El vocabulario de los balcones

Si alguna vez la vida te maltrata,

acuérdate de mí,

que no puede cansarse de esperar

aquel que no se cansa de mirarte.

Luis García Montero,

Habitaciones separadas

Para mi amiga Angeles Aguilera


1

No hay escalera sin barandilla ni hortera sin zapatos de rejilla, solíamos decir en aquella época, pero lo peor no era la abominable trama tejida con tiritas de cuero marrón que estigmatizaba cruelmente sus empeines, sino el grosero repiqueteo de esos tacones -tap tap tap tap-, que acechaban mis pasos cuatro veces al día, todas las mañanas y todas las tardes, de casa al instituto, del instituto a casa, y vuelta a empezar. De vez en cuando, mientras cambiaba de acera en cada semáforo para que, por lo menos, le costara trabajo seguirme, me preguntaba por qué se empeñaría él en llevar todos los días a clase aquellos zapatos de domingo, siempre impecables, tan lustrosos y brillantes, aunque sus costuras ya hubieran empezado a reventar. Él no necesitaba esos tacones, una base insólita para sus eternos pantalones de chándal de espuma azul, porque era un chico muy alto, pero aquel mínimo detalle no bastaba para convertir en un misterio el vulgar acertijo de su existencia.

No hay parto sin dolor, ya se sabe, ni hortera sin transistor, y él, naturalmente, solía llevar un transistor pegado a la oreja, el volumen a tope mientras me esperaba, emboscado en la esquina de mi casa. Algunas tardes, el eco melancólico, antiguo, de aquella canción que le gustaba tanto, me advertía de su presencia antes aun que la sombra de su figura escurrida y triste, tan larga y, sin embargo, tan extrañamente desamparada. Luego, sus tacones -tap tap tap tap- ponían una nota de más en la dulzona salmodia de aquel amor terminal y desgarrado que nos acompañaba, eso da igual, ya nada importa, San Bernardo abajo, San Bernardo arriba, todo tiene su fi-i-i-in, como una profecía incapaz de cumplirse.

– No sé cómo le aguantas -me decía mi prima Ángeles, que por aquel entonces ya había conseguido que todas sus amistades la llamaran Angelines, abreviatura madrileña que ella encontraba muy fina, pero que en casa, mal que la pesara, seguía siendo Angelita, y por muchos años-. Es que es lo que le faltaba ya, al tío, que le gusten Los Módulos.

Yo asentía en silencio y, a veces, sin darme cuenta del todo, tarareaba aquella infamia sin mover los labios, siento que ya llegó la hora, que dentro de un momento, te alejarás de mí, porque yo no había nacido en un pueblo de Jaén, como Angelita, sino en la Clínica de la Milagrosa, puro Chamberí, y por eso podía permitirme ciertas debilidades arabescas que jamás me atrevería a confesar en voz alta. Y sin embargo, Angelita tenía razón, por muy de pueblo que fuera. El Macarrón -como solían llamarle mis hermanos, no tanto por sus características físicas como por la solidez de sus perversiones estéticas- era un pedazo de hortera. Punto final.

Nunca llegué a cruzar una palabra con él, ni siquiera sabía cómo se llamaba -Abencio, seguro, o Aquilino, aventuraba mi prima, todo lo más Dionisio, no lo dudes-, ni podría ahora reconstruir el momento exacto en el que mis hombros comenzaron a acusar el peso de sus ojos, esa mirada sólida, compacta como un espejo animado, turbio y caliente, frente al que me vi cumplir trece, y luego catorce, y luego quince, y dieciséis años. No era del barrio, eso sí lo sabía, y que vivía en Valdeacederas, una estación de metro que estaba muy lejos, por Tetuán más o menos, pero cuya reputación era entonces lo bastante conocida como para que mi madre se sintiera satisfecha de no haberse movido en toda su vida de la insignificante calle de San Dimas.

