Torció el gesto Augusto cuando una mañana le anunció Liduvina que un joven le esperaba y se encontró luego con que era Mauricio. Estuvo por despedirlo sin oírle, pero le atraía aquel hombre que fue en un tiempo novio de Eugenia, al que esta quiso y acaso seguía queriendo en algún modo; aquel hombre que tal vez sabía de la que iba a ser mujer de él, de Augusto, intimidades que este ignoraba; de aquel hombre que… Había algo que les unía.
– Vengo, señor -empezó sumisamente Mauricio-, a darle las gracias por el favor insigne que merced a la mediación de Eugenia usted se ha dignado otorgarme…
– No tiene usted de qué darme las gracias, señor mío, y espero que en adelante dejará usted en paz a la que va a ser mi mujer.
– Pero ¡si yo no la he molestado lo más mínimo!
– Sé a qué atenerme.
– Desde que me despidió, a hizo bien en despedirme, porque no soy yo el que a ella corresponde, he procurado consolarme como mejor he podido de esa desgracia y respetar, por supuesto, sus determinaciones. Y si ella le ha dicho a usted otra cosa…
– Le ruego que no vuelva a mentar a la que va a ser mi mujer, y mucho menos que insinúe siquiera el que haya faltado lo más mínimo a la verdad. Consuélese como pueda y déjenos en paz.
– Es verdad. Y vuelvo a darles a ustedes dos las gracias por el favor que me han hecho proporcionándome ese empleíto. Iré a servirlo y me consolaré como pueda. Por cierto que pienso llevarme conmigo a una muchachita…
– Y ¿a mí qué me importa eso, caballero?
– Es que me parece que usted debe de conocerla…
– ¿Cómo?, ¿cómo?, ¿quiere usted burlarse…?
– No… no… Es una tal Rosario, que está en un taller de planchado y que me parece le solía llevar a usted la plancha…
Augusto palideció. «¿Sabrá este todo?», se dijo, y esto le azaró aún más que su anterior sospecha de que aquel hombre supiese de Eugenia lo que él no sabía. Pero repúsose al pronto y exclamó:
– Y ¿a qué me viene usted ahora con eso?
– Me parece -prosiguió Mauricio, como si no hubiese oído nada- que a los despreciados se nos debe dejar el que nos consolemos los unos con los otros.
– Pero ¿qué quiere usted decir, hombre, qué quiere usted decir? -y pensó Augusto si allí, en aquel que fue escenario de su última aventura con Rosario, estrangularía o no a aquel hombre.
– ¡No se exalte así, don Augusto, no se exalte así! No quiero decir sino lo que he dicho. Ella… la que usted no quiere que yo miente, me despreció, me despachó, y yo me he encontrado con esa pobre chicuela, a la que otro despreció y…
Augusto no pudo ya contenerse; palideció primero, se encendió después, levantóse, cogió a Mauricio por los dos brazos, lo levantó en vilo y le arrojó en el sofá sin darse clara cuenta de lo que hacía, como para estrangularlo. Y entonces, al verse Mauricio en el sofá, dijo con la mayor frialdad:
– Mírese usted ahora, don Augusto, en mis pupilas y verá qué chiquito se ve…
El pobre Augusto creyó derretirse. Por lo menos se le derritió la fuerza toda de los brazos, empezó la estancia a convertirse en niebla a sus ojos; pensó: «¿Estaré soñando?», y se encontró con que Mauricio, de pie ya y frente a él, le miraba con una socarrona sonrisa:
– ¡Oh, no ha sido nada, don Augusto, no ha sido nada! Perdóneme usted, un arrebato… ni sé siquiera lo que me hice… ni me di cuenta… Y ¡gracias, gracias, otra vez gracias!, ¡gracias a usted y a… ella! ¡Adiós!
Apenas había salido Mauricio, llamó Augusto a Liduvina.
– Di, Liduvina, ¿quién ha estado aquí conmigo?
– Un joven.
– ¿De qué señas?
– Pero ¿necesita usted que se lo diga?
– ¿De veras, ha estado aquí alguien conmigo?
– ¡Señorito!
– No… no… júrame que ha estado aquí conmigo un joven y de las señas que me digas… alto, rubio, ¿no es eso?, de bigote, más bien grueso que flaco, de nariz aguileña… ¿ha estado?
– Pero ¿está usted bueno, don Augusto?
– ¿No ha sido un sueño…?
– Como no lo hayamos soñado los dos…
– No, no pueden soñar dos al mismo tiempo la misma cosa. Y precisamente se conoce que algo no es sueño en que no es de uno solo…
– Pues ¡sí, estése tranquilo, sí! Estuvo ese joven que dice.
– Y ¿qué dijo al salir?
– Al salir no habló conmigo… ni le vi…
– Y tú ¿sabes quién es, Liduvina?
– Sí, sé quién es. El que fue novio de…
– Sí, basta. Y ahora, ¿de quién lo es?
– Eso ya sería saber demasiado.
– Como las mujeres sabéis tantas cosas que no os enseñan…
– Sí, y en cambio no logramos aprender las que quieren enseñamos.
– Pues bueno, di la verdad, Liduvina: ¿no sabes con quién anda ahora ese… prójimo?
– No, pero me lo figuro.
– ¿Por qué?
– Por lo que está usted diciendo.
– Bueno, llama ahora a Domingo.
– ¿Para qué?
– Para saber si estoy también todavía soñando o no, y si tú eres de verdad Liduvina, su mujer, o si…
– ¿O si Domingo está soñando también? Pero creo que hay otra cosa mejor.
– ¿Cuál?
– Que venga Orfeo.
– Tienes razón; ¡ese no sueña!
Al poco rato, habiendo ya salido Liduvina, entraba el perro.
«¡Ven acá, Orfeo -le dijo su amo-, ven acá! ¡Pobrecito!, ¡qué pocos días te quedan ya de vivir conmigo! No te quiere ella en casa. Y ¿adónde voy a echarte?, ¿qué voy a hacer de ti?, ¿qué será de ti sin mí? Eres capaz de morirte, ¡lo sé! Sólo un perro es capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más que tu amo, ¡tu padre, tu dios! ¡No te quiere en casa; te echa de mi lado! ¿Es que tú, el símbolo de la felicidad, le estorbas en casa? ¡Quién lo sabe…! Acaso un perro sorprende los más secretos pensamientos de las personas con quienes vive, y aunque se calle… ¡Y tengo que casarme, no tengo más remedio que casarme… si no, jamás voy a salir del sueño! Tengo que despertar.»
«Pero ¿por qué me miras así, Orfeo? ¡Si parece que lloras sin lágrimas…! ¿Es que me quieres decir algo?, te veo sufrir por no tener palabras. ¡Qué pronto aseguré que tú no sueñas! ¡Tú sí que me estás soñando, Orfeo! ¿Por qué somos hombres los hombres sino porque hay perros y gatos y caballos y bueyes y ovejas y animales de toda clase, sobre todo domésticos?, ¿es que a falta de animales domésticos en que descargar el peso de la animalidad de la vida habría el hombre llegado a su humanidad? ¿Es que a no haber domesticado el hombre al caballo no andaría la mitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra mitad? Sí, a vosotros se os debe la civilización. Y a las mujeres. Pero ¿no es acaso la mujer otro animal doméstico? Y de no haber mujeres, ¿serían hombres los hombres? ¡Ay, Orfeo, viene de fuera quien de casa te echa!»
Y le apretó contra su seno, y el perro, que parecía en efecto llorar, le lamía la barba.