Larry Niven Mundo anillo

1. Luis Wu

Luis Wu volvió a la realidad en el centro del Beirut nocturno, en el interior de una de las varias cabinas teletransportadoras de uso general.

La larga coleta, blanca y reluciente, parecía de nieve artificial. La piel y el cráneo depilado tenían un tinte amarillo cromo; el iris de sus ojos era dorado y lucía una túnica azul cobalto sobre la cual destacaba la dorada figura de un dragón estereoscópico. Cuando apareció, su rostro exhibía una amplia sonrisa con una hilera de perfectos dientes nacarados, absolutamente normalizados. Su persona se materializó sonriente y agitando una mano. Pero la sonrisa estaba ya en fase de disolución; un segundo más tarde había desaparecido, y su rostro comenzaba a descomponerse como una máscara de goma bajo el efecto del calor. En ese momento, Luis Wu aparentaba los años que tenía.

Permaneció inmóvil unos instantes junto a su cabina contemplando el paso de la ciudad de Beirut: la gente que iba apareciendo en las cabinas contiguas, procedente de lugares desconocidos; la multitud que cruzaba el lugar a pie, pues las aceras móviles se desconectaban durante la noche. Entonces comenzaron a tocar las once. Luis Wu enderezó los hombros y salió al encuentro del mundo.

En Resht, su fiesta debía de continuar en pleno apogeo y ya sería la mañana siguiente a su cumpleaños. En Beirut tenían una hora menos. Luis pagó varias rondas de raki en un reposado restaurante al aire libre y aplaudió las canciones que el público coreaba en árabe y en intermundo. Antes de medianoche salía rumbo a Budapest.

¿Habrían advertido que había dejado su propia fiesta? Sin duda supondrían que había salido con alguna mujer y estaría de regreso en un par de horas. Pero Luis se había ido solo, huyendo de las campanadas de medianoche, con el nuevo día pisándole los talones. Veinticuatro horas eran muy pocas tratándose de la celebración de su bicentésimo cumpleaños.

Ya se las arreglarían sin él. Sus amigos eran gente de mundo. Luis se mostraba inflexible en ese aspecto. En Budapest encontró vino y danzas atléticas, nativos que le toleraron tomándole por un turista adinerado y turistas que le creyeron un nativo acomodado. Bailó las danzas y bebió el vino, y emprendió la marcha al filo de medianoche.

En Munich decidió dar un paseo.

El aire era cálido y puro; le ayudaría a despejarse un poco. Estuvo caminando sobre las iluminadas aceras móviles, sumando su andar a los quince kilómetros por hora de las aceras. De pronto, cayó en la cuenta de que todas las ciudades del mundo tenían aceras móviles, y todas se desplazaban a quince kilómetros por hora.

La idea le pareció intolerable. Nada nuevo; sólo intolerable. Luis Wu rememoró la total similitud existente entre Beirut Y Munich o Resht… o San Francisco o Topeka o Londres o Amsterdam. Las tiendas que flanqueaban las aceras móviles vendían productos idénticos en todas las ciudades del mundo. Los ciudadanos que había encontrado esa noche tenían todos igual aspecto, vestían del mismo modo. No eran americanos, ni alemanes, ni egipcios, sino, simplemente, terrícolas.

En sólo tres siglos y medio, las cabinas teletransportadoras habían logrado trocar la infinita variedad de la Tierra en esto. Su red de transporte instantáneo abarcaba el mundo entero. Entre Moscú y Sidney mediaba sólo un infinitésimo de tiempo y una moneda de un décimo de estrella. Ineluctablemente, las ciudades se habían ido desdibujando con los siglos y sus nombres eran ya meras reliquias del pasado.

San Francisco y San Diego constituían el extremo norte y sur de una vasta ciudad costera. Pero ¿cuántas personas sabían cuál era el extremo norte y cuál el sur? Muy pocas, a esas alturas.

Eran pensamientos más bien pesimistas para un hombre que ese día cumplía los doscientos años de vida.

Pero la fusión de las ciudades era un hecho real. Luis había sido testigo del proceso. Había visto fundirse todas las irracionalidades de lugar, tiempo y costumbres en una gran racionalidad: una Ciudad que cubría el mundo entero, cual monótona pasta gris. ¿Quién hablaba aún deutsch, english, francais, español? Todos se comunicaban en intermundo. Los tatuajes de moda cambiaban todos al unísono, en una monstruosa oleada que abarcaba el mundo entero.

