La sala de cartografía estaba en el piso superior del castillo. La subida dejó a Luis jadeante y a duras penas no quedó rezagado. El kzin no corría, pero su paso era mucho más rápido que el de un hombre.
Luis llegó al último rellano en el momento en que Interlocutor empujaba una puerta de doble hoja, justo frente a la escalera.
A través del resquicio de la puerta Luis divisó una franja horizontal de un negro azabache y unos veinte centímetros de ancho, situada aproximadamente a un metro del suelo. Miró un poco más allá, en busca de una franja parecida color azul cielo y con una cuadrícula de rectángulos color azul intenso; y pronto la encontró.
Habían dado en el blanco.
Luis se quedó en la puerta observando los detalles. El Mundo Anillo en miniatura ocupaba casi toda la habitación, que era circular y debía tener unos cuarenta metros de diámetro. Unida al eje del mapa circular había una pantalla rectangular, con un marco macizo.
En lo alto colgaban diez esferas rotatorias. Eran de tamaños distintos y giraban a diferente velocidad; pero todas poseían el color característico de un mundo de estructura semejante a la terrestre: azul intenso con aglomeraciones de escarcha blanca. Debajo de cada globo había un mapa de sección cónica.
— He estado trabajando aquí toda la noche — dijo Interlocutor. Se había situado detrás de la pantalla —. Quiero enseñarte algunas cosas. Acércate.
Luis estuvo a punto de agacharse para pasar por debajo del Anillo. Pero algo le detuvo. El hombre de facciones de halcón que reinaba sobre el salón de banquetes nunca se hubiera inclinado de ese modo, ni siquiera para entrar en este santuario, se dijo Luis; y avanzó directamente hacia el Anillo y a través de él, y comprobó que era una proyección inmaterial.
Sé situó detrás del kzin.
La pantalla estaba rodeada de paneles de mandos. Todos los botones eran grandes y de plata maciza; y cada uno representaba la cabeza de algún animal. Los paneles estaban enmarcados con una orla de virutas y ondas. «Preciosista — se dijo Luis —. ¿Decadente?»
La pantalla estaba iluminada, pero no mostraba ningún grado de ampliación. A través de ella se veía la imagen parecida a la visión del Mundo Anillo captada desde las proximidades de las pantallas cuadradas. Luis quedó algo decepcionado.
— Había conseguido enfocarla — explicó el kzin —. Si no me equivoco… — Hizo girar un botón y la imagen comenzó a ampliarse con tal rapidez que Luis buscó un lugar donde agarrarse —. Quiero mostrarte el muro exterior. Rrr, parte de él… — Hizo girar otro botón con su cabeza de fiera y la imagen fue moviéndose. Por fin se encontraron mirando por encima del reborde del Mundo Anillo.
En algún lugar debía haber unos telescopios que les proporcionaban esas imágenes. ¿Dónde? ¿Tal vez incorporados a las pantallas cuadradas?
Ante sus ojos se alzaban unas montañas de mil o dos mil kilómetros de altura. La imagen se fue ampliando aún más, a medida que Interlocutor iba descubriendo controles cada vez más precisos. A Luis le sorprendió que las montañas, de apariencia muy natural excepto en lo tocante a sus dimensiones, quedaran tan abruptamente cortadas por la nítida sombra del espacio.
Luego advirtió lo que unía los picos de las montañas.
Pese a no distinguir más que una línea de puntos plateados, adivinó lo que sería.
— Un acelerador lineal.
— Sí — dijo Interlocutor —. Sin cabinas teletransportadoras, éste es el único medio para recorrer las enormes distancias del Mundo Anillo. Debió constituir el principal sistema de transporte.
— Pero está a más de mil kilómetros de altura. ¿Habrá ascensores?
— Hay tubos de ascensor junto al muro exterior. Allí, por ejemplo.
El hilo de plata se había convertido en una línea de diminutos aros, muy separados uno de otro y todos ocultos al amparo de un pico montañoso. Un tubo delgado y apenas visible unía los aros entre sí; descendía por la falda de una montaña y desaparecía en un cúmulo en la base de la atmósfera del Mundo Anillo.
— Los aros electromagnéticos están muy apiñados en torno a los tubos de los ascensores. En los demás puntos se hallan a mil ones de kilómetros de distancia uno de otro. Imagino que sólo son necesarios para acelerar y frenar y para orientar el rumbo — dijo Interlocutor —. Debía de ser posible acelerar una nave hasta situarla en caída libre, bordear el reborde a una velocidad relativa de mil doscientos kilómetros por segundo, y frenar junto a un tubo de ascensor gracias a la acción de otra concentración de aros.
