades políticas que no pueden ser ignoradas; siempre existe la necesidad de cooperar cuando no se puede ejercer la fuerza. La ironía de todo esto es que ustedes, que viven en la Luna , se dan cuenta de que deben cooperar con las naciones de la Tierra para poder sobrevivir. Ojalá las de aquí tuvieran la misma lucidez.

Kinsman asintió con la cabeza, y el zumbido de los motores eléctricos le hizo fruncir el ceño ante un incipiente dolor de cabeza.

—Su compatriota Alexander Hamilton ya conocía el problema cuando escribió: “No hay que esperar que las naciones tomen iniciativas que limiten su campo de acción”. No. Las naciones del mundo no resolverán el problema del nacionalismo. No pueden hacerlo —dijo De Paolo con gran firmeza—. Por más de dos siglos se ha tratado de curar esta enfermedad que es el nacionalismo, y cada año es peor, se hace más virulenta, más cercana al punto de aniquilación. —El anciano se puso de pie—. Cada año es peor… —murmuró, mientras se dirigía a las ventanas.

La mente de Kinsman estaba confundida. El hombre parecía frágil y al mismo tiempo fuerte; viejo y simultáneamente vital. De Paolo se volvió y enfrentó a Kinsman; las ventanas enmarcaban su silueta.

—Durante veintidós años las he visto jugar sus estúpidos juegos. ¡Orgullosas naciones! Todas y cada una absolutamente convencidas de su derecho divino para ser tan presumidas, estúpidas y brutales como deseen. Durante veintidós años he visto gente que se muere de hambre, poblaciones bombardeadas, naciones enteras saqueadas, mientras los diplomáticos cortésmente conversaban aquí, en este mismo edificio, y se burlaban de ideas tales como justicia, ley y paz. ¡No son mejores que los bárbaros señores de la guerra que fueron reemplazados hace siglos! —Miraba más allá de Kinsman y de los demás que estaban en la habitación, y se mostraba asqueado ante lo que veía—. Conozco sus juegos. He dado los mejores años de mi vida adulta para convertir a las Naciones Unidas en una fuerza de orden y sensatez en medio de un mundo de locos. Pero se niegan a aceptar el orden y la sensatez. Han deformado nuestros esfuerzos políticos. ¡Proclaman a voz en cuello la necesidad de una ley internacional, pero luego usan el poder del dinero y las armas para apoderarse de lo que quieren, como hacen los bandidos y los cobardes!

Miró directamente a Kinsman.

—Durante más de dos décadas he tratado de usar los brazos no políticos de las Naciones Unidas: la UNESCO , la Organización Mundial de la Salud , la Comisión Internacional para la Distribución de Alimentos… pero aun así, las orgullosas naciones se nos oponen. Su negativa para continuar con los trabajos de modificación del clima es tan sólo el más reciente ejemplo de su estupidez.

—Lo que usted está proponiendo…

El enjuto anciano volvió enérgicamente a su silla.

—Lo que estoy proponiendo es que unamos nuestra capacidad técnica y nuestro coraje, y trabajemos para lograr un efectivo gobierno mundial. Con los satélites antiproyectiles que usted controla, podemos ofrecer a las naciones más pequeñas del mundo seguridad contra un holocausto nuclear. Con las manipulaciones del clima del doctor Marrett podemos llevar a su máximo rendimiento la producción de alimentos y evitar tormentas desastrosas…, y al mismo tiempo podemos amenazar a cualquier nación de la Tierra con calamidades inaceptables si se opone a cooperar con nosotros.

Durante un largo rato Kinsman no supo qué decir.

—Eso… eso es una gran responsabilidad.

—Por supuesto. Y no podemos siquiera soñar con comenzar la tarea si no contamos con usted. Los satélites son la clave de todo.

—Pero…

—Lo sé —dijo De Paolo—. Usted teme que yo sea un megalómano que aspira a dominar el mundo.

—No…

—¡Y efectivamente lo soy! —sonrió nuevamente, y esta vez la tristeza había casi desaparecido de su rostro—. Quiero ver al mundo dominado por la ley. Por la justicia. Por la cooperación entre los pueblos. Y no por la fuerza y el terror, como ocurre ahora. —Abrió los brazos expresivamente—. Sabemos cómo construir un efectivo gobierno mundial, un gobierno en el cual todas las naciones participarán, y ninguna será considerada como un peón o un esclavo. Podemos reemplazar el presente dominio del poder y los armamentos nucleares por el dominio de la sensatez y la ley.

