LO QUE CECILIA FÁBREGAS LE CONTÓ A NACHO
CIGARRAL DE LA CAVA, TOLEDO. 2007

Nacho escuchó a Cecilia Fábregas sin apenas abrir la boca, mientras ella se desahogaba con él. Previamente, le preguntó si podía grabar sus palabras, y la mujer no tuvo ningún inconveniente. El meteorólogo sacó una minúscula grabadora y la puso en marcha. El aparato ni siquiera precisaba de cinta porque tenía una especie de chip de memoria; le había costado trabajo aprender a usarla, no era tan sencilla como las viejas grabadoras de casete, con las que uno podía limitarse a contemplar cómo daban vueltas. El artilugio apenas ronroneó cuando pulsó la tecla de grabación. «Así me ahorraré tomar notas», pensó, y se retrepó en su asiento, dispuesto a prestar oídos amablemente a la mujer:


La primera vez que sorprendí a mi marido leyendo una novela rosa fue una tarde apacible de mayo, hace ya muchos, muchos años. Las nubes se agolpaban en el cielo y, vistas desde mi ventana, parecían a punto de caer sobre el asfalto. Hubiera sido una extraña forma de lluvia, pero no ocurrió nada semejante. Yo pensaba a veces que la vida transcurría al otro lado de las ventanas de la casa de la misma manera en que lo hace detrás de las ventanillas de un coche, malgastando en cierto modo sus fuerzas, quedándose atrás, rompiendo los débiles vínculos que la unían con mi pequeña realidad, la única que contaba para mí, al fin y al cabo.

Sixto estaba sentado, en mangas de camisa y con las piernas estiradas sobre la madera del suelo. Leía con una concentración infantil, casi temerosa. No se lo veía relajado. En sus ojos se adivinaba cierta preocupación difícil de disimular, algo que bullía y humeaba como agua hirviendo.

Fue entonces cuando me dijo que me abandonaba. Aún recuerdo el título del libro que estaba leyendo: Bella en la niebla, de May McGoldrick. Ignoro si es muy popular. En la cubierta habían dibujado un barco que parecía surgir de una penumbra sucia y azulada. Dos figuras -creo que una de ellas femenina y la otra masculina- se disponían a enfrentarse cuerpo a cuerpo sobre esa especie de fondo de abismo que era la cubierta del velero.

Sixto levantó la vista de la página que estaba leyendo y me miró a la cara. Sus ojos parecían tan grandes como la palma de mi mano.

– Me voy de casa -me dijo, y metió los dedos entre las hojas de la novela para evitar que se cerrara y le hiciera perder el hilo de la lectura.

– ¿Tienes que salir ahora? -pregunté yo, sonriendo. Me acerqué lentamente a él con la intención de besarle la cabeza, rapada como el fondo de una cacerola. Su pelo había cortado las ligaduras que lo ataban a la vida hacía tiempo. Su calva relucía bajo el resplandor de la luz, la reflejaba igual que haría una luna de porcelana rosa. -Quiero decir para siempre.

Lo miré sin pestañear.

– ¿Qué?

Sixto respiró con la dificultad de un hombre que está a punto de ahogarse. Pensé que el aire tenía el espesor del agua en ese momento, y que por eso le costaba respirar a él, lo mismo que a mí.

– Me voy, Cecilia. Te dejo. Nuestro matrimonio se ha terminado. -Agarraba el libro con determinación, como si sospechara que yo podría quitárselo.

– ¿A qué viene esto? ¿Es una broma?

– No, no bromeo. Por desgracia.

– ¿Desde cuándo lees esas cosas? -Traté de desviar la conversación hacia otro lugar más apacible, tenía la estúpida impresión de que una charla puede ser como un mueble, que a veces no se encuentra en el sitio adecuado y basta con desplazarlo unos centímetros para que todo vuelva a parecer armonioso y proporcionado, bello, en su sitio.

– Desde que era adolescente -respondió. Su mirada era retadora y mostraba una clara sensación de alivio.

– ¿Lees novelas… rosas? ¡Nunca lo hubiera imaginado! -Supongo que mi voz sonó como un reproche. Con una mezcla de censura, burla e impertinente incumbencia-. No lo sabía.

– Sí, hay muchas cosas que no sabes. Pero, ahora, no importa.

Se puso en pie. Es casi treinta centímetros más alto que yo. Me cubrió su sombra. Uno y uno suelen ser dos, pero a menudo falla la conjunción «y». Me sentí terriblemente sola de repente.

