12. El Puño-de-Dios

Habían aterrizado en una zona despoblada rodeada de bajas colinas. Ahora que las colinas ocultaban el falso horizonte y la luz del día hacía invisible el Arco, nada diferenciaba el lugar de un paisaje de cualquier mundo humano. La hierba no era exactamente hierba, pero era verde y formaba una alfombra sobre aquellas partes que deberían estar cubiertas de hierba. Había tierra y rocas, y arbustos con verdes hojas y nudosidades prácticamente en el lugar justo.

La vegetación, como ya había señalado Luis, tenía un inquietante parecido con la de la Tierra. Había matorrales donde uno esperaba encontrar matorrales, y zonas desnudas justo donde uno esperaba hallarlas. Los instrumentos de sus aerocicletas indicaban que las plantas eran semejantes a las terrestres incluso a nivel molecular. Del mismo modo como Luis e Interlocutor poseían algún remoto antepasado unicelular común, los árboles de este mundo también podían considerarse emparentados con ambos.

Había una planta muy idónea para la construcción de setos vivos. Tenía el tallo leñoso y crecía con una inclinación de cuarenta Y cinco grados, a cierta altura le brotaba un manojo de hojas, luego crecía hacia abajo con el mismo ángulo, al l egar al suelo echaba raíces, luego volvía a subir con una inclinación de cuarenta y cinco grados… Luis había visto una planta parecida en Gumi-nidgy; pero aquí la hilera de triángulos era de color de corteza con hojas de un verde reluciente, los colores de la vida terrestre. Luis la denominó planta acodada.

Nessus había comenzado a explorar el pequeño bosque y recogía plantas e insectos para analizarlos en el minilaboratorio de su vehículo. Llevaba su traje de supervivencia, un globo transparente con tres botas y dos guantes-bozal. Nada del Mundo Anillo podría atacarle sin atravesar antes esa barrera: ni un animal de presa, ni un insecto, ni un granito de polen, ni una espora micótica, ni una molécula vírica.

Teela Brown seguía montada en su aerocicleta con sus largas y delicadas manos suavemente apoyadas sobre los mandos. Tenía las comisuras de la boca ligeramente levantadas. Permanecía erguida como para hacer frente a la aceleración de la aerocicleta, relajada pero alerta, y toda su silueta quedaba perfectamente dibujada, como si estuviera posando para un estudio de figura. Sus verdes ojos parecían traspasar a Luis Wu y la barrera de bajas colinas, y continuaban como fijos en el infinito del horizonte abstracto del Mundo Anillo.

— No lo entiendo — dijo Interlocutor —. ¿Qué le ocurre exactamente? No está dormida, sin embargo parece curiosamente incapaz de reaccionar.

— Hipnosis de la carretera — dijo Luis Wu —. Saldrá del trance por sí sola.

— ¿No corre peligro?

— Aquí no. Temía que pudiera caer de su aerocicleta o hacer alguna tontería con los mandos. En tierra firme está bastante segura.

— Pero, ¿por qué nos mira con tanta indiferencia?

Luis intentó explicárselo.

En el cinturón de asteroides de Sol, los hombres pasaban la mitad de su vida conduciendo naves individuales entre las rocas.

Se servían de las estrellas para orientarse. Los mineros del cinturón de asteroides pasaban horas seguidas mirando las luces del cielo: los brillantes y fugaces arcos que forman las naves individuales con sus motores de fusión, las lentas luces flotantes de los asteroides más próximos y los puntos fijos de las estrellas y las galaxias.

El espíritu de esos hombres puede extraviarse entre las estrellas blancas. Horas más tarde, alguno advierte que su cuerpo ha seguido guiando su nave automáticamente, mientras su mente vagaba por zonas que sería incapaz de recordar. Este estado es conocido como la mirada perdida entre los mineros. Puede ser peligroso. A veces, el espíritu ya nunca más regresa al cuerpo.

En la gran meseta lisa del monte Lookitthat, uno puede asomarse a la ladera que da sobre el vacío y mirar al infinito, ahí en el fondo. La montaña tiene sólo sesenta y cinco kilómetros de altitud; pero el ojo humano puede l egar a ver el infinito en la sólida bruma que oculta la base de la montaña.

La bruma que flota en el vacío es blanca, informe y uniforme. Se extiende sin solución de continuidad desde la ladera aflautada de la montaña hasta el horizonte del mundo. Es un vacío capaz de apoderarse de la mente humana y atraparla en sus redes, mientras la persona permanece paralizada y estasiada al borde de la eternidad hasta que alguien se la lleva de allí. Lo llaman trance de la Meseta.

