Capítulo 8

Gabe alargó los brazos hacia ella, tan brusca como repentinamente. La imagen que acudió a la mente de Rebecca fue la de un náufrago aferrándose al único salvavidas que podía salvarlo de una tormenta salvaje y oscura. Uno de los brazos de Gabe quedó atrapado por la espalda de Rebecca. Pero el otro quedó definitivamente libre.

Hundió entonces sus dedos tensos y callosos en la melena de Rebecca, como si quisiera inmovilizarla cuando en realidad en lo último que estaba pensando ella era en moverse. Los labios de Gabe se abalanzaron sobre los de Rebecca para posar sobre ellos un beso abrasador y electrizante.

Gabe sabía… como la furia; como una repentina explosión de soledad. Como el deseo reprimido durante tanto tiempo que al final había terminado por desbordar el recipiente que lo encerraba. Era el beso más salvaje al que Rebecca había sido invitada en toda su vida y, definitivamente, el más peligroso. El pulso de la escritora se aceleraba cada vez más. Pero solo un imbécil podía hundirse en las arenas movedizas. Ella sabía el valor que Gabe le daba al control. Y sabía que había intentado durante todo ese tiempo comportarse como un buen chico y no ponerle una sola mano encima. Y quizá ella hubiera sido una estúpida al presionarlo.

Pero nunca se había sentido tan bien. Ninguno de los razonamientos que su cerebro exponía sobre la arriesgada locura en la que se estaba metiendo parecía capaz de penetrar su corazón.

El beso, todavía humeante, se convirtió en el fogoso principio de otros muchos. La lengua de Gabe encontró la de Rebecca, la hizo suya. Un velo blanco cubrió por completo la mente de Rebecca. Nada existía para ella en aquel momento, salvo Gabe. Porque ningún otro hombre había conseguido hacerla sentirse tan maravillosamente bien.

Gabe dejó caer la mano para encender un camino por la blanca garganta de Rebecca. Descendió desde allí hasta su hombro, donde al tiempo que la acariciaba, le bajó el estrecho tirante del vestido. Rebecca alzó la cabeza. Gabe hizo arder con su boca el mismo camino iniciado por su mano, haciendo participar en su beso sus dientes y una peligrosamente húmeda y cálida lengua. Y si aquellos besos capaces de encender un fuego húmedo por el pronunciado escote de Rebecca ya fueron suficientemente arriesgados, lo fue mucho más que uno de sus senos quedara al desnudo cuando Gabe le bajó el tirante. Desnudo y vulnerable.

Gabe era un buen hombre. Por encima de las diferencias que había entre ellos, por encima de los obstáculos que sabía insalvables y por encima de cualquier otra estupidez, el corazón de Rebecca había intuido mucho tiempo atrás que Gabe no solo era un buen hombre, sino que, seguramente, era el mejor hombre que había conocido en su vida. Aunque precisamente en aquel momento, el detective no parecía sentirse especialmente motivado a ser bueno.


Sintió el roce de la incipiente barba de Gabe en la plenitud de su seno. La boca de Gabe no tardó en descubrirlo y comenzar a explorarlo hasta encontrar el pezón. Gabe estuvo mimándolo con la lengua hasta conseguir que se irguiera tenso contra él. La respiración de Rebecca comenzó a hacerse atropellada. El pulso le latía a la velocidad del motor de un avión preparándose para el despegue. Mientras se retorcía en el regazo de Gabe podía sentir su excitación creciente, palpitante, advirtiéndole claramente que, si quería que aquello se detuviera, iba a tener que ser ella la que se tranquilizara y comenzara a pensar.

Pero Rebecca no quería tranquilizarse. Había sentido deseo en otras ocasiones, pero nunca aquel anhelo de pertenencia. Había experimentado la pasión, pero no con aquel fervor. Apartó precipitadamente la camisa de Gabe y posó las manos en su piel ardiente y en la mata hirsuta de su vello. La piel de Gabe olía a calor, a limpio, a hombre. Su corazón latía de forma atronadora bajo su mano, mostrando una respuesta real, cruda, honesta. Como Gabe. Y tan imprevisible como él.