Intenté no perder los nervios, traté de dejarme llevar por la higiénica conducta de la sobriedad y el miramiento. Lo observé con curiosidad, pero sus ojos no albergaban ninguna indulgencia. Me devolvieron el mismo sereno desapego que el clima a la Tierra.

En aquel momento recordé un cartel que había en la consulta de mi marido. Sixto era, y sigue siendo, veterinario. En la sala de espera había colgado varios pósters con motivos caninos, sobre todo. Los animales funcionan en la decoración contemporánea como naturalezas muertas en la pintura del siglo XIX. Manjares analgésicos de la precaria sentimentalidad humana. Los dueños de los perros creen que los perros los aman. Sin embargo, los perros desean fundamentalmente comida y protección, y cualquier dueño les sirve para eso. El cartel era una foto de las vísceras ensangrentadas de un perro enfermo. La acompañaba una leyenda que decía algo así: «Prevenga a su perro de una enfermedad fatal. Sepa que el mosquito común puede transmitirle el "gusano del corazón" (dirofilaria), una enfermedad que puede causarle la muerte.» Me agradó la metáfora: el gusano del corazón. Pero sentí escalofríos de miedo. Le dije a Sixto que debería quitarlo, pero él se encogió de hombros y el cartel aún sigue en su sitio.

Mientras escudriñaba la cara y los gestos de mi marido, me pregunté si también él habría cogido la enfermedad, si el trato con los perros le habría contagiado el gusano del corazón, si el gusano estaba ahora mismo enroscado en su corazón, acariciándolo como los dedos que se posan con determinación sobre las teclas de un piano.

– Hay otra mujer, ¿verdad? Es eso… -Empecé a notar que mi voz no encajaba en mi garganta. Las palabras me salieron con dificultad, manchadas de óxido, cargadas de argumentos contra el mundo.

– No, no hay ninguna mujer. Sólo tú -me dijo, y yo no supe si mentía. Por primera vez no era capaz de intuir su pensamiento. O a lo mejor nunca había podido intuirlo, al contrario de lo que siempre creí.

Eran poco más de las cuatro de la tarde, aunque yo tenía la impresión de que, más allá de la ventana, el cielo había empezado a organizar un pequeño crepúsculo en mi honor y me lo ofrecía con la mano tendida. Los tejados de la ciudad se apilaban en el horizonte formando montoncitos de tonos ocres, eran un juego de construcción gigantesco que algún dios impertinente había ordenado al azar para mantener ocupados a los seres humanos en afanes arbitrarios, inestables y ceremoniales. Y fundamentalmente vanos.

Me dejé caer en el sofá, frente a él.

– ¿A qué viene esto, entonces? -pregunté después de reunir algo de fuerzas para continuar hablando.

– Ya me has oído.

– ¿Y qué pasa con nuestro matrimonio? Diecisiete años juntos…, ¿vas a tirarlo todo por la borda? -Me fijé en la cubierta del libro que mi marido sostenía amorosamente entre las manos. El barco de la ilustración era quizás una metáfora de nuestra relación, y ahora estábamos los dos frente a frente, sobre una embarcación que se tambaleaba en medio de la tormenta, amenazándonos el uno al otro como las dos figuras del dibujo, apenas dos sombras hostiles tratando de guardar el equilibrio. Ya sé que la metáfora puede resultar trillada, pero se ajusta a la verdad.

¿Es que todo en la vida ocurría así, tan de repente?

Sentí que las piernas me temblaban. Me llevé los dedos a la boca y comencé a arrancarme la piel de los labios. Solía hacer esas cosas cuando estaba nerviosa. Tengo los labios delicados, tanto que siempre aparentan estar enfermos. Muertos de frío.

– ¿Y qué hay de tu hija, de nuestra hija? -Tragué saliva-. Tiene dieciséis años, y te necesita.

– Sabrás arreglártelas, no te preocupes -dijo él.

Yo me pregunté si aquella escena de interior que estábamos viviendo en ese momento era el precio del amor. Tomé nota mentalmente de que había que lavar las cortinas.

– ¿Y qué pasa con tu padre? -Empecé a sacudir la cabeza, o a tratar de encajarla en mi cuerpo de la misma manera en que se atornilla la de una muñeca-. Está viviendo con nosotros, con nosotros… No puedes irte y dejarlo aquí conmigo. No podré salir adelante si tengo que cuidar de una adolescente medio pirada y de un anciano completamente chalado yo sola, sin tu ayuda.

Sixto se dirigió hacia la puerta del salón.

Miré su espalda y recordé que yo nunca había sido optimista, que jamás había creído en el progreso.