¿Sería hora de tomarse otro año sabático? Lanzarse a lo desconocido, él solo en su nave individual, con la piel y los ojos y el cabello de su color natural, y una barba que iba creciendo desordenadamente sobre su rostro…

— Bobadas — se dijo Luis —. Acabo de tomarme un sabático.

De eso hacía veinte años.

Pero ya pronto darían las doce. Luis Wu buscó una cabina teletransportadora, introdujo su tarjeta de crédito en la ranura y marcó el código de Sevilla.

Reapareció en una habitación bañada por la luz del sol.


— Nej, ¿qué significa esto? — se preguntó, frotándose los ojos.

La cabina debía estar averiada. En Sevilla ya no tendría que ser de día. Luis Wu se disponía a marcar otra vez; sin embargo, al volverse, se encontró con una sorpresa.

Estaba en una habitación de hotel completamente anónima, y en tan prosaico marco, su ocupante resultaba aún más desconcertante.

En efecto, ante sí, en medio de la habitación tenía un ser desprovisto de todo rasgo humano o humanoide. Se apoyaba sobre tres patas y contemplaba a Luis Wu desde dos direcciones distintas, gracias a sus dos cabezas planas montadas sobre sendos cuellos, flexibles y muy delgados. La mayor parte de tan sorprendente figura estaba cubierta de piel blanca y suave corno un guante; sin embargo, entre los dos cuellos de la bestia crecía una gruesa crin de basto pelo castaño, que le cubría todo el espinazo hasta la complicada articulación de la pata trasera. Tenía las dos patas delanteras muy separadas, de modo que los pequeños cascos con garras de la bestia formaban un triángulo casi equilátero.

Luis supuso que debía tratarse de un animal extraterrestre. Esas cabezas planas no podían albergar un cerebro. Pero luego advirtió una jiba entre las bases de los cuellos, donde la crin se convertía en un grueso estropajo protector… y comenzó a recordar vagamente un incidente acaecido treinta y seis lustros atrás.

Era un titerote, un titerote de Pierson. El cerebro y el cráneo se ocultaban bajo la joroba. No era un animal; estaba dotado de una inteligencia al menos comparable a la del hombre. Y sus ojos, uno por cabeza y muy hundidos en las órbitas óseas, miraban fijamente a Luis Wu desde dos direcciones distintas.

Luis intentó abrir la puerta. Cerrada.

Había quedado encerrado fuera, no dentro. Podía marcar un número y esfumarse. Pero ni siquiera lo pensó. No era corriente encontrar un titerote de Pierson. La especie había desaparecido del espacio conocido antes de que Luis Wu viniera al mundo.

— ¿Puedo servirte en algo? — dijo Luis.

— Puedes — dijo el extraño ser…

…con una voz que le hizo rememorar sus sueños de adolescente. De querer imaginar una mujer en consonancia con esa voz, Luis habría tenido que evocar a Cleopatra, Helena de Troya, Marilyn Monroe y Lorelei Huntz, todas en una.

— ¡Nej!

La palabrota le pareció más adecuada que nunca. ¡No es justo! ¡Que semejante voz perteneciera a un extraño ser de dos cabezas y sexo indeterminado!

— No te asustes — dijo el extraterrestre —. En caso de emergencia, siempre puedes huir.

— En el colegio había dibujos de seres como tú. Hace tiempo que desaparecisteis… o eso creíamos.

— Cuando mi especie huyó del espacio conocido, yo no les acompañé — replicó el titerote — Me quedé en el espacio conocido, pues aquí podía ser útil a mi especie.

— ¿Dónde te has ocultado? ¿Y en qué lugar de la Tierra estamos ahora?

— Eso no es de tu incumbencia. ¿Eres Luis Wu MMGREWPLH?

— ¿Lo sabías ya? ¿Me buscabas concretamente a mí?

— Si. Hemos hallado la manera de manipular la red de cabinas teletransportadoras de este mundo.

Era posible, pensó Luis. Costaría una fortuna en sobornos, pero era posible conseguirlo. Aunque…

— ¿Para qué?

— Será un poco largo de explicar…

— ¿No vas a dejarme salir de aquí?

El titerote reflexionó:

— Supongo que debo hacerlo. Pero primero debo advertirte que estoy protegido. Mi armamento puede detener cualquier posible ataque.

