Los ojos rotos (Historia de aparecidos)

– ¡Vamos, Miguela, deja ya ese espejo de una vez, que hoy tengo mucha ropa que planchar! ¿No quieres ayudarme a planchar las camisas?

– No irá…

– No te estoy hablando a ti, lista, que me tienes harta, que acabas de llegar y ya lo sabes todo, qué barbaridad…

– No quiere ir. Tendrás que doblarte las camisas tú sólita, rica, y a ver si dejas de hablarme en ese tono, que yo soy una clienta de pago, ¿te enteras?, de pago, una señora, eso es lo que soy yo, y no pienso consentir que me trates como si fuera una fregona, igual que tú, que tú estás aquí para limpiarme el culo si a mí me da la gana, a ver si te enteras de una vez, que para eso pago yo mi dinero todos los meses, y no como esta pobre desgraciada, que bien se ve que la tienen recogida de caridad y así aprovechas tú para explotarla, que eso es lo que haces, la explotas, la tienes todo el día planchando, pobrecita, porque no tiene juicio.

– Cállate ya, Queti…

– No me callo porque no me da la gana.

– ¡Esto se llama terapia ocupacional! ¿Lo oyes? ¡Ocupacional! Y no te pienso aguantar ni un minuto más en este plan.

– ¡Ay qué miedo! Mira cómo tiemblo…

– ¡Señorita Rosalía!

– Eres una chivata, Gregoria.

– ¡Señorita, venga usted aquí un momentito, por favor!

– Una chivata y una asquerosa.

– Buenos días, Queti, Miguela… ¿Qué ocurre, Gregoria?

– Mire usted, señorita Rosalía, es que…

– Doctora Aguilera.

– Muy bien, señorita doctora, escúcheme un momentito, es que esta loca de la Queti…

– ¡Gregoria!

– Si es que ya no la aguanto más…

– ¿Venga usted conmigo ahora mismo, Gregoria!

– «Has visto, Migue? Se la lleva al rincón, a echarle una bronca, se lo tiene muy bien empleado, la asquerosa esa, por llamarme loca, porque yo pago, ¿comprendes, Miguela?, y por eso a mí no pueden llamarme ni loca ni nada, y a ti, en cambio, sí te pueden decir que eres mongólica, por el dinero, ¿lo entiendes? Nada, que no me hace ni caso, la tonta esta… ¡Deja ya ese espejo, jolín, por muy guapa que te veas, que lo vas a desgastar!

– Mire, Gregoria, se lo he advertido ya un montón de veces. Esa mujer es una enferma, y a los enfermos hay que tratarlos con respeto.

– Sí, señorita.

– Sí, doctora. Y ésta es la última vez que se lo digo. Si no es capaz de comportarse correctamente con ella de ahora en adelante, me veré obligada a prescindir de sus servicios. Bastantes problemas tenemos ya con las reformas del edificio y la adaptación de los mayores, no me cree más quebraderos de cabeza, se lo pido por favor.

– Sí, señorita.

– Sí, doctora.

– Eso, doctora.

– Muchas gracias. Le quiero presentar al doctor Salgado, mi nuevo ayudante, le estaba enseñando el centro… Fernando, ésta es Gregoria, una de las auxiliares. Se ocupa del oficio y echa una mano en la cocina cuando hace falta. Bueno, la verdad es que hace un poco de todo, como los demás… No es que nos sobre personal, precisamente.

– A ver, los manicomios…

– Esto no es un manicomio, Gregoria. Es un centro de salud mental.

– Claro, señorita. ¿Cómo está usted, doctor?

– Encantado de conocerla.

– Muy bien. Y ahora… ¿me quiere contar lo que ha pasado?

– Es Miguela, señorita, que me tiene muy preocupada últimamente. No sé si será porque la Queti esa se le ha pegado como una lapa y anda todo el día con ella, pero el caso es que la Migue está muy rara. Sólo se mueve de ese rincón para ir al comedor, no quiere salir al jardín ni ayudarme a doblar las camisas, y fíjese cómo le gustaba hacerlo desde que conseguí enseñarla, allí, en el centro de Vicálvaro, que las dejaba todas iguales, perfectas, perfectas… Igual es que le ha sentado mal venirse a la sierra después de todo, pero el caso es que no hace más que mirarse en el espejo, casi desde que llegamos. En cuanto que se levanta, va a sentarse ahí, en el suelo, y se mira en el espejo. Nada más.

– ¿Está deprimida?

– No señorita, qué va… Todo lo contrario, eso es lo más raro, que parece muy contenta, sonríe todo el tiempo y se llama guapa a sí misma, se lo dice bajito, sin parar, guapa, guapa, Migue guapa, yo ya no sé qué hacer con ella, la verdad.

– ¿La tenéis ingresada desde hace mucho tiempo?

– Unos… cinco o seis años, ¿no, Gregoria?

– Sí, señorita.

– ¿Problemas?

– No, ninguno, que yo recuerde. Es una enferma muy dócil. Síndrome de Down con las habituales complicaciones respiratorias, y treinta y ocho años, nada más.

– Muy mayor, ¿no?

– Sí, pobrecilla. Miguela Uncidos Gómez. Su madre la tuvo consigo mientras vivió, era viuda de un empleado de la RENFE, tenía una buena pensión y a Migue nunca le faltó de nada, la crió como si fuera una niña normal, era hija única. Nos la trajeron cuando se quedó huérfana. Tiene buen carácter, muy cariñosa… Su única manía consiste en salir a dar un paseo después de cenar. Por lo visto, en el pueblo veía salir a sus primas todas las noches, y le daba mucha rabia no poder hacer lo mismo que ellas, así que su madre la acostumbró a cenar a las seis de la tarde y luego la dejaba estar un ratito en la calle. Nosotros hacemos lo mismo. Cena a la hora en que los demás meriendan y luego sale al jardín. Se la puede dejar sola, tiene la edad mental de una cría de siete u ocho años…

– ¿Y la otra?

– ¿Queti? Esa ya es harina de otro costal. María Enriqueta Martínez de Mandojana, de las mejores familias de Vitoria, una menopausia atroz, cincuenta y siete años, casada, con seis hijos, uno de ellos heroinómano, murió de sobredosis hace quince meses. Fue entonces cuando la ingresaron, ella dice que fue su marido quien lo mató…

– ¿Delirante?

– Sí. Un cuadro clásico.

A mí me van a venir con ésas a estas alturas, a mí, a la hija de mi madre, María Enriqueta Martínez de Mandojana y Velarde, yo misma, que me he criado con media docena de doncellas en un piso grandísimo, en plena calle Dato, que ya no sabíamos ni dónde poner la plata, que nos faltaban muebles para guardarla, de tantísima que teníamos… Y es que mi padre era juez, don Juan, así le llamaba todo el mundo, y yo su ojito derecho, que daba gusto salir con él a la calle, todos nos saludaban, claro, les daba miedo, como tenía tanto mando… ¡Pobre papá! Ya me lo advirtió él, bien clarito, no te cases con tu novio, que ése va a por tu dinero, que es un piernas, y qué razón tenía, hay que ver, pero era tan guapo, Antonio, tenía tan buena planta… ¡Cabrón! Bien que me preguntabas tú por lo de Salvatierra cuando éramos novios, todavía me acuerdo… Y dime, Queti, ¿es verdad que tu madre es la dueña de la mitad del pueblo? Y yo te lo contaba todo, cabrón, que eres un cabrón, y así me ha lucido el pelo, que me has robado todo mi dinero, me lo has quitado todo, y ahora vas por ahí diciendo que mamá sólo tenía un par de viñas y que las vendiste con mi consentimiento, y eso es mentira, ¿me oyes? ¡Mentira podrida! Yo, que me crié como una reina, con enaguas almidonadas, en mi casa cambiaban las sábanas todos los días, pero qué sabrás tú de eso, desgraciado, si tú serás siempre un muerto de hambre, con todo lo que me has robado, un muerto de hambre, que ya encontrarás a alguna que te saque el dinero y te deje tirado, que eso es lo que te mereces… Una princesa era yo, una auténtica princesa, que no sé ni por qué me fijé en ti, con la cantidad de pretendientes que yo tenía, militares, alcaldes, millonarios, y hasta un rey, que eso no te lo he contado a ti nunca, un rey raro, de uno de esos países pequeñitos de por donde Rusia, un rey que vino a Vitoria por negocios y se enamoró de mí, y me escribía, y eso dejé por ti, pedazo de cerdo, un trono nada menos, y ahora me has encerrado en este manicomio, y dices que estoy loca porque sé la verdad, porque yo sé que fuiste tú quien enseñó a Rafa cómo pincharse, que te pillé una noche con la jeringa en la mano, al lado de su cama, envenenando a mi niño, mi niño, que era tan rubio y tan guapo, tan pequeño… ¡Y tú lo mataste, asesino, tú me lo mataste! Tenemos un hijo drogadicto, Queti, hay que hacerse a la idea y seguir viviendo, decías, tienes que seguir viviendo, aunque sólo sea por los otros cinco… ¡Dios mío! Él me quería, mi niño pequeño, me quería, luego se quedó como tonto, me lo fuiste dejando sin fuerzas poco a poco, él no te hubiera consentido que me encerraras aquí, por eso lo quitaste de en medio, y luego convenciste a los demás, Antoñito, que es igual que tú, y las niñas, mis propias hijas, menuda jaula de fieras… Tienes que curarte, mamá, es un sitio muy bonito, mamá, allí estarás mejor que aquí, mamá, iremos a verte, mamá… ¡Dios mío! Ahora ni siquiera conozco a mi nieta, ¿y sabes lo que te digo?, pues que me da igual, que bastante tengo con haber parido a su madre. En realidad estoy mejor aquí, ¿me oyes?, mejor aquí, en un manicomio, que allí, en casa, donde todos queréis que me muera, porque sé que lo estáis deseando, os he oído cuchichear entre vosotros, estáis todo el santo día deseandito que yo me muera, pero no me pienso morir, no me da la gana de morirme, a pesar de los disgustos que me da la Gregoria esa, que es una burra y una mala persona, yo no me pienso morir, yo me voy a quedar aquí, viviendo como una reina, que para eso pago mi dinero, con Miguela, que es la única persona que me quiere en este mundo, Migue, mongólica y todo, pero me quiere, hay que ver, parir seis hijos y acabar así, que cada vez que me da un beso por las mañanas se me saltan las lágrimas y me quedo temblona. Rafa también me besaba, en cuanto que se levantaba venía y me besaba, mi niño, y será la emoción, o yo qué sé, pero me ponen la carne de gallina, los besos de Migue, y por eso yo no se lo diré a nadie, nunca, ya sabe ella que conmigo puede estar tranquila, esas cosas tan raras que le pasan, pero yo chitón, ¡mucho ojo!, que soy una señora, yo, y ya me he dado cuenta de que ella no quiere que nadie lo sepa, que se pega el espejo a la nariz cada vez que pasa alguien para que nadie la vea, para que nadie la moleste, y sólo lo sé yo, que se mira en el espejo y ve a otra mujer, una mujer normal y hasta guapa, lo que son las cosas, que es ella misma, pero con los ojos redondos y grandes como dos platos…