El horizonte del Mundo Anillo también…

— Pero todo es mera autohipnosis — dijo Luis. Miró a la muchacha directamente a los ojos. Teela se agitó incómoda —. Probablemente podría hacerla salir del trance, pero, ¿para qué correr el riesgo? Más vale que siga durmiendo.

— No comprendo la hipnosis — dijo Interlocutor-de-Animales —. Me han explicado lo que es, pero es algo que escapa a mi comprensión.

Luis hizo un gesto de asentimiento:

— No me extraña. Los kzinti no serían buenos sujetos hipnóticos. Y, pensándolo bien, los titerotes tampoco servirían.

Nessus había interrumpido su búsqueda de muestras de vida desconocida y se había unido calladamente a los demás.

— Podemos estudiar lo que no comprendemos — dijo el titerote —. Sabemos que el hombre posee una cierta inclinación a rehuir las decisiones. Una parte del hombre ansía que alguien le diga lo que debe hacer. Un buen sujeto hipnótico es una persona confiada con bastante capacidad de concentración. Su acto de sumisión al hipnotizador marca el inicio de la hipnosis.

— Pero, ¿qué es la hipnosis?

— Un estado de monomanía inducida.

— ¿Y cómo se explica que un sujeto entre en ese estado?

Nessus parecía ignorar la respuesta.

Luis dijo:

— Porque confía en el hipnotizador.

Interlocutor meneó la cabeza Y se apartó del grupo.

— Es una insensatez confiar así en otra persona. Confieso que no comprendo la hipnosis — dijo Nessus —. ¿Y tú, Luis?

— No del todo.

— Es un consuelo saberlo — dijo el titerote, Y se quedó un momento con un ojo fijo en el otro, como un par de pitones, inspeccionándose mutuamente. ¡No podría confiar en alguien que comprendiese un proceder insensato!

— ¿Has descubierto algo sobre las plantas del Mundo Anillo?

— Se asemejan mucho a las formas de vida existentes en la Tierra, tal como ya os había adelantado. Sin embargo, algunas formas parecen más especializadas de lo que cabría esperar.

— ¿Más evolucionadas, querrás decir?

— Tal vez sea eso. También cabe la posibilidad de que todo se deba a que aquí, en el Mundo Anillo, una forma especializada dispone de más espacio para crecer, incluso en el marco de su medio ambiente limitado. Lo más importante es que las plantas y los insectos son lo suficientemente parecidos a los vuestros como para que exista el riesgo de ser atacados por ellos.

— ¿Y viceversa?

— Oh, sí. Algunas formas son comestibles para mí, otras serán del agrado de tu estómago. Tendrás que analizarlas una a una, primero por si contienen venenos, luego en lo que respecta a su sabor. Pero todas las plantas que encontremos servirán perfectamente para la cocinilla de tu aerocicleta.

— Al menos no nos moriremos de hambre.

— Esta sola ventaja difícilmente puede compensar los múltiples peligros. ¡Si a nuestros ingenieros se les hubiera ocurrido equipar el «Embustero» con un señuelo para atraer vástagos de estrellas! Habría sido del todo innecesario emprender esta excursión.

— ¿Un señuelo para atraer vástagos de estrellas?

— Un mecanismo simple, inventado hace milenios. Estimula la emisión de señales electromagnéticas por el sol local y estas señales atraen a los vástagos de las estrellas. Si dispusiéramos de este artefacto, podríamos atraer un vástago hasta esta estrella y luego comunicar nuestra situación a cualquier nave Forastera que lo siguiera hasta aquí.

— Pero los vástagos de las estrellas se desplazan a una velocidad muy inferior a la lumínica. ¡Podría tardar años en llegar!

— ¡Pero, Luis! Aunque tuviéramos que esperar, ¡no nos habríamos visto obligados a abandonar la seguridad de la nave!

— ¿Y eso te parece vida? — le espetó Luis. Y se volvió hacia Interlocutor que le devolvió la mirada con gesto de complicidad. Interlocutor-de-Animales se había agazapado en el suelo a cierta distancia de ellos. También tenía los ojos fijos en él y sonreía como el gato de Alicia en el País de las Maravillas. Intercambiaron una larga mirada; luego el kzin se levantó con aparente calma, dio un salto y desapareció entre los matorrales desconocidos.

Luis le dio la espalda. Intuitivamente, comprendió que algo importante había ocurrido. ¿Pero qué? ¿Y por qué? Se encogió de hombros.

