– Eres imposible, Mauricio -le decía Eugenia a su novio, en el cuchitril aquel de la portería-, completamente imposible, y si sigues así, si no sacudes esa pachorra, si no haces algo para buscarte una colocación y que podamos casarnos, soy capaz de cualquier disparate.
– ¿De qué disparate? Vamos, di, rica -y le acariciaba el cuello ensortijándose en uno de sus dedos un rizo de la nuca de la muchacha.
– Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré trabajando… para los dos.
– Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto semejante cosa?
– ¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan?
– ¡Hombre, hombre, eso es grave!
– Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero es que esto se acabe cuanto antes…
– ¿Tan mal nos va?
– Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy capaz de…
– ¿De qué, vamos?
– De aceptar el sacrificio de don Augusto.
– ¿De casarte con él?
– ¡No, eso nunca! De recobrar mi finca.
– Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución y no otra…
– Y te atreves…
– ¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don Augusto me parece a mí que no anda bien de la cabeza, y pues ha tenido ese capricho, no creo que debemos molestarle…
– De modo que tú…
– Pues ¡claro está, rica, claro está!
– Hombre, al fin y al cabo.
– No tanto como tú quisieras, según te explicas. Pero ven acá…
– Vamos, déjame, Mauricio; ya te he dicho cien veces que no seas…
– Que no sea cariñoso…
– ¡No, que no seas… bruto! Estáte quieto. Y si quieres más confianzas sacude esa pereza, busca de veras trabajo, y lo demás ya lo sabes. Conque, a ver si tienes juicio, ¿eh? Mira que ya otra vez te di una bofetada.
– ¡Y qué bien que me supo! ¡Anda rica, dame otra! Mira, aquí tienes mi cara…
– No lo digas mucho…
– ¡Anda, vamos!
– No, no quiero darte ese gusto.
– ¿Ni otro?
– Te he dicho que no seas bruto. Y te repito que si no te das prisa a buscar trabajo soy capaz de aceptar eso.
– Pues bien, Eugenia, ¿quieres que te hable con el corazón en la mano, la verdad, toda la verdad?
– ¡Habla!
– Yo te quiero mucho, pero mucho, estoy completamente chalado por ti, pero eso del matrimonio me asusta, me da un miedo atroz. Yo nací haragán por temperamento, no te lo niego; lo que más me molesta es tener que trabajar, y preveo que si nos casamos, y como supongo que tú querrás que tengamos hijos…
– ¡Pues no faltaba más!
– Voy a tener que trabajar, y de firme, porque la vida es cara. Y eso de aceptar el que seas tú la que trabaje, ¡eso, nunca, nunca, nunca! Mauricio Blanco Clará no puede vivir del trabajo de una mujer. Pero hay acaso una solución que sin tener yo que trabajar ni tú se arregle todo…
– A ver, a ver…
– Pues… ¿me prometes, chiquilla, no incomodarte?
– ¡Anda, habla!
– Por todo lo que yo sé y lo que te he oído, ese pobre don Augusto es un panoli, un pobre diablo; vamos, un…
– ¡Anda, sigue!
– Pero no te me incomodarás.
– ¡Que sigas te he dicho!
– Es, pues, como venía diciéndote, un… predestinado. Y acaso lo mejor sea no sólo que aceptes eso de tu casa, sino que…
– Vamos, ¿qué?
– Que le aceptes a él por marido.
– ¿Eh? -y se puso ella en pie.
– Le aceptas, y como es un pobre hombre, pues… todo se arregla…
– ¿Cómo que se arregla todo?
– Sí, él paga, y nosotros…
– Nosotros… ¿qué?
– Pues nosotros…
– ¡Basta!
Y se salió Eugenia, con los ojos hechos un incendio y diciéndose: «Pero ¡qué brutos, qué brutos! Jamás lo hubiera creído… ¡Qué brutos!» Y al llegar a su casa se encerró en su cuarto y rompió a llorar. Y tuvo que acostarse presa de una fiebre.
Mauricio se quedó un breve rato como suspenso; mas pronto se repuso, encendió un cigarrillo, salió a la calle y le echó un piropo a la primera moza de garbo que pasó a su lado. Y aquella noche hablaba, con un amigo, de don Juan Tenorio.
– A mí ese tío no acaba de convencerme -decía Mauricio-; eso no es más que teatro.
– ¡Y que lo digas tú, Mauricio, que pasas por un Tenorio, por un seductor!
– ¿Seductor?, ¿seductor yo? ¡Qué cosas se inventan, Rogelio!
– ¿Y lo de la pianista?
– ¡Bah! ¿Quieres que te diga la verdad, Rogelio?
– ¡ Venga!
– Pues bien; de cada cien líos, más o menos honrados, y ese a que aludías es honradísimo, ¡eh!, de cada cien líos entre hombre y mujer, en más de noventa la seductora es ella y el seducido es él.
– Pues qué, ¿me negarás que has conquistado a la pianista, a la Eugenia?
– Sí, te lo niego; no soy yo quien la ha conquistado, sino ella quien me ha conquistado a mí.
– ¡Seductor!
– Como quieras… Es ella, ella. No supe resistirme.
– Para el caso es igual…
– Pero me parece que eso se va a acabar y voy a encontrarme otra vez libre. Libre de ella, claro, porque no respondo de que me conquiste otra. ¡Soy tan débil! Si yo hubiera nacido mujer…
– Bueno, ¿y cómo se va a acabar?
– Porque… pues, ¡porque he metido la pata! Quise que siguiéramos, es decir, que empezáramos las relaciones, ¿entiendes?, sin compromiso ni consecuencias… y, ¡claro!, me parece que me va a dar soleta. Esa mujer quería absorberme.
– ¡Y te absorberá!
– ¡Quién sabe…! ¡Soy tan débil! Yo nací para que una mujer me mantenga, pero con dignidad, ¿sabes?, y si no, ¡nada!
– Y ¿a qué llamas dignidad?, ¿puede saberse?
– ¡Hombre, eso no se pregunta! Hay cosas que no pueden definirse.
– ¡Es verdad! -contestó con profunda convicción Rogelio, añadiendo-: Y si la pianista te deja, ¿qué vas a hacer?
– Pues quedar vacante. Y a ver si alguna otra me conquista. ¡He sido ya conquistado tantas veces…! Pero esta, con eso de no ceder, de mantenerse siempre a honesta distancia, de ser honrada, en fin, porque como honrada lo es hasta donde la que más, con todo eso me tenía chaladito, pero del todo chaladito. Habría acabado por hacer de mí lo que hubiese querido. Y ahora, si me deja, lo sentiré, y mucho, pero me veré libre.
– ¿Libre?
– Libre, sí, para otra.
– Yo creo que haréis las paces…
– ¡Quién sabe!… Pero lo dudo, porque tiene un geniecito… Y hoy la ofendí, la verdad, la ofendí.