— Se tardarían diez días en llegar a cualquier lugar. Sin hablar ya del problema de las aceleraciones — comentó Luis.
— Una menudencia. Desde el mundo humano más apartado de la Tierra se tardan sesenta días en llegar a Ojos Plateados. Y se necesitaría cuatro veces ese tiempo para cruzar todo el espacio desconocido.
— Tienes razón. Y el Mundo Anillo poseía una superficie habitable superior a la de todo el espacio conocido. Construyeron este artefacto para disponer de espacio. ¿Has observado alguna señal de actividad? — preguntó luego Luis —. ¿Crees que alguien sigue utilizando el acelerador lineal?
— La pregunta es ociosa. Ya verás.
La imagen convergió, se deslizó hacia un lado, volvió a ampliarse lentamente. Era de noche. Negras nubes flotaban sobre el negro paisaje, luego, de pronto…
— Una ciudad iluminada. Perfecto. — Luis tragó saliva. Había sido todo una sorpresa —. Conque no todo está muerto. Tal vez podamos conseguir ayuda.
— No lo creo. ¡Ah!
— ¡Finagle y su retorcida mente!
El castillo, sin duda el mismo que ahora ocupaban, flotaba tranquilamente sobre una zona iluminada. Ventanas, luces de neón, una sucesión de puntitos luminosos suspendidos que debían ser vehículos…, edificios flotantes de curiosa estructura… todo fantástico.
— Películas. ¡Nej! Sólo hemos estado viendo viejas películas. Las había tomado por transmisiones directas. — Durante un glorioso instante, su peregrinaje parecía concluido. Ciudades iluminadas, llenas de vida, señaladas en un mapa para facilitarles las cosas… pero esas fotografías debían tener siglos, debían corresponder a civilizaciones muy pretéritas.
— Yo también pensé lo mismo anoche; me llevó horas descubrir mi equivocación. No empecé a sospechar la verdad hasta que me resultó imposible localizar los miles de kilómetros de fosa meteorítica que abrió el «Embustero» al chocar contra el Mundo Anillo.
Luis, mudo de asombro, golpeó ligeramente el hombro desnudo color rosa y lavanda del kzin. Su mano no alcanzaba más arriba.
Interlocutor ignoró esa muestra de confianza.
— Todo resultó sencillo, una vez localizado el castillo. Fíjate.
Hizo deslizarse rápidamente la imagen hacia babor. La oscura superficie aparecía borrosa, sin el menor contorno. Luego apareció en la pantalla un negro océano.
La cámara pareció retroceder…
— ¿Te das cuenta? Una bahía de uno de los principales océanos de agua salada se halla exactamente en nuestra ruta hacia el muro exterior. El océano en sí es varias veces mayor que cualquiera de los que poseemos en Kzin o la Tierra. La bahía es casi del tamaño de nuestros propios océanos.
— ¡Más tiempo perdido! ¿Crees que conseguiremos cruzarlo?
— Es posible. Pero nos aguardan aún mayores obstáculos. El kzin hizo girar un botón.
— Un momento. Quisiera observar más detenidamente ese grupo de islas.
— ¿Por qué, Luis? ¿Crees que podríamos aprovisionarnos allí?
— No… ¿Has notado que tienden a agruparse en ciertas zonas con grandes extensiones de aguas profundas entre unas y otras? Fíjate en ese grupo de ahí. — Luis iba señalando con el índice algunas imágenes de la pantalla —. Ahora, observa este mapa.
— No comprendo.
— Y ese grupo en lo que has l amado bahía, y ese mapa ahí detrás. Los continentes aparecen un poco distorsionados en las proyecciones cónicas… ¿Te das cuenta ahora? Diez mundos, diez conglomerados de islas. La escala no es uno a uno; pero apostaría a que esa isla es del tamaño de Australia, y el continente original no parece mucho más grande que Eurasia en el globo.
— Una broma más bien macabra. Luis, ¿es ésta una muestra del sentido del humor típicamente humano?
— No, no, no. A menos que…
— ¿Sí?
— No se me había ocurrido. La primera generación… tuvieron que desprenderse de sus propios mundos, pero sin duda deseaban conservar algún recuerdo de lo que iban a perder. Al cabo de tres generaciones, la cosa debió de parecer ridícula. Siempre ocurre lo mismo.
Cuando estuvo seguro de que Luis no tenía nada más que decir, el kzin se decidió a preguntar en tono un poco avergonzado:
— ¿Os consideráis capaces, los humanos, de comprender a los kzinti?