Luis emitió un gruñido de disgusto.

— ¿Por qué habría de atacarte?

El titerote no respondió.

— Ya recuerdo. Sois cobardes. Toda vuestra ética se basa en la cobardía.

— Aunque inexacta, la descripción puede servirnos.

— Bueno, podría ser peor — reconoció Luis. Todas las especies sensibles tenían sus peculiaridades. Sin duda resultaría más fácil entenderse con el titerote que con los trinoxios y su paranoia racial, o los kzinti con sus instintos asesinos, o los grogs sésiles con esos… extraños e inquietantes órganos que tenían en lugar de manos.

La figura del titerote habíale traído a la memoria todo un desván de polvorientos recuerdos. La información sobre los titerotes y su imperio comercial, sus contactos con la humanidad, su repentina e inusitada desaparición, afluía a su mente entremezclada con el sabor del primer cigarrillo, las primeras tentativas de escribir a máquina con dedos torpes y no adiestrados, listas de vocabulario intermundo que debía memorizar, el sonido y el sabor del inglés, las incertidumbres y zozobras de la primerísima juventud. Había estudiado los titerotes en clase de historia, en el Instituto, y luego los había olvidado por completo durante ciento ochenta años. ¡Resultaba asombroso comprobar la cantidad de cosas que era capaz de retener el cerebro humano!

— Puedo permanecer aquí, si así lo prefieres — le dijo al titerote.

— No. Debemos estar juntos.

Los músculos se perfilaron tensos bajo la piel cremosa, mientras el titerote procuraba armarse de valor. Por fin se abrió la puerta de la cabina y Luis Wu entró en la habitación.

El titerote retrocedió un poco.

Luis se dejó caer en una silla, no tanto por su propia comodidad sino más bien con el propósito de tranquilizar un poco al titerote. Sentado tendría un aspecto más inofensivo. La silla era un modelo estándar, una silla vibradora adaptable, diseñada exclusivamente para humanos. Entonces Luis advirtió una tenue fragancia, que le recordó un herbolario y un juego de química a la vez, un olor bastante agradable.

El extraterrestre dobló la pata trasera y se acomodó sobre ella.

— Debes de preguntarte por qué te he traído hasta aquí. Será largo de contar. Para empezar, ¿qué sabes de mi especie?

— Hace tantos años que dejé el colegio. Poseíais un imperio comercial, si no me equivoco. Abarcaba mucho más de lo que solemos denominar «espacio conocido». Sabemos que los trinoxios fueron clientes vuestros, y no les conocimos hasta veinte años atrás.

— Sí, solíamos comerciar con los trinoxios. En gran parte a través de robots, si mal no recuerdo.

— Vuestro imperio comercial tenía varios milenios de antigüedad, por lo menos, y abarcaba como mínimo un buen puñado de años luz. Y luego, de pronto, desaparecisteis. Lo abandonasteis todo. ¿Por qué?

— ¿Será posible que ya nadie se acuerde? ¡Huimos de la explosión del núcleo galáctico!

— Ya lo sé. — Luis incluso recordaba vagamente que la reacción en cadena de las novas en el eje galáctico había sido descubierta por extraterrestres —. Pero, ¿por qué continuáis huyendo? Los soles del Núcleo entraron en estado de novas hace diez mil años. La luz tardará aún otros veinte mil años en llegar hasta aquí.

— Los humanos son unos insensatos — dijo el titerote —. Vuestra inconsciencia acabará por l evaros al desastre. ¿No os dais cuenta del peligro? ¡Toda esta región de la galaxia se hará inhabitable por efecto de la radiación del frente expansivo!

— Veinte mil años son muchos años.

— Aunque ocurra dentro de veinte mil años, la exterminación sigue siendo la exterminación. Mi especie huyó rumbo a las Nubes de Magallanes. Pero aquí quedamos unos cuantos, por si la migración titerote sufría algún percance. Éste se ha producido ahora.

— ¿Oh? ¿Qué tipo de percance?

— No estoy autorizado a responder a esta pregunta. Pero puedo enseñarte esto.

El titerote le tendió un objeto que tenía sobre la mesa. Y Luis, que se había estado preguntando dónde tendría metidas las manos, advirtió que sus bocas eran manos.

