Tardé tres años en encontrar al tío Slim. Durante más de mil días vagué por el país, buscando a aquel cabrón en todas las ciudades desde San Francisco a Nueva York. Viví al día, gorroneando y mangando lo mejor que podía, y poco a poco me convertí en el mendigo que estaba predestinado a ser. Hice autostop, viajé a pie, monté en los ferrocarriles. Dormí en portales, en campamentos de vagabundos, en posadas de mala muerte, en campo abierto. En algunas ciudades tiré el sombrero en la acera e hice malabarismos con unas naranjas para entretener a los transeúntes. En otras ciudades barrí suelos y vacié cubos de basura. En otras robé. Hurté comida en las cocinas de los restaurantes, dinero de las cajas registradoras, calcetines y ropa interior de los cajones de Woolworth’s, cualquier cosa a la que pudiera echar mano. Hice cola para recibir alimentos gratis y ronqué durante los sermones del Ejército de Salvación. Bailé claqué en las esquinas. Canté para ganarme la cena. Una vez, en un cine de Seattle, gané diez dólares por dejar que un viejo me chupara la polla. Otra vez, en Hennepin Avenue de Minneapolis, encontré un billete de cien dólares tirado en el arroyo. En el curso de esos tres años, una docena de personas se acercaron a mí en una docena de sitios diferentes y preguntaron si yo era Walt el Niño Prodigio. El primero me pilló de sorpresa, pero a partir de entonces tenía la respuesta preparada. «Lo siento, amigo», decía. «No sé quién es. Debe usted confundirme con otra persona.» Y antes de que pudieran insistir, les saludaba quitándome la gorra y desaparecía entre la gente.
Me faltaba poco para cumplir los dieciocho años cuando le alcancé. Yo había crecido hasta mi estatura definitiva de un metro sesenta y cuatro centímetros y sólo faltaban dos meses para la toma de posesión de Roosevelt. Los contrabandistas de licores seguían en activo, pero con la ley seca a punto de dar sus últimas boqueadas, ya estaban vendiendo los restos de existencias y explorando nuevas líneas de inversión ilegal. Así fue como encontré a mi tío. Una vez que me di cuenta de que iban a echar a Hoover, empecé a llamar a la puerta de todos los contrabandistas que pude encontrar. Slim era exactamente la clase de hombre que se engancharía en una operación sin futuro como el alcohol ilegal, y lo más probable era que si había mendigado para que alguien le diese un trabajo, lo hubiera hecho cerca de su ciudad natal. Eso eliminaba las Costas Este y Oeste. Ya había perdido suficiente tiempo en aquellos lugares, así que empecé a centrar la puntería en todas sus viejas querencias. Cuando no encontré nada en Saint Louis, Kansas City ni Omaha, amplié el radio de acción a zonas cada vez más extensas del Medio Oeste. Milwaukee, Cincinnati, Minneapolis, Chicago, Detroit. De Detroit volví a Chicago, y aunque no había dado con ninguna pista en mis tres visitas anteriores, en la cuarta cambió mi suerte. Olvídense de eso de que tres es el número afortunado. Tres lanzamientos y estás fuera, pero cuatro balones y entras, y cuando regresé a Chicago en enero de 1933, finalmente llegué a la primera base. El rastro llevaba a Rockford, Illinois -a sólo ciento veinte kilómetros por carretera-, y allí fue donde le encontré: sentado en un almacén a las tres de la madrugada guardando doscientas cajas de whisky de centeno canadiense.
Habría sido fácil matarle allí mismo. Yo tenía una pistola cargada en el bolsillo, y teniendo en cuenta que era la misma pistola que el maestro había utilizado para suicidarse tres años antes, hubiera sido justo apuntar con ella a Slim. Pero yo tenía otros planes, y había estado alimentándolos durante tanto tiempo que no iba a dejarme arrastrar por el entusiasmo ahora. No bastaba con matar a Slim. Él tenía que saber quién era su ejecutor, y antes de permitirle morir, quería que viviera con su muerte durante un largo momento. Lo que es justo, es justo, después de todo, y si la venganza no podía ser dulce, ¿para qué molestarse en llevarla a cabo? Ahora que había entrado en la pastelería, me proponía atiborrarme con toda una bandeja de pasteles.
El plan era cualquier cosa menos sencillo. Estaba todo mezclado con recuerdos del pasado, y nunca se me habría ocurrido sin los libros que Aesop me leía en la granja de Cibola. Uno de ellos, un tomo grande con la portada azul andrajosa, era sobre el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda. Exceptuando a mi tocayo Sir Walter, aquellos muchachos de los trajes metálicos eran mis héroes favoritos, y yo le pedía esa colección más que ninguna otra. Siempre que estaba especialmente necesitado de compañía (curando mis heridas, por ejemplo, o simplemente deprimido por mis luchas con el maestro), Aesop interrumpía sus estudios y subía para sentarse conmigo y nunca olvidé el consuelo que me proporcionaba escuchar aquellos cuentos de magia negra y aventuras. Ahora que estaba solo en el mundo, volvían a mi con frecuencia. Yo también estaba entregado a una búsqueda, después de todo. Estaba buscando mi propio Santo Grial, y cuando llevaba más o menos un año en su busca, empezó a ocurrirme una cosa curiosa: la copa de la historia comenzó a convertirse en una copa real. Bebe de la copa y te dará la vida. Pero la vida que yo andaba buscando sólo comenzaría con la muerte de mi tío. Ése era mi Santo Grial, y no podría haber verdadera vida para mí hasta que lo encontrara. Bebe de la copa y te dará la muerte. Poco a poco, una copa se transformó en la otra, y mientras continuaba yendo de un sitio a otro, gradualmente comprendí cómo iba a matarle. Cuando el plan cristalizó finalmente, estaba en Lincoln, Nebraska -encorvado sobre un cuenco de sopa en la misión luterana de San Olaf-, y a partir de entonces no hubo más dudas. Iba a llenar una copa con estricnina y hacérsela beber a aquel cabrón. Ésa era la imagen que veía, y desde ese día no me abandonó nunca. Le apuntaría a la cabeza con una pistola y le haría beber su propia muerte.
Así que allí estaba yo, acercándome furtivamente a él por la espalda en aquel frío y vacío almacén de Rockford, Illinois. Había pasado las últimas tres horas agachado detrás de una pila de cajas de madera, esperando a que Slim se adormilara lo suficiente y ahora había llegado mi momento. Considerando cuántos años había pasado planeando aquel instante, era notable lo tranquilo que me sentía.
– ¿Qué tal, tío? -dije, murmurando en su oído-. ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Tenía el cañón de la pistola apretado contra su nuca, pero sólo para asegurarme de que entendía la situación, amartillé el arma con el pulgar. Una bombilla desnuda de cuarenta vatios colgaba sobre la mesa donde Slim estaba sentado y todas las herramientas de su oficio de vigilante nocturno estaban extendidas ante él: un termo de café, una botella de whisky de centeno, un vaso jaspeado, las tiras cómicas de los periódicos del domingo y un revólver del treinta y ocho.
– ¿Walt? -dijo-. ¿Eres tú, Walt?
– De carne y hueso, compañero. Su sobrino favorito número uno.
– No he oído nada. ¿Cómo diablos te las has arreglado para llegar hasta aquí?
– Ponga las manos sobre la mesa y no se vuelva. Si intenta coger el revólver, es hombre muerto. ¿Entendido?
Él soltó una risita nerviosa.
– Sí, entendido.
– Como en los viejos tiempos, ¿eh? Uno de nosotros sentado en una silla y el otro apuntándole con un arma. Pensé que apreciaría que siga la tradición familiar.
– No tienes ningún motivo para hacer esto, Walt.
– Cállese. Si empieza a suplicarme, le dejo tieso ahora mismo.
– Joder, muchacho! ¡Dame un respiro!
Olfateé el aire detrás de su cabeza.
– ¿Qué es ese olor, tío? No se habrá cagado ya en los pantalones, ¿verdad? Pensé que era usted un tipo duro. Durante todos estos años he estado viajando y recordando lo duro que era usted.
– Estás loco. Yo no he hecho nada.
– Ciertamente, a mí me huele a mierda. ¿O es sólo el olor del miedo? ¿Es así como huele su miedo, Eddie?
Tenía la pistola en la mano izquierda y con la derecha sostenía una bolsa. Antes de que él pudiera continuar la conversación -que ya me estaba irritando los nervios-, balanceé la bolsa y la dejé caer sobre la mesa delante de él.
– Ábrala -dije.
Mientras él estaba abriendo la cremallera, me puse a un lado de la mesa y me guardé su revólver en el bolsillo. Luego, apartando despacio la pistola de su cabeza, continué andando hasta estar directamente frente a él. Mantuve la pistola apuntándole a la cara mientras él metía la mano en la bolsa y sacaba su contenido: primero el frasco de tapón de rosca lleno de leche envenenada, luego el cáliz de plata. Yo lo había robado en una casa de empeños de Cleveland dos años antes y lo había llevado conmigo desde entonces. El metal no era puro -sólo un baño de plata-, pero estaba labrado con pequeñas figuras a caballo, y yo le había sacado brillo aquella tarde hasta dejarlo reluciente. Una vez que estuvo sobre la mesa con el frasco, retrocedí medio metro para tener una visión más amplia. El espectáculo estaba a punto de empezar y yo no quería perderme nada.
Slim me pareció viejo, tan viejo como los montes. Había envejecido veinte años desde la última vez que le vi, y la expresión de sus ojos era tan dolida, tan llena de pena y confusión, que un hombre inferior a mí tal vez habría sentido algo de compasión por él. Pero yo no sentí nada. Quería que muriera e incluso mientras le miraba a la cara, buscando en ella la menor señal de humanidad o bondad, la idea de matarle me excitó.
– ¿Qué es todo esto? -dijo.
– La hora del cóctel. Se va usted a servir una copa bien cargada, amigo, y luego se la va a beber a mi salud.
– Parece leche.
– Cien por cien… y algo más. Directamente de la vaca Bessie.
– La leche es para los niños. No soporto el sabor de esa mierda.
– Le sentará bien. Fortalece los huesos y alegra el carácter. A pesar de lo viejo que está usted, tío, puede que no fuera mala idea que bebiese de la fuente de la juventud. Hará maravillas. Créame. Unos cuantos sorbos de ese líquido y nunca parecerá un día más viejo de lo que es ahora.
– Quieres que vierta la leche en la copa. ¿Es eso lo que me estás diciendo?
– Vierta la leche en la copa, levántela en el aire y diga «Larga vida para ti, Walt», y luego empiece a beber. Bébasela toda. Hasta la última gota.
– Y luego ¿qué?
– Luego nada. Le hará usted un gran servicio al mundo, Slim, y Dios se lo recompensara.
– Hay veneno en esta leche, ¿no?
– Puede que sí y puede que no. Sólo hay una manera de averiguarlo.
– Mierda. Tienes que estar loco si crees que voy a beberme eso.
– Si no se lo bebe, le meto una bala en la cabeza. Si se lo bebe, puede que tenga una oportunidad.
– Seguro. Como el chino aquel en el infierno.
– Nunca se sabe. Puede que esté haciendo esto sólo para asustarle. Puede que quiera hacer un pequeño brindis con usted antes de hablar de negocios.
– ¿Negocios? ¿Qué clase de negocios?
– Negocios pasados, negocios presentes. Quizá incluso negocios futuros. Estoy sin blanca, Slim, y necesito un trabajo. Quizá he venido a pedirle ayuda.
– Claro, yo te ayudaré a conseguir un trabajo. Pero para eso no necesito beberme ninguna leche. Si tú quieres, hablaré con Bingo a primera hora de la mañana.