– Venga, Fernando, vámonos a tomar una caña…

– Espera, que voy a por las llaves del coche.

– No, no hace falta. Vamos andando, mejor. El pueblo está muy cerca, ya verás. Estos paseos son lo único agradable que tenemos aquí…

– Bah, mujer, no digas esas cosas, que no será para tanto.

– No, qué va… Si es que tú acabas de llegar.

– ¿Y todo eso que contabas en Madrid? Aire libre para los enfermos, más espacio, menos gastos… Todo eso sigue en pie, ¿no?

– Pues no. Porque a mí me prometieron una casa, no una ruina. Y un jardín, no un erial. Y talleres, no dos pajares sin acondicionar. No hace ni tres meses que les cedimos el centro de Vicálvaro, y ahora ya se hacen los suecos, por supuesto. No hay dinero, Rosa, eso es lo que me dice el delegado todas las semanas, de momento no hay dinero… Y les llama locos, a mis pacientes, ¿te lo puedes creer? Tus locos tendrán que esperar un poco más, eso me dice. Mira, si no fuera por mi padre y por mi hermano, que se están forrando en la privada a base de recetar aspirinas a los yonquis de buena familia, y tienen que tranquilizarse las conciencias de vez en cuando, no tendríamos ni tejado, ¿me oyes?, ni tejado. Ya no me dan un crédito en ningún banco, Fernando, estoy en todas las listas negras, ni cien, ni cincuenta mil pesetas, nada. Y nadie dona dinero para los locos, porque no es rentable, no queda mono en la televisión, no sé… Todo esto es una mierda, tú también te irás dando cuenta, pero eso sí, ¿ves?, la Maliciosa ya está nevada, mírala… Siempre igual, desde el principio, hielo en invierno y deshielo en primavera, por muchas vueltas que dé el mundo. Si no fuera por ella, que jamás pierde la serenidad, habría acabado volviéndome un poco loca yo también.

– Conoces bien todo esto, ¿verdad?

– Sí. He veraneado en este pueblo toda mi vida.

– Y el centro… ¿qué era antes? Por la fachada, parece como una casa solariega.

– La Casa Quemada la llaman. Al tío que la construyó le hubiera encantado oírte, porque se dice que lo que él pretendió al levantarla fue precisamente eso, hacerse con una casa solariega. Pero aquí nunca ha habido hidalgos, sólo pastores con una manada de ovejas, un par de vacas, y prados para pasto, las parcelas que vendieron en los años sesenta para que los señoritos de Madrid se construyeran chalets suizos con piscina y pista de tenis, en fin, ya sabes… El caso es que el individuo aquel era un indiano. Emigró a México, se hizo inmensamente rico y se volvió cuando la Revolución. Por lo visto, él contaba que fue Emiliano Zapata en persona quien le echó de sus tierras, ¡muerte a los gachupines!, juraba que le había gritado en sus propias narices, vete a saber, mi madre llegó a conocerlo, de niña… Construyó la casa y se instaló aquí con su familia, pero el hijo pequeño, que ya estaba muy enfermo, murió al poco tiempo de tuberculosis, y su madre le cogió manía a todo esto, porque si habían venido aquí, al fin y al cabo, era porque esperaban que el aire de la sierra lo curara. Total, que cuando la hija mayor se casó, creo que con un notario, y se fue a vivir a Madrid, todos se mudaron allí y nunca volvieron. Durante algunos años, la casa estuvo cerrada, abandonada, pero una noche, no estoy segura de la fecha, a principios de los años cuarenta debió de ser, se organizó un incendio espantoso y ardió todo, las cortinas, las alfombras, los muebles, todo. Nunca se supo cómo prendió el fuego, pero la gente cree que por aquel entonces los maquis del Guadarrama usaban la casa de vez en cuando, en invierno. La verdad es que no me extrañaría, estando tan apartada, y al pie del monte, debió de ser un refugio cómodo y seguro para ellos. Los viejos cuentan todavía que en las noches de helada los guerrilleros bajaban de la sierra a dormir aquí, y aquí curaban a los heridos. El caso es que aquella madrugada, cuando en el pueblo dieron la alarma, el incendio ya casi se había apagado solo, ya había ardido todo lo que podía arder… Los herederos cedieron entonces la propiedad al Ayuntamiento, que arregló el edificio pero nunca encontró una manera de usarlo. De ahí pasó a la Comunidad, y por no sé qué convenio, un buen día me lo encontré en una lista de recursos disponibles, y lo solicité, pero todo el mundo lo sigue llamando la Casa Quemada, y yo no le pienso cambiar el nombre. Por lo menos, eso es bonito…

– Este es un sitio muy bonito, Rosa. Y la casa es de piedra, grande y luminosa, está bien construida, todo saldrá bien al final, no te preocupes. ¡Eh!, mírame, te lo estoy diciendo en serio, todo va a salir bien, seguro.

– ¡Si por lo menos pudiéramos drenar el jardín antes de que vuelvan las lluvias! No sabes cómo se puso todo en octubre. Acabábamos de llegar y nos encontramos aquello convertido en un barrizal, no podíamos sacar a los enfermos a pasear. Miguela, la del espejo, esa que has conocido hoy, se nos escapó y volvió hecha una croqueta, rebozada en barro de arriba abajo, la pobre, tiritando de frío… Me da pereza hasta pensar en ello, pero la verdad es que tendríamos que hacer algo o la primavera se nos echará encima sin que nos demos cuenta.

– Oye… ¿y si echáramos encima del jardín una capa de cemento con un buen sistema de desagüe? Al fin y al cabo el terreno está pelado, no hay ni un solo árbol, y la casa no deja de estar en la ladera del monte. Cuando hiciera buen tiempo podríamos sacar a los pacientes a triscar por allí, para que pisen tierra y recojan flores, no hay ningún peligro, y con el patio se acabaron para siempre los barros. Miguela podría salir después de cenar hasta en los días de lluvia, unas botas, un buen chubasquero, y andando.

– Pues… ¿sabes lo que te digo? Que es una buena idea… Sí señor, una excelente idea… Pero haría falta meter una pala, ¿no?, quiero decir, remover la tierra y todo eso.

– Sí, claro.

– Ese es el problema, que no sé de dónde vamos a sacar el dinero para la pala, y luego pagar a los obreros, la hormigonera y todo lo demás.

– Le podemos sacar pelas al Ayuntamiento.

– ¿A los de aquí? ¡Estás tú listo! No sabes la que organizaron cuando nos vinimos; hicieron una manifestación en Colmenar y todo, parecía que íbamos a instalar un cementerio nuclear en la plaza del pueblo…

– Bueno, pues ya se lo sacaremos a tu padre, o al mío, y si no, lo pondremos nosotros de la extra de Navidad, no es tan caro, en serio, pero no sufras más, Rosa, por Dios, alegra esa cara… He tenido una buena idea, y eso no me pasa más que dos o tres veces al año, así que vamos a emborracharnos para celebrarlo, yo pago.