– Mira, mira -solía decir a las visitas en el balcón, obligándoles a torcer el cuello hasta forzar un ángulo inverosímil mientras señalaba a lo lejos con el índice-. Eso que se ve allí es la cúpula de la Unión y el Fénix. ¡Pero si vivimos casi en la Gran Vía! Lo que yo te diga…

Ella podía hartarse de decir lo que quisiera pero, por supuesto, no vivíamos en la Gran Vía, sino en un barrio antiguo y pequeño, muchos conventos y casas sin portero, sin ascensor, sin calefacción central y con más de un siglo a cuestas, una parcela del centro de Madrid

– Noviciado para algunos, Malasaña para otros, San Bernardo, Conde Duque o hasta Argüelles para los taxistas- que ni siquiera hoy tiene nombre definido. Allí se había criado mi padre y allí se había criado mi madre, allí se conocieron, y se miraron, se gustaron y se hicieron novios. Allí mismo, en la iglesia de las Comendadoras, se casaron, y alquilaron un piso grande y destartalado, los techos abombados por el peso del cañizo viejo, reseco, y un suelo bailarín de baldosines pequeños, blancos y rojos, una casa que yo ya no conocí, porque mamá sucumbió a la fiebre de las reformas antes de que yo me rindiera al uso de razón. El pasillo, dividido en varios segmentos equitativamente absurdos, seguía siendo eterno y angosto, eso sí, y mi dormitorio, que conservaba el airoso nombre de gabinete, era en realidad un minúsculo cuarto ciego, pero eso no significaba que hubiera dejado de haber ricos y pobres. Pues no faltaría otro escándalo, hasta ahí podríamos llegar.

– ¿Valdeacederas? -mi madre frunció aparatosamente el ceño-. ¡Uf! Eso es un barrio malísimo, medio de chabolas o así.

– ¿Valde qué? -terció mi abuela, que no sabía estar callada-. Eso no es Madrid.

– ¡No poco, abuela! Pero si hay hasta metro y todo.

– ¡Metro, metro! Claro que habrá metro, si ahora debe llegar hasta Toledo… ¡No te digo!

Para la señora Camila, como la seguían llamando en el barrio, Madrid seguía estando restringido a los estrictos límites de la ciudad donde transcurrió su juventud, indultando a lo sumo Ventas, y por la plaza de toros, que si no, para ella, lo mismo que Segovia. Era mejor no llevarle la contraria, porque a la mínima oportunidad te volvía a contar cómo la eligieron Miss Chamberí por aclamación en el año 1932, cómo impusieron sobre su pecho una banda verde con letras doradas, cómo llegó por la noche con ella a la taberna de su padre y cómo mi bisabuelo le arreó un bofetón -por Miss- que le dejó los dedos marcados en la cara durante una semana, así que me callé y nunca volví a preguntar por ese desgarbado y sigiloso espectro que parecía vivir sólo para mirarme. El paso del tiempo y Conchita, la panadera, recompensaron mi paciencia al alimón, consintiéndome averiguar algunas cosas. El Macarrón era nieto de la señora Fidela, una anciana bronca y robusta, muy descarada y peor hablada, que vivía en Montserrat esquina con Acuerdo, a dos pasos de mi casa. Su marido, un hombrecito convenientemente insignificante y a quien, por supuesto, nadie conocía por su nombre de pila -en mi barrio, ése parecía un privilegio exclusivo de las mujeres, y el señor Fulano nunca era tal, sino el marido de la señora Fulana-, había trabajado toda la vida como bedel en el Cardenal Cisneros, y así había conseguido una plaza en el instituto de la calle de los Reyes para un alumno que vivía tan disparatadamente lejos. Yo, que asistía al Lope de Vega porque no me quedaba más remedio, estaba a punto de descubrir el valor de aquellos ojos que tal vez me concedieran el privilegio de existir, en lugar de nutrirse con ventaja de mi existencia, cuando Angelita hizo un descubrimiento mucho más aparatoso, una auténtica hazaña que la convertiría definitivamente en Angelines.