—Las naciones del mundo no pueden resolver el problema del nacionalismo —dijo Kinsman—. Necesitan una fuerza exterior…

—Y juntos podemos constituir esa fuerza exterior —replicó De Paolo—. Sé que puede ser peligroso… Sé lo tentador que sería dar un golpe para instaurar una dictadura mundial, y obligar a las naciones recalcitrantes a hacer lo que queremos. Hubiera sido fácil para George Washington haberse proclamado rey.

—Pero no lo hizo.

—Así como tampoco nosotros lo haremos.

Kinsman cerró los ojos.

—Esto es mucho para digerir de una sola vez.

—Lo sé. Y le daré algo más para que mastique. Estaba previsto que usted se dirigiera a la Asamblea general esta tarde, pero la delegación americana ha solicitado que su discurso sea pospuesto hasta el lunes… después del fin de semana y de las fiestas.

—¡No puedo! —reaccionó Kinsman—. No puedo permanecer aquí por tanto tiempo.

De Paolo asintió con la cabeza.

—Lo comprendo. Esto es un truco para impedir que usted haga llegar su mensaje a los pueblos del mundo. Lamentablemente, los rusos están de acuerdo con los americanos en este asunto, y entre ellos y sus aliados en la Asamblea General tienen suficientes votos como para hacer posponer la sesión especial. Y como la mayoría de los delegados están fuera durante esta semana, el aplazamiento les resulta muy conveniente.

—Pero…

—No tema —dijo De Paolo, alzando una mano—. Puede dirigirse a la Asamblea General la semana que viene desde la Luna , o desde una de las estaciones satélites. Su presentación pública no fue la verdadera razón por la que quería que estuviera aquí. Hay unas cuantas personas clave que usted debe conocer… y aprovecharemos el tiempo que permanezca aquí para hacer que lo visiten. Son funcionarios de muchas latitudes diferentes. La mayoría vienen de naciones débiles y pequeñas, pero hay unos cuantos que lo sorprenderán.

—Si ellos aceptan lo que usted diga —intervino Marrett—, entonces harán que sus gobiernos nos apoyen para reorganizar las Naciones Unidas y comenzar a movernos hacia un efectivo gobierno mundial.

—Un momento —dijo Kinsman—. Aún no estoy seguro de querer llegar tan lejos…

De Paolo sonrió, y una vez más, generaciones de sufrimiento humano se reflejaron en su rostro.

—Las conversaciones con esos hombres y mujeres le ayudarán a resolverlo. Obviamente, .ninguno de nosotros puede dar un solo paso hasta que no estemos todos de acuerdo.

—Me parece bien —dijo Kinsman.

De Paolo se puso de pie.

—Debo regresar a mis obligaciones. Es posible que oigan algunos golpes en las paredes y en el techo, de tanto en tanto. No se alarmen; son sólo los hombres de nuestro equipo de seguridad a la busca de espías electrónicos.

Se dirigió hacia la puerta, solo. Se detuvo ahí y se volvió hacia Kinsman:

—Usted creyó que actuaba para salvar su mundo, su Selene, de la destrucción provocada por decisiones tomadas aquí. Y luego se dio cuenta de que tal vez podía salvar a la gente de la Tierra de la autodestrucción. Ahora le ofrecemos algo mucho más grande, y mucho más difícil de lograr: la posibilidad de liberar a la Tierra de la maldición del nacionalismo. La oportunidad de empujar a la sociedad humana hacia su próxima fase evolucionaria. Un gobierno mundial es la única solución que tenemos para evitar la catástrofe total.

A lo largo del día y hasta bien entrada la noche estuvieron desfilando. Uno a uno, raramente de a pares y sólo en una oportunidad tres personas visitaron simultáneamente a Kinsman. Diplomáticos, representantes de muchos países. Algunos de ellos tenían una formación técnica lo suficientemente sólida como para hablar libremente acerca de trayectorias de proyectiles y de la logística de las operaciones orbitales. Unos pocos habían estado en la Luna por breves períodos, si bien Kinsman sólo recordaba a uno de ellos, una impresionante italiana de piel oliva y pelo negro. Ahora formaba parte del equipo de la UNESCO que estaba estudiando los recursos naturales en escala mundial, y aparentemente dependía, sin intermediarios, del gabinete italiano.

—Un padre en un alto cargo —murmuró con un dejo de acento en su inglés británico. Sonrió como si creyera que la posición de su padre se veía favorecida por su trabajo y no al revés.

Marrett permaneció con Kinsman y Harriman hasta que desapareció el último visitante. A éstos les había hablado del control de clima, de mejorar las condiciones meteorológicas, de posibilitar el planeamiento de las cosechas sin frustraciones a último momento. Kinsman les habló de la paz internacional apoyada por la red orbital ABM, del desarme y de la posibilidad, para las naciones más pequeñas, de depender de leyes mundiales en lugar de mantener ejércitos costosos que a veces se volvían contra sus propios gobiernos y los derribaban.