¿De dónde habrá sacado las uñas esa criatura para arañarme así? Debería enseñárselo a la doctora aunque sólo fuera para chinchar a Gregoria, ella que anda siempre presumiendo de tenernos tan limpias, y tan curiositas, que va diciendo por los pasillos que no la dejamos ni un segundo libre para sus cosas, que ya ves, ya me gustaría a mí saber qué cosas tendrá que hacer ésa, pero sí, sí, tan aseaditas, y a Migue no le cortaba las uñas desde vete a saber cuándo, no te digo, menudo arañazo me ha hecho, si me da dentera a mí misma sólo con tocármelo… Menos mal que si me pongo el jersey de cuello alto no se me nota, aunque total, no sé ni para qué me preocupo, porque no es ya que tenga mal tipo, es que ya ni siquiera tengo tipo, que miro para abajo cuando estoy de pie y no me veo los pies, sólo la barriga, esta panza de vaca vieja que me ha crecido de repente, yo, que nunca había tenido tripa… Y todo lo demás, en cambio, ha desaparecido, hay que fastidiarse, yo no lo entiendo, por más que me repitan lo de las hormonas esas que nunca me acuerdo de cómo se llaman, es que se me ha puesto el cuerpo igual que un botijo, que ya no tengo cintura, ni muslos, ni caderas, nada, si parezco una morcilla poco hecha, lo mismo… O sea, que un arañazo más o menos en el escote, igual me da, si estoy hecha un asco, y aunque no lo estuviera, ¿quién me iba a mirar a mí? Pues nadie, así que… Pero, ¡mira la mosquita muerta, en cambio, tócate las narices! ¿De dónde se habrá sacado ese galán? Y anda que no es feo el tío, Dios de mi vida, si parece mismamente un mono, con las dos cejas tan juntas que parecen una sola, y ese pelo tan rizado y ralo, ralo, que se le ven hasta calvas chiquititas encima del cogote, como si estuviera tiñoso… No lo entiendo. De aquí no es, desde luego, yo no le he visto nunca y Salvador, que hoy estaba sobrio, me ha dicho que no ha ingresado ninguno nuevo, así que… Y además, ¡qué raro iba vestido! Ya no me acuerdo de cuánto tiempo hace que no veía yo una de esas mantas tan bastas que parecen de arpillera, como la que llevaba enrollada encima del hombro. Debe de ser un guardia forestal de esos pinares que se ven a lo lejos, seguro, hasta hoy no había visto ninguno todavía, pero debe de haberlos, claro, como en Estíbaliz, y por eso llevaba la escopeta, y esa tartera de aluminio colgada del cinturón… Pues deberían despedirle, por guarro, porque, ¡qué horror!, bueno está que viva en el monte, pero se podía lavar de vez en cuando, vamos, digo yo, porque es que había que verle, la cara llena de tiznones negros, como un carbonero, con la costra esa que tenía en la frente, que no se había limpiado la sangre, toda reseca seguía allí, alrededor de la herida, y la pierna igual, envuelta con unas vendas grises ya de puro sucias, liadas de cualquier manera y estampadas de manchas amarillas, como de pus, ¡qué asco! ¿Y qué le habrá pasado para venir así? Lo mismo se acababa de caer en una trampa para osos, o vete a saber, cualquier bicho grande… No digo yo que, herido y todo como estaba, se preocupara mucho por ponerse guapo, pero se puede esperar un mínimo de urbanidad de alguien que está de visita en una casa, ¿no? Lo que no entiendo es por qué estaba con Migue, porque si había venido a que le curaran, más lógico sería que hubiera ido derecho a la enfermería… Pero es que todo ha sido raro, muy raro, porque yo no le he visto al principio, cuando he pasado por delante de la puerta para ir al baño, no le he visto. Migue estaba sola, con el espejo caído sobre la bata y su cara de imbécil, mirando al techo. No lo entiendo. ¿Cómo se las habrá arreglado para entrar? Yo, desde luego, no he oído la puerta, pero después, cuando he vuelto a pasar, ahí estaba ya, sentado en el alféizar, mirándola, y ella le hablaba todo el tiempo, bajito. Eso es lo que me ha sorprendido, porque a Migue no le gusta hablar, sonreír sí, y escuchar cuentos, pero está casi siempre callada, por eso me he acercado, por eso y porque me ha dado la sensación, no sé, de que así, vista de perfil… Ya sé que lo que estoy diciendo no puede ser, lo sé, pero es que, en ese momento, lo que son las cosas, me ha parecido que Migue no era Migue, no, porque entonces era la mujer del espejo, que es ella pero distinta, con los párpados flojos y los ojos redondos, como yo, como todo el mundo… Por eso me he acercado, no mucho, procurando no hacer ruido, yo ya sé que los milagros son una sarta de mentiras que se inventa el Papa, lo sé, pero quería verla, quería ver a Migue normal, siquiera una vez, es que la quiero mucho, pobrecilla, por eso me he acercado sólo un poco, de puntillas, pero él me ha visto, me ha mirado, y entonces ella se ha dado la vuelta hacía mí, tocándose con los dedos los extremos de los párpados, y estaba guapa, y yo ya sé que eso es imposible, pero es que estaba guapísima, tenía las mejillas sonrosadas y esos ojos inmensos, la boca abierta, le brillaban los labios, pero entonces, de repente, la piel se le ha empezado a estirar, despacito al principio, luego más deprisa, hasta cambiarle la cara otra vez, yo he mirado un momento hacia el suelo porque no me podía creer lo que estaba viendo, todo pasaba muy rápido y como de mentira, igual que en las películas del Spielberg ese, y cuando la he vuelto a mirar, pues claro, pues ya estaba normal, la Migue de siempre, pero él había desaparecido… Ha debido saltar por la ventana. Eso ha debido pasar, claro que yo no le he visto, con el susto que me ha dado la otra, es lógico que yo ya no le mirara, ¿no? ¡Pero hay que ver qué mala leche le ha entrado a Migue cuando se ha dado cuenta de que él se había ido, qué barbaridad, qué bestia! Ha sido entonces cuando se me ha tirado encima, con las uñas por delante, como una alimaña, dando chillidos que en realidad no eran chillidos, sino quejidos, gritos que no significaban nada, como un solo ay muy largo y muy desesperado que le saliera de algún sitio extraño, de muy dentro del cuerpo. Entonces me ha arañado, y me ha dado un cabezazo, y luego se ha quedado quieta, más tranquila, y ha empezado a llorar. La he seguido hasta su rincón porque ha llegado a darme miedo, me ha impresionado mucho y, de repente, he pensado que podía hacer alguna locura, no sé, estaba fuera de sí, ella es obediente, y tan buena, jamás ha pegado a nadie, yo nunca la había visto tan furiosa, pero no, pobre Migue, si no ha hecho nada malo, total, se ha sentado en el suelo, ha cogido el espejo y ha empezado a mirarse todo el rato, sin parar, como hace siempre, acariciándose los pliegues de los párpados mientras veía en el espejo otros ojos, sus otros ojos redondos, su otra cara de mujer normal. Y yo sé que estas cosas que le pasan son muy raras, yo lo sé, y todavía no entiendo cómo se ha colado aquí el tío ese, no sé quién es, ni cómo se las arregla para hacer un milagro de esos que no existen, pero yo, por si acaso, me voy a poner el jersey de cuello alto para ir a cenar, no vaya a ser que me vean el arañazo y tenga que dar explicaciones, que no, que yo no he visto nada ni sé nada, porque si cuento la verdad se van a creer que estoy loca, y eso es lo que a ti te gustaría, ¿no? ¿Es que no me oyes? ¡A ti te estoy hablando, pedazo de cabrón, que eso es lo que tú estás esperando, que para eso me has metido aquí, para que le digan al juez que estoy loca, y después robarme todo mi dinero y dejar a mi niño en la calle! Eso es lo que quieres, ¿verdad? Pues no, entérate de una vez, que no te vas a salir con la tuya, porque yo no voy a decir nada, y cuando a Rafa le curen esos bultitos tan duros que le han salido encima de las venas de los brazos, él vendrá a buscarme, me sacará de aquí, y nos iremos juntos a Salvatierra, a gastarnos el dinero de mamá en el palacio de un rey raro que me quiere, y que se casará conmigo cuando vuelvan a salirme tetas, en un país pequeñito, allá de por donde Rusia…

– ¿Qué tienes ahí escondido, Miguela?

– Deja en paz a la chica, que estás siempre igual. ¿Qué te importa a ti lo que ella tenga o deje de tener?

– Déjame ver eso, Miguela, sea lo que sea, y tú, Queti, cállate de una vez, hazme el favor.

– ¡Anda, pero qué fina se ha vuelto la señorita Gregoria! Pues no te creas que me impresionas por pedirme las cosas por favor, que no me pienso callar ni aunque me lo pidas de rodillas. Y tú no hagas caso, Migue, que aunque seas subnormal, también tienes derecho a tus cosas y a tu vida privada, pues no faltaría más…

– ¡Vete a la mierda, Queti!

– ¡Ja! Ya le salió la esencia, aquí, a su Ilustrísima…

– Dame eso, Migue. He visto que tiene punta, y sabes de sobra que no puedes tener nada puntiagudo porque te puedes hacer daño.

– No.

– ¿Qué has dicho?

– Que no te lo doy. Es mío.

– ¡Muy buena contestación, Migue, así se habla!

– Mira, Miguela, me vas a dar ahora mismo lo que tienes en las manos por las buenas, o te lo voy a tener que quitar por las malas. ¿Qué dices?

– No te lo doy.

– Muy bien, tú lo has querido. ¡Serafín! Corre, ve a buscar a la señorita Rosalía y al doctor ahora mismo…

– ¡Bravo, Gregoria! ¿Has visto, Migue? Sigue siendo tan asquerosa como siempre, pero ahora ya ni siquiera se molesta en ir a chivarse en persona, ahora manda a un celador, no vaya a ser que se canse, de aquí al despacho, la vaga de ella…

– Escúchame, Queti, como vuelvas a insultarme…

– ¿Qué? ¿Te vas a chivar de mí también?