– Tal vez mande a alguien a recoger mis cosas -murmuró Sixto entre dientes.

Lo vi encaminarse hacia el pasillo, y unos instantes después oí la puerta de la entrada cerrarse con un golpe seco. Mi marido acababa de marcharse, y por todo equipaje se había llevado la novela Bella en la niebla, de May McGoldrick, que seguramente estaría llena de pasiones desenfrenadas, amantes taciturnos y viriles, heroínas indómitas pero virginales, y grandes propiedades con vistas a algún acantilado. Quizás ese título era un presagio de algo. Aunque lo más terrible de todo fue que a mí no se me habría ocurrido en la vida pensar que a Sixto pudieran gustarle esa clase de historias.


Comencé a entender mejor el mundo el día en que me di cuenta, sin necesidad de que nadie me lo dijera, de que la belleza de las flores no tiene como objeto alegrar la vista de los seres humanos con su encanto, sino atraer a los insectos y permitirles así reproducirse, logrando que esos seres extraños y alados lleven el polen desde el estambre de una flor al estigma de otra. El polen, un polvo amarillento o rojizo que consuma la fecundación del reino vegetal.

De la misma manera que un insecto acarrea la simiente de la vida sin saberlo, así la realidad empezó a abrirse paso en mi cabeza, llenándola de semillas de inquietud. Sixto se había ido, y yo me sentía como un ginkgo, o un bambú, recorrida por los grillos, las avispas y las tijeretas de mis presagios. La realidad -medité, y el corazón se me aceleró un poco- necesita ser transportada de un sitio a otro para poder hacerse un hueco en el mundo. La realidad, como el polen, puede recorrer largas distancias a merced del viento. La yuca se sirve de la mariposa para multiplicarse. Yo me había servido de Sixto, mi marido, para darme de bruces contra mis circunstancias. Mi marido… ¿O acaso ya no era mi esposo? ¿Bastaba expresar en voz alta el deseo de no ser mi marido, tal como Sixto había hecho, para que dejara de serlo?

Pasé la tarde sentada en la penumbra del salón, mirando cómo el sol se ponía, atrincherado detrás de algunas nubes. Por un instante, cuando la luz empezó a rendirse tras los ventanales, sentí que el mundo me había aprisionado en su interior. Estuve varias horas petrificada. No moví las manos ni las piernas. No veía demasiados motivos para desplegar tanta actividad.

Poco antes de la hora de la cena oí cómo se abría la puerta de casa. Siguió un ruido de metal chocando contra porcelana al caer unas llaves en el plato de loza que descansaba sobre el mueble de la entrada -una vieja consola de cerezo, llena de arañazos-, donde toda la familia solía dejar las suyas nada más entrar.

Poco después, Samuel, mi suegro, asomó la cabeza en la estancia. La siguió todo su cuerpo cansado, de andares vacilantes.

– ¡Ser viejo es una mierda! -dijo, y se acercó hasta mí renqueando.

Casi pude ver cómo una onda esférica de choque salía de su boca a la vez que sus palabras, a la velocidad de Mach 1, y crecía con total desfachatez hasta golpear los muebles y las paredes. La energía restante retrocedió y se introdujo en mis oídos haciendo que me rebullera por fin en el sillón, un poco molesta. La voz de Samuel seguramente había elevado la temperatura de las cortinas.

No le contesté, y él se quedó mirándome un par de segundos con interés, igual que haría un abejorro con un crisantemo. Luego se acercó hasta el equipo de música y trató de sintonizar en la radio un programa de noticias. Hacía tiempo que había desactivado la función de sintonizado automático. Le gustaba darle vueltas al botón con sus propios dedos, decía que le recordaba a su juventud.

El aparato dejó escapar un alegre chisporroteo mientras el dial recorría el espacio asignado a las distintas emisoras. Durante una fracción de segundo oí un silbido seguido de un ronroneo chirriante y agudo. «Son galaxias. Estamos oyendo el ruido que hacen las galaxias moribundas… -pensé, pero no dije nada-; antiguas galaxias que desaparecen y que están explotando allá lejos, que han agotado su combustible, que se abren como flores en una fabulosa explosión final, y que están enviando su poderosa radiación de partículas a lo largo y ancho del espacio y del tiempo mientras se mueren, porque también ellas son mortales. Estamos oyendo el ruido que hacen las galaxias que se mueren a través de la radio…»

– No consigo sintonizar nada bueno -dijo Samuel. Se encogió de hombros y se sentó en el sofá, lejos de la ventana-. No me extraña, ya no me queda pulso ni para cambiar de canal con el mando a distancia.

