Capítulo III

— Por su culpa nos vamos a matar los dos — dijo Mikah con el rostro lívido, pero sin alterar el tono de voz.

— Aún no — respondió Jason más optimista —. Lo que sí he dejado fuera de combate son los mandos para que no podamos ir a ninguna otra estrella. Pero aún no se ha demostrado que no podamos tomar tierra en uno de los planetas. Usted mismo vio, que hay uno cuando menos que es susceptible de darnos cobijo.

— Exactamente. Y en él arreglaré los desperfectos habidos y podremos continuar viaje a Cassylia, con lo cual usted no habrá ganado nada.

— Quizá — respondió Jason.

Su voz no expresó el más leve convencimiento de que se llegaran a cumplir los designios de su apresor, ya que no tenía ni más ligera intención de continuar el viaje, pensara lo que pensara Mikah al respecto.

— Ponga su mano sobre la silla — ordenó Mikah.

La argolla sobre el brazo derecho volvió a impedirle todo movimiento.

Mikah se tambaleó al producirse un cambio brusco de dirección en la nave.

— ¿Qué ha sido? — preguntó.

— El control de emergencia. El computador de la nave ha acusado la sensación de que algo drástico está ocurriendo. Quizá podríamos controlar el vuelo con los mandos manuales, pero ya no importa. La nave por sí sola puede llegar a mejores resultados que nosotros mismos. Encontrará el planeta que estamos ansiando, y lo conseguirá con las mayores economías de tiempo y carburante. Cuando entremos en la atmósfera sí que habrá llegado el momento de que se ocupe por usted mismo de encontrar un lugar donde poder apostamos.

— No me creo ni una palabra de lo que está diciendo — respondió Mikah —. Voy a hacerme cargo de los mandos ahora mismo y lanzar un S.O.S. de emergencia. Alguien lo recibirá.

En el momento en que se disponía a llevar a la práctica su decisión, la nave dio un nuevo giro brusco, y todas las luces se apagaron. En la oscuridad, se podían apreciar los chisporroteos y tenues llamas en el interior de los mandos. La presencia de suave espuma les hizo desaparecer, y al cabo de unos momentos el circuito de luz de emergencia entró en funcionamiento, proporcionando un débil resplandor.

— No tenía que haber arrojado el libro de Lull — dijo Jason —. A la nave le ocurrió igual que a mí: que no pudimos digerirlo.

— Es usted irreverente y profano — dijo Mikah entre dientes mientras se acercaba a los mandos —. Quiso matamos a los dos. No tiene respeto ni para su propia vida ni para la mía. Es usted un hombre que merece el peor de los castigos que hayan dictado las leyes.

— Soy un jugador, eso es — rió Jason — y no tan malo como usted quiere significar. Me arriesgo, sí, pero sólo cuando creo que es el momento oportuno. Usted me llevaba a una muerte segura. Y lo peor que me podía ocurrir al estropear los mandos era llegar al mismo resultado. De modo que preferí arriesgarme. Naturalmente las posibilidades de riesgo para usted eran, y lo son, mucho mayores para usted, pero ahora me doy cuenta de que no tomé en consideración ese detalle. Bueno, después de todo, este asunto no fue más que idea suya, por tanto, no le queda más remedio que hacerse responsable de las consecuencias de sus propios actos, y no reprocharme nada a mí por ello.

— Tiene usted razón — repuso Mikah tranquilamente —. Tenía que haber sido más precavido. Y ahora. ¿quiere decirme qué tengo que hacer para salvar nuestras vidas? No funciona ningún mando.

— ¡Ninguno! ¿Ya ha probado el de emergencia? El botón rojo que hay en el cuadro de seguridad.

— Sí, ya lo hice. Tampoco funciona.

Jason se tiró hacia atrás en el asiento, visiblemente contrariado por la respuesta. Al cabo de unos segundos dijo:

— Lea uno de sus libros, Mikah, y busque consuelo en su filosofía. No podemos hacer nada. Ahora todo depende de los computadores, y de los que quede de los circuitos.