En el instante en que atravesé el umbral de Topaz, sentí más bien que ingresaba de golpe en otro mundo. Aquella discoteca lujosísima

– cristales ahumados hasta en los cuartos de baño, grandes espejos con marcos dorados en los pasillos, sofás profundos como camas de matrimonio, ambientes muy mal iluminados y, fundamentalmente, camareros con esmoquin, detalle que no tengo más remedio que calificar como la pera limonera de lo que yo entendía entonces por distinción- no tenía nada que ver con los baretos del distrito Centro que hasta aquel momento habían jalonado, como las estaciones de un Vía Crucis, el lento peregrinar de las horas por las tardes de mis viernes y de mis sábados. Claro que Angelines y yo tampoco teníamos mucho en común con la selecta ganadería de Chamartín de la Rosa que pastaba en aquel local. Recuerdo todavía aquella incomodísima sensación de impropiedad que hormigueaba en mis tobillos como una plaga, la infección de vergüenza que amenazaba con delatarme a cada paso mientras buscaba un sitio que me correspondiera, un lugar donde mi aspecto no desentonara entre tanta chica rubia con culo respingón embutido en vaqueros de importación y miles de sortijas de plata en cada mano, y tanto tío gigantesco de pelo engominado enfundado en blazer azul marino con botones dorados y provistos de sus correspondientes anclas. La moda náutica, que llegaría a arrasar algunos años después en esta ciudad tan radicalmente ajena a todos los mares, aún no superaba el rango de una sombría amenaza, pero yo no distinguía un nudo marinero del lazo de un zapato, y eso era una tragedia sólo comparable al miserable aspecto de los Lois que mi madre insistía en comprarme por aquel entonces. Los pijos, sin embargo, parecían genéticamente predispuestos a reconocer un culo respingón incluso en condiciones tan indeseables, porque no pasó mucho tiempo antes de que se me acercara el primero, más feo que yo, más bajo que yo, más gordo que yo -mucho más tonto que yo-, pero que, sin embargo, tenía un amigo que conocía al primo de otro tío que estaba muy bueno, uno rubio que llevaba siempre camisetas de algodón de colores muy vivos, con el cuello blanco y un número impreso en la espalda, que al final resultó que eran de jugar al rugby. Se llamaba Nacho, estudiaba ICADE, y tenía diecinueve años y un Ford Fiesta flamante, con muchos extras y pintura gris metalizada, aparte de la estupenda costumbre de pagarme todos los gin-tonics que se me antojaban entre muerdo y muerdo, que era como entonces llamábamos a los besos. Cuando empezamos a salir juntos, la primera cosa que me enseñó fue que Topaz era una auténtica horterada de sitio.

– No está mal para ir a vacilar y eso, hay muchas tías, pero, o sea, el ambiente es más de campo que las amapolas…

Entonces empecé a ir a tomar copas a un bar que estaba muy cerca, en los bajos de Orense, y que sin embargo se parecía a los antros más vulgares de mi barrio como una gota de agua pueda llegar a parecerse a otra. Era un local muy pequeño, con un par de mesas y una barra siempre tan abarrotada que la mayor parte de los clientes se tomaba la copa fuera, en un lúgubre pasillo subterráneo de paredes de cemento. No tenía nombre, pero todo el mundo lo llamaba Pichurri, como al jugador de rugby que lo había montado, y no tardé mucho en inventarme razones suficientes para cimentar su fama de lugar selecto. Y fue precisamente allí, en el agudo vértice de mi impostura, donde se desencadenó lo inevitable.

– Te advierto que ese tío ya está empezando a tocarme los cojones…

Yo fingía no darme cuenta de nada, acatando la norma que obedecía invariablemente desde que comprendí que, por mucho que dejara atrás mi barrio, nunca lograría desprenderme de su sombra, pero a mi lado, Angelines se retorcía las manos con tanta saña como si pretendiera desollárselas, y aunque sentí la tentación de intervenir, de interponer por una vez mi cuerpo, y mi voluntad, en el transparente curso de los acontecimientos, el sentido común me dijo que Nacho tenía razón, que ya estaba bien, todas las tardes lo mismo, la misteriosa aparición de esa figura solitaria y huidiza a la que nunca fui capaz de despistar, aquel cuerpo encogido que buscaba amparo en el filo de todas las esquinas, los brazos colgando, los hombros hundidos, la cabeza gacha, una impecable máscara de fragilidad para unos ojos que no cambiaban nunca, ojos duros como rocas, hondos como pozos, relucientes y tenaces como dos cuchillos.