Yo seguía incapaz de hablar. «Alguno de esos murmullos que salen de la radio vendrán de un rayo que ha caído en Australia, en medio de un campo de cereales. Su sonido ha recorrido el mundo hasta llegar a nuestros oídos, pero Samuel apenas le presta atención. No es justo -pensé-, no es justo.»

– Paula me ha dicho hoy que soy un viejo -rezongó mi suegro-, lo que, por otra parte, yo ya sospechaba. Me ha dicho que no estoy al día. Le he preguntado para qué quiere uno estar al día. ¿Quién puede tener tanto interés en estar al día? A no ser que uno sea un calendario, por supuesto…

– Sixto se ha ido. Me ha dicho que me abandona -repliqué yo, sacudiendo ligeramente los hombros. Me hubiera gustado utilizar alguna palabra concerniente al amor, al fruto de nuestro antiguo vínculo, para explicarle a Samuel lo que pasaba, pero no supe.

Mi suegro se removió con dificultad sobre el sillón hasta encararse conmigo. Yo miré hacia el suelo. Me observé los zapatos y luego le dirigí al hombre una ojeada rápida. Samuel se ajustó las gafas y sus ojos me parecieron zurcidos con descuido bajo los cristales.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó. Su voz tenía pliegues de seda entre los acerados pinchos de su tono habitual. Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo-. Déjate de zarandajas. Es la hora de la cena, por si no te habías dado cuenta.

– No he preparado la cena esta noche.

– ¿No habrá cena? ¿Quieres matarme de inanición? ¿Así es como paga la sociedad a sus viejos, a los que han levantado este país con su esfuerzo y su sudor? Yo he sudado mucho a lo largo de mi vida, ¿sabes, hija? Creo que al menos me merezco una cena de vez en cuando. Considero que una cena por noche es bastante razonable.

Se desabotonó la camisa y se colocó el cuello estirándolo como quien abre una servilleta.

– Te estoy diciendo que tu hijo se ha marchado. -Me puse de pie lentamente-. Que nos ha abandonado. No sólo a mí, sino también a ti, y a tu nieta.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí, creo que sí.

– Será canalla. ¿Qué te ha dicho?

– No mucho, la verdad. Sólo que se iba, y que tal vez mande a alguien a recoger sus cosas.

– ¿Y adónde ha ido?

– No lo sé. A un hotel. O a lo mejor ya tiene una nueva casa esperándolo.

– ¿Una casa…? ¿Te refieres a…? ¡No habrá sido capaz! -Tomó impulso y se levantó del sofá a la tercera intentona-. No te preocupes. Lo buscaré y lo mataré con mis propias manos. Un padre tiene derecho a hacer algo así con su hijo cuando su hijo es esa clase de hijo.

– No hables así, Samuel, por favor.

– He sido demasiado blando con él, ése es el problema. No lo he tratado con suficiente dureza. Nunca debería haber consentido que estudiara para veterinario. ¿Qué tipo de profesión es ésa para un hombre, veterinario…? -Se dio un golpe sordo en el pecho-. Por lo que yo sé, los animales sirven para comérselos, no para andar curándolos cuando se hacen pupita.

– Prepararé algo de cenar. No empieces, anda.

– Debería haberle obligado a entrar en el ejército, igual que hice yo en su momento. A estas alturas podría ser capitán, por lo menos. Estaría al lado de los valientes. Si fuese capitán nunca te habría abandonado. Abandonar a una mujer es el tipo de cosas que haría un veterinario.

– Lee novelas rosas; me lo ha confesado antes de irse. -Inicié la marcha hacia la cocina.

– ¿Novelas rosas? -Samuel me detuvo asiéndome del brazo; arrugó tanto el ceño que me causó el mismo efecto que uno de esos anuncios de películas de terror-. ¿Novelas de, de…? ¿Quieres decir…? -Se pasó la lengua por los labios, respiró hondo y dejó transcurrir uno de esos silencios metafísicos que sólo se entenderían en un mundo más evolucionado-. ¿Te refieres a novelas de… besitos? -Cerró los ojos y sentí que era como si se apagasen los pilotos de una caldera-. Lo encontraré. Tendrá que oírme. Me va a oír, el niñato. Dios mío, cuánto echo de menos el cuartel… Desde Alejandro Magno, siempre hemos tenido algunos sarasas en el ejército pero, así y todo, hasta nuestros invertidos son más machos que mi propio hijo.

– ¡Samuel…!

