IV

Mi vista era demasiado débil para que me aceptaran en la escuela de vuelo, por lo que pasé los siguientes cuatro años arrastrándome por el barro. Me convertí en un experto en las costumbres de los gusanos y otras criaturas que reptan por la tierra y rapiñan en la piel humana en busca de alimento. El juez había dicho que el ejército me haría un hombre, y si comer tierra y ver cómo los miembros de los soldados salían volando arrancados de sus cuerpos es prueba de hombría, entonces supongo que el honorable Charles P. McGuffin tenía razón. En mi opinión, cuanto menos diga acerca de aquellos cuatro años, mejor. Al principio pensé seriamente en conseguir que me licenciaran por enfermedad, pero nunca pude encontrar el valor necesario para hacerlo. Mi plan consistía en empezar a levitar de nuevo en secreto y provocarme tan violentas e invalidantes jaquecas que se vieran obligados a mandarme a casa. El problema era que yo ya no tenía casa, y una vez que rumié la situación durante algún tiempo, comprendí que prefería la incertidumbre del combate a la tortura cierta de aquellos dolores de cabeza.

No me distinguí como soldado, pero tampoco me deshonré. Cumplí con mi deber, evité problemas, aguanté y conseguí que no me mataran. Cuando finalmente me embarcaron para casa en noviembre de 1945, yo estaba quemado, incapaz de pensar en el futuro ni de hacer planes. Vagabundeé durante tres o cuatro años, principalmente arriba y abajo de la Costa Este. La temporada más larga la pasé en Boston. Allí trabajé como camarero y complementé mis ingresos apostando a los caballos y participando en una partida de póquer semanal en el salón de billares de Spiro, en el North End. Eran sólo apuestas medianas, pero si ganas repetidamente esos billetes de uno y de cinco, empiezan a acumularse. Estaba a punto de juntar la cantidad necesaria para abrir un local propio cuando mi suerte se secó. Mis ahorros desaparecieron poco a poco, me endeudé y antes de que pasaran muchas lunas tuve que salir a hurtadillas de la ciudad para quitarme de encima a los tiburones con los que estaba entrampado. Desde allí me fui a Long Island y encontré un empleo en la construcción. Aquellos eran los años en que las urbanizaciones estaban brotando en los alrededores de las ciudades, y yo fui donde estaba el dinero, poniendo mi granito de arena para cambiar el paisaje y convertir el mundo en lo que es hoy. Yo fui quien levantó muchas de aquellas casas de una sola planta con su impecable césped y sus esbeltos arbolitos envueltos en tela de saco. Era un trabajo aburrido, pero lo conservé durante dieciocho meses. En un momento, por razones que no puedo explicar, dejé que me convencieran para casarme. El matrimonio no duró más que medio año, y toda la experiencia es tan nebulosa para mi ahora que tengo dificultad para recordar qué aspecto tenía mi mujer. Si no me esfuerzo mucho, ni siquiera recuerdo su nombre.

No tenía ni idea de lo que me ocurría. Siempre había sido muy listo, muy rápido para aprovechar las oportunidades y sacarles partido, pero ahora me sentía lento, falto de sincronización, incapaz de seguir la corriente. El mundo me estaba dejando atrás, y lo más extraño era que me daba igual. No tenía ambiciones. No estaba resuelto a triunfar ni buscaba estímulos. Sólo quería que me dejasen en paz, ir tirando lo mejor que podía y dejar que el mundo me llevara a donde quisiera. Ya había soñado mis grandes sueños. No me habían llevado a ninguna parte, y ahora estaba demasiado agotado para concebir unos nuevos. Que otro llevara la pelota para variar. Yo la había dejado caer hacía mucho tiempo y no valía la pena hacer el esfuerzo de agacharse para recogerla.