Teela continuaba montada en su aerocicleta, muy erguida como para hacer frente a la aceleración… tal como si aún estuviera en el aire. Luis recordó las escasas ocasiones en que había sido hipnotizado por un terapeuta. Todo le había parecido una gran comedia. Mientras se abandonaba a la agradable falta de responsabilidad, no había olvidado ni un instante que todo era sólo un juego entre él y el hipnotizador. Podía salir de ese estado cuando quisiera. Pero por alguna razón nadie lo hacía.

Los ojos de Teela recuperaron repentinamente su brillo. Sacudió la cabeza, se volvió y les vio.

— ¡Luis! ¿Cómo hemos aterrizado?

— Como de costumbre.

— Ayúdame a bajar.

Extendió los brazos como un niño que se ha encaramado a una pared demasiado alta para él. Luis la cogió por la cintura y la bajó de la aerocicleta. El contacto con su cuerpo le provocó un estremecimiento en la espina dorsal y una oleada de calor invadió su vientre y su plexo solar. Dejó las manos donde estaban.

— Sólo recuerdo que volábamos a más de mil metros de altura — dijo Teela.

— En adelante procura no mirar el horizonte.

— ¿Qué me ha ocurrido, me he quedado dormida al volante? — Rió y meneó la cabeza y toda su cabellera se convirtió en una esponjosa nube negra —. ¡Y os habéis l evado un susto! Lo siento, Luis. ¿Dónde está Interlocutor?

— Salió corriendo detrás de un conejo — dijo Luis —. ¿Qué te parece si hacemos un poco de ejercicio?

— ¿Te gustaría dar un paseo por el bosque?

— Buena idea. — La miró en los ojos y comprendió que había adivinado sus pensamientos. Hurgó en el portaequipajes de su aerocicleta y sacó una manta —. Listos.

— Me dejáis perplejo — dijo Nessus —. Ninguna especie racional copula con tanta frecuencia. En fin, que lo paséis bien. Fijaos dónde os sentáis. Recordad que está lleno de seres vivos desconocidos.


— ¿Sabías que hubo un tiempo en que desnudo quería decir desprotegido? — dijo Luis.

En efecto, con las ropas, le parecía haberse despojado también de la seguridad. El Mundo Anillo poseía una activa biosfera, impregnada, sin duda, de bichos y bacterias y seres con dientes adaptados para comer carne protoplasmática.

— No — dijo Teela. Se tendió desnuda sobre la manta y extendió los brazos hacia el sol de mediodía —. Me gusta. ¿Sabes que es la primera vez que te veo desnudo a pleno sol?

— Lo mismo digo. Y puedo añadir que te veo estupenda. Mira, voy a mostrarte una cosa. — Se llevó una mano al pecho lampiño —. Nej…

— No veo nada.

— Ha desaparecido. Eso es lo malo del extracto regenerador. Suprime los recuerdos. Las cicatrices desaparecen y, con el tiempo… — Trazó una línea sobre su pecho, pero bajo la yema del dedo no había nada —. Un predador de Gummidgy me arrancó un buen pedazo, desde el hombro hasta el ombligo, el tajo tenía diez centímetros de ancho por uno de profundidad. Un paso más y me parte en dos. Por suerte, decidió tragarse primero lo que ya había conseguido arrancarme. Debo de haber resultado un veneno mortal para él, pues soltó un chillido y murió hecho una bola. Ahora no queda nada. Ni una pequeña señal.

— Pobre Luis. Bueno, yo tampoco tengo cicatrices.

— Pero tú eres una anomalía estadística y además sólo tienes veinte años.

— Oh.

— Mmm… Qué suave eres.

— ¿Otros recuerdos esfumados?

— Una vez tuve un accidente con un rayo excavador… — Fue guiando su mano.

Luis se tendió de espaldas y Teela montó a horcajadas sobre sus caderas. Se quedaron mirando un largo, intenso, irresistible momento y al fin iniciaron el movimiento.

En medio del resplandor de un orgasmo en formación, una mujer parece encendida de gloria angélica…

Algo del tamaño de un conejo apareció entre los árboles, saltó sobre el torso de Luis y desapareció entre la maleza. Al cabo de un segundo apareció la figura de Interlocutor-de-Animales.

— Lo siento — dijo el kzin, y se marchó olfateando el rastro.