– Vamos a cenar lo que sea. Tengo hambre.

Dio media vuelta y se encaminó a la cocina, renqueando.


A la mañana siguiente me formé una imagen de mí misma un poco resumida, igual que hago a veces cuando pienso en algo que no logro comprender, como el universo. Me consideré como una partícula, una partícula humana sin más propiedades que la posición y el instante. De igual modo que se hace con el universo -porque es más fácil considerar el estado de una partícula y luego de dos antes de intentar abarcar el universo entero-, consideré mi estado. Claro que en la física clásica no está mal visto discurrir a la vez sobre la posición y el momento de una partícula, pero en mecánica cuántica está prohibido debido al «principio de incertidumbre», y yo me consideraba una mujer de la era cuántica, no de la clásica. Mi estado cuántico era como un libro de brillantes respuestas a cualquier pregunta que se me pudiera ocurrir. Sin embargo, no se me ocurrió ninguna pregunta.

Pensé en las historias alternativas del universo, en la narración de una secuencia temporal de sucesos, y por fin di con una cuestión que ni siquiera era original: ¿cuál sería la posibilidad de que sucediera mi historia, la pasada, la presente y la futura, en vez de otras que también podrían haber sido ciertas? Mi marido me había abandonado. Quizás volvería conmigo, o quizás no. Esas dos posibilidades eran mutuamente excluyentes porque sólo una de ellas podía ocurrir, y eran a la vez exhaustivas porque una de ellas sin duda ocurriría.

Antes de levantarme, y mientras reflexionaba en esos términos, abrí los ojos y dejé que la oscuridad del dormitorio me llenara por dentro. Miré la luz parpadeante del despertador y me di cuenta de que era muy temprano. Nunca me había gustado madrugar, aunque adoraba ver amanecer. Las pocas veces que había logrado presenciar el espectáculo del amanecer había sido con ocasión de algún viaje o alguna pequeña enfermedad. Amaba el amanecer porque, entre otras razones, para mí era la manera que tenían los cielos de decirme: «Tranquila, aún no estamos hartos.»

De cualquier forma, me las había ido arreglando en la vida para no tener que levantarme temprano. Desde que dejé el instituto puede decirse que no me había visto obligada a madrugar. Cuando fui a la universidad pedí el horario de tarde y, salvo una temporada de prácticas de laboratorio, nadie consiguió hacerme salir de la cama antes de las diez. Luego me casé con Sixto y todo siguió en los mismos términos si exceptuamos los cinco primeros meses de vida de mi hija Paula: los pasó en un continuo estado de excitación. Dormía de día y berreaba de noche, como si no acabara de habituarse a estar en el mundo, como si pensara que nacer había sido un error que empezaba a lamentar profundamente. El mismo día en que cumplió cinco meses, su sueño se regularizó y comenzó a dormir diez horas seguidas todas las noches.

Poco después empecé a dar clases en la universidad (me había doctorado durante el embarazo), pero pronto descubrí que la vida universitaria no estaba hecha para mí. Me apasionaba la investigación; no obstante, no creo ser capaz de enseñar nada a nadie. Tampoco encontré en las aulas a muchos que desearan realmente aprender. La ignorancia me irritaba, y me dio por sospechar, como George Bernard Shaw, que la educación es una tontería, que nadie puede convertir a una liebre en un caballo de carreras mediante la educación.

Mientras Paula crecía un poco más me convertí en ama de casa. Seguía estudiando, acabé una licenciatura en Biología que me valió al menos para entender que mi embarazo me había convertido en alguien útil en términos evolutivos, y leyendo, pero no tenía un trabajo fijo. Sixto mantenía nuestro hogar. Nunca se quejó de hacerlo.

Soy buena para las cosas técnicas (me doctoré en Ingeniería Eléctrica antes de ser madre), y un buen día diseñé un pequeño tapón que patenté porque así me habían enseñado a hacerlo en la facultad, aunque no le di la más mínima importancia al hallazgo. Mi tapón era, y sigue siendo, de una elegante sencillez. Me dije a mí misma que así debía ser una probable teoría unificada del universo: como mi tapón, como un obturador simple y bello que al abrirse todo lo explica y lo resuelve. Por aquel entonces, yo inventaba cosas para tener la sensación de que mi mente seguía activa, de que la maternidad no había acabado con cualquier vestigio de inteligencia que hubiera habido en mí antes de que mi vientre se dedicara a la tarea animal de la reproducción.