– No te lo voy a decir más veces, pero como vuelvas a insultarme…

– ¿Qué? ¿Quieres verlo? Puta, so puta, más que puta. Ya está. ¿Qué pasa?

– ¡Queti! Deja en paz a Gregoria, por favor… Y a usted ya se lo advertí la última vez, estoy harta de tanta discusión, andan las dos todo el santo día a la greña, como el perro y el gato, ya está bien, ¿no?

– Perdone, doctora.

– ¿Qué ha pasado? Tengo al párroco del pueblo en el despacho, llevo un montón de horas devanándome los sesos para encontrar la manera de sacarle dinero y no suelta un duro, espero que esta vez, por lo menos, haya pasado algo de verdad…

– Sí, señorita, verá usted, es Migue, que tiene escondido algo afilado en el puño, ¿lo ve? La he pillado arañando la mesa con el pico, pero no me quiere enseñar lo que es, no me lo quiere dar.

– Vamos a ver, Miguela. ¿Me lo quieres enseñar a mí?

– Tampoco. -Y ¿por qué?

– Es mío.

– ¡Claro que es tuyo! Pero yo no te lo voy a quitar, no quiero quedármelo, ¿comprendes? Solamente quiero verlo. Seguro que es algo precioso, ¿a que sí?

– Sí.

– Entonces, déjame verlo un momento, simplemente abre la mano para que yo lo vea, no lo tocaré siquiera…

– No.

– Muy bien, como quieras. Oye, Migue, tú no me tienes miedo, ¿verdad que no? Yo nunca te he castigado, ni te he regañado, sólo un poco, aquella vez que le tiraste la sopera encima al pobre Salvador… pero ¿te acuerdas de cómo nos reímos luego? Eres una buena chica, Migue, ¿no es verdad que te lo digo siempre? Y somos amigas desde hace años, ¿o no?

– Sí.

– Bueno. Pues entonces déjame que te coja el puño, a ver si adivino lo que es sin que tengas que abrir la mano, ¿vale? Como si estuviéramos jugando…

– Vale.

– A ver, a ver… Nada, que no lo adivino. Separa un poco los dedos, anda, a ver si puedo ver algo entre las rendijas.

– No.

– Migue, no quiero enfadarme…

– ¡Déjeme usted a mí, señorita, que es usted demasiado blanda! Tú, Serafín, sujétala por el codo izquierdo, así, y yo le abriré el puño con las dos manos…

– ¡Gregoria!

– ¡No me muerdas, Queti, o cuando termine con ésta empezaré contigo!

– ¡Gregoria, deje en paz a Miguela inmediatamente!

– Ya está, ya lo tengo…

– ¡Gregoria, está usted despedida!

– Pero señorita… Pero si yo llevo trabajando en este manicomio muchos más años que nadie… ¡Ve usted lo que ha conseguido! Se lo ha tragado, ahora se lo ha tragado, por su culpa, señorita…

– Queti, por favor, dile a Miguela que se saque ese objeto de la boca. A ti te hace caso y es peligroso, se puede hacer daño, estoy hablando en serio. Serafín, vaya a buscar al doctor Salgado y dígale que venga corriendo, por favor. Y usted, Gregoria, vaya a su cuarto a hacer las maletas. No quiero volver a verla.

– Pero señorita…

– Vamos, Migue, cariño, ya has oído a la doctora, puedes hacerte daño, es verdad… La doctora es buena, ya has visto, ha echado a la bruja esa, Gregoria ya no volverá a fastidiarnos nunca más. Mira, tienes sangre en la palma de la mano, antes te has hecho un montón de heriditas, al apretar el puño… ¿Qué quieres, romperte los labios? A él no le vas a gustar así, estarás fea, con tanta sangre… Sácate eso de la boca, vamos, Migue, y no llores, mujer, si no te lo van a quitar, seguro, si sólo queremos verlo… A ver, muy bien, con cuidado, ya está… Ahora se lo voy a dar a la doctora, ¿vale?, y no llores más, Migue, por Dios, no llores…

– Gracias, Queti.

– ¡Doctor, por favor, dígale a la señorita que no me eche!

– ¿Todavía estás ahí, Gregoria? Creía haber hablado en español.

– Sí, señorita…

– Muy bien, pues todo el mundo fuera, tengo que hablar con el doctor Salgado. ¡Hala, cada uno a lo suyo! Queti, si no te importa, llévate a Miguela a la cama, acuéstala, y luego vuelve, por favor, quiero preguntarte un par de cosas. Y usted, Gregoria, espéreme en mi despacho, luego hablaremos…

– ¿Qué ha pasado, Rosa?

– Mira esto.

– Una estrella roja… ¡Qué bonita! Y parece antigua… ¿De dónde la has sacado?

– La tenía Miguela. No quería dejarnos verla por nada del mundo. La ha apretado tanto dentro del puño que se ha hecho cinco heridas, una con cada punta, y luego se la ha metido en la boca, no se la ha tragado de puro milagro…

– ¡Qué raro! Es una insignia de hombre, ¿ves?, con un remache para el ojal, y pesa mucho, debe ser de plomo o algo así… Y tiene como unas letras en el centro, ¿no?

– Sí, pero no puedo leerlas. A ver… Nada, el esmalte está demasiado sucio.

– Trae, la voy a limpiar con alcohol… Bueno, no es que sea gran cosa, pero ya se lee algo… PUUM. Parece una coña, tiene gracia, ¿qué será esto?

– Déjame… No, yo creo que no es PUUM. La segunda letra parece una O mayúscula rota por arriba, es decir… POUM.

– ¿¡Queeé…!? ¿Me estás diciendo que lo que escondía Migue es una estrella roja del POUM?

– Sí, señor, del Partido… ¿Cómo era?

– Partido… No me acuerdo, lo último era Unidad Marxista, creo.

– Partido ¿Obrero…? de… ¿Unidad Marxista?

– Sí, algo así… No, ¡unificación!, eso es, Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, seguro.

– ¡Es increíble! A estas alturas y aquí, en medio del campo… No me explico de dónde habrá sacado esto.

– ¿Se puede?

– Sí, claro. Pasa, Queti, por favor, siéntate… ¿Cómo está Miguela?

– Uy, mucho mejor, ya se le han pasado los nervios, aunque sigue llorando, no se cansa, la pobre…

– Ya se le pasará, no te preocupes. Mira esto, Queti, y fíjate bien, por favor. ¿Se lo habías visto antes alguna vez?

– No, sólo por encima, hace un momento, cuando se lo he dado a usted.

– ¿Estás segura?

– Sí, es una estrellita muy mona, si la hubiera visto antes me habría llamado la atención. Seguramente la tendría guardada… Puede ser, ¿no?

– Claro, claro que puede ser, lo que pasa… Verás, Queti, esto es una insignia de un partido político revolucionario de ideología troskista…

– ¿Qué?

– Comunistas, Queti, un partido de rojos.

– ¡Ah! Perdone, doctora, pero es que al doctor le entiendo mucho mejor…

– Ya. Bueno, el caso es que este partido luchó por la República, es decir, que perdió la guerra y ya nunca más se supo. Nadie lo ha vuelto a fundar, ¿comprendes?, no es como el PSOE, sino que se acabó la guerra y se acabó el POUM, para siempre jamás… Lo entiendes, ¿verdad?

– Sí, pero no sé qué tiene que ver conmigo todo esto.

– No, nada. Lo que pasa es que nos ha extrañado que Migue tuviera una cosa así.

– Pues yo no le veo nada de particular. Al fin y al cabo es un broche muy bonito, se lo ha podido dar cualquiera, ¿no?

– No, Queti, cualquiera no… Cualquiera no, eso es lo extraño.

– Déjalo, Rosa, seguramente lo habrá encontrado en el jardín. Acuérdate de la historia del incendio, tú misma me la contaste, puede que sea verdad, después de todo…

– Sí, no sé, tal vez me estoy pasando… Es raro, pero, bueno, en un sitio como éste siempre ocurren cosas raras. Vale, Queti, ya puedes irte, muchas gracias.

– De nada, doctora. Adiós, doctor Salgado, que está usted cada día más guapo.

– Gracias, lo mismo digo.

– ¡Uy, qué va! Si ya no soy ni una mala sombra de lo que fui. Me tendría que haber visto usted en mis buenos tiempos, la princesa de Vitoria, me llamaban, divina, era yo, una mujer divina…

– Un momentito, Queti.

– ¿Sí?

– Perdona, pero me acabo de acordar, sólo una cosa más. Te he oído antes decirle a Miguela algo así como «a él no le vas a gustar, estarás fea». Y quisiera saber… ¿quién es él?