En 1950 me trasladé al otro lado del río, a un apartamento de renta baja en Newark, New Jersey, y comencé a trabajar en mi noveno o décimo empleo desde la guerra. La Compañía Panificadora Meyerhoff empleaba a más de doscientas personas y, en tres turnos de ocho horas, fabricábamos cualquier producto horneado imaginable. Había siete variedades diferentes de pan: blanco, de trigo integral, de centeno, de centeno con alcaravea, con pasas, con canela y pasas y negro bávaro. Añadan a esto doce clases de galletas, diez tipos de pasteles, seis tipos de rosquillas, junto con colines, pan rallado y panecillos, y comenzarán a entender por qué la fábrica funcionaba veinticuatro horas al día. Empecé en una cadena de montaje, ajustando y preparando el papel de celofán que envolvía las barras de pan cortadas en rebanadas. Pensé que aguantaría sólo unos pocos meses, pero una vez que le cogí el tranquillo, resultó ser un sitio decente donde ganarse la vida. Los olores de aquella fábrica eran muy agradables, y con el aroma del pan fresco y el azúcar impregnando continuamente el aire, las horas no transcurrían tan pesadamente como en otros trabajos. Eso era parte del asunto, pero aún más importante fue la pequeña pelirroja que empezó a ponerme ojitos tiernos aproximadamente una semana después de que yo llegara allí. No era muy guapa, por lo menos comparada con las chicas del espectáculo con las que yo había tonteado en Chicago, pero había un brillo pensativo en aquellos ojos verdes que tocó una fibra sensible en mí y no pasó mucho tiempo antes de que saliera con ella. He tomado sólo dos buenas decisiones en mi vida. La primera fue seguir al maestro Yehudi y subir a aquel tren cuando tenía nueve años. La segunda fue casarme con Molly Fitzsimmons. Molly me recompuso de nuevo, y considerando el estado en que me encontraba cuando aterricé en Newark, eso no fue pequeña tarea.

Su apellido de soltera era Quinn y tenía menos de treinta años cuando la conocí. Se había casado con su primer marido nada más salir del instituto, y cinco años más tarde él fue llamado a filas. Al parecer, Fitzsimmons era un inmigrante irlandés simpático y trabajador, pero su guerra fue menos afortunada que la mía. Recibió un balazo en Messina en el 43, y desde entonces Molly se había quedado sola, una joven viuda sin hijos que cuidaba de sí misma y esperaba a que pasara algo. Dios sabe qué vio ella en mí, pero yo me enamoré de ella porque hacía que me sintiera cómodo, porque sacó a relucir al tipo ingenioso que yo llevaba dentro y porque sabía apreciar un buen chiste cuando lo oía. No había nada llamativo en ella, nada que la hiciera destacar en una multitud. Pasabas a su lado por la calle y no era más que la esposa de un trabajador: una de esas mujeres de caderas voluminosas y trasero ancho que no se molestaba en maquillarse a menos que fuera a ir a un restaurante. Pero Molly tenía espíritu, vaya si lo tenía, y a su manera tranquila y observadora, era tan lista como cualquier persona que yo haya conocido. Era bondadosa; no guardaba rencores; me apoyaba y nunca intentó convertirme en alguien distinto. Si era un poco desaliñada como ama de casa y no muy buena cocinera, a mí no me importaba. No era mi criada, después de todo, era mi mujer. También era la única verdadera amiga que yo había tenido desde los tiempos de Kansas con Aesop y madre Sioux; la primera mujer a la que había amado.

Vivíamos en un segundo piso sin ascensor en el barrio de Ironbound, y como Molly no podía tener hijos, siempre vivimos solos. Le hice dejar su empleo después de la boda, pero yo conservé el mío, y a lo largo de los años subí en el escalafón de Meyerhof£ Una pareja podía vivir con un solo sueldo en aquel entonces, y después de que me ascendieran a encargado del turno de noche, no tuvimos preocupaciones económicas dignas de mención. Era una vida modesta de acuerdo con los modelos que yo me había trazado en otro tiempo, pero había cambiado lo suficiente como para que no me importase. Íbamos al cine dos veces por semana, salíamos a cenar los sábados por la noche y veíamos la tele. En el verano íbamos a la costa, a Asbury Park, y casi todos los domingos nos reuníamos con alguno de los parientes de Molly. Los Quinn eran una familia numerosa y todos sus hermanos y hermanas se habían casado y engendrado hijos. Eso me proporcionó cuatro cuñados, cuatro cuñadas y trece sobrinas y sobrinos. Para ser un hombre que no tenía hijos, estaba metido hasta las cejas entre chiquillería, pero no puedo decir que me molestara mi papel de tío Walt. Molly era el hada madrina buena y yo era el bufón de la corte: el tipo rechoncho que tenía tantas ocurrencias y hacia tantas gracias, el payaso que rodaba por los escalones del porche trasero.