Un año después de registrar mi tapón, lo vendí a una empresa que envasaba y distribuía agua mineral por medio mundo, y después, cuando caducó la licencia de exclusividad de esa empresa, a otras que se apiñaban esperando a mi puerta. Dos años más tarde me di cuenta de que era rica, y de que nunca había trabajado realmente para serlo, que solamente había necesitado aplicar un poco de ingenio para dar forma a un trozo de materia y, luego, dejarme arrastrar dulcemente por la marea de una economía de mercado que excluye a muchos, pero que a mí siempre me ha deseado con locura.

Sixto y yo decidimos que lo mejor era poner los asuntos económicos en manos de profesionales que atendieran mis negocios y se ocuparan de hacer inversiones sensatas con el dinero que seguía llegando a la cuenta corriente. Fue extraño, porque durante mucho tiempo tuve la sensación de vivir de prestado, como si estuviera dilapidando una vida que no me correspondía. A veces me sentía como una intrusa, me paraba en mitad del pasillo de casa y escuchaba atentamente: temía que tarde o temprano llamarían al timbre y me obligarían a devolver todos mis privilegios, acusándome de habérmelos apropiado sin derecho.

Supongo que no tener que madrugar nunca me hacía sentirme culpable, una estafadora. La sucesión de datos sobre mi vida formaba un esquema de afortunada complejidad, y yo no dejaba de asombrarme por ello. La mía era una riqueza misteriosa, sin los peajes de la fama y la notoriedad, aunque Sixto y yo decidimos seguir llevando una apacible vida de clase media. Eso sí, compramos una casa en el campo, y un enorme piso de techos altos en el centro de Madrid, el mismo en el que vivíamos juntos cuando él decidió abandonarme.

Hacía pocas horas de eso -de su abandono-, pero yo tenía la impresión de que habían transcurrido más de mil años. A mi lado, la cama estaba vacía, una fuente de arbitrariedad del mismo tipo que la disposición y el entendimiento que, mil años atrás, Sixto y yo habíamos compartido.

Resolví levantarme, a pesar de la hora que era y de que no había conseguido dormir mucho. Puse el pie en el suelo y percibí claramente cómo las vibraciones que provocaba mi peso se desplazaban como ondas en un pequeño aljibe hasta comprimir las paredes, y luego toda la casa, el edificio entero con sus pilares decimonónicos y sus largos pasillos. Fui consciente de que mi peso añadido al suelo lograba que todo a mi alrededor se constriñera, elevase, cayese, rebotase y se estrellara de nuevo contra el entarimado. Mi presencia era importante, al menos para las vibraciones que recorrían la habitación.

Descorrí las cortinas del ventanal y casi pude ver con mis propios ojos la lluvia eléctrica habitual de las primeras horas de la mañana, sus partículas de aire con carga eléctrica, los detritos invisibles de la radiactividad que desprendían los muros del inmueble y, allá abajo, en la calle, el hormigón de las aceras. Tuve ganas de abrir las ventanas, sacar la cara y sumergirme de lleno en los doscientos voltios de esa suavidad incorpórea, pero la perspectiva de enfrentarme a la contaminación matutina me hizo desistir de mi propósito. Pronto la luz lo inundaría todo.

Pasé al baño, me puse una bata encima del pijama y me dirigí a la cocina a preparar el desayuno. Sin embargo, algo me hizo detenerme. Por primera vez en mi vida sentí la necesidad de escribir algo. Versos. Poesía. Nunca he sabido muy bien de dónde vino ese impulso, aunque luego he sabido que provenía del abandono que acababa de sufrir, y del que jamás me repuse. Fabio Arjona me ayudó a entenderlo de una manera muy poco agradable.

Me explico.


Escribí mi primer poema esa mañana, y continué escribiendo versos durante los siguientes dos meses. Cada día un poema, dos, a veces tres. Me dejé poseer por una especie de euforia. Yo no tengo una educación humanista, he sido una mujer de ciencias toda mi vida. Si pensabas que tú eras el único poeta de los aquí reunidos, o de los poetas en general, procedente del mundo de la ciencia, ya ves que estabas equivocado. Yo era de ciencias puras, como se decía antes. De ciencias experimentales, como decimos nosotros, los científicos, mucho más modestos con el lenguaje que los filólogos y los humanistas. Me gustaba leer, y supongo que aprendí algunos versos de memoria en el colegio, porque cuando yo era niña aún se estudiaban esas cosas, no sé ahora. Leía sobre todo novelas, no rosas, por supuesto, pero jamás me había interesado por la poesía. Aquel impulso me desconcertó, pero también me purificó. Puedo decir que la poesía me salvó la vida. De verdad. Sin ella, probablemente habría terminado suicidándome. No es una broma. Sixto me dejó deshecha. Y así sigo, en cierto modo.