Al igual que un hombre durante mucho tiempo encerrado en soledad, Gabe parecía hambriento por saborear la luz del sol. Los sabores, las texturas, asaltaban todos los sentidos de Rebecca que parecían de pronto llevar impreso el hombre de Gabe.Y todos ellos parecían estar deletreándole las letras del deseo. El deseo de Gabe, sus caricias… todo parecía indicar que por fin había sido capaz de creer que había otro ser humano al otro lado del oscuro y solitario abismo. La fiera oscuridad de su mirada, los sonidos que su garganta emitía, su forma de masajearla, de acariciarla, hacían que Rebecca se sintiera como sí fuera la luz del sol. Como si fuera la única que disponía de la llave para poner fin a su encierro. La hacían sentirse como si Gabe realmente la necesitara.

Su propia respuesta era tan natural como la lluvia. Rebecca nunca se había sentido así con otro hombre. En eso podía sentirse igual a Gabe: ella tampoco había expuesto nunca aquel nivel tan vulnerable y desnudo de deseo ante nadie. Pero con Gabe sabía que podía ser sincera.

Quizá exuberantemente sincera. Tanto que estuvo a punto de sacarle un ojo de un codazo al intentar que alzara la cabeza para volver a besarlo en la boca. Ni sus codos ni sus rodillas parecían estar en el lugar correcto, y no era capaz de tocar a Gabe tal y como realmente deseaba hacerlo. Advirtió un brillo de diversión en la mirada de Gabe, pero iba acompañado del reflejo de la tensión y el deseo frustrado.

La respiración del detective se estaba volviendo tan trabajosa y rápida como la de Rebecca. Esta se acurrucó sobre las piernas, intentando aferrarse a Gabe todo lo que le permitía aquella condenada silla. Y Gabe inició una lenta caricia a lo largo de su pierna. Deslizaba la mano por la media de seda, desde la pantorrilla hasta el muslo, provocando en su camino deliciosos escalofríos, haciéndole sentirse como si se estuviera hundiendo en un pozo delicioso de terciopelo. Gabe alzó el vestido para atrapar la curva de su cadera y emitió un áspero gruñido. Su voz sonaba ronca, herrumbrosa, reflejando tanto su asombro como la frustración y un crudo deseo.

– Becca… -susurró con fiereza.


Y justo en ese preciso instante sonó el teléfono, sobresaltándolos a ambos.

Rebecca miró a Gabe durante una milésima de segundo, intentando volver a poner su mente en funcionamiento. Pasaron varios segundos hasta que fue capaz de registrar la situación en la que se encontraba: estaba en la habitación de un hotel. Esa habitación, evidentemente, tenía un teléfono y dicho teléfono estaba a una tortuosa distancia de la cama.

El teléfono volvió a sonar mientras Gabe levantaba a Rebecca de su regazo y la obligaba a ponerse de pie.

– En otra ocasión, sugeriría que lanzáramos el teléfono contra la pared, pelirroja, pero me temo que una llamada en medio de la noche puede ser algo importante. Será mejor que contestes.

Rebecca estaba llegando a la misma conclusión, aunque algunos segundos después que Gabe. Rodeó la cama a toda velocidad y llegó al teléfono antes de que volviera a dar otro timbrazo.

– ¿Diga?

– ¿Rebecca Fortune?

– Sí, yo soy Rebecca.

No reconocía la voz de la mujer que la llamaba, pero en aquel momento no habría reconocido ni la voz de su propia madre. Todo su cuerpo continuaba en sintonía con Gabe, recreándose en la intimidad que habían compartido y en lo cerca que habían estado de hacer el amor. Era incapaz de concentrarse en otra cosa.

– Soy Tammy. Tammy Diller.

Si necesitaba un golpe que la ayudara a anular el deseo y forzara su capacidad de su concentración, el nombre pronunciado por su interlocutora no podía haber sido más acertado. Rebecca tomó una bocanada de aire y se sentó en la cama.

– No -dijo Gabe con firmeza-. No, no y no. No vas a reunirte con esa mujer, Rebecca. Olvídalo. Eso está fuera de toda posibilidad.

– Ahora eres tú el que tienes que tranquilizarte, Devereax. A mí tampoco me emociona precisamente la idea, pero no tengo otra opción. Tengo que hacer esto, Gabe, y no hay nada más que hablar.

– Claro que hay mucho más que hablar. Tendrás que pasar por encima de mi cadáver para poder acercarte a la señorita Diller.

– No sé cómo ha podido localizarme Tammy.