Los visitantes que llegaron a la afelpada y silenciosa habitación dotada de aire filtrado venían de Africa, de Asia, de las desparramadas islas del Pacífico, de las superpobladas naciones de América Latina. Kinsman se sorprendió al recibir al equipo de tres hombres de Japón, que se deshicieron en sonrisas y corteses inclinaciones y expresaban sinceros deseos de éxito. Esos hombres sabían demasiado acerca de los láseres de los satélites ABM y conocían perfectamente bien el trabajo de Marrett sobre el control de clima.

Tuli Noyon trajo a su tío, el embajador de Mongolia ante las Naciones Unidas. La mujer italiana no fue la única europea: los países escandinavos, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Holanda y Suiza también enviaron sus representantes.

Todo fue muy extraoficial. Completamente social. No se firmó ningún acuerdo, ningún compromiso. Pero todos obtuvieron la información que deseaban, y se retiraron con un nuevo brillo en los ojos.

A las diez de la noche, Kinsman estaba exhausto. Hizo que el respaldo de su silla anatómica se pusiera horizontal mientras Landau efectuaba los controles médicos. Marrett y Harriman devoraban bocadillos calientes con cerveza.

—La cama de agua me resulta atractiva ahora —dijo Kinsman cansadamente, mientras Landau desconectaba los últimos electrodos de los registradores médicos.

—Eso está bien —dijo el ruso—. Su presión sanguínea está baja.

El minianalizador que estaba sobre el escritorio hizo sonar su campanita y el resultado del análisis de la sangre de Kinsman apareció automáticamente en la pantalla visora de la computadora.

—Hum… —murmuró Landau mientras lo estudiaba—. El azúcar en sangre está bajo también, tal como lo sospechaba. Necesita comer y descansar.

Kinsman cerró los ojos.

—Estoy demasiado cansado como para comer. Por Dios, debemos de haber repetido lo mismo unas treinta veces…

—Dieciséis veces —corrigió Harriman, desde la mesa portátil donde estaba servida la cena—. Hay una docena más que viene mañana.

Landau se rascó la barba.

—Muy bien. Lo acostaremos entonces, y podemos alimentarlo con glucosa.

—No, señor. —La aversión de Kinsman a que lo agujerearan hizo que se sobrepusiera a la fatiga—. Prefiero comer comida real… —hizo volver el respaldo de la silla a su sitio y la condujo hasta la mesa—. Si es que me han dejado algo… —dijo, al observar los bocadillos que desaparecían rápidamente.

—Dieciséis veces —repitió Harriman pensativo, mientras sujetaba un bocadillo de carne con las dos manos—. Después de oírlos a ustedes dos durante todo el día y parte de la noche podría repetirlo de memoria y hasta en sueños.

—Lo haría dieciséis mil veces —dijo Kinsman—, si realmente creyera que vale la pena, y nuevamente dieciseis mil veces más.

—Valió la pena —dijo firmemente Marrett. Tenía una botella de cerveza en una de sus grandes manos; había ignorado el vaso—. Cada una de las personas que vino hoy está directamente conectada con su gobierno. No hubo ningún lacayo ni burócrata entre ellos. Tal vez no tengan grandes titulos protocolares, pero de todos modos los más importantes diplomáticos no son más que imbéciles.

—¡Eh, un momento! —interrumpió Harriman, frunciendo las cejas.

Marrett levantó su botella de cerveza a modo de saludo.

—Los presentes están exceptuados.

Harriman mantuvo su dura expresión.

—Hay un montón de comentarios desagradables que podría hacer sobre los ingenieros.

—Soy meteorólogo.

—¡Peor todavía!

Landau acercó una silla y se sirvió uno de los últimos bocadillos que quedaban.

—¿Cree que entendieron lo que usted les estaba diciendo? —le preguntó Kinsman a Marrett.

—Sí. Ya conocían el asunto antes de venir aquí; De Paolo se encargó de eso. Sólo tenían que conocerlo a usted, estudiarlo y comparar eso con los cálculos de lo que pueden perder o ganar si apoyan el proyecto de De Paolo.

Kinsman sacudió la cabeza y sintió una nueva punzada de dolor a causa del motor de servicio que estaba detrás de su oreja.

—Tengo mis dudas respecto de esos planes —dijo—. Aunque asegura que no pretende una dictadura mundial…

—Si lo que quiere saber es si puede confiar en él —dijo Marrett—, mi respuesta es que se trata de un hombre honesto. Lo que dice es lo que realmente quiere.

—¿Y la gente que lo rodea? —preguntó Kinsman—. ¿Y los que vengan después?