Luis sonrió y meneó la cabeza.
— Más vale así — dijo el kzin, y cambió de tema —: Anoche estuve examinando el espaciopuerto más próximo.
Estaban situados en el centro de giro del Mundo Anillo en miniatura y espiaban el pasado a través de una ventana rectangular.
El pasado que se desplegaba ante sus ojos revelaba asombrosas realizaciones. Interlocutor enfocó la imagen del espacio-puerto, un ancho saliente sobre el muro exterior en el lado correspondiente al espacio. Contemplaron el aterrizaje de un enorme cilindro de extremos romos, con mil ventanas iluminadas, sobre unos campos receptores electromagnéticos. Los campos estaban teñidos de colores fosforescentes, tal vez para que los operadores pudieran manipularlos a simple vista.
— La película está enredada — dijo Interlocutor —. Estuve observándola un rato anoche. Parece como si los pasajeros pasasen directamente al muro exterior, a través de una especie de ósmosis.
— Ya veo.
Luis estaba terriblemente alicaído. La plataforma del espacio-puerto quedaba demasiado hacia giro para que pudieran alcanzarla. Hubieran tenido que recorrer una distancia junto a la cual el trayecto ya realizado quedaba reducido a la insignificancia.
— También observé el despegue de una nave. No emplean el acelerador lineal. Sólo lo utilizaban en los aterrizajes para equiparar la velocidad de la nave a la del espaciopuerto. Para los despegues se limitaban a arrojar la nave al espacio. El herbívoro no se equivocaba, Luis. ¿Recuerdas el dispositivo de la trampilla? La velocidad de giro del Mundo Anillo es perfectamente adaptable para el uso de un campo barredor. Luis, ¿me escuchas?
Luis sacudió la cabeza para despabilarse.
— Lo siento. No puedo dejar de pensar en el millón y pico de kilómetros adicionales que tendremos que recorrer.
— Tal vez consigamos utilizar la red general de transporte, el pequeño acelerador lineal situado en lo alto del muro exterior.
— Ni lo sueñes. Lo más probable es que no funcione. La civilización tiende a expandirse, siempre que para ello cuente con un sistema de transporte adecuado. Y aun suponiendo que funcionara, nuestra ruta no nos conduce a ningún tubo de ascensor.
— Tienes razón — asintió el kzin —. Ya lo estuve buscando.
La nave ya había aterrizado en la pantalla rectangular. Camiones volantes acercaron un tubo articulado a la compuesta principal. Los pasajeros comenzaron a llenar el tubo.
— ¿Quieres que cambiemos de ruta?
— No podemos hacer eso. El espaciopuerto sigue representando nuestra mejor oportunidad.
— ¿Estás seguro?
— ¡Claro, nej! Por grande que sea, el Mundo Anillo sigue siendo una colonia. Y en los mundos coloniales la civilización se concentra siempre en torno al espaciopuerto.
— Ello se debe a que las naves procedentes del mundo metropolitano suelen traer noticias de las últimas innovaciones tecnológicas. Sin embargo, partimos de la base de que los anillícolas abandonaron su mundo originario.
— Pero aún pueden seguir llegando naves — insistió Luis con obstinación —. ¡Procedentes de los mundos abandonados! ¡Tras siglos de viaje! Las naves dragadoras están sometidas a la relatividad, a la dilatación del tiempo.
— Confías hallar a viejos cosmonautas intentando enseñar las antiguas técnicas a unos salvajes que las han olvidado. Y tal vez no te equivoques — dijo Interlocutor —. Pero esta estructura no me inspira confianza, y el espaciopuerto está muy lejos. ¿Deseas ver alguna otra cosa en el mapa?
De pronto, Luis preguntó:
— ¿Qué distancia hemos recorrido desde que abandonamos el «Embustero»?
— Como te dije, no he podido localizar el cráter producido por nuestro impacto. Puedes hacer un cálculo tan aproximado como yo. Pero lo que sí puedo decirte es lo que nos queda por recorrer. Desde el castillo hasta el borde del anillo hay aproximadamente trescientos mil kilómetros.
— Un buen trecho… Pero tendrías que haber localizado la montaña gigante. El Puño-de-Dios. Fuimos a caer prácticamente junto a su ladera.
— No la localizo.
— Esto no me gusta. Interlocutor, ¿crees que podríamos habernos desviado de nuestra ruta? Tendrías que haber encontrado el Puño-de-Dios simplemente retrocediendo hacia estribor desde el castillo.