Y unas manos muy diestras, según pudo apreciar cuando el extraterrestre se inclinó con gran cautela para entregarle un grabado instantáneo. Los elásticos y holgados labios del titerote se extendían varios centímetros más allá de sus dientes. Estaban tan secos como los dedos humanos y tenían una orla de abultamientos en forma de dedos. Luis logró divisar fugazmente una ágil lengua bífida tras los cuadrados dientes de herbívoro.

Cogió la instantánea y la observó.

Al principio no logró discernir nada, pero continuó mirándola atentamente con la esperanza de conseguir descifrar su significado. Se veía un pequeño disco de un blanco intenso que podría ser un sol, G0 o K9 o K8, con un desdibujado cordón separado de sol por un liso reborde negro. Pero el reluciente objeto no podía ser un sol. Detrás, semicubierta por éste, se veía una franja azul cielo recortada sobre el fondo negro-espacio. La franja azul era perfectamente recta, de lisos rebordes, sólida, artificial, y más ancha que el disco iluminado.

— Parece una estrella con un anillo alrededor — dijo Luis —. ¿Qué es?

— Puedes quedártelo y analizarlo más detenidamente, si quieres. Ahora puedo explicarte el motivo de que te hayamos traído hasta aquí. Tengo la intención de organizar una expedición de exploración, integrada por cuatro miembros, entre ellos yo mismo, y también tú.

— ¿Para explorar qué?

— Aún no puedo especificártelo.

— Déjate de historias. Sería una locura lanzarme así, a la aventura.

— Feliz bicentésimo cumpleaños — dijo el titerote.

— Gracias — respondió Luis, desconcertado.

— ¿Por qué abandonaste tu fiesta?

— Eso no te importa.

— Sí que me importa. Luis Wu, ¿por qué abandonaste tu fiesta de cumpleaños?

— Simplemente decidí que veinticuatro horas no eran suficientes para celebrar un bicentésimo cumpleaños. Conque me propuse prolongarlo a base de ir viajando hacia el oeste. No siendo terrícola, no podrías comprender…

— ¿Y te entusiasmó comprobar que todo te iba saliendo tan bien?

— No, no exactamente. No…

No se sentía entusiasmado, pensó Luis. Todo lo contrario. Aunque la fiesta había ido bastante bien.

Había dado comienzo esa madrugada, exactamente un minuto después de medianoche. Por qué no. Tenía amigos en todos los husos horarios. No había motivo alguno para desperdiciar ni un solo minuto de su día. La casa estaba llena de equipos para dormir, en los que podían echarse rápidas y profundas siestas. Para los que no quisieran perderse detalle, había preparado drogas estimulantes, algunas con interesantes efectos secundarios, otras destinadas sólo a mantener despiertos a quienes las tomasen.

Luis no había visto a algunos de sus invitados, desde hacía más de cien años, a otros, en cambio, los veía casi a diario. Algunos habían sido enemigos mortales de Luis Wu, muchísimos años atrás. Se encontró también con mujeres a las que había olvidado por completo, con las consiguientes sorpresas al comprobar cuánto habían cambiado sus gustos en esa materia.

Como era de esperar, las presentaciones le ocuparon demasiadas horas de su aniversario. ¡Las listas de nombres que se vio obligado a memorizar de antemano! Demasiados amigos habíanse convertido en extraños.

Y escasos minutos antes de medianoche, Luis Wu se había metido en una cabina teletransportadora, había marcado un número y se había esfumado.

— Me moría de hastío — dijo Luis Wu —. «Háblanos de tus últimas vacaciones, Luis» «¡No comprendo cómo puedes soportar esa soledad, Luis! ¡Estupenda la idea de invitar al embajador de Trinox, Luis! ¡Cuánto tiempo sin verte, Luis!» «Eh, Luis, ¿por qué se necesitan tres jincianos para pintar un rascacielos?»

— ¿Por qué?

— ¿Por qué, qué?

— Los jincianos.

— Oh. Uno sujeta el spray y los otros dos mueven el rascacielos arriba y abajo. La primera vez que lo oí estaba en párvulos. Todos los despojos de mi vida, todos los viejos chistes, todos reunidos en una enorme casa. Algo insoportable.

— Eres un hombre inquieto, Luis Wu. Esos años sabáticos… fuiste tú el iniciador de la costumbre, ¿no es así?

— No recuerdo cómo empezó… Se puso de moda… Ahora casi todos mis amigos se toman uno que otro.