Estuve casado con Molly ventitrés años, un viaje largo y bueno, supongo, pero no lo suficientemente largo. Mi plan era envejecer con ella y morir en sus brazos, pero vino el cáncer y me la arrebató antes de que yo estuviera listo para dejarla ir. Primero le quitaron un pecho, luego el otro, y cuando tenía cincuenta y cinco años, ya no estaba allí. La familia hizo todo lo que pudo por ayudarme, pero fue una época espantosa para mí, y pasé los siguientes seis o siete meses en un letargo alcohólico. Llegué a estar tan mal que finalmente perdí mi puesto en la fábrica, y si dos de mis cuñados no me hubiesen llevado a la fuerza a una clínica de desintoxicación, cualquiera sabe qué habría sido de mí. Hice una cura de sesenta días en el Hospital Saint Barnabas de Livingston, y allí fue donde finalmente empecé a soñar otra vez. No me refiero a ensoñaciones y pensamientos sobre el futuro, me refiero a verdaderos sueños: vividas y espectaculares imágenes de película casi todas las noches durante un mes. Puede que tuviera algo que ver con los medicamentos y los tranquilizantes que estaba tomando, no lo sé, pero cuarenta y cuatro años después de mi última actuación como Walt el Niño Prodigio, todo aquello volvió a mí. Estaba de nuevo en el circuito con el maestro Yehudi, viajando de ciudad en ciudad en el Pierce Arrow, haciendo mi número todas las noches. Me hacía increíblemente feliz y me devolvía placeres que había olvidado hacía mucho tiempo que era capaz de sentir. Andaba nuevamente sobre el agua, pavoneándome ante gigantescas multitudes, y podía moverme por el aire sin dolor, flotando, girando y haciendo cabriolas con todo mi antiguo virtuosismo y seguridad. Me había esforzado tanto por enterrar aquellos recuerdos, había luchado durante tantos años por apegarme a la tierra y ser como todo el mundo, y ahora todo ello surgía una vez más, estallando en un despliegue nocturno de fuegos artificiales en tecnhicolor. Aquellos sueños lo transformaron todo para mí. Me devolvieron mi orgullo, y a partir de entonces ya no me avergonzaba mirar al pasado. No sé de qué otra manera expresarlo. El maestro me había perdonado. Había cancelado mi deuda con él gracias a Molly, gracias a cómo la había amado y llorado, y ahora él me llamaba y me pedía que le recordase. No hay forma de demostrar nada de esto, pero el efecto era innegable. Algo se había despejado dentro de mí, y salí de aquel depósito de borrachos tan sobrio como lo estoy ahora. Tenía cincuenta y ocho años, mi vida era una ruina, y, sin embargo, no me sentía demasiado mal. Bien mirado, realmente me sentía bastante bien.

Los gastos de la enfermedad de Molly habían agotado el poco dinero que habíamos conseguido ahorrar. Debía cuatro meses de alquiler, el casero amenazaba con echarme y la única cosa que poseía era mi coche, un Ford Fairlane de siete años con la rejilla abollada y un carburador defectuoso. Unos tres días después de salir del hospital, mi sobrino favorito me llamó desde Denver ofreciéndome un trabajo. Dan era el miembro más brillante de la familia -el primer profesor universitario que habían tenido- y llevaba unos años viviendo allí con su mujer y su hijo. Puesto que su padre ya le había dicho lo apurada que era mi situación, no perdí el tiempo contándole mentiras sobre mi estupenda cuenta corriente. El trabajo no era gran cosa, me dijo, pero tal vez me vendría bien un cambio de escenario. ¿Qué clase de trabajo es?, le pregunté. Ingeniero de mantenimiento, respondió, tratando de que no sonara demasiado gracioso. ¿Quieres decir conserje?, dije. Eso es, me contestó, un friegasuelos. El puesto había quedado libre en el edificio donde él daba sus clases, y si me apetecía trasladarme a Denver, cerraría el trato. Estupendo, dije, por qué no, y dos días más tarde metí mis cosas en el Ford y partí hacia las Montañas Rocosas.

Nunca llegué a Denver. No fue porque el coche tuviera una avería, tampoco porque me pensara mejor lo de ser conserje, pero sucedieron cosas por el camino y en lugar de acabar en un sitio, acabé en otro. En realidad no es difícil de explicar. Al ocurrir muy poco tiempo después de todos aquellos sueños que tuve en el hospital, el viaje me trajo un torrente de recuerdos, y cuando crucé la frontera de Kansas, no pude resistir la tentación de dar un corto rodeo sentimental hacia el sur. No me desviaba demasiado, me dije, y a Dan no le importaría que tardara un poco en llegar. Sólo quería pasar unas horas en Wichita, y volver a casa de la señora Witherspoon para ver qué aspecto tenía el viejo edificio. Una vez, poco después de la guerra, había intentado localizarla en Nueva York, pero ella no aparecía en la guía telefónica y yo había olvidado el nombre de su compañía. Probablemente habría muerto ya, igual que todas las demás personas a las que alguna vez había querido.