Cuando se reunieron otra vez junto a las aerocicletas, Interlocutor tenía manchado de rojo todo el pelo en torno a la boca:

— Es la primera vez que cazo mi comida sin más armas que mis propios dientes y garras — proclamó con serena satisfacción.

Sin embargo, siguió el consejo de Nessus y se tomó una pastilla antialérgica.

— Tendríamos que hablar de los nativos — dijo Nessus.

Teela le miró sobresaltada:

— ¿Nativos?

Luis le explicó lo ocurrido.

— Pero, ¿por qué huimos? No nos hubieran hecho daño. ¿Eran realmente humanos?

Luis respondió a su última pregunta, porque era una cuestión que le tenía preocupado:

— No veo cómo podrían serlo. ¿Qué pueden estar haciendo unos seres humanos en un lugar tan apartado del espacio humano?

— Sin embargo, no cabe la menor duda de que lo son — le interrumpió Interlocutor —. Debes dar crédito a tus sentidos, Luis. Tal vez su raza difiera de la tuya. Pero son humanos.

— ¿Por qué estás tan seguro?

— Puedo olerlos, Luis. Su olor me llenó las narices en cuanto desconectamos la envoltura sónica. A lo lejos, muy dispersos, hay una vasta multitud de seres humanos. Puedes confiar en mi olfato, Luis.

Luis se rindió ante esa evidencia. Los kzinti tenían olfato de carnívoro predador.

— ¿Evolución paralela? — sugirió.

— Tonterías — dijo Nessus.

— Tienes razón. — La figura humana era adecuada para un constructor de herramientas, pero no más que muchísimas otras posibles formas. Los cerebros podían ir acoplados a todo tipo de cuerpos.

— Estamos perdiendo el tiempo — dijo Interlocutor-de-Animales —. El problema no es cómo llegaron aquí los hombres, sino más bien cómo establecer el primer contacto. Para nosotros, cada contacto será un primer contacto.

Tenía razón, como pronto reconoció Luis. Las aerocicletas se desplazaban a mayor velocidad que cualquier servicio de transmisión de información que pudieran poseer los nativos. A menos que contaran con un telégrafo de señales…

— Necesitamos conocer las reacciones de los seres humanos en estado salvaje. ¿Luis? ¿Teela?

— Tengo algunos conocimientos de antropología — declaró Luis.

— Entonces, serás nuestro portavoz cuando entremos en contacto con ellos. Confiemos en que el piloto automático sepa darnos una traducción correcta. Estableceremos contacto con los primeros humanos que encontremos.

Casi acababan de despegar, o así lo parecía, cuando la selva dio paso a una cuadrícula de campos cultivados. Segundos después, Teela avistaba la ciudad.

Recordaba algunas ciudades terrestres de épocas pasadas. Había muchísimos edificios de unos cuantos pisos agrupados uno junto a otro en una masa continua. Unas cuantas torres más altas y estrechas se alzaban por encima de esta masa, y estas torres estaban unidas por rampas para transportes terrestres: lo cual, desde luego, no entraba dentro de las características de una ciudad terrestre. En aquella época, las ciudades de la Tierra habían optado por el uso de helicópteros.

— Tal vez aquí acabe nuestra búsqueda — sugirió Interlocutor esperanzado.

— Apostaría a que está deshabitado — dijo Luis.

Era simple intuición, pero estaba en lo cierto. Pudieron comprobarlo cuando sobrevolaron la ciudad.

En su momento debió de haber sido una urbe de gran belleza. Estaba provista de un detal e que hubiera despertado la envidia de cualquier ciudad del espacio conocido. Muchos edificios no se apoyaban sobre tierra, sino que flotaban en el aire, y se comunicaban con el suelo y con los demás edificios a través de rampas y torres elevadoras. Sin las limitaciones de la gravedad, sin condicionamientos verticales y horizontales, estos castillos flotantes de ensueño habían sido construidos en todo tipo de formas y en tamaños muy diversos.

Las cuatro aerocicletas sobrevolaron las ruinas de estas construcciones. El derrumbamiento de los edificios flotantes había arrasado los edificios más bajos y toda la ciudad estaba convertida en un gran montón de ladrillos y vidrios rotos y cemento desmenuzado y acero retorcido, rampas agrietadas y torres elevadoras aún en pie.

Luis volvió a pensar en los nativos.

— Deben haberse derrumbado todos al mismo tiempo — dijo Nessus —. No veo señales que indiquen algún intento de repararlos. Una avería en el suministro de energía, sin duda. Interlocutor, ¿crees que los kzinti construirían tan a la ligera?