— Pero no con tanta frecuencia como tú. Cada cuarenta años o así, te hartas de la compañía humana. Entonces abandonas los mundos de los hombres y partes rumbo a las fronteras del espacio conocido. Deambulas por el exterior del espacio conocido, completamente solo en tu nave individual, hasta que vuelves a sentir necesidad de compañía. Hace veinte años que regresaste de tu último sabático, el cuarto que realizabas. Eres inquieto, Luis Wu. Has vivido suficientes años en cada uno de los mundos del espacio humano como para ser considerado un nativo del jugar. Esta noche has abandonado tu propia fiesta de cumpleaños. ¿Te hormiguean otra vez los pies?

— Eso es asunto mío, ¿no crees?

— Sí. A mí lo único que me interesa es reclutar gente. Serías un buen elemento para mi expedición. Corres riesgos, pero riesgos calculados. No temes encontrarte a solas contigo mismo. Has sabido tener la cautela y la astucia necesarias para vivir doscientos años. No te has descuidado en el aspecto médico y así has conseguido conservar el físico de un hombre de veinte años. Y lo que es aún más importante: aparentemente, aceptas gozoso la compañía de extraterrestres.

— Desde luego.

Luis conocía algunos xenófobos y los consideraba unos papanatas. Le resultaba terriblemente aburrido hablar sólo con humanos.

— Pero no quieres embarcarte a ciegas. Luis Wu, ¿no te basta con que yo, un titerote, vaya contigo? ¿Qué podrías temer que no me hubiera asustado a mí primero? Es proverbial la inteligente cautela de mi raza.

— Tienes razón — dijo Luis. La verdad es que lo tenía atrapado. La xenofilia, la inquietud y la curiosidad se habían confabulado para predisponerle a seguir al titerote dondequiera que éste se dirigiese. Pero deseaba obtener mayor información.

Y estaba en situación de imponer condiciones. Un extraterrestre no viviría en una habitación como ésa por gusto. Ese cuarto de hotel tan vulgar, tan reconfortantemente normal desde el punto de vista de un terrícola, debía de haber sido amueblado en vistas a la operación de reclutamiento.

— No quieres explicarme qué te propones explorar — dijo Luis —. ¿Me dirás al menos dónde está?

— Se encuentra a doscientos años luz de aquí, en dirección a la Nube Menor.

— Pero nos tomará dos años l egar hasta allí en un hiperreactor.

— No. Contamos con una nave que se desplaza a una velocidad bastante superior a la del hiperreactor corriente. Puede recorrer un año luz en cinco cuartos de minuto.

Luis abrió la boca, pero no logró emitir ni un sonido. ¿Un minuto y cuarto?

— No debería extrañarle tanto, Luis Wu. ¿Cómo se explicaría si no que pudiésemos enviar un agente al núcleo galáctico pare investigar la reacción en cadena de las novas? Debiste haber deducido la existencia de una nave de esas características. Si tengo éxito en mi misión, mi intención es ceder la nave a mi tripulación, junto con los planos necesarios para construir otras del mismo tipo. Esa nave es tu… precio, tus honorarios, l ámale como quieras. Podrás observar sus características de vuelo cuando nos unamos a la migración de titerotes. Entonces sabrás qué nos proponemos explorar.

Unirse a la migración de titerotes…

— Cuenta conmigo — dijo Luis Wu. ¡Tendría oportunidad de observar a toda una especie racional en movimiento! Grandes naves con miles de millones de titerotes en cada una de ellas, ecologías completas en acción…

— Estupendo — dijo el titerote, incorporándose —. Necesitaremos un equipo de cuatro. Ahora debemos salir en busca del tercer miembro.

Y se metió en la cabina teletransportadora.

Luis se guardó la misteriosa instantánea en el bolsillo y le siguió. Intentó leer el número del marcador de la cabina, lo cual le hubiera indicado en qué lugar del mundo se hallaban. Pero el titerote marcó demasiado de prisa y cuando quiso mirar ya no estaban ahí.


Luis Wu salió de la cabina tras el titerote y se encontró en la penumbra de un lujoso restaurante. Reconoció el lugar por la decoración en negro y oro y el despilfarro de espacio que suponía la ordenación de las cabinas en forma de herradura. Era el Krushenko de Nueva York.