– ¿Qué miras tú, eh, gilipollas? ¿Se puede saber qué miras tú? No, ¿eh…? ¡Pues te vas a llevar dos hostias, mira por dónde!

Me escondí en el baño para no ser testigo de la masacre, pero antes de llegar, mis oídos registraron ya el eco de un par de puñetazos y una queja apagada. Cuando volví, mi novio seguía gritando, chillando, furioso como un cerdo en un matadero, mientras el Macarrón, con una ceja abierta, manando sangre por la nariz, echaba a correr por los sótanos de Azca sin querer todavía perderse del todo, porque aún se detuvo un momento, afrontó el riesgo de un golpe aplazado, se dio la vuelta, y me miró, y yo alcancé a recoger su última mirada y me entraron una ganas tremendas de llorar.

Aquella noche no hubo despedida, porque me sentía incapaz de besar a Nacho, de tocarle, de responder al más leve roce de sus dedos. No le dije nada porque sabía que no lo entendería. Yo tampoco lo entendía, pero le dejé al día siguiente, de todas formas.

Un par de meses más tarde conocí a mi segundo novio, que se llamaba Borja y tenía un velero atracado en Mallorca y una intensa predilección por las terrazas de Pozuelo, en una de las cuales me tropecé con Charlie, que había dejado de estudiar para montar un gimnasio, y él me presentó a su primo Jacobo, cuyo padre, eterno aspirante a la presidencia del Real Madrid, me invitó un año a veranear en la inmensa mansión que poseía a orillas del Cantábrico, en una playa espléndida, blanca y desierta, donde no me atreví a bañarme ni una sola vez en todo un mes, porque la temperatura del agua amorataba los dedos de los pies, aunque eso no debía importarme, porque veranear en el Mediterráneo, por lo visto, también era una paletada, con la única excepción de las Baleares, que tenían un pase.

Y no me casé con Jacobo, ni con Charlie, ni con Borja, ni con Nacho, pero estuve a punto de casarme con Miguel, creo que lo habría hecho si no hubiera tardado tanto en llevarme a casa de sus padres, diplomático de carrera con señora, por los que sentía un respeto que rayaba abiertamente en el temor, desentonando con similar intensidad en el carácter de un hombre de casi treinta años. Yo, mientras tanto, estudiaba Químicas, y a despecho del entusiasmo de mi madre, que ya me veía de blanco en los Jerónimos, sentía que cada mañana, al levantarme, me parecía un poco más a mi abuela, e iba comprendiendo lentamente que todas aquellas familias adineradas que casi siempre venían de Santander eran, en el fondo, tan de provincias como Angelita, que había terminado por echarse un novio estupendo en Alcalá la Real, y contemplaba sin horror alguno la posibilidad de irse a vivir una temporada al pueblo de su padre, tal y como hiciera su madre tantos años antes pese a los nigérrimos augurios que emitió la mía cuando se enteró.

– Pero, cuando vas por allí, ¿no se te queda pequeño? -le pregunté una vez.

– Pues no sé -me contestó-. Total, no salgo de la cama…

– Ya saldrás -insistí-. Y entonces tendrás que soportar el chismorreo, y las vecinas, y que si llevas faldas demasiado cortas…

– ¡Pues anda que tú! -me cortó-. En esa urbanización de Aravaca, todo el santo día barbacoa va y barbacoa viene, y cuánto gana tu marido y cuánto gana el mío, y que si partidos de squash y que si al gimnasio con Menganita, y el teléfono del payaso de las fiestas de los niños, para no quedar peor que Piluca, que contrató un mago… Además, cuando yo me canse, cogemos y nos venimos, pero tú…, ¿adonde te vas a venir tú, desde Aravaca? Y eso hoy, que me siento generosa y paso por alto el detalle de que mi novio está mucho más bueno que el tuyo, guapa.