– Estupendo. Le tomo la palabra. Pero primero nos vamos a beber nuestra vitamina D. -Me acerqué al borde la mesa, alargué la mano con la pistola y le di con ella debajo de la barbilla, lo bastante fuerte como para que su cabeza cayera hacia atrás-. Y vamos a bebérnosla ahora.
Las manos de Slim estaban temblando, pero obedeció y desenroscó el tapón del frasco.
– No la derrame -dije, mientras él empezaba a echar la leche en el cáliz-. Si derrama una sola gota, aprieto el gatillo. -El líquido blanco fluyó de un contenedor a otro y no cayó nada sobre la mesa-. Bien -dije-, muy bien. Ahora levante la copa y haga el brindis.
– Larga vida para ti, Walt.
El canalla sudaba balas. Aspiré todo su hedor mientras él se llevaba la copa a los labios, y me sentí contento, muy contento de que supiera lo que le iba a suceder. Vi cómo el terror iba en aumento en sus ojos, y de pronto yo también estaba temblando. No de vergüenza o arrepentimiento, sino de alegría.
– Trágatelo, viejo cerdo -dije-. Abre el gaznate y haz glu-glu-glu.
Él cerró los ojos, se tapó la nariz como un niño a punto de tomarse una medicina y empezó a beber. Estaba condenado si lo hacía y condenado si no lo hacía, pero al menos yo le había ofrecido una pizca de esperanza. Mejor eso que la pistola. Las pistolas te matan con seguridad, pero tal vez yo sólo estaba bromeando respecto a la leche. Y aunque no fuera una broma, quizá tendría suerte y sobreviviría al veneno. Cuando un hombre tiene una única posibilidad, la aprovecha, aunque sea remotísima. Así que se tapó la nariz y se puso a ello, y a pesar de lo que yo sentía por él, debo reconocer esto: aquel mal bicho se tomó su medicina como un niño bueno. Se bebió su muerte como si fuera una dosis de aceite de ricino, y aunque derramó algunas lágrimas mientras tanto, boqueando y gimoteando después de cada trago, engulló valientemente hasta que lo terminó.
Esperé a que el veneno le hiciera efecto, inmóvil como un maniquí mientras observaba la cara de Slim en busca de señales de malestar. Los segundos pasaban y aquel cabrón no se derrumbaba. Yo había esperado resultados inmediatos -la muerte después de uno o dos tragos-, pero la leche debía de haber amortiguado el efecto y cuando mi tío dejó la copa vacía sobre la mesa con un golpe yo ya estaba preguntándome qué había salido mal.
– Jódete -dijo él-. Jódete, hijoputa farolero.
Debió de ver el asombro en mi cara. Se había bebido suficiente estricnina como para matar a un elefante y sin embargo allí estaba, levantándose y tirando la silla al suelo de un empujón, sonriendo como un duende que acaba de ganar a la ruleta rusa.
– Quédese donde está -dije, apuntándole con la pistola-. Lo lamentará si no lo hace.
Por toda respuesta, Slim se echó a reír.
– No tienes cojones, cretino.
Y tenía razón. Se volvió y echó a andar y yo no fui capaz de disparar el arma. Me estaba ofreciendo su espalda como blanco y yo me quedé allí quieto mirándole, demasiado trastornado como para apretar el gatillo. Dio un paso, luego otro, y empezó a desaparecer entre las sombras del almacén. Escuché su risa burlona y lunática rebotando en las paredes, y justo cuando yo ya no podía soportarlo más, justo cuando pensaba que me había derrotado definitivamente, el veneno le alcanzó. Para entonces había conseguido dar veinte o treinta pasos, pero no llegó más lejos, lo cual significaba que yo había reído el último después de todo. Oí el repentino y ahogado gorgoteo de su garganta, oí el golpe sordo de su cuerpo al caer al suelo, y, cuando finalmente avancé tambaleándome por la oscuridad y le encontré, estaba más muerto que mi bisabuela.
Sin embargo, no quería dar nada por sentado, así que llevé el cadáver hacia la luz para verlo mejor; tirando del cuello de la chaqueta le arrastré boca abajo por el suelo de cemento. Me detuve a poca distancia de la mesa, pero justo cuando estaba a punto de agacharme y meterle una bala en la cabeza, una voz que venía de atrás me interrumpió.
– De acuerdo, tío -dijo la voz-. Tira la pipa y pon las manos en alto.
Solté la pistola, levanté las manos y luego, muy despacio, me volví para enfrentarme al desconocido. No me pareció nada especial: un fulano anodino entre treinta y tantos a treinta y muchos o cuarenta. Iba vestido con un elegante traje azul de rayas finas y calzado con caros zapatos negros y lucía un pañuelo color melocotón en el bolsillo del pecho. Al principio pensé que era mayor, pero eso era únicamente porque tenía el pelo blanco. Una vez que le mirabas la cara, te dabas cuenta de que no era nada viejo.
– Acabas de cargarte a uno de mis hombres -dijo-. Eso no se hace, muchacho. No me importa lo joven que seas. Si haces algo así, tienes que pagar la multa.
– Sí, así es -dije-. He matado a ese hijo de puta. Se lo había buscado, y yo lo he hecho. Así es como se trata a las sabandijas, señor. Si entran en tu casa, las eliminas. Puede pegarme un tiro si quiere, me da igual. He hecho lo que vine a hacer, y eso es lo único que cuenta. Si muero ahora, por lo menos moriré feliz.
Las cejas del hombre se alzaron como medio centímetro y luego se agitaron allí por un momento a causa de la sorpresa. Mi discursito le había desconcertado y no estaba seguro de cómo reaccionar. Después de pensárselo durante un par de segundos, pareció decidir que iba a divertirse.
– Así que ahora quieres morir -dijo-. ¿No es eso?
– Yo no he dicho eso. Es usted quien tiene la pistola, no yo. Si quiere apretar el gatillo, no es mucho lo que yo puedo hacer para impedírselo.
– ¿Y si no disparo? ¿Qué hago contigo entonces?
– Bueno, visto que acaba usted de perder a uno de sus hombre, podría pensar en contratar a otro para sustituirle. No sé cuánto tiempo llevaba Slim en nómina, pero debía de ser lo suficiente como para que usted se haya dado cuenta de que era un cubo de fango con el cerebro lleno de mugre. Si no supiera eso, yo no estaría ahora de pie, ¿verdad? Estaría tendido en el suelo con una bala en el corazón.
– Slim tenía sus defectos. No voy a discutírtelo.
– No ha perdido mucho de nada, señor. Si mira los pros y los contras, verá que está mejor sin él. ¿Por qué fingir que le da pena un negado y un inútil como Slim? Lo que él hiciera para usted, lo haré yo mejor. Se lo prometo.
– Menuda labia tienes, enano.
– Después de lo que he pasado durante los últimos tres años, es casi lo único que me queda.
– ¿Y un nombre? ¿Todavía tienes nombre?
– Walt.
– Walt ¿qué?
– Walt Rawley, señor.
– ¿Sabes quién soy, Walt?
– No, señor. No tengo ni idea.
– Me llamo Bingo Walsh. ¿Has oído hablar de mi?
– Claro que sí. Usted es el señor Chicago. El brazo derecho del jefe O’Malley. Usted es el Rey del Trago, Bingo, el que le da vueltas al manubrio y maneja el cotarro.
Él no pudo evitar sonreír ante la exageración. Le dices a un número dos que es el número uno y es seguro que aprecia el cumplido. Considerando que aún no había bajado la pistola, yo no estaba de humor para decir cosas desagradables de él. Mientras eso me permitiera seguir vivo, seguiría lamiéndole el culo hasta el día del juicio final.
– De acuerdo, Walt -dijo-. Lo intentaremos. Dos, tres meses y luego veremos qué pasa. Una especie de periodo de prueba para conocernos. Pero si no me das resultado, me deshago de ti. Te mando a un viaje muy largo.
– Al mismo sitio adonde acaba de irse Slim, supongo.
– Ése es el trato que te ofrezco. Lo tomas o lo dejas, muchacho.
– Me parece justo. Si no puedo hacer el trabajo, usted me corta la cabeza con un hacha. Si, puedo vivir con eso. ¿Por qué no? Si no puedo caerle bien, Bingo, ¿para qué quiero vivir?
Así fue como comenzó mi nueva carrera. Bingo me domó y me enseñó todos los trucos, y poco a poco me convertí en su muchacho. El período de prueba de dos meses fue duro para mis nervios, pero mi cabeza seguía unida a mi cuerpo cuando terminó, y después de eso descubrí que le estaba cogiendo gusto al asunto. O’Malley tenía una de las mayores organizaciones del condado de Cook, y Bingo era el encargado de dirigirla. Casas de juego, loterías ilegales, burdeles, piquetes de protección, máquinas tragaperras, él dirigía todos estos negocios con mano firme y no tenía que darle cuentas a nadie excepto al jefe en persona. Yo le conocí en un momento tumultuoso, un periodo de transición y nuevas oportunidades, y para finales de año él había consolidado su posición como uno de los talentos más hábiles del Medio Oeste. Tuve suerte de tenerle como mentor. Bingo me tomó bajo su protección, yo mantuve los ojos abiertos y escuché lo que él decía, y toda mi vida cambió. Después de tres años de desesperación y hambre, ahora tenía comida en el estómago, dinero en el bolsillo y ropa decente sobre los hombros. De pronto estaba de nuevo en camino, y, como era el muchacho de Bingo, las puertas se abrían dondequiera que llamara.
Empecé como mensajero, llevando sus recados y haciendo trabajillos. Le encendía los cigarrillos y llevaba sus trajes a la tintorería; compraba flores para sus novias y les sacaba brillo a los tapacubos de su coche; saltaba cuando me lo mandaba como un chachorrillo entusiasta. Suena humillante, pero la verdad es que no me molestaba ser un lacayo. Sabía que tendría mi oportunidad, y mientras tanto le estaba agradecido porque me hubiese aceptado. Era la época de la Depresión, después de todo, y ¿dónde iba a encontrar alguien como yo una posición mejor? Yo no tenía educación, ni conocimientos ni formación para nada excepto para una carrera que ya había terminado, así que me tragué mi orgullo e hice lo que me ordenaba. Si tenía que lamer culos para ganarme la vida, así lo haría, me convertiría en el mejor lameculos de la región. ¿Qué importaba si tenía que escuchar las historias de Bingo y reírle los chistes? El tipo no era tan mal narrador, y la verdad era que podía ser bastante gracioso cuando quería.
Una vez que le demostré mi lealtad, él no impidió mi ascenso. A principios de la primavera yo estaba ya trepando la escala, y a partir de entonces la única pregunta era cuánto tardaría en pasar al siguiente travesaño. Bingo me emparejó con un ex púgil llamado Stutters Grogan, y Stutters y yo empezamos a hacer las rondas de bares, restaurantes y confiterías para recaudar el dinero de la protección de O’Malley. Como su nombre sugiere, a Stutters no se le daba muy bien hacer discursos [4], pero yo tenía un vivo dominio de las palabras, y siempre que nos encontrábamos con un holgazán o un gorrón, yo pintaba imágenes tan coloristas de lo que les sucedía a los clientes que se negaban a pagar que mi compañero raras veces tenía que utilizar sus puños. Era un apoyo útil, era bueno tenerle al lado para hacer demostraciones de o esto o…, pero yo me enorgullecía de ser capaz de resolver los conflictos sin recurrir a sus servicios. Finalmente, a Bingo le llegaron informes de mi buena trayectoria y me ascendió a un puesto en el South Side dirigiendo la lotería ilegal. Stutters y yo habíamos trabajado bien juntos, pero yo prefería trabajar solo, y durante los próximos seis meses me pateé las aceras de una docena de barrios negros distintos, charlando con mis clientes habituales mientras ellos se desprendían de sus monedas de cinco y diez para intentar ganar unos cuantos pavos. Todo el mundo tenía un sistema, desde el vendedor de periódicos de la esquina hasta el sacristán de la iglesia, y a mí me gustaba escuchar a la gente cuando me contaba cómo elegía sus combinaciones. Los números venían de todas partes. De cumpleaños y sueños, de las medias de los bateadores y el precio de las patatas, de las grietas en la acera, de las matrículas, de las listas de la lavandería y de los asistentes a la misa del último domingo. Las probabilidades de ganar eran casi nulas, así que nadie me guardaba rencor cuando perdía, pero en las raras ocasiones en que alguien daba en el blanco, me convertía en un mensajero de buenas nuevas. Era el conde de la Pasta de la Suerte, el forrado duque de la Largueza, y me encantaba ver cómo se iluminaban las caras de la gente cuando les soltaba el dinero. Bien mirado, no era un trabajo desagradable, y cuando Bingo finalmente me ascendió, casi me dio pena dejarlo.