La ciudad había crecido mucho desde los años veinte, pero seguía sin ser mi idea de un lugar donde uno podía pasarlo bien. Había más gente, más edificios y más calles, pero una vez que me acostumbré a los cambios, resultó ser el mismo lugar atrasado que yo recordaba. Ahora la llamaban la «Capital Aérea del Mundo», y me dio mucha risa cuando vi esa frase publicitaria en los carteles pegados por todas partes. La cámara de comercio se refería a las numerosas compañías de construcciones aeronáuticas que habían montado sus fábricas allí, pero yo no pude evitar pensar en mi mismo, el niño-pájaro que en otro tiempo había tenido su hogar en Wichita. Tuve alguna dificultad para encontrar la casa, lo cual hizo que mi recorrido fuera un poco más largo de lo que yo había planeado. En aquel entonces estaba situada en las afueras de la ciudad, aislada en un camino de tierra que llevaba a campo abierto, pero ahora formaba parte de un barrio residencial y habían construido otras casas a su alrededor. La calle se llamaba Coronado Avenue y tenía todos los avíos modernos: aceras, farolas y una superficie asfaltada con una raya blanca en el centro. Pero la casa tenía buen aspecto, no había duda de ello: las ripias brillaban bajo el cielo gris de noviembre y los arbolitos que el maestro Yehudi había plantado en el jardín delantero se elevaban por encima del tejado como gigantes. Quien quiera que fuese su propietario la había tratado bien, y ahora era tan vieja que había adquirido el aire de algo histórico, una venerable mansión de una época pasada.

Aparqué el coche y subí los escalones del porche delantero. Era a media tarde, pero había una luz encendida en una ventana del primer piso, y ya que estaba allí, pensé que tenía que llegar hasta el final y llamar al timbre. Si sus habitantes no eran ogros, tal vez incluso me dejarían entrar y me la enseñarían por amor a los viejos tiempos. Eso era todo lo que esperaba: echar una ojeada. Hacia frío en el porche, y mientras estaba allí esperando a que apareciese alguien, no pude evitar acordarme de la primera vez que había ido a aquella casa, medio muerto por haberme perdido en aquella infernal tormenta de nieve. Tuve que llamar dos veces antes de oír pasos en el interior, y cuando la puerta se abrió finalmente, yo estaba tan ensimismado recordando mi primer encuentro con la señora Witherspoon que tardé un par de segundos en darme cuenta de que la mujer que estaba de pie delante de mí no era otra que la propia señora Witherspoon: una versión más vieja, más frágil y más arrugada, ciertamente, pero la misma señora Witherspoon a pesar de todo. La habría reconocido en cualquier parte. No había engordado ni un kilo desde 1936; su pelo estaba teñido del mismo rojo chillón; y sus brillantes ojos azules eran tan azules y brillantes como siempre. Tenía setenta y cuatro o setenta y cinco años por entonces, pero no representaba ni un día más de sesenta… sesenta y tres como máximo. Seguía vestida con ropa de moda, seguía manteniéndose erguida, y vino a la puerta con un cigarrillo encendido en los labios y un vaso de whisky en la mano izquierda. Uno tenía que querer a una mujer así. El mundo había pasado por incontables cambios y catástrofes desde la última vez que la vi, pero la señora Witherspoon continuaba siendo la misma mujer fuerte que había sido siempre.

Yo la reconocí antes que ella a mí. Eso era comprensible, dado que el paso del tiempo había sido más drástico con mi aspecto que con el suyo. Mis pecas prácticamente habían desaparecido y me había convertido en un tipo achaparrado y regordete con el pelo gris y escaso y unas gafas de culo de vaso cabalgando sobre la nariz. Nada parecido al joven vigoroso y elegante con el que había almorzado en Lemmele’s hacía treinta y ocho años. Yo iba vestido con anodinas ropas de diario -una chaqueta de leñador, pantalones caqui, zapatos rojizos y calcetines blancos- y llevaba el cuello subido para protegerme del frío. Probablemente ella no podía ver bien mi cara, y la parte que veía estaba tan macilenta y consumida por mi lucha con el alcohol que no tuve más remedio que decirle quién era.