— Pero…, ¿no podemos hacer algo, reparar algo?

— ¿Acaso es usted un técnico en naves? Pues yo tampoco, de modo que si metiéramos la mano según donde, quizá hiciéramos más perjuicios que otra cosa.

Dos días de vuelo errante tardaron en alcanzar el planeta. Un cúmulo inmenso de nubes oscurecía la atmósfera. Avanzaban desde el lado donde aún era de noche, y no había ningún detalle visible que les pudiera servir de referencia. Tampoco se divisaba ningún signo de luces.

— Si hubiera ciudades, habríamos visto las luces, ¿verdad? — preguntó Mikah.

— No es condición indispensable. Podría haber tormentas, o quizá se trata de una ciudad cerrada, o tal vez no hay más que océano en este hemisferio.

— O también podría suceder que no hubiera gente ahí — aventuró Mikah —. Y aunque la nave consiga posarse de tal manera que nos deje a salvo, ¿qué importa? Al fin y al cabo quedaremos atrapados para el resto de nuestras vidas en un planeta perdido, en el más remoto confín del universo.

— Por favor, ¡no sea tan optimista! — bromeó Jason —. ¿Y qué me dice de quitarme estos grilletes mientras bajarnos? Probablemente el primer contacto con el suelo será muy brusco, y a mí también me gustaría tener una oportunidad.

Mikah quedó pensativo unos instantes, frunció el celo y determinó por fin:

— ¿Me da su palabra de honor de que no intentará escapar en cuanto nos hayamos posado?

— No. Si empeñara mi palabra, ¿me creería? Si me desata, usted es quien se arriesga. De cualquier modo, no creo que haya mucha diferencia.

— Yo tengo que cumplir con mi deber — resolvió Mikah.

Y Jason se quedó atado en el sillón.

Ya habían entrado en la atmósfera, y el ligero susurro que produjo al principio el aire al chocar contra la cabina, en seguida se convirtió en un chillido agudo y estridente. Se cortó la fuerza de los motores, y se hallaban en caída libre. La fricción del aire calentó la cabina por su parte exterior, y la temperatura aumentó rápidamente aun a pesar de la unidad refrigeradora.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Mikah —. Usted está más acostumbrado a estos menesteres. ¿Vamos… vamos a estrellarnos?

— Tal vez. Sólo puede ocurrir una de las dos cosas. Si todos los instrumentos han dejado de funcionar… en ese caso nos vamos a partir en mil pedazos, pero aún cabe la posibilidad de que los computadores funcionen haciendo un último y extremo esfuerzo. Espero y deseo que así sea. Hay que tener en cuenta que en estos tiempos se fabrican computadores maravillosos, extraordinarios, que resuelven toda clase de problemas de circuitos. La cabina y los motores están en buen estado, pero no hay forma de hacer uso de los mandos. En un caso como éste un buen piloto humano dejaría que la nave fuese a la velocidad que quisiera y en la dirección que le viniera en gana, antes de poner en marcha los mandos automáticos. Después sometería al aparato a la mayor aceleración posible. Con ello, naturalmente, el exterior de la cabina recibiría lo suyo, ¿pero qué importa? Y por fin, se haría uso de los circuitos el menor espacio de tiempo posible.

— ¿Y ahora qué es lo que cree usted que está ocurriendo? — preguntó Mikah, sentándose en la silla de aceleración.

— No lo sé. Pero… ¿es que no me va a desatar antes de que nos estrellemos? Podríamos tener un choque muy brusco, y quizá sea necesario que huyamos de aquí a toda prisa.

Mikah se quedó pensativo nuevamente y sacó el revólver.

— Le voy a desatar pero no dudaré en disparar sobre usted al menor movimiento sospechoso que haga. Y en cuanto estemos en suelo firme, le volveré a atar.