— No he logrado localizarlo — dijo Interlocutor con cierto tono de fatalidad en la voz —. ¿Deseas ver algo más? Por ejemplo, hay zonas veladas. Probablemente sólo sea debido a que la película esté gastada, pero me pregunto si no ocultarán regiones del Mundo Anillo que eran consideradas secretas.
— Para comprobarlo sería preciso visitarlas personalmente.
De pronto, Interlocutor se volvió hacia la doble puerta, con las orejas extendidas como abanicos. Rápidamente se puso de cuatro patas y saltó.
Luis parpadeó. ¿Qué podía haber provocado esa reacción? Y entonces lo oyó…
Pese a su vetustez, la maquinaria del castillo había resultado extraordinariamente silenciosa. Pero ahora se oía un agudo zumbido al otro lado de la puerta.
Interlocutor había desaparecido. Luis empuñó su linterna de rayos laser y le siguió con cautela.
Encontró al kzin en lo alto de la escalera. Bajó el arma; y ambos contemplaron a Teela que subía transportada por la escalera móvil.
— Sirven para subir, pero no para bajar — les explicó Teela —.
El tramo que va del sexto piso al séptimo, no funciona en absoluto.
Luis preguntó:
— ¿Cómo se ponen en marcha?
— Basta apoyarse en la barandilla y dar un ligero empujón. Ello asegura que sólo empiecen a funcionar cuando la persona está bien agarrada. Es más seguro. Lo he descubierto por casualidad.
— No me sorprende. He subido diez tramos de escaleras. ¿Cuántos tuviste que subir tú esta mañana antes de descubrir el mecanismo?
— Ninguno. Cuando subía a desayunar, tropecé en el primer escalón y me agarré a la barandilla.
— Perfecto. No podía fal ar.
Teela le miró ofendida.
— No tengo la culpa de que tú… Lo siento. ¿Has desayunado?
— No. He estado contemplando los movimientos de la gente debajo del castillo. ¿Sabías que hay una plaza pública justo debajo de este edificio?
Interlocutor abrió mucho las orejas:
— ¿En serio? ¿Y no está abandonada?
— No. Toda la mañana ha estado llegando gente procedente de todas direcciones. Ya debe de haber varios centenares de personas. — Les lanzó la más cándida de sus sonrisas — Y están cantando.
Todos los pasillos del castillo se ensanchaban de trecho en trecho. Cada una de esas alcobas estaba alfombrada y amueblada con divanes y mesas. Todo parecía indicar el deseo de que cualquier grupo de paseantes pudiera detenerse a comer donde mejor le placiera. En uno de esos rincones-comedor, cerca del «sótano» del castillo, había un gran ventanal doblado en ángulo recto, de modo que la mitad era pared y la otra mitad techo.
Luis jadeaba un poco después de bajar diez tramos de escaleras. La mesa que ocupaba esa zona le dejó fascinado. La superficie parecía… labrada; pero los contornos estaban modelados y situados de forma que simulasen platos de sopa, o de ensalada o de pan o de entrante, o también salvamanteles para colocar los vasos. Décadas o siglos de uso habían ido manchando el duro material blanco.
— No hacía falta usar platos — sugirió Luis —. Se podía servir la comida directamente en las depresiones y luego se fregaba la mesa.
No parecía muy higiénico, pero…
— Seguramente no se trajeron moscas ni mosquitos ni lobos. ¿Por qué iban a traerse bacterias?
— Colonias — se respondió a sí mismo —. Para la digestión. Y bastaría que una de ellas sufriera una mutación, se tornase perjudicial…
Y ya nadie estaría inmunizado contra nada a esas alturas. ¿Habría muerto así la civilización del Mundo Anillo? Cualquier civilización precisa un número mínimo de habitantes para su supervivencia.
Teela e Interlocutor no le prestaban la menor atención. Se habían arrodillado en la repisa de la ventana y estaban mirando hacia abajo. Luis se les reunió.
— Siguen ahí — anunció Teela. Y ahí estaban. Luis adivinó las miradas de un mil ar de personas. Y habían dejado de cantar.
— No es posible que sepan que estamos aquí — dijo.
— Tal vez estén adorando el edificio — sugirió Interlocutor.
— Aun así, no es probable que lo hagan todos los días. Estamos demasiado lejos de las afueras de la ciudad.
— Tal vez sea un día especial, el día santificado.
— También podría ser que anoche ocurriera algo — sugirió Teela —. Algo especial, como nuestra aparición, si es que alguien consiguió vernos a pesar de todo. O como eso. — Y extendió el índice.