De la lotería me pasaron al juego, y en 1936 era jefe de operaciones en una sala de apuestas de Locust Street, un garito bien puesto y lleno de humo escondido en la trastienda de una tintorería. Los clientes llegaban con sus camisas y pantalones arrugados, los dejaban en el mostrador de la tienda y luego se abrían paso por entre los colgadores de ropa hasta el cuarto secreto de la parte de atrás. Casi todo el mundo que entraba en aquel sitio hacía un chiste acerca de que iban a limpiarlo. Era un comentario que también hacían constantemente los hombres que trabajaban a mis órdenes, y al cabo de algún tiempo empezamos a hacer apuestas sobre cuántas personas harían algún chiste de aquella clase en un día determinado. Como dijo una vez mi contable, Waldo McNair: «Éste el único sitio del mundo donde te vacían los bolsillos y te planchan los pantalones al mismo tiempo. Puedes quedarte sin blanca con los caballitos y no perder la camisa, sin embargo.»
Yo dirigía un buen negocio en aquel cuarto detrás de la tintorería de Benny’s. El tráfico era intenso, pero contraté a un muchacho para que mantuviera el local inmaculado, y siempre me ocupaba de que las colillas se apagaran en los ceniceros y no en el suelo. Mis teleimpresores eran la última palabra en equipo moderno, con conexiones con todos los hipódromos importantes del país, y evitaba que la ley cayera sobre mis espaldas haciendo donaciones periódicas al fondo de pensiones privado de media docena de polis. Tenía veintiún años y, lo mirases como lo mirases, estaba bien situado. Vivía en una habitación elegante del Hotel Featherstone, tenía un armario lleno de trajes que me había hecho un sastre italiano a mitad de precio, podía ir a Wrigley a ver un partido de los Cubs cualquier tarde que quisiera. Todo eso ya estaba bien, pero encima había mujeres, montones de mujeres, y me aseguré de que mi entrepierna tuviera toda la acción que pudiera soportar. Después de enfrentarme a aquella terrible decisión en Filadelfia siete años antes, mis huevos se habían vuelto sumamente preciosos para mí. Había renunciado a mi oportunidad de tener fama y fortuna por ellos, y ahora que Walt el Niño Prodigio ya no existía, pensé que la mejor manera de justificar mi elección era utilizarlos tan a menudo como pudiese. Ya no era virgen cuando llegué a Chicago, pero mi carrera como pichabrava no despegó plenamente hasta que me uní a Bingo y tuve el dinero necesario para comprar la entrada a cualquier braga que se me antojase. Había perdido la virginidad con una chica campesina que se llamaba Velma Childe en algún lugar del oeste de Pennsylvania, pero aquello había sido bastante rudimentario: manosearnos torpemente en un frío establo con la ropa puesta y las caras húmedas de saliva mientras nos tanteábamos y debatíamos hasta encontrar la posición, no muy seguros de qué iba dónde. Unos meses más tarde, gracias al billete de cien dólares que me encontré en Minneapolis, había tenido dos o tres experiencias con putas, pero prácticamente seguía siendo un novato cuando llegué a las calles de Chicago. Una vez que me instalé en mi nueva vida, hice todo lo que pude para recuperar el tiempo perdido.
Así estaban las cosas. Me hice un hogar dentro de la organización y nunca sentí el menor remordimiento por compartir la suerte de los malos. Me veía como uno de ellos, defendía lo que ellos defendían, y nunca dije una palabra a nadie acerca de mi pasado: ni a Bingo, ni a las chicas con las que me acostaba, ni a nadie. Con tal de no pensar mucho en los viejos tiempos, podía engañarme y creer que tenía un futuro Mirar atrás dolía demasiado, así que mantenía los ojos fijos ante mí, y cada vez que daba otro paso adelante me alejaba aun mas de la persona que había sido con el maestro Yehudi. La mejor parte de mí yacía bajo tierra con él en el desierto de California. Le había enterrado allí junto con su Spinoza, su álbum de recortes de prensa sobre Walt el Niño Prodigio y el collar con la falange de mi dedo cortado, pero aunque volvía allí todas las noches en mis sueños, me enloquecía pensar en eso durante el día. Se suponía que matar a Slim había saldado las cuentas, pero a la larga no me sirvió de nada. No lamentaba lo que había hecho, pero el maestro Yehudi seguía muerto, y todos los Bingos del mundo no podían compensarme de su pérdida. Me pavoneaba en Chicago como si fuese a algún sitio, como si fuera un verdadero señor Alguien, pero en el fondo no era nadie. Sin el maestro yo no era nadie y no iba a ninguna parte.
Tuve una posibilidad de salirme de aquello antes de que fuera demasiado tarde, una sola oportunidad de reducir pérdidas y echar a correr, pero fui demasiado ciego para aprovecharla cuando la oferta me cayó en el regazo. Eso fue en octubre de 1936, y yo estaba tan convencido de mi propia importancia por entonces que pensé que la burbuja nunca reventaría. Me había escapado de la tintorería una tarde para ocuparme de algunos asuntos personales: un afeitado y un corte de pelo en la barbería de Brower, un almuerzo en Lemmele’s en Wabash Avenue y luego al Hotel Royal Park para un poco de diversión con una bailarina que se llamaba Dixie Sinclair. La cita estaba fijada a las dos y media en la suite 409 y mis pantalones ya abultaban ante la perspectiva. Seis o siete metros antes de llegar a la puerta de Lemmele’s, sin embargo, justo cuando yo volvía la esquina y estaba a punto de entrar a almorzar, levanté la vista y vi a la última persona del mundo que esperaba ver. Me detuve en seco. Allí estaba la señora Witherspoon con los brazos llenos de paquetes, tan guapa y elegante como siempre, corriendo hacia un taxi a ciento cincuenta kilómetros por hora. Me quedé allí parado con un nudo formándose en mi garganta, y antes de que pudiera decir nada, ella miró en dirección a mí y se paralizó. Sonreí. Sonreí de oreja a oreja y entonces se produjo una de las reacciones tardías más asombrosas que yo había visto. Abrió la boca literalmente, los paquetes resbalaron de sus manos y se esparcieron por la acera, y un segundo más tarde ella me echaba los brazos al cuello y me plantaba el lápiz de labios por toda la jeta recién afeitada.
– ¡Aquí estás, bribón! -dijo, estrechándome con todas sus fuerzas-. ¡Al fin te tengo, escurridizo hijo de puta! ¿Dónde diablos has estado, muchacho?
– Aquí y allí -dije-. De acá para allá. Arriba y abajo, abajo y arriba, la historia de siempre. Tiene usted un aspecto estupendo, señora Witherspoon, verdaderamente fantástico. ¿O debo llamarla señora Cox? Ése es su nombre ahora, ¿no? Señora de Orville Cox.
Ella retrocedió para verme mejor, cogiéndome con los brazos extendidos mientras una gran sonrisa se extendía por su cara.
– Sigo siendo Witherspoon, cariño. Llegué hasta el altar, pero cuando fue el momento de decir «sí quiero», las palabras se me atragantaron. Los síes se convirtieron en noes, y aquí estoy siete años más tarde, aún soltera y orgullosa de serlo.
– Bien hecho. Siempre supe que ese Cox era una equivocación.
– De no haber sido por el regalo, probablemente habría llegado hasta el final. Cuando Billy Bigelow me trajo aquel paquete de Cape Cod, no pude resistir la tentación de echarle un vistazo. Se supone que una novia no debe abrir sus regalos antes de la boda, pero aquél era especial, y una vez que lo desenvolví, supe que la boda no se celebraría.
– ¿Qué había en la caja?
– Creí que lo sabias.
– Nunca llegué a preguntárselo.
– Me regaló un globo. Un globo terráqueo.
– ¿Un globo? ¿Qué tiene eso de especial?
– No era el regalo, Walt. Era la nota que lo acompañaba.
– Tampoco la vi.
– Una frase, eso era todo. Donde quiera que estés, estaré contigo. Leí esas palabras y me deshice. Sólo había un hombre para mí, encanto. Si no podía tenerlo, no iba a andar tonteando con sustitutos e imitaciones baratas.
Se quedó allí recordando la nota mientras el gentío del centro se arremolinaba a nuestro alrededor. El viento agitó el ala de su sombrero de fieltro verde, y al cabo de un momento sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Antes de que pudiera echarse a llorar en serio, me agaché y recogí sus paquetes.
– Entre conmigo, señora W. -dije-. La invito a comer, y luego pediremos una cuba de Chianti y nos cogeremos una buena juma.
Le deslicé un billete de diez al maître y le dije que queríamos intimidad. Se encogió de hombros, explicando que todas las mesas íntimas estaban reservadas, así que separé otro billete de diez de mi fajo. Eso fue suficiente para provocar una inesperada cancelación y menos de un minuto después uno de sus subordinados nos guiaba al fondo del restaurante, donde nos instaló en un acogedor gabinete iluminado con velas y provisto de unas cortinas de terciopelo rojo para separarnos de los otros clientes. Yo habría hecho cualquier cosa por impresionar a la señora Witherspoon aquel día, y creo que no quedó decepcionada. Vi el brillo de diversión en sus ojos mientras nos acomodábamos en nuestras sillas, y cuando saqué mi encendedor de oro con mi monograma para encender su Chesterfield, de pronto ella pareció caer en la cuenta de que el pequeño Walt ya no era tan pequeño.
– Nos va muy bien, ¿no? -dijo.
– No está mal -dije-. He corrido mucho desde la última vez que nos vimos.
Hablamos de esto y de aquello, dando vueltas en torno al otro durante los primeros minutos, pero no tardamos mucho en empezar a sentirnos cómodos de nuevo y cuando el camarero nos trajo la carta ya estábamos hablando de los viejos tiempos. Resultó que la señora Witherspoon sabía mucho más sobre mis últimos meses con el maestro de lo que yo pensaba. Una semana antes de morir, él le había escrito una larga carta desde algún punto del viaje y le había contado todo: las jaquecas, el final de Walt el Niño Prodigio, el plan de ir a Hollywood y convertirme en una estrella de cine.
– No lo entiendo -dije-. Si usted y el maestro habían roto, ¿qué hacia él escribiéndole una carta?
– No habíamos roto. No íbamos a casarnos, simplemente.
– Sigo sin entenderlo.
– Se estaba muriendo, Walt. Ya lo sabes. Debías saberlo ya entonces. Descubrió que tenía cáncer poco después de que te secuestraran. Bonito desastre, ¿no? Hablamos del infierno. Hablamos de tus épocas duras. Estábamos recorriendo Wichita tratando de arañar el dinero para liberarte cuando él cayó con una maldita enfermedad mortal. Así fue como empezamos a hablar de matrimonio. Yo estaba completamente decidida a casarme con él, ¿comprendes? Me daba igual cuánto tiempo le quedara de vida, lo único que quería era ser su esposa. Pero él no estaba por la labor. «Si te casas conmigo, te casarás con un cadáver», me decía. «Piensa en el futuro, Marion.» Debió decirme esas palabras mil veces. «Piensa en el futuro, Marion. Ese tipo, Cox, no está tan mal. Nos dará el dinero para liberar a Walt y luego tú quedarás bien situada para el resto de tus días. Es un buen negocio, hermana, y serías tonta si no lo aprovecharas.»