— No nos gustan demasiado las alturas. Pero los humanos serían capaces de ello si no le tuvieran tanto apego a la vida.

— Extracto regenerador — exclamó Luis —. Esa es la respuesta. No conocían el extracto regenerador.

— Sí, ello puede haberles hecho más imprudentes. Tendrían menos tiempo de vida que proteger — aventuró el titerote —. Mala señal, ¿no os parece? Si se preocupan menos de sus propias vidas, también darán menos importancia a las nuestras.

— Te estás creando preocupaciones innecesarias.

— Pronto lo sabremos. Interlocutor, ¿ves ese edificio alto de color crema, con las ventanas rotas…?

Lo sobrevolaron cuando el titerote hacía esa observación. Luis, que en esos momentos conducía las aerocicletas, dio otra vuelta para verlo mejor.

— Tenía razón. ¿Has visto, Interlocutor? Humo.


El edificio era una columna artísticamente retorcida y repujada, de unos veinte pisos. Las ventanas formaban hileras de óvalos negros. En la planta baja, la mayoría habían sido tapiadas. Por las pocas que permanecían abiertas se esparcía un tenue humo gris.

La torre estaba medio hundida en un grupo de casas de uno y dos pisos. Toda una hilera de estas casas había quedado aplastada bajo el impacto de un cilindro rodante que debió de caer del cielo. Pero el rodillo destructor se había desintegrado en un montón de cascajos de cemento antes de llegar a esa torre en particular.

Detrás de la torre acababa la ciudad. Más allá se divisaban sólo rectángulos de sembrados. Figuras humanoides fueron llegando a toda prisa de los campos mientras las aerocicletas planeaban hasta el suelo.

Edificios que parecían incólumes desde el aire, resultaban evidentes ruinas vistos a la altura de los tejados. No quedaba nada intacto. La avería del suministro de energía y sus subsiguientes consecuencias debían de haberse producido varias generaciones atrás. Luego, la ciudad había sufrido pillajes, lluvias, todas las diversas corrosiones causadas por formas de vida inferiores, la oxidación de los metales, y algo más. Un hecho que en el pasado prehistórico de la Tierra había dejado unos montículos que serían tema de especulación para los arqueólogos de épocas posteriores.

Los habitantes de la ciudad no la habían restaurado después del desastre. Pero tampoco se habían marchado a otro lugar. Habían continuado viviendo entre las ruinas.

Y a través del tiempo sus desechos se habían ido acumulando a su alrededor.

Desechos. Cajas vacías. Polvo acarreado por el viento. Restos de comida, huesos y cosas comparables a hojas de zanahoria y mazorcas de maíz. Herramientas rotas. Todo se iba acumulando.

La primitiva entrada de la torre ya había quedado sepultada. El nivel del suelo era ya más alto que la puerta. Cuando las aerocicletas se posaron sobre la tierra apisonada, tres metros por encima de una antigua zona de aparcamiento para vehículos terrestres, cinco nativos humanoides salieron con solemne dignidad por una ventana del segundo piso.

Era una ventana de doble hoja que podía acomodar con facilidad tal procesión. El umbral y el dintel estaban decorados con treinta o cuarenta calaveras de aspecto humano. Luis no logró distinguir ningún orden especial en su distribución.

Los cinco se dirigieron hacia las aerocicletas. Cuando estuvieron cerca titubearon un momento; sin duda, intentaban decidir quién sería el jefe. Esos nativos también tenían aspecto humano, aunque no del todo. Era evidente que no pertenecían a ninguna raza humana conocida.

Los cinco eran al menos quince centímetros más bajos que Luis Wu. Los fragmentos visibles de su piel tenían un tinte muy pálido, casi fantasmagórico en comparación con el sonrosado nórdico de Teela o el tostado-amarillento más oscuro de Luis. Sus torsos resultaban cortos en proporción a las piernas, más bien largas. Todos caminaban con los brazos doblados en la misma posición; y tenían unos dedos extraordinariamente largos y flexibles, que hubieran hecho de ellos cirujanos natos en los tiempos en que los hombres aún practicaban la cirugía.

Su pelo era aún más extraordinario que sus manos. Todos los signatarios lo tenían de la misma tonalidad rubio ceniciento. Llevaban el cabello y las barbas bien peinados pero no parecían cortárselos.

Huelga decir que todos tenían idéntico aspecto.

— ¡Qué peludos son!, — susurró Teela.

— No os mováis de los vehículos — ordenó Interlocutor en voz baja —. Esperad a que se acerquen. Entonces podréis desmontar. ¿Todos lleváis los discos de comunicación?