– Pues yo lo sé endemoniadamente bien. Has estado haciendo preguntas por toda la ciudad. Por dos ciudades enteras, para ser más exactos. Preguntas peligrosas sobre una mujer que perfectamente podría resultar ser una asesina. ¿No te he advertido cientos de veces que no lo hicieras? ¿No te lo dije? Maldita sea, me va a salir una úlcera solo de saber que esa mujer ha conseguido seguirte el rastro hasta averiguar dónde te alojas. Lo siento, pequeña, pero vas a volver a tu casa y desaparecer cuanto antes del mapa. Y esta vez no es una sugerencia, es una orden.

– Puedes seguir ordenándomelo todas las veces que quieras: no pienso ir a ninguna parte.

– Oh, claro que vas a ir.

– Gabe, soy consciente de que estás preocupado. Yo también lo estoy. Pero esta es la primera vez que tengo una oportunidad auténtica de ayudar a mi hermano. Confía en mí. No hay nada ni nadie que pueda detenerme.

Pronunció la última frase en un tono tan firme y sereno que a Gabe le entraron ganas de retorcerle el cuello.

Como la habitación de Rebecca disponía de muy poco espacio libre, Gabe comenzó a caminar por uno de los lados de la cama. Rebecca lo imitó por el otro. Y sus ojos se encontraban cada vez que giraban.

Gabe nunca se había peleado con una mujer. Jamás. Y, desde luego, jamás le había tenido que gritar a una mujer. Era algo que iba en contra de su ética y de lo que su instinto le decía sobre la conducta que un hombre debía mantener con el sexo opuesto.

La culpabilidad hacía añicos su conciencia. Pero el hecho de sentirse culpable por haberle gritado no le resultaba demasiado doloroso. Al fin y al cabo, Rebecca estaba siendo tan cabezota y tozuda como un burro. Y si se viera en la obligación de retorcer el idealista cuello de Rebecca para poder mantenerla con vida, lo haría. Gabe había intimidado a hombres que estaban bajo sus órdenes con la mitad de esfuerzo. Hasta ese momento, nada parecía haber intimidado o asustado a esa condenada pelirroja. Lo cual era una prueba más de que era una mujer temeraria e imprudente. No tenía la menor idea de lo que era el peligro.

Hasta ese momento, intentar intimidarla no había servido de nada, pero todavía no se había empleado a fondo con ella. Y se creía perfectamente capaz de sobrevivir a la culpa cuando lo hiciera. En ese caso, el fin justificaba los medios.

Pero había otro tipo de culpa machacando su conciencia. Una culpabilidad que crecía con solo mirarla y que lo azotaba con la intensidad de una tormenta de vientos salvajes y lúgubres rayos.

Uno de los minúsculos tirantes del vestido se había roto. El corpiño colgaba sobre el seno derecho de Rebecca, amenazando con descubrirlo cada vez que la escritora tomaba aire. Los labios de Rebecca estaban enrojecidos por la presión de su beso. Y su piel continuaba suave y sonrosada por el deseo.

La luz de la lámpara iluminaba todo su cuerpo. Su pelo era como una puesta de sol, lanzaba destellos dorados y rojizos en una maraña de luz cada vez que giraba.

La cama que se interponía entre ellos era como el afilado recuerdo de lo cerca que habían estado de terminar sobre ella. De lo mucho que Gabe continuaba deseando hacerlo. De lo mucho que continuaba deseando a Rebecca.

No había nada malo en desear a una mujer. No había nada malo en acostarse con una mujer dispuesta a hacerlo. Pero, maldita fuera, aquella era Rebecca. Ella quería tener hijos, formar una familia. Gabe sabía que desnudarse ante una mujer era algo completamente diferente a compartir intimidad. Él nunca había herido deliberadamente a una mujer, jamás se había acostado con nadie que no estuviera jugando con la misma baraja que él.

Y tampoco había dejado nunca que una mujer, ni ninguna otra cosa, interfiriera en su trabajo.

– Me cuesta creer que haya dejado que las cosas fueran tan lejos -musitó-Tammy no debería tener la menor idea de dónde localizarte, pelirroja.