– ¿Él…? Sí, él… Bueno, él… Verá, es que no sé cómo contárselo, pero… Le va a parecer una tontería… Bueno, sí, él… ¡Él es el póster de Rambo que tiene la cocinera, eso es, el póster de Rambo es él! Siempre le estoy tomando el pelo a Miguela a propósito del bruto ese. Le digo que es su novio y la pobre se ríe mucho, angelito, qué sabrá ella. ¡Qué pena!, ¿verdad?, que el seso no le llegue a Migue ni para enamorarse siquiera…

¡La madre que parió al fundador del partido revolucionario ese y a toda su parentela…! Ya le podía haber regalado la medalla de la Primera Comunión, vamos, digo yo, que hay que ver lo que tiene que hacer una, desde luego… Y mira que no me gusta mentir, eh, que no me gusta ni pizca, porque me estoy quedando sin memoria, y cuando suelto un embuste luego no me acuerdo, y la doctora me pilla siempre. Menos mal que lo del póster me salió así, como muy natural, y es que yo siempre he tenido muchas dotes de actriz, a eso habría tenido que dedicarme yo, al teatro, con la voz tan bonita y tan elegante que he tenido siempre, y esa cinturita que a mi padre se le juntaban las yemas de los dedos cuando me abrazaba… En fin, que gracias a Dios, la cosa no fue a mayores. Migue lo pasó mal unos días, eso sí, llorando todo el tiempo, no le daba la gana de levantarse por las mañanas, se tiraba los días enteros en la cama, con el embozo de la sábana a la altura de los ojos, hasta que una tarde, así, por las buenas, se echó a reír, y no con esa risa tonta, desbocada, que le da otras veces, que entonces es cuando te das cuenta de que en el fondo no es más que una criatura, no, así no, sino con una risa de persona lista, como de mujer de mundo, no sé cómo explicarlo, pero el caso es que aquella tarde se puso en pie de un salto y salió al pasillo descalza, en camisón, que hay que ver, con lo friolera que es ella siempre, entonces yo empecé a sospechar y salí detrás, con sus zapatillas en la mano, para tener una excusa si me encontraba con alguien, aunque yo ya sabía lo que iba a pasar, ya sabía yo adónde iba… Me quedé apoyada en el quicio de la puerta, eso sí, para no asustarla como la otra vez, y allí estaba él, sentado en el alféizar, igualito que la primera vez que le vi, igualito menos por la estrella roja, que ya no la llevaba prendida en el pecho, claro, riéndose él también, riéndose a carcajadas para que ella se riera, y me pareció más guapo, hasta más limpio, porque a Migue le volvió a cambiar la cara, y las mejillas se le afinaron, y los ojos se le agrandaron, y cuando alargó la mano para enseñarle las cinco heridas que todavía le marcaban la palma, sus gestos eran ágiles, y sus dedos se habían hecho más largos, más delgados, era otra mujer, Migue, y él tomó su mano y luego su cintura, tan fina de repente, y la besó, y aunque sus mejillas, la barba a medio crecer, no llegaban a ocultar la cara de ella, aunque podía seguir viendo el cuerpo de Migue, tan hermoso ahora, a través de la carne transparente de su pobre amante, me corrió un escalofrío por la espalda y se me saltaron las lágrimas, como si todo aquello estuviera pasando de verdad… Entonces se me ocurrió, lo que son las cosas, se me ocurrió que quizás, aquel hombre, el novio de Migue, conociera a mi niño, que, a lo mejor, los dos estaban en el mismo sitio, vete a saber, porque Rafa también había estado liado con el rojerío, de jovencito, que por eso sabía yo de sobra lo que era una estrella roja cuando le mentí a la doctora, que debí de quedar como una imbécil con eso de que si era un brochecito muy mono, si lo sabía, yo lo sabía todo por mi hijo, que contaba una historia muy rara y muy bonita de un chino que se subió a un monte a ver el amanecer y dijo entonces que el Este era rojo, me lo contó muchas veces Rafa, antes de enfermar, cuando se puso tan malo con la diabetes esa, que tuvo que andar pinchándose insulina todos los días hasta que murió, veintidós años tenía solamente, si no era más que un niño, pero se me murió, y ya no lo tengo…

– Dáselo tú, Fernando. Al fin y al cabo has sido tú quien te has ocupado de encargarlo, y has ido a Madrid a por ella…

– No. Se lo tienes que dar tú. La idea fue tuya.

– Bueno. ¡Queti, corre, ven aquí…! Toma, Migue, y feliz cumpleaños.

– Regalo.

– Sí, Migue, es un regalo… Te lo han dado los doctores, que te quieren mucho, igual que yo, lo que pasa es que como a mí el cabrón de mi marido me ha robado las tierras, pues…

– ¡Queti!

– ¡Pero si es verdad, doctora! Si no me ha dejado ni dos perras para comprarle bombones a esta infeliz. Trae, Migue, ¿quieres que te ayude yo a quitar el papel? Así… ¡Anda, mira qué chulo! Joyería Martínez. Abre tú la caja, por delante, levanta la tapa… Muy bien.

– Est… rella.

– Sí, Migue, es la estrella, pero ya no te pincharás con ella nunca más.

– Est…rella. Es mía, la estrella. Gracias.

– Claro que es tuya, si es la misma… Lo que pasa es que, ahora, como está metida dentro de este aro, las puntas no te pueden hacer daño. En cambio, si pasamos esta cadena por el agujerito de arriba… A ver… Ya está. Hemos mandado que le quiten el remache de atrás, ahora pesa mucho menos, y puedes llevarla colgada del cuello, ¿ves?, como si fuera un collar. Si no quieres, no tienes que quitártela ni para dormir. ¿Te gusta?

– Sí. La estrella… Es mía. Gracias, gracias.

– No te me irás a echar ahora a llorar otra vez, ¿verdad, Miguela?

– Sí. Gracias, gracias, gracias.

– Vamos, mujer, si era tuya, tuya desde el principio. Y en los cumpleaños se hacen regalos a las personas, ¿no? Venga, deja de llorar, Migue… Y no me des tanto las gracias. Tienes que aprender a no dar las gracias cuando no hace falta, ¿en…? Ven, Queti, quédate con ella, os he reunido aquí a todos porque tengo que daros una buena noticia… A ver, los del fondo, ¿se me oye bien? Vale. Lo que tenemos que deciros el doctor Salgado y yo es que por fin hemos conseguido dinero para convertir el jardín, que está todo requemado y hecho un rastrojal, en un patio. La semana que viene vendrá Matías el constructor, el de la Majada, ese que ya nos ha echado una mano otras veces, y empezará a trabajar con su cuadrilla. Me ha dicho que dentro de un mes habrán terminado, y tendremos un patio nuevo completamente liso donde sacar las sillas para tomar el sol, pasear, hacer fiestas y hasta comer al aire libre, cuando haga bueno. Plantaremos algunos árboles grandes para que den sombra, y dejaremos una praderita con césped. La parte de atrás no la vamos a tocar de momento, porque, aparte de que no nos llega el dinero, hemos pensado en sanear el terreno e intentar hacer un huerto, si os parece bien. Lo digo porque tendréis que ayudarnos, ¿alguno de vosotros sabe algo de huertos? Fernando y yo, ni a cultivar geranios en una maceta llegamos… Menos risas que estoy hablando en serio. Muy bien, Eusebio, tú que eres de La Rioja, ¿alguien más…? Los voluntarios, que levanten la mano.

Si ya sabía yo que acabaría pasando algo, si lo sabía, porque lo de Migue tenía que acabar mal y hay cosas que no se deben juntar nunca. Lo que dice el refrán, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, y el galán de Miguela era un muerto de verdad, no como Rafa, que sólo de verlo en la caja, tan joven y tan bien hecho, que hasta colores en las mejillas tenía todavía a pesar de lo delgadito que se me había ido quedando, ya me di yo cuenta de que no se me había muerto del todo, hasta antes de que me guiñara el ojo me di yo cuenta, porque nadie se lo cree, pero me lo guiñó, por éstas lo juro, que me guiñó el ojo desde la caja, mi niño. Entonces ya sabía yo que no, que lo suyo no era como lo de éste, el de Migue quiero decir, porque éste estaba muerto y bien muerto, lo que se dice muerto del todo, como los reyes godos, vamos, ya sin colores ni nada, con los dos pies bien plantados en el otro barrio. Y sin embargo, lo que son las cosas, el último día, cuando los obreros habían levantado ya casi todo el jardín, le vi entrar en la habitación, fíjate qué raro, si siempre era Miguela la que iba a verle, pero aquella vez no, aquel día vino él, a nuestro cuarto. La hormigonera estaba armando un escándalo de tres pares de narices, por decirlo así, a lo fino, no podíamos hablar ni nada, así que ella ni siquiera se volvió, siguió mirando por la ventana, y cuando él se acercó y la cogió de la mano, ¡anda!… ¡Pues no se había vuelto espeso, su novio! Pero lo que se dice espeso espeso, espesito como una persona de verdad, que ya ni se le transparentaba la carne ni nada, y Migue se dio cuenta, claro, y eso que ella siempre había podido tocarle, aun cuando estaba hecho de puro aire, yo notaba que ella le podía tocar, porque se le aplastaban los labios cuando le besaba, pero ahora debió sentir algo distinto, piel auténtica, debió sentir, la pobre Migue, y entonces empecé a temerme lo peor, porque ella le apretaba y le estrujaba la mano con sus dedos, y sonreía, daba como grititos de lo contenta que se había puesto, pero él estaba serio, como triste, si hasta a punto de llorar, me dio la sensación de que andaba, más gris y más oscuro que nunca… Aquella vez, a Migue ya no le cambió la cara, no le cambió pero es que nada, ni una pizca, yo tenía los puños apretados y ganas de rezar, habría empezado a rezar allí mismo, echada en el suelo de rodillas, si no me hubiera puesto tan nerviosa, ay, Dios mío, me decía yo, Dios mío, que se le vuelvan los ojos redondos por lo menos, siquiera los ojos, pero no, qué va, ahí estaba ella, tan contenta, venga sobarle la mano, una vez, y otra, y otra, y le cogía por la cintura, le hundía los dedos en los flancos, le palpaba los brazos y las piernas como si estuviera ciega, y se reía todo el tiempo, se reía con su maldita risa de tonta, la risa de siempre, los labios tan finos, los párpados tirantes, las pestañas tiesas, toda su cara encarnada, redonda, de mongólica vieja, y yo la miraba y ya no sabía lo que hacer… Sus ojos, al final me atreví a decírselo en voz baja, ya no me importaba que se deshiciera como la otra vez, qué me iba a importar a mí ya lo que pasara, y se lo pedí así, hablándole sin miedo, al menos cámbiale los ojos, por favor, hazlo por ella, los ojos siquiera, pero él volvió la cabeza para mirarme, y negó varias veces, la movía despacio, de un lado a otro, y nunca he visto a nadie tan triste, ni vivo ni muerto, no puedo, parecía decirme, ya no puedo, y entonces la mala bruja de Gregoria entró en la casa dando gritos…