Luis se había puesto el suyo en la parte interior de la muñeca izquierda. Los discos estaban conectados al piloto automático del «Embustero». Confiaban en que funcionarían a tanta distancia y el «Embustero» sería capaz de traducir cualquier lenguaje desconocido.

Pero la única forma de probar los malditos aparatos era sobre la marcha. Y ahí estaban todas esas calaveras…

Poco a poco, más nativos fueron afluyendo al antiguo aparcamiento. La mayoría se quedaban inmóviles al ver los inicios-de-confrontación y pronto la muchedumbre formó un amplio círculo bastante apartado de la zona donde se desarrollaba la acción. Una multitud normal hubiera zumbado llena de murmullos de especulación, apuestas y discusiones. Pero este gentío guardaba un silencio poco natural.

Tal vez la presencia de un auditorio obligó a los dignatarios a tomar una determinación. Decidieron dirigirse a Luis Wu.

Los cinco… en realidad no eran iguales. Tenían distinta estatura. Todos eran delgados, pero uno parecía casi un esqueleto, y otro casi no tenía músculos. Cuatro llevaban unas túnicas informes de un color pardo muy desteñido, mientras que el quinto lucía una túnica de parecido corte ¿cortada de una manta parecida? pero con un borroso estampado rosa.

El más delgado fue quien tomó la palabra. En el dorso de su mano llevaba un tatuaje de un pájaro azul.

Luis le respondió.

El hombre del tatuaje pronunció un breve discurso. Estaban de suerte. El piloto automático necesitaría datos antes de poder empezar a traducir.

Luis le respondió. El hombre del tatuaje volvió a tomar la palabra. Sus cuatro acompañantes continuaban guardando un digno silencio. Y, cosa insólita, otro tanto hizo el auditorio.

Los discos comenzaban a llenarse de palabras y frases…

Más tarde, Luis se maravillaría de que el silencio no le hubiera hecho sospechar algo. Pero la postura de los nativos le engañó. Ahí estaba la masa formando un amplio círculo y los cuatro hombres velludos con sus túnicas, todos de pie, al igual que el hombre de la mano tatuada, que era quien hablaba.

— Esa montaña es el Puño-de-Dios. — Señaló en dirección a estribor —. ¿Por qué? ¿Por qué no, Constructor?

Debía de referirse a la gran montaña, la que habían dejado atrás, cerca de la nave. Ahora la bruma y la distancia la ocultaban por completo.

Luis siguió escuchando y fue descubriendo muchas cosas. El piloto automático era un magnífico traductor. Poco a poco fue perfilándose la situación y lo que apareció fue un poblado agrícola construido sobre las ruinas de lo que antaño fuera una poderosa ciudad…

— Es cierto, Zignamuclikclik ya no es tan grande como solía ser. Sin embargo, aquí tenemos viviendas como jamás seríamos capaces de construir por nuestros propios medios. Aunque a través de algunos techos se vean las estrellas, las plantas bajas resisten aún pequeñas tormentas. Los edificios de la ciudad son fáciles de calentar. Y en tiempo de guerra, su defensa es sencilla; además, no arden con facilidad. Por ello, Constructor, aunque por las mañanas salimos a trabajar en el campo, por la noche regresamos a nuestras moradas en las afueras de Zignamuclikclik. ¿Para qué molestarnos en construir nuevas viviendas si las viejas son mejores?

Dos pavorosos seres de otra raza y dos semi-humanos, sin barba y desusadamente altos; los cuatro montados sobre pájaros de metal sin alas, que decían cosas ininteligibles por la boca y en cambio hablaban claramente a través de unos discos de metal… no era raro que los nativos les hubiesen tomado por los constructores del Mundo Anillo. Luis no intentó rectificar esa impresión. Explicar su origen hubiera requerido días; y el grupo había venido a aprender cosas, no a enseñarlas.

— Esta torre, Constructor, es nuestra sede de gobierno. Desde aquí gobernamos a más de mil personas. Jamás hubiéramos conseguido construir mejor palacio que esta torre. Hemos tapiado los pisos superiores, para que la parte habitada se conserve más caliente. Una vez conseguimos defender la torre de unos atacantes arrojándoles escombros desde los pisos superiores. Recuerdo que el problema más grave fue nuestro temor a las alturas… Sin embargo, anhelamos el retorno de aquellos maravillosos tiempos en que nuestra ciudad albergaba a mil millares de personas y los edificios flotaban en el aire. Esperarnos que nos hagáis retornar a aquella época. Dicen que en aquellos maravillosos tiempos, este mismo mundo fue forjado en su forma actual. ¿Os dignaréis confirmarnos si así fue?