Marrett comenzó a encogerse de hombros, pero Harriman dijo:

—¿Y qué demonios esperabas, Chet?

—¿Qué quieres decir?

Con un movimiento de la cabeza Harriman explicó:

—¿No ves que los planes de De Paolo son una extensión lógica de tus propios proyectos? Uno sigue al otro como el día sigue a la noche. Lo que él está haciendo es construir una estructura permanente, mientras que tú has estado improvisando tiendas y casillas. De Paolo tiene una visión más larga que la tuya, mi querido amigo. Lo que él quiere es un sólido edificio.

—¿Quieres decir… una cárcel?

Harriman puso muy mala cara.

—No confundas las cosas. El único modo de impedir una guerra atómica es crear una fuerza más poderosa que las naciones. Selene por sí misma no puede ser esa fuerza, pero De Paolo quiere un gobierno redituente internacional, con fuerza. Eso es lo que necesitamos. ¡Demonios, hasta Woodrow Wilson se habría dado cuenta de eso! Pero hasta ahora ninguna organización internacional ha tenido la energía suficiente como para imponerse a todas las naciones. Pues bien, ahora la tenemos…, o la tendremos, mejor dicho.

—De acuerdo —confirmó Marrett—. Haremos una cosa nueva de todo esto. Un auténtico gobierno internacional. La era del nacionalismo ha concluido, está terminada. Concluyó con el primer Sputnik. Lo único que estamos haciendo ahora es construir algo efectivo que la reemplace para rnantener al mundo con vida.

Marrett bebió largamente de su botella de cerveza. Cuando la dejó puntualizó:

—Escuchen, un gobierno mundial no va a resolver los problemas del planeta de la noche a la mañana. Además, siempre existe el peligro de una dictadura a escala mundial. Pero comparado con lo que tenemos ahora, un gobierno mundial me parece magnífico.

Harriman aseveró:

—Chet, es una cuestión de toma y daca. Si queremos que esos países reconozcan a Selene, si queremos ser admitidos en las Naciones Unidas, y queremos sacarnos de encima a los Estados Unidos y la Unión Soviética , entonces tenemos que hacerle el juego a De Paolo. No hay elección. Es una cuestión de realismo político. Ayudemos a De Paolo a conseguir lo que quiere, y él nos ayudará a conseguir lo que nosotros queremos. Toma y daca.

—Mientras, la entera raza humana espera —agregó Marrett.

Kinsman preguntó:

—Esta gente con la que hablamos hoy… ¿irán a hablar con sus respectivos gobiernos?

—Están volando de regreso en este mismo momento —dijo Marrett—. De ahora en adelante, quien manejará todo es De Paolo. Lo que necesitamos de usted es que acepte cumplir con su papel.

—Y eso hará que un bloque suficientemente grande de naciones vote nuestra admisión en las Naciones Unidas.

—Siempre y cuando ninguno de los miembros del Consejo de Seguridad vete nuestra solicitud —señaló Harriman.

—Eso quiere decir Rusia y los Estados Unidos…

—Así es.

—¿Y por qué han de portarse tan bien con nosotros?

—Porque De Paolo les informará que el control del clima ya es un hecho —replicó Marrett—. No pueden permitirse el lujo de quedar fuera… en el frío, la tormenta, la sequía, las inundaciones.

Kinsman lo miró fijamente:

—¿Y eso realmente se puede hacer?

—Y muy bien. —Marrett puso sus grandes puños sobre la mesa—. Se ha estado haciendo en pequeña escala desde la década del cincuenta. Se ha usado en la guerra, principalmente para aumentar las lluvias y provocar inundaciones, o por lo menos para arruinar cosechas que no toleran demasiada humedad. En realidad es más fácil hacerlo en gran escala; uno tiene mayor número de factores de refuerzo a su favor.

Harriman intervino:

—Además, los Estados Unidos y Rusia ya han comenzado a portarse bien con nosotros. Han permitido que partan esos inmigrantes, incluidos los hijos de Leonov.

—Sí… —Kinsman quiso hacer un gesto con la cabeza, pero en cambio se dio cuenta que estaba pestañeando, como hacía Pete—. Pero pidieron un aplazamiento de mi discurso ante la Asamblea General.

—En ese punto, yo estoy de acuerdo con ellos —dijo Landau—. Debe evitar cualquier esfuerzo no necesario y regresar a Selene tan pronto como sea posible.

Kinsman ignoró a Landau.

—Pero, ¿por qué insistieron en el aplazamiento?

Marrett se encogió de hombros.

—¿Y a quién demonios le interesa? Con eso le dan más tiempo a De Paolo para poner a cada uno en su lugar. El factor tiempo nos favorece.

—¿Le parece? —se preguntó Kinsman—. ¿Realmente nos favorece?

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