Eso era verdad, y casi todo lo demás también. Miguel se negaba a vivir en la ciudad porque llamaba campo a una intolerable amalgama de urbanizaciones de medio pelo con pretensiones, y a mí no me daba vergüenza no tener ninguna casa con jardín y paredes de hiedra, ningún pueblecito marinero, ninguna dehesa, ningún prado, ninguna playa a la que volver en vacaciones y, a cambio, como única raíz, sólo un balcón, un minúsculo pañuelo de baldosas al que sacar una banqueta en las noches de verano para tomar el fresco con mi abuela, cambiando el sempiterno olor a garbanzos cocidos que ascendía por el patio en las mañanas de invierno por los uniformes ecos de un bullicio universal, toda la ciudad abierta, maquillada de espumas y de luces, disfrazada repentinamente de jardín, como una inabarcable, inmensa terraza. No me había marchado aún y ya lo echaba todo de menos, y sin embargo, no era sólo el paisaje de mi vida lo que fallaba. Tardé mucho tiempo en comprender, en advertir por qué caminaba con los hombros demasiado ligeros, por qué sentía como si mis pies no tuvieran peso, como si ningún cuerpo fuera capaz de asentarlos en el suelo que pisaban. Todos mis actos me parecían soluciones provisionales, remiendos anticipadamente insuficientes para un hundimiento inevitable, pero el suelo empezó a crujir cuando menos lo esperaba.

Miguel conducía hacia la casa de sus padres, que por fin me habían invitado a cenar. Yo miraba por la ventanilla el monótono espectáculo de Capitán Haya, las torres acristaladas que se sucedían, idénticas, en las dos aceras, garajes y jardines, palmeras en los portales, alardes de nuevos ricos que ya no me impresionaban, siempre lejos, cada vez más lejos. Un giro a la izquierda me precipitó en una calle donde nunca había estado, pero me daba lo mismo porque era igual que las demás, y otra vez a la izquierda y todavía más lejos, y más, y ahora despacio, porque buscábamos un sitio para aparcar y no lo encontrábamos, y todas las calles, todas las fachadas, todas las esquinas parecían iguales, pero de repente, en el enésimo giro, bordeando una manzana de casas de lujo, me encontré en casa, un barrio distinto, viejo, con aire de pueblo viejo, que parecía haber brotado repentinamente de la tierra por un capricho del destino, tiendas baratas, edificios de un par de pisos, música de rumba escapando por los balcones y señoras en bata comprando pan, y una boca de Metro con un nombre familiar y doloroso, cinco sílabas que estallaron entre mis dos cejas como una pedrada.

– Para -dije entonces-. Me bajo aquí.

– Bueno, si quieres… Mis padres viven justo detrás de esta esquina, en la otra mitad de la manzana, espérame…

– No me has entendido -expliqué, abriendo la puerta del coche-. No voy a ir a casa de tus padres. Me vuelvo a la mía, en el metro.

Pisé la acera con fuerza, y sentí el cemento en las plantas de los pies y una emoción extraña, como si al descubrir el secreto de la ciudad de las dos caras ésta me hubiera desvelado la clave de mi única vida, y sólo entonces me incliné hacia delante, para despedirme desde la ventanilla.

– Tú no me miras, Miguel -dije despacio, aunque estaba segura de que no me entendería-. Porque no sabes mirarme.

Luego, la estación de Valdeacederas cerró sus brazos sobre mí como sólo saben cerrarse los brazos de una madre.

2

Nunca se me han dado bien las rebajas.

Recuerdo perfectamente que, mientras la escalera mecánica trabajaba por mis piernas, iba pensando en eso, en mi incapacidad para revolver en los expositores y encontrar una ganga, y recuerdo también que la vi antes a ella, me estaba prometiendo a mí misma que jamás volvería a caer en la trampa, nunca más haría cola ante un probador, cuando me fijé en una chica morena que llevaba el pelo recogido en una trenza larga y espesa, como la que llevaba yo cuando era niña, y luego, entre la tercera planta -caballeros- y la segunda -todo para la mujer-, tuve el presentimiento de que un tío que subía la miraba intensamente, y me dio rabia, y después me dio rabia que me hubiera dado rabia, porque esa reacción instintiva pero mezquina, casi absurda, me hacía consciente de los años que iba cumpliendo con mucha más contundencia que el espejo del baño en mañanas de resaca, y entonces decidí que el tío sería un gilipollas, y levanté la vista para mirarle a la cara, y no sólo no tenía cara de gilipollas, sino que, además, era él.