— Así fue, sin duda — dijo Luis.

— ¿Y retornarán aquellos tiempos?

Luis respondió de un modo que creyó ambiguo. Advirtió el desengaño del otro, o al menos lo adivinó.

No era fácil leer la expresión del hombre velludo. Los gestos constituyen todo un lenguaje; y los gestos del dignatario no correspondían a los de ninguna cultura terrestre. Apretados rizos color platino cubrían todo su rostro, a excepción de los ojos, que eran castaños y de dulce mirada. Pero los ojos no son muy expresivos, contrariamente a lo que suele creerse.

Su voz sonaba casi como un cántico, como un recital de poesía. El piloto automático iba traduciendo las palabras de Luis en una cantinela parecida, aunque a él le hablaba en tono normal. Luis podía oír los discos de traducción de los demás, silbando suavemente en Titerote o gruñendo por lo bajo en la Lengua del Héroe.

Luis empezó a hacer preguntas…

— No, Constructor, no somos un pueblo sanguinario. Raras veces hacemos la guerra. ¿Las calaveras? Toda Zignamuclikclik está llena de ellas. La leyenda dice que están ahí desde el derrumbamiento de la ciudad. Las usamos como decoración y por su significado simbólico.

El dignatario levantó solemnemente la mano, con el dorso vuelto hacia Luis, y le dejó ver el tatuaje del pájaro.

Todos los allí reunidos gritaron.

Era la primera vez que se oía algo en otra boca que no fuese la del dignatario.

A Luis se le había escapado algún detalle, y era consciente de ello. Por desgracia, no tuvo tiempo de prestarle mayor atención al problema.

— Mostradnos un milagro — dijo el dignatario —. No dudamos de vuestro poder. Pero tal vez nunca volváis por aquí. Nos gustaría guardar un recuerdo para poder transmitírselo a nuestros hijos.

Luis reflexionó un momento. Ya habían volado como pájaros; ese truco no les impresionaría por segunda vez. ¿Y un poco de maná salido de las ranuras de la cocina automática? Pero incluso los humanos terrestres diferían en cuanto a su tolerancia de ciertos alimentos. La distinción entre comida y porquería era una cuestión eminentemente cultural. Algunos comían langostas con miel, otros caracoles asados; el queso apreciado por un hombre era leche podrida para otro. Mejor no arriesgarse. ¿Y la linterna de rayos laser?

Luis hurgó en el portaequipajes de su aerocicleta, justo en el momento en que el borde de una pantalla cuadrada comenzaba a rozar el sol. La demostración resultaría aún más espectacular en la oscuridad.

Con el foco muy abierto y a escasa intensidad, Luis proyecto la luz sobre el dignatario, primero, y luego sobre sus cuatro adláteres, para enfocarla finalmente sobre la masa. Nadie pareció impresionarse. Luis intentó ocultar su frustración y apuntó la linterna hacia arriba.

La figurilla que había escogido como blanco se perfiló en el techo de la torre. Parecía una moderna gárgola surrealista. Luis movió el pulgar y la gárgola comenzó a brillar con luz blanco amarillenta. Movió el índice, el rayo se aguzó como un lápiz de verde luz y a la gárgola le apareció un ombligo de un blanco encendido.

Luis se volvió esperando un aplauso.

— Lucháis con luz — dijo el hombre del tatuaje en la mano —.Eso está prohibido.

La multitud gritó y volvió a caer nuevamente en un profundo mutismo.

— No lo sabíamos — dijo Luis —. Pedimos excusas.

— ¿No lo sabíais? ¿Cómo podíais ignorarlo? ¿No fuisteis vosotros los constructores del Arco en memoria de la Alianza con el Hombre?

— ¿Qué arco es ése?

El vello cubría el rostro del hombre, sin embargo su sorpresa era evidente:

— ¡El Arco que se alza sobre el mundo!

Al fin Luis comprendió. Soltó una carcajada.

El hombre le dio un torpe puñetazo en la nariz.

Fue un golpe suave, pues el hombre velludo era delgado y sus manos frágiles. Pero le dolió.