Un buen día me di cuenta de que las libretas con mis poemas habían crecido como una familia de rollizos ratoncitos. Allí, pensé con un atisbo imperdonable de vanidad, había un libro. Lo que nos lleva a los poetas a publicar es la vanidad, querido amigo, no lo dudes nunca. De modo que me puse manos a la obra y contacté con un editor que tenía, y sigue teniendo, fama de raro y de exquisito. Aún sigue siendo mi editor, y ha pasado mucho tiempo, como te he dicho. Para mi sorpresa, aceptó publicar mis poemitas en una pequeña edición de quinientos ejemplares. Me sentí tan ufana que me miraba al espejo todas las mañanas desde que aceptó mi libro hasta que vio la luz, y me encontraba incluso guapa. Y puedes ver que no lo soy en absoluto. No, no pongas muecas de desacuerdo ni quieras hacer amables objeciones. Yo sé lo que soy. Siempre lo he sabido. Mi cabeza me ha compensado toda la vida de las deficiencias de mi cuerpo. No tengo nada que reprocharle a mi ADN. Estoy conforme. Además, sería estúpido no estarlo a estas alturas. Una mujer de mi edad…

Bien, el caso es que mi libro fue publicado. Yo creía que era un milagro, e imagino que así fue. Se titulaba, ahora te vas a reír, supongo, Bella en la niebla. Ni siquiera le puse ese título como venganza, ni como broma triste. Sencillamente, sentía que tenía que titularse así. Me informé al respecto, y descubrí que no existe copyright sobre los títulos. Tú podrías perfectamente publicar mañana un poemario titulado Cancionero gitano, o La destrucción o el amor, o La realidad y el deseo, y nadie podría replicar. Ni siquiera los quisquillosos herederos de algún viejo poeta difunto al frente de una meticulosa, influyente y riquísima fundación. Es decir, que mucho menos esperaba yo que May McGoldrick viniera a reclamarme nada. Entre otras cosas porque creo que no es una sola persona, sino dos, que escriben novelas románticas a cuatro manos, y que están casados. Bueno, por su bien espero que pongan en su vida matrimonial tanto o más empeño que en la escritura de sus novelas, a las que mi ex marido, Sixto, era tan aficionado. (No sé si lo sigue siendo.) Es curioso pero, antes de que mi marido me dejara, yo pensaba que la novela romántica era la que se escribía en el Romanticismo. En fin, qué más da.

¿Quién recuerda al crítico René Dumic (¿se llamaba así?) y la conferencia que arrojó como una piedra con el tirachinas de su lengua sobre un pequeño auditorio el 16 de abril de 1898 escarneciendo a parnasianos y simbolistas, mofándose de Baudelaire y Verlaine, haciendo chufla del «Soneto de las vocales» de Rimbaud…? Nadie. Bueno, sí, yo acabo de recordarlo, como supongo que harán tantos autores víctimas del cruel escalpelo de algún censor literario de su época. Pero nadie sabe quién es el tal Dumic hoy día, mientras Baudelaire, Rimbaud y Verlaine… En fin, quiero decir que aún permanecen con nosotros. Su silencio atravesado de ángeles y de mundos sigue siendo el nuestro.

Yo no aspiro a conseguir tanta gracia. Ni siquiera la necesito. No me estoy comparando con ellos; puedes creerme si te aseguro que lo de la posteridad me trae al fresco. Conozco muy poco, pero sí lo suficiente del mundo físico, del mundo material, para no hacerme vanas ilusiones al respecto. Preocuparse por la posteridad se me antoja cosa de ignorantes, algo propio de mentes baladíes. O quizás una cuestión de fe, como la religión. Y yo soy atea.

Lo cierto es que, por aquel entonces, Fabio Arjona escribía críticas de libros de poesía en el suplemento cultural un periódico nacional. A su faceta de autor, pues él estaba convencido de que lo era, sumaba la de crítico, porque las publicaciones en el periódico le contaban para su currículum académico, como supondrás. Concretamente publicaba en el ABC, donde según supe más tarde entró ansiosamente recomendado por alguien que quizás le debía algún favor. Mucha gente debía favores a Fabio Arjona, y él solía cobrárselos. No perdonaba ni uno. Tenía una página impar semanal, que por lo general utilizaba para hacer política: glorificaba a quienes pretendía utilizar en su provecho y calumniaba y humillaba a los que, para él, carecían de enjundia o de relevancia. Yo, por supuesto, era de los últimos. Una semana antes de que saliera mi reseña, editó una recensión vergonzosa sobre un libro de alguien que fue nombrado ministro muy poco después. Escribió sobre él floreos tan lisonjeros que las palabras, sobre el papel, olían tanto a incienso que mi editor llegó a decirme por teléfono: «Eso no era una crítica, era una fellatio, querida Cecilia, no te compares, por favor. Lo tuyo es la poesía, no el comercio carnal…»