– ¡Joder! La quería de verdad, ¿no? La quería como Dios manda.
– Nos quería a los dos, Walt. Después de lo que les sucedió a Aesop y a madre Sioux, tú y yo éramos el mundo entero para él.
Yo no tenía intención de contarle cómo había muerto. Deseaba ahorrarle los detalles sangrientos, y durante el aperitivo conseguí mantenerla a raya, pero ella continuaba insistiendo para que le hablase de la última parte del viaje, para que le explicara lo que nos sucedió después de llegar a California. ¿Por qué no me había dedicado al cine? ¿Cuánto tiempo había vivido él? ¿Por qué la miraba yo de esa manera? Empecé a decirle que él había muerto dulcemente durante el sueño una noche, pero ella me conocía demasiado bien para tragárselo. Me caló en unos cuatro segundos, y una vez que comprendió que estaba ocultándole algo, ya fue inútil fingir. Así que se lo conté. Le conté toda la fea historia y, paso a paso, descendí de nuevo al horror. No omití nada. La señora Witherspoon tenía derecho a saber, y una vez que empecé no pude parar. Seguí hablando mientras ella lloraba, viendo cómo su maquillaje se corría y los polvos desaparecían de sus mejillas mientras las palabras salían a trompicones de mi boca.
Cuando llegué al final, me desabroché la chaqueta y saqué la pistola de la funda sujeta a mi hombro. La mantuve en el aire un momento o dos y luego la puse sobre la mesa entre nosotros.
– Aquí la tiene -dije-. La pistola del maestro. Sólo para que sepa qué aspecto tiene.
– Pobre Walt -dijo ella.
– Nada de pobre. Es la única cosa que me queda de él. La señora Witherspoon miró fijamente el pequeño revólver de culata de roble durante diez o doce segundos. Luego, muy tímidamente, alargó la mano y la puso sobre el arma. Pensé que iba a cogerla, pero no lo hizo. Se quedó allí sentada mirando sus dedos mientras éstos se cerraban en torno a la pistola, como si tocar lo que el maestro había tocado le permitiera tocarle a él de nuevo.
– Hiciste lo único que podías hacer -dijo finalmente.
– Le fallé, eso es lo que hice. Me rogó que apretara el gatillo y no pude hacerlo. Su último deseo… y yo le volví la espalda y le obligué a hacerlo él mismo.
– Recuerda los buenos tiempos, eso es lo que él te dijo.
– No puedo. Antes de llegar a los buenos tiempos, recuerdo el momento en que me dijo que lo recordara. No puedo olvidar ese último día. No puedo retroceder lo suficiente como para recordar nada anterior a eso.
– Olvida la pistola, Walt. Deshazte de este maldito objeto y borra la pizarra.
– No puedo. Si hiciera eso, él desaparecería para siempre.
Fue entonces cuando se levantó de su silla y dejó la mesa. No dijo dónde iba y yo no se lo pregunté. La conversación se había vuelto tan opresiva, tan atroz para los dos, que no podíamos decir una palabra más sin enloquecer. Guardé la pistola en su funda y miré mi reloj. La una. Tenía mucho tiempo hasta mi cita con Dixie. Tal vez la señora Witherspoon volvería y tal vez no. De una forma u otra yo iba a quedarme allí y tomarme mi almuerzo, y después iría al Hotel Royal Park y pasaría una hora con mi nuevo amor, saltando sobre la cama con sus sedosas piernas rodeando mi cintura.
Pero la señora W. no había volado del gallinero. Simplemente había ido al lavabo de señoras para secarse las lágrimas y retocarse, y cuando regresó unos diez minutos después llevaba una nueva capa de lápiz de labios y se había arreglado las pestañas. El borde de sus párpados seguía estando rojo, pero me dirigió una sonrisita al sentarse y yo comprendí que estaba decidida a llevar la conversación a un tema diferente.
– Bueno, amigo mío -dijo tomando un bocado de su cóctel de gambas-, ¿cómo va el negocio de volar últimamente?
– Está guardado con bolas de naftalina -dije-. La escuadrilla está en tierra y, una por una, he ido vendiendo las alas para chatarra.
– ¿Y no sientes la tentación de volver a intentarlo?
– Ni por todos los chiflados de Kalamazoo.
– Los dolores de cabeza eran realmente malos, ¿eh?
– Usted no sabe lo que significa la palabra malo, querida. Estamos hablando de un trauma de alto voltaje, de quemaduras que amenazan la vida.
– Es curioso. A veces oigo conversaciones. Ya sabes, sentada en un tren o andando por la calle, retazos de conversaciones. La gente se acuerda de ti, Walt. El Niño Prodigio causó sensación y mucha gente aún piensa en ti.
– Sí, ya lo sé. Soy una maldita leyenda. El problema es que ya nadie se la cree. Dejaron de creer cuando liquidamos el espectáculo, y ya no queda nadie. Sé a qué clase de conversación se refiere. Yo solía oírla también. Siempre acababa en una discusión. Un tipo decía que era un fraude, el otro tipo decía que tal vez no lo fuera, y pronto estaban tan enfadados el uno con el otro que se callaban. Pero eso fue hace algún tiempo. Ya no se oye hablar mucho de eso. Es como si todo aquello no hubiera ocurrido nunca…
– Hace unos dos años publicaron un artículo sobre ti en alguna parte, no recuerdo en qué periódico. Walt el Niño Prodigio, el muchachito que incendiaba la imaginación de millones de personas. ¿Qué le sucedió? ¿Dónde está ahora? Esa clase de artículo.
– Se cayó de la faz de la tierra, eso es lo que le sucedió. Los ángeles le llevaron de vuelta al lugar de donde venía, y nadie volverá a verle nunca.
– Excepto yo.
– Excepto usted. Pero ése es nuestro pequeño secreto, ¿verdad?
– Punto en boca, Walt. ¿Por qué clase de persona me tomas?
Las cosas se distendieron un poco después de eso. El camarero entró para llevarse los platos de los aperitivos y cuando regresó con el segundo plato, habíamos bebido lo suficiente como para pedir una segunda botella.
– Veo que no ha perdido usted el gusto por el alcohol -dije.
– El alcohol, el dinero y la jodienda. Ésas son las verdades eternas.
– ¿En ese orden?
– En el orden que quieras. Sin ellas el mundo sería un lugar triste y deprimente.
– Hablando de lugares tristes, ¿qué hay de nuevo en Wichita?
– ¿Wichita? -dejó su copa sobre la mesa y me dedicó una preciosa sonrisa-. ¿Dónde está eso?
– No sé. Dígamelo usted.
– No lo recuerdo. Hice las maletas hace cinco años y no he vuelto a poner el pie en esa ciudad desde entonces.
– ¿Quién compró la casa?
– No la vendí. Billy Bigelow vive allí con la cotorra de su esposa y sus dos niñas. Pensé que el alquiler me vendría bien para fruslerías, pero el pobre diablo perdió su empleo en el banco un mes después de mudarse y le dejo vivir allí por un dólar al año.
– Debe irle muy bien cuando puede usted permitirse eso.
– Me salí del mercado el verano antes de la quiebra de la bolsa. Por razones que tenían que ver con notas de rescate, entregas en metálico, puntos de entrega… está todo un poco borroso ya. Resultó ser lo mejor que me ha sucedido nunca. Tu pequeña desventura me salvó la vida, Walt. Tuviera lo que tuviera entonces, ahora tengo diez veces mas.
– Siendo así de rica, no tenía por qué quedarse en Wichita, claro. ¿Cuánto tiempo hace que se trasladó a Chicago?
– Sólo estoy aquí por negocios. Vuelvo a Nueva York mañana por la mañana.
– A la Quinta Avenida, seguro.
– Acierta usted, señor Rawley.
– Lo supe en cuanto la vi. Su aspecto es de tener dinero a espuertas. Despide un olor especial, y me gusta estar aquí sentado respirando esos vapores.
– La mayor parte viene del petróleo. Esa sustancia apesta en la tierra, pero una vez que la conviertes en dinero, suelta un perfume delicioso, ¿no?
Era la misma señora Witherspoon de siempre. Le seguía gustando beber y le seguía gustando hablar de dinero, y una vez que descorchabas una botella y la conducías a su tema favorito, podía defender su terreno ante cualquier capitalista fumador de puros. Se pasó el resto del segundo plato hablándome de sus negocios e inversiones, y cuando nos retiraron de nuevo los platos y el camarero nos dio la carta de los postres, algo hizo clic y yo pude ver que una bombilla se encendía en su cabeza. Eran las dos menos cuarto en mi reloj. Pasara lo que pasara, yo me proponía estar fuera de allí al cabo de media hora.
– Si quieres participar, Walt -dijo ella-, estaré encantada de hacerte un sitio.
– ¿Sitio? ¿Qué clase de sitio?
– En Texas. Tengo allí algunos nuevos pozos de ensayo y necesito a alguien que vigile las perforaciones.
– Yo no sé nada de petróleo.
– Eres listo. Aprenderás deprisa. Mira los progresos que has hecho ya. Ropa buena, restaurantes de lujo, dinero en el bolsillo. Has llegado muy lejos, compañero. Y no creas que no me he dado cuenta de cómo has pulido tu gramática. Ni un solo error en todo el tiempo que llevamos juntos.
– Sí, he trabajado duro en eso. No quería hablar como un ignorante, así que he leído algunos libros y reorganizado mi caja de las palabras. Pensé que ya era hora de salir del arroyo.
– A eso me refiero. Puedes hacer lo que te dé la gana. Con tal de que te lo propongas, quién sabe hasta dónde podrías llegar. Ya lo verás, Walt. Vente conmigo y dentro de dos o tres años seremos socios.
Era un respaldo extraordinario, pero una vez que me empapé de sus elogios, apagué mi Camel y sacudí la cabeza.
– Me gusta lo que estoy haciendo ahora. ¿Por qué irme a Texas cuando tengo todo lo que quiero en Chicago?
– Porque estás en el negocio equivocado, por eso. No hay futuro en ese asunto de policías y ladrones. Si sigues por ese camino, estarás muerto o cumpliendo condena antes de los veinticinco.
– ¿Qué asunto de policías y ladrones? Yo estoy limpio como las uñas de un cirujano.
– Ya. Y el Papa es un encantador de serpientes hindú disfrazado.
Luego trajeron el carrito de los postres y mordisqueamos nuestros pastelillos de crema en silencio. Era una mala manera de acabar la comida, pero ambos éramos demasiado tercos para echarnos atrás. Finalmente charlamos sobre el tiempo e hicimos comentarios intrascendentes acerca de las próximas elecciones, pero el jugo se había secado y no había modo de recuperarlo. La señora Witherspoon no estaba simplemente enfadada conmigo por rechazar su oferta. La casualidad nos había reunido de nuevo y sólo un imbécil dejaría pasar la llamada del destino tan despreocupadamente como yo. No le faltaba razón para sentirse disgustada conmigo, pero yo tenía que seguir mi propio camino y estaba demasiado engreído para comprender que mi camino era el mismo que el suyo. Si no me hubiera urgido tanto salir corriendo y meterle el pito a Dixie Sinclair, tal vez la habría escuchado con más atención, pero tenía prisa y no podía molestarme en hacer examen de conciencia aquel día. Así es la vida. En cuanto la entrepierna te domina, pierdes la capacidad de razonar.