Sus ojos se cruzaron con los míos y frunció las cejas durante un instante, pero no quiso mirarme, no me reconoció, y aunque me daba miedo contestarme que sí, tuve que preguntarme si no habría cambiado yo tanto como él desde cualquier día del verano del 77, del 78 tal vez, ya ni siquiera me acordaba de la fecha. Habían pasado más de quince años, y al mirarle, nadie podría adivinar el infamante apodo que arrastró durante su adolescencia. Conservaba el aire prematuramente melancólico que antes teñía todos sus gestos de tristeza, y caminaba aún con los hombros hundidos, la cabeza baja afrontando el suelo, pero el corte de pelo, la americana de lana jaspeada, los zapatos de piel vuelta con cordones, la cartera de cuero castaño -piel muy usada pero muy buena- que llevaba en la mano, delataban ese peculiar desaliño premeditado que siempre esconde una pizca de elegancia. Le van bien las cosas, pensé, mientras subía los escalones de dos en dos, en dirección contraria a la que movía el motor, sin ser consciente todavía de que le estaba buscando, y le encontré comprando calcetines, granates, grises, negros, todos lisos. Pagó con una tarjeta de crédito y regresó a las escaleras, y yo fui tras él, y tras él salí a la calle Preciados y, sin perderle nunca de vista, sorteé a un par de músicos callejeros, una cabra bailarina y el tenderete de un trilero, y llegamos a Callao y siguió andando, Gran Vía abajo, pasó de largo un cine, luego otro, y luego otro, embocó San Bernardo y yo le seguí, recorrimos la misma calle que habíamos andado juntos tantas veces en una situación que yo jamás me habría atrevido a adivinar entonces, él delante, sin volver jamás la cabeza, yo detrás, escondiéndome entre las farolas de todas formas, y atravesamos la calle del Pez y siguió andando, no dejó de hacerlo hasta ganar la esquina de San Vicente Ferrer, y en ese punto sus talones giraron bruscamente un cuarto de vuelta y yo me detuve, sin saber muy bien adonde ir, y le vi cruzar la calle de cuatro zancadas, la cabeza siempre rígida, aparentando despreocuparse del tráfico, y quedarse quieto justo enfrente de mí, en la otra acera.

Se dio la vuelta muy despacio, levantó lentamente los ojos, me miró, y supe que nunca había dejado de reconocerme.

Tardé cinco noches -cuatro días- en decidirme, y todavía dos mañanas más hasta atreverme a empujar la puerta de la panadería sin tener muy claro lo que iba a decir, por dónde empezar después de los besos y los abrazos, los pésames y las enhorabuenas de rigor, pero Conchita me dio el pie sin pretenderlo -¡qué barbaridad!, hay que ver, pero ¡qué elegante estás!, ya nunca vienes a vernos, claro, como somos pobres…- y obtuvo a cambio una versión exagerada de mi vida, que consistió sobre todo en un resumen abiertamente dramático de las infrahumanas dimensiones del apartamento de Martín de los Heros cuyo alquiler me suponía -mentí- más de la mitad del sueldo.

– Estoy pensando en volver al barrio, ¿sabes? -proseguí, con una desenvoltura asombrosa hasta para mí misma-, pillar algo por aquí, no muy grande… Supongo que no seré la única, de los niños de entonces, quiero decir… Mi hermano me dijo hace un par de días que había visto al nieto de la señora Fidela salir de un portal en San Vicente Ferrer…

Ella me miró con cara de no acordarse de nada y me dije que tal vez fuera mejor así, pero reaccionó enseguida para confirmar punto por punto mis sospechas, naturalmente que sí, Juanito sí que había vuelto.

– O sea -murmuré para mí-, que se llama Juan…

– ¡Natural! -Conchita se pasmaba de mi perplejidad-. Igual que de pequeño. ¿Cómo quieres que se llame?

– Claro, claro… ¿Y a qué se dedica ahora?