— A mí también me ha extrañado — dijo Interlocutor —. ¿Lleva mucho rato cayendo?
— Al menos desde que yo me he despertado. Parece l uvia, o un nuevo tipo de nieve. Alambre de las pantallas cuadradas, kilómetros de alambre. ¿Por qué crees que habrá caído aquí?
Luis recordó los diez millones de kilómetros que mediaban entre una pantalla y otra. Pensó en la posibilidad de que todo un tramo de diez millones de kilómetros se hubiera desprendido a causa del impacto del «Embustero», y hubiera caído junto con la nave sobre la superficie del Mundo Anillo, siguiendo aproximadamente la misma trayectoria. No era de extrañar que hubieran acabado topándose con un trozo de ese enorme fragmento de alambre.
No estaba de humor para fantasías.
— Pura coincidencia — dijo —. De todos modos, estamos envueltos en él y lo más probable es que empezara a caer anoche. Los nativos ya debían de adorar el castillo antes de nuestra llegada, puesto que flota en el aire.
— Pensemos un poco — comenzó a decir muy lentamente el kzin —. Si los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo se presentasen hoy, descendiendo de este castillo suspendido, el hecho resultaría más lógico que sorprendente. Luis, ¿intentamos el truco de los dioses?
Luis se volvió para contestarle… pero no pudo. Sólo le quedaba intentar mantener su compostura. Tal vez lo hubiera conseguido, pero Interlocutor ya le había empezado a explicar a Teela:
— Luis pensó que tal vez tuviéramos más éxito con los nativos si fingíamos ser los ingenieros que construyeron el Mundo Anillo. Tú y Luis seríais los acólitos. Nessus debía ser un demonio cautivo; pero creo que nos las arreglaremos sin él. Yo sería más bien dios que ingeniero, una especie de dios de la guerra…
Entonces Teela se puso a reír y Luis no pudo contenerse más.
Con sus casi tres metros de estatura, sus hombros y caderas inhumanamente anchos, el kzin era demasiado grande y estaba demasiado lleno de dientes para no resultar temible, incluso ahora que había quedado pelado a consecuencia de las quemaduras. Su cola de rata había constituido siempre su rasgo menos impresionante. Ahora toda su piel presentaba el mismo color: rosa pálido con una retícula de capilares color lavanda. Sin el pelo que daba consistencia a su cabeza, su orejas parecían desgarbados parasoles de color rosa. La piel anaranjada formaba una especie de máscara de carnaval sobre sus ojos y parecía haberse dejado crecer un almohadón anaranjado ad hoc.
El peligro que suponía reírse de un kzin no hacía más que aumentar su hilaridad. Doblado en dos, apretándose la barriga con los brazos, mientras iba emitiendo silenciosas carcajadas pues no podía respirar, Luis comenzó a retroceder hacia lo que confiaba sería una silla.
Una mano inhumanamente desmesurada le agarró por el hombro y le levantó en el aire. Aún presa de convulsiones histéricas, Luis se encontró mirando al kzin cara a cara.
— Ahora, en serio, Luis, tendrás que justificar tu actitud — oyó que le decía.
— U-u-u-na especie de dios de la guerra — consiguió decir Luis haciendo un enorme esfuerzo, y volvió a explotar. Teela tenía hipo de tanto reír.
El kzin le depositó en el suelo y esperó que se le pasara el ataque.
— La verdad es que no resultas lo suficientemente imponente para hacer de dios — dijo Luis al cabo de algunos minutos —. No hasta que te vuelva a crecer el pelo.
— Si desgarrara algunos humanos con mis manos desnudas, tal vez ello les induciría a respetarme.
— Te respetarían desde lejos, y bien escondidos. De nada nos serviría. No, no tendrás más remedio que esperar a que te crezca el pelo. Y aun entonces, nos faltaría Nessus con su tasp.
— No cuentes con el titerote.
— Pero…
— Te digo que no cuentes con él. ¿Cómo nos las arreglaremos para entrar en contacto con los nativos?
— Tú tendrás que permanecer aquí. A ver si consigues averiguar algo más en la sala de cartografía. Teela y yo… — explicó Luis, y de pronto se dio cuenta —. Teela no ha visto la sala de cartografía.
— ¿Cómo es?
— Quédate aquí y que Interlocutor te la muestre. Bajaré solo. Podéis mantenemos en contacto conmigo a través del disco de comunicación e ir en mi ayuda si hay problemas. Interlocutor, dame tu linterna de rayos laser.