El resto no hace falta decirlo, ¿verdad? Derramamos lágrimas, nos contamos historias y charlamos hasta altas horas de la madrugada. Rememoramos los viejos tiempos en Coronado Avenue y dudo de que hubiese podido haber un mejor reencuentro que el que nosotros tuvimos aquella noche. Ya he contado la esencia de lo que me había sucedido a mí, pero su historia no era menos extraña o menos inesperada que la mía. En lugar de transformar sus millones en más millones durante el auge de los pozos perforados al azar en Texas, había hecho sus perforaciones en tierra seca y había quebrado. El negocio del petróleo era en gran medida un juego de las adivinanzas en aquel entonces y ella se había equivocado demasiadas veces en las suyas. En 1938 ya había perdido nueve décimas partes de su fortuna. Eso no quiere decir que se quedara en la miseria, pero ya no pertenecía a la liga de la Quinta Avenida, y después de lanzar unas cuantas empresas más que no tuvieron éxito, finalmente hizo las maletas y volvió a Wichita. Pensó que sería sólo temporalmente: unos cuantos meses en la vieja casa para evaluar la situación y luego pondría en marcha la siguiente idea brillante. Pero una cosa llevó a otra, y cuando llegó la guerra ella seguía allí. En lo que no puedo por menos de llamar un cambio de conducta asombroso, se dejó arrastrar por el fervor patriótico de la época y pasó los cuatro años siguientes trabajando como enfermera voluntaria en el hospital de veteranos de Wichita. Me costó trabajo imaginarla haciendo el papel de Florence Nightingale, pero la señora W. era una mujer de muchas sorpresas, y aunque el dinero era su punto fuerte, no era en absoluto la única cosa en la que pensaba. Después de la guerra, se metió de nuevo en negocios, pero esta vez se quedó en Wichita, y poco a poco consiguió que la empresa fuera rentable. Se dedicó a las lavanderías automáticas, ni más ni menos. Suena gracioso después de tanta especulación a gran escala en acciones y petróleo, pero ¿por qué no? Fue una de las primeras personas que vio las posibilidades comerciales de las lavadoras, y les llevó la delantera a sus competidores al entrar pronto en ese campo. Para cuando yo aparecí en 1974, ella tenía veinte lavanderías repartidas por la ciudad y otras doce en pueblos vecinos. La Casa de la Limpieza, las llamaba, y todas aquellas monedas de diez y de veinticinco la habían convertido nuevamente en una mujer rica.

Y ¿qué me cuenta de hombres?, le pregunté. Oh, muchos hombres, me contestó, más hombres de los que uno puede amenazar con una vara. Y Orville Cox, ¿qué había sido de él? Muerto y enterrado, me dijo. ¿Y Billy Bigelow? Aún entre los vivos. Casualmente, su casa estaba justo a la vuelta de la esquina. Ella le había metido en el negocio de las lavadoras automáticas después de la guerra y había sido su director y mano derecha hasta que se retiró hacía seis meses. El joven Billy iba ya para los setenta, y con dos ataques al corazón a sus espaldas, el médico le había dicho que se tomara las cosas con calma. Su mujer había muerto siete u ocho años antes y como todos sus hijos eran ya mayores y vivían lejos, Billy y la señora Witherspoon seguían estando en estrecho contacto. Le describió como el mejor amigo que había tenido, y por la forma en que su voz se dulcificó al decirlo, deduje que las relaciones entre ellos iban más allá de la conversación profesional sobre lavadoras y secadoras. Ajá, dije, así que la paciencia finalmente triunfó y el dulce Billy consiguió lo que quería. Ella me lanzó uno de sus endiablados guiños. A veces, dijo, pero no siempre. Depende de mi estado de ánimo.

No necesitó insistirme mucho para que me quedase. El trabajo de conserje no era más que un recurso momentáneo, y ahora que había surgido algo mejor, no tuve que pensarlo dos veces para cambiar mis planes. El sueldo era solamente una pequeña parte del asunto, por supuesto. Había vuelto a donde pertenecía, y cuando la señora Witherspoon me invitó a ocupar el antiguo puesto de Billy, le dije que empezaría a primera hora de la mañana. No me importaba en qué consistiera el trabajo. Si me hubiera invitado a quedarme para fregar los cacharros de su cocina, le habría dicho que sí igualmente.