– Pues no sé. Da clases en la universidad, o algo por el estilo…

Averiguar qué enseñaba exactamente resultó un poco más difícil, porque mi interlocutora sólo recordaba que su especialidad empezaba por A -¡no sé, hija…!, ahora sois todos unas cosas tan raras-, y lo primero que se me ocurrió fue arquitectura -¡no, mujer, quita ya…! Tan importante no es-, y luego pregunté si era abogado -¡pero ¿qué dices?! No, no… Mucho más importante que eso-, y así, por su peculiar escala de prestigio, fui descartando aparejador, ATS, alergólogo, ingeniero aeronáutico, aeroespacial y agrónomo, arqueólogo, filólogo alemán, astrónomo, astrofísico, y no sé cuántas esdrújulas más.

– ¡Sí, mujer! -insistió al final-. Si tú tienes que saber lo que es. Hasta salen en la tele de vez en cuando hablando de los salvajes y eso…

Comprendí enseguida lo que quería decir, pero tardé unos segundos en arrancar a hablar, como si aquella posibilidad me resultara más inverosímil que algunas de las que yo misma había propuesto, y no pude evitar que me temblara un poco la voz en la primera sílaba.

– ¿An-tro-pó-lo-go? -pregunté muy despacio, casi con miedo, y Conchita elevó las dos manos al cielo mientras profería un alarido de triunfo.

– ¡Justo!

– ¿El Macarrón es antropólogo? -volví a preguntar, como si con una sola afirmación no hubiera tenido bastante.

– Sí -me contestó ella, para insistir luego en un tono ligeramente ofendido-, y ya te he dicho que se llama Juanito.

– ¡Antropólogo, el Macarrón…! -afirmé para mí, en un susurro-. Desde luego… ¡tócate las narices!

Después, Conchita sacó una lima de uñas del cajón de las pesetas, se sentó en un taburete y, al otro lado del mostrador, empezó a hacerse la manicura como si estuviera sola, pero cuando yo buscaba ya una fórmula de despedida se decidió a agregar el colofón que menos me esperaba.

– Él tampoco se ha casado -dijo, sin levantar la vista de su mano izquierda.

– ¿Y por qué me cuentas eso?

– No, mujer… -y entonces me miró-. Por nada.

Estoy segura de que él nunca me creería si le confesara que fue una casualidad, pero lo cierto es que yo hubiera preferido otro balcón, otra fachada, otro piso, un mínimo desnivel, cualquier distancia, y si me hubieran dado a elegir, habría escogido una trinchera comunicada con la suya de forma diferente, a través de una azotea quizás, o de un simple patio de luces, pero aunque no habían pasado más de tres meses cuando me avisaron de la agencia, yo ya no tenía dieciséis años, y el tiempo pasaba muy deprisa y muy despacio a la vez, demasiado rápido para retenerlo, demasiado lento para desesperar a quien sabe que no lo posee por completo.

La chica que me acompañaba enarcó las cejas hasta su límite físico, cuando le pedí que no abriera los balcones. Recorrí en penumbra las habitaciones que daban a la calle -un gabinete, el salón, otro gabinete, el dormitorio, otro dormitorio…- y di una señal sin dignarme a echar más que un vistazo a la cocina y al baño, que por muy recién reformados que estuvieran, daban a un callejón sin ningún interés. Obligué a los mozos de la mudanza a trabajar con luz eléctrica, el piso cerrado a cal y canto mientras cada uno de mis objetos luchaba por convencerme del lugar que le correspondía, y luego, todavía, esperé a estar familiarizada con el espacio. El día en que decidí que me sentía segura, compré un ramo de flores al salir del trabajo. Coloqué el jarrón en una mesa situada en el ángulo adecuado, y sólo entonces abrí muy despacio las contraventanas del balcón del salón. Mis labios se curvaron solos, dibujando una sonrisa de la que no llegué a ser consciente del todo. Al otro lado de la calle, en un balcón del tercer piso del edificio contiguo al que se elevaba enfrente de mi casa, estaba él. Me miraba, y casi sonrió conmigo.