El kzin refunfuñó, pero le entregó la linterna. Aún le quedaba el desintegrador modificado.
Allí suspendido, a más de trescientos metros sobre sus cabezas, oyó como su reverente silencio se trocaba en murmullo de asombro; y comprendió que le habían visto, una mancha brillante que parecía desprenderse de la ventana del castillo. Comenzó a bajar hacia ellos.
El murmullo no cesó. Sólo lo habían contenido. La diferencia resultaba perceptible al oído.
Luego reanudaron los cánticos.
— Arrastran las notas — había dicho Teela —. No logran mantener el compás. Todo suena igual — había añadido, y Luis había dado rienda suelta a su imaginación. En consecuencia, el cántico le cogió por sorpresa. Era mucho mejor de lo que había esperado.
Supuso que debían de cantar en una escala dodecafónica. La escala de ocho notas de la mayoría de los mundos humanos también era dodecafónica, pero con ciertas diferencias. No era de extrañar que el canto le hubiera parecido monótono a Teela.
Sí, arrastraban las notas. Era música religiosa, lenta, solemne y repetitiva, sin armonía. Pero tenía una cierta grandeza.
La plaza era enorme. Un mil ar de personas constituían una gran multitud tras varias semanas de soledad; pero la plaza habría podido acomodar diez veces ese número. De haber dispuesto de altavoces, ello hubiera podido ayudarles a seguir el compás, pero no había altavoces. Un hombre solitario agitaba los brazos desde lo alto de un pedestal situado en el centro de la plaza. Pero todos tenían la mirada clavada en Luis Wu.
En cualquier caso, la música era hermosa.
Teela era incapaz de captar esa belleza. Sólo conocía la música por las grabaciones y los programas de tride, siempre con la intervención de un sistema de micrófonos. Ese tipo de música podía ser amplificada, rectificada, las voces podían multiplicarse o aumentar su intensidad, descartando los fragmentos fallidos. Teela Brown jamás había oído música en directo.
Luis Wu aún había alcanzado a escucharla. Disminuyó la marcha de la aerocicleta a fin de dar tiempo a sus terminaciones nerviosas para adaptarse a ese ritmo. Recordó las grandes serenatas públicas en los desfiladeros que rodeaban la Ciudad del Impacto, multitudes dos veces más numerosas que la presente, canciones que sonaban de un modo distinto por esa y otras razones; en efecto, entonces Luis Wu también se había unido al coro. Cuando consiguió hacer vibrar la música en su interior, sus oídos se fueron adaptando poco a poco a las notas ligeramente agudas o graves, al conglomerado de voces, a la repetición, a la lenta majestuosidad del himno.
De pronto, tuvo que contenerse pues estaba a punto de unirse al coro. «No es buena idea», pensó, y dejó planear su aerocicleta hacia la plaza.
El pedestal situado en el centro de la plaza había servido antaño de soporte a una estatua. Luis identificó las huellas de los pies, muy semejantes a las humanas y de más de un metro de longitud cada una; indicaban el lugar donde antes se apoyaba la estatua. Ahora el pedestal acomodaba una especie de altar triangular y un hombre que, de espaldas al altar, agitaba las manos y parecía dirigir el canto de la multitud.
Un destello rosado sobre la túnica gris… Luis imaginó que el hombre debía de llevar una toca, tal vez de seda rosa.
Decidió aterrizar sobre el mismo pedestal. Nada más posarse en él, el director del coro se volvió a mirarle, Y casi le hizo destrozar la aerocicleta.
Lo que Luis había visto era el cráneo sonrosado. Con su rostro tan liso como el de Luis Wu, el hombre destacaba en medio de esa multitud de floridas cabezas doradas y rostros cubiertos de pelo también dorado en los que sólo asomaban los ojos.
Con las manos extendidas y las palmas vueltas hacia abajo, el hombre prolongó la última nota del cántico durante varios segundos. Luego cortó. El ¿sacerdote? se quedó mirando a Luis Wu en medio del repentino silencio.
Era tan alto como él, muy alto para un nativo. Tenía la piel del rostro y el cráneo tan pálida que casi parecía translúcida, como la de los albinos de Lo Conseguimos. Debía haberse afeitado varias horas antes con una navaja poco afilada y comenzaba a asomar el vello, que añadía una nota grisácea a toda la piel, a excepción de los dos círculos en torno a los ojos.
Le habló en son de reproche, o eso le pareció. El disco traductor repitió al instante: «Hace tiempo que os esperábamos».