Dormía en la misma habitación del último piso que ocupaba de niño, y una vez que aprendí el negocio, le fui muy útil. Mantuve las lavadoras zumbando, aumenté los beneficios, la convencí de que nos expandiéramos en diferentes direcciones: una bolera, una pizzería, una salón de juegos. Con todos los universitarios que llegaban a la ciudad cada otoño, había demanda de comida rápida y entretenimiento barato, y yo era el hombre adecuado para proporcionar esas cosas. Le eché muchas horas y me quemé los sesos, pero me gustaba estar a cargo de algo nuevamente, y la mayor parte de mis proyectos salieron bien. La señora Witherspoon me llamaba vaquero, lo cual viniendo de ella era un cumplido, y durante los primeros tres o cuatro años galopamos a paso vivo. Luego, de repente, Billy murió. Fue otro ataque al corazón, pero éste ocurrió en el duodécimo hoyo del Club de Campo Cherokee Acres, y para cuando los médicos llegaron, él ya había dado su último suspiro. La señora W. entró en barrena a partir de entonces. Dejó de venir conmigo a la oficina por las mañanas, y poco a poco pareció perder interés por la compañía, dejando la mayoría de las decisiones en mis manos. Yo había pasado por algo parecido cuando murió Molly, pero no servía de mucho decirle que el tiempo todo lo cura. La única cosa que ella no tenía era tiempo. El hombre que la había adorado durante cincuenta años había desaparecido, y nadie iba a sustituirle nunca.

Una noche, en medio de todo esto, la oí sollozar a través de las paredes cuando yo estaba leyendo en la cama en el piso de arriba. Bajé a su habitación, hablamos durante un rato y luego la cogí en mis brazos y la sostuve así hasta que se durmió. No sé cómo, acabé durmiéndome yo también, y cuando me desperté por la mañana me encontré acostado bajo las mantas en la enorme cama doble. Era la misma cama que ella había compartido con el maestro Yehudi en los viejos tiempos, y ahora me tocaba a mí dormir a su lado, ser el hombre sin el cual ella no podía vivir. Era principalmente una cuestión de comodidad, de compañía, de preferir dormir en una cama en lugar de dos, pero eso no quiere decir que las sábanas no ardieran de vez en cuando. Sólo porque uno envejece, no deja de sentir el impulso, y cualquier escrúpulo que yo tuviera al principio se desvaneció pronto. Durante los próximos once años vivimos juntos como marido y mujer. No creo que tenga que disculparme por ello. En otros tiempos yo había sido lo bastante joven como para ser su hijo, pero ahora era más viejo que la mayoría de los abuelos, y cuando llegas a esa edad, ya no tienes que jugar siguiendo las reglas. Vas donde tienes que ir, y cualquier cosa que te permite seguir respirando, eso es lo que haces.

Conservó la buena salud la mayor parte del tiempo que estuvimos juntos. Con ochenta y tantos años seguía tomando un par de whiskys antes de cenar y fumando algún que otro cigarrillo, y la mayoría de los días tenía suficiente ánimo como para arreglarse y salir a dar una vuelta en su gigantesco Cadillac azul. Vivió hasta los noventa o noventa y uno (nunca estuvo claro en qué siglo había nacido) y la vida no fue demasiado dura para ella hasta los últimos dieciocho meses, más o menos. Hacia el final estaba casi ciega, casi sorda, casi incapaz de levantarse de la cama, pero seguía siendo ella misma a pesar de todo, y en lugar de meterla en una residencia o contratar a una enfermera para que la cuidara, vendí el negocio e hice el trabajo sucio yo mismo. Se lo debía, ¿no es cierto? La bañaba y la peinaba; la llevaba en brazos por la casa; le limpiaba la mierda del culo después de cada accidente, igual que había hecho ella conmigo una vez.

El entierro fue imponente. Yo me encargué de que lo fuera y no reparé en gastos. Ahora todo me pertenecía -la casa, los coches, el dinero que ella había ganado, el dinero que yo había ganado para ella-, y puesto que había suficiente en el tarro de las galletas como para mantenerme durante otros setenta y cinco o cien años, decidí hacerle una gran despedida, el entierro más grandioso que Wichita hubiera visto nunca. Ciento cincuenta coches participaron en el traslado al cementerio. El tráfico quedó atascado en varios kilómetros a la redonda, y una vez que terminó el entierro, por la casa pasaron multitudes hasta las tres de la madrugada, tragando licor y atiborrándose de muslos de pavo y pasteles. No voy a decir que yo fuera un miembro respetable de la comunidad, pero me había ganado cierto respeto a lo largo de los años y la gente de la ciudad sabía quién era. Cuando les pedí que vinieran a despedir a Marion, se presentaron en manadas.