Nos saltamos el café, y cuando el camarero trajo la cuenta a la mesa a las dos y diez, se la arrebaté de la mano antes de que la señora Witherspoon pudiera cogerla.
– Invito yo -dije.
– De acuerdo, señorón. Alardea si eso te hace feliz. Pero si alguna vez abres los ojos, no olvides dónde estoy. Puede que entres en razón antes de que sea demasiado tarde. -Y al decir eso metió la mano en el bolso, sacó una tarjeta de visita profesional y me la puso suavemente en la mano-. No te preocupes por el coste -añadió-. Si estás sin blanca cuando te acuerdes de mí, dile a la operadora que llame a cobro revertido.
Pero no la llamé, me metí la tarjeta en el bolsillo con toda la intención de guardarla, pero cuando la busqué antes de acostarme aquella noche, no apareció por ninguna parte. Dados los revolcones y los tirones a que aquel pantalón había estado sometido inmediatamente después del almuerzo, no era difícil adivinar lo que había sucedido. La tarjeta se había caído y, si no la había tirado ya a la basura una camarera, estaría en el suelo de la suite 409 del Hotel Royal Park.
Yo era una fuerza imparable en aquellos días, un joven prometedor capaz de dejar atrás a todos los jóvenes prometedores, e iba en el tren expreso con un billete de ida a Fat City. Menos de un año después de mi almuerzo con la señora Witherspoon, tuve mi siguiente gran oportunidad cuando fui a Arlington una bochornosa tarde de agosto y aposté mil dólares a un caballo con remotísimas posibilidades como ganador de la tercera carrera. Si añado que el caballo se llamaba Niño Prodigio, y si añado además que yo seguía siendo esclavo de mis viejas supersticiones, no hará falta leer el pensamiento para comprender por qué piqué en una apuesta tan improbable. Yo hacía cosas disparatadas por rutina en aquel entonces, y cuando el potro ganó por medio cuerpo cuarenta a uno, supe que había un Dios en el cielo y que le hacía gracia mi locura.
Las ganancias me proporcionaron la posibilidad de hacer lo que más deseaba y rápidamente me dediqué a convertir mi sueño en realidad. Le pedí consejo a Bingo en su ático con vistas al lago Michigan, y una vez que le expuse el plan y él se recobró del susto inicial, me dio luz verde de mala gana. No era que pensase que la propuesta no valía la pena, pero creo que le decepcioné por poner mis miras tan bajas. Él me estaba preparando para un puesto en el circulo interior y aquí estaba yo diciéndole que quería seguir mi camino y abrir un club nocturno que ocupase mis energías hasta el punto de excluir todo lo demás. Me di cuenta de que él podría interpretarlo como un acto de traición y tuve que sortear cuidadosamente esa trampa con algunos pasos de fantasía. Afortunadamente, mi boca estaba en buena forma aquella tarde, y, mostrándole cuántas ventajas supondría para él, tanto en términos de beneficio como de placer, finalmente conseguí convencerle.
– Mis cuarenta de los grandes pueden cubrir toda la operación -dije-. Otro tipo en mi lugar se quitaría el sombrero y diría hasta la vista, pero no es así como yo hago los negocios. Tú eres mi colega, Bingo, y quiero que te lleves un pedazo del pastel. No tienes que poner dinero, ni trabajo, ni responsabilidades legales, pero por cada dólar que gane, te daré venticinco centavos. Lo que es justo es justo. Tú me diste mi primera oportunidad, y ahora estoy en situación de devolverte el favor. La lealtad tiene que contar para algo en este mundo, y yo no voy a olvidar de dónde vino mi suerte. No será un antro de tres al cuarto para los horteras. Estoy hablando de la Costa Dorada con todos los adornos. Un restaurante a gran escala con un cocinero francés, espectáculos de categoría y chicas bonitas con vestidos ajustados saliendo de los paneles de madera. Te pondrás cachondo sólo con entrar allí, Bingo. Tendrás la mejor mesa de la casa, y las noches en que no aparezcas, tu mesa permanecerá vacía, por mucha gente que haya esperando en la puerta.
Regateó conmigo hasta sacarme el cincuenta por ciento, pero yo esperaba cierto toma y daca y no convertí ese asunto en un problema. Lo importante era contar con su bendición, y eso lo conseguí animándole, minando constantemente sus defensas con mi actitud amistosa y acomodaticia, y al final, sólo para demostrar cuánta clase tenía, me ofreció invertir diez mil más para asegurarse de que decoraba el local como era debido. Me daba igual. Lo único que yo quería era mi club nocturno, y aun restando de los ingresos el cincuenta por ciento de Bingo, saldría ganando. Había numerosas ventajas en tenerle como socio, y habría estado engañándome si pensara que podría salir adelante sin él. Su mitad me garantizaba la protección de O’Malley (el cual se convirtió ipso facto en el tercer socio) y me ayudaría a evitar que los polis me echaran la puerta abajo. Si a esto añadimos sus contactos con la junta de bebidas alcohólicas de Chicago, las lavanderías comerciales y los agentes artísticos locales, perder ese cincuenta por ciento no me parecía tan mal negocio después de todo.
Llamé al lugar Mr. Vértigo. Estaba en el mismo corazón de la ciudad, en la esquina de West Division y North LaSalle, y su letrero de neón parpadeante iba del rosa al azul y al rosa mientras una bailarina se turnaba con una coctelera contra el cielo nocturno. El ritmo de rumba de aquellas luces hacía que tu corazón latiese más deprisa y tu sangre se calentara, y una vez que cogías el ritmo sincopado en tu pulso, no querías estar en ninguna parte excepto donde estaba la música. Dentro, el decorado era una mezcla de alto y bajo, una elegante comodidad de gran ciudad mezclada con traviesas insinuaciones y un relajado encanto de bar de carretera. Trabajé mucho para crear aquel ambiente, y cada matiz y efecto estaba planeado hasta en el menor detalle: desde el lápiz de labios de la chica del guardarropas hasta el color de los platos, desde el diseño de las cartas hasta los calcetines del barman. Había sitio para cincuenta mesas, una pista de baile de buen tamaño, un escenario elevado y una larga barra de caoba en una pared lateral. Me costó hasta el último céntimo de los cincuenta mil dólares decorarlo como yo quería, pero cuando finalmente se inauguró el 31 de diciembre de 1937, era un lugar de suntuosa perfección. Lo lancé con una de las más grandes fiestas de Nochevieja de la historia de Chicago y a la mañana siguiente el Mr. Vértigo estaba en el mapa. Durante los tres años y medio siguientes estuve allí todas las noches, paseando entre los clientes con mi esmoquin blanco y mis zapatos de charol, repartiendo buen humor con mis sonrisas presuntuosas y mi charla viva. Era un sitio fantástico para mí, y disfruté cada minuto que pasé en aquel estruendoso emporio. Si no hubiera metido la pata y destrozado mi vida, probablemente todavía estaría allí. Tal y como fueron las cosas, sólo tuve aquellos tres años y medio. Fui cien por cien responsable de mi propia ruina, pero saber eso no hace que resulte menos doloroso recordarlo. Estaba en lo más alto cuando caí, y la cosa acabó en un auténtico Humpty Dumpty [5] para mí, un espectacular salto del ángel al olvido.
Pero no me arrepiento. Tuve una buena fiesta por mi dinero y no voy a decir lo contrario. El club se convirtió en el lugar de moda número uno de Chicago, y a mi propia y pequeña manera yo era tan famoso como cualquiera de los peces gordos que iban por allí. Me codeaba con jueces, concejales y jugadores de béisbol, y gracias a todas las bailarinas y coristas a las que probaba para los desfiles de carne que presentaba a las once y a la una todas las noches, no faltaban las oportunidades de practicar los deportes de cama. Dixie y yo seguíamos juntos cuando se inauguró el Mr. Vértigo, pero mis aventuras agotaron su paciencia y al cabo de seis meses cambió de domicilio. Luego vino Sally, luego Jewel, luego una docena más: morenitas de piernas largas, pelirrojas fumadoras empedernidas, rubias culonas. En un momento dado estuve liado con dos chicas al mismo tiempo, un par de actrices sin trabajo que se llamaban Cora y Bullie. Me gustaban las dos por igual, ellas se gustaban tanto como les gustaba yo, y uniéndonos conseguimos producir algunas interesantes variaciones de la vieja melodía. De vez en cuando mis costumbres me causaban inconvenientes médicos (una dosis de gonorrea, un problema de ladillas), pero nada que me dejara fuera de combate por mucho tiempo. Puede que fuese una manera depravada de vivir, pero yo estaba contento con las cartas que me habían salido y mi única ambición era mantener las cosas exactamente como estaban. Luego, en septiembre de 1939, justo tres días después de que el ejército alemán invadiese Polonia, Dizzy Dean entró en el Mr. Vértigo y todo empezó a venirse abajo.
Tengo que retroceder para explicarlo, retroceder hasta los tiempos de mi niñez en Saint Louis. Allí fue donde me enamoré del béisbol y antes de que me quitaran los pañales ya era un acérrimo admirador de los Cardinals, un hincha para toda la vida. Ya he mencionado cuánto me entusiasmé cuando ganaron la serie en el año 26, pero eso fue sólo un ejemplo de mi devoción, y desde que Aesop me enseñó a leer y a escribir pude seguir a mis muchachos en el periódico todas las mañanas. Desde abril a octubre nunca me perdía un tanteo y podía recitar la media de bateo de cada jugador del equipo, desde las estrellas como Frankie Frisch y Pepper Martin hasta el último suplente sentado en el banquillo. Esto continuó durante los años buenos con el maestro Yehudi y también durante los años malos que siguieron. Yo vivía como una sombra, vagando por el país en busca del tío Slim, pero por muy negras que estuvieran las cosas para mí, siempre seguía las noticias de mi equipo. Ganaron el trofeo en el 30 y el 31 y aquellas victorias contribuyeron mucho a levantar mi ánimo, a mantenerme en la brecha a pesar de todos los problemas y adversidades de aquella época. Mientras los Cardinals ganaran, algo iba bien en el mundo y no era posible caer en la desesperación total.
Ahí es donde Dizzy Dean entra en la historia. El equipo bajó al séptimo puesto en el 32, pero casi no importó. Dean era el novato más sensacional, impetuoso y bocazas que había jugado jamás en primera y convirtió a un miserable club en un simpático circo rústico. Por mucho que fanfarroneara y retozara, aquel campesino sureño respaldaba sus bravatas con algunos de los lanzamientos más bonitos a este lado del cielo. Su brazo de goma echaba humo; su control era sobrenatural; sus movimientos previos al lanzamiento eran una asombrosa máquina de brazos, piernas y potencia, algo hermoso de ver. Cuando yo llegué a Chicago y me instalé como protegido de Bingo, Dizzy era ya una estrella indiscutible, una fuerza extraordinaria en la escena americana. La gente le adoraba por su descaro y su talento, sus locos destrozos del idioma inglés, sus alborotadoras e infantiles travesuras y su agresiva gracia, y yo también le adoraba, le adoraba tanto como el que más. Como la vida se iba haciendo cada vez más cómoda para mí, estaba en situación de ver a los Cardinals en acción siempre que venían a la ciudad. En el 33, el año en que Dean batió el récord al eliminar a diecisiete bateadores en un partido, parecían de nuevo un equipo de primera división. Añadieron a unos cuantos jugadores nuevos a la plantilla, y con matones como Joe Medwick, Leo Durocher y Rip Collins para acelerar el ritmo, el equipo de la Fábrica de Gas estaba empezando a cuajar. El 34 resultó ser su año de gloria, y creo que yo nunca he disfrutado tanto de una temporada de béisbol. El hermano pequeño de Dizzy, Paul, ganó diecinueve juegos, Dizzy ganó treinta, y el equipo luchó desde una posición de diez juegos perdidos hasta sobrepasar a los Giants y ganar el trofeo. Ése fue el primer año en que las series mundiales se retransmitieron por radio y yo escuché los siete partidos sentado en mi casa de Chicago. Dizzy venció a los Tigers en el primer juego, y cuando Frisch le hizo entrar como corredor de recambio en el cuarto juego, recibió un pelotazo en la cabeza y cayó inconsciente. Al día siguiente los titulares anunciaban: las radiografías de la cabeza de dean no revelan nada. Volvió a jugar como lanzador la tarde siguiente pero perdió, y luego, justo dos días después, derrotó a Detroit once a cero en el último juego, riéndose de los bateadores de los Tigers cada vez que fallaban una de sus bolas rápidas. La prensa inventó toda clase de descalificativos para aquel equipo: los Gángsters Galopantes, los Camorristas del Mississippi, los Cardenales Parlanchines. A aquellos muchachos de la Fábrica de Gas les encantaba pasar sus triunfos por las narices, y cuando el tanteo del juego final se les fue de las manos en las últimas entradas, los seguidores de los Tigers respondieron aporreando a Medwick con una andanada de diez minutos de frutas y verduras en el lado izquierdo del campo. La única manera de terminar la serie fue que el juez Landis, el comisionado de béisbol, interviniera y sacara a Medwick del campo para las tres últimas eliminaciones.