– Si no hubiera averiguado quién soy yo, nunca habría intentado ponerse en contacto conmigo -respondió Rebecca-.Y, por el amor de Dios, no hay nada peligroso en una conversación. Y la verdad es que Tammy ha sido… muy amable. Se ha disculpado por llamarme tan tarde. Y lo único que ha dicho ha sido que se ha enterado a través de unos amigos de que estaba intentando localizarla. No sabía por qué, pero que si quería que nos viéramos, ella estaba de acuerdo y disponía de tiempo mañana por la mañana.

Cabe elevó los ojos al cielo y contestó imitando la voz de una soprano.

– No sé cómo has podido tragarte una cosa así, pequeña.

– Yo no me he tragado nada, Gabe. Por el amor de Dios, estamos deseando hablar con esa mujer y ella me ha servido la oportunidad en bandeja.

– Sí. Y, curiosamente, ha sugerido una agradable y tranquila reunión en la zona del Gran Cañón para hacerlo. Tammy, o la señorita Pollyana si lo prefieres, no es una amante de la naturaleza. Y es evidente que si ha elegido un lugar tan solitario como ese no es porque quiera dedicarse a meditar contigo.

– Estás sacando conclusiones precipitadas -replicó Rebecca con firmeza-. Ni tú ni yo sabemos si tiene algo peligroso en mente. Y a menos que hable con ella, no tenemos ninguna forma de saber lo que le ronda por la cabeza. -Entonces nunca lo sabremos porque no hay ni la más remota posibilidad de que vayas a reunirte tú sola con esa mujer.

– Gabe, Tammy ha preguntado por mí, no por ti. Y ahora, deja de comportarte por un instante como si fueras un gorila sobre protector y piensa. Tengo que ir sola y quiero hacerlo. Una mujer siempre encuentra la manera de entablar conversación con otra mujer. Tammy se ha ofrecido voluntariamente a hablar conmigo y estoy segura de que, diga lo que diga, seré capaz de adivinar sus intenciones. Estás montando demasiado alboroto por todo esto, grandullón. No es que no me parezcas adorable, pero tienes una tendencia casi adolescente a parecer intimidante, además de ser incapaz de ser mínimamente sutil.

– Estoy hablando de tu seguridad. Y la sutilidad me importa menos que el trasero de una rata.

Rebecca tuvo el valor de dirigirle una sonrisa traviesa.

– A las pruebas me remito.

– Rebecca, esto no me gusta.

– Lo sé.

– Esto no me gusta nada en absoluto.

– Lo sé.

Al final, Gabe renunció, parcialmente y, desde luego, no voluntariamente. Si hubiera tenido alguna opción, habría llamado a la madre de Rebecca y le habría pedido que encerrara a su hija en un convento. Pero a pesar de todo su poder, dudaba que Kate Fortune pudiera ejercitar ese poder sobre su hija. Nadie parecía capaz de dominar a aquella pesadilla andante capaz de provocarle una úlcera a cualquiera.

Desgraciadamente, era su pesadilla. Y no podía confiar en que cuidara de sí misma. Rebecca tenía todo un historial saltándose las normas que supuestamente habían establecido. Gabe podía meterla en un avión, sí, pero no podía garantizar que no lo secuestrara y se las arreglara como fuera para asistir a la reunión con la señorita Di-11er. Gabe tenía el desagradable presentimiento de que incluso en el caso de que la atara y la descuartizara, ella se las arreglaría para ir a esa reunión.

De modo que sería él el que establecería las normas. Iría a ver a Tammy, sí, pero Gabe viajaría primero a aquel lugar. Nadie podría verlo, pero él estaría allí. Rebecca se mostraría dispuesta a seguir la conversación que Tammy iniciara, pero bajo ningún concepto mencionaría el asesinato de Mónica Malone. Podía inventarse un cuento de hadas si quería satisfacer la curiosidad de Tammy sobre los motivos de sus preguntas, pero debía evitar cualquier tema peligroso.

Rebecca se mostró de acuerdo en todos los puntos sin vacilar. Gabe no comentó que pensaba ir armado… ni que decidiría si debía permanecer invisible en función de lo que viera y presintiera cuando llegara al lugar de la reunión. Rebecca tampoco preguntó nada.

De pronto, la escritora bostezó. Fue un sonoro y enorme bostezo, seguido de un fuerte pestañeo y una sonrisa.

– Discutir contigo es realmente agotador -dijo secamente-. ¡Dios mío! ¿Pero tienes idea de la hora que es?

En realidad no la tenía, pero nada más mirar el reloj, Gabe alargó el brazo para agarrar la chaqueta de su esmoquin.