Luis no estaba acostumbrado al dolor. La mayoría de los hombres de su siglo nunca habían sentido ningún dolor más intenso que el de un rasguño en un dedo del pie. La anestesia era demasiado corriente, el auxilio médico muy fácil de conseguir. El dolor de un esquiador al fracturarse una pierna no solía durar más de unos pocos segundos, no minutos, y el recuerdo solía quedar relegado al inconsciente como un trauma intolerable. La práctica de las artes marciales, karate, judo, jujitsu y boxeo, había sido declarada ilegal mucho antes de nacer Luis Wu. Luis hubiera sido un luchador desastroso. Se sentía capaz de hacer frente a la muerte, pero no al dolor.

El golpe le hizo daño. Luis gritó y dejó caer su linterna de rayos laser.

El gentío comenzó a agolparse. Doscientos hombres velludos enfurecidos se transformaron en mil demonios; y las cosas comenzaron a resultar menos graciosas de lo que fueron unos momentos antes.

El dignatario delgado como una caña había agarrado a Luis Wu con ambos brazos y empezaba a ahogarle en un histérico apretón. Luis, también presa de la histeria, se zafó de él con un frenético tirón. Montó en la aerocicleta, y ya tenía la mano en la palanca de despegue cuando se impuso la razón.

Las demás aerocicletas estaban acopladas al la suya. Si él despegaba, los demás vehículos también despegaran, con o sin sus pasajeros.

Luis echó un vistazo a su alrededor.

Teela Brown ya estaba en el aire. Se había quedado contemplando la pelea desde arriba con el ceño fruncido en preocupada expresión. Ni se le había ocurrido que podría intentar ayudarles.

Interlocutor había iniciado una frenética actividad. Ya había derribado media docena de enemigos. Mientras Luis le miraba, el kzin blandió su linterna de rayos laser y destrozó el cráneo de un hombre.

Los hombres velludos formaban un círculo indeciso a su alrededor.


Multitud de manos de largos dedos intentaron derribar a Luis de su vehículo. Estaban a punto de conseguir su propósito cuando a Luis se le ocurrió conectar la envoltura sónica.

Los nativos chillaron al sentirse apartados violentamente. Luis escudriñó el aparcamiento en busca de Nessus.

El titerote estaba intentando llegar hasta su aerocicleta. Armado con una barra de metal procedente de alguna vieja máquina, uno de los nativos le cortó el paso.

Cuando Luis les localizó, el hombre blandía la barra sobre la cabeza del titerote.

Nessus esquivó el golpe. Giró sobre sus piernas delanteras, situándose de espaldas al peligro, pero también en dirección contraria a su aerocicleta.

El reflejo de huida del titerote podría ser su muerte, a menos que Interlocutor o Luis lograran ayudarle a tiempo. Luis abrió la boca para gritar y el titerote completó su movimiento giratorio.

Luis cerró la boca.

El titerote avanzó hacia su aerocicleta. Nadie intentó detenerle. El casco trasero iba dejando huellas ensangrentadas sobre la tierra apisonada.

El círculo de admiradores de Interlocutor seguía fuera de su alcance. El kzin les escupió a los pies —un gesto humano, no kzinti—, dio media vuelta y montó en su aerocicleta. Tenía la linterna de rayos laser ensangrentada hasta el codo.

El nativo que había intentado interponerse en el camino de Nessus yacía en el lugar donde cayera. La sangre iba formando un charco a su alrededor.

Los demás estaban en el aire, Luis se encumbró tras ellos. Desde lejos, logró adivinar las intenciones de Interlocutor y le gritó:

— ¡Alto ahí! No es necesario.

Interlocutor blandía el instrumento excavador modificado:

— ¿Tiene que ser necesario? — dijo.

Pero bajó la mano.

— No lo hagas — le imploró Luis —. Sería una masacre. ¿Qué pueden hacernos ahora? ¿Tirarnos piedras?

— Pueden utilizar tu linterna de rayos laser contra nosotros.

— No pueden. Es tabú.

— Eso dijo el dignatario. ¿Le crees?

— Sí.

Interlocutor guardó el arma. Luis suspiró aliviado; temía que el kzin arrasara la ciudad.

— ¿Cómo debió surgir este tabú? ¿Una guerra atómica?

— O un bandido armado con el último cañón de rayos laser del Mundo Anillo. Es una lástima que no se lo podamos preguntar a nadie.

— Te está sangrando la nariz.

Luis advirtió de pronto unas fuertes punzadas de dolor en la nariz. Acopló su aerocicleta a la de Interlocutor y comenzó a hacerse una cura. Abajo, un gentío enfurecido y desconcertado llenaba los campos cercanos a Zignamuclikclik.

Загрузка...