Seis meses después, yo estaba sentado en un palco con Bingo y los chicos cuando Dean abrió la nueva temporada contra los Cubs en Chicago. En la primera entrada, con dos abajo y un hombre en la base, el bateador de los Cubs, Freddie Lindstrom, mandó por el medio una pelota fuerte y perversa que le dio a Dizzy en la pierna y le derribó. Mi corazón se saltó un latido o dos cuando vi que los hombres de la camilla salían corriendo y se lo llevaban del campo, pero no sufrió ningún daño permanente, y cinco días después estaba de vuelta en el montículo en Pittsburgh, donde bateó limpiamente cinco veces y obtuvo su primera rotunda victoria de la temporada. Continuó teniendo un año sensacional, pero los Cubs eran el equipo del destino en 1935, y al lograr una serie de veintiún triunfos seguidos al final de la temporada, adelantaron a los Cardinals y les arrebataron el trofeo. No puedo decir que me importara demasiado. La ciudad enloqueció con los Cubbies, y lo que era bueno para Chicago era bueno para los negocios, y lo que era bueno para los negocios era bueno para mí. Eché los dientes en el negocio del juego con aquella serie, y una vez que el polvo se asentó, yo había maniobrado hasta conseguir una posición tan fuerte que Bingo me recompensó con un cuchitril propio.
Por otra parte, ése fue el año en que los altibajos de Dizzy empezaron a afectarme de un modo excesivamente personal. No le llamaría una obsesión en aquella época, pero después de verle derrumbarse en la primera entrada del partido inaugural en Wrigley -tan poco tiempo después del exitazo de la serie del año 34- empecé a intuir que una nube se estaba formando en torno a él. No contribuyó a mejorar las cosas que el brazo de su hermano se quedara insensible en el 36, pero aún peor fue lo que sucedió en un partido contra los Giants aquel verano, cuando Burgess Whitehead golpeó una bola que le dio justo encima del oído derecho. La pelota había sido golpeada con tanta fuerza que rebotó y voló al lado izquierdo del campo. Dean se derrumbó de nuevo, y aunque recobró la conciencia en el vestuario siete u ocho minutos más tarde, el diagnóstico inicial fue fractura de cráneo. Resultó ser una concusión grave, que le dejó aturdido durante un par de semanas, pero dos o tres centímetros más a la derecha y el gran hombre habría estado criando malvas en lugar de ganar veinticuatro partidos más en aquella temporada.
La primavera siguiente mi hombre continuó maldiciendo, peleando y armando bulla, pero eso era únicamente porque no sabía hacer otra cosa. Provocó altercados con sus lanzamientos de espalda, le llamaron la atención por tentativas inconclusas en dos partidos seguidos y decidió montar una sentada en el montículo, y cuando se levantó en un banquete y llamó estafador al nuevo presidente de la liga, el alboroto resultante llevó a una bonita reyerta de vaqueros, especialmente después de que Dizzy se negara a firmar una retractación formal autoinculpándose. «No voy a firmar na», fue lo que dijo, y sin esa firma, Ford Frick no tuvo más remedio que dar marcha atrás y rescindir la suspensión de Dean. Yo me sentí orgulloso de él por comportarse como un gallito pendenciero, pero la verdad era que la suspensión le habría impedido participar en el Partido de las Estrellas, y si no hubiera lanzado en aquella absurda exhibición, tal vez habría podido retrasar un poco más la hora del desastre.
Jugaron en Washington, D.C., aquel año, y Dizzy empezó para la Liga Nacional. Hizo con facilidad las dos primeras entradas de un modo esmerado, y luego, después de que dos fuesen eliminados en la tercera, le regaló un sencillo a DiMaggio y una larga cuadrangular a Gehrig. Earl Averill fue el siguiente, y cuando el jardinero del Cleveland devolvió el primer lanzamiento de Dean al montículo, el telón cayó de repente sobre el más grande diestro del siglo. En aquel momento la cosa no pareció muy preocupante. La pelota le golpeó en el pie izquierdo, rebotó hacia Billy Herman en la segunda y Herman la tiró a la primera para la eliminación. Cuando Dizzy salió cojeando del campo, nadie le dio importancia, ni siquiera el propio Dizzy.
Ése fue el famoso dedo del pie roto. Si no se hubiera precipitado a volver a entrar en acción antes de estar en condiciones, probablemente el dedo se habría curado a su debido tiempo. Pero los Cardinals estaban a punto de ser eliminados de la carrera por el trofeo y le necesitaban en el montículo, y aquel estúpido paleto les aseguró que estaba bien. Andaba con una muleta, el dedo estaba tan hinchado que no podía ponerse el zapato, y, sin embargo, se vistió el uniforme y salió a jugar. Como todos los gigantes entre los hombres, Dizzy Dean pensaba que era inmortal, y aunque el dedo estaba demasiado sensible para que pudiera girar sobre su pie izquierdo, aguantó las nueve entradas. El dolor le obligó a alterar su saque natural y el resultado fue que forzó demasiado el brazo. Después de aquel primer partido tuvo el brazo dolorido y luego, para acabar de arreglarlo, continuó lanzando durante un mes más. Al cabo de seis o siete partidos, se puso tan mal que tuvieron que sacarlo a la fuerza después de tres lanzamientos. Para entonces Dizzy estaba tirando melones en trayectoria alta y lenta, y no le quedó más remedio que colgar las botas y descansar el resto de la temporada.
Aun así, no había un hincha en el país que creyera que estaba acabado. La opinión general era que un invierno de reposo arreglaría sus lesiones y que llegado abril volvería a ser invencible. Pero hizo los entrenamientos de primavera con dificultad y luego, en uno de los grandes bombazos de la historia deportiva, Saint Louis le traspasó a los Cubs por 185.000 dólares en metálico y dos o tres jugadores del montón. Yo sabía que Dean y Branch Rickey, el director general de los Cardinals, no se tenían mucho cariño, pero también sabía que Rickey no se habría desprendido de él si creyera que aún quedaba algo de energía en el brazo del palurdo. Yo estaba contentísimo de que Dizzy viniera a Chicago, pero al mismo tiempo sabía que su venida significaba que había llegado al final de su carrera. Mis peores temores se habían visto confirmados, y a la madura edad de veintisiete o veintiocho años, el mejor lanzador del mundo era historia.
Sin embargo, proporcionó algunos buenos momentos en ese primer año con los Cubs. El Mr. Vértigo tenía sólo cuatro meses cuando comenzó la temporada, pero conseguí escaparme al estadio tres o cuatro veces para ver a Diz arrancar unas cuantas entradas más a su machacado brazo. A principio de temporada, hubo un partido contra los Cardinals que recuerdo bien, un clásico partido de animosidad que enfrentaba a antiguos compañeros de equipo, y él ganó aquella confrontación decisiva a base de maña y estratagemas, desconcertando a los bateadores con una variedad de bolas blandas y cambiadas. Luego, hacia el final de la temporada, con los Cubs empujando fuerte para lograr otro trofeo, el entrenador de Chicago, Gabby Hartnett, asombró a todo el mundo al darle a Dizzy luz verde para entrar a vencer o morir contra los Pirates. El juego fue verdaderamente de infarto, la alegría y la desesperación acompañaban cada lanzamiento y Dean, con menos que nada que ofrecer, logró a duras penas una victoria para su nuevo equipo. Casi repitió el milagro en un segundo partido de la Serie Mundial, pero finalmente los Yanks le ganaron en la octava, y cuando el asalto continuó en la novena y Hartnett le sacó del campo para que se tomara un descanso, Dizzy abandonó el montículo acompañado por uno de los más atronadores aplausos que he oído nunca. Todo el estadio estaba de pie, aplaudiendo, vitoreando y silbando al gran campesino, y la ovación fue tan larga y tan fuerte que algunos de nosotros estábamos parpadeando para contener las lágrimas cuando terminó. Ése debería haber sido el final. El valiente guerrero hace su última reverencia y se aleja hacia la puesta de sol. Yo habría aceptado eso y habría reconocido sus méritos, pero Dean era demasiado lerdo para comprenderlo, y el clamor de despedida cayó en oídos sordos. Eso es lo que me molestó: el hijo de puta no sabía parar. Dejando a un lado toda dignidad, volvió y jugó de nuevo para los Cubs, y si la temporada del 38 había sido patética -con unos cuantos momentos brillantes salpicados-, la del 39 fue pura oscuridad, sin paliativos. El brazo le dolía tanto que apenas podía lanzar. Partido tras partido calentaba el banquillo, y los breves momentos que pasaba en el montículo eran una vergüenza. Era infecto, más infecto que el chucho de un vagabundo, ni siquiera un pálido facsímil de lo que había sido en otro tiempo. Yo sufría por él, me afligía por él, pero al mismo tiempo pensaba que era el patán más estúpido sobre la faz de la tierra.
Así estaban las cosas más o menos cuando él entró en el Mr. Vértigo en septiembre. La temporada estaba terminando, y con los Cubs fuera de la carrera por el trofeo, no causó mucha sensación que Dean se presentara un viernes por la noche con su señora y un grupo de dos o tres parejas. Ciertamente no era el momento para una conversación íntima sobre su futuro, pero me acerqué a su mesa y le di la bienvenida al club.
– Encantado de que hayas venido, Diz -dije, tendiéndole la mano-. Yo también soy de Saint Louis y te he seguido desde el día de tu aparición. Siempre he sido tu admirador número uno.
– El placer es todo mío, compañero -dijo, haciendo desaparecer mi manita en su enorme zarpa y dándome un cordial apretón.
Empezó a dirigirme una de esas rápidas sonrisas de despedida cuando repentinamente su expresión se volvió perpleja. Frunció el ceño por un segundo, buscando en su memoria algo que había perdido, y cuando no lo encontró, me miró profundamente a los ojos como si pensara que podría encontrarlo allí.
– Yo te conozco, ¿no? -dijo-. Quiero decir que ésta no e’ la primera ve’ que no’ vemo’. Pero no sé dónde fue. Hace mucho tiempo en alguna parte, ¿no e’ cierto?
– Creo que no, Diz. Puede que me hayas visto algún día en la tribuna, pero nunca hemos hablado.
– Mierda! Podría jurar que no ere’ un extraño para mí. E’ una sensación endiablada. Oh, bueno -se encogió de hombros, dedicándome una de sus grandes sonrisas-, supongo que da igual. Tienes un antro estupendo, amigo.