— No sabíamos que éramos aguardados — dijo Luis con sinceridad. Le faltaba confianza para presentarse personalmente como un dios. Una larga vida le había enseñado lo terriblemente complicado que podía resultar contar toda una serie de mentiras coherentes.
— Tienes pelo en la cabeza — dijo el sacerdote —. Ello hace pensar que tu sangre no es completamente pura.
¡Conque era eso! La raza de los ingenieros debió ser completamente calva; y ese sacerdote debía imitarlos afeitando su tierna piel con una navaja mel ada. O bien… los ingenieros podían haber usado crema depilatoria u otro procedimiento igualmente sencillo, sin más motivo que un capricho de la moda. El sacerdote se parecía mucho al retrato de alambre del salón de banquetes.
— Mi sangre no es asunto de tu incumbencia — dijo Luis, descartando el problema —. Nos dirigimos al extremo del mundo, ¿Puedes darnos alguna información sobre nuestra ruta?
El sacerdote quedó claramente sorprendido.
— ¿Me pedís información a mí? ¿Tú un Constructor?
— No soy un Ingeniero. — Luis tenía la mano preparada sobre la palanca que activaba la envoltura sónica.
Pero el sacerdote sólo pareció aún más desconcertado.
— Entonces, ¿por qué no tienes pelo en la cara? ¿Cómo te las arreglas para volar? ¿Has robado los secretos del Cielo? ¿Qué buscas aquí? ¿Has venido a robarme mi congregación?
Esta última parecía ser la pregunta clave.
— Nos dirigimos al extremo del mundo. Sólo queremos información.
— Sin duda, el Cielo podrá responder a vuestras preguntas.
— No seas impertinente — dijo Luis sin alterarse.
— ¡Pero si has bajado directamente del Cielo! ¡Yo mismo te he visto!
— ¡Oh, el castillo! Ya lo hemos recorrido, pero no hemos averiguado gran cosa. Por ejemplo, ¿eran realmente lampiños los Ingenieros?
— A veces he pensado que sólo se afeitaban, como yo. Sin embargo, tu barbilla parece naturalmente lampiña.
— Me depilo. — Luis observó el mar de reverentes rostros floridos —. ¿Qué creen ellos? No parecen compartir tus dudas.
— Nos han visto hablar como iguales, en la lengua de los Constructores. Desearía mantener esta impresión, si no te molesta.
El sacerdote adoptó un tono más de complicidad que no hostil.
— ¿Servirá para mejorar tu posición a sus ojos? Supongo que sí — dijo Luis. El sacerdote realmente temía perder a su congregación… como le ocurriría a cualquier sacerdote, si su dios resucitara e intentara ponerse al frente de la misma —. ¿Pueden entender lo que decimos?
— Sólo una palabra de cada diez, como máximo.
De pronto Luis comenzó a lamentar que su disco traductor fuese tan competente. No pudo averiguar si el sacerdote hablaba la lengua de Zignamuclikclik. De haber podido comprobar hasta qué punto se habían ido diferenciando ambas lenguas desde la interrupción de las comunicaciones, hubiera podido deducir la fecha de la destrucción de la civilización.
— ¿Qué castillo es este que llamáis Cielo? — preguntó —. ¿Lo sabes?
— Las leyendas hablan de Zrillir — dijo el sacerdote —; dicen que gobernaba todas las tierras bajo el Cielo. Este pedestal sostenía la estatua de Zrillir, a tamaño natural. Las tierras proporcionaban al Cielo todo tipo de manjares que puedo citarte si quieres, pues solemos aprender sus nombres de memoria; pero ahora ya no se cultivan. ¿Quieres que…?
— No, gracias. ¿Qué sucedió?
La voz del hombre adquirió un tono de cantinela. Debía haber escuchado muchas veces la misma historia, y sin duda la había contado otras tantas…
— El Cielo fue construido cuando los Ingenieros construyeron el mundo y el Arco. El señor del Cielo es también señor de la tierra de uno a otro confín. Conque Zrillir gobernó, durante varias vidas, y cuando algo le disgustaba arrojaba rayos de sol desde el Cielo. Entonces, un día, la gente comenzó a sospechar que Zrillir ya no podía arrojar rayos de sol. Y dejaron de obedecerle. Ya no le enviaban comida. Derribaron la estatua. Cuando los ángeles de Zrillir comenzaron a arrojar piedras desde las alturas, la gente se limitó a esquivarlas y a burlarse. Y entonces, un día, el pueblo intentó construir una escalera hasta el Cielo con el propósito de ocuparlo. Pero Zrillir derrumbó la escalera. Luego, sus ángeles huyeron del Cielo en sus vehículos volantes. Más tarde, la gente comenzó a lamentar la desaparición de Zrillir. El cielo estaba siempre nublado; las cosechas se malograban. Hemos rezado por el regreso de Zrillir…
— ¿Hasta qué punto crees que es exacto todo esto?