— Le agradezco sus buenos propósitos — dijo Jason en cuanto se sintió libre, y mientras se frotaba las muñecas.

La desaceleración se dejó sentir sobre ellos, obligándoles a una respiración entrecortada, y a meterse en colchonetas protectoras.

Mikah continuaba con el revólver en la mano, aunque en aquellos momentos lo tenía pegado al pecho sin poderlo levantar.

De todos modos, no tenía ninguna importancia, puesto que Jason no podía mantenerse en pie ni moverse. La presión de la desaceleración era tan enorme que ambos estuvieron a punto de perder el sentido.

Pero de pronto, la presión desapareció.

Y continuaban en su caída libre.

Los motores lanzaron un zumbido, y los relés funcionaron por unos momentos. Pero no pudieron proseguir. Los dos hombres se miraron mutuamente, inmóviles, esperando que llegara el fin de la inconmensurable cantidad de tiempo que duraba el descenso.

La nave dio un nuevo viraje. El fin llegó para Jason en forma de sacudidas, chasquidos y dolor. El repentino impacto le lanzó al lado opuesto de la nave. Su último movimiento consciente fue el de protegerse la cabeza entre los brazos. Aún estaba levantando los brazos cuando perdió el conocimiento.

Hay ocasiones en que el frío deja de ser una simple sensación de la temperatura reinante, para convertirse en dolor. Un frío que penetra en lo más profundo de la carne antes de acabar con la vida del organismo.

Jason volvió en sí, gritando irrefrenablemente. El frío era tan intenso que en aquellos momentos invadía el universo entero. Se dio cuenta al estornudar que lo que arrojaba por la boca y la nariz era agua fría. Se apercibió de que algo le rodeaba, y con un gran esfuerzo llegó a reconocer el brazo de Mikah; éste mantenía el rostro de Jason por encima de la superficie mientras nadaba. Vio una sombra en el agua, a cuyo alrededor salían burbujas y ruidos extraños, y que supuso sería la nave tragada por las fauces del despiadado océano.

El frío había dejado de producirle aquel dolor tan intenso, y estaba relajando sus músculos cuando halló algo sólido bajo sus pies.

— Levántate y camina, maldito seas — murmuró Mikah sin poder contener el insulto —. No puedo… sostenerme a mí mismo… y tengo que… llevarte a ti…

Salieron del agua, uno al lado del otro, arrastrándose de pies y manos, como animales cuadrúpedos. Todo aquello revestía un algo muy irreal, y a Jason se le hacía difícil pensar.

De pronto se vio un resplandor en la oscuridad, una luz que se acercaba hacia ellos. Jason se sentía incapaz de hablar, pero oyó el grito desgarrador de Mikah en solicitud de auxilio. La luz se fue acercando; era una especie de antorcha mantenida en alto. Mikah se puso en pie, al ver la llama que se aproximaba.

Fue como una pesadilla. No era un hombre, sino una cosa con una tea encendida. Una cosa de facciones angulosas, y de horribles rasgos faciales. Llevaba una especie de maza que descargó sobre Mikah, que se desplomó sin el más leve quejido, para volverse después hacia Jason. No tenía fuerza suficiente para luchar, aunque puso todo su empeño para ponerse en pie. Los dedos se clavaron en la arena en un supremo esfuerzo por levantarse, pero no lo consiguió; exhausto por el último esfuerzo cayó boca abajo.

Estaba a punto de perder nuevamente el sentido, pero de ningún modo quería someterse. Unos pies lentos y pesados se arrastraban por la arena, al mismo tiempo que la antorcha refulgente se venía hacia él. Mientras pudiera, no quería dar la espalda a aquel monstruo, y, con las últimas fuerzas que pudo dio media vuelta sobre sí mismo, hasta quedar con las espaldas pegadas al suelo, y los ojos henchidos de impotencia y horror puestos sobre la cosa, el extraño ser que se alzaba sobre él.

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