– Gracias, campeón. La primera ronda corre de mi cuenta. Espero que tú y tus amigos lo paséis bien.
– Para eso hemo’ venío, muchacho.
– Que disfruteis del espectáculo. Si necesitais algo, gritad.
Me lo tomé con toda la calma que pude, y me alejé sintiendo que había manejado la situación bastante bien. No le había hecho la pelota y al mismo tiempo no le había insultado por echarse a perder. Yo era Mr. Vértigo, un sinvergüenza con mucha labia y modales elegantes, y no iba a dejar que Dean supiera cuánto me preocupaba su difícil situación. El verle en carne y hueso había roto un poco el hechizo, y en el curso natural de los acontecimientos probablemente le habría descartado como otro tipo simpático que había tenido mala suerte. ¿Por qué habría de interesarme por él? Dizzy iba cuesta abajo y muy pronto no habría pensado más en él. Pero no fue eso lo que sucedió. Fue el propio Dean el que mantuvo viva la relación, y aunque no voy a fingir que nos convertimos en amigos del alma, permaneció en un contacto lo bastante estrecho como para hacer imposible que le olvidara. Si se hubiera ido alejando, como tendría que haber hecho, nada hubiera salido tan mal como salió.
No volví a verle hasta el principio de la próxima temporada. Estábamos ya en abril de 1940, la guerra en Europa se desarrollaba a toda velocidad y Dizzy había vuelto para hacer un nuevo intento de revivir su arruinada carrera. Cuando cogí el periódico y leí que había firmado otro contrato con los Cubs, casi me atraganto con mi emparedado de salami. ¿A quién estaba engañando? «Este viejo brazo no es el azote que solía ser», dijo, pero, diantre, le gustaba el juego demasiado como para no intentarlo una vez más. De acuerdo, imbécil, me dije, a mí qué me importa. Si quieres humillarte delante del mundo, es asunto tuyo, pero no cuentes conmigo para compadecerte.
Luego, inesperadamente, entró de nuevo en el club una noche y me saludó como un hermano largo tiempo perdido. Dean no bebía, así que no podía ser el alcohol lo que le hacia comportarse así, pero su cara se iluminó al verme, y durante los siguientes cinco minutos me obsequió con una elevada dosis de amabilidad. Quizá siguiera empeñado en la idea de que nos conocíamos, o quizá pensara que yo era alguien importante, no lo sé, pero el resultado fue que no podía haberse mostrado más encantado de verme. ¿Cómo resistirse a un tipo así? Yo había hecho todo lo que podía para endurecer mi corazón ante él, pero me trató de un modo tan amistoso que no pude remediar sucumbir a sus atenciones. Seguía siendo el gran Dean, después de todo, mi espíritu afín, mi alter ego caído en desgracia, y cuando se abrió a mi de esa manera, caí directamente en la trampa de mi viejo hechizo.
No diría que se convirtió en un cliente habitual del club, pero pasó por allí con suficiente frecuencia durante las próximas seis semanas como para que iniciásemos algo más que una relación pasajera. Vino solo unas cuantas veces para cenar temprano (echándoles a todos los platos chorros de salsa de carne Lea & Perrins) y yo me sentaba a charlar con él mientras devoraba su comida. Evitábamos el tema del béisbol y hablábamos principalmente de caballos, y desde que le di un par de excelentes sugerencias sobre dónde apostar su dinero empezó a escuchar mis consejos. Debería haberle hablado francamente entonces, haberle dicho lo que pensaba sobre su regreso, pero incluso después de que chapuceara sus primeras entradas de la temporada, poniéndose en ridículo cada vez que salía al campo, no le dije una palabra. Para entonces le había cogido mucho afecto, y como el pobre hombre se esforzaba tanto en hacerlo bien, no fui capaz de decirle la verdad.
Al cabo de un par de meses, su mujer, Pat, le convenció para que jugara en segunda con el fin de trabajar un nuevo lanzamiento. La idea era que podría progresar más lejos de los focos; una táctica disparatada si alguna vez hubo una, ya que lo único que hacia era mantener el engaño de que aún había esperanza para él. Fue entonces cuando finalmente reuní el valor para decir algo, pero no tuve agallas para insistir lo suficiente.
– Puede que haya llegado la hora, Diz -dije-. Puede que haya llegado la hora de hacer las maletas y volver a la granja.
– Sí -dijo él, con el aire más abatido que un hombre pueda tener-. Probablemente tienes razón. El problema e’ que no sirvo pa’ na’ más que lanzar pelotas de béisbol. Si fracaso esta ve’, me voy a la mierda, Walt. Quiero decir, ¿qué otra cosa puede hacer un pobre diablo como yo?
Muchas cosas, pensé, pero no lo dije, y esa misma semana se marchó a Tulsa. Nunca había caído uno de los grandes tan bajo y tan deprisa. Pasó un largo y desdichado verano en la liga de Texas, recorriendo el mismo polvoriento circuito que había demolido con sus bolas rápidas diez años antes. Esta vez apenas podía defender su terreno, y los insultos salpicaban sus lanzamientos por todo el campo. Con el viejo lanzamiento o el nuevo, el veredicto estaba claro, pero Dizzy continuaba partiéndose la cara y no dejaba que los abucheos le deprimieran. Una vez que se duchaba, se vestía y salía del estadio, volvía a su habitación del hotel con una pila de impresos de carreras y empezaba a telefonear a sus corredores de apuestas. Yo le hice varias apuestas aquel verano, y cada vez que llamaba charlábamos durante cinco o diez minutos y nos poníamos al corriente de las noticias del otro. Lo increíble para mi era lo muy tranquilamente que aceptaba su desgracia. El tipo se había convertido en el hazmerreír de todos y sin embargo parecía estar de buen humor, tan parlanchín y bromista como siempre. ¿De qué servia discutir? Pensé que ahora era sólo cuestión de tiempo, así que le seguí el juego y me guardé mis pensamientos. Antes o después, tendría que ver la luz.
Los Cubs le llamaron de nuevo en septiembre. Querían ver si el experimento de jugar en segunda había dado resultado, y aunque su actuación era poco alentadora, no era tan espantosa como podía haber sido. Mediocre era la palabra adecuada -un par de victorias por los pelos, un par de derrotas aplastantes-, y eso determinó el último capítulo de la historia. Por alguna lógica absurda, los Cubs decidieron que Dean había demostrado tener suficiente de su antigua aptitud como para garantizar otra temporada, así que le pidieron que volviese. No me enteré del nuevo contrato hasta después de que él se marchara de la ciudad para pasar el invierno fuera, pero cuando lo supe, algo dentro de mí saltó finalmente. Me reconcomí durante meses. Estaba inquieto, preocupado y malhumorado, y cuando llegó de nuevo la primavera comprendí lo que tenía que hacer. Sentía que no había elección. El destino me había escogido a mí como instrumento, y por muy horrible que fuese la tarea, salvar a Dizzy era lo único que importaba. Si no podía hacerlo él mismo, entonces yo tendría que intervenir y hacerlo por él.
Aún ahora me resulta difícil explicar cómo una idea tan retorcida y perversa pudo introducirse en mi cabeza. Pensé realmente que era mi deber persuadir a Dizzy Dean de que ya no deseaba vivir. Expresado en términos tan escuetos, la cosa huele a locura, pero fue precisamente así como planeé salvarle: convenciéndole de que pusiera fin a su vida. Aunque sólo fuera eso, demuestra lo enferma que mi alma había llegado a ponerse en los años posteriores a la muerte del maestro Yehudi. Me aferré a Dizzy porque me recordaba a mí mismo, y mientras su carrera fue floreciente yo pude revivir mis pasadas glorias a través de él. Tal vez eso no habría sucedido si él hubiera jugado para alguna otra ciudad que no fuera Saint Louis. Tal vez no habría sucedido si nuestros apodos no fueran tan parecidos. [6] No lo sé. No sé nada, pero el hecho es que llegó un momento en que ya no podía ver las diferencias entre nosotros. Sus triunfos eran mis triunfos, y cuando la mala suerte le alcanzó finalmente y su carrera quedó destrozada, su desgracia fue mi desgracia. No podía soportar volver a vivir aquello, y poco a poco empecé a perder el control. Por su propio bien, Dizzy tenía que morir, y yo era el hombre adecuado para insistirle en que tomara la decisión correcta. No sólo por su bien, sino por el mío. Tenía el arma, tenía los argumentos, tenía el poder de la locura de mi parte. Destruiría a Dizzy Dean y al hacerlo finalmente me destruiría a mí mismo.
Los Cubs llegaron a Chicago para su primer partido en casa el día diez de abril. Llamé a Diz aquella misma tarde y le pedí que se pasara por mi oficina, explicándole que había surgido algo importante. Trató de sacármelo, pero le dije que era demasiado importante para discutirlo por teléfono. Si te interesa una propuesta que cambiará tu vida radicalmente, le dije, vendrás. Estaba comprometido hasta después de la cena, así que fijamos la cita para las once de la mañana siguiente. Se presentó con sólo quince minutos de retraso y entró con sus andares largos y sueltos, haciendo rodar un palillo de dientes con la lengua. Llevaba un traje azul de estambre y un sombrero vaquero color tostado, y aunque había engordado algunos kilos desde la última vez que le vi, su piel tenía un tono saludable después de seis semanas tomando el sol por esos mundos de Dios. Como de costumbre, era todo sonrisas cuando entró, y pasó los primeros minutos hablando de lo diferente que parecía el club de día y sin clientes.
– Me recuerda un estadio vacío -dijo-. Da repelús. Silencioso como una tumba y muchísimo más grande.
Le dije que se sentara y le serví un refresco de la nevera que tenía detrás de mi mesa.
– Esto nos llevará unos minutos -dije-, y no quiero que te entre sed mientras hablamos.
Noté que mis manos empezaban a temblar, así que me puse un trago de Jim Beam y bebí dos sorbitos.
– ¿Cómo va ese brazo, viejo? -dije, acomodándome en mi sillón de cuero y esforzándome por parecer tranquilo.
– Igual que estaba. Es como si un hueso me se saliera por el codo.
– Te han machacado bastante en los entrenamientos de primavera, según he oído.
– Eso son sólo partidos de prácticas. No son na’.
– Claro. Los partidos en serio son peores,¿no?
Percibió el cinismo en mi voz y se encogió de hombros; luego buscó los cigarrillos en el bolsillo de su camisa.
– Bueno, hombrecito -dijo-, ¿cuál es el notición? -Sacó un Lucky de su paquete y lo encendió, echando una gran humareda en mi dirección-. Por teléfono parecía que era cosa de vida o muerte.
– Lo es. Eso es exactamente lo que es.
– ¿Y eso? ¿Es que has inventado un bromuro nuevo o algo así? ¡Joder, si encuentras una medicina que cure lo’ brazo’ enfermo’, Walt, te daré la mitá de mi sueldo durante los próximos diez años!
– Tengo algo mejor que eso, Diz. Y no te costará nada.
– Todo cuesta, amigo. E’ la ley de la tierra.
– Yo no quiero tu dinero. Yo quiero salvarte, Diz. Déjame que te ayude y el tormento que has estado viviendo durante estos últimos cuatro años desaparecerá.
– ¿Si? -dijo sonriendo como si le hubiera contado un chiste moderadamente gracioso-. ¿Y cómo piensas hacerlo?
– Como tú quieras. El método no es importante Lo único que cuenta es que tú estés de acuerdo, y que entiendas por qué hay que hacerlo.