— Yo lo hubiera negado todo hasta esta mañana, cuando bajaste volando del Cielo. Me tienes muy inquieto, oh Constructor. Tal vez Zrillir realmente haya decidido regresar y envía un emisario bastardo para eliminar a los falsos sacerdotes.
— Puedo afeitarme la cabeza, si eso te hace sentir mejor.
— No. No es necesario; pregunta lo que quieras.
— ¿Qué puedes decirme de la decadencia de la civilización del Mundo Anillo?
El sacerdote le miró aún más inquieto.
— ¿Va a producirse una decadencia?
Luis suspiró y —por primera vez— se volvió a examinar el altar.
Éste ocupaba el centro del pedestal sobre el cual se alzaba. Era de madera oscura. Su lisa superficie rectangular había sido tallada para representar un mapa en relieve, con colinas y ríos y un solo lago, y dos rebordes vueltos hacia arriba. Los otros dos bordes, los más cortos, servían de base a un arco parabólico dorado.
El dorado del arco había perdido su brillo. Pero del ápice del arco colgaba una pequeña bola dorada, suspendida de un hilo; y ese oro estaba reluciente.
— ¿Está en peligro nuestra civilización? Han ocurrido tantas cosas. El alambre del sol, tu misma aparición… ¿Es alambre del sol? ¿Va a desplomarse el sol sobre nuestras cabezas?
— Lo dudo mucho. ¿Te refieres al alambre que ha estado cayendo toda la mañana?
— Sí. Nuestra doctrina religiosa enseña que el sol cuelga del Arco suspendido por un alambre muy resistente. Este alambre es resistente. Lo hemos comprobado — dijo el sacerdote —. Una muchacha intentó cogerlo y deshacer un nudo, y le cortó los dedos.
Luis asintió.
— Nada caerá — le aseguró.
Y para sus adentros pensó: «Ni siquiera las pantallas opacas. Aunque se rompieran todos los cables, las pantallas no caerían sobre el Mundo Anillo». Sin duda los Ingenieros debieron de dotarlas de un afelio orbital situado en el propio Anillo.
— ¿Sabes algo del sistema de transporte de los bordes exteriores? — preguntó luego, sin demasiadas esperanzas. Y en el acto comprendió que algo no marchaba. Había descubierto algo, alguna señal de desastre; ¿pero qué?
— ¿Te importaría repetir la última pregunta? — dijo el sacerdote.
Luis así lo hizo.
— Tú aparato que habla dijo algo distinto la primera vez. Algo sobre no sé qué restringido.
— Es curioso — comentó Luis. Y entonces lo oyó. El traductor hablaba en un tono de voz distinto y soltó una larga parrafada…
— Estáis usando una longitud de onda restringida, contraviniendo…, no recuerdo lo que venía a continuación — dijo el sacerdote —. Más vale que demos por terminada esta entrevista. Debes de haber despertado algo antiguo, algo maligno… — El sacerdote se interrumpió para escuchar, pues el traductor de Luis había comenzado a hablar otra vez en la lengua del sacerdote —. «…Contraviniendo el edicto doce, lo cual equivale a una interferencia en el sistema de mantenimiento.» Puedes frenar tus poderes…
El resto de lo que dijo el sacerdote nunca llegó a ser traducido.
De pronto, el disco se tornó incandescente en la mano de Luis. De inmediato lo arrojó con fuerza lo más lejos que pudo.
Estaba al rojo vivo y brillaba con un resplandor cegador cuando fue a estrellarse contra el pavimento… sin herir a nadie, o eso le pareció. Entonces sintió el efecto retardado del dolor, y las lágrimas le nublaron los ojos.
Aún logró distinguir al sacerdote que le despedía con una inclinación de cabeza, muy formal y majestuosa.
Le devolvió el saludo, con el rostro igualmente impávido. En ningún momento había bajado de la aerocicleta; conque apretó el botón y se elevó hacia el Cielo.
Cuando tuvo la certeza de que ya no podían ver su rostro, lo dejó invadir por el dolor y profirió una interjección que había oído una vez en Wunderland, en boca de un hombre que había dejado caer un objeto de cristal de Steuben de más de mil años de antigüedad.