– Mañana repasaremos todo esto otra vez antes de que te vayas. Si se supone que debes reunirte con ella a las dos, podríamos almorzar juntos alrededor de las once. Vendré a buscarte a tu habitación.

– Quizá para ti sea una almuerzo, pero probablemente para mí será un desayuno. Creo que voy a quedarme durmiendo hasta las once de la mañana.

– Buena idea -contestó Gabe.

Él, por su parte, no pensaba dormir en absoluto. Tenía muchas cosas que solucionar antes del día siguiente, entre ellas, alquilar un segundo coche para examinar el lugar en el que Tammy había citado a Rebecca. Comenzó a dirigirse hacia la puerta, pero de pronto se detuvo.

– Pelirroja…

La verdad era que no sabía qué decir, pero necesitaba decir algo. La llamada de Tammy había interrumpido un momento muy especial entre ellos. Aun así, continuaban existiendo los recuerdos de lo que había ocurrido y, si no se enfrentaban a ellos, la situación podría llegar a enconarse.

– ¿Piensas disculparte porque hemos estado a punto de hacer el amor? -preguntó Rebecca con una voz más suave que la mantequilla.

– No, no iba a disculparme -se pasó la mano nervioso por la cara-. Bueno sí, quiero disculparme.

– A mí me parece que he sido yo la que se ha acercado a ti -ella también se frotó la cara, como si el gesto de Gabe fuera contagioso-. Debería estar pensando en mi hermano, Gabe. Él es la razón por la que estoy aquí. Cuando Tammy ha llamado, no he sido capaz de pensar con claridad, y no puedo dejar de sentirme culpable por eso.

– Pues olvídate de esa culpa, pelirroja. Tu hermano es asunto mío. Por mucho que el amor y la lealtad te estén impulsando a actuar, tú no estás acostumbrada a esto. No estás acostumbrada a tratar con la escoria de la sociedad, ni a viajar de un día para otro por todo el país, y tampoco estás acostumbrada a la gente que vive a margen de la ley -hundió las manos en los bolsillos del pantalón-. Además, estás preocupada por tu hermano. Es lógico que toda esta situación contribuya a intensificar los sentimientos. Cuando la adrenalina se pone en funcionamiento, nadie es capaz de pensar como lo hace normalmente.

– Yo estoy pensando perfectamente -le sostuvo la mirada-. Simplemente, no he elegido el momento adecuado. Eso es lo único que lamento, pero no me arrepiento en absoluto de lo que siento por ti ni de lo que hemos compartido.

– Sí, bueno. Pero en cuanto regreses a tu casa, volverás a soñar con tener una casa en el campo con un columpio en el jardín, un montón de niños y un hombre con el que cuidarlos.

Rebecca abrió la boca para decir algo más, pero inmediatamente la cerró. Gabe vio entonces la frágil vulnerabilidad que reflejaba su rostro, el dolor que aparecía en el verde de sus ojos. Un dolor que él mismo había provocado y que le habría gustado poder sanar. Le dirigió una última mirada y salió.

El pasillo estaba desierto y en silencio. Tan silencioso que podía oír los latidos de su propio corazón.

Había sido sincero con ella, no pretendía hacerle daño. Rebecca era proclive a creer en ilusiones y en príncipes azules. Y si hubiera dejado que pensara en él en esos términos, el dolor habría sido mucho más intenso. Pero aun así, Gabe continuaba sintiendo un desagradable nudo en la garganta.

Rebecca era la luna y el sol en los que en otro tiempo él había deseado creer. Gabe se sentía incómodo e incrédulo ante la palabra «amor», pero no podía negar que había muchas cosas que adoraba de Rebecca. Y deseaba que tuviera derecho a ser exactamente lo que era: una estúpida idealista que todavía creía en los sueños.


Y la única forma de que eso pudiera ocurrir era que continuara protegiéndola. Y no solo de los peligros externos, sino también de él.

Era imposible que él fuera el hombre que Rebecca necesitaba. El hombre con el que quería compartir su vida. Y Gabe lo sabía.

El apuñalamiento siempre había sido el método preferido de Rebecca para el asesinato. Había matado a algunos de sus personajes con veneno, utilizando una vieja pistola o arrojándolos cruelmente por un precipicio. En el ordenador que tenía en su casa, tenía un libro de suspense a punto de acabar en el que el malo se inclinaba por un puñal de plata. Sí, apuñalar a alguien con un puñal de plata.