Eso fue hace año y medio. Durante los dos primeros meses vagué abatido por la casa, sin saber qué hacer conmigo mismo. Nunca había sido aficionado a la jardinería, el golf me había aburrido las dos o tres veces que lo había jugado, y con setenta y seis años no tenía ningunas ganas de volver a los negocios. Hacer negocios para Marion había sido divertido, pero no estando ella para animar las cosas, no habría tenido ningún sentido. Pensé en marcharme de Kansas durante unos meses y ver mundo, pero antes de que pudiera hacer planes definidos, me salvó la idea de escribir este libro. No sé realmente cómo sucedió. Simplemente, se me ocurrió una mañana al levantarme de la cama, y menos de una hora después estaba sentado a una mesa en la sala del piso de arriba con una pluma en la mano garabateando la primera frase. No me cabía ninguna duda de que estaba haciendo algo que era preciso hacer, y la convicción que sentía era tan fuerte que ahora me doy cuenta de que el libro debió de venir a mi en un sueño, pero uno de esos sueños que no puedes recordar, que se desvanecen en el mismo instante en que te despiertas y abres los ojos al mundo.

He trabajado en él todos los días desde agosto del año pasado, avanzando palabra a palabra con mi torpe letra de viejo. Lo empecé en uno de esos cuadernos para redacciones escolares que venden en los almacenes de todo a cien, uno de esos de tapas de cartón que imitan el mármol blanco y negro y con anchas rayas azules, y ya he llenado casi trece, aproximadamente uno por cada mes que he estado trabajando. No le he enseñado una sola palabra a nadie, y ahora que estoy terminándolo, empiezo a pensar que debería seguir siendo así, por lo menos mientras yo esté vivo y coleando. Cada palabra de estos trece cuadernos es verdad, pero apuesto los dos codos a que no hay mucha gente que se las trague. No es que tema que me llamen mentiroso, pero soy demasiado viejo para perder el tiempo defendiéndome de los idiotas. Tropecé con suficientes Santos Tomases incrédulos cuando el maestro Yehudi y yo íbamos de gira, y ahora tengo otros pescados que freír, otras cosas en que ocuparme cuando acabe este libro. Mañana a primera hora iré al centro, a mi banco, y meteré los trece volúmenes en mi caja fuerte. Luego daré la vuelta a la esquina para ir a ver a mi abogado, John Fusco, y le pediré que añada una cláusula a mi testamento diciendo que dejo el contenido de esa caja a mi sobrino Daniel Quinn. Dan sabrá qué hacer con el libro que he escrito. Corregirá los errores ortográficos y le encargará a alguien que lo mecanografíe, y cuando Mr. Vértigo se publique, yo no estaré aquí para ver cómo tratan de matarme los hombres importantes y los retrasados mentales. Ya estaré muerto, y puedo asegurarles que estaré riéndome de ellos… Desde arriba o desde abajo, dondequiera que esté.