El titerote avanzó en medio de incrédulos murmullos. Un maitre humano, imperturbable como un robot, les condujo a una mesa. Una de las sillas había sido sustituida por un gran almohadón cuadrado que el extraterrestre se colocó entre casco y cadera cuando se sentó.

— Te esperaban — dedujo Luis Wu.

— Sí. Llamé para reservar mesa. En el Krushenko están acostumbrados a servir a clientes no terrícolas.

Luis advirtió entonces la presencia de otros comensales extraterrestres: cuatro kzinti en la mesa contigua y un kdatlyno a medio camino de la puerta. Era lógico, con el Edificio de las Naciones Unidas ahí al lado. Luis marcó el código para pedir un tequila sour y, en cuanto lo tuvo en la mesa, se lo bebió de un trago.

— Ha sido un a buena idea — comentó —. Estoy muerto de hambre.

— No hemos venido a comer. Estamos aquí para reclutar al tercer miembro de nuestra expedición.

— ¿En un restaurante?

El titerote levantó la voz para responder, pero sus palabras no fueron exactamente de respuesta.

— ¿No conocías a mi kzin, Kchula-Rrit? Es mi mascota.

A Luis casi se le atraganto el tequila. Las cuatro moles de piel anaranjada que ocupaban la mesa situada a las espaldas del titerote eran ni más ni menos que cuatro kzinti; y al oír las palabras del titerote los cuatro se volvieron enseñando sus aguzados dientes. Parecía una sonrisa, pero en un kzin esa mueca nunca es una sonrisa.

El apellido Rrit corresponde a la familia del Patriarca de Kzin. Luis apuró su copa y decidió que el detalle no tenía importancia. El insulto hubiera sido mortal de todos modos y uno no podía ser devorado dos veces.

El kzin más próximo se puso de pie.

Un grueso pelaje anaranjado, con unas marcas negras sobre los ojos, cubría lo que podría haber sido un gordo gato romano de dos metros y medio de estatura. La gordura era toda músculo, liso y fuerte y curiosamente distribuido sobre un esqueleto igualmente curioso. Unas aguzadas y bien pulidas garras emergieron de sus vainas, en el extremo de unas manos que semejaban negros guantes de cuero.

El cuarto de tonelada de carnívoro racional miró al titerote de arriba abajo y dijo:

— ¿Cómo tienes la osadía de creerte con derecho a insultar al Patriarca de Kzin y no pagarlo con tu vida?

El titerote respondió de inmediato y sin un temblor en su voz:

— Yo fui el autor de la coz que recibió en la barriga un kzin llamado Capitán Chuft, en un mundo con círculos Beta Lyra; le rompí tres soportes de su estructura endoesquelética con mi casco trasero. Necesito un kzin valeroso.

— Sigue — dijo el kzin de los ojos negros. Pese a las limitaciones que le imponía su estructura bucal, el kzin hablaba intermundo a la perfección. Sin embargo, su voz no reflejaba la ira que debería haber sentido. A juzgar por la emoción que demostraban los kzinti y el titerote, Luis podría haber estado presenciando un gastado ritual.

Pero a los kzinti les habían servido un plato de carne cruda, sanguinolento y humeante, calentada instantáneamente a la temperatura del cuerpo en el momento de servirla. Y todos los kzinti sonreían.

— Este humano y yo — dijo el titerote — nos disponemos a explorar un lugar que ningún kzin ha podido ni imaginar jamás. Necesitamos un kzin para nuestra tripulación. ¿Osará explorar un kzin el lugar donde se aventura un titerote?

— Dicen que los titerotes son herbívoros, que rehuyen la batalla en vez de lanzarse a ella.

— Podrás juzgar por ti mismo. Tus honorarios, si sobrevives, serán los planos de un nuevo y valioso modelo de nave espacial y una nave ya construida. Tal vez te parezca una recompensa poco segura.

Luis pensó que el titerote estaba haciendo todo lo posible por insultar a los kzinti. Nunca se le ofrece a un kzin una recompensa que no sea segura. ¡Para un kzin no existe el riesgo!

Pero el kzin se limitó a responder:

— Acepto.

Los otros tres pronunciaron un comentario despectivo.

El primer kzin respondió al insulto.

Uno solo ya sonaba como una riña de gatos. Cuatro kzinti enzarzados en acalorada discusión hacían pensar en una gran batalla felina, con sordina. Los amortiguadores de sonido del restaurante se conectaron automáticamente y los gruñidos quedaron ahogados, pero no se interrumpieron.