La reseña de mi libro salió el sábado siguiente, en términos tan ofensivos que me cuesta trabajo recordarla. Empezaba ironizando sobre mi aspecto físico. Habíamos puesto una foto mía en la solapa, donde se me veía, me temo, tal como soy, o como era entonces. Decía que, en vez de Bella en la niebla, mi libro debería haberse titulado Bestia en la niebla, a tenor del aspecto que presentaba mi cara. Luego continuaba con un engrudo teórico que hacía alusión a la «remoción onírica de la extensión del yo» (como lo oyes), «la mística supranatural del caduco y dañino cristianismo», «la carencia total de un compuesto metafórico», «la utilización de un lenguaje científico para expresar emociones deja al lector tan frío como si leyera un poema en el que se explicara el funcionamiento del motor de un tractor»…, entre otras perlas del estilo, para acabar apelando a Breton y al gobierno de Vichy (sí, sí, no pongas esa cara, estoy siendo textual, dentro de lo que recuerdo) para justificar su opinión de que mi poesía se reducía, dijo, «a las sandeces premenopáusicas de una sensiblera de mediana edad, nada agraciada ni física ni poéticamente, recientemente abandonada por su cónyuge, a quien todos comprendemos. Al cónyuge, no a ella, se entiende…» (de alguna manera supo cuál era mi situación personal, probablemente porque mi editor lo comentó con alguien que se lo dijo a un tercero, y… Ya sabes). He citado literalmente, y no al completo, porque ya no me acuerdo bien de todo. Procuré olvidarlo, aunque es evidente que no he podido. Y te aseguro que he hecho muchos, muchos esfuerzos.

Finalizaba su artículo reconviniendo al editor, a mi editor -de quien me hice socia al cabo de dos años, por cierto, inyectando dinero a su empresa, que ahora está saneada-, aleccionándolo para que se abstuviera en lo sucesivo de editar mis «detritos» o cualesquiera parecidos que le presentara en el futuro alguien como yo.

Cuando le pregunté a Víctor, mi editor, si se le ocurría alguna explicación para tanto ensañamiento con mi libro, y con mi persona, no supo qué contestar. Aunque, pasada una temporada, me comentó que quizás a Fabio le había irritado la originalidad de mi lenguaje científico aplicado a la poesía, teniendo en cuenta que él, Fabio Arjona, era un poeta no demasiado personal, por decirlo con un eufemismo.

Te aseguro que, de haber podido echármelo a la cara por entonces, al tal Fabio Arjona, lo habría estrangulado con mis propias manos. Ni te imaginas el ridículo, y la depresión, que llegué a padecer. Duró meses. Nada lograba borrar la afrenta que acababa de recibir. Ni siquiera las, al menos, dos docenas de críticas más que salieron en otros periódicos y revistas, muchas de ellas entusiastas, sobre mi librito. Yo no conseguía olvidar las repugnantes palabras de Arjona, puestas negro sobre blanco en aquella hoja de periódico amarillenta como pequeñas heces de perro sarnoso.

Claro que el tiempo todo lo puede. Y a mí me hizo olvidar aquel episodio oneroso, porque el tiempo es también olvido. Ruinas. Translatio temporum. Vacuidad. Fugacidad. Evidentia.

Decía Niels Bohr que hay dos clases de verdad: las triviales, donde lo opuesto a ellas es obviamente absurdo, y las profundas, que se reconocen porque su contraria es también una intensa verdad. Este asunto, para mí, fue en el fondo una trivialidad. No obstante, también fue una verdad profunda que me hizo obsesionarme con la poesía.

Si bien lo borré de mi memoria hasta que, años después, me topé cara a cara con el señor Fabio Arjona. Y entonces ocurrió algo que…

Pero ésa es otra historia, si quieres te la contaré mañana. O pasado.

No, no insistas. Ahora no podría continuar. Y tampoco tiene demasiada importancia, aunque resulta ilustrativa del carácter de Fabio. Pero… es demasiado tarde, no quiero entretenerte, querrás descansar, y además me duele la cabeza terriblemente.

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