Un crítico literario, recordó Rebecca, había alabado su imaginación tan deliciosamente perversa. Pero eso era ficción. En la vida real, Rebecca se sentía culpable hasta matando un mosquito y, desde luego, jamás había aspirado a conocer a alguien que hubiera cometido un asesinato.

Se desabrochó la camisa color crema, se puso los pantalones caquis y se calzó unas zapatillas deportivas. La cabeza le latía y tenía el estómago revuelto. Aquel era el tercer modelo que se probaba, lo cual tensionaba hasta el límite las opciones que le ofrecía su maleta. A pesar de las muchas horas que había pasado creando todo tipo de asesinos violentos, no tenía la menor idea de la ropa que debía ponerse para ir a ver a una posible asesina.

El alegre sol de la mañana entraba a raudales por la ventana mientras ella agarraba un cepillo y se debatía entre dejar o no sus rizos sueltos.

Se recordó a sí misma, una vez más, que el hecho de que Mónica Malone hubiera sido asesinada con un cortaplumas no era razón alguna para asumir que Tammy era la responsable de su muerte. De hecho, no había ninguna prueba que indicara que Tammy había estado en la casa en el momento del asesinato de Mónica. Nada indicaba que hubiera tocado siquiera aquel abrecartas.

Y además de todo ello, Rebecca tenía la constante sensación de que había algún tipo de relación entre Tammy y su familia. Pero, como Gabe se encargaba de recordarle constantemente, tenía una imaginación demasiado activa y todavía no había encontrado ningún hecho que corroborara aquel presentimiento.

Por otra parte, si Gabe de verdad creyera que la señorita Diller era culpable, Rebecca sospechaba que el detective habría encontrado alguna forma sucia y nefanda de dar al traste con aquella reunión. De modo que, seguramente, lo único que Gabe veía de Tammy era su vínculo con Mónica y la posibilidad de que este pudiera salvar a Jake. Rebecca sabía que el detective no creía en la inocencia de su hermano más que los demás. Y aunque el resto de la familia pensaba que Jake era inocente, habían dejado en manos de sus abogados la futura libertad de Jake. Rebecca, sin embargo, no pensaba correr ningún riesgo estando de por medio la libertad de su hermano.


Su hermano era ética, emocional e intelectualmente incapaz de asesinar. Rebecca lo sabía con toda certeza. Pero si él no había cometido aquel asesinato, tenía que haber otra persona que lo hubiera hecho. Y la única alternativa que hasta el momento había surgido era la de Tammy.

La mujer con la que, Rebecca miró el reloj, debería encontrarse al cabo de tres horas.

Rebecca dejó el cepillo, se pintó los labios, se puso el brazalete de su madre, puesto que por nada del mundo iba a salir sin su preciado talismán aquel día, y consideró si todavía tenía tiempo para vomitar. Una legión de mariposas suicidas revoloteaban en su estómago y cada uno de sus movimientos le provocaba una náusea. El voto de las mariposas era unánime. Pero Gabe estaba a punto de llegar.

De hecho, Gabe aporreó la puerta justo un segundo antes de que Rebecca hubiera terminado de presionar el cierre de seguridad del brazalete. En el instante en el que le permitió el paso, Gabe la recorrió de pies a cabeza con la mirada como si fuera un perro guardián examinando a su cachorro.

– ¿Te encuentras bien? ¿Has podido dormir? ¿Te sientes preparada para esto?

– No podría encontrarme mejor y estoy deseando marcharme -pretendía parecer segura y confiada, pero descubrió bruscamente que no tenía por qué fingir.

El estómago se le había asentado en cuanto había visto entrar a Gabe, aunque el pulso se le había acelerado repentinamente.

El atuendo de Gabe era informal; una camisa a cuadros, vaqueros y cazadora de aviador. Pero ya fuera formal o informalmente vestido, Gabe siempre conseguía parecer infinitamente más pulcro que ella. Sus camisas se mantenían siempre sin una sola arruga, no llevaba un solo pelo fuera de lugar. Las mejillas las llevaba recién afeitadas, pero a Rebecca le dio un vuelco el corazón al ver las sombras que había bajo sus ojos. Obviamente, Gabe no había olvidado lo que había ocurrido la noche anterior.