– No te sigo, muchacho. No sé de que me estas hablando
– Una gran persona me dijo una vez: «Cuando un hombre llega al final del camino, lo único que realmente desea es la muerte.» ¿Está algo más claro ahora? Oí esas palabras hace mucho tiempo, pero fui demasiado estúpido para comprender lo que querían decir. Ahora lo sé, y te diré algo, Diz, son verdad. Son las palabras más verdaderas que ningún hombre ha dicho nunca.
Dean se echó a reír.
– Ere’ un bromista, Walt. Tienes mucho sentido del humor. Por eso me gustas tanto. Nadie de la ciudad sale con cosas tan cojonudas.
Suspiré ante su estupidez. Tratar con un payaso como aquél iba a ser un trabajo duro, y lo último que yo quería era perder la paciencia. Bebí otro sorbo de mi vaso, paseé el aromático líquido dentro de mi boca durante un par de segundos y lo tragué.
– Escucha, Diz -dije-. Yo he estado donde tú estás. Hace doce o trece años yo estaba sentado en la cima del mundo. Era el mejor en lo que hacía, único en mi género. Y permíteme que te diga que lo que tú has logrado en el campo no es nada comparado con lo que yo podía hacer. A mi lado no eres más alto que un pigmeo, un insecto, un maldito bicho. ¿Oyes lo que te digo? Luego, de repente, sucedió algo y no pude seguir. Pero no me empeñé en continuar y no hice que la gente se compadeciera de mí, no me convertí en un chiste. Lo dejé y luego me hice una nueva vida. Eso es lo que he estado esperando y rogando que te sucediera a ti. Pero tú no lo entiendes, ¿verdad? Tu gordo cerebro paleto está demasiado atascado de tortas de maíz y melaza.
– Espera un segundo -dijo Dizzy, amenazándome con el dedo mientras una repentina e inesperada expresión de gozo se extendía por su cara-. Espera un segundo. Ya sé quién ere’. Mierda, lo he sabío siempre. Tú ere’ aquel chico, ¿no? Ere’ aquel maldito chico. Walt… Walt el Niño Prodigio. ¡Cielo santo! Mi papá nos llevó a Paul, a Elmer y a mí a la feria un día en Arkansas y te vimos hacer tu número. Era algo fuera de este mundo. Siempre me pregunté qué habría sío de ti. Y aquí estás, sentao enfrente de mi. Coño, no puedo creerlo.
– Créelo, amigo mío. Cuando te dije que fui grande, quería decir más grande que nadie. Como un cometa atravesando el cielo.
– Eras grande, vaya si lo eras. Soy testigo de ello. Lo más grande que he visto en mi vida.
– Tú también. De los más grandes que han existido. Pero ahora estás acabado, y se me parte el corazón al ver lo que te estás haciendo a ti mismo. Déjame ayudarte, Diz. La muerte no es tan terrible. Todos tenemos que morir algún día, y una vez que te acostumbres a la idea, verás que ahora es mejor que luego. Si me das la oportunidad, puedo ahorrarte la vergüenza, puedo devolverte tu dignidad.
– Hablas realmente en serio, ¿no?
– Puedes estar seguro. Lo más en serio que he hablado en mi vida.
– Estás mal de la chaveta, Walt. Estás más loco que una cabra.
– Deja que te mate y los últimos cuatro años quedarán olvidados. Volverás a ser grande. Serás grande para siempre.
Estaba yendo demasiado deprisa. Él me había desconcertado con su charla sobre el Niño Prodigio, y en lugar de dar un rodeo y modificar mi planteamiento, yo había seguido adelante a toda velocidad. Había querido ir aumentando la presión y poco a poco arrullarle con argumentos tan elaborados y herméticos que finalmente se convenciera él solo. Ése era el objetivo: no forzarle, sino hacerle ver la sabiduría del plan. Yo quería que él desease lo que yo deseaba, que estuviera tan convencido de mi proposición que llegase a rogarme que lo hiciera, y lo único que había hecho era dejarle atrás, asustarle con mis amenazas y precipitadas trivialidades. No era de extrañar que creyera que yo estaba loco. Había dejado que todo el asunto se me fuera de las manos y ahora, justo cuando deberíamos haber estado empezando, él estaba ya de pie y dirigiéndose hacia la puerta.
Eso no me preocupaba. La había cerrado por dentro y sólo se podía abrir con la llave, que estaba en mi bolsillo. Sin embargo, no quería que se pusiera á tirar del picaporte y a sacudirla. Tal vez habría empezado a gritarme que le dejara salir, y como había media docena de personas trabajando en la cocina a esa hora, el alboroto seguramente les habría hecho venir corriendo. Así que, pensando únicamente en esa pequeña cuestión y sin hacer caso de las consecuencias mayores, abrí el cajón de mi mesa y saqué la pistola del maestro. Ése fue el error que finalmente me hundió. Al apuntar a Dizzy con esa pistola crucé la frontera que separa la charla ociosa de los delitos punibles, y la pesadilla que había puesto en marcha fue ya imparable. Pero la pistola era crucial, ¿no? Era la pieza clave de todo el asunto y en un momento u otro tenía que salir de aquel cajón. Apretar el gatillo apuntando a Dizzy y así volver al desierto para hacer el trabajo que nunca hice. Obligarle a suplicar la muerte del mismo modo que la había suplicado el maestro Yehudi, y entonces deshacer el mal teniendo el coraje de actuar.
Nada de eso importa ahora. Yo ya lo había estropeado todo antes de que Dizzy se pusiera de pie y sacar la pistola no era más que un desesperado intento de salvar la cara. Le convencí de que volviera a sentarse y durante los próximos quince minutos le hice sudar mucho más de lo que había pretendido. A pesar de su jactancia y su tamaño, Dean era cobarde físicamente y siempre que estallaba una reyerta él se escondía detrás del mueble más próximo. Yo ya conocía su reputación, pero la pistola le aterrorizó aún más de lo que yo esperaba. Incluso le hizo llorar, y mientras estaba allí sentado gimoteando y lloriqueando, casi apreté el gatillo sólo para que se callara. Estaba rogándome por su vida, no para que le matara, sino para que le dejara vivir, y era todo tan diferente, tan contrario a lo que yo había imaginado, que no sabía qué hacer. El punto muerto podía haber durado todo el día, pero entonces, justo alrededor de mediodía, alguien llamó a la puerta. Yo había dado instrucciones claras de que no me molestaran, pero de todas formas alguien estaba llamando.
– ¿Diz? -dijo una voz de mujer-. ¿Estás ahí dentro, Diz?
Era su mujer, Pat, una tipa mandona y dominante donde las haya. Había venido a recoger a su marido para almorzar en Lemmele’s y, por supuesto, Dizzy le había dicho dónde podía encontrarle, lo cual era otro obstáculo potencial en el que no se me había ocurrido pensar. Ella había irrumpido en mi club buscando a su tiranizada media naranja, y una vez que acorraló al ayudante del chef en la cocina (el cual estaba atareado cortando patatas y zanahorias en rodajas), se puso tan pesada que el pobre diablo finalmente reveló el secreto. La llevó al piso de arriba y así fue como ella acabó de pie delante de la puerta de mi oficina, aporreando el esmalte blanco con sus coléricos nudillos de mala pécora.
Aparte de meterle una bala en la cabeza a Dizzy, yo no podía hacer nada más que guardar el revólver y abrir la puerta. Era seguro que la mierda daría de lleno en el ventilador en aquel momento, a menos que el gran hombre se pusiera de mi parte y decidiera callarse la boca. Durante diez segundos mi vida pendió de ese hilo de telaraña: si estaba demasiado avergonzado para decirle lo muy asustado que había estado, no revelaría el embrollo. Puse mi más cordial y festiva sonrisa cuando la señora Dean entró en la habitación, pero el llorón de su marido lo soltó todo en el mismo instante en que le echó la vista encima.
– ¡Este cabrón iba a matarme! -dijo acusándome con voz aguda e incrédula-. ¡Me estaba apuntando a la cabeza con una pistola y el muy cabrón iba a disparar!
Ésas fueron las palabras que me expulsaron de golpe del negocio de los clubs nocturnos. En lugar de mantener su reserva en Lemmele’s, Pat y Dizzy salieron de mi despacho hechos unas furias y fueron derechos a la comisaría del barrio para presentar una denuncia contra mí. Pat me dijo lo que iban a hacer antes de dar un portazo en mis narices, pero yo no moví un músculo. Me senté detrás de mi mesa y me maravillé de lo estúpido que era, tratando de ordenar mis pensamientos antes de que la bofia se presentara a buscarme. Tardaron menos de una hora y me fui con ellos sin decir ni mu, sonriendo y gastando bromas cuando me pusieron las esposas. De no haber sido por Bingo, tal vez habría tenido que cumplir una condena seria por mi pequeña tentativa de jugar a ser Dios, pero él tenía todos los contactos adecuados, y llegaron a un acuerdo antes de que el caso se viera en los tribunales. Fue mejor así. No sólo para mí, sino también para Dizzy. Un juicio no le habría beneficiado -con la artillería y el escandalazo que lo habría acompañado- y estuvo absolutamente encantado de aceptar la componenda. El juez me dio a elegir. Declararme culpable de un cargo menor y cumplir de seis a nueve meses en la prisión de Joliet o bien marcharme de Chicago y alistarme en el ejército. Opté por la segunda puerta. No era que tuviese grandes deseos de llevar uniforme, pero pensé que me había quedado más tiempo del debido en Chicago y que ya era hora de mudarse.
Bingo había utilizado sus influencias y pagado sobornos para evitar que me metieran en la trena, pero eso no quería decir que sintiera ninguna simpatía por lo que yo había hecho. Pensaba que estaba loco, noventa-y-nueve-coma-nueve-por-ciento loco. Cargarse a un tipo por dinero era una cosa, pero ¿a qué clase de imbécil se le ocurriría matar a una gloria nacional como Dizzy Dean? Había que estar como una auténtica regadera para planear una cosa así. Probablemente lo estaba, dije, y no traté de explicarme. Que pensara lo que quisiera y me dejara en paz. Había un precio que pagar, naturalmente, pero yo no estaba en posición de discutir. En lugar de darle dinero por los servicios prestados, acepté compensar a Bingo por su ayuda legal cediéndole mi parte del club. Perder el Mr. Vértigo fue duro para mí, pero ni la mitad de duro de lo que había sido renunciar a mi espectáculo, ni una décima parte de duro que perder al maestro. Ahora no era nadie especial. Volvía a ser únicamente mi viejo yo corriente: Walter Claireborne Rawley, un soldado de veintiséis años con el pelo cortado a cepillo y los bolsillos vacíos. Bienvenido al mundo real. Les regalé mis trajes a los camareros, me despedí de mis novias con un beso y luego subí al tren de la leche y me dirigí al campamento. Considerando lo que estaba a punto de dejar atrás, supongo que tuve suerte.
Para entonces, Dizzy también se había ido. Su temporada había consistido en un solo partido, y después de que Pittsburgh le eliminara al conseguir tres carreras en su turno de la primera entrada, finalmente abandonó. No sé si mis tácticas terroristas le habían hecho entrar en razón, pero me alegré cuando leí acerca de su decisión. Los Cubs le dieron un empleo como entrenador de su primera base, pero un mes después recibió una oferta mejor de la fábrica de cerveza Falstaff de Saint Louis y regresó a su ciudad natal para trabajar como locutor de radio en los partidos de los Browns y de los Cardinals.
– Este trabajo no me va a cambiar pa’ na’ -dijo-. Voy a seguir hablando un simple inglés de andar por casa.
Había que reconocerle eso al gran destripaterrones. Al público le gustó la campechana basura que vomitaba por las ondas, y tuvo tanto éxito que le mantuvieron en ese puesto durante veinticinco años. Pero eso es otra historia, y no puedo decir que le prestara mucha atención. Una vez que salí de Chicago aquello ya no tenía nada que ver conmigo.