Luis pidió otra copa. A juzgar por sus conocimientos de historia kzinti, estos cuatro debían de ser bastante modosos. El titerote aún seguía con vida.

Por fin acabó la discusión y los cuatro kzinti se volvieron. El de las señales negras sobre los ojos dijo:

— ¿Cómo te llamas?

— Uso el nombre humano de Nessus — respondió el titerote —. Mi verdadero nombre es… — Por un instante una armónica melodía emergió de las extraordinarias gargantas del titerote.

— Muy bien, Nessus. Debes tener en cuenta que los cuatro constituimos una embajada kzinti en la Tierra. Éste es Hareh, y éste Ftanss, el de las rayas amarillas es Hroth. Yo soy sólo un aprendiz y de casta inferior, luego no tengo nombre. Se me conoce por mi profesión: Interlocutor-de-Animales.

Luis aguzó los oídos.

— El problema es que no podemos movernos de aquí. Delicadas negociaciones… pero eso no es asunto vuestro. Hemos decidido que soy el único sustituible. Si tu nueva nave tiene algún interés para nosotros, me uniré a vuestra expedición. En caso contrario, tendré que demostrar mi valor de otro modo.

— De acuerdo — dijo el titerote, y se levantó.

Luis no se movió de su asiento.

— ¿Puedes decirme la forma kzinti de tu título? — preguntó.

— En la Lengua del Héroe se llama…

Y el kzin lanzó un gruñido de creciente intensidad.

— Entonces, ¿por qué no mencionaste este título? ¿Pretendías insultarnos?

— Sí — dijo el Interlocutor-de-Animales —. Estaba muy enfadado.

Habituado a sus propias normas de conducta, Luis esperaba que el kzin mintiera. Entonces Luis hubiera fingido creerle y ello le hubiera impulsado a mostrarse más amable en el futuro… pero era demasiado tarde para echarse atrás. Luis titubeó una fracción de segundo antes de preguntar:

— ¿Y cuál es la costumbre?

— Tendremos que luchar a puño limpio… en cuanto me desafíes. De lo contrario uno de los dos tendrá que excusarse.

Luis se puso en pie. Era un suicidio, pero, ¡nej!, conocía bien la costumbre.

— Te reto a duelo — dijo —. Diente contra diente, garra contra uña, visto que es imposible compartir el universo en paz.

Entonces el kzin al que habían presentado como Hroth dijo, sin levantar la cabeza:

— Permitan que les presente mis excusas en nombre de mi compañero, Interlocutor-de-Animales.

— ¿Cómo? — exclamó Luis.

— Es mi función — explicó el kzin de las rayas amarillas —. Por naturaleza, los kzinti nos vemos abocados a situaciones en las que es preciso excusarse o luchar. Sabemos lo que ocurre cuando luchamos. Nuestra población ha quedado reducida a una octava parte de lo que era cuando los kzinti tuvieron su primer encuentro con el hombre. Nuestras colonias son vuestras colonias, nuestras especies esclavas han sido liberadas y han aprendido la tecnología y la ética humanas. Cuando se presenta la alternativa de excusarse o luchar, mi función es pedir excusas.

Luis se sentó. A fin de cuentas, tal vez podría seguir viviendo.

— No quisiera ese trabajo por nada del mundo — dijo.

— Es evidente, puesto que estabas dispuesto a luchar con un kzin a puño vivo. Pero el Patriarca opina que sólo sirvo para eso. Mi inteligencia es escasa, mi salud mala y mi coordinación terrible. ¿Qué otra cosa puedo hacer para no perder mi nombre?

Luis bebió un sorbo de su combinado y rogó que alguien cambiara de tema. Ese kzin humilde le ponía nervioso.

— Comamos — dijo el que se denominaba Interlocutor-de-Animales —. A menos que nuestra misión sea urgente, Nessus.

— En absoluto. Aún no tenemos la tripulación completa. Mis colegas me avisarán cuando hayan localizado un cuarto tripulante cualificado. Podemos comer tranquilamente.

Interlocutor-de-Animales aún hizo un comentario antes de regresar a su mesa.

— Luis Wu, has usado demasiada verborrea para desafiarme. Para retar a duelo a un kzin basta un rugido de rabia. Un rugido y luego un rápido ataque.

— Un rugido y luego un rápido ataque — repitió Luis —. Estupendo.

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