– ¡Señorita, señorita, venga, corra! ¿Dónde está, señorita? ¡Doctor, venga corriendo! ¡Señorita…!

– ¿Qué pasa? ¡Deja ya de dar gritos de una vez!

– ¡Ay, doctor, doctor, qué miedo he pasado! ¿Dónde está la señorita Rosalía? Tienen que venir al jardín ahora mismo, corriendo, no saben qué horror…

– Mira, Gregoria, ya me tienes hasta las mismísimas narices…

– No diga eso, señorita, y no se enfade conmigo, que lo de hoy es muy gordo… Vengan, vengan conmigo los dos… Por aquí… Los obreros han encontrado unos huesos enterrados en el jardín.

– ¿Y qué?

– ¿Cómo que y qué? Huesos, señorita, huesos de muertos. Se me van a desgastar los dedos de tanto santiguarme…

– Pues no te santigües y ya está.

– Sí, hombre, para que me caiga encima una maldición que me muera, o algo peor.

– Lo que no nos caerá a nosotros es esa breva… Buenos días, Matías. ¿Son éstos?

– Sí, doctora. Los acabamos de sacar. Son dos, ¿ve?, tenían muy poca tierra encima. He mandado al chaval a casa para avisar a mi padre. Padre, salude a la doctora…

– Si ya nos conocemos… ¿Qué tal, Balbino, cómo está usted?

– Tirando malamente, señorita.

– No diga usted eso, hombre, que tiene muy buen aspecto para haber llegado casi a los ochenta. Ven, Fernando… ¿Qué te parece?

– Bueno, éste de la derecha está completamente carbonizado… Y por lo que se ve, el de la izquierda parece que tiene un agujero en el cráneo, ¿no? Mira lo que hay aquí… Es como un machete.

– Trae… A ver.

– Por eso he mandado yo llamar a mi padre…

– Es que yo sé lo que es eso, señorita.

– ¿Qué dice usted, Balbino?

– Que yo sé lo que es, bueno, que sé de quién era, quiero decir… Verá, mire a ver si tiene dos letras, una O y una S, en la base de la hoja, pegando con el mango… Están ahí, ¿verdad usted? No hay muchos cuchillos de esa manera, por aquí… Lo tenía un primo mío, Orencio se llamaba, Orencio Sanz, el mayor de los hijos de mi abuelo… Trabajaba de cantero, con el granito, ¿sabe usted?, hay mucho por aquí, y se ganaba bien en aquella época, cuando yo era un chaval. Era rojo, el Orencio, y se significó mucho, demasiado, diría yo, si hasta se fue a Madrid y dicen que estuvo por donde el Clínico, con Durruti, aunque vaya usted a saber, porque se dicen tantas cosas, y él anarquista no era, eso no… Este puñal se lo trajo de África, que le tocó ir allí cuando el servicio, y luego se lo hizo grabar con sus iniciales, por eso lo ha reconocido el Matías, yo se lo había relatado ya muchas veces, y como ése no hay otro. Sus padres siempre creyeron que se había quedado allí, en Madrid, y muerto, porque no llegó ninguna carta de que estuviera preso, pero algunos lo vieron después por el Cerro del Telégrafo y les contó que se había echado al monte, andaban con él otros de la misma partida, todos eran de por aquí, Cercedilla, Collado, Chozas, en fin, de toda la sierra esta…

– O sea… que eso de que ellos estaban aquí cuando lo del incendio es verdad.

– Sí señor, verdad de la buena. ¡Pues no iban a estar! ¿Quién armó el fuego si no?

– ¿Y qué se sabe de aquello, Balbino?

– Pues… ¿qué quiere usted que se sepa, señorita? Nada. Si cuando llegamos estaba casi apagado…

– ¡Cuénteselo usted, padre! Si ya, total, qué más da.

– ¡Tú te callas!

– Como usted quiera, Balbino, pero yo le agradecería… En fin, después de todo, ahora los responsables de la casa somos nosotros.

– ¡Maldito Matías! Toda la vida metiendo la pata…

– ¡Échelo fuera ya de una vez, padre, si no va a pasar nada!

– No, ¿eh…? Qué sabrás tú, pedazo de imbécil… Les contaré lo que me dé la gana, ¿está claro? Bueno… El caso es que Orencio no murió en el incendio, no… La verdad es que lo mató otro miliciano, un hombre de Miraflores que quería vengarse por lo que le había hecho a su hija, una chica de veintitantos años que les subía comida al monte de vez en cuando… Por lo visto, al Orencio le hacía gracia la chica, y estaba siempre con ella, medio en broma, medio en serio, que si eran novios y eso, ya saben… Ella se aficionó a verle, y se iba para arriba cada vez más a menudo, y al padre no le gustaba, claro, porque era peligroso. Le advirtió que se quedara en casa con su madre, pero ella no, ella subía un día sí y al otro también, hasta que una noche le dio por seguirla a la Guardia Civil, y al final de la trocha organizaron una escabechina que para qué le cuento, ocho murieron, el hermano de la chica entre ellos… Entonces, el hombre aquel, el padre de ella, empezó a decir que el Orencio era un traidor, que había sido el Orencio quien había engatusado a la chica para que la Guardia Civil la siguiera, que era el responsable de la muerte de su hijo y de los otros siete, pero nadie tomó partido por él, y las cosas siguieron tal cual una temporada. Hasta que un día, la mañana de Reyes, la chica amaneció muerta en el Huerto del Cura, orilla del río, con la ropa destrozada y llena de sangre. La habían violado, ¿sabe usted?, hasta reventarla… Aquella misma noche, su padre me mandó aviso de que quería hablar conmigo. Yo era muy joven, ya se lo he dicho, pero era también el mayor de mi familia, y fui a verle, porque a una cosa así hay que ir. Entonces me enteré de que Orencio no estaba con los demás. Llevaba tres días aquí, escondido en esta casa, con un balazo en un brazo. Mi chica no conocía a nadie más en este pueblo, me dijo aquel hombre, y hay una buena tirada desde Miraflores, ya lo sabes… Si no estaba con él, ¿con quién iba a estar…? Me pareció que en eso llevaba razón. Había perdido dos hijos en muy poco tiempo, estaba como loco… Quería asegurarse de que yo no le ajustaría las cuentas a los suyos si él conseguía vengar a su hija. No sería justo, me dijo, porque tú y tus hermanos seguís en vuestra casa, y yo estoy en el monte. La suerte de tu primo la decidiremos entre todos, pero pase lo que pase, un muerto por un muerto ya es bastante. Yo intenté ponerme en su lugar, me pregunté cómo estaría si a una hija mía le hubiera pasado algo parecido, yo… nunca creí que fuera a pasar lo que pasó. Nos despedimos en paz, y él se marchó para arriba. Se las ingenió para convencer a unos cuantos, pero otros, el Victoriano a la cabeza, dijeron que no, que el Orencio era inocente, y empezaron a discutir, se tiraron horas chillándose los unos a los otros… Al final, bajaron en dos cuadrillas, la una para linchar a Orencio, la otra para salvarle. Fueron los primeros quienes pegaron fuego a la casa, para obligarle a salir, pero ni tiempo tuvo para eso. El padre de la chica se coló dentro y le descubrió, anduvo luchando con él, y al final, le clavó una piqueta en la frente y le mató. Luego, al intentar huir, se le cayó una viga ardiendo encima, y murió él también. El Victoriano, que llegó al final, contó que le había pedido ayuda, pero que él prefirió vengar a su amigo, ya ve usted, qué triste gloria… Y no hay nada más que contar, por lo menos yo ya he tenido bastante. Ahora, si no le importa, me gustaría llevarme al Orencio para enterrarlo decentemente.

– Claro. ¡Serafín, trae la furgoneta! Balbino se va a llevar los restos.

– Los restos no, señorita. Yo solamente a éste. Yo, al asesino de mi primo, no me lo llevo.

– Oye, Matías, lo siento mucho. De verdad. No habría querido molestar a tu padre por nada del mundo.

– Déjelo estar, doctora.