Aprendí muchas cosas en muy poco tiempo, pero también muy pronto dejaron de bastarme. Juan -pronunciaba continuamente su nombre, en silencio algunas veces, otras en voz alta, hasta que me acostumbré a llamarle así- era muy desordenado, comía poco, dormía menos, y salía casi todas las noches a pesar de que tenía que levantarse temprano, porque daba clases por la mañana. Por las tardes solía estar en casa, y me miraba. A veces se acercaba al balcón con un libro en la mano o hablaba por teléfono durante mucho tiempo sin apartar los ojos del cristal, al acecho del menor de mis movimientos, como cuando éramos niños. Yo mantenía siempre enrolladas las persianas verdes y empezaba a cansarme, y dudaba de que él tuviera bastante con la pobre victoria de mi imagen, pegada al balcón durante horas como una calcomanía en tres dimensiones, pero no llegué a recibir señales de que albergara una ambición mayor. Me mantuve firme durante algún tiempo. Luego, la ansiedad pudo más, y a su amparo empecé a elaborar una lista de tácticas posibles, todas parejamente insensatas. Poner un cartel en el balcón me daba mucha vergüenza, averiguar su teléfono y marcarlo me pondría enferma, y cruzar la calle para pedirle una tacita de azúcar resultaría físicamente imposible, porque mis piernas se habrían fundido para siempre antes de lograr transportarme hasta su portal. Al final, opté por vaciar el salón de mi casa. Saqué todos los muebles al pasillo, traje una banqueta de la cocina, la coloqué al lado del balcón y me senté allí, a no hacer nada. Confiaba en que él lo entendería, siempre había sabido interpretar todos mis gestos y, sin embargo, cuando levanté los ojos, los suyos sostuvieron mi mirada durante apenas un par de segundos.

Su ausencia no llegó a desconcertarme, porque regresó enseguida, abrió las dos hojas, se apoyó en la barandilla, y me miró. Yo imité sus gestos, uno por uno, y al principio no reconocí la música, pero mi memoria reaccionó antes que yo misma, siento que ya llegó la hora, él movía los labios muy cerca, al otro lado de la calle, pero no podía escucharle, que dentro de un momento, y entonces me di cuenta de que no conocía su voz, de que nunca la había oído, te alejarás de mí, y tuve ganas de llamarle, de gritar su nombre, suplicarle que gritara, eso da igual, pero no me atreví a articular un solo sonido, ya nada importa, y me uní a su canto al final del estribillo, todo tiene su fi-i-i-in, hasta que terminó. Luego, me quedé mucho tiempo quieta, aferrando la barandilla con las dos manos. Le miraba, y casi sonreí con él.

Empezaba a hacer buen tiempo y esa canción se convirtió en una contraseña entre nuestros balcones abiertos. Lo demás pasó después, de repente. Hacía mucho calor aquella noche de junio, el aire pesaba como si lo hubieran hilado con plomo, y el perfil de la luna parecía hervir sobre un cielo que, de puro caliente, se negaba a oscurecer del todo. Al otro lado de la calle, él subió el volumen de su equipo de música, y percibí casi el eco de un llanto, una queja terminal y desgarrada, como una resonancia de desesperación. Me levanté y me acerqué al balcón, y la voz del cantante sonaba igual que siempre, pero yo no era capaz de escucharla como antes, y empecé a desabrocharme la blusa sin advertir que aquél era el único gesto espontáneo que acometía desde que me había mudado a mi nueva casa, la única palabra que no había planeado, estudiado y sopesado previamente, mi blusa cayó al suelo y empecé a desabrocharme la falda, y él me miraba, el dibujo de sus cejas, dos arcos perfectos, inmutable como si alguien las hubiera esculpido en piedra sobre sus ojos fijos, y mi falda también cayó al suelo, terminé de desnudarme sin dejar de mirarle, y él me miraba, pero no se movía, me miraba, pero seguía apostado frente al balcón, como un muñeco, como una estatua, como un cadáver.

Mis párpados cayeron solos, y mis lágrimas decidieron seguir su camino, escurrirse entre ellos, atropellarse y rodar sobre mi cara para certificar el último fracaso. Tuve que imponerme a mi propia piel, luchar contra la inercia que me aplastaba entera contra el suelo, para abrir los ojos otra vez, y quise no volver a ver a nadie, ninguna cosa, nada, nunca más, pero contemplé un balcón vacío, abandonado, y mi corazón estuvo a punto de asomarse al mundo desde la enloquecida frontera de mi boca.

Luego, fui yo quien bajó la cabeza. Él cruzaba la calle con la suya más alta, los hombros por fin erguidos.

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