Y tampoco ella.

Antes de aquella noche, quizá tuviera la sospecha que se había enamorado de él. Pero después de lo ocurrido, lo sabía. Y estaba avergonzada por el abandono con el que se había arrojado a sus brazos. La química que había entre ellos era imperiosa y casi insoportable, pero era solo un síntoma de aquella dolencia en particular. Su mente se convertía en mantequilla en cuanto estaba cerca de Gabe y sus rodillas en fideos. Aquel condenado hombre había capturado un rincón de su corazón.

– Continúa sin resultarme fácil dejarte ir -dijo Gabe sombrío.

– Déjame darte un consejo, grandullón: cuando estés delante de una mujer, intenta no utilizar las palabras «dejar» o «permitir» y posiblemente te evitarás tener que terminar con un ojo morado.

Gabe apoyó el hombro contra el marco de la puerta.


– Con ninguna otra mujer tendría que hablar de la misma forma que estoy hablando contigo. Esta no es una cuestión de género. Hay personas que son gorilas y otras corderos. Y tú vas a ser un cordero hasta el día que te mueras.

– Bueno, posiblemente tengas razón, pero si lo piensas un momento, te darás cuenta de que el hecho de que yo sea un cordero tiene tremendas ventajas -agarró el bolso y el trozo de papel en el que tenía la dirección que Tammy le había dado la noche anterior y pasó a toda velocidad por delante de él para dirigirse al pasillo y desde allí al ascensor-. No hay nada por lo que preocuparse. Confía en mí, soy la mujer más cobarde que has conocido en toda tu vida. Si crees que voy a hacer algo que pueda provocar a nuestra querida señorita Diller, es que has perdido la cabeza.

Gabe cerró la puerta y salió corriendo tras ella. Ambos presionaron el botón del ascensor al mismo tiempo.

– No te creo más de lo que creo en las promesas de los políticos. Tú no sólo no eres una cobarde, sino que no has dejado de correr un riesgo tras otro desde que te conocí. Y esta tarde no quiero que corras ningún riesgo. ¿Te acuerdas de todo lo que hablamos ayer por la noche? En cuanto tengas la sensación de que puede haber algún problema, sal de allí. Incluso en el caso de que lo estés intuyendo, o simplemente si empiezas a sentirte incómoda.

Las puertas del ascensor se abrieron de repente. Para cuando Rebecca entró en el ascensor, un brillo travieso iluminaba su mirada.

– Gabe, Gabe, Gabe. No me digas que está empezando a creer en el instinto y la intuición. No me estarás aconsejando que siga lo que me dicen las entrañas, ¿verdad?

Gabe suspiró pesadamente.

– Si ya empiezas así, solo Dios sabe cómo voy a poder soportarte al final del día.

Con la eficiencia de un sargento de marina, Gabe la puso al corriente de los planes que había elaborado la noche anterior y le explicó dónde estaría él y cuándo y dónde se encontrarían. Tenía además un mapa para ella marcado con rotulador rojo. Al parecer, en vez de a dormir, Gabe había dedicado la noche a conducir hasta el lugar en el que Tammy la había citado y examinar hasta el último centímetro de los alrededores.

Para cuando Gabe acabó con su interminable lista de órdenes, habían llegado ya al vestíbulo. Lo cruzaron y se dirigieron al restaurante. Pero antes de que hubieran cruzado las puertas, Gabe le puso a Rebecca una llave en la mano.

– ¿Esto qué es?

– Te he alquilado un coche. Un Mazda negro RX-7.

Rebecca pestañeó.

– Me habría gustado más un viejo Chevy.

– Quizá. Pero si decides que quieres huir, te bastará con poner un pie en el acelerador para salir volando.

Rebecca ni siquiera había intentado decir una sola palabra hasta entonces. Habría sido como interrumpir a un cirujano con el bisturí entre las manos. Gabe estaba en su elemento haciendo planes y organizándolo todo. Y, para ser sincera, tenía que reconocer que lo hacía estupendamente. Pero no podía pasar por alto su último comentario.

De modo que apoyó la mano en el codo de Gabe para llamarle la atención y dijo muy suavemente:

– Yo nunca rehuyo un problema, Gabe. Puedo estar asustada, puedo llegar incluso a vomitar. Pero jamás huyo de un problema.

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