– Pero es que, hace ya tantos años… Ni siquiera es para tanto, ¿no?

– Si es que no es eso, doctora, no es eso…

– Entonces, ¿qué es?

– Es que ella…, la chica… era retrasada mental. No subnormal del todo, pero un poco tarda, ¿comprende?

– ¿Y?

– Y además, no fue Orencio quien la mató. Ella vino aquí en su busca, eso sí, pero él ni siquiera llegó a verla.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Orencio no tenía una herida en el brazo, doctora, sino en la pierna. Una bala le había atravesado el muslo de punta a punta, muy cerca de la ingle. No se puede andar con una herida así.

– Pero tu padre…

– Mi padre no lo sabía, doctora, nadie lo supo hasta después, cuando el Victoriano y los otros contaron la verdad. El hombre aquel mintió, mintió en eso y en muchas otras cosas. A la mañana siguiente, su viuda, ¿sabe usted?, salió para ir a misa con una blusa verde. Dijo que se había quitado el luto porque su hija ya descansaba en paz, el asesino ya había muerto. Pero deberías llevarlo por tu marido, le dijeron. Y ella contestó que era por su marido por quien se lo había quitado.

– ¡Qué barbaridad!

– Pues sí, pero eso contó la mujer, y las vecinas murmuraron que no era la primera vez que él abusaba de la chica, ellos sabrían… Pero no le diga nunca a mi padre que se lo he contado, por favor se lo pido. No ha vuelto a dormir bien desde entonces, y hoy ha perdido su última oportunidad, ya lo ha visto… No ha querido hablar, le meterán en la tumba convencido de que fue él, y nadie más que él, quien mató a su primo Orencio.

Y luego hubo que aguantar a la Gregoria, claro, a la Gregoria dándose pisto de que ella lo sabía todo, que si esto, que si lo otro, mal rayo la parta, maldita sea, si es que la doctora parece tonta de puro buena, que la ha echado ya media docena de veces desde que estoy yo aquí y luego se arrepiente siempre… Orencio, me contó Gregoria que se llamaba, y me dijo que era un violador y que por eso había matado al otro que estaba con él en la misma fosa. Ahí metí la pata yo, hasta el fondo metí la pata, porque estaba muy nerviosa y me dio por decir que no, que él no podía ser un violador, que de ninguna manera, y Gregoria me miró raro, pero luego, como ella también se debe de pensar que estoy loca, pues se largó, y nos dejó en paz sin decirle nada a Migue, menos mal que ella no se enteró de nada… Pero, si es que era verdad, ¿cómo iba a ser un criminal ese bendito, si a ella le cambiaba la cara sólo con verle aparecer por la puerta? ¿Cómo iba a haber matado a nadie, si entre todo el mundo, y teniéndome a mí, que hay que ver cómo estoy todavía, que me lo dice el doctor cada vez que me lo encuentro, tan a mano, había elegido precisamente a la infeliz de Migue, que además de mongólica es ya casi cuarentona? No puede ser, no, es imposible, y además, pensé luego, si le da por violar también a Miguela, pues mejor, y eso que se llevará puesta la criatura, que me da a mí que ella nunca… Pero, qué va, si no tenía ni carne en la cara… ¿la va a tener ahí?, pues no, ya se ve clarísimo que no… El caso es que dejó de aparecerse desde aquel día, cuando le sacaron del jardín, ya no volvió más, y Migue se quedó como muerta, igual que una muerta se me quedó, que no quería comer, ni dormir, ni salir fuera, todo el día mirando a la ventana estaba, con el espejo en la mano, y hacíamos de todo para intentar entretenerla, pero nada, que ni los dibujos animados de la tele le gustaban ya, con lo que reía antes con ellos, y yo una vez hasta le quité la estrella del cuello, me lo pidió la doctora, que se la quitara para ver lo que pasaba, y ni protestó siquiera… Entonces me dio por llamarle, ahora que sabía su nombre le llamaba a todas horas, Orencio, ¿dónde estás?, Orencio, vuelve. Me recorrí la casa de arriba abajo, llamándole, buscándole, pero no le encontré, no volvió, y lo de Migue fue de mal en peor. Irascible dijeron que se había vuelto, inestable y violenta, le venían ataques, gritaba y le daba por romperlo todo, de repente, y luego era como si se muriera otra vez, quieta y sola, como sola por dentro. Nadie se explicaba lo que le pasaba, pero yo sí, yo lo sabía, que se miraba en el espejo y el cristal ya sólo la reflejaba tal cual era, y se tocaba los párpados y los tenía tirantes, y se miraba en el espejo y los veía tirantes también, y no podía soportarlo, no podía, porque ella quería ser guapa, quería ser lista otra vez, reírse con su otra risa, acariciar su otra cara, sus ojos redondos, pero era imposible, porque él ya no la miraba, él ya no estaba ahí para mirarla… Y no sé cómo no se me ocurrió, cómo no adiviné lo que iba a pasar, porque la culpa fue mía, solamente mía, yo había estado con ella toda la mañana, yo la vi mirarse en el espejo y ponerse cada vez peor, más triste, más furiosa, tiró el espejo al suelo y no hice nada, apenas chillarla, regañarla como una imbécil que soy, y luego llegué tarde, la vi recoger el pedazo más grande y mirar el filo con ojos de loca, y no hice nada, pasó un dedo por el canto y se hizo sangre, pero yo no adiviné, no fui capaz de evitarlo, y cuando quise ya era tarde, cuando pude correr ella ya se había rajado los párpados con aquel maldito espejo, ya tenía dos rayitas rojas sobre las mejillas, como esas que se pintan los payasos, y los ojos rotos, rotos, pero no redondos…

– ¿Cómo está, cómo está Miguela, doctora?

– En general, muy bien. Pero ha perdido la visión… en los dos ojos.

– ¿Ciega? ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Y es todo culpa mía, culpa mía, que no sirvo para nada, maldita sea, si todo lo que toco se estropea…

– Vamos, Queti, no te pongas así, mujer. Esto no es culpa de nadie.

– Sí, es culpa mía, que se me mueren todos mis hijos, como Rafa, que me pedía dinero y yo se lo daba, se lo daba a escondidas para que estuviera contento, y lo estaba matando, ¿sabe?, lo maté yo, con mi dinero.

– No digas eso, Queti, por favor, no vuelvas a decirlo nunca más. Gracias, Fernando… Mira, el doctor te ha traído una tila. Tómatela, anda.

– No la quiero.

– Sí la quieres y te la vas a beber. Mira, Queti, nadie sabe lo que pasó por la cabeza de Miguela cuando se hirió con el espejo, yo no lo sé, tú no lo sabes, y no lo sabe nadie, ¿entiendes? Y ahora es cuando tienes que demostrarle que la quieres, ahora vamos a tener que ayudarla entre todos, habrá que darle de comer, vestirla y desnudarla, consolarla y entretenerla, porque no se la puede enseñar, como a otros ciegos, así, con su síndrome y tan mayor, nunca aprendería…