Durante los últimos cuatro años he tenido una asistenta que viene a limpiar la casa varias veces a la semana. Se llama Yolanda Abraham, y es de una de esas islas de clima cálido, Jamaica o Trinidad, no recuerdo cuál. No diría que es una persona habladora, pero nos conocemos desde hace suficiente tiempo como para tener una relación afable, y fue una gran ayuda para mí durante los últimos meses de Marion. Tiene entre treinta y treinta y cinco años y es una negra redonda con andares lentos y garbosos y una hermosa voz. Que yo sepa, Yolanda no tiene marido, pero sí tiene un hijo, un niño de ocho años que se llama Yusef. Todos los sábados durante los últimos cuatro años ella ha aparcado a su criatura en la casa conmigo mientras hace su trabajo, y habiendo observado a este crío en acción durante más de la mitad de su vida, puedo decir con toda justicia que es un incordio monumental, un gamberro infantil y un mocoso sabelotodo cuya única misión en la tierra es extender la confusión y la maldad. Para acabarlo de arreglar, Yusef es uno de los niños más feos que he visto en mi vida. Tiene una de esas caritas irregulares, flacas y asimétricas, y el cuerpo que la acompaña es un patético saco de huesos, aunque, kilo por kilo, es más fuerte y más flexible que los cuerpos de la mayoría de los defensas de la liga nacional de fútbol. Odio a este chiquillo por lo que les ha hecho a mis espinillas, mis pulgares y los dedos de mis pies, pero también me veo a mí mismo en él cuando tenía su edad, y dado que su cara recuerda a la de Aesop hasta un punto casi aterrador -tanto que Marion y yo nos quedamos con la boca abierta la primera vez que entró en la casa-, continúo perdonándole todo. No puedo remediarlo. El muchacho tiene el diablo en el cuerpo. Es descarado, grosero e incorregible, pero está iluminado por el fuego de la vida, y me hace bien observarle mientras se lanza de cabeza a un torbellino de problemas. Observando a Yusef, ahora sé lo que el maestro vio en mí y sé lo que quería decir cuando me dijo que yo tenía el don. Este muchacho también tiene el don. Si yo pudiera reunir el valor necesario para hablar con su madre, le tomaría bajo mi protección en un segundo. En tres años le convertiría en el próximo Niño Prodigio. Empezaría donde yo lo dejé y al poco tiempo iría más lejos de lo que nadie ha ido nunca. Diantre, eso sería algo por lo que valdría la pena vivir, ¿no? Haría que todo el jodido mundo cantara de nuevo.

El problema está en las treinta y tres etapas. Una cosa es decirle a Yolanda que puedo enseñarle a su hijo a volar, pero una vez superado ese obstáculo, ¿qué pasa con lo demás? Hasta me dan náuseas al pensar en ello. Habiendo pasado por toda esa crueldad y tortura yo mismo, ¿cómo podría infligírselas a otra persona? Ya no hacen hombres como el maestro Yehudi, y tampoco hacen niños como yo: estúpidos, susceptibles, tercos. Vivíamos en un mundo diferente entonces, y las cosas que el maestro y yo hicimos juntos, hoy no serían posibles. La gente no lo consentiría. Llamarían a la policía, escribirían a su diputado, consultarían a su médico de cabecera. No somos tan resistentes como solíamos ser, y puede que el mundo sea un lugar mejor gracias a ello, no lo sé Pero sí sé que no puedes conseguir algo a cambio de nada, y cuanto mayor sea lo que quieres, más tendrás que pagar por ello.

Sin embargo, cuando recuerdo mi espantosa iniciación en Ciboja, no puedo evitar preguntarme si los métodos del maestro Yehudi no eran demasiado duros. Cuando finalmente me elevé del suelo por primera vez, no fue por nada de lo que él me había enseñado. Lo hice yo solo en el frío suelo de la cocina, y se produjo después de un largo ataque de sollozos y desesperación, cuando mi alma empezaba a abandonar mi cuerpo y yo ya no era consciente de quién era. Tal vez la desesperación era lo único que realmente importaba. En ese caso, las pruebas físicas a las que me sometió no eran más que un engaño, una distracción para hacerme creer que estaba logrando algo, cuando en realidad no había logrado nada hasta que me encontré tumbado boca abajo en el suelo de la cocina. ¿Y si no había pasos en el proceso? ¿Y si todo ocurría en un momento, en un salto, en un fugaz instante de transformación? El maestro Yehudi había sido entrenado en la vieja escuela, y era un mago haciéndome creer en sus abracadabras y su pomposa palabrería. Pero ¿y si su sistema no era el único sistema? ¿Y si había un método más simple y más directo, un planteamiento que empezara desde dentro y dejara completamente de lado el cuerpo? ¿Qué pasaría entonces?

En el fondo, no creo que haga falta ningún talento especial para que una persona se eleve del suelo y permanezca suspendida en el aire. Todos lo llevamos dentro -hombres, mujeres y niños-, y con suficientes esfuerzo y concentración, todo ser humano es capaz de duplicar las hazañas que yo realicé cuando era Walt el Niño Prodigio. Tienes que aprender a dejar de ser tú mismo. Ahí es donde empieza, y todo lo demás viene de ahí. Debes dejarte evaporar. Dejar que tus músculos se relajen, respirar hasta que sientes que tu alma sale de ti, y luego cerrar los ojos. Así es como se hace. El vacío dentro de tu cuerpo se vuelve más ligero que el aire que te rodea. Poco a poco, empiezas a pesar menos que nada. Cierras los ojos; extiendes los brazos; te dejas evaporar. Y luego, poco a poco, te elevas del suelo.

Así.

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