En eso tuvo razón la doctora, ¿ves?, más razón que un santo tuvo, porque Miguela no aprendió, no le dio la gana de aprender a hacer nada, era lo mismo que regar una planta, yo la vestía, la daba de desayunar, la sacaba de paseo, y ella, ¡hala!, tan contenta o tan triste, que de las dos maneras se puede decir, porque le daba lo mismo ocho que ochenta, carne o pescado, que la lavara o no, ya todo le daba igual, vivir o morirse. ¡Y el Orencio en Babia! Eso era lo que más rabia me daba, que seguía en Babia el tío, sin asomar una punta por ninguna parte. Yo al principio todavía tuve esperanzas, si antes era capaz de volverla normal, pensaba, ahora podrá arreglarle lo de los ojos, es que era lo mínimo, vamos, porque yo estaba segura de que se había rajado los párpados para ver si se le volvían flojos, lisos, pues claro, igual que una tela, debió de pensar ella, si se me aflojan los párpados, se me agrandan los ojos, y si vuelvo a tener los ojos grandes, él volverá, eso debió de pensar Migue, con la pizca de seso que tenía, pero qué va, si todos los hombres son iguales, eso va a misa, todos iguales, a ver si no, y además, las cosas no son lo mismo del derecho que del revés, y los milagros, que no existen, pues no te digo ya cómo son, que uno no puede hacerlos así, cuando le viene en gana… Lo que pasa es que a mí se me encogía el corazón sólo de verla, cada vez más delgadita, con esas gafas de plástico negro que la pusieron, que parecía que iba a vender los veinte iguales cualquier tarde, pobrecita, si es que no había derecho, jolín, que no había derecho, que el Orencio era un cabrón, que para qué la había mimado tanto, a ver, tantos besos y tanta leche, si ella de mongólica no estaba mal, si había sido así toda su vida, no conocía otra cosa, pobre Migue. ¡Pues para dejarla tirada después!, ¿para qué iba a ser si no?, para eso la había enamorado el Orencio, las cosas como son, y los hombres, todos, una partida de cabrones, vivos o muertos, que lo mismo da. Así pensaba yo, con el cariño que había llegado a cogerle antes, fíjate, que ya hasta le perdonaba toda la mugre que llevaba encima, pero es que a lo mejor no podía venir, como ya no estaba enterrado en el jardín de casa… Total, que aquella tarde yo ya no sabía qué pensar, pero eso sí, cuando Gregoria anunció que nos íbamos al pueblo de paseo, que había fiestas, dije que yo a Migue me la llevaba y me la llevé. Lo que son las cosas, ¿por qué me pondría yo tan pesada esa tarde?, vete a saber, si a ella ni siquiera le apetecía, pero yo me empeñé, y buena soy yo cuando me empeño… Estaba raro el aire aquella tarde. Yo me di cuenta nada más salir, nunca me había pasado nada parecido, y Migue también lo notó, se puso más tiesa, como si le volvieran las ganas de repente, no sé lo que era, no lo sé, como no me lo explico todavía, yo lo digo así, que estaba raro el aire. El paseo fue bien, me aguantó el paso a pie firme, oye, no se quejó pero es que nada, y ya me figuraba yo que el cabrón ese andaba por ahí, porque a mitad de la cuesta Migue empezó a tocarse la estrella, a jugar con ella, como antes. Pasamos al lado de la iglesia y empezó a oler a churros, sonaba la música, creo que fue entonces cuando vi una mancha roja con el rabillo del ojo, sólo una mancha al principio, y no quise mirar aunque Miguela me tiraba del brazo cada vez más fuerte, hasta que volví la cabeza y le vi, claro, a Orencio, a quién si no, sujetando una bandera, de pie en la tapia del cementerio, con dos o tres desharrapados más. Y ella también le vio, y empezó a dar gritos de esos que daba cuando se ponía contenta, y a saltar encima de la acera como una condenada, ciega y todo, hay que ver, yo no me lo explico, que con los ojos rotos le viera Migue y los demás ni siquiera se enteraran. El doctor Salgado se me acercó, ¿qué le pasa a Miguela?, dijo, yo me quedé muy sorprendida, ¿pero es que usted no lo ve?, contesté, y él me miró raro, entonces comprendí que a Orencio sólo le veíamos nosotras dos y le dije al doctor que si no veía que estaba contenta, nada más. Me dio mucho apuro, porque, claro, era una situación muy comprometida, y al final le pedí al doctor que se adelantaran, no sólo por no quitarle a Migue el gusto de verle, porque desde luego le veía, no sé cómo, pero le veía, sino porque, además, me di cuenta de que no iba a poder llevármela de allí ni queriendo. Sólo cuando los otros ya se habían alejado unos pasos, me atreví a echarme a Orencio a la cara, le miré a los ojos y fue como si me hablara, lo que son las cosas, no movió los labios y, sin embargo, yo sentí que me hablaba, y no llegué a contestar, pero apenas había decidido que le iba a decir que no, que de ninguna manera, cuando me lo pidió otra vez, y miré a Miguela, como él me dijo, y estaba contenta, tan contenta que yo nunca la había visto así, y entonces pensé que a lo mejor él tenía razón, porque mongólica, y ciega, y tan triste… Ahora, que al que algo quiere, algo le cuesta, pensé, para que él me oyera, así, sin hablar, y en aquel momento hicimos el trato, bueno, yo siempre creí que habíamos hecho un trato, aunque él ni asintió con la cabeza ni nada, y miré a Miguela otra vez, para darme fuerzas, y la escuché reír con su risa de mujer de mundo, y cuando apareció el camión a lo lejos, la besé en la frente para despedirme, ella no se dio ni cuenta, y luego, mientras aquella mole blanca venía hacia nosotras cada vez más deprisa, esperé sólo un instante, Orencio levantó enseguida la bandera, entonces la empujé. Yo creía que no iba a poder, pero no me costó trabajo, ya ves, las dieciséis ruedas le pasaron por encima antes de que quisiera darse cuenta. Murió sin ningún dolor, en el acto, según dijo la doctora…

– ¡Rosa, Rosa!

– Pero… ¿qué dices? Habla más alto, no te oigo.

– ¡Dile a Gregoria que se lleve a los demás, que se vaya con todos a casa, ahora mismo!

– Bueno, pero…

– Nada, ni peros ni nada. Se tienen que ir todos, pero ya. Dame tu chaqueta, quiero taparle la cara a Miguela.

– Fernando, no puedes tocar el cadáver. Tiene que venir la Guardia Civil, y luego el juez, y…

– Hazme caso, Rosa, por favor.

– Muy bien, si te vas a poner así… ¡Gregoria, todo el mundo a casa! Lléveselos ahora mismo. Queti, vete tú también, vamos, corriendo… Vale, ya está. ¿Qué pasa?

– No te lo vas a creer.

– No me voy a creer ¿qué?

– Mira bien a esta mujer, Rosa, mírale la cara, los ojos…

– Fernando, por favor, no me obligues… Muy bien, pues ya la he visto, ¿qué pasa?

– Que esta mujer no es Miguela.

– Pero, ¡por Dios! ¿Qué estas diciendo? ¡Claro que es Miguela! Lo único que ocurre es que le acaba de pasar un camión por encima.

– No. Le ocurre eso, y que ya no es ella, fíjate, todavía se ve la forma de los ojos, la boca…

– ¡Pero si ya no tiene cara!

– Claro que tiene, y eso es lo extraño, su cara. Porque es la cara que habría tenido Migue si no llega a nacer con el síndrome de Down…

– Te has vuelto loco, Fernando. Demencia transitoria. Ya sabes lo que dicen, a todos los psiquiatras nos pasa, antes o después…

No era Miguela, claro que no, bueno, sí era ella, pero otra, la mujer del espejo, y ya nunca volvería a tener los párpados tirantes, nunca jamás, me sentí tan bien cuando me lo contaron, porque al principio no es que yo las tuviera todas conmigo, no, qué va, porque, claro, para Orencio era muy fácil decirlo, mátala para salvarla, no te digo, dámela y yo cuidaré de ella, muy fácil, total, él lleva muerto la tira de años, pero quien la empujó fui yo, con estas manitas, la verdad es que yo la maté, ni más ni menos, aunque también es verdad que no lo lamento, que lo haría mil veces más, conmigo misma lo haría si supiera que a mí me iba a servir de algo… Al principio no, al principio me arrepentí y todo, pero luego me enteré, me lo contó Gregoria, que no pudieron cerrarle los ojos, la doctora dijo no sé qué de un nervio pinzado y la tuvieron que enterrar así, como a ella le gustaba ser, como será siempre ya, hasta que se acabe el mundo, guapa, Migue guapa, todavía me acuerdo, cómo le gustaba mirarse en el espejo y verse allí, tan distinta… La echo de menos, eso sí, la sigo echando de menos después de tanto tiempo, me has dejado sola, maldita, al final tú también me has dejado sola, ya se lo dije, ya, la primera vez que vino a verme, ella sonrió, siempre te estás quejando, Queti, me dijo, porque es que ahora me regaña ella a mí, la tía, no veas cómo se ha puesto… Claro que también se ha vuelto egoísta, Migue, tan egoísta como se vuelven todos los que tienen suerte, que ya no se acuerdan de los malos tiempos, ni de los amigos que han dejado atrás, lo que son las cosas… Porque a ver el trato que hice yo con el Orencio, a ver qué pasa ahora con eso, que me lo pensé yo mis dos veces y bien despacito, para que me escuchara con sus entendederas igual que le oía yo con las mías, bien clarito que se lo dije, ¿y qué? Pues nada, nada de nada, que aquí estoy todavía esperando, que a quien se lo cuente… Se lo volví a decir la última vez que la vi, que le recordara a su galán que un trato es un trato, y que ya estoy hasta el moño de todos ellos, de tanta risa, de tanto amor, y de tanta leche, y que la próxima vez, si no me trae a mi hijo, que no vuelva, así mismo se lo dije… Si yo sólo quiero ver a Rafa, verlo otra vez, aunque sea transparente, aunque se siga pinchando, aunque no me hable, aunque no me vea, verlo yo, eso es lo único que quiero, verlo un momentito nada más, y tú no me lo traes, maldita, no me lo traes y eso que tú puedes, con todo lo que he hecho yo por ti, que fui yo quien te maté, que te he dado la vida más que tu propia madre, y no te da la gana… ¿Pues sabes lo que te digo? Que si no me lo traes no vuelvas nunca, que no te quiero ni ver, vete, ¿me oyes?, te estoy diciendo que te vayas, lárgate de una vez a donde vivas ahora y, por lo menos, déjame dormir en paz… Eso le dije, y no ha vuelto. La verdad es que yo, al principio, no lo entendía, con lo buena que era Migue, cómo no me iba a perdonar ella un arrebato así, tan tonto. Pero lo que pasa es que, como me estoy haciendo vieja, pues se me van las cosas de la cabeza, y ahora no, ahora ya me he acordado, menos mal. Porque… ¿cómo me van a traer a mi niño, si Rafa no está muerto? Pues claro, que yo también parezco imbécil, si no está muerto, qué va, si está en Vitoria, con los demás, esperándome, que hay que ver, la Seguridad Social cómo funciona de mal, la cantidad de tiempo que llevo aquí ya, guardando turno para que me operen de apendicitis… Él quería venir, mi niño, a verme, pero yo le dije que no, que de ninguna manera, no iba a perder un curso ahora, con lo bien que va en el colegio. Por eso no me lo ha traído Migue, por eso, claro, porque está vivo, ahora que, la próxima vez que la vea, creo que voy a decirle que si me dejara verlo sólo un ratito, pues yo se lo agradecería igual, lo mismo, lo mismito, que si ya se hubiese muerto…

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